—Güerito, dichosos los ojos —saludó Tamés mientras se sentaba en la sala sin que lo hubieran invitado a hacerlo. El gordo se situó a un lado del sillón del Güero, a espaldas de la escalera.
Checo quiso decir «Aquí los señores te buscan para un jale», pero en lugar de ello balbuceó una secuencia incoherente de monosílabos antes de caer de bruces en el suelo.
—¿Qué quieres, Tamés? —sabía que no era una buena situación.
Tamés sacó una cajetilla de Marlboro. Encendió un cigarrillo con un zippo desgastado. Aspiró profundamente antes de hablar:
—Te andan buscando por ahí. Parece que dejaste una chambita pendiente allá por la frontera. En Ciudad Portillo.
—¿Ciudad Portillo? —se metió Lola, tratando de ganar tiempo—, ¿no que andabas por Zopilote?
—Son doscientos kilómetros de distancia, señora. Ahora, le voy a pedir que se calle, su compadre y yo tenemos asuntos que atender —volvió al Güero—, además te pelaste con una lana. Mala idea.
Por el rabillo del ojo, el Güero vio al gordo sacar de su mochila una escopeta Mossberg recortada.
—¿Pensaste que no te íbamos a encontrar? —Tamés desenfundó de una sobaquera una escuadra Browning 38 para cortar cartucho—. Por cierto, debo darte las gracias por fallarle al Señor, nos vas a dejar libre el mercado.
El Güero escuchó a Lola gritar, su alarido opacado por un disparo que vino de su costado.
«Fregao Güero, ora sí se te acabó el veinte por andar confiando en el pendejo del Checo, siquiera me hubieran dado chance de despedirme de la Jefa en Monterrey, de que nos fuéramos lejos de la ciudad y me mataran camino a la zona del silencio para no mancharle la alfombra a la Lola, de paso refinarme un último lonche de don Jaime, total, qué les costaba, pero qué van a saber estos cabrones de últimas voluntades. Bueno, qué sabía yo de últimas voluntades. Sólo espero que dejen tranquilos a Obrad y Lizzy y que piensen rápido para que se puedan escabullir con su feria antes de que llegue la policía. Pinche Lizzy, ya me estaba gustando la morrilla», pensó el Güero en un segundo antes de darse cuenta de que nadie le había disparado a él.
Fue el cuerpo del gordo cayendo al suelo, con la tapa de los sesos volada, lo que lo sacó de sus cavilaciones. Por unos instantes todos se quedaron atornillados al piso, sin saber qué había pasado, hasta que vieron a Lizzy en las escaleras, con su Heckler and Koch nuevecita aún humeando.
El primero en reaccionar fue Tamés, que se arrojó sobre la chica, ciego de furia.
—Perramalditahijadelachingadatuputamadredeentrañaspodridas…
No le disparó. Quería lastimarla. Que sufriera.
El Güero desenfundó su Colt. Iba a llenar de plomo a Tamés, pero volteó hacia Lola:
—Corra, mija, sálvese.
Ella ya lo había hecho.
Ni Tamés, que golpeaba a Lizzy, ni el Güero, que cortaba cartucho, escucharon a los narcos entrar.
—¡Lizbeth! —gritó el Señor.
—¡Papá! —contestó ella, debajo de los puños de Tamés.
—¡¿Qué le haces a mija, hijo de la fregada?! —el Señor se fue sobre Tamés, sin hacer caso de la masa encefálica del gordo que alfombraba la sala.
Ricardo Tamés, exmadrina, expolicía judicial, extorturador de la procuraduría comprendió el grave error de querer vengar la muerte de su compañero incondicional a golpes cuando vio venir hacia él la mole furibunda de su empleador, segundos antes de convertirse en expersona.
—¡Policía! —gritó el capitán Tapia cuando sus hombres entraron por la puerta y ventanas de la casita.
Se encontraron con un borracho tumbado en el piso, el cadáver de un hombre gigantesco tirado en el suelo, cinco narcos armados hasta los dientes, un matón que no decidía a quién apuntarle su arma, una mujer joven golpeada y uno de los diez capos más peligrosos del país, que se suponía que estaba encarcelado, estrangulando a un sujeto que sólo alcanzó a manotear antes de morir.
—Fregao Güero, ¿qué haces aquí, cabrón?
—¡Quietos, quietos todos y nadie se muere!
—¿Usted me mandó matar, patrón?
—¿No estabas en Canadá, mija?
—¡Quietos, dije!
—Usté no sabe quién soy yo, cuico de crucero.
—¿Disparamos, jefe?
—Claro que lo sé, usted debería estar refundido en el bote.
—¿Dónde está el gringo, el que traicionó al Picochulito?
—No es gringo, papá, es de Latveria.
—Yo le iba a depositar, patrón, pero me secuestraron su hija y su novio cuando asaltaron el banco.
—¡¡¿Tu novio?!!
—¡Que se callen todos! ¡Nosotros buscamos a los asaltantes, ustedes se pueden ir!
—A mí nadie me da órdenes, tamarindo de mierda. ¿Cómo que tu novio?
—Brincos diera el güey.
—Ya te he dicho que no hables así, mija.
—¿Dónde está el gringo?
—Que no es gringo, pendejo.
—Lizbeth…
—Ay, papá.
—¿No he sido su mejor matón todos estos años?
—Usted dé la orden, capi, y los arrestamos a todos.
—Cállese, Mijangos, éstos son peces gordos, de güey los arresto.
Catorce armas apuntando al centro. Hombres y mujeres formando un frágil círculo que en cualquier momento podría explotar.
—Obviamente, esto es un error —dijo Tapia.
—Así es, capitán —acordó el Señor—, vamos a hacer de cuenta que aquí no ha pasado nada. Estos hombres, el Güero y el gringo…
—Latveriano, papá.
—… y la morra son míos. Ustedes pueden irse.
No bajaron las armas. Los narcos tampoco.
—¿Y éste que está tirado, roncando?
—Es el dueño de la casa. No tiene nada que ver con todo esto —intervino el Güero.
—Creo que podemos llegar a un acuerdo, caballeros —dijo el Señor, conciliando—, yo me llevo a mi gente, ustedes se van por su lado; pueden decir que siguieron una pista falsa y todos contentos, ¿qué no?
Estaban a punto de hacerlo cuando un berrido feroz descendió por el cubo de la escalera.
—¡No me van a atrapar vivo, hijos de puuuuta! —aulló Obrad, corriendo hacia la puerta con la mochila del botín a la espalda mientras disparaba su Glock hacia todos lados.
La primera en contestar la agresión fue Mijangos. Cayó una lluvia de fuego.
Lo último que alcanzó a ver el Güero fue el destello de las armas antes de que una bala lo alcanzara por un costado.
Crispó la mano alrededor de su Colt mientras caía desvanecido, en medio de una bruma picante con olor a pólvora.