Una bola de rancheros jariosos

—¿Quiénes son ésos? —ladró Mijangos desde la camioneta Windstar donde se apretujaba junto a sus siete compañeros policías.

Era una pelirroja grandota de Cadereyta, más de uno ochenta, cien kilos, experta en tiro y operaciones especiales. Respetada por sus compañeros desde la ocasión en que le fracturó cuatro costillas a la Bestia McGregor por pellizcarle una nalga.

—Han de ser clientes del putero —aventuró Zetina, la otra mujer, quien había hecho correr el rumor de que Mijangos era lesbiana luego de que no quisiera acostarse con ella.

—Tienen cara de narcos —terció el agente Rubalcava.

—No mame —interrumpió Tapia, harto de esa lata de sardinas—, han de ser una bola de rancheros jariosos. Vamos a darles tiempo de que escoja cada uno a su putita y luego entramos. Cinco minutos y avanzamos.

Obedecieron resignados, asándose bajo su equipo antibalas dentro de ese horno motorizado.

Pasado el tiempo, bajaron de la camioneta y avanzaron hacia la casa roja.