Tamés y el gordo (5)

El mejor lugar para enterarse de lo que sucede en los sótanos de una ciudad son las cantinas.

Entre más sórdido sea el lugar, más fidedigna será la información.

Ellos lo sabían, por ello tomaban cerveza (Tamés) y Seven-Up (el gordo) en la barra del Gota de Uva, sobre la calle Múzquiz, en el barrio de la Alianza.

La concurrencia estaba compuesta por cholos que presumían sus tatuajes y perforaciones, narquillos que narraban hazañas balísticas y traileros contando historias del camino.

Al fondo, una rockola que semejaba más un auto de Elvis Presley vomitaba los aullidos de la Arrolladora Banda Limón mezclados con Celso Pina, los Tucanes de Tijuana, la Banda El Recodo, El Barón de Apodaca, Los Cadetes de Linares, Los Tigres del Norte y ocasionalmente Akwid y El Cártel de Santa, para regocijo de la choliza. En cada esquina había monitores de televisión sintonizados en diferentes canales.

Nadie parecía interesarse en los dos chilangos de la barra.

—Rancho de mierda —musitó Tamés.

—¿Crees que la rockola tenga discos de Ashley Simpson?

Tamés estaba a punto de abofetear al gordo, decirle que era un idiota clínico y que estaba harto de soportarlo, cuando apareció en la barra un grandote bigotón que rogaba un trago al cantinero.

—Andale, móndrigo Agrian, sírveme otra cheve. Nomás por los viejos tiempos, por todo lo que vivimos el Güero, tú y yo…

Tamés aguzó el oído.

—Desgraciao Checo, si ustedes nomás me pegaban por ser estudiosito. Además ese malandro ya debe de estar bien muerto. En la Biblia dice que el que a hierro mata, a hierro muere…

—Por eso, no seas ingrato, Agrian, y sírveme unita, no te vayas a morir de sed en las dunas de Bilbao.

—Que no, Checo, no estés enfadando. Ya vete o le llamo a la Lola y le digo que venga por ti.

—No seas así, Agrian, unita. Además, Lola está esperando en el negocio a mi compagre, que viene a esconderse unos días en lo que se le enfría un muertito en la frontera.

—¿El Güero? Adió.

—Sírvale otra cerveza al caballero —intervino Tamés—, yo pago.

Desconfiado, el cantinero puso una Carta Blanca frente a los ojos sedientos del Checo, que la tomó ansioso para vaciar la mitad de un golpe.

—Está dura la calorita, ¿verdá?

—Está dura —Tamés se acomodó junto a Checo mientras el gordo se concentraba en un juego de la NBA en uno de los televisores—. Dijo usted conocer a un tal Güero. ¿No será el Güero Ramírez?

—Ramírez Montelongo. El mismo cabrón.

—¿Alberto, el Güero, Ramírez Montelongo?

—El Beto. El Güero. Mi compagre del alma. Si nos conocemos desde morritos, amista.

—Servicio para el señor. Otra ronda —ordenó Tamés a un receloso Adrián. Como buen cantinero, tenía un olfato especial para el peligro, pero más allá de intentar decirle con los ojos al Checo que esos sujetos no eran de fiar, no hizo nada.

—Fíjese que ando buscando al Güero. No, no me mire así, no soy tira. Lo ando buscando porque tengo un trabajito. Ya sabe, de ésos que su compadre sabe hacer como los grandes.

—Eso que ni qué —las sospechas de Checo se habían disuelto—, no hay dos como ese pelao.

—Sólo que no lo encuentro por ningún lado —Tamés se esforzó para poner su mejor cara de apuro.

—¿Pos de qué se trata?

—Ya sabe, de mandar a un malandro a Morelia. Uno que se pasó de lanza. ¿Usted cree que me pueda ayudar a encontrarlo? A lo mejor hasta hay una comisión para usted.

Debajo del embotamiento del alcohol se alcanzó a distinguir un brillo en los ojos del Checo. Igual que su compadre, era un sujeto grandote y bronco, «sólo que de otra categoría», había razonado Tamés. Borracho debería ser fácil de manejar.

Para tratar de ganarse la confianza de Checo, Tamés intentó una ruta oblicua.

—Me pareció escuchar que su compadre iba a quedarse en su casa.

—Ya debe estar ahí, el desgraciado.

—¿Usted cree que sea el hombre indicado para mi trabajito?

Checo suspiró. Dio un largo trago a su cerveza antes de decir:

—¿El Güero? Nombre, amista, ese móndrigo es una chucha cuerera bien mascada…

Y comenzó a contar una historia de la infancia de su amigo.

Tamés estaba encantado.