Siempre estuve enamorado de Lola. Desde que estudiábamos la secundaria en la Dieciocho de Marzo. Con sus mejillas chapeadas, su cabello negro, los ojos grandes. Pero el Checo se me adelantó.
Por ello fue que me sentí avergonzado cuando nos abrió la puerta del negocio y me roció con una mirada acusadora. Una mirada que sólo le había permitido a la Jefa, en Monterrey.
—Má. ¿Pos ora? ¿En qué andas, Güero? —dijo mientras barría con los ojos a Obrad y Lizzy—, ¿ora cuidas gringuitos?
—Yo soy de Mazatlán, señora —masticó la palabra señora con odio.
Obrad también dijo el nombre de su país, sin que Lola lo entendiera o le importara. Nos hizo pasar, recelosa.
Ya no era la potrancona por la que tanto suspiré. La mala vida al lado del Checo, tantos años de apuestas perdidas y ganadas, tanto tiempo de depositar sus esperanzas en una navaja amarrada a la pata de un gallo le habían pasado la factura. Había engordado. Le habían salido arrugas y canas.
Aunque debajo de su cuerpo envejecido, seguía ardiendo un mujerón que el pendejo de mi compadre no había apreciado nunca.
—¿Dónde anda aquél?
—¿Pos dónde?
—¿En la cantina?
—Prefiero que se ponga cuete allá y que no se tome las botellas del negocio —tras decir esto abrió la puerta del refri para lanzarme a las manos una lata de Tecate—. Ora, mijo, échese un bistec.
A ellos no les ofreció nada. Sólo les indicó que había cuartos libres arriba. Que se instalaran.
Nos dejaron solos.
Me llevó a la sala, que hacía las veces de recepción de la casa de citas; era temprano, no había clientes. Nos sentamos para abrir las cheves. Ya había limones y sal sobre la mesa.
—¿Qué pues, Güero? —me dijo después de observarme un momento con aquella misma mirada con la que me había fulminado una vez en que el Checo no estaba en casa.
—¿Dónde anda aquél? —le pregunté aquella vez, hace tantos años.
—¿Pos dónde? —me respondió, como siempre.
—¿En la cantina?
Parecía que siempre decíamos lo mismo. Le pregunté que cómo estaba mientras me sentaba en su comedor.
—¿Me preguntas por amabilidad… o porque te gusto?
No supe qué decir.
—Perdóname. Haz de cuenta que no dije nada —quiso corregir, bajando la mirada.
—Pregunté… porque me encantas.
Diez minutos después estábamos desnudos en su cama, aprovechando que los niños, el Chequito y mi ahijada, estaban en la escuela.
Mientras la besaba, hinchado como nunca, hundiendo mis dedos sobre la suave carne de sus senos, de sus caderas, me vino una palabra a la mente.
Traición.
No pude hacerlo. No pude penetrarla. Todos mis deseos se diluyeron de inmediato.
—¿Qué pues? —preguntó ansiosa, lubricada.
—Perdóname, comadre. Será un hijo de la chingada, pero no le puedo hacer eso al Checo.
He vivido arrepentido desde entonces.
Ésta vez me miraba con los mismos ojos, transpirando la misma malicia. Pero había entendido la situación con ese sexto sentido que sólo tienen las mujeres:
—¿Qué? ¿Te andas tirando a la morrita?
—No. Aún no.
—¿Porque sería una traición? Pinche vieja.
—No. Porque no me gustan las niñas flacas, sino las señoras entradas en carnes.
Quiso lanzarse hacia mi boca para besarme. Deseó arrancarme la ropa, antes de abrir sus piernas y recibirme en lo más profundo.
Lo hubiera hecho de no haber llegado en ese momento el Checo, ahogado de borracho y acompañado por Tamés y el gordo.