Salimos a la medianoche para no ser vistos. Durante todo el camino, Obrad durmió en el asiento trasero.
Junto a mí, Lizzy se mantuvo callada la mitad del trayecto, la vista fija al frente protegida por unas gafas azules.
El jeep no tenía tocacintas, por lo que tuve que canturrear todo el viaje «Senderito». «Un amor que se me fue, otro amor que se murió, senderito yo voy penando…».
Una y otra vez.
La carretera se extendía frente a nosotros, interminable. A los lados se podían ver deslizarse rocas, cactus y huizaches. Un tapete mineral que llegaba hasta donde el cielo se juntaba con la tierra.
No quise ni imaginar lo que pasaría si el coche se descompusiera.
Después de varias horas ella dijo:
—¿No te sabes otra, güey?
—Completa, no. ¿Tú?
Respondió con un gruñido. Pese a ello, minutos después comenzó a cantar algo en inglés.
—Despait ol mai reich aim stil yost a rat in a queich —o algo así.
—¿Qué es eso?
—Los esmáching pomquins.
—Ah.
Siguió sin hablar otra media hora. Sólo escuchábamos el ronroneo del motor. No se parecía en nada al de mi auto anterior.
A medida que avanzábamos la noche parecía oscurecer más. Llegó un momento en el que sólo se veía la rebanada de carretera que iluminaban los faros. Todo alrededor pareció sumergirse en un mar de tinta.
Sólo entonces Lizzy se quitó los lentes y los colocó entre los asientos, junto a la palanca de velocidades. Palpó ciegamente, como buscando algo hasta que dio con mi mano.
—¿Ése eres tú?
—Sí.
La tomó entre sus dedos.
La mano de un asesino, el dedo índice calloso de haber jalado tantas veces el gatillo, la palma rasposa y los nudillos saltados por tantos golpes dados y recibidos, la garra de un lobo de pronto rodeada por los dedos largos y delicados de una princesita punk, una estudiante de artes visuales.
Quise retirarla. Sentí miedo, nunca nadie me había tomado la mano así. Nunca nadie me había tocado para otra cosa que no fuera lastimarme.
Ella no me dejó. Me asió con firme delicadeza. Comenzó a deslizar en círculos la yema de su pulgar sobre mi muñeca. Los demás dedos se apretaron alrededor del dorso de mi mano.
—No h-hagas eso.
Estaba atrapado.
—¿Estás loca? —murmuré volteando hacia ella.
Lizzy me prensó de las orejas y mordió mis labios para besarme. Debo agradecer que la carretera fuera recta, de otro modo nos habríamos matado.
Cuando me soltó, sólo alcancé a susurrar:
—¿No ves que puede vernos?
—No lo creo, ahora sí viene dormido.
—¿Cómo sabes?
—Obrad sí me daba miedo. Era como yo, cuando joven; alguien muy peligroso.
—¿No oyes que viene roncando?
Así era. Realmente debió venir dormido porque no hizo nada, pero no volvimos a hablar hasta que la mañana nos sorprendió pasando La Pezuña y nos bajamos todos a desayunar.
Yo no pude volver a sostenerle la mirada al muchacho; mientras desayunábamos ella me acariciaba las pelotas con su pie por debajo de la mesa.