Cuando desperté, el muchacho seguía durmiendo la mona. Ella había desaparecido. Me bañé para bajar a desayunar.
Intentaba comer los chilaquiles en la cafetería del hotel cuando apareció Lizzy.
Se sentó frente a mí, taladrándome con una furiosa mirada de odio.
Tenía el rostro amoratado. Como si el desgraciado de Obrad hubiera elegido cuidadosamente dónde golpearla para que cada moretón maquillara su rostro y la convirtiera en una delicada pieza de arte dedicada al dolor.
Pidió un café, sin dejar de escudriñarme. Él se había cuidado de no golpear sus ojos. Comenzaba a pensar que de veras calculó cada madrazo.
—¿No me vas a preguntar nada? —dijo, tras encender un Camel.
—¿Cómo amaneciste? —repuse mientras prendía un Príncipe.
—Eres un pendejo.
Le pidió al mesero una pluma para escribir algo en una servilleta.
Sin decir nada, se levantó y se fue, dejando caer el papel junto a mi plato.
Cuando lo leí se me erizaron los pelos de la nuca. Supe de inmediato que habría problemas.
Decía: «¿Qué no te das cuenta de que te amo?».