—¿Señor Sergio Velas? Tiene una llamada por cobrar desde Perros Muertos, Coahuila, ¿la acepta? —dijo la operadora con tono cansino.
—¿Quién llama? —mi compadre tenía voz de crudo.
—Soy yo, desgraciao, el Güero.
—¡Compagre! Pásela, señorita, hace mucho que no sé nada deste malandro. ¿Qué pasó, compagrito, ontás?
—Pos en Perros Muertos, Checo, ¿qué noyes?
Era el mismo de siempre. El mismo sujeto despreciable.
—¿Y qué andas haciendo por allá, si está de la cachetada? Mejor vente paraca.
—Deso quería yo hablarte, compadre. ¿Te acuerdas que me debías un favor?
Silencio. Incómodo.
—¿Compadre?
—¿De qué se trata, compagre? Tú siempre has estado metido en muy malos pasos. Cabrón.
—Necesito que me guardes unos días, compa, a mí y a unos camaradas, nomás en lo que se enfrían un poco las cosas en Zopilote. Un guisito que se nos quemó.
—Pinche Güero. Dejaras de ser tú, malvao. Pos claro, compagre, déjate venir con tus compás. Ya sabes que aquí siempre habrá cheve fría esperándote.
—Sí, compadre, lo único es que te pido que no nos guardes en tu casa. Déjanos quedarnos en tu negocio. Lo digo por la Lola y tus niños.
—Achís, achís. ¿Pos qué traís?
—No lo quieres saber.
De nuevo silencio. Tras un minuto demasiado largo el Checo suspiró resignado para añadir:
—Ándele pues, descuélguese, pero nomás unos días.
—Nomás unos días.
—Éses mi Güero. Conque no tiande buscando el cártel de Tijuana, todo está bien.
Me despedí y colgamos. No quise decirle que los que andaban tras de mí eran del cártel de Constanza.
Volví al hotel con una botella de sotol. En el cuarto, Lizzy veía la tele aburrida. Obrad veía a Lizzy.
—La merienda —dije, alzando el pomo.
Obrad se lo tomó muy en serio. En un instante tenía servidos los dos vasos del cuarto.
—¿Y yo, cabrón? —protestó ella.
—Tú te callas —repuso con tal decisión que hasta a mí me impresionó, para luego voltear a brindar conmigo—: Salú.
Ella, molesta, se salió del cuarto sin que ninguno de los dos intentara alcanzarla.
El sotol no es cualquier cosa. Sobre todo cuando tienes el estómago vacío. Precisamente por ello lo beben los más miserables, para contentarse con el calorcito que produce en la tripa para engañar al hambre.
Pero es traicionero el desgraciado, como también saben los que lo beben. Antes del sexto trago ya estábamos cuetes.
A Obrad se le soltó la lengua, me contó sobre su país, sobre la guerra, las cosas que había visto. Luego, acerca de Canadá, de cómo había conocido a Lizzy, de cómo se estaba enamorando de ella. Cuando llegó al tema de Fernando, el muerto de Zopilote, los ojos se le licuaron de rabia. No sé cuántas horas habrían pasado.
Yo ya estaba muy borracho, en el suelo.
En ese momento entró Lizzy. Venía muy pasada. Había comprado una grapa en la plaza. Comenzaron a discutir en inglés hasta que ella lo llamó maricón y poco hombre. Para demostrar su punto se volvió hacia mí, levantándose la playera de algodón, me mostró sus pezones.
—A ver si eres tan hombre, cabrón, ¿porqué no me tomas aquí mismo, enfrente de este marica?
Él se levantó abalanzándose sobre ella.
—Eres… una… puta… asquerosa…
Le dijo que desearía coserla a puñaladas y chapotear en su sangre. Le exigió que se disculpara. Ella le escupió en la cara. A cambio de eso y como Lizzy no pidiera perdón, comenzó a golpearla.
No podía verlos, me había acomodado de espaldas a ellos; se oía que era una golpiza brutal. Nadie acudió a los gritos de la chica.
En algún momento en que pudo escabullírsele a Obrad ella me sacudió con ansiedad, intentando despertarme.
—Ayúdame, ayúdame… —sentí cómo él la jaló para seguirla madreando. De güey me levanto.