Poca gente sabía su verdadero nombre, pero todos los que lo conocían lo llamaban el Chino.
Algunos con desprecio, otros con respeto, nadie vocalizaba su nombre con indiferencia. Era un sujeto pequeño, correoso, de cabello escaso amarrado en la nuca en una coleta estropajosa que se adivinaba rebosante de grasa capilar. Sus ojos parecían dos navajazos hechos a una cara de barro aún fresca.
Pese a que lo más probable era que sus pupilas fueran oscuras, había rumores de que las pocas veces que se les había visto al sol resultaron ser verdes. Recordaban más una mirada felina que humana.
El Chino llevaba siempre el ceño fruncido debajo de los restos de un sombrero panamá de origen militar que jamás abandonaba el cráneo de su dueño.
Se le podía encontrar por los congales de la calle Matamoros en Piedras Negras, rondando de cantina en cantina, con una laptop al hombro y un teléfono satelital en la mano, vestido siempre con desechos del ejército gringo que desafiaban el calor infernal.
Nadie podía precisar de dónde había salido semejante freak. Algunos decían que era un exagente de la CIA, otros que de la DEA. Había quien lo vinculaba con el ejército gringo, pensando que era desertor. Los más audaces decían que se trataba un hácker de primera generación al que el Servicio Secreto le había freído el cerebro, un genio idiota.
Escupía las palabras en un español mal recortado al que le intercalaba palabras en inglés, francés y argot de toda latinoamérica; su acento no delataba nacionalidad alguna, era de todos lados, pero, sobre todo, de Piedras Negras, donde se confundía entre la corte de los milagros que inundaba las calles de personajes estrafalarios que ya no sorprendían a nadie.
Lo que pocos sabían es que el Chino era el soplón más confiable de todo el noroeste de la república. Si algo estaba sucediendo, él lo sabía. El qué, quién y en dónde. Cómo lo hacía, era un misterio no resuelto.
Aunque se rumoraba que vendía su información a cambio de tragos de mezcal, en realidad era muy costosa y la cobraba en dólares con una cuenta de PayPal a la que ingresaba el monto desde su terminal antes de soltar prenda. Ello explicaba el porqué cambiaba más constantemente de modelos de computadora y teléfono que de ropa interior.
Fue el capitán Armengol, titular zonal de la División Antiasaltos de la Procuraduría Federal, el primero que encontró al Chino aquella tarde. Éste bebía lentamente un caballito de mezcal en una de las mesas banqueteras del bar Mofo’s.
—Buenas, Chino —saludó el policía, sentándose sin invitación.
—Ick.
Armengol pidió tequila con Squirt. Anochecía y los neones de los bares derramaban su luminiscencia sobre la calle. Pese a la oscuridad, el calor no cedía ni un grado.
Cuando le trajeron la bebida, el capitán brindó con el oriental.
—Salucita.
—Cheers, ése —siguió chiquiteándose su mezcal.
—Y… ¿qué hay?
—Rien, naranjas, nothing, flaco. ¿Qué hay de qué?
—Pues de nuevo.
—De nuevo, ná, majo.
Bebieron en silencio. El capitán acabó su trago y pidió otro. Ofreció una nueva ronda al Chino, que declinó con un movimiento de la mano.
—Y cuéntame, Chino, ¿cuál es la novedad?
El oriental tomó un cuaderno deshojado de la mochila de su laptop y garabateó algo. Se lo tendió a Armengol.
—¿Quinientos dólares? ¿Estás loco?
El Chino se encogió de hombros. Apuró su caballito y dejó una propina sobre la mesa. Se levantaba cuando Armengol, comprendiendo su error, lo detuvo.
—No, no, Chinito, si era broma. Dime dónde hago el depósito.
Mientras tecleaba el pago, el oriental murmuró «Chinito my ass, petit con». Completada la transacción volteó, sonriente, hacia Armengol.
—Un asalto. En Zopilote.
—Sí, así es.
—Dos chavales. Una gachí. Uno de ellos cagó. Hijo de un gallón.
—Eso lo sabe todo México, Chino.
—Lo que nadie sabe —se interrumpió para cerciorarse de que nadie lo escuchaba—, es que el otro no es gringo. Ni canaca.
—Ah, ¿no?
—Nope. C’est une europeanne. Un refugiado de la guerra de los Balcanes. Asilado en Canadá. Cruzaron los tres la frontera por Moridero. Iban armados. Una Glock, dos Heckler and Koch. Brand new.
—¿Cómo sabes?
—Jefe de la garita. Mi pana.
—¿Qué más?
—En asalto toman un rehén. Mala idea.
—¿Quién era? —Armengol quiso tantear al Chino.
—Tú sabes que yo sé que sabes quién es.
El policía se sintió tarugo.
—¿Y la mujer?
—Ah, la mina. Una morochita chévere. Punkera, ella.
—¿Gringa?
—No. Tú quieres saber dónde están.
—Sí.
—En Ciudad Lerdo. Se están quedando en una casa de citas que da al zócalo. ¿Quieres la dirección exacta?
—Sí, sí.
El Chino volvió a garabatear.
—¡Estás loco, cabrón! —explotó Armengol.
—Loco, pero no pendejo —se paró, dejando solo a Armengol.
El soplón no caminó mucho antes de llegar al Obi Wan, su restaurante oriental favorito. Tomó una mesa apartada del resto. Pidió fideos con alga y pollo.
Sorbía ruidosamente su sopa cuando alguien se le unió en la mesa, de nuevo sin invitación.
—Buenas noches —dijo Tamés.
—Buenas —secundó el gordo.
El Chino los observó un segundo antes de volver a su sopa. No les dirigió la palabra antes de devorarla. Cuando terminó, cruzó los dedos para observarlos con furia retenida.
—¿Y? —escupió.
—Eso digo. ¿Y? —Tamés era un viejo conocido del Chino.
El oriental llamó al mesero y pidió una cerveza Tsing Tao. El gordo aprovechó para ordenar un chocomilk.
En una servilleta, el Chino apuntó una cifra. La dobló y deslizó hasta la mano de Tamés.
—¿No se te hace mucho, Chino?
—¿No se te hace poco, johi?
—Mil quinientos. Ni un centavo más.
—Seventeen hundred, ni uno menos.
—Mil seiscientos y tenemos un trato.
—D’accord!
—Entonces, ¿dónde está mi hombre?
—Camino a Torreón. Va a cobrar un antiguo favor.
—¿A quién?
—Un compadre suyo. Gallero metido a padrote.
—¿Dónde los encuentro?
—En Ciudad Lerdo.
—Pinche Chino. Lo dices como si todo mundo conociera ese pinche pueblo.
—Tú y tu amigo lo conocen bien. ¿Ya no se acuerdan de la señora Fernández, del rancho que le usurpaba Trejo?
Tamés sintió enrojecer sus mejillas. El gordo estaba muy ocupado sorbiendo ruidosamente los restos de espuma de su chocolate.
—Bien, Chino, tu información vale cada centavo —se incorporó—, te dejo; como debes saber, el Señor nos hizo un encarguito que nos espera en Torreón y son muchas horas de camino.
—En Lerdo, en Lerdo.
—Es la misma mierda, hombre.
Ya se iban cuando el Chino alargó una tenaza huesuda para asir el brazo de Tamés, con tanta violencia que logró asustarlo.
—Hay algo más, güerito. Ésa mujer, la jeva que va con tu hombre…
—¿Qué?
—Es muy peligrosa, gato, pólvora pura esa gachí, sobre todo para ti. No good, no bueno.
Tamés suspiró.
—Mira, Chinito, aún no ha nacido la mujer que no le pele el nabo a Ricardo Tamés. ¿Okey?
—El que advierte no engaña, menda.
Se fueron sin despedirse ni pagar el chocolate. El Chino no lo notó o fingió no hacerlo. Cuando el mesero retiró los platos sucios pidió otra cerveza con una orden de arroz frito y brócoli con res en salsa de ostión.
Sin levantar la mirada, el Chino maniobraba los palillos para engullir sus viandas con precisión de mantis religiosa cuando notó algo raro en el ambiente.
Aguzó el oído, buscando qué era lo extraño, para descubrir el silencio que había caído en el Obi Wan inundando sus orejas. Levantó los ojos para encontrarse con la mirada de un antiguo camarada.
—Qué pues, Chino, ¿cómo está, mijo? —saludó el Señor, sentado en la silla de enfrente, su inseparable Pancho de pie al lado.
El oriental respondió asintiendo, silbando como serpiente.
—Ah, qué pelao tan tragón. ¿Alimentándose?
—Aquí nomás, venadeando.
—¿Sabes por qué estoy aquí? —el Señor buscaba la mirada del Chino, que había vuelto a concentrarse en el arroz.
—Buscas algo. Alguien. Como todos los que vienen a verme.
—¿Y dónde está la gente que busco?
Como él mismo había dicho, el Chino era loco pero no pendejo. Sabía que no podía cobrar esa información. Si es que valoraba la vida.
—El que lanzó a la muerte a tu ahijado se llama Obrad Novoselic.
—Pa su madre. Qué nombrecito.
—Él planeó todo para mandar al Picochulito a una muerte segura y luego huir, fingiendo que llevaba un rehén. La mujer, el falso rehén y el traidor de tu ahijado van camino hacia el sur.
—¿A dónde? —el tono del Señor se había endurecido.
Por el rabillo del ojo el Chino vio que se habían quedado solos en el restaurante. Sintió miedo.
—Ciudad Lerdo, Durango. Una casa de citas que da al zócalo. Pregunta por los masajes de Lola —esta vez el Chino dejó de hacerse el chistoso mezclando palabras de otros idiomas.
—¿Porqué habría de creerte, cabrón chale? —el Señor entrecerró los ojos con odio concentrado. La mención de su ahijado le había enrojecido los lóbulos.
El aludido masticó un momento, como ignorando la pregunta, llevando la paciencia del Señor al límite.
—Porque si te estuviera mintiendo, acabaría muerto en el desierto.
—Bien. Has sido muy amable, Chino. Pancho, vamonos.
Ésta vez fue el oriental el que detuvo al Señor.
—¿No me vas a preguntar quién es la mujer?
—Nop. No me interesa.
Salieron del restaurante dejando a su paso una estela de viento helado que al Chino le olió a muerte. Apuró los restos de arroz con salsa de ostión, bebió más de la mitad de su cerveza de un trago, dejó sobre la mesa el importe exacto de su consumo más la propina en billetes arrugados y salió de ahí para desaparecer de Piedras Negras, para nunca volver a ser visto.
Sabía que algo muy grave se aproximaba. No quería estar por ahí cuando sucediera, ni para contar los cadáveres.
Sin dejar rastro, salió de esta historia de manera tan súbita como entró en ella.