Pasaron muchas horas antes de que detuviera el auto en medio del desierto, bajo la noche estrellada.
—¿Qué pasa? —preguntó el muchacho, que seguía apuntándome con su Glock. Atrás, la chica nos observaba.
—Abajo —dije mientras me colocaba un Príncipe en la boca.
—¡¿Que qué?! Mira, hijo de la…
Le pegué. Como no le pegaba a nadie hacía años. Aprovechando su confusión abrí su portezuela y lo lancé fuera del auto. Me aventé sobre él, pateando la pistola bien lejos.
Peleaba bien.
Nos dimos duro. Tenía la ventaja de estar montado sobre él, lo que me permitía azotarle la cabeza sobre el suelo rocoso mientras él me golpeaba.
Desde el coche, la perra gritaba.
—¡Párenle, cabrones! ¡¡Párenleeee!!
Después de varios minutos me venció el cansancio. Le di un último trancazo que le hubiera reventado la mandíbula a cualquier otro pero que a éste nomás lo aflojó.
Me levanté tambaleándome. Me había cerrado un ojo el desgraciado.
Caminé al coche. La vieja no dejaba de gritar. Debí pegarle, pero sólo la aventé contra el piso. No sirvió de nada porque siguió berreando.
—Quiéntecreespinchependejotúnosabesquiénesmipadredesgraciadoperotehasdezurrarenlospantalonescuandoteponganenlamadrehijodelachingada…
Se calló cuando vio que abrí la guantera para sacar mi Colt; sólo me coloqué la sobaquera en su lugar para encender el Príncipe que me había puesto en la boca minutos antes.
Me supo a gloria.
Atrás de ella, el morro se levantó como un muerto viviente. Lo parecía.
Di otra chupada al cigarro. Exhalé, paladeando el humo. Escupí al suelo un gargajo que aun en la oscuridad de la noche supe que era rojo. Cuando tuve la atención de los dos comencé a hablar. Despacio, casi en un susurro.
—En este momento, la vida de ninguno de nosotros vale un centavo.
No parecieron reaccionar. Continué:
—Ustedes asaltan un banco. Muy bien. Nomás que ése es un negocio de gente grande. Además tú, güerito, mandaste al pendejo de tu amigo con el seguro del arma puesto. Se ve que nunca había tirado…
Los ojos de ella se abrieron como platos. Volteó a verlo con una expresión que no pude descifrar.
—… y eso le costó la vida. Tenemos un muerto, un asalto. Además, me toman preso, como los viles aficionados que son.
—Yo no hice nada —graznó ella. No la pelé.
—Si hubieran agarrado una viejita, un cura, un oficinista, hasta un guardia del banco, no pasa nada. Salen disparados, como nosotros, y como a esta hora lo bajan, lo acuestan en el piso bocabajo y lo matan. Tantán, siguen su camino hasta el siguiente pueblo, hasta el siguiente banco. Y así, hasta que les caiga la gente grande para ponerles en la madre por andar jugando en su solarcito…
—Yo no hice nada.
—… sólo que al que tomaron por rehén soy yo. Da la casualidad que estaba en ese banco ojete de pueblo porque debía hacer un depósito para alguien muy importante. Era necesario que ese dinero estuviera en su cuenta a primera hora. No lo hice. Gracias a ustedes…
—Yo no.
—… ahora esa persona debe estar muy enojada. Tanto, que no va a querer saber nada de mí como no sea que me entierran pasado mañana. ¿Y dónde ando yo? En medio del desierto con dos chamaquitos pendejos jugando a Bonnie y Clyde…
—¿A quién? —preguntaron los dos.
Suspiré.
—En fin. Debería matarlos, ponerle un par de balas a cada quien en la nuca y dejarlos aquí para que merienden los coyotes y sus huesos se blanqueen al sol. Nadie va a pasar por esta carretera olvidada en semanas. Sólo que entonces, ¿qué? ¿A dónde corro? ¿En dónde me escondo? ¿Para qué quiero más muertos? ¡Aquí la víctima soy yo!
Me veían con unos ojotes. Por un segundo casi me dieron ternura. Estaba a punto de estirar la mano hacia la cacha de mi pistola cuando el chavo dijo:
—Perdón.
—¡…!
No era posible. No podía haber dicho eso.
—¿Cómo?
—Perdón, dije que perdón —repuso con la vista baja, moqueando. Ella comenzó a llorar.
El corazón se me hizo de pollo. Los ojos, de agua.
Pensé en cómo nos veríamos. Dos grandulones hechos para el combate recién madreados, una morra larga y flaca con el pelo azul, los tres llorando junto a un Impala 70 negro con llamas pintadas en los costados, en medio del desierto.
No me importó. Los abracé.
Sin duda, estaba envejeciendo.