Tamés y el gordo (4)

Por enésima vez, en su intento por alcanzar al correcaminos, el coyote se quedó con un cartucho encendido de dinamita entre las manos. Sus ojos, dos globos amarillos rellenos de angustia delataron la inutilidad de huir de su destino cíclico. Volteó hacia la cámara, rompiendo el cuarto muro brechtiano, y se despidió con un manoteo patético, resignado ante la inminente explosión.

Cuando la pantalla se llenó de humo, el gordo se retorcía de risa en el suelo. Al fondo, Tamés, despeinado con la barba de días y la camisa desfajada, fumaba un cigarrillo tras otro, los ojos inyectados por los litros y litros de café bebidos.

La llamada que esperaba sonó en el celular. Tamés contestó sin revisar el identificador de llamadas. Sólo una persona tenía ese número.

—¿Entonces qué, señora, cómo vio el video? ¿Paga o no paga?

—Habla Pancho.

—¿Pancho? ¿Qué Pancho? Número equivocado, idiota, fíjate al marcar…

—Tamés, el Señor quiere hablar contigo.

La sangre se le heló. Casi se tragó la colilla humeante que mordisqueaba.

—¡P-Pancho! ¡¿Cómo estás, hermano?! ¿Cómo está el patrón?

Lo oyó pasarle el teléfono al Señor.

—Tamés, mijo.

—¿Qué pasó, patrón? ¿Cómo andamos? Supe que andaba guardado.

—Andaba, mijo, ora ando fuera haciendo un encarguito. Pero les hablaba porque tengo un jalecillo para ustedes dos.

—Usted dirá, jefe.

—¿Conoces al Güero, uno de Lerdo…?

Desde su helicóptero particular, camino a su rancho cerca de Constanza, Sinaloa, el Señor explicó a Tamés la situación, el trabajo que le había encomendado al Güero así como el pueblo a donde lo había enviado.

—… y a mí nadie me hace pendejo, mijo. ¿Cómo ves?, ¿se lo echan?

—Faltaba más, mi jefe.

—¡Éses mijo! Yo le digo a Pancho que te deposite tu adelanto. Ah, una cosa más, mijo.

—¿Señor?

—La próxima vez que secuestren a alguien no la chinguen usando un móndrigo celular de tarjetas. Ai la vimos.

—Adiós… patrón.

Se quedó viendo el teléfono largo rato después de que colgaron. Se sintió ridículo, persiguiendo siempre negocitos pepiteros mientras eran otros, como el Señor, los que se llevaban los pesos de verdad.

Se odió a sí mismo.

Lanzó el teléfono contra la pared, haciéndolo añicos.

Furioso, desenfundó su arma y la descargó contra el hombre que tenían amarrado a una silla en el fondo de la habitación, sobresaltando al gordo, que seguía viendo caricaturas.

—¿Y ora? —preguntó el grandulón con su voz de niño, arrancado de la tragedia de Will E. Coyote.

—Empaca tus chivas. Nos vamos de aquí. Tenemos una chamba.

—¿No estábamos esperando el rescate de este güey? —señaló al fiambre, aún humeante.

—De cualquier manera no iban a pagar. Jálale.