De la columna «Vida pública», del periódico Reforma (1)

¿Qué sucede al noroeste del país? Pareciera que una vez más —de nuevo—, alguien dejó abierta la puerta a los demonios en este nuestro México. Y créame, mi amigo, se volvieron a soltar.

Como si no fuera suficiente la resaca poselectoral y el desorden inmediato a la toma de posesión, cada estado parece querer contribuir a las jaquecas de nuestro flamante presidente.

El último escándalo político, aprovéchelo mi amigo antes de que pase de moda en quince minutos, ha sido la misteriosa aparición del cadáver de un frustrado asaltabancos al norte de la República, en uno de aquellos lugares que los mapas comerciales no alcanzan a marcar.

Hemos estado atentos a la efervescencia política de la capital. Hemos vigilado los disturbios de Guadalajara y Monterrey, así como las revueltas sindicales en Puebla y Tampico. Vaya, hasta atestiguamos la violencia de la narcoguerrilla en lugares como Reynosa, San Luis, Río Colorado y Mexicali. Pero ¿quién, dígame usted, quién estuvo alguna vez al pendiente de un pueblo polvoso con el improbable nombre de Zopilote?

Pues ahí, durante la mañana de ayer, en un asalto a la única sucursal bancada del pueblo, hecho que tomó por sorpresa a la policía municipal de un lugar donde nunca sucede nada, se armó una balacera con una sola víctima. Uno de los asaltantes.

¿Qué de importante tiene esta nota, como para ser motivo de esta humilde columna? Casi nada, simplemente que el ahora occiso, como escribiría el maestro Eduardo Téllez, es nada menos que Fernando Figueroa Rojas, y si este nombre como de actor de telenovelas baratas no le dice nada es porque su padre es el que se ha hecho tristemente famoso.

Así es, Chimino Figueroa Figueroa alias El Picochulo no sólo es el padre de Fernando, sino uno de los narcotraficantes más buscados de ambos lados de la frontera, con el dudoso honor de estar entre los diez criminales más buscados del FBI.

Honor que hasta hace poco compartía con su cómplice coterráneo de Constanza, Sinaloa, el temible Eliseo Zubiaga alias El Señor, recientemente encarcelado por el equipo entrante del procurador Vargas Martínez, acaso en un intento de dar un golpe espectacular para mejorar la deteriorada imagen de la Procuraduría Federal.

(Entre paréntesis, se dice en los pasillos del poder, se susurra en las sobremesas y se murmura en las ruedas de prensa que El Señor no durará mucho a la sombra. Las débiles pruebas aportadas por la fiscalía parecen palidecer ante la feroz defensa del veterano abogado Edgardo Beltrán. Se dice que los cargos ni siquiera son por delitos contra la salud, sino que están relacionados con el escándalo de aquella compra de submarinos nucleares a la marina rusa, pero ello será el tema de una futura columna).

Volviendo a quien en vida se llamara Fernando Figueroa, fuentes cercanas a esta columna lo tenían ubicado en un exilio en el Canadá, manteniendo un perfil muy bajo para evitar algún ajuste de cuentas.

Más allá de una fuerte adicción a las anfetaminas y el LSD, surtidos por la misma gente del cártel de su padre, vinculados localmente con la mafia haitiana, el muchacho parecía ser básicamente un ciudadano respetuoso de las leyes. No hay registro ni de que se hubiera pasado ni un alto (y usted sabe, amigo lector, cómo se las gastan los canacas con esos detalles).

Pues bien, ayer Fernando apareció muerto a más de seis mil kilómetros, en un pueblo cercano a la frontera, rodeado de kilómetros de polvo y desierto.

Desde luego, muchas son las preguntas que despierta esta muerte. ¿Qué hacía Fernando Figueroa en México? ¿Qué hacía en medio de una balacera, asaltando un banco a mitad de la nada? ¿Quiénes eran sus cómplices y porqué la policía local los dejó huir? ¿Estaba en contacto con su padre? ¿Fue muerto por orden de algún enemigo del cártel del Picochulo?

Los detalles de los hechos, desde luego, se mantienen en secreto «para no entorpecer las investigaciones». Ya lo sabe usted, pobrecitos policías, no los dejan hacer en paz su trabajo.

Algo muy feo se está cocinando en los sótanos del narcopoder en este país, amigo lector. Y mientras no se sepa qué es para poder detenerlo, ni usted ni yo ni los demás hijos del Picochulo estaremos seguros, secuestrados por una guerra en la que no se toman prisioneros.