El primero que te niegas a matar

Pareciera que es vacilada, pero siempre se recuerda al primer muerto. La cara que queda en el cadáver que uno acaba de fabricar, la expresión de miedo o confusión que el pobre diablo habrá de llevarse al hoyo: los ojos bien abiertos, la boca en forma de o, con los bordes de los dientes asomando entre los labios.

Si el tiro fue hecho con un calibre pequeño, colgará un hilillo de sangre de ahí donde haya impactado el proyectil; si se usó un arma de calibre grueso, habrá hecho un hoyo en la carne por donde se puede pasear un dedo holgadamente, y si se cometió la perrada de usar una escopeta, el fiambre tendrá un vistoso túnel por el que se puede deslizar el puño de un hombre, si es que el cráneo no saltó en pedazos, se le arrancó un miembro por el impacto o se partió el tronco en dos.

A partir de ahí, todos son iguales. Todos tienen la misma cara. El mismo rostro anónimo. O conocido, da lo mismo. Indiferente u odiado, uno nunca mata lo que ama. Un rostro común fundido en el anonimato de la indiferencia.

Hasta que llegas al primero que te niegas a matar. Un nuevo rostro que se grabará para siempre en tu memoria, que te acompañará en el sepulcro a veces sin saber que tú le permitiste vivir un poco más, unos días, unos años.

Sin embargo, eso tenía sin cuidado al Señor.

Incapaz de decidirme a llamarlo, vacié una botella de sotol, buscando consuelo en el ardor de la garganta, tratando de olvidar el miedo de llamarle para decirle que no podía hacer su trabajo.

Tirado de bruces en el piso, vi que volvía a amanecer. La cabeza me daba vueltas. Mi lengua era una lagartija reseca.

Ya no podía seguir aplazándolo. Abrí el celular; marqué el primer número. Sonó una, dos veces. Iba a colgar.

Contestó antes del tercer llamado.

—¿Qué pasó, mijo? ¿Ya se lo echó al plato?

No podía hablar. Los labios se me habían fundido.

—Güero. Mijo. ¿Bueno?

—Aquí ando, patrón.

—¿Qué pues, morrillo? ¿Yastuvo? ¿Le deposito su resto?

—No va a ser necesario, patrón.

—Adió. ¿Me lo va a regalar?

—No, mi jefe. Sucede…

Callé.

—¿Qué, pues?

—Que no lo voy a matar.

Silencio.

—No puedo hacerlo —agregué, con un hilo de voz.

El jefe siguió mudo.

—Yo… yo le deposito su adelanto, jefe. Nomás déme unos días para completar un pellizquito que le di.

—Tengo miedo —dijo, tras varios segundos—, mucho miedo.

—¿Porqué, patrón?

—Porque, con perdón, ¿verdá? Pero si a este móndrigo hasta los alacranes le tienen miedo, pos sí ha de estar muy cabrón.

No supe qué decir.

—No te preocupes del pellizquito, Güero. Espero el depósito mañana. ¿Ya tienes mi cuenta?

—Desde hace varios años, patrón.

—Nomás te doy un consejo, de compás, Güero.

—Dígame, patrón.

—Te estás ablandando, morro. En este negocio no hay lugar para los viejos. Más te vale que no vuelva a saber de ti. Nunca.

—Sí, señor, gracias, señor.

—Ai nos vemos, Güero.

—Nos vemos, patrón.

Colgué, sólo para enterarme que no había en Ciudad Portillo sucursal del banco donde el jefe manejaba su caja chica. Tenía que manejar doscientos kilómetros hasta la más cercana, en Zopilote.

Lo único que me consoló fue el ronroneo de mi motor. Nomás que ya no me sonaba como un león. Parecía más un gatito temeroso.