Habla el licenciado Gómez Darkseid

Uno de los muchos negocios que tuve fue administrar un centro joyero. El problema era la seguridad, eran los años de los secuestros y los asaltos ultraviolentos en la capital del estado. No podíamos confiar en la policía. Entonces consulté a mi padrino, un general que había sido vecino nuestro y gran amigo de mi papá. Él me recomendó a un tipo que había sido su chofer, un tal Alberto no sé qué, alias el Güero. Vaya apodo más original, pensé primero, pero cuando lo conocí entendí que no le decían así por blanco, sino por provocar la repulsión que emiten los alacranes de ese color. Era un grandote muy callado, medio pelón, con la cara picada de viruela, unos ojillos verdes que se veían muy pequeños para su cara, como si no hubiera encontrado de la talla correcta, y una narizota. Güero él, efectivamente. Feo el desgraciado. Lo peor era cuando hablaba: su voz, cascada por los cigarrillos y la cerveza fría, escapaba con un silbido gutural que me hacía pensar en las voces de los zombis en las películas de horror. Llegó sin hablar a mi oficina, se sentó frente al escritorio, encendió un cerillo con el que prendió un Príncipe. Dejó escapar el humo en un suspiro y dijo: «Usted dirá, licenciado». Le expliqué de qué se trataba, había que formar un cuerpo de seguridad confiable al que pudiéramos encomendar la seguridad del centro joyero. «Cuente con ello, lie», me dijo tras escucharme atentamente, apagó su cigarro aplastándolo en el cenicero como si fuera una cucaracha y salió de mi despacho, prometiendo comunicarse conmigo. Así lo hizo; cada vez que hablábamos por teléfono me ponía de nervios su voz de muerto, pero en tres semanas había configurado un equipo de seguridad privada que parecía más un grupo de choque paramilitar, que por supuesto era el terror de los asaltantes o secuestradores que quisieron acercarse al centro joyero. En aquella época yo tenía una secretaria, Gaby, una mujer preciosa de un pueblo cercano, la clase de hembra que produce malos pensamientos hasta en un joto. Todos mis amigos iban a saludarme nomás para verle las piernas. Cuando había suerte y llevaba minifalda, podías atisbar sus muslos morenos. Habías de verla desnuda, mano, unas tetotas descomunales, duras, duras, unos labios cremosos que parecían de helado de chocolate. Pero ésa es otra historia que casi me cuesta el divorcio. El caso es que andaba yo en la mira de los secuestradores, una banda de malditos que tenían asolada la ciudad, con tan buena suerte que una vez cayó a mi oficina un comando para levantarme, ¿y qué crees, mano? Que yo no estaba, pero se querían instalar para esperarme y aprovechar para vaciar la caja fuerte. A Gaby se le prendió el foco y alcanzó a marcarle al equipo de seguridad del centro joyero. Contestó el Güero. Los malandros la obligaron a colgar. Sólo alcanzó a decir algo así como «ayúdeme, Güero». Pues resulta que el tipo le reconoció la voz a la morena y sin pensarlo salió disparado a mi oficina. ¿Vas a creer que cuando llegué, él solo había sometido a los seis pelados que me querían secuestrar? No, era aquello un baño de sangre, y él, sin un rasguño. Una fiera, el Güero aquel. Un par de años después me presentó su renuncia. Me dijo que se iba para su tierra. Tenía un compadre que recién había puesto un negocio de masajes y se iba a ayudarlo. «¿Sabe qué, lie?», me dijo cuando fue a despedirse, «usted es el único que me ha tratado como persona, y deseo darle las gracias, así que el día que quiera quebrarse a alguien, nomás avíseme y yo me encargo». «Muchas gracias, Güero», le dije, me dejó los datos de su compadre, que vivía en Ciudad Lerdo, me dijo que él podía localizarlo cuando yo lo necesitara. Nunca le llamé, el único tipo que yo hubiera deseado matar se murió al poco tiempo en un accidente de avión. ¿Qué quién era? Nadie, mano, un desgraciado que siempre se interpuso entre mi primer amor y yo. Cosas de chamacos.