El hombre de negro

Intenté dormir, pero a las dos horas tenía los ojos pelones. Eran casi las ocho de la mañana. Trepé al auto, que de tanto polvo ya parecía semita otra vez, y arranqué a vagar por las calles, con mi pistola en la sobaquera y una taza desechable de papel con café.

El ronroneo del motor llamaba la atención de la poca gente que caminaba por las calles, bajo un sol que ya quemaba desde esa hora, pero tenía un efecto tranquilizante sobre mis nervios.

El tiempo corría, el Señor se iba a impacientar conforme pasaran los días. Ésta clase de jales hay que terminarlos rápido.

Venía yo pensando en eso y en la manera en que el Señor despachaba a los que le quedaban mal cuando me crucé con el único otro automóvil que circulaba a través de la calurosa mañana de Ciudad Portillo. Casi choco con él. Un Passat plateado, del año, conducido por un gordo pecoso vestido de traje, con ojos de conejo triste.

Dios no le dio alas a los alacranes pero sí mucha suerte: no tuve que dar media vuelta para seguir a mi hombre, porque éste se detuvo a unos metros de mi coche, frente a la Escuela Primaria Héroe de Nacozari, la única en toda Ciudad Portillo, para apearse y dar la vuelta para abrirle la puerta trasera a dos larvas que no podían ser más que su descendencia.

Nadie pareció darle importancia al hecho de que el único otro automóvil que circulaba a esa hora por Ciudad Portillo se detuviera en seco a unos cuantos pasos del otro para que su conductor encendiera un Príncipe. Tampoco le extrañó a nadie que este mismo sujeto, es decir yo, se bajara de su auto, convertido en un horno con ruedas, para seguir tranquilamente los pasos del conductor del primer coche, que se había internado en la escuela acompañando a sus dos hijas al salón donde los niños de tercero y cuarto compartían una maestra sorda que seguía esperando su reemplazo desde 1987.

Si alguien se hubiese molestado en observar al tipo de negro que entró a la escuela detrás del gordo de traje, si le mirara con detenimiento mientras el otro dejaba a cada una de sus niñas en sus pupitres antes de despedirse de beso y santiguarlas, sólo entonces quizá ese hipotético observador habría notado la manera casi imperceptible en que el ceño del hombre de negro se curvaba hacia arriba, en una expresión inconfundible de profunda tristeza que se quedó a un paso de ser delatada por un par de lágrimas.

Lo único que evitó que el sujeto en cuestión, es decir yo, rompiera a llorar fue que el primer hombre que entró a la escuela pasara junto a él, camino a su Passat plateado del año, musitando un «buenos días» que tuvo por respuesta un gruñido.

El hombre de negro, es decir yo, se metió la mano debajo de la chamarra de cuero negro, tan fuera de lugar como la corbata del gordo pecoso, para alcanzar su sobaquera, pero por más que lo intentó, no pudo empuñar su pistola, por más que alargó su brazo, por mucho que estiró los dedos, no logró asir la máquina de muerte que había llegado a considerar su instrumento de trabajo para acribillar en ese mismo momento, por la espalda, a su hombre, al sujeto cuya muerte le habían pagado en efectivo con un bulto de billetes viejos de quinientos y mil.

Porque si algo había aprendido en su vida el hombre de negro, es decir yo, era que nada hace más falta a un niño, sea de la edad que sea, que un buen padre. Y él, o sea yo, sabía perfectamente distinguir a un buen hombre de un desgraciado por la manera de tratar a sus hijos. Estaba convencido de que aquel pobre diablo del Passat plateado, condenado al olvido en Ciudad Portillo, podía ser un bocón cobarde vendido al sistema de testigos protegidos, pero también era un buen padre, y no sería yo, es decir el hombre de negro, el que iba a arrancarles a tiros a su padre a dos niñas inocentes bajo el sol ardiente de aquella mañana polvosa, a las puertas de la Escuela Primaria Héroe de Nacozari.

Total, en este país hay muchos hijos de la chingada. Que el patrón se consiguiera a otro para hacer el jale. Yo, igual que el hombre de negro, me acababa de retirar.