Tamés y el gordo (3)

El licenciado Gómez Darkseid, contralor de la procuraduría del estado, intentaba concentrarse en unos balances que a pesar de cuadrar no le parecían del todo legales.

Arrancado del sector privado, con amplia experiencia en la industria textil y la comercialización de madera por grandes volúmenes, Darkseid, como solían llamarlo sus conocidos, tenía fama de honesto. Por ello había sido invitado por el nuevo procurador, el general Díaz Barriga, a tomar el puesto menos envidiado de la corporación.

Díaz Barriga, amigo del padre de Darkseid, un talentoso escultor que se hubiera convertido en uno de los artistas mexicanos más importantes del siglo XX de no haber sido por su alcoholismo, había llegado a la procuraduría para sanear las cosas.

Los recientes enfrentamientos entre los cárteles grandes estaban alfombrando de cadáveres las calles de la capital del estado. Alguien tenía que pararlos en seco. «Consíganse un procurador con güevos», había dicho el gobernador recién electo a sus asesores.

La decisión lógica era el viejo militar, oriundo del estado y responsable de entrenar grupos de choque infiltrados entre las facciones juveniles de la izquierda durante los conflictos del 68.

Se decía que Díaz Barriga desayunaba todas las mañanas un par de huevos fritos ahogados en la salsa verde más corrosiva que se hubiera preparado jamás al occidente del país espolvoreados con una cucharadita de pólvora, y que de aperitivo pedía alacranes güeros asados al comal, que masticaba sin escupir los aguijones.

Los amigos del general lo llamaban hijo de la chingada. Sus enemigos estaban casi todos muertos.

El licenciado Darkseid, que había renunciado a la dirección de la escuela de finanzas de la Universidad Marista para incorporarse a la procuraduría, había crecido en la casa contigua a la del general, donde Margarita, alias la Titi, joven esposa del militar, treinta años menor, solía pasearse en bikini por el jardín cuando el futuro licenciado, aún adolescente, era requerido para cortar el pasto.

Pese a ello, Gómez Darkseid jamás se había atrevido siquiera a voltear en dirección a su empleadora, que se asoleaba topless a la orilla de la alberca, ni siquiera cuando ésta lo acorraló contra la pared de la sala, sin más ropa que una bata que dejaba entrever las diminutas aureolas de sus pezones rosados y la suave pelambre al sur del ombligo, rogándole que la poseyera ahí mismo, que la hiciera sentirse mujer, porque el general devorador de chiles y pólvora era incapaz de sostener una erección más de tres minutos.

Toñito, como era conocido a los quince años el licenciado Darkseid, se negó siquiera a sostener la mirada verdiazul de la Titi, esposa del amigo de su papá, saliendo de ahí para nunca volver a aceptar ningún trabajo más de jardinería, alegando alergia a la hiedra.

Casi veinticinco años después, tras una exitosa trayectoria, el licenciado había aceptado el puesto ofrecido por su vecino de la infancia como un reto personal. «Tanto criticar al sistema de corrupto sin hacer nada», se le oyó decir en una comida de empresarios joyeros, «casi me obliga a cambiar las cosas desde dentro, a poner mi granito de arena para hacer de este país un lugar mejor para nuestros hijos».

Ésa noche, con el episodio de su vecina archivado en un olvido voluntario, el licenciado Darkseid no lograba cuadrar los balances de gastos presentados por Operaciones Especiales.

Nada estaba más lejano de sus pensamientos que el recuerdo de la suave piel de la señora Díaz Barriga, el tufillo alcohólico que despedía su tibio aliento provocado por varias bloody maries mientras se le repegaba aquella mañana de 1980 cuando un alarido arrancó al distinguido contador de sus cálculos.

Quiso ignorarlo, pero a los dos minutos el aullido doloroso volvió a retumbar por los pasillos vacíos de la procuraduría.

Eran las nueve de la noche y hasta donde Darkseid sabía, no quedaba nadie en las oficinas administrativas más que él.

Intentó volver a los números sólo para que un tercer grito lo arrancara de ellos.

Era inconfundiblemente humano, por más que Darkseid hubiera deseado que lo emitiera un animal.

Salió de su oficina, siguiendo el sonido. El rastro sónico lo llevó hasta las escaleras, de ahí a la recepción en el primer piso y luego a los sótanos del edificio.

Una puerta cuya existencia ignoraba el funcionario, dejada abierta por algún agente descuidado, lo llevó a un pasillo lleno de celdas selladas por pesadas puertas de acero que le hicieron pensar en un calabozo medieval. Al final del corredor, de una de las mazmorras, escapaban los gritos.

Darkseid era un sujeto de poca estatura y mucha personalidad. Escudado en esta última, se animó a llegar al final del pasaje y tocar a la puerta con su anillo de matrimonio.

Un hombre alto, blanco, vestido de traje negro y calzado con tenis Adidas de rayas azules apareció en el umbral. Reconoció de inmediato al contralor, por lo que, zalamero, preguntó:

—Dígame, licenciado, ¿qué se le ofrece?

—No se puede trabajar así, agente. ¿Qué le están haciendo a ese hombre?

—Es… es un trabajito que nos encargó el procurador. Ya sabe, un asuntillo marginal.

—Marginal —repitió incrédulo Darkseid—. Pues su asuntillo no me deja trabajar.

—¿Cuánto se va a tardar, lie? —preguntó el hombre, identificado por su gafete como el agente Tamés, al tiempo que se llevaba un cigarrillo a los labios.

—Una media hora.

—Hecho. Yo le prometo que en media hora de aquí no sale ni el zumbido de una mosca —repuso Tamés mientras encendía el tabaco con un zippo desgastado.

El licenciado intentó ver por encima de los hombros del agente, pero le quedaban muy altos. Se colocó de puntillas, logrando apenas entrever al fondo de la habitación a otro agente, un gordo con cara de niño, y un hombre amarrado en una silla.

Por unos segundos, la mirada del funcionario se cruzó con la del torturado. Durante el resto de su vida, esos ojos suplicantes perseguirían al licenciado en sus pesadillas.

—Bueno, creo que media hora estará bien —dijo Darkseid, deseando jamás haberse asomado—, muchas gracias, agente.

—De nada, lie, servirle es un placer —contestó Tamés, su boca humeando con cada palabra.

Darkseid dio media vuelta, salió del pasillo, abandonó el sótano y la recepción. Sólo hasta que la puerta del elevador se cerró para llevarlo a las oficinas de la dirección general, en lo alto del edificio, permitió a sus piernas temblar sin control.

Llegando a su privado estampó un sello que decía APROBADO: CONTRALORÍA a los balances que revisaba para abandonar de inmediato el cubículo. No volteó hacia atrás hasta llegar a su auto y abandonar el edificio.

Al día siguiente presentó su renuncia, «por motivos personales y con carácter de irrevocable», para volver de inmediato a sus negocios en la iniciativa privada.