Ciudad Vampiro

Al caer la noche, el pueblo se animaba, volvía lentamente a la vida como un muerto que se levanta de su tumba.

La gente salía a las calles, los hombres llenaban las cantinas para refrescar la garganta con cerveza, las mujeres sacaban sillas a las banquetas frente a sus casas desde donde vigilaban a los chiquillos juguetear bajo las farolas nocturnas.

Los jóvenes daban vueltas a la plaza, ellos en un sentido y ellas en el contrario, algunos vestidos de cholos, fumando churros nevados en sus autos achaparrados, otros disfrazados de vaqueros, bebiendo tequila y cheves en las cajas de sus trocas, las grabadoras y los autoestéreos berreando estruendosas canciones de hip hop de un lado y de música grupera del otro.

Fue fácil perderse entre la multitud; vestido de luto desde el sombrero hasta la punta de las botas, nadie volteaba a verme.

A medida que avanzaba la noche, la temperatura descendía hasta convertir lo que era un horno en un refrigerador. Ello facilitaba el esconder la sobaquera bajo mi chamarra de piel.

De mi hombre, ni su aroma.

Paseé por toda Ciudad Portillo, encendiendo un Príncipe tras otro, ahogando las brasas de la colilla bajo mis suelas, sin encontrar ninguna persona vestida de saco y corbata metida en un Passat.

Cuando salió el primer rayo de sol, el último cholo drogado corrió tambaleante a refugiarse del calor que se aproximaba. Exhausto, con la boca pastosa tras fumarme una cajetilla y media de tabaco oscuro, había llegado a dos conclusiones: que Ciudad Portillo debería llamarse Ciudad Vampiro, y que mi presa no era un animal nocturno.