Al despertar, Juan Ramón Valenzuela tardó varios minutos en ubicar el sitio donde estaba.
El suelo parecía dar vueltas a sus pies sin detenerse, lo que combinado con el hecho de que la duela había sido destruida, dificultó aún más que reconociera su propio departamento.
Cuando la habitación dejó de girar, el señor Valenzuela pudo también darse cuenta de que estaba amarrado con el cable de una plancha y amordazado con cinta de aislar. En ese momento supo que estaba sumido en mierda hasta las narices, o más.
—Buenos días, pajaritos —saludó desde el sillón un hombre alto que a Valenzuela le recordó en un Mickey Rourke juvenil.
El hombre estiró la mano hasta la boca de Valenzuela para arrancar la mordaza de un golpe. Valenzuela aulló de dolor.
—¿No tiene leche? —preguntó desde la cocina un gordo grandote que registraba el refrigerador.
De acuerdo con su costumbre de relacionar a cada persona que conocía con algún actor o cantante para memorizar sus nombres, Valenzuela le asignó la cara de Chabelo, en tiempos en que hacía pareja con el Tío Gamboín.
—Como se imaginará, nos manda el patrón —retomó la conversación Mickey Rourke. El método del señor Valenzuela consistía en colocar mentalmente un rótulo sobre la persona que acababa de conocer donde se leía Como Mickey Rourke, fulano de tal. Había resultado muy efectivo, pues Valenzuela era un vicioso del cine. El patrón al que se refería Mickey no podía ser otro que aquél al que había asignado la cara de Pedro Weber Chatanuga. A nadie más le debía cincuenta grapas de coca.
—Va usted muy retrasado en sus pagos. Ha tenido dos oportunidades para ponerse a mano —continuó Rourke, que aparentaba revisar con interés un pisapapeles, recuerdo de Acapulco, que había tomado de los restos de uno de los libreros de Valenzuela. Éste último, por cierto, se ubicaba a sí mismo como un Tom Hanks ligeramente cachetón.
—Estoy seguro de que hay una confusión —comenzó a decir Valenzuela. Se dio cuenta de que estaba golpeado, que no podía ver con un ojo y que andaba tan drogado que aún no sentía el dolor. Quizá tendría varias fracturas. No quiso pensar en lo que sucedería cuando viniera el bajón.
—Tiene gansitos y coca láit, pero no tiene leche —aulló el gordo con voz tipluda desde la cocina—, ¿qué no ha oído eso de acompáñalos con leche?
—Soy intolerante a la lactosa —se disculpó Valenzuela con un murmullo, tratando de ganar tiempo.
—Bueno, claro, además la leche deslactosada sabe a madres —dijo el gordo.
—Lalo, ¿podrías dejarme trabajar? —era claro que la paciencia de Mickey Rourke se agotaba. Conque el gordo se llamaba Lalo, ¿no? El señor Valenzuela no lo olvidaría. Como Chabelo, Lalo. Lalo. Lalo.
—No, mi amigo, no hay errores ni confusiones. Ya sabe cómo es esto, uno se pasa de verga con un pez gordo y éste viene y le arranca un brazo. Usted vuelve a cagarla y regresa el pez a comerse sus güevos. A la tercera, sencillamente se lo come. Usted ya agotó las dos primeras.
—T-tengo dinero, ¿cuánto quieres?, ¿cuánto quieren? —Valenzuela sabía que el tiempo estaba agotado. Quizá pudiera negociar con ellos. Quizá lo dejaran ir; había que ser cauteloso.
—¿Y que el patrón se entere que lo dejamos vivo? No, mi cuate, en ese caso sería nuestra vida la que no valdría un carajo.
La cabeza de Valenzuela iba a mil por hora. Recordó en cuál de sus cuentas había menos dinero para calcular cuánto le quedaba. Luego ofreció:
—Cincuenta mil. Para cada uno. Puede decir que me largué, que alguien me corrió el pitazo.
Mickey Rourke no contestó. Observó a Valenzuela con cara de póker.
—Sesenta, no tengo más.
Tras varios segundos, Mickey señaló con la palma de la mano hacia arriba. No era un tipo fácil.
—Va. Va. Ochenta. Es todo lo que tengo —tendría que echar mano de otra cuenta.
Una ligera sonrisa, la curvatura involuntaria de la comisura de los labios de Mickey traicionaron su rostro. Era claro que no jugaba tan bien a las cartas como Valenzuela, que supo que estaba dominando la situación.
—¿Cheque personal? —preguntó Valenzuela.
—Transferencia electrónica. Ahora.
—Usted es muy duro.
—De eso vivo.
—¿Dónde está la catsup? —interrumpió Chabelo—. ¿Quién puede comer salchichas sin catsup?
—¡¿Puede decirle al cabrón marrano que deje de atragantarse mi alacena?!
Tras decir sus últimas palabras, el cráneo de Valenzuela saltó astillado por los aires. Su masa encefálica se estampó contra la pared, escurriendo lentamente, dejándola como el lienzo de un cuadro abstracto. Uno muy malo.
El gordo, con la mirada inyectada de furia, sostenía su escopeta Mossberg recortada desde la cocina. Aún humeaba. Tamés ni siquiera había tenido tiempo de reaccionar. Valenzuela jamás se enteró de lo caro que le había salido envalentonarse.
—Nadie… nadie, pinche Tamés, me llama marrano —sus ojos seguían fijos en el espacio que segundos antes había ocupado la cabeza de Valenzuela.
—Pinche gordo, ya la cagaste —murmuró Tamés mientras se llevaba un Marlboro a la boca—, ya había caído el cabrón.
—¿Qué no se dan cuenta de que tengo huesos anchos, Tamés?
—En fin —suspiró el flaco mientras se abotonaba la chamarra de piel—, de cualquier manera había que matarlo.
—¿Creen que es fácil para mí? ¿No se dan cuenta que es muy cabrón ser como yo? —varios lagrimones resbalaban por la cara del gordo.
—Vamonos, güey. Yo creo que todavía llegamos al Mr. Kelly’s. Yo invito.
—¿Puedo pedir un paquete doble? —la expresión de tristeza se convirtió en súbita alegría infantil.
—Sí.
—¿Con queso? ¿Sí, sí?
—Con queso —Tamés dejó escapar un suspiro resignado al tiempo que cerraban la puerta del departamento tras salir.
En el suelo, el charco de sangre que escapaba del cráneo de Juan Ramón Valenzuela comenzaba a coagularse.