¿El Güero? Cómo no, si fue mi chofer. Bueno, mi chofer primero y luego mi guarura. Yo lo saqué jovencito de entre la tropa que se había reclutado en la décima zona de Durango. Era de Lerdo, el cabrón, ya venía muy maleado. Una vez estaba yo desayunando cuando escuché escándalo. Se estaban dando dos pelados. Me acerqué sin hacer ruido. Todos los perrillos que les habían hecho bola se fueron abriendo, muertos de miedo, hasta que quedé en primera fila. ¿Sabe por qué no los arresté en ese momento? Porque me llamó la atención la saña con la que el más joven le estaba tundiendo al otro. El Güero era sardo, y se había metido con un cabo al que le decían el Malamadre. Así sería. El Malamadre era grandote, igual que el Güero, y lo había estado chingando hasta que lo enfadó. Nunca lo hubiera hecho. El Güero era maldito, nunca había visto a nadie golpear con tanta crueldad. Con tanto odio. El odio de los que no tienen nada que perder. Yo no paré la pelea. Esperé hasta que el Güero dejó al Malamadre tirado en el suelo, convertido en un bulto sanguinolento. Agitado, el muchacho levantó la mirada hacia mí. No acababa de entender qué sucedía, pero la expresión en sus ojos, uno de ellos morado, delató que entendía que estaba en problemas. Yo entonces ya era capitán. Nuestras miradas se cruzaron, pero él me la sostuvo. Nadie se atrevía a hacerlo. Sin desafiarme ni nada, nomás me la sostuvo. Dos segundos, tres nos estuvimos viendo, reconociendo en el otro la misma furia, la misma maldad. Entonces el Malamadre se movió. Logró levantar la cabeza y sonreír con los dientes que le quedaban. Pensaba que iba a expulsar o arrestar al Güero. Era lo que tenía que hacer. En lugar de eso, le di una patada en el tórax. El Malamadre se retorció como tlaconete en sal, pero ya no pudo gritar porque le saqué todo el aire. «Lo espero mañana en mi oficina, soldado. A las siete», le dije al Güero. «Sí, señor», contestó y saludó. Al día siguiente lo nombré mi chofer. Fueron años muy bonitos. Él se convirtió en mi protegido. Te puedo decir que todo lo que ese pelado sabe de armas, que no es poco, lo aprendió de mí. Fue como el hijo que nunca tuve. Para que te des una idea, cuando estábamos destacados en Los Mochis, por ejemplo, seguido veníamos en el coche y yo le decía «A ver, Güero, despáchate a ése», por decir, y le señalaba a un grandulón. Entonces el Güero se bajaba y le ponía en su madre al que yo le dijera. Nunca se abrió el cabrón y varias veces le señalé peladones más grandotes que él. Al principio, a veces sí le planchaban su trajecito, pero al pasar del tiempo, llegó un momento en el que nadie, se lo digo yo, nadie, le pudo hacer frente. Lástima, alguna vez tuvimos nuestras diferencias y nos separamos. Fue cuando empezó de matón. La vida da muchas vueltas, cómo no. Un gran tipo ese Güero. El hijo que nunca tuve.