Todos los cazadores estamos llenos de ritos. Algunos se encueran antes de internarse en el bosque a matar venados, cuchillo en mano. Otros son incapaces de salir a cazar sin doce tazas de café endulzado con piloncillo en la barriga. Hay quienes se untan todo el cuerpo de grasa del animal que van a matar, los que se sumergen en ríos helados durante días.
Yo desarmo y engraso mi pistola con todo cuidado antes de meterle un par de plomazos a mi presa.
Afuera había anochecido después de que las horas parecieran transcurrir al doble de su duración normal. Adentro, en la mesita del hotel descansaba mi pistola sobre la vieja franela roja, con la que la venía limpiando desde la primera vez que me lo encomendara el general, hacía casi treinta años.
Siempre estuve enamorado de esa fusca. Una Colt 45 Government, con el número de serie registrado en las computadoras de la Defensa. Número que garantizaba inmunidad al portador.
El viejo me la regaló la última vez que lo vi, antes de subirse con el secretario de Inteligencia y Seguridad Nacional a aquel avión que estalló en algún lugar sobre la sierra tarahumara.
El arma se desplegaba como un rompecabezas sobre la franela, como un esquema ordenado de las partes que la componían.
Primero desmontaba el cañón para después ir colocando pieza por pieza sobre el trapo, siempre en la misma secuencia, acomodándolas en el mismo lugar alrededor del cuerpo principal en el que las había colocado desde la primera vez que la desarmé, cuando aún era del general.
En seguida, la lubricaba cuidadosamente con aceite Remington, acariciándola con la delicadeza con la que se toma entre los dedos el pezón de la primera novia.
Al hacerlo, le canturreaba una y otra vez «Senderito», de Pedro Infante. No es que me guste mucho, pero las canciones de amor que hablan de muertos me parecen apropiadas para cantarle a una pistola, y no me sabía otra. No completa.
Al terminar, cargaba con todo cuidado las ocho balas, dos de ellas eran las que habrían de hacer el trabajo.
No debía de usar más de un par de tiros.
Nunca lo había hecho.
Mi rito terminaba cuando, después de llenar otros dos cargadores de balas, apuntaba por la ventana, buscando algún peatón para calar la mira.
Lo seguía durante algunos segundos antes de decir «¡Pum!», e imaginar cómo caería si le hubiera disparado, mientras el tipo continuaba caminando, sin saber lo cerca que le había pasado la Parca, rozándole las patas con su guadaña, acariciándole las mejillas con los dedos descarnados mientras prometía volver otro día por él.
Luego la metía a la sobaquera, le echaba la bendición del mismo modo en que me la daba mi jefecita de güerquillo, y no la volvía a sacar como no fuera para disparar sobre mi hombre. El hombre señalado por el cliente. Sobre nadie más.