Al frente, la noche parecía una garganta tragándose la luz de los faros. A las cuatro, agotado el último six, mi cheve se había entibiado entre mis dedos; sabía a diablos. La aventé por la ventanilla, sabiendo que no habría otra gasolinera hasta mi destino, tres horas adelante.
El desierto, extendiéndose hacia todos lados en su enloquecedora monotonía, hacía preguntarme si sería cierto aquello de que los méndigos gringos nunca llegaron a la luna y que todo lo habían filmado en el desierto de Mojave, apenas a unos kilómetros de la frontera mexicana. Las estrellas le añadían una atmósfera aún más extraterrestre al paisaje.
Eso estaría curado, que en la película del alunizaje se vieran pasar al fondo unos ilegales mexicanos, como el auto rojo que dicen que se ve al fondo de la película de Ben-Hur, cuando la persecución en los carruajes. Checo y yo éramos bien cineros. Ésa la vimos en el cine López.
Pero nunca vi el dichoso coche.
Entré a Ciudad Portillo con los primeros rayos de luz.
El Impala estaba cubierto de polvo, todo su esplendor oculto debajo de la suciedad. Avancé por varias calles sin pavimentar que me recordaron a Cuencamé, otro pueblo perdido en medio del calor y el hastío.
Cuando era chofer del general Díaz Barriga, seguido pasábamos por Cuencamé camino a la ciudad de México. Me acuerdo que el viejo decía que había más miseria en ese chingado lugar que en el norte de África. «Y eso que Tánger es el culo del mundo», decía cada vez que atravesábamos sus calles polvorientas.
Cabrón viejo.
No fue difícil dar con el centro. Tampoco, registrarse en el único hotel que daba a la plaza municipal. Bajé al restaurante y pedí unas burritas de huevo con jamón y café. La comida me asentó la barriga, asqueada de tanto polvo y carretera. Salí a la calle, le pedí a un güerquillo que pasaba por ahí que me lavara el coche y subí a mi cuarto.
No me gusta dormir. Mi sueño es intranquilo. Tanto muerto no me deja en paz. Pero a veces hay que hacerlo.
Abrí los ojos cuando el sol caía como lava sobre el pueblo. No había sombra que lograra refrescar un poco ese pedacito de infierno. Era el mejor momento para dar una vuelta por Ciudad Portillo.
Al afeitarme, un extraño con la cara llena de espuma y cicatrices me observaba desde el espejo. Estaba más pelón que la última vez que lo había visto. Más viejo. Me apresuré a rasurarme para quitarme de encima esa mirada de loco.
Al acabar me unté loción. El fuego líquido refrescó mi cara. Me puse el sombrero, los lentes oscuros y salí a la calle, que me recibió ardiendo.
Como pensé, a la hora de la siesta las calles estaban vacías. Sólo los locos salían a caminar. Debe haber hornos de panadería más frescos.
Al centro de la plaza, la estatua de algún ojete afeaba el parque aún más que los árboles resecos. A lo lejos se escuchaba el llanto de los zopilotes, que en este lugar seguro se morían de hambre. El sonido de la grava bajo mis botas parecía retumbar en las calles vacías. ¿Quién podría querer quedarse en este agujero?
Bueno, ¿quién podría querer quedarse en Lerdo? ¿En Mexicali, en Reynosa? Yo había vivido en todos esos lugares.
Caminé sin rumbo, vagando bajo el sol candente. Pateé una piedra que dejó al descubierto una alacrana con sus crías montadas encima, como granitos de arroz. El animal corrió buscando un nuevo refugio. No pude resistir y la pisé, disfrutando el crujir bajo mi bota.
Los alacranes habían sido nuestros únicos juguetes, del Checo y míos.
El sonido de un motor me arrancó de mis recuerdos. Un Passat plateado se acercaba por la calle principal. Como dije, sólo un loco podría andar por ahí, con el sol asesino suelto.
Me quedé a mitad de la calle, observando cómo se acercaba el auto sin moverme de mi lugar. Me llevé un Príncipe al hocico, que se hubiera podido prender con el puro calor, y me crucé de brazos.
Pasó junto a mí, apenas a unos centímetros, casi rozando la hebilla de mi cinturón. Tan cerca que de haberse detenido hubiera podido afeitarme viendo mi reflejo sobre vidrios y carrocería, tanto que pude ver al conductor voltear hacia mí y levantar las cejas en un saludo nervioso del que se sabe fuera de lugar. Un par de ojos asustados hundidos en la masa de una cara gorda y pecosa. Tan cerca que pude leer un «buenas tardes» resbalar por entre sus labios antes de acelerar y perderse entre una nube de polvo.
Era él. Mi hombre. Lo supe de inmediato. ¿Quién más podría llevar saco y corbata en esa caldera?