Era un anticipo gordo.
En uno de los deshuesaderos de la salida para Nuevo Laredo compré un automóvil. No un coche para ir a misa, un automóvil de verdad. Me lo vendió un mecánico, dueño del yonque, al que conocía de muchos años, la mitad de los cuales le había rogado que me vendiera su auto.
—No te alcanza, Güero —me decía siempre, antes de ofrecerme una cheve de la nevera.
Ésta vez el dinero no fue problema. Aunque no fue por la lana que decidió vendérmelo: pude ver en sus ojos que también se estaba haciendo viejo. Ya éramos muchos.
—Fregao Güero. He arreglado este carrito desde hace treinta años. Lo vino a dejar un cabrón que nunca regresó por él, porque lo mataron. Un tal Sifuentes. Se vino desde Tampico por puros caminos de terracería. Un último modelo, sacadito de la agencia. Andaría huyendo el cabrón. Para que veas que el carrito es noble; aguantó, el desgraciao.
Dio una chupada larga a su tabaco. Paladeó el humo.
Luego lo dejó escapar por la nariz. Su rostro, lleno de grasa, se veía cansado, patillas y bigote comenzando a encanecer.
—Pinche Güero. Te lo llevas porque a mis hijos les vale madres. Desde que son señoritos del Tec, se avergüenzan de su padre mecánico, del negocio grasiento que les dio de tragar. Qué van a querer esta carcacha que su padre fue arreglando a mano, lavando con gasolina bujía por bujía, calibrando el motor como si fuera un violín.
Escupió al suelo, con rabia. Era su forma de llorar. Si en ese momento sus hijos se hubieran aparecido por ahí, les hubiera puesto una madriza.
—Llévatelo, antes de que me arrepienta.
No era una carcacha.
Un Impala 70, negro, con llamas pintadas en los costados con pintura acrílica. Carrocería recubierta de Apeo Seal. Vestiduras de vinil y tela. Llanta ancha de cara blanca. Riñes de magnesio, suspensión reforzada, amortiguadores de aire. Con volante de madera, autoestéreo de carátula y unos guantecitos de box colgados del espejo. Pero, sobre todo, un motor arreglado con toma de aire saliendo sobre el cofre recortado, árbol de levas caliente y doble carburador de cuatro gargantas que rugían como un coro de leones, headers y doble escape con punta cromada.
Poesía para mecánicos.
Un auto así es como una vieja amante que te sigue recibiendo, experta y lubricada, sin importar los años que hayan pasado.
Pagué de contado, sin más preguntas. Salí en mi automóvil ronroneante, observando al mecánico agitar sus brazos por el retrovisor hasta que lo perdí de vista.
Nunca volví a verlo. Murió de un infarto un mes después.
Llené el tanque en la primera gasolinería y di una propina tan generosa que extrañó al que despachaba.
Enfilé hacia Ciudad Portillo, a más de dos mil doscientos kilómetros al noroeste de ahí, acompañado por el bramido del motor y la música del único CD que tenía, una antología de éxitos de Celso Pina que el mecánico había olvidado en el estéreo.
Su acordeón me acompañó toda la noche.