Cuando llegué a mi cuarto, rasgué el sobre. Sólo tenía tres cosas: el dinero, la foto de un gordo pecoso con ojos de conejo triste y una tarjeta de cartón con dos palabras: «Ciudad Portillo».
Tras observar la imagen durante treinta segundos, encendí un Príncipe. Con el mismo cerillo quemé todo en el lavabo. Todo, menos la feria.
Al día siguiente, tras desayunarme un plato del legendario machacado con huevo de la Jefa, dejé el cuarto de la pensión.
—¿En qué andas ora, Güero cabrón? —me dijo mientras salía, taladrándome la espalda con sus ojos verdes.
Volteé a encararla. Algo de todas las madres del mundo había en esa cara sonrojada, en ese cabello pelirrojo amarrado en una trenza.
—Es la última, Jefita. Se lo prometo.
—Nomás te digo una cosa, desgraciao —y me señaló con el índice; sólo a ella se lo tolero—: Si te matan por ahí, ni se te ocurra aparecerte por esta casa.
Nos reímos los dos. Luego salí.