Mientras le quedó luz en los ojos, mi padre hizo fotografías. Había toda una estantería repleta de imágenes nuestras tomadas en las ocasiones especiales y en las corrientes. Duró diez años, más no, la recolección: los años del primer bienestar y de la pérdida de su vista. Queda así documentada hasta el detalle una sola época, quizá la única que he podido olvidar. Los álbumes, los archivos, no me sostienen la memoria, sino que la sustituyen.

Fue aquélla una época de desplazamientos, entre mis nueve años y los diecinueve, cuando hubo mudanzas a barrios mejores y la pobreza acabó de improviso a la vez que la infancia. En la casa nueva, la buena, no se volvió a hablar de la pasada condición: una calle empinada, la lluvia dentro de la cocina, el griterío de la callejuela.

¿Dónde vivíamos antes? En otra ciudad. También ahí se oía hablar en dialecto, pero era oscura al fondo de un precipicio de gradas resquebrajadas.

No hablábamos napolitano. Mis padres se defendían de la pobreza y del entorno con el italiano. Estaban muy solos y no recibían amigos, no podían acogerlos en ese mínimo espacio. La guerra los había dejado sin bienes. Salieron de ella con la pérdida de una previa condición de holgura. Fueron un matrimonio que no podía ofrecer un refresco. Éste pesar lo oía repetidamente de su boca, como el símbolo de muchos años difíciles.

Vinieron luego las transformaciones que desearon y por las que habían resistido.

A nosotros, niños, por orden de aparición primero yo y después mi hermana, se nos impartió una educación que a mí me pareció siempre acorde con la escasez de medios y de espacio: hablábamos en voz baja, estábamos a la mesa comedidos, tratando de no ensuciar los pocos trapos decentes. Nos movíamos con disciplina en el pequeño aposento. Se prestó menos atención a estas costumbres en la casa nueva, pero yo las retuve siempre en el corazón como signo de una mesura que ya no poseería nunca más entre yo y la porción de mundo que se me había asignado.

No podía hablar bien. Mientras la mente mandaba la primera letra, la boca pujaba por emitir la última. Era tartamudo por prisa de concluir. En contrapartida, sabía hallar el punto de equilibrio de los objetos. «En contrapartida»: utilizo este término porque creo que las habilidades guardan una relación de reciprocidad con las torpezas. Conseguía mantener en vilo las cosas durante un instante: un tenedor permanecía erguido sobre sus puntas cual bailarina cuadrúpeda, una pluma se demoraba en el papel trazando un punto. La causa de que el equilibrio de las cosas debiese compensarme de la voltereta de las palabras, es algo a lo que no sabría responder, aunque tengo la certeza de que las dos características se equiparaban en mí.

Un cuento que me persigue desde la memoria más remota habla de un ángel que toca la boca de los niños en el instante del nacimiento. A mí me debió de dar un golpecito más fuerte, por eso era tartamudo: ésa era la variante de la leyenda que me contaban. En las noches del niño que fui venía muchas veces un ángel a llamar a mi boca, pero yo no conseguía abrirla para darle la bienvenida. Un rato después se marchaba y en la oscuridad quedaban sus plumas y mis lágrimas.

No contaba estas cosas, pero pensaba que los adultos conocían mal las historias, mal la mía. Era un niño más perplejo que sosegado.

Como todos, quería un perro, imposible de tener en nuestro reducido espacio. Me encariñé con una pelota amarillenta de muchos colorines desteñidos y rico olor a goma. Cuando me encontraba solo en la habitación, la pelota saltaba sobre mí de alegría y jugaba a no dejarse atrapar. En eso, mi madre empezaba a gritar que parásemos y la pelota acababa debajo de la cama, asustada. Su voz regía mi respiración y la paraba en cuanto elevaba un poco el tono. Ésa voz era mucho del mundo que tenía. Aprendí a oírla incluso al otro lado de las paredes.

Desde hace un tiempo le doy vueltas de noche y hurgo entre los viejos negativos de mi padre. He mandado revelar todos los fotogramas. En uno de ellos me he detenido.

No entiendo quién lo ha podido tomar. Capta un tramo de calle al que solíamos ir el domingo: la Torretta. Recuerdo el escaparate del bar Fontana antes de que cambiasen el rótulo antiguo. Íbamos a comprar dulces y a hacer la compra en el mercado cubierto, en los años de la casa nueva. Mi hermana pequeña participaba encantada, enfurruñada o alegre, pero siempre excitada por la salida en común. La ciudad el domingo me provocaba ansiedad. En los otros días era normal el peso de la multitud, los coches a pocos centímetros de los pies, donde el estorbo que son los unos para los otros obligaba a avanzar esquivando. En las caras del domingo, la sonrisa se amargaba con un enfado más: hoy también, también aquí. El día de fiesta traía los más bruscos cambios de humor, también entre nosotros. He sufrido en exceso esa irritación que de improviso cambia el aire y agacha las miradas. Al grupo dominical de aquellos años me sumaba como un peso muerto, imposibilitado hasta más o menos los dieciséis de librarme de ello.

Veía que algo pasaba en la ciudad, no era sólo la desazón de una personilla confundida porque había dejado de ser niño. La conocía desde la callejuela como una ciudad inmóvil, estratificada, abarrotada. Conocía la eterna fiebre de los que ya no quieren seguir siendo pobres. Pero había echado a correr a flor de piel una nueva incitación, una llamada a la prisa. Sin causa aparente, bullía en los pobres un apremio. No podía estar viendo otra cosa que la divulgación de un consejo misterioso y aceptado por todo el mundo: apresuraos. En las aceras no se cedía el paso, nadie se quitaba la gorra, nadie huía del policía. Los pobres habían abandonado los buenos modales de la paciencia y del miedo, vestían mejor. En mi callejuela las mujeres eran chillidos. No las entendía cuando la rabia les subía desde las entrañas por la garganta y hasta los ojos. En cambio, entendía sus gritos cuando se llamaban desde lejos y me gustaba la cantilena de un nombre gritado desde el empedrado hasta el último piso, nombres de muchas letras, precedidos por un título y seguidos por un diminutivo: doña Cuncetti —oiga—. Luego, establecida la comunicación por encima del estruendo, seguía un dialecto cerrado, de sílabas avaras y noticias breves. Pero los gritos de rabia no podía entenderlos. He tenido durante mucha infancia la piel de gallina. Muchos escrúpulos me ha provocado la ciudad que menos repara en ellos. El moco en la nariz, el esputo, la tos perruna, la disentería que causaba el frío: hacían que el vómito me asfixiase la garganta. Me avergonzaba. Los adultos que me regañaban tenían razón.

El frío daba diarrea. No lo supe sino de niño y ahora casi me parece que invento un dato en vez de recordarlo. Lo volví a descubrir una mañana de invierno cuando me encontraba, con muchos años más, en la plaza de los autobuses de Brúnico, en el Tirol del sur. Aquél frío perfumaba con su hielo guardado fuera de las casas, los abetos cuajados de nieve, cuero engrasado y bufidos de cafeteras. Lo aspiré y recordé de pronto el tufo del frío de mi callejuela, donde la voz se helaba en la boca de los transeúntes, ya nadie hablaba bien y todos balbucían. Las manos estaban hinchadas, la disentería infestaba el poco espacio común; en mi pueblo se solía decir: oler a frío. En Brúnico noté el aroma fragante del hielo, la alegría que puede contener y que no conocía. Supe que el frío también puede perfumar. De las chimeneas se elevaba el humo, recto y ligero como incienso encendido con pericia.

Era escrupuloso, una debilidad difícil de ocultar.

No me daba vergüenza parecer delicado, sino la falta de piedad que la repugnancia delataba. Un niño conoce muchas diferencias, aunque no sepa ponerlas en práctica. Hice cuanto pude para disimular los escalofríos, así me adiestré como extranjero.

Ciudad, domingos: desde que tengo edad de memoria no he sabido ser parte.

Así se repartía el grupo familiar: padres precedidos por la hija y seguidos por mí con leve retraso.

Era la edad en la que mis coetáneos empezaban a tomar distancias de casa maniobrando las primeras astucias de la libertad. Ganaban nuevos territorios en la ciudad y las primeras prolongaciones de los horarios de vuelta a casa.

No me ejercitaba como ellos. Los domingos deseaba estar en otro sitio, en cualquier país, en cualquier cansancio. De nada me valía regatear en los metros de distancia del grupo, en los horarios de la noche del sábado.

No eran años para muchachos los que nos habían tocado. Entonces no lo sabía y la adolescencia era una de las estaciones de la paciencia a la espera de consistir en plenitudes futuras. Eran años estrechos y el mundo inmenso. Los muchachos tenían entretenimientos raros. Se buscaban fuera del colegio, se veían en casas, ensayaban las músicas en las salas de baile. No los seguía y no tenía argumentos para responder a esta renuencia.

En el aula, cuando se pasaba lista, mi nombre exclamado me estremecía. Sólo era una sigla y ya era un orden, mal pronunciado, mal anunciado. Desde hacía poco era el mío y ya estaba ajado. El empacho de llevar uno lo sentí desde niño y me instigaba a no responder a la pregunta incluso amable del «¿cómo te llamas?». Mi padre, muy apegado al nombre, atribuía mi desvergüenza a que no lo sabía decir bien por el tartamudeo. Así que era comprensivo y me suplía en la respuesta con tono solemne. Me inculcaba de ese modo el respeto al nombre, pero yo me resistía a adueñarme de él y el que pronunciaba mi padre era tan sólo una variante del suyo, todavía no mío. Por eso me quedaba callado, respondía de mí en silencio.

Pasó mucho tiempo antes de que aceptase el nombre, de que honrase el que otros antes que yo hubiesen tenido el mismo. Sólo de adulto remonté las generaciones. De niño no admitía el pasado.

La imagen de la fotografía que tengo delante deja leer carteles, el anuncio de un refresco asegura con un acertijo: se bevi NERI NE RIbevi. Hay un viejo autobús en una parada.

Los tubos de escape despedían humo negro cada vez que arrancaban y apestaban a la gente que esperaba.

No había pasos de peatones, se cruzaba por cualquier sitio.

Miro la fotografía. No me asombra el modo en que se va agrandando ni los detalles que consigo captar. La gente sale de las pastelerías con los paquetes envueltos en papel azul con una fuente grabada en blanco. Su apertura al término de la comida suscitaba un alboroto que tapaba todas las voces y reclamaba atención y saliva.

De la calle del mercadillo llega gente. El formato de lo que estoy viendo aumenta, disminuye la escala: uno a cien, uno a cincuenta, uno a diez, hasta que la dimensión de los transeúntes alcanza mi estatura y yo la de ellos.

Todo está quieto alrededor, sólo yo podría moverme.

Indago con la mirada las caras de los transeúntes, ente ellas veo la tuya, madre.

Eres joven, una edad tuya que ya no recuerdo. Se dice que las madres no tienen edad. De niño te las veía todas, la vida duraba un día, moría con el sueño y resurgía al despertar. En el curso del día todas las edades te brotaban en la cara, ni una sola se detenía una hora. Tú eras él siempre, nacías por la mañana, morías por la noche, apareciendo y desapareciendo por la misma puerta, dirigiendo la luz de la mañana y llevándotela otra vez contigo por la noche, dejando una rendija de luz bajo la puerta que cerrabas mal.

Todas las edades en un día: tiene que ser difícil que nos mire un hijo con tanto desacierto y no saberlo nunca.

Tiene que haber sido imposible adivinar el malestar del niño que no quiere dormir: no moría yo en la oscuridad cada noche, sino tú. Entonces, en la vacilación del sueño, te sujetaba por tu nombre apretada entre los dientes y en las manos cerradas y hundía los ojos hacia atrás. Permanecíamos un instante bajo agua y luego volvíamos a salir juntos en el sueño. Así te salvaba cada noche. Y cuando te tranquilizabas al ver que por fin dormía, no podías imaginar la turbación de entrar en la corriente de sus sueños. A lo mejor nos adiestran en el mundo. Desde luego que el tuyo era un niño poco capacitado para hacerse entender, tal vez poco dispuesto. Una floración de reticencias preparaba su identidad.

Estás sola, llevas el abrigo marrón, pesado, primer signo del bienestar. Te queda como una pelliza de soldado, pero no consigue ocultar la esbeltez y el porte. Tienes el pelo largo, todavía no menguado por el corte con el que decidiste que ya no eras joven. Al brazo llevas un bolso negro.

Estás a punto de cruzar la calle. Te cierra el paso un autobús que está parado en la acera de enfrente. ¿Cuántos años tienes este invierno? A lo mejor la mitad de los que yo tengo ahora, estás en la treintena.

Pronto llegaron las canas que no quisiste teñir, despreocupada por corregir los detalles de tu imagen. Aparentabas más años que las de tu edad, pero de mayor recuperaste ventaja sobre ellas. He visto caer a mujeres en la edad siguiente como se cae de un escalón que se calcula mal, por haber retenido demasiado una edad anterior.

A tu juventud la confundió la guerra. Primero los trajines de la emergencia diaria, vivir, bombas, hombres repartidos por los frentes y por los escondites, luego los amaños y la nueva pobreza de posguerra, perdidas casa y pertenencias, te llevaron a la casa de la callejuela. Entre los muebles procedentes de la mudanza de un hombre, comprendiste en una tarde bochornosa, en un cuarto angosto con el sol dando oblicuamente contra los cacharros, mientras los hijos niños sudaban en el sueño de la calima, que ésa se había convertido en tu vida, ésa y nada más que ésa, ésa en tu familia signada y consignada, y que el hombre nervioso impregnado de brillantina y de libros era el tuyo, tu marido, para siempre.

No sé mucho de ti, pero a lo mejor tuviste realmente aquel pensamiento y aquel día. Así que de golpe habrás ido a la ventana de la cocina que da a la callejuela, para no estar rodeada por esa casa, y habrás encontrado las típicas sábanas de la colada del piso de arriba que levantaba el aire y llevaban el áspero olor a lejía que da picor de garganta.

La espalda recta, indiferente al ajetreo, así era tu paso por la calle. Entonces se avenía bien con tu firmeza. Mantenías a distancia al pueblo temerario y lo surcabas como se atraviesan las líneas. Poseías en ti un salvoconducto. En la mesa se repetían a diario los relatos de cosas que habían pasado, malas, brutales. La densa violencia entraba en los sueños, las pesadillas no necesitaban inventarse nada. En la ciudad, el agresor renunciaba a toda cautela, mientras tocaba al transeúnte aprender las reglas de destreza para no ser robado, herido.

Miro tu cara: miras. Es raro que en la calle poses la mirada en algo. Estás mirando el autobús.

Ya has bajado de la acera, pero tienes los pies juntos, no estás tratando de cruzar. Parece que te has parado de golpe. No llegan coches.

Una luz fuerte se filtra, blanca y densa, tal vez desde nubes altas. Que ya no es fotografía lo deduzco por la nariz. Está el olor de la Torreta el domingo: mercado, gentío, frío. Desde el horno irradian aromas y enfrente el carro de los frutos secos tuesta el aire. De las freidurías sale humo de buñuelos, impregnado de aceite. Las anchoas, el pescado pesado al cliente y luego destripado en la acera y enjuagado en un cubo de agua: el aire se satura de todos los olores, los mezcla hasta la noche.

No está el del café. Es perfume secreto, protegido: quien lo hace no lo derrama, tapa el tarro, pone la capucha en el pico de la cafetera, cierra la ventana de la cocina. Quien lo hace lo aspira entero, resguardado, incluso antes de tomarlo.

Tú miras ante ti un punto del autobús que ha parado enfrente. No tienes cara de viento. Llamaba así a tu expresión cuando pasabas rauda por la calle, porque era como la que pone quien sale al encuentro del siroco. Los pómulos forzaban a la piel a estrechar los párpados, los nervios te cubrían la cara más que a una árabe el velo.

Estás mirando a alguien y no piensas en la calle.

Hay ojos en algunos cuadros que siguen al espectador donde éste se desplace. Para mí ahora es así: tú miras y yo tengo la impresión de ser mirado.

Entonces trago saliva, siento un escalofrío. El asiento se ha vuelto duro y nos separa un cristal, cristal de autobús. Yo estoy sentado, vuelto hacia la ventanilla y tú me miras.

No me reconoces. Soy un hombre que pasa los sesenta y tú tienes la mitad de mis años.

Es posible, porque lo posible es el límite variable de lo que uno está dispuesto a admitir. Ocurre y no me confunde. Siento que ha ocurrido, ya, en otro lugar. En otros momentos, lo sé ahora, te he visto a través de la verja de un jardín de San Giorgio en Cremano, niña tú jugando con la tierra, o a través de los cristales de una terraza persiguiendo a tus hermanos alrededor de una mesa de comedor, y perseguida.

Ya he visto a través. No es como la vida-de-los-días, ajena a pantallas, es como la vida-imprevista-de-los-momentos la que se revela, con la precaución de un diafragma, ya sea fotografía, verja, ventana o lágrimas en los ojos. Soy el hijo, el extraño cuyo perfil se ha simplificado entre el cristal de una sección de maternidad que separa al recién nacido de la madre y el cristal de una ventanilla de autobús.

No me reconoces.

Pienso en nuestras mesas. En la casa de la callejuela comíamos sobre el mármol de la tabla de cocina, sentados en sillas de paja como las de iglesia. Las cosas se tocaban despacio, acompañadas para que no se rozasen. El espacio era reducido, hacía ruido cada gesto. En la mesa de la siguiente casa había manteles, sillas mullidas y se hablaba, se guardaba silencio de manera distinta: se contaban cosas de nuestro colegio y la atmósfera se ensombrecía porque llevábamos notas bajas, por mucho que estudiásemos. La reprimenda se trasladaba a todo lo demás, quitaba el apetito. Notaba el peso de la comida, de la silla, del tiempo; y sin embargo también fue leve el mármol en la mesa donde aprendí a no hacer ruido, a la que llevaba novedades de buenas notas.

En la mesa de la casa buena ya no había posibilidad de ser ligeros. Contra tus notas a los profesores no podía replicar. Habría empezado a renquear con las palabras y tú te habrías irritado más todavía. Pensabas que lo hacía a propósito. Es una idea que no he rechazado, porque hay que aceptar la responsabilidad de nuestras debilidades y tu sospecha de que yo fuese culpable voluntario me fortalecía un poco.

Una vez, por exasperación contra mi defecto, me acusaste de tartamudear adrede. En el silencio pasmado que se apoderó de mí, sentí un honor secreto. Me habías regalado una habilidad al atribuirme el dominio de esa desgracia. Los ojos se me cerraron, como cuando una visión inesperada nos penetra en el interior y uno va a retenerla en la oscuridad dentro de sí, para entenderla bien. Tú interpretaste el silencio como la consecuencia de un golpe demasiado duro y te irritaste contigo misma. Después de aquella vez no lo volviste a decir, pero en la mesa, tras la reprimenda por las cosas del colegio, nuestro silencio caía plagado de equívocos.

La mesa se deshacía cuando uno de vosotros se levantaba.

Sólo Filomena se atrevía a romper la consigna del silencio, entrando con el segundo y la guarnición, ajena a cualquier atmósfera, sorda y por eso mismo voceando en elevados tonos.

Tú insistías en corregirla, mi hermana pequeña remedaba tus tonos con ella. Tenía sesenta años cuando entró en nuestra casa.

Alguna vez me daba cuenta de un repentino silencio suyo bajo una serie de reproches. Por lo general contestaba a lo contrario de lo que llegaba a oír, con voz alta por su empeño en explicarse a su manera lo que le estabas diciendo. Repetía tus palabras confundiéndolas, respondía nerviosamente excusas embrolladas. Eso tenía la consecuencia segura de acentuar tu enfado.

En algunos momentos se callaba de golpe, llevaba los ojos a otro sitio, dejaba caer los brazos a los costados. Ésa detención suya me hacía daño. Por eso no le llamaba la atención, por el miedo a su manera imprevisible de acusar un golpe, a saber cuál. Cualquier palabra inocua de tu italiano cobraba tal vez el sonido de una ofensa en su lengua isleña, más áspera que el napolitano, más despaciosa. Así, tras su irrupción en el clima tenso de la mesa, se iba a pasos cortos empujando el carrito. Le veía la trenza de pelo todavía negro recogido en un moño sobre la nuca y envuelto en un pañuelo. Luego, en el fondo del pasillo, cerraba tras sí la puerta. Aquélla casa del bienestar tenía el comedor lejos de la cocina y necesitaba hacer varios viajes con el carrito para poner y quitar la mesa.

Cuando necesitaba algo te abordaba sin importarle que ya estuvieses hablando. Interrumpía incluso si estabas al teléfono, por las buenas. Habías renunciado a modificar su trato, solamente, con voz resignada, le decías: «Filomé». Ya no añadías que estabas hablando, que esperase un momento. Ella decía entonces: «¿Está hablando?», y enseguida pasaba a lo que quería.

Cuando el clima de la mesa era más tenso y te molestaba más su chillona irrupción en nuestro silenció, volvías a aquel desalentado «Filomé». Mecánicamente te respondía: «¿estaban hablando?».

Estábamos callando. En cuanto se iba, volvíamos a empezar.

Espera, madre, no tengas prisa hasta estando quieta en una fotografía. Nos toca una extraña condición y esta voz mía que discurre y nos reencuentra, ya no va a estar.

Ten paciencia, me he detenido en Filomena, que rompía el silencio, y quiero traerla más hasta nosotros.

Tenía ese religioso intercalar que sometía todos los actos del día a la tutela de la Virgen ubicua; cualquiera que fuese el desplazamiento que yo le comunicase, me aseguraba que estaba acompañado. «Filomé, si preguntan por mí al teléfono, llámame, estoy en el cuarto de baño». Incluso en este caso su respuesta garantizaba: «Ve, ve, hijo mío, la Virgen te acompaña». «No, Filomé, al baño es mejor que vaya solo».

Entonces se echaba a reír a saltitos e iba aumentando la dosis: «Ya verás que el Señor te hace rico, rico como el mar».

Venía de una isla pero era campesina. Sabía que la tierra, como el mar, eran ricos y, como los ricos, avaros.

Miraba un poco la televisión por la noche y súbitamente rompía a reír sin motivo, incluso en algún pasaje patético o dramático de una película. De nada valían las explicaciones y las quejas: miraba el espectáculo para pasárselo bien, veía la escena a su manera. La conmoción, así en los gestos como en los sentimientos, le parecía ridícula siempre.

Era baja, fuerte, de mejillas sonrosadas y tersas y orejas largas. Al principio de nuestra convivencia comía por apetito la mantequilla a bocados. Ponía a cocer cacerolas de verdura desechada de la mesa y una vez frías, tomaba el agua a morro.

Compró con sus primeros ahorros dos pendientes de oro que prendió a los lóbulos ya forzados. Había conocido tiempos mejores, una panadería y un marido. Conservaba en el cuerpo el recuerdo de ambos, manos cocidas por el horno y dolores de palizas en los huesos por las noches de un borracho. Las palmas eran tan insensibles al fuego que no usaba trapos para agarrar las asas de las ollas que quitaba de los fogones.

Tenía voz aguda, tonalidad de trompeta. La ponía nerviosa el timbre del teléfono, el repiqueteo era para ella una insistencia desvergonzada.

Asombraban sus despistes con las palabras, siempre basados en una asonancia. «Ésta mañana he salido al balconcillo y hacía un frío de pegarse».

«Qué bonitos estos naranjos rojos sanguinarios».

Daba risa. El teatro cómico napolitano ha robado de la boca de la gente un repertorio inagotado de mutaciones así.

Para mí era una prueba de su empeño en hablar como nosotros, que Filomena trataba de lograr para adaptarse; a lo mejor también, en su fuero interno, para mejorar. La asonancia era su acercamiento a la palabra exacta, el camino recorrido para aprender y procurar imitar, al que sólo le faltaba un paso, sólo un céntimo. Justo por esa falta todo el esfuerzo se echaba a perder y la frase, la palabra, salía torcida, marcada para siempre por el ridículo.

Daba risa, no se enojaba. ¿Por qué milagro del espíritu a algunas criaturas no les afligen las carcajadas lanzadas sobre sus esfuerzos, sobre sus tropiezos?

A mí me faltó siempre su gracia en esto: mi tartamudeo, que terminó en edad avanzada, me hacía sudar en el colegio durante los exámenes orales. Aquél agua servía para lavarme la cara de los estallidos súbitos de carcajadas de los que en clase me miraban a la boca. Se observa el pie ultrajado del cojo, el ojo blanco del tuerto, el muñón de la extremidad amputada: el defecto concita tanto la atención que por sí solo da la definición de la persona toda. Pero el tropiezo de la palabra, de entrada y de salida, en el sordo y en el tartamudo, da risa como la da uno que cae, que pierde el equilibrio. Hablar es recorrer un hilo. Escribir, en cambio, es poseerlo, devanarlo.

Filomena era brusca al teléfono. Una vez llamaste para darle un recado. «Hola, Filomé, soy la señora». Y ella, al momento: «La señora no está», y colgó.

En aquella época se estilaba hacerse llamar señora por una mujer de más edad que llevaba años viviendo en la casa.

De vez en cuando me atemorizaba ante ella.

Arrastro en el cuerpo el peso de un recuerdo. Una vez me llamó a la cocina y balbuciendo desesperada me dijo en voz baja que le habían robado su dinero en la casa. Se sujetaba fuerte con una mano la muñeca para no tocarme la ropa.

Los ahorros de una mujer mayor que trabajaba todo el día se los llevaba a saber qué aprovechado que se contaba entre las personas que alguna vez venían los sábados para quedarse con nosotros, niños. Los guardaba en una caja de zapatos oculta en una bolsa del baño de servicio, recelosa de bancos, donde siempre había que ir a pedir casi por favor que nos diesen un dinero que era nuestro.

Se sentía desmoronada, traicionada, hacía esfuerzos para hablar en voz baja, se dirigía a la persona más incapaz de todas las que había allí. Se sujetaba las muñecas para no tocarme.

No sé lo que se hizo, si la resarcieron en parte o del todo. Conservo el recuerdo de una desesperación por una injusticia, los ojos de quien la padece, la admite. Filomena en una casa de extraños, en nuestra cocina lustrada por ella al principio de la tarde, hablaba sin ruegos a un chiquillo casi mudo. No he visto nunca repetición de tal confianza en mí. En ese momento debí de comprender por vez primera que el daño es irreparable y que no hay manera de reparar un agravio por más que se haga después. No hay remedio aparte de no cometerlos, y no cometerlos es labor de lo más ardua y secreta en medio del mundo.

Se fue Filomena una vez, muy de mañana; como hacía cuando iba hasta su pueblo en la isla, aquellos quince días al año. Llevaba un saco de pan duro tan grande como ella sobre la cabeza, y dos bolsos, uno en cada brazo. Bajaba a pie la colina y recorría el paseo marítimo hasta el puerto. Llevaba panes nuestros desechados a su hermano inválido de mente y comida, cuanto podía cargar.

Se despidió porque ya no podía con las faenas de la casa.

Te hablo de ella porque no habrá otra vez y no lo hemos hecho antes. Vivimos con personas queridas sin saberlo, maltratadas sin darnos cuenta: un día cualquiera desaparecen y ya no hablamos más de ellas. Nos han dejado un olor a lejía en la mano que nos estrecharon, una caricia ruda y torpe, nos han lavado los suelos cantando por una alegría que no sentimos nunca. Fue su vida irreductible la que desconocimos mientras estuvo con nosotros y la que ahora conocemos sólo porque la perdimos. Te hablo, mamá, porque también va a ser así entre nosotros.

Me contabas de las cosas feas del mundo. Me revelabas tus desprecios por el daño que la gente hacía y sufría.

Cuando te daba por hablar de eso no querías que se mitigase tu pesar y te molestabas con papá por sus intentos de rebajar el tono. Así que yo era el interlocutor perfecto, el mudo, el embudo.

Esto ocurría en la primera casa, cuando niño. Luego terminaron los testimonios.

Te escuchaba y ocurría esto: tu voz se ensanchaba y en mi interior comenzaba la representación material de lo que decías. Tus relatos me producían identificación física. Un niño abofeteado, tirado del pelo que habías visto en la calle, se hacía carne dentro de mí y yo repetía su dolor. Sentía daño justo donde le habían pegado. Mis nervios reaccionaban a tus palabras con representaciones locales, tu voz los tocaba con precisión.

El corazón, en cambio, se contraía reteniendo la sangre cuanto podía, en un apretón. Luego tu voz cesaba. No te miraba mientras contabas. Me pasaste de esa manera un cielo de dolores, de viejos, de enfermos, de miserias, de brutos. He acabado debajo de los coches, apedreado, quemado, he pasado frío sin cobijo en muchos días de tramontana cruda que arrancaba el calor a bocados. Te habría escuchado siempre. Me adiestrabas para el mundo como hacían los sueños.

Tú me mandabas y yo viajaba para recoger aquello que tus ojos habían visto. El mal no desaparecía si alguien lo recordaba, si alguien lo sentía en la piel. No me conmovía, me quedaba quieto, metido en el sueño físico donde seguía tus palabras y las acataba.

Debía de parecerte indiferente, y a lo mejor a tus ojos lo era. Pero tú no te fijabas en mí en esos relatos, te conformabas con que yo escuchase. Cuando la sangre daba un último vuelco en el pecho y escapaba del corazón cerrado, habías terminado.

No lloraba de niño; no recuerdo mis lágrimas. Mucho más tarde las conmociones hallaron el camino de las palabras y el de los ojos. Por Massimo lloré.

Fuimos chicos juntos. Lo admiraba, era fuerte, hecho para nadar rápido y uno de los pocos que en aquellos años bajaba del minuto en los cien metros estilo crol.

Alto, el pelo claro, se movía sin pizca de exhibicionismo. Su sonrisa amplia, ingenua, de vez en cuando pasaba a ser risa veloz. Sentía admiración por sus formas, pero más por la modestia con que las mostraba. Era una rareza porque a esa edad un chico buscaba en su repertorio cualquier recurso para sobresalir.

Edad inexorable, en la que se implantan afectos y ya no se extraen, ya no acaban.

Sí, lo admiraba. Era un sentimiento profundo, sin confusiones, y lo experimenté entonces y nunca más.

Créelo, nunca fue envidia, no he envidiado a nadie, ni siquiera en la pequeña habilidad de poder hablar en voz baja a una chica sin tartamudear. No sería tu hijo si me engañase en esto.

No me parecía a él, ningún entrenamiento acuático habría podido corregir mi delgadez tirante, esquelética. Mi cuerpo era sombrío y alargado; el suyo, fuerte y luminoso.

En verano íbamos a nadar juntos en la bahía del castillo Aragonés en Ischia. Braceábamos un crol cadencioso, inagotable. Yo veía en su estela que los pies daban golpes iguales y fuertes, como los latidos del corazón. Lo dejábamos al atardecer, con las yemas de los dedos arrugadas y los labios blanquecinos, ni cansados ni felices. Era el entrenamiento, un trabajo que había que hacer después del día de juegos y charlas en la playa.

La bahía por la tarde, con el viento amainado, era una laguna que surcábamos en silencio, de cabo a rabo.

A veces el hambre nos apremiaba a la llegada y devorábamos un bocadillo en un santiamén.

En aquel tiempo entre muchachos había que ser precavido con la admiración, disimularla, mofarse de ella, porque un error de cálculo podía comprometer una reputación viril. No había nada tan fácil como que a uno le asignasen un adjetivo de por vida, una definición menos apelable que una sentencia.

Rompí la consigna en una ocasión, pero no me avergoncé.

Su madre, en Ischia, había invitado a comer a algunos chicos, yo entre ellos. Tenía una casa cerca del mar, en la aldea de los pescadores, y estábamos a una mesa al aire libre. Hablaban muchos a la vez, con alegría. Yo escuchaba, iban demasiado rápido para que pudiese colar algo en su carrera de chistes, de carcajadas.

Pasaron a hablar de deportes y de quién tenía el físico debido. Hacían comparaciones, se acaloraron, acabaron pasando a una especie de selección que redujo la contienda a dos únicos campeones, Massimo y otro. En la conversación intervino su madre, que otorgó la victoria al otro, tal vez por cortesía o por abatir su orgullo.

Entonces, en un arrebato incomprensible, hablé en voz alta, casi sin trabarme en las sílabas. Dije que no había comparación posible, Massimo era la perfección, su cuerpo era una regla de la naturaleza. Callé de golpe, tal como había empezado. Los demás guardaron silencio y se miraron. Tuve tiempo de contar el silencio y fue tan largo como mi brusca intervención. Noté el titubeo de muchas voces que habrían roto el intervalo. No les tenía miedo, pero me quedaba la duda de haber faltado a una cláusula de la amistad. Permanecía quieto, incapaz incluso de cerrar bien la boca. Entonces empezó el ruido. Massimo se puso a reír, a reír para toda la mesa, a reír de su sorpresa, por descuido. Fui olvidado en su risa, y pasaron a hablar de otra cosa. No tenía dudas sobre mí. Descartaba entonces y lo he descartado con la vida que sintiese atracción por una persona de mi sexo. Actué por un impulso brusco de equidad, involuntario como un ataque de nervios. En la garganta me ha quedado su risa. Fue la ayuda que me dio y fue también la patada con la que en el mar forzaba el impulso, dejándome atrás. Era el socorro y la distancia, su alegría y su estela.

La oigo todavía desde el fondo de la mesa, con los ojos clavados en el plato. Todavía remueve lágrimas desde el fondo.

Lloré hasta el vómito, la tos, la hiel. Me dijeron que se había sumergido y que ya no había ascendido más.

Crecimos con gustos similares y pocas frases. No nos gustaban las bombonas ni los que bajaban a los bancos de arena con fusil. No nos gustaban los de nuestra edad que esperaban la noche sobre los muretes para darse aires de manejar sus primeras monedas. No nos gustaban el guapo ni la chica vistosa. Teníamos aliento de sobra para la apnea y bajábamos al fondo, que se volvía oscuro como el cielo, mudo.

Pero la vez que se llenó los pulmones con el último aire, aquella vez yo no estaba.

Cada zambullida aparta de la respiración, del calor, de lo seco. Cada zambullida contiene la sexagésima parte de un adiós. Bajó por bajar, como un ancla sin cadenas, con los oídos taponados y la mirada fija en el fondo. Abría la oscuridad del agua con los brazos, el mar se amontonaba arriba. Bajamos otras veces. Abajo se está sin sombra, yo trataba de ser la suya: en el mar se puede.

Se quedó los segundos precisos en la penumbra de la meta, a medio camino, luego empezó el ascenso. Una escalera hacia la luz completa, ya conocida, pasos seguros, el peso del mar se aligeraba sobre los hombros, brazada a brazada. El aire en los pulmones salía con mesura.

Subió con el émbolo. Demasiada luz en los ojos, demasiada vida en las manos que ascendían los metros. A ras del agua le estalló, una bomba en todas las venas.

Sorprendido por el sueño más brusco, con los pulmones todavía hinchados de aire de reserva, olvidó en un instante la respiración, el calor, lo seco.

Regresó a aquella oscuridad, planeando con los brazos abiertos y los ojos cerrados.

Son torpes las palabras de la ausencia.

Conocíamos el mar de memoria. Nuestro Tirreno nos adiestraba desde cachorros y nos hacía serios. Nuestro Tirreno, nuestra única edad, la piel puesta a sol y a sal, pelusas claras y negras, espinas de erizo, sandalias, pizza, sueños. Donde habríamos confiado el corazón a un peñasco, tal era nuestra confianza; nadie podía robarnos la merienda mientras estábamos en el mar. El Tirreno nos hacía inmunes, hijos sagrados de su agua, que era una lengua de madre loba que nos peinaba.

Conocíamos el sol del ocaso sobre los músculos agotados, que nos detenía y nos endulzaba la oscuridad. Se ponía en el mar, lo veíamos apagarse con fuego violeta sobre el horizonte incierto. Por eso fuimos tirrénicos, porque el día terminaba ante nosotros, frente al mar inmenso y por nosotros conocido.

Conocíamos cada peñasco, cada pez.

En septiembre el ábrego mandaba olas altas y largas. Escogíamos la playa de San Francesco para recibir en toda su fuerza, y dejar que nos revolcasen, las oleadas. Rompían encima de nosotros toda su espuma, todavía al fondo, lejos de la orilla. Massimo conseguía subir a fuerza de brazadas feroces sobre la cresta de la ola más alta para agarrarse a su crin, a su velocidad, y dejarse arrastrar en la caída incluso cien metros, hasta la orilla incluso.

Reía al despuntar lejos, sucio de algas removidas por la resaca. Volvía a remontar la corriente, empezaba otra vez.

También yo alguna vez conseguía montar una cresta y dejarme bambolear como una peonza rota.

El cielo se oscurecía, de repente caía un aguacero, nos quedábamos hasta que teníamos las yemas de los dedos deshechas y la piel de gallina.

El sol se apagaba dentro del mar. A veces el violeta de las nubes lo partía y lo deshacía antes de que tocase el horizonte. Lo mirábamos desde la orilla mientras nos secábamos después del baño, y era nuestro, como la arena que quedaba en los pies, como el aliento.

Bajó al mar en uno de los minutos de mi ausencia. No puedo recordarlo, no puedo conocerlo, y sin embargo lo conozco y lo recuerdo mejor que todos nuestros minutos.

El mundo estaba ahí para traicionarnos. Nuestro Tirreno guardaba celadas, nuestra edad estaba condenada y no lo sabíamos. Asco, madre, he sentido asco de la naturaleza mucho más que de las fechorías de los hombres, asco del azoe, de la luna llena que salía en el mar, asco de haber perdido la estela de sus pies, tras los cuales no irían más mis brazos flacos. He sentido asco de tener una sombra y de soltar aire por la nariz.

Todavía voy a bañarme al Tirreno. Nado a lo largo de la costa, regulo el aliento, procuro que mi estilo no se desacompase. Trato de seguir todavía en una estela, de no abandonarme. El mar no puede quitarme nada, no puede quitarme más. Estamos sucios los dos, viejos, heridos. Nos tocamos en silencio los cansancios. Muchas cenizas se han esparcido en este mar, muchos sudores: si fuese tierra, florecería, pero el mar se enferma de los restos del hombre. Tiene también mi llanto por Massimo, el amigo.

Me regañabas en casa por el ruido. Fuera, en la callejuela, la bulla envolvía a la gente, la vida ahí fuera era hacerse oír, dar un golpe más fuerte, lanzar una voz más alta. Los niños lloraban llantos a voz en cuello. Sus gritos no contenían rabietas, caprichos, reprimendas, sino tan sólo el daño que experimentaban. Los niños que oí llorar de niño, al otro lado de la pared, por la calle, tenían llantos de heridas, de golpes pillados al vuelo cada vez que pasaban cerca.

De adulto he oído llorar a los niños de otra manera, para protestar contra algo, con un tono de acusación que se sobrepone al del dolor. No consigo compartir sus alaridos.

En mi infancia los niños lloraban el daño. Recibían golpes que un físico adulto no aguantaría, bien por la desproporción de la fuerza empleada, bien por la frecuencia. Lloraban y a veces ese grito no bastaba para establecer una tregua y seguían los golpes bajo el desarme del llanto. Me quedaba, con los ojos como platos, a este lado de la pared, esperando que acabase, que por favor cesase, mientras a la garganta me venía el impulso de gritar yo también, de gritar juntos, como hacen los burros, los perros. Me tapaba la boca detrás de las paredes.

Tú oponías al barullo de la callejuela el silencio difícil de nuestra casa. De cuando en cuando, cubierto por el ruido de fuera, yo también metía un poco de bulla con un juego de equipos de fútbol formados por botones, con una pelota de goma que rebotaba contra las paredes, con una trifulca con mi hermana pequeña. Tú entonces intervenías, con voz brusca y baja, para mandarme parar. Paraba, pero a veces me mortificaba e iba a ponerme delante del cristal de la ventana de la cocina. No veía la callejuela pero me quedaba a escucharla. Distinguía las voces, las procedencias. Todos nos arrojaban dentro sus ruidos, llamadas, quejas, sonidos de oficios: hacían un coro que ni siquiera se llevaba el viento.

Cuando me mortificaban tus reprimendas, daba la espalda a la casa y a la cocina oscura. Una vez viniste a sacarme de esa posición. Habías venido para consolarme, a lo mejor me había enfadado más de la cuenta, por tu intervención. Detuve tu gesto con la cómica frase que te sorprendió entre la reprimenda y el ridículo. Renqueando sobre la primera consonante, por fin pude decir, sin volverme hacia ti: «No quiero palabras». Pensaste que por orgullo rechazaba el consuelo. No era así.

Aunque fuese pequeño seguramente debía de entender que mi suerte de niño era distinta a la de los otros de la callejuela. No recibía golpes de los padres, en otras cabezas y otras espaldas se descargaban los ataques de los mayores.

Mejor los golpes, mejor el derecho arriesgado a meter un poco de ruido cuando un juego me cogía la mano. No las palabras: a ésas no se les podía llorar, no se les podía responder, y yo no era capaz de decir ni una sola cuando tú intervenías, entre la apnea y el tartamudeo. Se aprende tarde a defenderse de las palabras.

Mejor los golpes sobre el cuerpo, mejor el ruido de las manos y el grito de la garganta, al fin y al cabo era así para todos los niños, yo también habría tenido cardenales, sangre en la boca.

Tenía en cambio la cara contra el cristal de la cocina y escuchaba el mucho ruido del mundo de fuera. «No quiero palabras».

No rechazaba las tuyas de consuelo, sino las de la reprimenda, dadas en lugar de los golpes y que querían recalcar el cambio de éstas por aquéllas, marcar la diferencia.

Entre madre e hijos no acontece progreso, no se desarrolla civilización: las palabras siempre serán pocas, raras, conservadas. No reemplazan nada, ni los golpes ni las caricias.

Rompía los juguetes. En el instante en que los recibía miraba con recelo esos objetos que debían pertenecerme.

Seguro que a vosotros no os gustaba ser correspondidos por mi desconfianza inicial en vez de por alegría. La emoción de tenerlos me preocupaba más que excitarme. Me aseguraba de mis derechos preguntando: ¿es mío? Sí, lo era, pero no tenía el sentido que yo le daba, porque estaba relacionado con las necesidades de siempre y venía después del no meter bulla, el no ensuciarse y en los horarios establecidos. Era un mío en pobres dosis, un mío de niño, cuando en realidad el juego hacía que deseara una inmensa libertad, donde el espacio para jugar y el tiempo que pasara haciéndolo eran también los míos, sin límites. ¿Es mío?, preguntaba. «Sí, pero no lo rompas».

En unas Navidades no me compraron ninguno, porque había seguido rompiéndolos todos, los del año anterior. Os habíais enfadado y me habíais dicho que ese año no me los ibais a comprar. Tú me regañaste por el despilfarro cometido frente a tantos niños que no tenían ninguno.

Hoy pienso también en los sacrificios que hacíais para permitiros esos gastos, aunque no hablabais de problemas de dinero. Más tarde, y mucho, entendí las cuentas ajustadas que os ingeniabais para sacar con qué hilvanar una Navidad.

Pero de niño no entendía lo que decíais. El juguete era mío de una manera que no sabía demostrar. Tenía una duración en la cual lo iba a conocer, manejar, dejar. Luego terminaba. Tendría que haberlo dejado en algún sitio, luego a lo mejor lo habrías podido regalar a cualquier otro niño tal como hacías con los de mi hermana pequeña.

Tendría que haber actuado así, pero para mí quedaba una parte enorme de su duración, que consistía en el instante de su final. Las cosas tienen un momento en el que se hacen repentinamente distintas. Un madero recién partido, una piedra quitada de su sitio tal vez milenario: por un momento sólo tienen un rostro secreto que no conoce sino quien es testigo del cambio repentino. Por un solo momento son así, porque pasado un segundo han cumplido cien años. Pasa eso también en el universo, dicen, que envejeció en los primeros segundos de su formación más que en los miles de años siguientes.

La muerte no es igual para todas las cosas: hay objetos que sólo empiezan a envejecer después de que han atravesado la muerte. Un juguete envejece después de que se ha roto, después de que ha muerto.

Las cosas tienen un rostro secreto que un niño puede indagar. Rompía el juguete: no por la insignificante curiosidad de ver lo que había dentro, cómo estaba hecho, sino para ver el instante en que de golpe se deshacía, antes de perderse en la indistinción de sus trozos.

Dura poco el juego. Sabía que duraba lo que el instante en el que se rompería, o que ese instante equivalía a su previa duración. Sólo entonces el juego era de quien lo había tenido en su mano, sólo entonces era mío del todo. Sólo en muerte la vida es enteramente de quien la ha vivido, y la posesión no tiene donantes, ni reprimendas.

Te hablo, madre, tan joven como eres respecto a mí por una noche, de este tu antiguo regalo, cuya posesión me parece que puedo completar precisamente ahora. ¿Es mía la vida que me diste? Ésta noche sí, es del todo mía.

¿Pasaba todo esto por la mente de aquel niño que rompía los juguetes? Todo esto y mucho más, pero no por las palabras para decirlo. Sólo más tarde, de su juego silencioso, del recuerdo de aquél, extraigo su reducción a relato. Aun cuando las palabras, por su naturaleza servicial, nos den luz, en realidad son sombras, signos oscuros trazados sobre la inmensidad de una infancia cualquiera.

Me aproximo a ella con la ceguera progresiva de los años y sólo el amor hacia aquel mundo cerrado permite el intento de darle las palabras que no tuvo. Sólo el amor permite el regreso, pero ni siquiera él basta para justificarlo y yo sé que violo como extraño su vastedad incomprensible. Y cuando uno trata de explicar el silencio, incluso el de un niño, hace como que guarda en tarros el aire de ciudades extranjeras que visitó hace mucho tiempo, encerrando el vacío.

Cuando llegaron otras Navidades de regalos, ya estábamos en la casa nueva. No los rompía, había dejado de jugar con ellos. Había empezado con los acertijos y los libros a manejar el alfabeto.

Es hermoso descender a una fotografía, es hermoso estar quieto. No me reconoces, pero pones los ojos en mi cara y llevo los tuyos, único signo seguro de entre los pocos que hay de una pertenencia. Ahora mi cara se remonta hasta la del abuelo. Con el tiempo he empezado a parecerme a la foto suya que estaba en la mesilla de papá. Una cara seria, un poco absorta, un rictus de labios acostumbrados a permanecer cerrados, así era el retrato. Desde la frente empecé a acercarme a la forma de su cráneo, luego los pómulos se descarnaron y los carrillos se posaron en la misma caída de tensión y de atención. No son sino conjeturas y me agradan porque, sabedor de que no me parecía a ti ni a papá, busqué en viejas fotos rasgos que me justificasen.

Cuando era niño no se decía de mí: es igualito a su padre, o es igualito a su madre, frases irritantes pero también tranquilizadoras. Me parecía al abuelo paterno, muerto cuando su hijo todavía era joven. En un álbum lleva el uniforme de soldado de la primera guerra.

En un carnaval me preguntaste cómo quería vestirme. Quería ese uniforme, para parecerme más a él, así que te dije: «De guerra», por no decir de abuelo. No tenías más que una enorme casaca de Pierrot y, salvo tú, nadie sabía quién era ese francés cuyas ropas me puse a regañadientes. Y vaya abuelo, trajeado de esa manera parecía una vela.

Nunca creí que estuviese muerto. De niño la palabra «muerto» significaba mantenerse aparte, no dejarse ver, una insistencia voluntaria en la ausencia. Podía ser lo mismo que decir: el abuelo se ha ofendido y no quiere venir a vernos, al abuelo lo han trasladado.

Para mí el mundo no era mayor que la casa y que el barrio y la vida, estaba en proporción a ese orden de tamaño: vivir o no allí, no comportaba diferencia grave. El niño que fui en el cuarto de una callejuela pensaba que el mundo se había trasladado al otro lado del valle de palomas y ratones que era mi frontera de entonces, la Piazza Plebiscito.

Un día papá cayó enfermo, se puso amarillo, encerrado en una habitación. Nosotros debíamos permanecer aún más en silencio, para que se curase. Daba igual que la callejuela tronase con la bulla de siempre, nuestro silencio de hijos lo restablecía. Acordarse siempre de estar callado y de no hacer ruido resultaba difícil, pero uno aprendía mucho si se aplicaba a la tarea. Pensaba: ahora soy un gorrión en una rama y está a punto de llover; luego uno era un bote varado de noche; luego hablábamos entre los niños, remedando la voz del viento por las callejuelas.

Papá se quedó en casa mucho tiempo. Un día de su convalecencia abrí la puerta a un señor. Reconocí enseguida al abuelo. Era como en la fotografía de la mesilla. A punto estaba de dar la noticia, pero confundió mi emoción diciéndome que era el barbero llamado para afeitar al enfermo. Supe que desde hacía años atendía a papá acudiendo a su oficina una vez al mes. Eran pocos los barberos que contaban con un salón propio, muchos eran ambulantes, atendían a domicilio.

Tenía razón, no estaba muerto como lo suponíais vosotros, estaba muerto como lo creía yo. Se había ido a vivir lejos y se había convertido en un barbero al que nadie reconocía. Sólo yo lo había descubierto porque me conocía de memoria todas sus fotografías, pero no iba a descubrirlo, no iba a traicionarlo.

Quise a ese abuelo que no podía abrazar a su hijo y se conformaba una vez al mes con acariciarle la nuca con la excusa de un servicio.

Seguí preguntándole a papá, cuando volvía con el pelo cortado, si lo atendía aún el mismo barbero a domicilio.

Ahora tengo su cabeza, pero los ojos son tuyos.

¿Quién te protege, quién te salva de reconocer a tu niño mudo en el anciano que ves tras un cristal de autobús? ¿Qué fuerza te impide conocer lo que estás viendo? Gran fuerza ha de ser aquélla que puede confundir sentidos de lo contrario precisos, datos de lo contrario evidentes. Una gran fuerza nos brinda, en el momento debido, la miopía útil para vivir.

Me miras con el gesto severo en el que permanece el eterno reproche que nos hacías de niños: aquí no, ahora no.

No puedo obedecerte, ya no me da tiempo. Va a llegar justo ahora y en este extraño lugar. «Aquí no, ahora no». Tenías razón, muchas de las cosas que me han ocurrido fueron errores de tiempo y de lugar, cosas como para decir: aquí no, ahora no. Pero en este cristal de autobús me doy cuenta de que estoy en una hora y un lugar para mí hace tiempo reservados.

Alrededor bulle el movimiento. Las puertas se han abierto, la gente sube y baja por todas partes, tropezándose. Me quedo cerca del cristal, hay alboroto, pero tú y yo seguimos quietos. Llegan el momento y la ocasión, cuando dos personas se detienen: entonces se encuentran.

Si uno siempre se mueve, impone inclinación, dirección al tiempo. Pero si uno se detiene, si se resiste como un burro en medio del sendero, dejándose llevar por una distracción, entonces también el tiempo se detiene y ya no es esa carga que perfila la espalda. Si no lo transportas, se vuelca, se extiende alrededor como la mancha de tinta que mi plumilla hacía sola, recta, en equilibrio sobre el papel secante, para caer luego, vacía.

Quienes se detienen se encuentran, incluso una madre joven y un hijo viejo. El tiempo actúa como las nubes y los posos del café: cambia las figuras, mezcla las formas.

Estamos detenidos en la fotografía, pero tú sabes lo que va a ocurrir enseguida porque has llegado más lejos. Yo, en cambio, sé quién eres tú, pero no la continuación que tú conoces. Yo conozco tu nombre, pero tú mi destino. Extraña condición. Hubo un tiempo opuesto en el que traías al mundo una criatura para darle un nombre, pero ignorando lo que le iba a ocurrir. Ahora estás en el cristal a cuyo través presencias la continuación, pero ya no sabes de quién es.

Llega el momento en que una madre va hacia el hilo del hijo, con mirada absorta, y no lo reconoce. Va como a campo través y toca la hierba alta con los dedos. Yo soy el hilo y el hijo al que tú miras.

Sé que lo que me pasa es que muero. Otros antes que yo vieron que su madre llegaba sin reconocerlos, la llamaron por su nombre pero era tal vez un cristal. Una madre va por un campo con los ojos fijos en el viento que dobla los tallos de la hierba, llega al hilo, al hijo y lo recoge. De esto me avisas: vendrás hacia mí, como venías a mi cama para apagarme la luz.

Había una broma que me hacíais cuando era pequeño: me tomabais el pelo porque no me parecía a vosotros y decíais que me habíais adoptado. En efecto, era menudo, de pelo negro, morros de deshollinador, sonrisa desganada. Vuestra broma me gustaba. Era una rara ocasión de confianza, una atención dirigida a mí como persona de la que se podía hablar por lo que era y no sólo por algo bueno o malo que hubiese hecho. Cuando empezaba la broma, esbozaba la media sonrisa tonta que todavía hoy me descubro repitiendo sin darme cuenta. Debía fingir que me entristecía la revelación de que era un niño abandonado y por eso hacía pucheros. Era señal de que me lo creía y entonces el juego se prolongaba un rato, hasta que tú decidías tomarme en serio, como si de verdad sufriese con esa revelación, y cortabas la broma. O no podía simular los pucheros y me quedaba a escuchar el juego que terminaba pronto, porque os cansaba que esa vez no cayese.

Nos hemos malentendido, como para protegernos contra algo. Protegimos el no entenderse por discreción y pudor: ahora sé que esto preserva los afectos. Fue una renuncia y una traba que acatamos como norma, ajena a la voluntad, como un instinto. Malentenderse fue justa condición, entenderse no podía valernos. La infancia podía durar eternamente, no me hubiera cansado nunca de ella.

Resulta extraño que las cosas importantes me hayan pasado una sola vez. Sé que muchos viven repeticiones de sucesos, sé que se sobrevalora su sentido llamándolas ocasiones. Una vez, un día: los acontecimientos que han sabido restringirse a este espacio son los únicos que me han dejado una experiencia.

Una vez papá me llevó al estadio. Ya lo había visto desde fuera, una taza inmensa sin asa. Papá me daba consejos, no los recuerdo, pero sé que me sujetaba al cinturón de su abrigo. No le gustaba llevar a nadie de la mano, ni siquiera la tuya la vi nunca en la suya.

Había una multitud compacta, pero mientras siguió moviéndose pareció ligera, parecía corriente, agua que resbala a los canales, a las bocas de desagüe. Cuando se paró del todo, sentada en el interior del círculo, vi que ya no era líquida, sino que se había convertido en piedra. Nada la podía surcar, ni un confeti que cayese del cielo habría llegado al suelo: era un anillo de piedra con el vacío en medio, era un anillo que habría cabido en el dedo de quien se lo hubiese sabido poner.

No los colores, las camisetas, el césped, la pista, no las carreras de los jugadores y la trayectoria accidentada del balón: lo que veía era la multitud. La oía gritar, me pareció normal, un estornudo. Una multitud grita, si no se deshace. Pero en algunos momentos retenía el aliento. Ésa apnea era atroz, contenía la espera. El agua se había vuelto piedra, los hombres multitud, su silencio me provocaba el vértigo de un precipicio. En esos momentos me agarraba al cinturón de papá.

En las caminatas por el paseo marítimo ya había visto llegar y zarpar navíos. Tú sabías los nombres y nos los enseñabas, y así nosotros sabíamos reconocer el France, el Costitution, el Indipendence y, hermoso como ninguno, el Andrea Doria.

Eran ciudades brillantes, desde tierra firme las veíamos moverse en el golfo como reinas en sus aposentos. Para mí el nombre de Italia era ese barco azul con las chimeneas blancas. Italia era el Andrea Doria, el mundo móvil que reposaba de vez en cuando en nuestro mundo quieto.

Nosotros éramos Nápoles, final de la ruta a América. El barco iba a Nueva York y los americanos vivían en nuestra tierra. Hombres vestidos de blanco deambulaban por nuestras calles bajo sus gorras en forma de hogaza. Parecían más limpios que nosotros, y vosotros los llamabais aliados. A mí, niño, esa palabra no me decía nada, y más bien me parecía que debían llamarse aseados por lo limpios que iban.

Cuando me salió esa enmienda, os hizo gracia y os la adueñasteis, para utilizarla siempre en vez de la palabra correcta.

Reúno estas cosas para llegar a un punto culminante de mis emociones, cuando un día de Semana Santa tomamos el barquito para ir de excursión a Ischia, era la primera. En el viaje de vuelta, a la hora del ocaso, entraba al golfo, a la vez que nosotros, él, que era el barco más hermoso del mundo. Pasó a nuestro lado, en el recuerdo guardo la impresión de que nos rozó, lanzó un pitido de sirena tan fuerte que no he vuelto a oír nada tan tremendo. Era una muralla que ascendía en vertical encima de nosotros, con las ventanas chicas como manzanas y las anclas grandes como árboles.

Inmediatamente después ya no se vio nada porque las olas empezaron a dar vueltas por los costados del barquito y todos pasaron primero del asombro al aturdimiento por el sonido de la sirena, y luego al miedo por el fuerte oleaje que nos inclinaba de un lado a otro. Por fin vimos que la popa, vasta como una plaza, abría un camino blanco sin olas donde terminaron los zarandeos. Azuzaba al mar por sus costados y lo aplacaba a su espalda, transformándolo en alfombra. En medio del atolondramiento de las emociones, afloraron por último la arrogancia y algunas lágrimas por aquel portento. Mi hermana pequeña ni siquiera se había inmutado y tú me señalaste su valentía como ejemplo frente a mi conducta, que atribuías a temor. Pero en realidad era entusiasmo, ganas de responder a su saludo con un grito, mientras que en la garganta no tenía un hilo de aliento y en la boca el más duro freno.

El ocaso terminó con las palabras de papá, que me decía que un día nosotros también iríamos a América en el Andrea Doria. En el puerto de Nueva York sonarían las sirenas, en el océano veríamos olas inmensas, y a bordo iríamos al cine. Infundía en nosotros su confianza en los días futuros, nuestro derecho a subir escaleras de casas mejores, incluso de barcos. Para mí los días amados fueron aquéllos en los que lo imposible quedó guardado en el corazón, y no aquéllos en los que se cumplió.

Miré largo rato el navío, mientras el barquito pasaba bajo sus muros. Esperaba que los remolcadores saliesen del puerto. No lo vería nunca más, llegó la noticia de que se había hundido. Italia había acabado en el fondo del mar. El pitido de sirena lanzado en un ocaso de primavera, en la entrada del golfo de Nápoles a una pequeña embarcación que recorría las islas, a un niño, era un adiós. Las cosas contenían despedidas irreparables y yo no las entendía en seguida, sino después, mucho después.

Iba al colegio y aprendía que Italia era una península, una tierra firme, no un barco. Tenía seis años y la resignación a los desengaños que entraña esa edad: corregía la silueta del mundo, sí, no era un barco, era una bota, pero ya no me importaba.

En vuestras charlas de vez en cuando volvía el recuerdo del barco y tú te acordabas de su capitán, que por el dolor se había dejado morir en el mar, buscándose un naufragio con su bote de vela. ¿También él en el fondo? También él.

Una vez me acusaste sin razón y yo no fui capaz de contestar. No fue sólo sorpresa, no sólo el bloqueo del tartamudeo que reduplicaba consonantes bajo el paladar.

Pasado el momento del titubeo seguí callando sin disculparme. Me serví del defecto físico para guardar esa extraña emoción del amor propio que me daba mi inocencia secreta.

No me incitó tu error, sino la circunstancia desconocida de sufrir una reprensión injusta. No quise que saliese a relucir la verdad, como ocurrió después, sino que durase la extrañeza interior que se reforzaba con el silencio.

Se crece callando, cerrando los ojos de vez en cuando, sintiendo de pronto mucha distancia de todas las personas.

Ésa vez fui a refugiarme en la ventana de la cocina. Debía de tener una edad que me permitía ver la pared de enfrente. Mi hermana pequeña había roto la botella de vino al tirar del mantel, no yo con el balón. Un rato después, cándida e inocente, dijo que había sido ella. Entonces tú te acercaste a la ventana y me tocaste la cabeza, y tú, también un poco quieta, te quedaste mirando la oscuridad de la callejuela, que nunca interrumpía su bullicio. Habías barrido los trozos, fregado el suelo. Quedaba en el aire un olor a bodega de vino y en tu mano el del trapo del suelo. Era más fuerte el tuyo, más rojas tus manos gastadas por el agua fría. Sentías haberme regañado, pero todavía te dolía más mi silencio, atribuido al defecto que impedía la defensa. Mal me entendía tu dolor. Lloré bajo tu brazo porque te había buscado una culpa, por lo que pensabas de bueno sobre mí, porque tú eras justa y yo había profundizado la huella de un error tuyo tan sólo por una emoción de extrañeza. La inocencia podía ser una especie de insolencia.

Ahora, en la fotografía que nos detiene, yo podría apearme en esta parada. Saldría a tu encuentro cruzando la calle. Aún podremos tener una continuación.

Vendría a ofrecerte el brazo. ¿Qué haremos? Lo entenderemos. Agarrados del brazo entenderemos toda nuestra vida. La veremos en las separaciones que no nos han mermado el afecto, en los regresos que no nos lo han reafirmado. Cruzaremos a pie la Villa Comunale hasta Piazza Vittoria. Estaremos bajo los mismos acebos de nuestros paseos de niños. Una cabra tiraba un minúsculo carruaje de cuatro asientos; se alquilaban cochecitos a pedales. No subimos nunca, porque estaban cochinos, nos decías.

Verás el banco al sol del paseo marítimo donde te sentabas, y te protegerás los ojos del viento. Entenderemos las vidas, los niños que corretean jugando a crecer, las madres que alargan la ropa, compran zapatos y se quedan mirando el tiempo que corre por los hijos. Luego los hijos se detienen y son las madres las que corren hacia la brusca vejez y que, de tanto subir y bajar habitaciones, ni siquiera están peinadas. Luego hablan poco y comen pausadamente en Navidad. Por lo menos, así eran las madres.

Sonreiremos de nuestras manías. ¿Cuáles? Las de darnos por descontadas, como si tuviésemos que ser siempre como el sonido de las campanas, como si tuviésemos que morir juntos y haber nacido juntos siempre: manía surgida porque un pequeño hilo de días se desovillaba y nos llevaba al reencuentro.

Pobre costumbre: raro que uno se diese cuenta de que el otro había cambiado desde la noche anterior. Raro que uno se diese cuenta de que su humor hacía una pausa distinta entre el día ya listo y el errado buenos días, que un sueño había estirado los pómulos, que una sombra jamás poseída caía de la lámpara sobre la mejilla. Sonreiremos de la manía que nos hace vernos iguales y entenderemos nuestros densos cambios, y nos asombraremos de que hayan sido tan numerosos. Entenderemos, esto nos ocurrirá por una vez.

Podría apearme en esta parada y encontrarte.

De las primeras cosas que aprendí por mi cuenta recuerdo ésta: aprendí a no esperar.

Veía que te impacientabas cuando el autobús tardaba, si papá no regresaba a su hora de noche, o si a la primavera le costaba asomarse. La vida para ti ya resultaba difícil tal cual, sin que se produjesen más contratiempos, sin que los mínimos sucesos con los que uno contaba añadiesen una dosis suplementaria de incomodidad. No te gustaba que el cuatro de abril lloviese, pues el refrán dice: cuando en abril el cuatro, cuarenta y cuatro, avisando de que si llovía ese día iba a haber lluvia hasta mediados de mayo. Alguna vez llovía sobre mucha primavera nuestra.

Te impacientabas, tenías palabras de desconsuelo y de rabieta, pequeños gestos bruscos y un tono de voz crispado, rayano con la tos. Yo me asombraba, me confundía al ver que unas alteraciones tan mínimas podían hacerte ceder en la conducta, en la compostura.

Pensé en el modo de hacer averiguaciones. ¿Cómo podía uno estar tranquilamente esperando algo, aunque ese algo no llegase?

Con recelo decidí dirigirme a papá. Decía que era un niño que no sabía preguntar. No quería hacer el ridículo ante él. Guardo en la memoria los hilos de un tenue coloquio. Era una mañana de domingo y tú habías salido a comprar el periódico. Papá se afeitaba en el baño pequeño cuya cerradura estaba averiada y por eso la puerta permanecía entornada. Me acerqué a la rendija y le pedí permiso para hacerle una pregunta. «Oigamos», respondió sin dejar de afeitarse ante el espejo.

Me tomé a la tremenda una idea ridícula que se me había ocurrido: que ante el espejo había dos, por eso decía «oigamos». Habría querido renunciar, porque esa expresión suya me enfrentaba a un auditorio oficial. La que era una iniciativa mía de preguntar se convertía en mi interior en una interrogación suya. Hoy sé que en cada frase pronunciada yace el alma de una pregunta, pero entonces temía que cada pregunta contuviese una respuesta que no sabía identificar.

Estaba ahí, tomando la palabra ante los hombres.

Quería saber por qué, cuando los sucesos tardan, uno queda a la espera. Pensaba en tu caída en un enojo, en una tensión que transformaba de repente toda una porción de tiempo en una fijeza, un endurecimiento de nervios, una espera.

Así que pregunté a través de la puerta entornada del baño:

—¿Por qué existe la espera?

—¿Qué espera?

Hice una pausa. Continuó con tono más amable: ¿La espera de qué?

—Si mamá no viene, tú la esperas.

—Claro.

—Si se va la luz, ¿esperamos que vuelva?

—No te entiendo bien, pero da igual. Sí, esperamos que vuelva.

—Por todo lo que se retrasa y hay que esperar, ¿quedamos siempre a la espera?

En ese momento, mi dicción se hizo más embarullada.

—Papá, si yo no quiero quedarme a la espera y quiero quedarme sin espera, ¿puedo?

Entonces dejó de afeitarse, abrió de par en par la puerta y, como si hubiese entendido algo, no sé qué, no dijo nada más que lo siguiente: «Si llegas a lograr quedarte sin espera, verás cosas que los otros no ven». Y añadió a renglón seguido: «Aquello que te importa, aquello que te vaya a pasar, no llegará con una espera». Media cara la tenía afeitada y el resto todavía con jabón, en una mano la navaja, en la otra la brocha. Se agachó un poco para que lo entendiese.

Lo miré con todo el campo de los ojos. No era él, ni siquiera la voz era la misma. Tampoco estaba seguro de que hubiese preguntado yo.

Creyó que no había entendido; con una leve sonrisa volvió al espejo y me dijo que estuviese atento a tu vuelta.

No supe preguntar, no entendí la respuesta, pero no he olvidado. Ése día me distancié de la espera, aprendí a no esperar.

Cuando te impacientabas me ponía a mirar algo pequeño, una gota en el cristal, una mancha en la ropa, así tu desahogo no me aturdía. Te molestaba mi renuncia a compartir tu estado de ánimo. Seguramente pensabas que nunca estaba de tu parte. Debe ser también cierto, no compartir una tensión con alguien es como abandonarlo a su suerte. Pero no te abandonaba, estaba en el sitio de antes; y así, poco a poco, se te olvidaba la espera.

Después del paseo por el parque, cuando volvíamos a casa, tu humor empeoraba un poco. Dejábamos atrás el aire del paseo marítimo que soplaba y daba la vuelta al golfo. Prendía por los hombros, incitaba a correr, tú lo resistías sujetándonos de la mano, era bello estar al viento.

Cuando volvíamos a la trama de callejuelas, el aire se quedaba quieto otra vez. El cielo subía por encima de los edificios, lejano, mientras que en el paseo marítimo bajaba, hasta tocar las olas. En casa quedaba el aire, ya todo respirado, esponja de olores. Te ponías un poco de malhumor al subir.

Bajábamos por las callejuelas, empedrado inconexo que recorría mirando siempre al suelo. La prudencia empezaba en el sitio donde se apoyaba el pie y continuaba hasta donde los ojos se posaban. Era preferible no ver todas las cosas de la calle. Bajábamos por la callejuela que descendía escalonadamente, entre las casas y una pared de toba. Descendíamos de la ciudad angosta y llegábamos al espacio donde de golpe la ciudad termina frente al mar.

Respirábamos desde los ojos, primero entraba por ahí el aire y luego se abría paso en la garganta cerrada, en los pulmones asustados que tosían al despejarse. El mar, con el cielo a ras del agua, mandaba un viento hecho de aire pero que actuaba como las olas, saltando sobre los árboles del parque cual rocas, los remecía, los limpiaba y nuestras caras restregadas por su corriente se volvían frescas, rojas, y los ojos centelleaban. Tú nos llevabas a esa fiesta.

A tomar el aire, decías tú, y yo transformaba en la mente: a que nos prenda el aire. En invierno los abrigos eran mínimo lastre para sus correteos. Habría querido ceder, soltar el amarre de tu mano y dejar que me elevase y que me arrastrase la escoba del viento, pero era un juego, no me habría aguantado mucho en su pañuelo en vuelo y me habría soltado para coger enseguida a otro niño, otra hoja, otro papel. El viento tocaba a todas las criaturas con la misma fuerza, sostenía el salto de un niño lo mismo que lanzaba olas al castillo en mitad del golfo, salpicándole la cumbre. Si soplaba demasiado fuerte y huíamos, pero ni siquiera en el regreso debido a una borrasca te entraban ganas de la casa.

Entonces tirabas, un poco brusca, de las manos de tus niños para subir entre las aceras plagadas de obstáculos, coches, basuras, ropas, sillas. Sólo tú conocías los recovecos, hasta que, al ver la pared de toba, también yo reconocía el regreso.

Hablabas conmigo, casi siempre, pero no de nuestra penuria, de las dificultades. No, de eso no y además no las habría entendido, para mí eran la única condición conocida y querida, para mí eran reglas como tu voz. Tú hablabas de todo lo demás y ocultabas la pena por nuestras angustias bajo la de las cosas del mundo. Me ponías al corriente de noticias amargas. Un terremoto había devastado un pueblo, las anchoas habían subido de precio, el casero había desahuciado a esos viejos del bajo al final de la callejuela. Poco o nada retenía yo de esas noticias, pero participaba del dolor y del peligro del mundo circundante, donde caían culpas contra las cuales no cabía valentía. El mal se movía a sus anchas y no era suficiente la preparación. Tú te quejabas conmigo, de él y del mundo. Hacías pausas, reanudabas, cruzábamos calles: pasábamos juntos mucho tiempo y tú sólo contabas, no preguntabas nada. Yo pensaba que pretendías de mí una respuesta sobre lo que ibas recabando acerca del dolor de la gente. Pero no me preguntabas. Mi única destreza reconocida era dar con el equilibrio vertical de algunos objetos, así que pensaba en el mal como en una peonza que podía mantener en equilibrio sin que se cayese. ¿Acaso era esto lo que pretendías de mí cuando me contabas las cosas del mundo? Pero no me preguntabas. Entonces, no sé con exactitud cómo fue, comprendí que no era testigo de todo ese mal y del mundo, sino responsable. Tú lo enumerabas y me pedías cuentas tan sólo nombrándolo. Sí, mamá, bajo su silencio perplejo, un niño creyó que era el último trozo de Dios, fragmento desgajado de un creador al que la obra se le había escapado de la boca y la mano. Ya no sabía qué hacer o qué decir el Dios en ese niño, sino sólo escuchar.

No lo he hecho adrede: eso pensaba, con reiteración, bajo la corriente de tus relatos. Era una fórmula buena para absolver a un niño, pero buena también para encadenar a un Dios a los males del mundo. No lo he hecho adrede: entendía el mundo, sin recordar que lo había suscitado. No me asombraba, dado que no recordaba ni siquiera mi nacimiento. Por otra parte, ningún Dios recuerda el suyo.

Si he seguido siendo católico es porque esta religión habla de una relación entre madre e hijo parecida a la que yo viví contigo durante toda mi infancia. Se entabla entre una María dolorosa y reivindicativa y un hijo que ha creído silenciosamente que ha sido enviado y olvidado por el padre del universo. De estas desolaciones impronunciables están hechos otros mutismos de los niños. Tú contabas y yo callaba. No me preguntabas nada. Debía haber pasado mucho tiempo desde el principio del que me sentía responsable. El mundo había crecido sin vigilancia. La escritura nos cuenta de otro hijo de Dios y de una madre que reclamó su intervención. Faltaba el vino, pero entendió que se trataba de su sangre. Fue grosero, le negó el nombre de madre al llamarla mujer, dijo incluso que su tiempo no había venido. Pero se equivocaba y la obedeció por fin, porque las madres saben cuándo llega el tiempo.

Mucho del destino de cada cual depende de una pregunta, un pedido que un día alguien, una persona querida o un desconocido, formula: de pronto uno reconoce que espera desde hace tiempo esa interrogación, tal vez hasta trivial, pero que en él resuena como un anuncio, y sabe que tratará de darle respuesta con toda su vida.

Tú no me preguntabas nada. Hablando prolija y amargamente del mundo regresabas a casa con tu séquito, la niña que dormía en el cochecito y el niño al lado que escuchaba, repitiéndose en la cabeza una nana carente de sentido: no lo he hecho adrede.

A lo mejor porque no me has preguntado nada ni pedido que empezase a poner remedio a las miserias: a lo mejor sólo por esto, yo no he tenido que convertirme en una respuesta, eco y desaprovechamiento de un padre demasiado lejano.

He seguido siendo católico, pero no he amado la religión. Para mí rezar nunca fue preguntar. En los momentos de mayor fervor he entrado en una iglesia no para preguntar, sólo para estar lejos. Si Dios fuese una circunferencia la iglesia sería el centro, el punto más distante posible. Desde su suma lejanía noto mi único sentimiento religioso, el de la nostalgia.

He entrado en la iglesia para callar dentro, a la tenue luz de las velas, al lado del susurro de un devoto. Así me vaciaba la mente, me confundía hasta imaginar que el fuego de las mechas susurraba y que ardía el rezo del vecino. Veía que inclinaba la cabeza en la oscuridad del pecho y movía tan sólo los labios con el aliento que cabe emitir desde tan lejos.

Tú nos llevabas contigo cuando ibas a la iglesia, para no dejarnos solos en casa. Íbamos por la tarde a la inmensa basílica de Piazza Plebiscito. Tú rezabas lejos de nosotros. Te ibas a otro banco, te situabas en un reclinatorio apartado, de rodillas, inmóvil, como una planta, tú, rama de aquel madero. Palabras tuyas: «Cuando rezo dejo de ser madre, hija, mujer. Soy yo, separada de todo, como si estuviese sola desde siempre». «Hijo, así soy feliz».

Era así. Nos dejabas sentados en nuestro banco bajo la cúpula gigantesca. Te convertías en un árbol, y nosotros esperábamos que Dios te trajese de nuevo.

Yo no miraba hacia tu lado, prefería no verte. Inmóvil, en la penumbra que aleja: me causaba inquietud. La oscuridad era la verja de Dios, allí vivían todas las ausencias, todas las distancias.

Mi hermana pequeña me tiraba un poco de la manga, quería que me fijase, ella miraba con frecuencia hacia ti, estaba aburrida, era tarde, no le gustaba estar tan quieta. Yo, en cambio, miraba las velas encendidas, bastón para no asustarme de la oscuridad, la oscuridad de siempre. Miraba las velas hasta que regresabas. Era hermoso salir raudos de la iglesia, y subir por las callejuelas, incluso las que no tenían farolas, pisando con más fuerza en la calle por una alegría repentina.

La luz de la callejuela no llegaba al suelo. Bajaba hasta el primer piso a mediodía, luego subía de nuevo. En invierno se quedaba más arriba. La casa estaba envuelta en una sombra constante. Todos los recuerdos están guardados en ventanas opacas, como si siempre tuviesen las cortinas echadas, y no tenían cortinas. El sol se merecía su fama y se iba a él como a una plaza para coger agua con cubos secos. Volvías cansado también por la luz que había llenado tus ojos, no sólo por la cuesta.

Más tarde he vuelto a querer la sombra, débil refugio; la luz fuerte de la mañana al despertar es para mí como un vaso que se rompe.

Con la llegada del tiempo de la casa nueva tuvimos sol por doquier y la oscuridad progresiva en los ojos de papá. Tomaba muchas fotografías, hizo montones, hasta que se le nubló la mira y ya no pudo atinar en más dianas. Sus gestos se volvieron imprecisos, confusos por la ceguera apresurada, que no le dio tiempo a acostumbrarse a parar. Demasiado velozmente no supo caminar por la calle, reconocer a las personas. No tuvo tiempo de crear un lugar mental que lo guiase hacia las cosas que lo rodeaban, desde la ropa en el armario hasta los vasos en la mesa. Lo desmoronaba el desplazamiento de los objetos, rebeldes a su gobierno aproximado del espacio. De los más inapropiados intentos se derivaba primero un desconsuelo para el que no cabía ayuda, luego la derrota la elaboraba en anécdota capaz de hacernos sonreír.

Por aquel entonces el tartamudeo iba soltando poco a poco sus nudos dentro de mi boca.

Antes de que llegasen sus relaciones de desdichas, hubo otro personaje muy mentado por sus clamorosas distracciones de miope. Fue el hazmerreír confeso de toda una sociedad, prestó las consecuencias de sus dioptrías al repertorio de entretenimiento de quienes ni siquiera lo habían conocido.

Hasta un peligro extremo de muerte le acarreó en una ocasión la marca del ridículo. Debe de ser destino del descrédito exponer a quien lo sufre a una dosis suplementaria de cómico y de trágico. Personas así eligen, por lo menos una vez en la vida, aumentar la cuota de riesgo con tal de no sucumbir al ridículo.

Eso le pasó a él. Llegado con su barca a la pequeña bahía del Cenito una mañana de verano, se disponía a echar el ancla. Vestía de caballero en crucero, sombrero de capitán, chaqueta azul, pantalones blancos y zapatos cerrados. Desde su círculo marinero, al verlo partir así, se elevó el comentario: zarpa Gabriele D’Annunzio. Sabedor de que se distinguía de entre las varias embarcaciones fondeadas en la bahía, trataba de ejecutar con desenvoltura y pericia las maniobras necesarias. Penosa le debía resultar la imprecisión en la percepción de los detalles. Tras sujetar el ancla vigorosamente, la arrojó lejos, pero la cuerda, desenrollándose deprisa, le enganchó un tobillo y lo arrastró consigo fuera de borda, al mar. Fue a hundirse al fondo, junto con el hierro. Ya era hombre mayor y habría permanecido demasiado tiempo bajo el agua de no ser por la rápida intervención de un barquero que pasaba por ahí y que había asistido con curiosidad a la escena. Se lanzó tras él y consiguió rescatarlo vivo.

Otra anécdota refería que, a su vuelta de un paseo en barca, irrumpió en los locales del círculo marinero y, apremiado por una acuciante necesidad física fue hasta los lavabos, donde no alcanzó a distinguir que entre él y el ansiado retrete había un coronel que lo utilizaba en ese momento, derramando así encima del oficial, pillado de espaldas, casi todo el contenido de la vejiga. Siguió un desafío a duelo cuya aceptación no cupo.

Éste hombre, que había vivido solo toda su vida, hazmerreír capaz de aguantar las bromas y los chistes de uno de los más feroces consorcios consagrados a la caricatura, fue capaz de la abnegación de alimentar las anécdotas sobre sí mismo, brindando de modo voluntario datos completamente personales.

Murió suicida, más o menos a los setenta años, lanzándose desde un edificio. Una enfermedad sobrevenida le impedía ir al querido círculo al que había acudido todos los días de su existencia. De niño, ante esas anécdotas esbozaba un gesto risueño, forzado por la habilidad del narrador de turno. Las chácharas sobre su ceguera posteriores a su muerte concluían con un «pero». Pero murió suicida. Una sola palabra, una ventana abierta, un minuto reequilibraban en seriedad y tristeza el desequilibrio involuntario de una vida entera. Pero: se hacía un uso adversativo, como para decir: contrariamente a las premisas de una vida ligera para sí y tomada como pretexto por otros, concluyó con firmeza. No me convencía ese pero. Lo cierto es que hay que admitir el pues. Justo a causa del aguante que había puesto en práctica a lo largo del tiempo de una vida, le pareció indigno tolerar otras mutilaciones. Justo a causa de numerosas dioptrías, el vacío de un precipicio no le pareció peor que otra broma a su costa.

Empezó el colegio y se acrecentaron mis deberes. Tú te encargabas de recordármelos. El maestro era irascible, de mano larga, los mandiles eran negros. Parecíamos mínimos curas vestidos con medio hábito. Estábamos flacos, con palitos por piernas. En invierno se ponían rojas. Ése maestro, minado por los nervios, no permitía que los alumnos se riesen de mi tartamudeo y cuando me hacía preguntas lanzaba miradas a la clase para desanimarla. La risa no es tan espontánea ni ajena a las circunstancias, sino que requiere facilidades para salir. Estudiaba encantado.

En secundaria cambió la situación, pero en esa época todo era un desbarajuste en nuestra vida. Habíamos salido de las estrecheces y yo no me acostumbraba a esas novedades, ni en la casa ni en el colegio.

Del primer período escolar conservo solamente un episodio.

En el típico tema de cómo habíamos pasado las vacaciones de Navidad, me di ánimos e inventé un viaje a la montaña y la nieve. La historia no era cierta porque no había estado nunca, pero había oído relatos, y la nieve me la imaginaba mitad leche y mitad algodón, lana de la tierra. Por error escribí que el monte se llamaba Maltese en vez de Matese, porque en aquel entonces a algunas personas de nuestra callejuela las habían ingresado en el hospital a causa de unas fiebres llamadas de Malta. Pensaba que también los montes se llamaban así. Muchos errores de ese tipo me han perdurado largo tiempo porque yo no hacía preguntas a los mayores. Papá tenía razón, era un niño que no sabía preguntar. Y así escribí en la redacción lo que me había imaginado. Al maestro, que probablemente tampoco había estado nunca en la nieve, le gustaron mis invenciones, hasta el punto de que, cosa jamás ocurrida antes, leyó mi primera composición a toda la clase. Me sentí traicionado. No había pensado nunca que los deberes del colegio eran cosas públicas que cualquiera podía escuchar. Para mí eran secretos ejercicios entre el maestro y cada uno de nosotros. Apenado, oía el relato de mis embustes: todo era más grande en la nieve, los tejados de las casas, los árboles recubiertos, hasta las personas embutidas de ropa pesada. Llegaban los esquiadores veloces como lanchas y levantaban nubes de nieve como espuma. Me juré no escribir más mentiras. Contarlas, no las contaba, y tú en esto eras inflexible. Pero escribirlas no me parecía un pecado, era bonito inventar. Luego llegó ese tema y tuve la prueba de que también la escritura, despojada de su secreto, se convierte en mentira.

En la secundaria había muchos maestros, pero ya no tenían derecho a ese bello título, y debían conformarse con que los llamasen profesores. Había una disminución en ese tránsito del docente único al múltiple, había una disminución en mi progresión pasados los diez años, y las cosas puras, cuando parecían más grandes, resultaban más míseras.

Los nuevos docentes además eran buenos, exigentes y no coléricos como aquel hombre flaco y diabólico de la primaria. Pero se impacientaban con mi tartamudeo. Cortaban la risa de los alumnos cuando ya había estallado y sólo porque era escandalosa. Aprendí a ignorarla. Pasó a ser para mí sólo una bulla como la de cuando pasa un tranvía y hay que callarse hasta que se haya alejado.

Sin embargo, cuando me ponía a hablar con un compañero en el colegio, mis tropiezos no daban risa. ¿Sólo en la tarima resultaba ridículo mi tartamudeo, o era que en esos momentos yo estaba expuesto al juicio y ellos a cubierto? Hoy como entonces ignoro si de herir al prójimo es responsable la naturaleza de las personas o la de las instituciones que las gobiernan. Pero el colegio difícil era poca cosa comparado con los grandes cambios de nuestra vida. Se acabó la callejuela, se acabaron las sábanas que bajaban del piso de arriba velando nuestra cocina. Estaban húmedas pero luego restallaban al viento, secándose. Abandonamos el aire cerrado, el cuartito donde conocí el mundo con la lentitud adecuada, la ventana tras de la cual miraba, escuchaba. Había una casa nueva a nuestro alrededor, una habitación para cada hijo, el salón, un comedor, la terraza. Por último llegó también Filomena. Ya no se habló más del otro barrio.

Con el tiempo he reconocido vuestros desvelos para no ceder al ambiente mísero donde os tocó vivir. Veníais de familias acomodadas a las que la guerra había empobrecido. Las casas, con todas las pertenencias y los recuerdos, se habían aplastado bajo los bombardeos, que en Nápoles fueron muchos. Durante años habéis resistido a la pobreza, en la pobreza. No os integrasteis en la callejuela, no veíais a las familias de antaño porque no las podíais recibir. Salisteis adelante vosotros solitos, y llegaron los tiempos que os devolvieron el bienestar perdido. No cambiasteis en ningún sentido. Era como si se os hubiese rendido justicia al final de un largo proceso. La razón estuvo de vuestra parte, eso es todo. No os quejasteis de los años difíciles, no os enorgulleció el presente. Pero nunca más una palabra sobre la callejuela.

Mi hermana pequeña se acostumbró pronto a las dichosas mejoras y fue feliz. Yo tardaba. Tú, mamá, fuiste niña y después muchacha en buenas casas y sitios bellos. Era natural que deseases recuperar esa condición. Pero yo había crecido en esa callejuela y todos mis sueños estaban ahí dentro.

Claro que realmente no formaba parte. Volvía a casa con la cartera de los libros y el mandilito negro, mientras los otros niños se tiraban piedras, mataban ratas, trabajaban como dependientes en las tiendas. Yo ya había tomado algún baño de mar en Ischia con un bañador, puede que ellos hubieran ido alguna vez a chapotear desnudos en las aguas fétidas del paseo marítimo. Pero estaba nuestra casa: contiene toda mi infancia, tus palabras amargas, el aire que nos faltaba, el silencio de papá que llegaba tarde de noche, cansado de kilómetros. Nosotros ya dormíamos, vosotros cerrabais la puerta, hablabais un poco, escuchabais la radio. Ésa era la vida regalada, la única conocida, la única condición amada. Era la casa de mi infancia la que queríais cambiar y mientras tanto vivíais dentro, ahorrabais, esperabais. He sabido tarde estas cosas, las he sabido por mi cuenta. No era más que un niño entonces, fuera había una callejuela nunca cansada de voces, chillidos, humo de cisco, y dentro había una familia obstinada que se oponía a las estrecheces y pretendía mucho de sí, de los hijos, mucho estudio, mucha inteligencia, mucha obediencia. El niño lo reunía todo y su vida era la pobreza y la lucha secreta para no rendirse, el mandilito que se ensuciaba de tiza y los sabañones, la fiebre y las caricias. Y, poco después, ya no volvió a ser así.

Ya no volvió a ser así. En la casa nueva discurría otra vida. Mi hermana pequeña ya recibía a las amigas del colegio nuevo, papá regresaba más temprano trayendo libros que leía en el salón, tú estabas atareada por las muchas cosas que habías siempre descuidado. No conseguía estudiar. Por la ventana veía correr todos los colores. Desde la ventana de la vieja casa miraba la pared de toba de enfrente, elevando los ojos del libro de texto. Era piedra vieja, con los agujeros del goteo invadidos por matas de vegetación. La conocía como un alpinista conoce su montaña y siempre sabe dónde poner las manos. Sabía dónde poner los ojos para pensar en los colores y verlos aparecer. Miraba un punto de esa pared, siempre ése, y desde ahí se extendía una mancha de azul que lo cubría todo. Empezaba por el azul, color de la tinta que la plumilla dejaba en el papel secante, luego venían los otros.

En la casa nueva, frente a la ventana, tenía todos los colores listos. El cielo se hallaba debajo de nosotros, el aire no arrastraba olores, miraba desde los cristales el mundo abierto de par en par. Con la cabeza vacía y la mirada perpleja, ya no conocía nada de lo que veía. El Vesubio era negro, con casas y pueblecillos blancos. El cielo tenía espacios ilimitados que seguir, sin líneas de tejados y balcones, y cada avión que hacía ruido lo podía ver. Las nubes confundían al viento, desmembrándose en movimiento, y el viento corría y gruñía como perro pastor para mantenerlas unidas en rebaño. Hacia la noche, todas las formas posibles se mitigaban en líneas de rojo, donde el sol descendía y llamaba a todo el cielo a romperse y a desaparecer.

No conseguía estudiar, no conseguía imaginar.

Iba mal. Vosotros teníais reprimendas que no había oído jamás. Sentía crecer en mí la obstinación de permanecer callado. Ya no me gustaba la comida, el estudio ni los nuevos compañeros con los que no entablaba amistad. Me suspendieron en tres asignaturas. Con todo lo aplicado que había sido, me volvía un inútil. Ya no me gustaba entender la lección, leer por la tarde la siguiente para adelantarme a lo que iba a aprender. Nada volvería a llegar fácilmente. Los nuevos tiempos eran incomprensibles: había peleas entre vosotros, teníamos un automóvil, venían personas de visita a la casa. Yo no era más inteligente. Era indiferente a las nuevas facilidades, pensaba en vuestras reprimendas, me adentraba para intentar reconocerme a contraluz.

No me sentía apto para estar en esa ventana frente al cielo. Empecé a estudiar en la cocina. En el ruido de las faenas de Filomena conseguía concentrarme, pero ya no volví a ser aplicado.

Adopté en aquel tiempo la costumbre de no terminar los ejercicios, de dejar en blanco una parte. También en los exámenes me guardaba una parte de la respuesta que debía al docente. Custodiaba una porción de no plenitud, iba mal, comenzaba a crecer.

La zona en la que vivíamos quedaba encima de la colina que está sobre Mergellina. En el grupo de casas recién construidas vivía una población de mutuos desconocidos. Nadie decía de dónde procedía, todos parecían haber brotado en ese sitio junto con las casas. A lo mejor eran familias como la nuestra, en las que las condiciones habían mejorado de improviso. Imposible saberlo. La consigna era actuar como si se estuviese allí desde siempre. Alguien, indiferente a la atmósfera de respetabilidad, chillaba en casa, tendía coladas en el lado expuesto al sol en vez de hacerlo en la parte de atrás, donde se situaban los servicios, arrojaba agua a la calle. Se quejaban de ellos, se irritaban. Comprendí en ese sitio que se pueden despreciar cosas que en otras circunstancias se han de considerar normales. Relacioné esa nueva reprobación con la risa que provocaba mi tartamudeo durante las preguntas en clase. También el menosprecio, como la risa, tenía necesidad de sus comodidades para manifestarse. Lo mismo pasaba con el pudor, con el amor y con todas las ramas que hay en el corazón de las personas. Comprendí que hay circunstancias en las que se vive incluso sin las ramas, sin perderse en raíces, en consistencia. Comprendí, comprendí, no sé si me puedo expresar así. No eran pensamientos pensados, sino datos que iba acumulando después de una mudanza para mí irreparable.

En las nuevas casas, los únicos que estaban a sus anchas eran los norteamericanos. Pero ellos son los extranjeros del mundo, viven desde siempre en zonas recién construidas, en ciudades con pintura fresca. Lo nuevo es su costumbre. Son extranjeros incluso en su propia casa. Tenían sus coches gigantescos, sus propios colegios, la ropa tan apropiada para los niños que juegan.

Fue allí donde descubrí la belleza. Antes de entonces, o sea, de los once años, no se me había ocurrido pensar que hubiera niños guapos y niños feos. Sabía que había ricos y pobres, sanos y enfermos, pero todavía no los había distinguido bajo aquel aspecto. La memoria, que sobre algunas palabras se acalora con el tiempo en vez de enfriarse, me trae imágenes de unas niñas norteamericanas preciosas, buenas en los juegos, de dientes sanos, y ya vivaces de feminidad. Jugaban entre ellas y rechazaban toda relación con quien no fuese norteamericano. A un rectángulo de jardincillo iban los niños de esas casas, entre ellos yo, a mirar. Veíamos el guante de béisbol, la bola de cuero que alguno de nosotros conseguía tocar cuando acababa por error en nuestro lado; nos asombrábamos de su destreza. Nosotros teníamos el fútbol y disparábamos a una portería que era la entrada de un garaje. Nos quedábamos de buen grado a mirar a los norteamericanos. Entonces me parecían feas las otras niñas, feos también sus llantos. La belleza, descubierta con emoción de extraño, debía ser así forzosamente: hablar otro idioma, pertenecer a una riqueza, que a uno lo incomodara la admiración incluso. Ningún niño se hizo amigo de un norteamericano. Algunos, resentidos, eran hostiles a esa gente llegada de lejos que vivía entre nosotros, esquivándonos. Yo no podía. No me ofendía su comportamiento. Eran de otra tierra, donde las cualidades que me asombraban seguramente se concedían con tal de no permitir que ningún extranjero las tocase. La criatura que pasaba delante de mí, sonrojándome por su belleza, tenía los ojos llenos de su mundo, no podía verme. Yo ponía los míos como platos en ella, en las ventanas que reflejaban el rojo de la noche y me dejaba transportar por el feliz vértigo del niño que sueña que es invisible. Hasta el balcón de la cocina donde estudiaba ascendían los sonidos de sus juegos, los nombres con los que se llamaban, sus risotadas, también éstas distintas de las nuestras.

De todos los niños, solamente yo conseguí una vez que me mirasen. Jugaba con las piedras, buscando en ellas el punto de sosiego que permite el equilibrio. Unía aquellos puntos, montaba las piedras unas sobre otras. Hallándome en un rincón del jardincillo, inclinado sobre el frágil juego, vino. Levanté la cabeza y desde el mechón liso de la frente le brotaron los ojos. Los vi desde donde estaba agachado: contra el cielo, me miraba su cabeza rubia con dos hendiduras vacías. Me pareció que tenía en la cara dos huecos a cuyo través podía verse el cielo. Yo lo veía. A lo mejor a través de los míos ella podía ver la tierra. Nos quedamos embobados, luego se echó a reír, luego se cayeron las piedras, luego su madre la llamó con un nombre suave que no quiero recordar. No volvió nunca.

Ahora los norteamericanos viven en zonas reservadas para ellos. Ya ningún niño llegado de una callejuela vive cerca de una niña rubia norteamericana, ni se sonroja a su paso, ni la admira.

En aquella época me hice testarudo. No era verdad que ya no fuese el niño que escuchaba tus noticias, que hacía bien los deberes, que caminaba rápido por las calles para seguir tu paso. No era yo el que cambiaba, era el mundo, hecho un revoltijo, que hacía otro ruido y otro silencio. Ya no me contabas, no me hablabas de las cosas que pasaban, de los niños maltratados, del carro blanco que se los llevaba, del sastre que ya no veía.

Decías que había cambiado, oía que se lo repetías también a papá, enumerando las transformaciones físicas para demostrar también las otras. Se habían salvado las proporciones, las manos se habían alargado a la vez que las piernas. Había acentuado el defecto de los pies de pato, planos.

Comenzó la adolescencia de los pies. Durante cinco o seis años calcé zapatos especiales con plantillas de hierro para corregir la forma de la planta.

Cada año, en otoño, íbamos a renovar la plantilla, desgastada por el uso. El taller estaba en el viejo patio de una casa señorial, donde algunas tiendas ocupaban locales que antaño habían sido cuadras. Como el herraje de los cascos de un caballo, así era en mi mente aquella renovación periódica de las plantillas. El herrador se inclinaba de mala gana sobre mis pies y tomaba medidas. En sus escaparates había expuestos brazos, piernas y prolongaciones artificiales. Trataba sufrimientos y minusvalías atroces. Me avergonzaba de mí y de mi pequeña infelicidad cuando me sometía al anual herraje ante los otros niños sentados que esperaban sus utensilios. Siempre reinaba el silencio.

Ya era mucho que se lo pudiesen permitir, me decías tú, porque eran muy caros. Ya eran afortunados si podían añadir a su herida una prótesis, porque al menos intentaban caminar de nuevo. La poliomielitis había postrado de por vida a un pueblo de niños en Nápoles, en los años previos.

Me avergonzaba cada año dos veces: cuando me tomaban la forma de los pies y cuando volvíamos a ese patio para recoger el producto preparado. Sólo el dolor de los primeros pasos, de los primeros días antes de que el callo endureciese la piel sobre la nueva horma, sólo el modesto dolor me devolvía algo de dignidad frente a los otros niños.

Tú te irritabas por la incertidumbre de mis primeros pasos con el nuevo hierro y me recordabas los sufrimientos de cuantos soportaban constricciones mucho peores. También tú te avergonzabas ante otras madres y te molestaba cualquier muestra de incomodidad que yo pudiese dar. En la calle apretabas el paso, tirando de la mano a un hijo ya crecido, perplejo de sí y del espectáculo que daba.

Los pies se alargaron y yo crecí sobre pasos herrados y sobre un apoyo torcido que pasaría a constituir mi andadura oscilante. Desde entonces no supe caminar ligero. Me faltaron compás y equilibrio porque el pie reposaba en la parte externa. Cuando dejé de llevar esos zapatos me sentí adulto: todos los pasos dados con esas hormas me habían alejado, como si todos se hubiesen inclinado hacia una sola dirección. Es injusto, pero son impulsos que surgen solos en la mente de un muchacho. En vez de mostrarme agradecido por tu cuidado, desde el principio me pareció que esos hierros eran la cárcel en la que tenía que estar por no haber sido más inteligente. Eran los grilletes. Palabras mayores para decir que hay reclusiones menores en las que uno al final pasa mucho tiempo antes de liberarse. Porque es precisamente un acto repentino de voluntad el que decide el fin y uno se pregunta por qué no ha parado antes. Por lo que a mí respecta, digo que la voluntad es más insondable que el destino y que uno la ejerce en momentos tan bruscos y tan tontos que se resigna a esas manifestaciones de sí como a caprichos. Sabía que ya no era inteligente, no me iba bien en el colegio, así que interpretaba solo. Pero no había cambiado yo, sino todos, hasta tú, y yo no estaba capacitado para ser bueno en ese mundo imprevisto que estalló después de mis diez años. Yo seguía siendo el mismo, no conseguía demostrarlo, pero sencillamente era idéntico. Aún hoy reconozco pocas diferencias entre aquel niño y yo.

Me había quedado parado en el único sitio conocido. Todos habían seguido y marchado, todos iban más deprisa. Con los zapatos especiales caminaba despacio, me ladeaba un poco y confundía a cuantos se cruzaban conmigo, porque no entendían por dónde pretendía esquivarlos.

En aquellos años de la adolescencia me vino la calma. Hablaba poco pero tartamudeaba menos. Tropezaba en la inicial de la frase, sobre todo si era la ene, pero luego proseguía bien. Aunque alguien me interrumpiese, yo proseguía, sólo para mí, para acabar la frase. Dejé el juego de los objetos en equilibrio. Cuando me dio por reanudarlo me di cuenta de que ya no sabía hacerlo. En realidad no era yo el que lo había desaprendido, porque no recuerdo haberlo aprendido nunca, y me parece que lo he sabido desde siempre. No lo había perdido yo, el juego se fue de mí igual que había venido, como un duende amigo que acompaña a un niño durante un tramo de su vida y luego se marcha, callado, sin avisar. Me vino la calma, otra compañía.

No os gustaba esa novedad. Había que ir al colegio más rápido porque quedaba lejos, regresar corriendo para no llegar tarde a la comida, estudiar más deprisa. No era lento, sino tranquilo. Seguía mal a quien hablaba sin pausas.

Me atribuías indiferencia frente a mis deberes. Yo, en cambio, pensaba que había adoptado el paso adecuado para cumplirlos. No era suficiente, pero no se podía corregir con plantillas. Me instabas a que reaccionase con más empeño. Yo temía tus intervenciones, temía ser espoleado a otra soledad que consiste menos en el estar apartado que en verse escaso de recursos propios. La calma me fortificaba, y contraponía a tus incitaciones, en secreto, refutaciones abundantes.

Me ponías como ejemplo a un compañero de colegio. Despabilado hasta la desfachatez, destacaba incluso cuando no estudiaba por su habilidad en resaltar sus conocimientos. Pero yo crecía sin modelos capaces de suscitarme emulación. Hay pobres para los cuales no es una aspiración el rico. Hay pobres, de sustancia y de espíritu, renuentes al aliciente. Si desde el pupitre no respondía al profesor que me formulaba la pregunta que no había terminado el alumno de la tarima, no era por solidaridad. Nunca la sentí por los de mi edad. Era hostil a ese método de instigar a uno a superar al otro, por temperamento, no por convicción.

El mal que me enseñabas a reconocer veía que lo causaban las personas. Me cuidaba de no provocarlo, porque hasta el rubor que se ahorra a otro forma parte de las propias responsabilidades. No todos tuvieron una madre que explicase el mal.

La calma me aislaba. Eludía las densas rivalidades a las que estamos llamados a esa edad como mejor podía. La competencia, que según algunos lleva a distinguirse, a mí me demostraba lo contrario, pues producía comportamientos idénticos. Buscando un resultado, mis compañeros actuaban y reaccionaban de un modo parejo durante las densas pruebas escolares. No aprendían a sobresalir, aprendían técnicas de hostilidad. Pasaba lo mismo con sus gestos con las primeras chicas, que contaban con un código infalible y secreto para establecer quién era el mejor.

Me mantenía apartado por una maraña de obstinaciones que por entonces no tenían nombre, ni la forma de explicación a la que ahora trato de reducirlas.

Aparte de la calma, te molestaba mi despiste. Me dejaba absorber por las asonancias. En la mesa de Navidad la campanilla del tiovivo que movían las velas encendidas me evocaba el tintineo de las estaciones de los suburbios cuando se va a producir la llegada de un tren; en las estaciones, ese sonido me evocaba la mesa de Navidad. Muchas cosas que acababan en mis sentidos evocaban otro lugar. Estaba, y aún lo estoy, ausente muchas veces de una ausencia impenetrable.

Tú pensabas también que no tenía amor propio. Querías que tu hijo mostrase el carácter de quien quiere mejorar su lugar entre los demás. Te quejabas también de mi tardanza en interesarme por las chicas. Era un poco penoso. Era como la escuela, donde para progresar había que exhibirse, afrontar rivalidades, además de superar las vergüenzas. Yo no quería. Hubo alguna que me gustó mucho, pero le faltó tiempo para darse cuenta y pasaba los ojos a otro, luego a otro nuevo. También el amor iba deprisa. Era una edad, tal vez ahora aún sea igual, en la que había que hacerse distinto de sí mismo, para alcanzar una precisión de imagen. No era pues fútil, por mucho que nombradas esas costumbres parezcan poca cosa, pues juntas constituían el mundo de las personas y el acceso a ellas. Podemos movernos con agilidad o vacilar, como ante una multitud compacta. Peor para quien se quedaba mirando, bien sujeto a su pequeño sí mismo. Así, no hubo una chica que esperase en los años de colegio.

Las madres son susceptibles, no consienten a los hijos que se tomen libertades con el pasado. Lo evoco con exactitud en esta hora, tal vez no con verdad. Muchos pormenores no forman un recuerdo, muchos recuerdos no constituyen un pasado. No vaya yo a agraviarte: no había otro pasado que aquél. Te tocó un hijo no apto para los deberes que le tenías reservados, un niño confundido que acumulaba trozos de identidad en el juego del malentendido contigo.

Recuerdo el pasado con visos de plenitud, por una necesidad de pertenencia a algo, que es hacia lo que me empuja esta noche, hacia una procedencia.

También he tenido veinte años y recorrido despachos y he pasado frío en algunas antesalas, esperando que me llamasen. Me visitan los mismos fríos en esta hora de autobús y de nosotros en la fotografía. Un hielo olvidado sube por los pies, sin escalofríos, un hielo que me deja sin aliento, de esos hielos que se sienten sólo a los veinte años. Como salir acalorados de noche y encontrar fuera el invierno duro como una piedra, cerrado a la voz, y sentir que arranca el calor de encima, a pedazos, y, cuando uno ya está desnudo y vacío, sentir que empuja contra el corazón.

He tenido veinte años y el frío de las antesalas. De una, la más extraña, aún me acuerdo. Me presenté con muchos más a una pequeña prueba cinematográfica para un breve papel en una película. Sabía que iba a desarrollarse en un campo de prisioneros alemán. Cuando llegó mi turno, me dijeron que avanzase. Me encontraba en un escenario iluminado y en las butacas estaban los responsables. No podía verlos por la fuerte luz que me tapaba. Avancé arrastrando mi paso ladeado. Se esperaban una entrada marcial porque estaban examinando los papeles secundarios de los centinelas del campo. No podía saberlo. Se rieron. Desde la oscuridad de la sala llegaron risas antiguas, un ruido ya bien conocido. No me fui, no me sonrojé. Esperé que acabase, pero tardaba en moverme. Un hielo se había apoderado de mis piernas, como otras veces de mi lengua. Permanecí rígido y torcido, con los ojos abiertos escrutando la oscuridad, el vacío sobre sus cabezas, hasta que uno me preguntó si había hecho el servicio militar. No entendí la frase, no le respondí. Los hombres de la oscuridad habían esperado de mí el perfil de un centinela y se habían decepcionado hasta la risa. No me lo tomé a mal, no tenía nada que ver con su trabajo, sólo era el portador de aquel equívoco.

«Se puede ir», dijo por fin uno, vuelto el silencio, para despedirme. Para mis adentros respondí: «No he hecho nada».

Hice cuanto pude para mover las piernas heladas, y la voz repitió: «Se puede ir». Con paso marcial entraba otro candidato.

«No he hecho nada».

«No lo he hecho adrede».

También con mi mujer he seguido distraído en el vacío de estas frases triviales. Eran causa de confusiones, pero también de buen humor. «Me has amado siempre», me dijo una vez. Ya estaba enferma, y yo estaba a su lado y, sin prestar atención a las palabras, le respondí aquel «no lo he hecho adrede». Así que sonrió. Me gustaba cuando le daba por hacerlo. Era una glorieta imprevista en una calle, una animada plaza su sonrisa. Cerraba los ojos un instante y la retenía en la oscuridad, antes que se fuese. Cerraba los ojos para conservarla.

Cuando le gusté estaba cansada de los aventureros, llenos de viajes. En aquel entonces le asombraba que la abundancia de experiencias no produjese personas excelentes. Descubría en ellas frivolidades, inconsistencias. Nos conocíamos desde jóvenes, pero en aquel entonces me observó como si hiciese un encuadre. Un día, en un bar, tomé su expresión por una reprimenda y me acerqué con la intención de salir de dudas y le ofrecí algo. Sonrió. Cerré los ojos un instante más. Me agarró la mano, le pisé un pie.

—No lo he hecho adrede —le dije.

—No ha sido nada.

—Puedo también pisarte el otro.

—Ni se te ocurra.

Creía que yo era un poco guasón, pero era involuntario.

Que era capaz de atenciones, pero era improvisación.

La creí cuando me dijo que podía cansarse de mí, pero pese a eso quería que nos casásemos. La creí cuando me dijo que no saldría más de nuestra casa. Era tan joven cuando enfermó para morir y me dio sus llaves de casa apretándolas en mi mano.

«¿Por qué te casas con ella si no te quiere?», me preguntaste.

Me tranquilizaba precisamente el débil entusiasmo de ese matrimonio, la baja temperatura de su decisión. Le he temido al equilibrio sobre el que se apoyan los fuertes sentimientos, los ojos febriles que visten a la persona amada, luego la desnudan.

«Así está bien —te respondía—, su afecto es sincero».

«Es una mujer desengañada y tú eres un remedio para ella», decías.

Era para mí una mujer que se había hecho experta por muchas ligerezas cometidas y padecidas, pero no desilusionada. Yo no era para ella el aguachirle de un sueño malogrado, sino más bien los gestos lentos de un despertar. Representaba para ella la realidad que a veces es el descubrimiento de lo trivial bajo una luz mejor. Se sentía preparada.

Nuestra controversia sobre ella se desarrolló minuciosamente.

Tú decías cosas severas, tal vez ciertas, pero exagerando la verdad. Yo trataba de reparar tus frases, retocando las palabras que cedían a una denigración de las circunstancias. Cada una de nuestras discusiones sobre ella parecía una reunión política en la que había que redactar un comunicado conjunto.

Era una manía de tartamudo la de ser cuidadoso con el sentido de las palabras, donde no conseguía serlo con la letra.

En realidad, no era ella quien no te gustaba, sino que reprobabas mi comportamiento. Según tu opinión, mis demostraciones contenían siempre la señal de una condescendencia, de una excesiva adaptación. Eran ocasiones fallidas de demostrarse capaz de obtener más. Era cierto, no me han gustado las ocasiones, las repentinas oportunidades que afianzan las expectativas de los que creen en el destino, en la suerte o en el espíritu de iniciativa. Para mí, sólo fueron bruscos halagos, anuncios insolentes de loterías. Así que no aplicaba a las circunstancias una tolerancia, como decías tú, sino una veloz distracción, la de quien cambia de tema y se pone a mirar hacia otro lado. No te convencí. Cuando nos casamos tenía treinta años y no había conocido mujer antes de ella.

No tuvimos hijos por mi culpa, lo demostraron los análisis. Cuando comenzamos los trámites para una adopción, cayó enferma. Qué extraño es el tiempo de las enfermedades, tiempo no hecho de días ni de noches, domingos y estaciones frente a la ventana. Fue un transcurso de horas, algunas de descanso, y otras en las que en cambio el dolor trasegaba en el cuerpo sin tregua. Noches y mañanas se mezclaron en nuestro dormitorio, hasta no distinguirse. No quiso el hospital, en las últimas semanas rechazó al médico, aceptando tan sólo a una enfermera unos pocos minutos cada vez. Ya no tenía sueño, sino pequeños desvanecimientos de los que se despertaba peor, porque el mal se movía más veloz detrás de sus ojos cerrados. Donde estaba su sonrisa quedaban los hilos.

Los ojos veloces, que tenía siempre asomados y curiosos, empezaron a esconderse, retirándose en el pozo seco de las órbitas. Estaban lejos, miraban desde detrás de las cortinas. No los dejaba en paz, los buscaba, me pegaba más para que saliesen, todavía.

Adelgazaba, perdía peso, perdía palabras amargas, voces que no pedían nada, sólo ser oídas. Desaparecidos los ojos, vinieron las manos… Eran incansables, nerviosas, se agarraban a las mías durante horas. Había un nudo raro que enlazaba con sus dedos entre los míos, un nudo que mantenía cerrado y apretado incluso en el brusco desvanecimiento del sueño. «No te duermas —me decía—, espera», tales sus palabras en la oscuridad del mal, al final repetía solamente: «Espérame».

Cuando murió no me di cuenta. Dormía en la silla, las manos enlazadas con las suyas, mis ojos cerrados y los suyos abiertos hacia mí. Cuando solté los dedos de los suyos me quedé solo en el mundo.

Fue mi porción esa mujer que había venido hasta mí. Edificamos satisfacciones, migas de una fiesta menor pero continuada. Fue mi porción y no la cuidé. Estuvo poco conmigo, una breve duración en el transcurso de la vida, pero había venido.

He sido una persona en este mundo no sólo en los diez primeros años de la vida, sino también en los siete del matrimonio.

Ser en el mundo, por lo que he podido entender, es cuando se te confía una persona y tú eres responsable y al mismo tiempo tú eres confiado a esa persona y ella es responsable de ti. Siete años no fueron pocos. Aun cuando hubiesen sido la mitad o la mitad de la mitad, no habría sido poco. No podemos lamentarnos de la brevedad, no es justo, pero sí de la longitud. He tenido empacho de seguir viviendo. No siento dolor cuando veo el cielo alguna vez igual al de un agosto que pasamos juntos de vacaciones, pero me sonroja poder mirar, haber permanecido. Para mí se trata de esto, de ser el resto de algunas personas, de sus sustracciones. Cargo el vacío que me han dejado y, con las manos sujetas, siento que me mana la impaciencia y el impulso de dejar el tiempo de la foto y del autobús.

Ya la conocía de muchacho. Bajábamos a pie desde la colina por la mañana y en el paseo marítimo tomábamos el autobús que nos llevaba al colegio. Pasábamos por una calle privada cerrada por una verja que se abría de día. Así se cortaba un buen trecho.

Llegaba antes y esperaba a que el guardia abriese.

Durante un período también ella vino temprano. No nos habíamos presentado, pero nos veíamos casi todos los días, íbamos al mismo colegio. En la época de nuestros dieciséis años ya la cortejaban otros chicos. Nuestras relaciones eran sólo de saludo, cualquier otra frase se resistía a soltarse de mi boca. A lo mejor mis pocas palabras le parecían meditadas, a lo mejor le parecía más maduro. La piel de gallina y la delgadez lo permitían.

Quise esperar a que fuese ella la que buscase ocasiones de encuentro, me entusiasmé con esa fantasía. Pensaba que podía hacer algo, por una vez en mi vida conocí el apremio y la carcoma de la iniciativa. Confundido por la atracción, sentía el tiempo como un galope, cada mañana huía y yo me tragaba con la saliva las palabras más hermosas que no era capaz de decir. Desde el recodo de la curva miraba la verja. Me gustaba verla cerrada, quieta sobre sus goznes. Hay también verjas que unen, no sólo que dividen. La nuestra era vieja, desconchada pero todavía verde, tenía lanzas que aumentaban de altura hacia el centro. Cuando se abría emitía un sonido sordo y pesado. Decíamos buenos días más a ese ruido que al viejo guarda que lo movía con esfuerzo y no quería que lo ayudasen.

Cada cual tiene una verja en alguna memoria, cada cual se ha quedado fuera de un jardín. Así fue para mí cuando quise hablar. Le dije mis pobres palabras y mi esperanza entreverada de que fuesen iguales todas las mañanas del tiempo futuro y para mí quedase una verja donde detenerme con ella.

Las dije mal, tan rígidas, y se hicieron viejas en un instante.

No se me ocurrió una continuación, y sonrió turbada.

No volvió más a la verja.

¿Por qué las palabras eran tan arriesgadas, por qué era mejor el muchacho mudo que escudriñaba una boca desde la curva de la calle para verla fruncirse y sonreír? Hay personas a las que no puede lisonjear la intención, tan sólo el azar. El silencio conservaba en nuestro encuentro el beneficio del suceso fortuito. Era la complicidad requerida. Quien la desvela hace que no ocurra más. Lo sé, no tengo derecho a extraer estas reflexiones de tan débiles indicios, y además un muchacho empezó a llevarla en moto hasta el colegio. Podía haber cambiado de camino por muchos motivos, pero yo quise creer en una responsabilidad mía, atribuyendo a unas palabras mal surtidas consecuencias amargas. No es que crea que cada error se merece un castigo, no, no es eso, pues para mí el error que se comete contiene en sí mismo una penitencia, una disminución, sino que a cada fallo le corresponde una soledad.

No fui nunca más a la verja cerrada.

Ahora el autobús se remece, el cristal tiembla y tengo un escalofrío. Sigo viendo tu abrigo pesado, el bolso, pero no los ojos. Ya no sé si miras hacia mi lado. No se te ha consentido reconocer a tu hijo viejo, sólo has visto a un hombre que desde un cristal te miraba. La hora que llega para mí será una hora cualquiera de tu tiempo. Y sin embargo me la anuncias, quieta en una fotografía, quieta en los años, joven como yo jamás he podido serlo.

Sólo una vez coincidieron nuestros tiempos, fue cuando nací, volcado por tu bolsa. Tú me viste, yo estaba ciego. Es la hora opuesta, tú no me ves, yo sí. Hay un cristal y no me puedes oír aunque grite. Hay un cristal que te protege, hay un cristal en la muerte de cada cual.

El corazón se ensancha de golpe.

Cuando terminabas con tus reproches contra el mundo sentía que en el pecho disminuía una presión. Como entonces, ahora se suelta un nudo en la sangre. Es un dolor extraño, también un brusco alivio. Me entran ganas de levantarme. El autobús está abarrotado, las puertas están abiertas todavía. A lo mejor puedo salir. El dolor y el alivio me ponen de pie, el dolor y la prisa me empujan hacia las personas, cerradas en multitud compacta.

Hacia ellas, antes de que cierren las puertas, pido permiso y levanto los brazos para agarrarme a un apoyo. Se apretujan a mi alrededor, no franqueo sus ropas, me falta el apoyo, caigo, ahora caigo encima de ella, despacio, como resbalando, porque no hay un metro donde caer.

Las frases se traban en la boca, vuelvo al tartamudeo. Alrededor estalla un barullo, pero no son carcajadas, oigo gritos. También las voces se amontonan, el timbre, el corazón, abran, auxilio, cosas confusas que dice la gente. Se mueven sobre mí, me tocan el cuello, la camisa, ahí no está el atasco de mis palabras, qué hacen, me sacuden, me tiran de las piernas. Tengo los ojos a la altura de sus zapatos. Vuelvo a ver los pies desnudos de Massimo, que con pocas brazadas se va lejos. Mi corazón ahora golpea como sus brazos.

Todas las palabras caen hacia atrás, y yo voy a posarme en la arena del fondo.

Un domingo al volver a casa contaste que, en un autobús, habías visto morir a un hombre.