Llegó corriendo por el andén, con un elegante traje de tweed azul y una boina escocesa también azul gracias a la cual sus ojos de color azul ultramar parecían el doble de grandes.
—Cariño, aquí estoy. Soy yo, Ursula —exclamó mientras zigzagueaba como un jugador de rugby entre la gente, las maletas y los mozos.
Se lanzó a mis brazos, plantó sus deliciosos labios en los míos y se puso a hacer el zumbido que siempre emitía cuando se unían nuestras bocas. Todos los hombres del andén me contemplaron envidiosos y todas las mujeres contemplaron a Ursula con odio por ser tan radiante y tan guapa.
—Cariño —dijo por fin, apartando la boca—, te he echado de menos terriblemente.
—Pero si nos vimos por última vez anteayer —protesté, tratando de desengancharme de su férreo abrazo.
—Sí, pero, cariño, ayer resultó larguísimo —dijo, y volvió a besarme—. Ay, cariño, estar contigo en Londres en primavera. Es fabuloso —dijo.
—¿Dónde está tu equipaje? —pregunté.
—Lo trae ese mozo —respondió, señalando andén abajo, donde un mozo viejísimo pugnaba con cuatro grandes maletas, una sombrerera y una enorme jaula de latón que contenía un loro gris.
—¿Para qué diablo has traído un loro? —pregunté, complemente alarmado.
—Cariño, se llama Moisés y habla muy bien, aunque dice muchos tacos. Se lo he comprado a un marinero, de forma que supongo que se los enseñó él. Ya sabes lo groseros que son los marineros, cuando no son capitanes o almirantes. Estoy segura de que Nelson nunca decía tacos. O sea que quizá dijera maldita sea o algo así cuando perdió el brazo y el ojo, pero creo que eso es lógico, ¿no te parece?
Como de costumbre al entrar en contacto con mi novia favorita, empecé a notar que se iba apoderando de mí una sensación de irrealidad.
—Pero ¿para qué quieres un loro? En el hotel no lo puedes tener.
—No seas tonto, cariño, en el Claridge’s te dejan tener cualquier cosa. Es un regalo para el reverendo Penge, que está muy enfermo, el pobre.
Me eché a temblar. Evidentemente, era otra de esas obras de caridad de Ursula que siempre acababan en desastre, y yo me encontraba metido en ella. Dejé el tema del loro aparte por un momento y contemplé su montaña de maletas y la sombrerera.
—¿De verdad necesitas todo ese equipaje? —pregunté—. ¿O proyectas quedarte en Londres para siempre?
—No seas tonto, cariño, eso es sólo para tres días, y sabía que querías verme guapa —contestó—. Pero si apenas he traído nada, sólo lo mínimo esencial. Después de todo, no querrás que ande por ahí desnuda, ¿verdad?
—Me niego a responder a esa pregunta por temor a incriminarme —respondí.
Llegamos a la parada de taxis, el equipaje fue a su lugar y Moisés, en su jaula, fue instalado en el asiento de atrás. Al hacerlo, el mozo tuvo la imprudencia de decir «lorito bonito» a Moisés, que, con una claridad de dicción que raras veces he oído en un loro, dijo al mozo dónde podía irse y lo que podía hacer cuando llegase allí, sugerencias, ambas, geográfica y biológicamente imposibles.
—¿Crees que es prudente regalar este loro a un reverendo en mal estado de salud? —pregunté a mi hermosa compañera mientras el taxi se ponía en marcha hacia el Claridge’s.
Ursula volvió su magnética mirada azul llena de asombro hacia mí.
—Pues claro —dijo—, ¿no ves que habla?
—Bueno, ya sé que habla —observé—. Lo que me preocupa es lo que dice.
Como si le hubiera dado una entrada, Moisés abrió el pico y volvió a hablar:
—Ay Charlie mío, ay, otra vez, Charlie mío. Ay, cómo me gustan los achuchones. Je, je, je, nada como un buen achuchón.
—Ya ves a qué me refiero —señalé—. ¿Crees que este gesto amable que vas a tener es prudente?
—Bueno, tendré que contarte lo del pobre reverendo Penge —dijo Ursula—. Era el párroco de Portel-cum-Hardy, un pueblecito cerca de donde vivimos, y se metió en un lío terrible con el coro.
—¿Era un coro mixto o sólo de muchachos? —pregunté.
—No, no, eran sólo muchachos —me respondió—. Bueno, quiero decir que nadie se hubiera preocupado si hubiera sido sólo un muchachito del coro, pero naturalmente, cuando fue todo el coro, los del pueblo se enfadaron mucho. Como ellos dijeron, y creo que con toda la razón, hay límites para todo.
—¿Cuántos miembros tenía el coro?
—Bueno, creo que unos diez, pero no estoy segura —dijo ella—. Pero a mí me pareció que el párroco era un hombre muy agradable y que no deberían haberlo expulsado de la Iglesia.
—¿Fue eso lo que pasó? —pregunté, fascinado.
—Sí —me respondió un poco insegura—, o quizá, como la Iglesia es tan pura, lo que hicieron fue impulsarlo. No estoy segura. En todo caso, el pobrecito vive ahora en una habitación junto a King’s Road y me escribió una carta de lo más triste, contándome lo enfermo que estaba y que no tenía nadie con quién hablar, y por eso le compré un loro.
—Es evidente —dijo resignado—. ¿Qué mejor regalo para un párroco impulsado que un loro que dice tacos?
—Era lo único —dijo Ursula—. Después de todo, no le podía llevar un niño del coro, ¿verdad? Ten sentido común, cariño.
Suspiré.
—¿Por qué vas al Claridge’s y no a mi hotel? —pregunté.
—No me gusta tu hotel, cariño. Uno de los camareros huele a aceite de hígado de bacalao, y además papá siempre va al Claridge’s, es como el bar de la esquina —respondió.
Moisés encrespó las plumas y nos obsequió:
—Bájate las bragas, bájate las bragas, vamos a echar un vistazo —dijo.
—¿No crees que quizá hubiera sido preferible un niño del coro pequeño y poco hablador? —pregunté.
—No digas bobadas, cariño. En todo caso, aunque fuera poco hablador, podría ir a la cárcel.
—¿Si quién fuera poco hablador? —pregunté estupefacto.
—El niño del coro. Es lo que se llama abuso de mineros —me respondió—. Aunque nunca he comprendido qué tienen que ver los mineros con los niños del coro, porque los niños del coro son niños del coro y los mineros lo que hacen es sacar carbón de la mina.
Como de costumbre en cualquier conversación con Ursula, me quedé en tal estado de confusión que me pareció mejor dejar todo el tema y volver a empezar.
—¿Cuándo vamos a deshacernos de Moisés? —pregunté.
—Moisés sabe —dijo Moisés—. Moisés sabe, je, je, je, quítate los pantalones, buen muchacho.
—Mañana por la mañana. Pensaba llevárselo a primera hora —me respondió ella.
—A Moisés le gusta el cachondeo —señaló Moisés.
—Sigo pensando que con la obsesión sexual que tiene este loro, no es un regalo prudente —dije—. Podrías hacer que el reverendo Penge acudiera corriendo a la Catedral de San Pablo en busca de más niños de coro, incitado por la licenciosidad de Moisés.
—Que te ondulen —dijo Moisés, contemplándome con ojos resplandecientes.
—Cariño, el reverendo Penge no puede irse corriendo a ninguna parte —explicó paciente Ursula—, porque es muy viejo y está muy débil. No puede ponerse a perseguir a niños de coro. No podría correr tan rápido como ellos. Tendrían que llevárselos. Claro que no quiero decir que una quiera hacer eso, pero ya me entiendes.
—Sí —dije—. Lo único que me sorprende es que no le hayas regalado un perro pastor.
—¡Un perro pastor! —exclamó sorprendida—. ¿Para qué?
—Para reunir a los niños de coro —expliqué. Ursula me miró con severidad.
—Sabes, cariño, hay veces en que no parece que te tomes la vida muy en serio.
Contemplé sus cuatro maletas, su sombrerera y Moisés en su jaula, y después la miré hasta el fondo de sus hermosos ojos.
—Lo siento —dije contrito—. En el futuro trataré de ser menos frívolo.
—Estupendo, cariño —respondió—. Si lo intentas, te puedes tomar la vida tan en serio como yo.
—Haré todo lo posible —dije.
Me cogió del brazo y me dio un breve beso.
—Cariño, va a ser divino —dijo soñadora—. Tres días en Londres contigo… va a ser de lo más guay.
—A Moisés le gusta meter mano —dijo Moisés.
—Cariño, ya entiendo lo que dices —comentó Ursula pensativa—. Sí que parece muy obsesionado con las cuestiones corporales.
—No te preocupes —dije—. Supongo que lo mismo le ocurría al reverendo Penge. Estoy seguro de que se llevarán espléndidamente.
—Sabes, siempre me tranquilizas —comentó, apretándose contra mí y contemplándome con aquellos ojos enormes—. Siempre que siento dudas acerca de algo me digo: «¿Qué habría hecho Gerry?».
—Y después haces lo contrario —señalé.
—No, cariño, no seas modesto —dijo—. Todo lo que hago se basa en tus consejos.
Considerando que Ursula dejaba tras de sí, en sus esfuerzos por ayudar a la gente, más escabechinas que un dinosaurio en una tienda de porcelana, aquello no resultaba un gran elogio.
—De hecho —siguió diciendo—, hubo un momento en que pensé seriamente en enamorarme de ti, pero al final decidí no hacerlo.
—¡Santo cielo! —exclamé—. ¿Cuándo se me concedió esa gracia?
—Bueno, fue hace un tiempo, en la playa, bajo el muelle, cuando estábamos nadando y dijiste que tenía un culo como un botijo —respondió—. Me dolió mucho.
—Lo siento si herí tus sentimientos, hija mía, pero ya sabes que todos los buenos pintores pintaron cántaros y cerámica y les salían muy bonitos.
—¿Qué clase de pintores? —preguntó suspicaz.
—Bueno, algunos de los más famosos —dije, deseando no haber planteado el tema.
—¿O sea, como Boticelli? —preguntó.
—Sí —respondí—, pintaba los culos más bonitos del mundo y por eso lo llamaron así, y el tuyo le habría cautivado.
—¿De verdad, cariño? Qué maravilloso. Resulta muy agradable saber que hay un hombre en el mundo a quien le gusta el culo de una —dijo—. Ahora que lo pienso, no es frecuente que le adulen a una por su culo. Supongo que es porque siempre lo tiene una debajo. Es por eso del pudor. Supongo que por eso dicen esa frase de que no hay que confundir el culo con las témporas, porque si tiene una un culo como una témpora no le apetece enseñárselo a cualquier mindundi.
—Es un dicho muy antiguo —dije resignado.
En una ocasión había pensado en comprarle un diccionario a Ursula, pero deseché la idea cuando averigüé que desconocía la ortografía.
Cuando llegamos al Claridge’s nos abrió la puerta rápidamente el portero inmaculadamente enchisterado, que metió un dedo enguantado de blanco en la arandela de la jaula y la levantó. De inmediato resultó evidente que Moisés había estado disfrutando con el viaje en taxi y no le gustaba nada que se lo interrumpieran. El portero levantó la jaula para ver mejor al pájaro y estaba a punto de decir «lorito bonito» con una sonrisa cuando Moisés lo miró con sus ojos brillantes y dijo con una malevolencia asesina: «¡Hijo bastardo de una puta nacida en el arroyo!». Pronunció aquellas palabras con tal odio y claridad que el portero se echó atrás de un salto, como si hubiera pisado los dientes de un rastrillo.
Ursula salió del taxi con la velocidad y la agilidad de una anguila.
—Es muy amable que lleve usted a Moisés —sonrió, proyectando veinticinco mil vatios de su personalidad sobre el portero—. Es un loro, ya sabe, y sabe hablar muy bien. Por desgracia, tiene problemas con la vista: se trata de una enfermedad de los loros que se llama loritis y lo traemos a Harley Street para que le examinen la vista; se pasa el tiempo confundiendo a una gente con otra. Debe de haberle confundido a usted con alguien que no le gusta. Estará perfectamente cuando le hayan puesto unas gafas nuevas.
—A Moisés le gustan las rajas —señaló Moisés en tono amable.
Ante aquella extraña situación, para la que no le habían preparado sus estudios, el portero parecía estupefacto.
—¿Desea la señora que se le lleve esta ave habladora a su habitación? —preguntó por fin.
—Sí, por favor —dijo Ursula—, y todo este equipaje. Es usted muy amable. —Se dio la vuelta y metió la cabeza en el taxi.
—Se me olvidó traer la maldita funda de la jaula —dijo—. Cuando se le pone, no dice ni una palabra. Tendré que comprar otra. Adiós, cariño, hasta la hora de comer. A la una en punto en el Dorchester. Te quiero cantidad.
Me dio un beso y siguió al loro al Claridge’s. Ahora Moisés cantaba con buena y sonora voz de barítono: «María, ¡qué puñeta!, tiene una sola teta y pretende con eso criar al hijo. Y por más que el pedorro se cuelgue del pitorro, el pobre está cada día más canijo».
Indiqué al taxista la dirección de mi hotel y me recosté secándome la frente.
—Una señorita muy bien, jefe —dijo el conductor—. Bonita cara si me permite decirlo.
—Lo que tiene es mucho cuajo —observé amargamente.
El taxista rió.
—Y después ese loro —comentó—, es un cachondo. Casi me muero de risa. Eso sí que es un loro pornográfico, y no los demás.
—Sí, los dos juntos forman una pareja encantadora —respondí agriamente.
—Sí, señor —dio el taxista—, pero si yo tuviera que escoger así de golpe, escogería al loro.
—¿Por qué? —pregunté, un tanto ofendido ante ese desprecio implícito de los encantos de Ursula.
—Bueno, digamos, jefe —replicó—, que si el loro llega a ser demasiado siempre podría usted estrangularlo, pero la señorita, bueno, es demasiado guapa para estrangularla, ¿no es verdad?
—Sí —suspiré—, aunque más de una vez se me ha ocurrido.
Se echó a reír al tiempo que se detenía junto a mi hotel y se dio la vuelta para sonreírme.
—Le tiene enganchado, jefe, si me permite decirlo. Es como un perro callejero que nos llegó a casa. Voy y le digo a mi mujer: «Maldita la falta que nos hace un chucho, llévatelo a la perrera de Battersea», eso le digo. Pero la verdad, jefe, era tan simpático que no podíamos soportar la idea de que lo liquidaran. Así que todavía lo tenemos. Es lo que pasa con las mujeres —dijo filosóficamente—, que, una vez que te han enganchado, no puedes soportar la idea de verlas liquidadas, es un decir. Son tres libras, once chelines y seis peniques, jefe, por favor.
—Lo malo es —comenté yo al pagarle— que no hay perrera de Battersea a la que enviarla.
—No, pero siempre tiene uno su propia casa —dijo con una sonrisa—. Buena suerte, jefe.
Fui a mi habitación y dejé en la cama mi mejor traje y una camisa limpia, junto con una corbata más bien llamativa que mi cuñado me había traído como regalo imprevisto de Lisboa; me aseguré también de que no tenía agujeros en los calcetines y de que llevaba los zapatos limpios.
Llevar a Ursula a comer siempre resultaba una experiencia traumática, de forma que deseaba asegurarme de no cometer ningún solecismo social. Con los de ella ya era suficiente.
Llegué al Dorchester a la una en punto, y estaba ajustándome la corbata y esperando a que llegara Ursula cuando se me acercó corriendo el maestresala, a quien conocía de otras ocasiones.
—Buenos días, Sebastian —dije jovialmente.
—Buenos días, señor. La señora ya está a la mesa.
Aquello me pareció ominoso. Ursula nunca era puntual, y no digamos llegar antes de la hora. Sebastian me llevó a una mesa para cuatro, pero no se veía a Ursula.
—Creo que es posible que la señora esté en el tocador —manifestó Sebastian.
Me senté, acerqué la silla y mis pies tropezaron con algo que emitió un eco metálico. Levanté el mantel y, desde su jaula, Moisés me miró, hostil. Con dos palabras agudas me dijo lo que podía hacer. Se me heló la sangre en las venas. Sebastian, con la mirada en el techo, trataba sin éxito de ocultar una sonrisa tras un menú.
—¿Qué diablos es esto? —pregunté.
—Creo que se trata de un ave perteneciente a la señora —dijo Sebastian muy fino—, miembro de la tribu de los loros, según me dicen. La señora llegó con la jaula y pidió que la dejaran bajo la mesa. Según se me ha informado se llama Moisés. Cuando llegó al vestíbulo estaba, ejem, muy locuaz y, considerando su nombre, no empleaba un lenguaje precisamente bíblico.
—No hace falta que me lo diga —comenté amargo—. ¿Cómo diablos lograron traerlo hasta aquí sin que insultara a todos sus clientes?
—Con la ayuda de unas servilletas con que envolvimos la jaula —respondió Sebastian—. La señora dijo que la oscuridad tenía un efecto calmante y soporífero en el ave y cortaba su locuacidad, como parece ser cierto. Aparte de ese pequeño intercambio con usted no ha hecho ninguna observación desde que lo dejamos bajo la mesa.
—Pero ¿por qué, en nombre de Dios, lo ha traído aquí? —pregunté exasperado.
—Quizá me equivoque, señor, pero creo que la señora lo trajo como una especie de regalo sorpresa para usted.
—¿Regalo sorpresa? —gruñí—. No aceptaría yo este maldito pájaro ni por todo el oro del mundo.
—He de reconocer —empezó a decir Sebastian—… Ah, aquí viene la señora. Sin duda explicará la presencia de, ejem, Moisés, si se me permite llamarlo sencillamente así.
Le miré a los ojos chispeantes.
—Sebastian —dije—, la señora tomará un martini y yo un whisky doble con agua Perrier. Ah, y si tiene usted algo de cicuta, traiga una tacita para el loro.
Se inclinó y apartó una silla cuando se acercó a la mesa la razón de todas mis penas.
—Hola, cariño —exclamó—. ¿No te alegras de que haya llegado tan temprano?
—Los dos habéis llegado temprano —dije ominoso. Dio un respingo de culpabilidad.
—Ah, o sea que ya has descubierto a Moisés —dijo, tratando de adoptar un tono frívolo.
—Resultaría un tanto difícil no descubrirlo —dije agriamente—. Las puntas de estos zapatos tan limpios están rayándose bajo el peso de su maldita jaula, el izquierdo se está llenando rápidamente de arena y de lo que mis limitados conocimientos hortícolas me dicen deben de ser pipas de girasol. Claro que también puede ser fertilizante. ¿Por qué, si se me permite preguntarlo, tenemos que compartir la mesa con Moisés?
—Vamos, cariño, no te enfades conmigo. Me duele mucho cuando te enfadas y empiezas a gritar y a gruñir como Aquiles el tuno.
—Atila —corregí—. Estaba demasiado desanimado para corregir lo del tuno. Ursula me miró y los ojos se le llenaron de lágrimas. Dos, enormes y brillantes como estrellas fugaces, le bajaron por las mejillas.
—Cariño —dijo con voz ronca—, lo he pasado muy mal, así que no seas cruel conmigo —y cuando yo estaba a punto de apiadarme añadió—: Ni con el pobre Moisés.
En aquel momento llegaron las copas, lo cual me impidió decirle lo que opinaba del «pobre Moisés». Levanté mi copa hacia ella en frío silencio mientras que, desde aquellos manantiales que poseía «en cavernas inconmensurables para el hombre», permitió que le resbalaran por las mejillas dos lágrimas más de imposible tamaño.
En aquel momento, antes de que se me pudiera derretir el corazón ante aquella exhibición de pena (que yo sabía era totalmente espúrea), apareció Sebastian con los menús y la carta de vinos.
—Señor, señora —dijo inclinándose levemente al entregarnos los menús—, hoy tenemos cosas muy buenas. Los riñones de cordero a la parrilla están soberbios, las ostras Rockefeller son especialmente grandes y suculentas…
—¿Tienen ustedes loro asado? —pregunté—. Preferiblemente gris de Africa occidental.
Ursula se me quedó mirando.
—Los loros no se comen —señaló.
—Sí se comen si vive uno en Africa occidental —repliqué.
—En respuesta a su pregunta, señor —intervino Sebastian en tono calmoso—, no los tenemos en el menú. Se nos ha comunicado que son duros e indigestos y que tienen el lamentable efecto de hacer que uno hable en sueños.
Los dos nos echamos a reír y reinó la paz.
—Bueno, pues dime por qué estoy comiendo en el Dorchester con lo que mi amigo el taxista calificó de loro pornográfico —sugerí.
—Bien, cariño, logré llevarlo a salvo a mi habitación, aunque tuve que darle al botones una propina enorme porque Moisés lo llamó… bueno, no importa. En todo caso, quería salir a hacer unas compras, algunas cosillas que se me olvidó traer, además de fruta para Moisés. Entonces vi que tenía vacío el bebedero, pobrecito, y evidentemente tenía sed, así que le puse un vodka con agua tónica del minibar…
—¿Le pusiste qué? —interrumpí incrédulo.
—Un vodka con agua tónica, cariño. Ya sabes, esa cosa rusa que solían tomar los remeros del Polka. El marinero al que se lo compré me dijo que nunca bebía otra cosa. Bueno, pues debía de estar muriéndose de sed, el pobrecito, porque se lo tomó de un trago. Después se quedó medio dormido.
—No me extraña —observé.
—Así que le puse otra ración por si se despertaba y seguía teniendo sed…
—¡Otra! —proferí—. Hija mía, debes de estar loca.
—Pero ¿por qué? —preguntó Ursula asombrada—. O sea, a mí no me gusta el vodka, pero eso no es motivo para que no lo beba él. Después de todo no veo por qué tienes que empezar a ponerte como esa gente de la Liga de la Destemplanza que le dice a la gente lo que tiene que hacer.
—Exacto —respondí.
—Ese tipo de cosas es lo que induce a la delincuencia —explicó misteriosamente—, eso de ponerse a educar a la gente, que entonces va y se pone muy mal educada.
—Y después que lo dejaste ciego, ¿qué hiciste? —interrogué.
—¿Ciego? ¿Qué significa eso? —preguntó ella.
—Es una expresión; significa que le diste tanto de beber que perdió la visión.
—Pero es que no se quedó ciego —dijo triunfante—. Lo único que le pasó es que se cayó al fondo de la jaula. Me dio un susto. Creí que se había muerto hasta que lo oí roncar.
—¿Y después? —pregunté fascinado a pesar mío.
—Bueno, pues fui a Fortnum and Mason a buscarle la comida.
—¿Fortnum and Mason? ¿Por qué no fuiste a cualquier frutero de la calle?
—Ya, y que me vieran entrar en el Claridge’s con una serie de bolsas de papel marrón… cariño, ten un poco de sentido común.
—Bueno, pues no pareció que te importase entrar en el Claridge’s con una jaula metálica dentro de la cual había un loro que cantaba canciones obscenas —señalé.
—Pero eso es distinto, cariño, es un pájaro. Sabes que a todos los ingleses les encantan los animales.
—Te apuesto a que Moisés sería una excepción —comenté—. Pero sigue. ¿Qué compraste en Fortnum?
—Bueno, naturalmente tenían frutas y frutos secos, pero le compré una caja muy grande de bombones de licor, porque sabía que le gustarían. Pero ¿sabías, cariño, que Fortnum se jacta de que tiene todo lo que hay en el mundo?
—Eso dicen —asentí.
—Bueno, pues los he pescado. No tenían las dos cosas que según el marinero le gustaban más a Moisés —dijo.
—¿Qué cosas?
—Bueno, el marinero dijo que siempre le habían gustado los conejos y las pechugas.
Si hubiera podido ponerle las manos encima en aquel momento al viejo lobo de mar, su vida habría corrido un grave peligro.
—¿Y? —pregunté.
—Pues me dijeron que los conejos no estaban en temporada. No sabía que tuvieran temporada, cariño, ¿y tú?
Aunque, ahora que lo pienso, todos esos agujeritos que tienen deben de ser de cuando les pegan un tiro, o sea, como las perdices.
—¿Y lo otro?
—Bueno, pues creo que el hombre no entendió lo que le quería decir, porque me envió a una tienda de ropa interior.
—¿Y después que pasó?
—Pues que volví en taxi al hotel. Pregunté al taxista si sabía dónde podía conseguir conejos y pechugas y me dijo que por su parte no conocía más que los pertenecientes a su mujer y que les tenía mucho cariño. Le pregunté dónde se conseguían y me dijo que eran hereditarios. Bueno, pues llegué al Claridge’s y el recepcionista me dijo que el director quería verme. Es amigo de papá, así que creí que quería darme unas flores o algo así. Le dije que lo vería en mi habitación al cabo de cinco minutos.
Hizo una pausa y contempló la copa vacía. Pedí que le trajeran otra.
—Claro que en el momento en que salí del ascensor me di cuenta inmediatamente de por qué me quería ver el director.
—¿Moisés?
—Sí. Se había despertado y estaba cantando las canciones más terribles que te puedas imaginar, y se le oía de un extremo a otro del pasillo. Eché a correr hacia la habitación, pero con los nervios se me cayó la llave y, cuando me incliné a recogerla, se me cayeron todos los paquetes de la bolsa, se rompió la de las naranjas y comenzaron a rodar naranjas por todo el suelo. En aquel momento llegó el director.
Sorbió su nuevo martini y me miró lacrimosa.
—Te digo, cariño, que en mi vida me he sentido tan avergonzada. Allí estaba el director del Claridge’s y yo, de rodillas, recogiendo naranjas, y dentro de la habitación estaba Moisés que aullaba una canción repulsiva que hablaba de una chica con el culo del tamaño de una b-b-b-bañera.
Mantuve un gesto grave, pero por dentro me reía como un loco ante la imagen que me sugería su relato.
—Bueno, pues entramos en la habitación y, gracias a Dios, Moisés dejó de cantar. Se limitó a mirar un momento al director y después dijo que era un hijo de zamba. Cariño, ¿qué es una zamba? Nunca lo había oído. ¿Es como una samba?
—Algo así —dije—. Se inventó en algunos puertos para… para… para distraer a los marineros y hacer que se olvidaran del tiempo que no veían a sus mujeres.
—Ah —dijo, rumiando aquella inverosímil explicación—. Bueno, en todo caso, el director estuvo de lo más amable. Dijo que no le importaba que tuviera a Moisés en la habitación, que lo malo eran todos aquellos juramentos y canciones. Había recibido tantas quejas de los otros clientes que tenía que pedirme que sacara de allí el pájaro. Entonces lo traje al Dorchester. ¿Qué otra cosa podía hacer? Vino cantando todo el camino y le llamó al taxista algo que no voy a repetir. En el vestíbulo se puso muy mal educado, así que dije que me trajeran un vodka con agua tónica y mientras se lo bebía le tapamos la jaula con servilletas, lo trajimos corriendo aquí y lo pusimos debajo de la mesa. Desde entonces se ha estado portando muy bien.
—Cariño —señalé—, creo que tu idea de regalarle un loro al reverendo Penge fue muy bienintencionada. Pero ¿no crees que cuanto antes le lleves su regalo mejor para todos?
—Ay, desde luego —respondió—. Eso es lo que estaba haciendo cuando llegaste, telefoneando a Pengey (le gusta que le llamen así) y le dije que le llevaríamos su regalo esta tarde y está encantado.
—Bueno, demos gracias a Dios. Espero que no le dijeras de qué se trataba.
—Ah, no, cariño. Quiero que sea una sorpresa —replicó.
—Desde luego que va a serlo —asentí.
Pasamos la comida bastante nerviosos, porque a dos mesas de distancia había una señora que poseía una risa aguda y penetrante. Cada vez que oía algo divertido y soltaba aquella risa de trompeta, los dos pegábamos un salto convencidos de que era Moisés que empezaba a cantar. A Ursula le dio el hipo y tuvo que pedir un vasito de vinagre, que, según ella, era el único remedio conocido para esa enfermedad. Cuando terminamos, nos enfrentamos con el problema de sacar a Moisés y su jaula del restaurante. Dos camareros, supervisados por Sebastian, se agacharon bajo la mesa y envolvieron la jaula en servilletas. Creo que uno o dos de los clientes se preguntaron qué pasaba. Por fin lograron envolver la jaula con sus batistas. La levantaron y los seguimos, como un cortejo funerario tras un ataúd en forma de cúpula envuelto en tela blanca. Todo fue bien hasta que uno de los camareros tropezó con la pata de una silla, trastabilló y dos de las servilletas resbalaron y cayeron al suelo. Moisés lanzó a la concurrencia una mirada.
—Jodíos glotones —observó con una voz penetrante que hizo que todos los ocupantes de la sala dejaran de hacer lo que estuvieran haciendo y centraran su atención en nosotros—. Joputas glotones —añadió Moisés, sólo para demostrar que no había agotado la décima letra del alfabeto.
—Llévenselo de aquí, rápido —susurró Sebastian.
Salimos todos huyendo precipitadamente, en el momento en que Moisés empezaba a cantar. En la recepción encontré un ejemplar de The Times que se había dejado alguien, lo doblé en dos, lo crucé, hice un agujero en el medio para la arandela de la jaula y tapé con él a Moisés en el momento en que empezaba la segunda estrofa de «Judy O’Kelly».
—Parece ser una mascota problemática, si no le importa que lo comente, señor —dijo Sebastian con una sonrisa.
Moisés se había callado.
—Va a ir a una buena casa —dije—. Va a vivir con un cura.
—No tenía idea de que la Iglesia se estuviera haciendo tan liberal —respondió—. Deben de ser los tiempos que corren.
Apareció Ursula, procedente del baño de señoras, con dos grandes bolsas de la compra.
—Gracias por su tolerancia y su ayuda —dije a Sebastian.
—Vuelvan… —empezó a decir, y después se detuvo.
—Si iba a usted a decir «vuelvan los tres cuando quieran», no lo haga —comenté—. Basta con uña vez en la vida.
Metí a Ursula y Moisés en un taxi y di la dirección del reverendo Penge.
—Cariño, ha sido una comida maravillosa, muchas gracias —dijo ella, dándome un beso—, y gracias por ser tan amable con el pobre Moisés.
Mientras hablaba, iba buscando en sus bolsas de la compra, examinando el contenido.
—¿Qué llevas ahí? —pregunté.
—Bah, unas cosillas para el pobre viejecito —respondió—. Un par de botellas de whisky, porque sé que le gusta tomarse una copita y estoy segura de que no se lo puede permitir. Después, algo de comida para Moisés con su bebida favorita y algo de lectura para Pengey, pobrecillo.
Sacó The Times, el Telegraph, el último ejemplar de Vogue, un ejemplar de Punch y, no daba crédito a lo que veía, un ejemplar de Playgirl.
—¿Y por qué le has comprado eso? —pregunté.
—Mira, cariño, es parte de mi plan para redebilitarlo, hacer que cambie de actitud. Tendría que empezar a pensar más en el sexo opuesto y menos en el suyo. Y por eso le compré el Vogue y esto, para que viera lo que se estaba perdiendo.
—¿Has visto alguna vez el Playgirl? —pregunté.
—No —respondió—. Es una de esas revistas de chicas, ¿no?
—Ábrela —dije muy serio.
Quizá fue una pena que lo abriese por las páginas centrales, en las que se veía a un joven muy desnudo, muy viril y muy alto en toda su gloria.
—Ay, Dios mío —exclamó horrorizada—. Ay, Dios mío.
—Sí —dije—. No es precisamente lo más acertado para redebilitar al viejo Pengey, ¿verdad?
—Ay, cariño, gracias al cielo que te diste cuenta. Claro que no puedo dárselo. Pero ¿qué voy a hacer con él?
—Llévatelo al Claridge’s y se lo das al director —sugerí.
No me volvió a dirigir la palabra en el resto del recorrido y dejó la ofensiva revista en el taxi.
La residencia de Penge, si así puede llamarse, era una de esas espléndidas mansiones antiguas que son como una caja de zapatos puesta de pie, con dos habitaciones por piso. El reverendo, según descubrimos, ocupaba las dos habitaciones del ático, así que subimos cuatro pisos de escaleras para llegar a su mansión. Las bolsas de la compra de Ursula y la jaula de Moisés iban pesando más a cada escalón. Por fin, jadeantes, llegamos a una puerta en la cual había pinchada una tarjeta, bastante patética, que decía: «Reverendo Mortimer Penge, lecciones de inglés XXX y lecciones de la Biblia (Iglesia Anglicana).»
Ursula llamó y el reverendo Penge abrió la puerta. No era lo que yo esperaba. Tenía el aspecto de una judía verde privada de luz durante sus años de formación. Se curvaba igual y tenía el mismo color de piel troglodítico, blanco verdoso. Llevaba unas grandes gafas de concha, un jersey de cuello vuelto a rayas moradas y blancas y unos pantalones de franela gris. Tenía el pelo blanco totalmente despeinado y las manos en el pecho, como un conejo sentado, colgando como si tuviera rotas las dos muñecas.
—¡Ursula! —exclamó—. Hija mía, es sencillamente divino verte.
La besó castamente en la mejilla.
—Te presento a Gerry —dijo Ursula.
—Gerry…, qué nombre tan atractivo y qué persona tan atractiva —dijo moviendo las pestañas al tiempo que me miraba—. Eres una chica muy, muy afortunada. Pero, por favor, entrad. Entrad en mi humilde residencia.
Su humilde residencia consistía en dos habitaciones, una dividida en una cocina y una ducha diminutas, y la otra que servía de cuarto de estar-dormitorio, con dos butacas bulbosas, una alfombra raída, un estrecho sofá-cama y, debajo de él, según vi con gran alegría, un enorme orinal Victoriano, decorado elegantemente con guirnaldas de amapolas y nomeolvides. Por la ventana vi que el reverendo tenía una bonita vista de un parque pequeño, con plátanos, arriates de flores primaverales, un estanque con patos y bancos en los que sentarse.
Ursula fue sacando sus regalos uno por uno, y a cada uno el reverendo quedaba más encantado y lloraba más de alegría. Por último, Ursula preparó un vodka con tónica de generosas proporciones, levantó un borde del Times y lo vertió en el bebedero de Moisés. Dejó que pasaran unos instantes y después, como un prestidigitador en una función, levantó el Times y reveló, ante la asombrada mirada del reverendo, cómo Moisés apagaba su sed.
—¡Un loro! —jadeó el reverendo—. Ah, siempre he querido tener un loro. ¿Sabe hablar?
Como en respuesta, Moisés dejó de abrevar el celestial liquido ruso para contemplar al reverendo Penge.
—Hola, mariconazo —dijo Moisés, y después volvió a entregarse a la tarea de beber hasta caer en un estupor alcohólico. El reverendo Penge se puso a reír, reír y reír, hasta exclamar:
—Ay, mi querida Ursula, no podrías haberme traído nada mejor —graznó.
—Bueno —dijo Ursula, evidentemente encantada—, decía usted que quería tener a alguien con quien hablar.
—Eres una santa, querida mía, una auténtica santa —dijo el reverendo. Yo pensé, sombrío, que si hubiera sufrido tanto como yo desde que recogí a Ursula en la estación aquella mañana, quizá se hubiera pensado dos veces lo de la santidad. Nos quedamos charlando un rato y bebimos un whisky (que el reverendo insistió en abrir) servido en un vaso, una taza mellada y otra de latón, y después nos despedimos.
Los días siguientes fueron magníficos. En aquella época Londres era una ciudad maravillosa, pese a estar destrozada por la guerra. Estar allí en primavera con una novia encantadora era el sueño de cualquier joven, pero pocos conseguían hacerlo realidad. Me volví a Bournemouth muy satisfecho.
Diez días después sonó el teléfono.
—Cariño, soy yo, Ursula.
—¿Cómo estás, encanto? —pregunté, sin ninguna sensación de un desastre inminente.
—Ah, yo estoy perfectamente. Pero, cariño, querría pedirte un favor. Es terrible, terriblemente importante. Por favor, dime que sí, cariño, y después te diré de qué se trata. ¿Lo prometes?
Yo hubiera debido conocer ya a Ursula.
—Naturalmente —respondí, esperando algún recado trivial.
—Bueno —dijo lentamente—, ¿te acuerdas de Moisés?
Me dio un escalofrío.
—No —grité al teléfono—. No. No quiero tener nada que ver con ese maldito pájaro. No, no y no.
—No maldigas, cariño —dijo ella—, y en todo caso ya lo has prometido, así que ahora tienes que hacerlo. Déjame que te diga lo que ha pasado. Pengey está en la cárcel.
—¿En la cárcel? ¿Por qué?
—Bueno, me temo que en parte es por culpa de Moisés —dijo—. Mira, Pengey se ha dedicado a sacarlo, metido en la jaula, a ese parquecito y sentarlo en un banco. Y entonces Moisés se ponía a hablar y empezaban a acercarse muchachos.
Gemí.
—Entonces Pengey le preguntaba a uno de los chicos si quería ver cómo el loro hacía acrobacias, y naturalmente el chico decía que sí, y entonces Pengey le decía que tenía que subir a su piso porque no lo podía sacar de la jaula por si se echaba a volar, y entonces el chico subía al piso con Pengey… y ya te puedes imaginar lo que ha pasado.
—Demasiado bien —comenté—. ¿Cuánto le han metido?
—Dieciocho meses —dijo Ursula—, y, cariño, estoy preocupadísima por el pobre Pengey, pero también preocupadísima por Moisés, pobrecito. No tiene nadie que le hable y le quiera y le dé comida y vodka. La patrona dice que no está dispuesta a seguir teniéndolo allí porque habla tan mal que su marido se pone nervioso.
—¿Qué es su marido? ¿Obispo?
—Estibador, creo —dijo Ursula—, pero no se trata de eso. Hay que rescatar a Moisés y por eso te llamo.
—Bueno, mira… —empecé a decir.
—Cariño, lo has prometido y si no lo cumples no te volveré a dirigir la palabra. Iría yo misma, pero es que estoy organizando una fiesta benéfica.
Suspiré.
—Muy bien, voy a ir —dije—, pero es la última vez que te prometo algo.
—Cariño, te quiero muchísimo. Eres el tío más divino que conozco.
—Soy el tío más idiota que conoces —señalé.
Así que allí fui. El viaje en tren con Moisés fue frenético. Se me había olvidado el vodka, de forma que no paró de hablar, hasta el punto de que el revisor, metodista estricto, tenía a la policía esperándome en la estación central de Bournemouth. Tuve que dar una serie de explicaciones, pero conseguí que en el vagón restaurante me dieran algo de vodka y, mientras yo discutía con el revisor y la policía, Moisés fue absorbiendo aquel néctar celestial a toda la velocidad que podía. Yo no hacía más que pensar cuánto alcohol haría falta para matar a un loro y esperar que el que había comprado fuera suficiente.