Los vestidos de la señorita Booth-Wycherly

Si me enteré del asunto de los vestidos de la señorita Booth-Wycherly —y del efecto desconcertante que tuvieron en un grupo tan variado de seres humanos, desde los habitantes de San Sebastián hasta las Hermanitas de la Inocencia y los croupiers de Montecarlo— fue porque casualmente yo había conocido a la señorita Booth-Wycherly.

Todos los años, cuando voy a mi casita del sur de Francia para escribir algo, siempre me desvío del camino y paso unos días en Montecarlo con dos amigos, Jean y Melanie Schultz. Jean es un banquero suizo retirado, con bigote de bandolero y unos picaros ojos azules, dotado de una fortuna considerable, y Melanie es una chica estadounidense preciosa, una de esas chicas esbeltas de largo pelo negro y un perfil que hace a los muchachos volverse a mirar boquiabiertos. Yo los quiero mucho a los dos y ése fue el único motivo por el cual, cuando manifestaron el deseo de ir al casino una noche mientras yo me alojaba con ellos, acepté sin mucha gana.

No soy jugador. Aprendí a temprana edad que para jugar con éxito hay que poseer un determinado tipo de Karma. Si yo apuesto por un caballo o por un perro, inmediatamente contraen la glosopeda o la rabia. Si juego al negro en la ruleta, sale el rojo con una malevolencia positivamente maoísta. Había aprendido por amarga experiencia que si apostara con alguien que el cielo está azul inmediatamente se pondría negro de nubes de tormenta. En consecuencia, había llegado a la conclusión de que la Naturaleza no me había diseñado para apostar, y nunca lo hacía. Sin embargo, mis amigos no tenían esas inhibiciones y, muy contentos, se pusieron a vaciar sus cuentas bancarias.

Al quedarme solo me dediqué a pasear y a contemplar a la gente que jugaba, una maravillosa variedad de individuos que iban desde un jorobado diminuto que parecía gitano a una rubia esbelta que acababa de salir de las páginas del Vogue, pasando por un negro de frac con una cara tan impasible como una estatua de la isla de Pascua y un hombre enormemente gordo cuya cara amoratada y estertorosa respiración proclamaban que lo más probable era que muriese a la mesa. Pero incluso en medio de aquella multitud variopinta la señorita Booth-Wycherly resultaba notable y atrajo mi atención.

Era una mujercita frágil cuya piel de la garganta colgaba en pliegues y frunces como una cortina. La cara era una red de finas arrugas, como un mapa en relieve de la desembocadura de algún gran río. Tenía una nariz prominente y ganchuda como el pico de un águila. Sus ojos eran azules, de un azul aguado y difuminado, como vincapervincas desteñidas, y en el izquierdo llevaba un monóculo sujeto por una larga cinta de moaré. Su atavío era increíble. Sin duda había sido diseñado y confeccionado en algún momento de comienzos de los años veinte. El vestido de noche era de terciopelo escarlata con botones dorados de filigrana y mangas largas. Llevaba un sombrero de terciopelo escarlata adornado con plumas amarillas de avestruz y la piel de algún animal que parecía no haber sido descubierto todavía por la ciencia. La misma piel llevaba al cuello, en los extremos de las mangas y en la costura del vestido. Del cuello de tortuga le colgaban varias cadenas largas de cuentas multicolores y, en la parte del vestido que era de suponer le cubría el pecho, llevaba prendida una gran rosa de raso amarillo. Sus manos, que parecían estar formadas por las ramitas muertas y frágiles de algún árbol exótico, tenían una forma muy bonita, y las manejaba diestramente al manipular su colección de fichas. Llevaba un leve toque de pintura en los ojos, de colorete en las mejillas y de lápiz de labios en la boca, pero no lo suficiente como para convertirla en un viejo payaso. Cuando sonreía a los croupiers, mostraba una excelente y blanca dentadura postiza. Consideré que tendría algo más de setenta años y me sorprendió averiguar más tarde que tenía ochenta y dos. A juzgar por su atroz acento en francés, era inglesa.

Tenía ante sí en la mesa un cuadernito en el cual anotaba cuidadosamente los números que salían. Utilizaba esa cosa temible conocida como «sistema». Casi todos los jugadores compulsivos (el juego compulsivo es una enfermedad, igual que el alcoholismo) tienen un sistema al que se aferran con fe ciega. El hecho de que el sistema no funcione no importa; les infunde tranquilidad, igual que una pata de conejo, y tiene aproximadamente el mismo valor. Pierden diecinueve de cada veinte apuestas, pero la que ganan demuestra que su sistema es infalible. A los jugadores compulsivos, a diferencia de los normales, se los podía distinguir con facilidad. Vigilaban fanáticamente la bolita que tableteaba, mortífera, al girar en torno a la rueda, y adquirían unas expresiones intensas, de aves de rapiña, cuando aquélla iba parándose con un tintineo y por fin se quedaba descansando en un hueco numerado. Dejaban escapar el aliento con un largo suspiro, como quien llega a la conclusión de una bonita pieza musical y, si habían ganado, lanzaban miradas de triunfo con los ojos brillantes y dirigían sonrisas resplandecientes a los demás jugadores y a los croupiers impasibles. Si habían perdido, se dedicaban a anotar los números a fin de perfeccionar sus sistemas, moviendo los labios como si rezaran en silencio.

La señorita Booth-Wycherly era la jugadora compulsiva por excelencia. Redactaba copiosas notas, organizaba sus fichas en hileras, como húsares listos para el ataque, y tamborileaba sobre ellas constantemente con sus uñas bien pintadas. Hacía su apuesta con el aire de quien sabe que va a ganar, y después, cuando la bolita se lanzaba a uno de sus viajes circulares como los del muro de la muerte, se apretaba el monóculo todavía más contra el ojo y contemplaba la rueda como si pudiera hipnotizar a la bola para que cayera en el número adecuado. Pero no era su noche y, mientras yo la miraba, su pequeño batallón de fichas, su ejército particular, fue disminuyendo víctima de la mala suerte hasta que por fin no le quedó ninguna. Me pregunté si era la luz o mi imaginación lo que me había hecho pensar que había ido poniéndose cada vez más pálida con la pérdida de cada ficha, de forma que ahora el colorete le brillaba en las mejillas y le daba la apariencia de tener fiebre.

Se levantó con mucha elegancia de la mesa e hizo una inclinación al croupier, que se la devolvió inexpresivo. Después fue saliendo lentamente de la sala. La seguí. Cuando llegó al gran vestíbulo de entrada, de columnas de mármol, de pronto se tambaleó y alargó una mano para agarrarse a una de ellas. Por suerte, yo estaba cerca y me adelanté rápidamente a tomarla del brazo. La carne, lo que quedaba de ella, era fláccida y sin músculo, y se le notaba el hueso del brazo, que parecía tan frágil como un pedazo de carbón. Emanaba un extraño olor que me sorprendió; no era perfume, sino algo familiar. No logré recordar lo que era.

—Muy amable —murmuró, tambaleándose—. Muy amable. Debo de haber tropezado. Qué estupidez.

—Siéntese un momento —dije, llevándola hacia un barroco sofá que había al lado. Se acercó guardando un precario equilibrio y después cayó en él como una muñeca colocada descuidadamente. Cerró los ojos y después se echó hacia atrás. Ahora el colorete, el lápiz de labios y la pintura de los ojos destacaban como letreros de neón en medio del blanco lechoso de la cara arrugada. Del ojo se le había caído el monóculo, que ahora yacía sobre su pecho jadeante. Le tomé el pulso, que era constante, aunque débil. Llamé a un camarero que pasaba.

—Traiga un coñac para madame, rápido —pedí.

El camarero echó una mirada a la ruina arrugada con su vestido de terciopelo escarlata y se marchó corriendo. Volvió con encomiable rapidez y con una copa que contenía una generosa ración de coñac.

—Beba algo de esto —dije, sentándome a su lado—. Le sentará bien.

Abrió los ojos, buscó su monóculo y después, tras un par de tentativas fallidas, logró ponérselo en el ojo.

—Joven —dijo, irguiéndose indignada—, yo nunca bebo.

Volví a percibir aquel extraño olor que despedía. Era su aliento y de pronto comprendí lo que era. Alcohol metílico. La anciana era bebedora, además de jugadora.

—Normalmente, madame, no la insultaría ofreciéndole a usted una bebida fuerte —dije para tranquilizarla—, pero parecía estar usted un poco mareada, sin duda por el calor, y he pensado que esto, tomado puramente por su virtud medicinal, podría sentarle bien. —Me contempló a través del monóculo, que tenía el absurdo efecto de hacer que un ojo pareciese mayor que el otro, y después examinó la copa de coñac.

—Bueno —dijo—, si es medicinal, desde luego la cosa cambia. Papá siempre solía decir que un sorbo de coñac era mejor que toda Harley Street.

—Estoy de acuerdo —dije alentador.

Me quitó la copa de la mano y se la bebió de un trago. Después tosió, sacó un pañuelito de encaje y se secó la boca con él.

—Calienta —dijo, cerrando los ojos y echándose hacia atrás—. Calienta mucho. Papá tenía razón.

Dejé que se quedara sentada un momento para que el coñac hiciera su efecto. Al cabo de un rato abrió los ojos.

—Joven —dijo con la voz un poco pastosa—, tiene usted toda la razón. Ha hecho que me sienta muchísimo mejor.

—¿Quiere usted otro? —pregunté.

—Bueno, no sé si debiera —dijo muy prudente—, pero quizá una gotita.

Llamé al camarero, que trajo otro coñac. Apareció con la rapidez milagrosa del primero.

Madame —dije—, dado que se siente un tanto débil, ¿me autoriza para llevarla a usted a su casa? —Me moría de ganas de saber dónde vivía durante el día aquella extraordinaria reliquia.

Abrió los ojos y me contempló fijamente.

—¿Es que lo conozco? —preguntó.

—Por desgracia, no —respondí.

—Entonces es una sugerencia de lo más incorrecta —comentó—. ¡De lo más incorrecta!

—Pero no lo será si yo me presento —dije, y procedí a hacerlo.

Inclinó la cabeza con gesto aristocrático y me alargó la frágil mano.

—Yo soy Suzanna Booth-Wycherly —dijo, como si estuviera anunciando que era Cleopatra.

—Encantado —dije gravemente, y le besé la mano.

—Por lo menos, tiene usted modales —admitió de mala gana—. Bien, si lo desea, puede usted acompañarme a casa.

Llevar a la señorita Booth-Wycherly escaleras abajo, por el vestíbulo y los escalones fue toda una hazaña, dado que los dos coñacs ya habían hecho su efecto y, además de afectar perjudicialmente a sus piernas, desencadenaron un torrente de recuerdos, para relatarme cada uno de los cuales tenía que hacer una pausa. En el tercer escalón se acordó de cómo papá la había llevado allí la primera vez, cuando murió mamá en 1904, y describió con gran detalle a los que estaban presentes. Mujeres tan multicolores como una bandada de periquitos con sus preciosos vestidos, joyas centelleantes en tales cantidades que cegarían a un pirata, todos los hombres tan guapos, todas las mujeres tan atractivas; parecía que ya no criasen mujeres atractivas. No como cuando ella era una muchachita, cuando todo el mundo parecía atractivo. Al pie de las escaleras recordó a un joven especialmente guapo de quien se había enamorado, que había jugado y perdido y que, al salir, se pegó un tiro. Gesto tan innecesario, dado que papá le habría prestado el dinero, como poco considerado, ya que los criados habían tenido que limpiar la porquería. Papá siempre decía que a las clases inferiores había que tratarlas con consideración y que no se debía dar a los criados un trabajo innecesario. A mitad del vestíbulo recordó cuando el rey Eduardo había visitado Montecarlo en 1906 y cómo se lo habían presentado; era un auténtico caballero. El torrente de recuerdos continuó por los escalones, el jardín delantero e, ininterrumpidamente, durante el viaje en taxi a una de las partes menos saludables de Montecarlo. Allí el taxi se detuvo en un callejón situado entre dos altos edificios antiguos cuya pintura iba descascarillándose y con unas persianas descoloridas y llenas de ampollas del sol.

—Ya estamos —dijo la señorita Booth-Wycherly, ajustándose el monóculo en el ojo y contemplando el desagradable callejón—. Tengo mi apartamento en el piso bajo, justo al lado, la segunda puerta a la izquierda. Muy cómodo.

La saqué del taxi con cierta dificultad y, tras decir al conductor que esperase, la acompañé por el callejón, que, en aquella noche calurosa, olía a gatos, basura y verdura podrida a partes iguales. En la puerta de entrada se puso el monóculo en el ojo y me alargó la mano cortésmente.

—Ha sido usted muy amable, joven —dijo—, muy amable, y he disfrutado con nuestra conversación. Ha sido un gran placer.

—Le aseguro que todo el placer ha sido mío —dije con sinceridad—. ¿Puedo visitarla mañana para asegurarme de que se ha recuperado usted totalmente de su fatiga?

—Nunca recibo antes de las cinco —respondió.

—Entonces, si me permite, vendré a las cinco —sugerí.

—Estaré encantada de verle —dijo con una inclinación de cabeza.

Abrió la puerta, logró entrar por ella con paso un poco incierto y después la cerró. Me fastidiaba dejarla por temor a que se cayera y se hiciera daño, pero a una anciana tan indomable no se le podía sugerir desvestirla y dejarla en la cama.

A las cinco de la tarde siguiente, con un cesto de frutas y quesos y un gran ramo de flores, llegué a la residencia de la señorita Booth-Wycherly. Llamé a su puerta y se oyó una cacofonía de ladridos agudos. Al cabo de un rato se abrió cautelosamente la puerta y la señorita, con su monóculo centelleante, se asomó por una rendija.

—Buenas tardes —dije—. He venido tal como habíamos quedado.

La puerta se abrió un poco más y vi que llevaba un fantástico camisón de encaje. Era evidente que se había olvidado de mí y de mi visita.

—Pero, joven —comentó—, no lo esperaba, ejem, tan temprano.

—Lo siento, creí que había dicho usted a las cinco —dije contrito.

—Así es. ¿Ya son las cinco? —preguntó—. Dios mío, cómo vuela el tiempo. Me acababa de echar la siesta.

—Lamento mucho haberla molestado —dije—. ¿Quiere que vuelva más tarde?

—No. No —dijo, con una delicada sonrisa—, si no le importa que lo reciba con mis atavíos nocturnos.

—Su compañía sería un honor con cualquier atavío —dije galante.

Abrió la puerta y entré. El olor a licor metílico rancio era abrumador. Su piso consistía en una habitación muy grande que servía de dormitorio y cuarto de estar, con una diminuta cocina y un pequeño cuarto de baño al lado. Al fondo del cuarto de estar había una enorme cama doble. Como hacía calor, no tenía más que sábanas, y éstas estaban tan sucias que parecían casi negras. El culpable de aquello estaba sentado en medio de la cama: un perro salchicha con un enorme hueso de vaca, lleno de sangre y de serrín, que descansaba sobre las sábanas y entre sus pezuñas. Cuando me vio mirar, me gruñó malévolo. Las paredes laterales y aquella contra la que se apoyaba la cama estaban casi ocultas bajo una multitud de fotografías antiguas y amarillentas en marcos dorados. Una de las paredes estaba ocupada por dos enormes cómodas de roble, en medio de las cuales había un estante, parecido a una gran librería, en el que reposaba una colección extraordinaria de zapatos, cada uno de ellos con la horma cuidadosamente puesta. Debía de haber treinta o cuarenta pares, desde zapatones de paseo hasta zapatos de baile con lentejuelas. En la otra pared, amontonados hasta casi llegar al techo, había una serie de grandes baúles de cuero (del tipo de los que antiguamente llamaban baúles mundo), todos ellos configurados como el tradicional cofre del tesoro de los piratas, con una tapa curvada en la cual estaban grabadas las palabras mágicas BOOTH-WYCHERLY. En medio de todo aquello apenas había espacio para una mesita y tres sillas de enea.

—Me pareció que la fruta y el queso tenían tan buen aspecto, que no pude por menos de traerle algo de ambas cosas —dije—. Y, naturalmente, flores para mi anfitriona.

Tomó el ramo de flores en sus frágiles brazos y, para mi gran apuro, de pronto se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Hacía mucho tiempo que no me regalaban flores —dijo.

—Porque ha estado usted viviendo demasiado encerrada —le señalé—. Si saliera usted más, tendría colas de hombres junto a la puerta con ofrendas de flores. Entonces yo no podría pasar.

Me miró un momento y después sonrió contenta.

—Es usted lo que papá habría calificado de un sinvergüenza —dijo—. Sabe cómo halagar a una anciana.

—Bobadas —dije muy serio—. No puede usted tener más de cincuenta años. Me niego a creer cualquier otra cosa.

Volvió a reír.

—Hace mucho tiempo que nadie es galante conmigo —dijo—. Muchísimo tiempo. Me gusta. Creo que me va a agradar usted, joven.

—Lo celebro —respondí sinceramente—, porque sé que usted me agrada a mí.

A partir de aquel momento, me convertí en el confidente y amigo de la señorita Booth-Wycherly. No tenía parientes ni amigos; los pocos conocidos que tenía, o pensaban que estaba tocada, o no tenían tiempo para escuchar su repertorio de anécdotas ni interés por hacerlo. En cambio, a mí me resultaba fascinante oírle hablar de forma tan vivida y tan conmovedora de tiempos pasados. Tiempos en que los británicos recorrían arrogantes la tierra y en que los mapas mundiales estaban pintados de rosa por todas partes para demostrarlo. Un mundo inconmovible en su solidaridad y su elegancia, con una reserva inacabable de cosas buenas para los ricos; un mundo en que las clases inferiores sabían cuál era su sitio y a una buena cocinera se le pagaban treinta libras al año con un día libre al mes. La señorita Booth-Wycherly hacía revivir para mí aquellos días remotos, según parece siempre bañados de sol, y aquello resultaba tan fascinante como hablar con un dinosaurio. La visitaba siempre que podía, desafiando los asaltos del perro Lulú (que solía morderme en el tobillo), y llevándole fruta, queso y bombones, a los que tenía una extraordinaria afición. Gradualmente la fui desviando de los licores metílicos hacia el coñac, pues consideré que, si necesitaba beber, éste le sentaría mejor. Desde luego, hacía falta menos coñac para producir el efecto deseado. Al principio, naturalmente, aceptaba el coñac por motivos puramente médicos, pero más adelante sugería descaradamente que nos tomáramos una copa. Lo difícil al comienzo fue conseguir que aceptara el coñac, y vi que la única forma de lograrlo era jugar a las cartas con ella y apostarnos la botella. Si ganaba ella, se quedaba con la botella; si ganaba yo, abríamos la botella para celebrarlo y se me olvidaba cuando me iba. Fue durante la última de estas sesiones de cartas, antes de marcharme de Francia, cuando me dijo que era católica.

—Muy mala, me temo —confesó—. Hace años que no voy a misa. Sabe usted, en realidad no creía que pudiera hacerlo, pues soy una mala mujer en muchos sentidos.

—Eso sí que no —protesté—. A mí me parece usted la esencia de la bondad.

—No, no —replicó—. No lo sabe usted todo de mí, jovencito. En mi época he hecho cosas muy malas.

Miró en torno a la habitación furtivamente para asegurarse de que estábamos a solas, si no se contaba a Lulú, que estaba sentada en la cama, ocupada en la demolición de lo que parecía ser media oveja.

—Una vez fui amante de un hombre casado —dijo la señorita Booth-Wycherly inesperadamente, y se echó hacia atrás para ver cómo encajaba yo la noticia.

—¡Bravo! —dije imperturbable—. Apuesto a que le hizo usted muy feliz.

—¡Sí! —exclamó—. Y tanto.

—Bueno, pues ya ve. Creaba usted felicidad.

—Sí, pero de forma inmoral —señaló.

—La felicidad es la felicidad. No creo que tenga nada que ver con la moral —observé.

—Me quedé embarazada de él —añadió, y tomó apresuradamente un sorbo de coñac para recuperar el ánimo tras aquella revelación.

—Es algo que por desgracia sucede a veces —dije cauteloso.

—Y entonces hice aquella cosa horrible, un pecado mortal —susurró—. Aborté.

No estaba seguro de qué decir a este respecto, así que guardé silencio.

Ella lo interpretó en el sentido de que censuraba su acción.

—Pero tuve que hacerlo —dijo—. Ah, ya sé que ahora la gente aborta como quien lava y no le da ninguna importancia. Y tienen hijos ilegítimos como gallinas y no es ningún estigma. Pero cuando yo era una jovencita, tener una relación con un hombre casado ya era bastante malo, pero abortar o tener un hijo ilegítimo era inconcebible.

—Pero ¿no la ayudó la Iglesia? —pregunté—. Yo creía que en momentos de apuro así…

—No —interrumpió la señorita Booth-Wycherly—. En la iglesia a la que íbamos nosotros teníamos un sacerdote especialmente antipático. Yo estaba muy preocupada y no sabía qué hacer, como puede usted imaginar, y él lo único que hizo fue compararme con la prostituta de Babilonia.

Bajo el monóculo se le deslizó una lágrima que le fue bajando por la mejilla.

—Así que dejé de ir a la iglesia —dijo con un respingo desafiante—. Consideré que me había decepcionado.

—Bueno, no creo que eso la condene a usted sin remedio —señalé—. Hay mucha gente peor en el mundo.

—Si no me hubiera hallado en una situación financiera un tanto apretada —dijo ella—, me habría gustado mucho ayudar a la Iglesia, aunque me temo que no podría haber hecho gran cosa. Pero ahora, después de aquello, oh, no, jamás —tomó otro sorbo de coñac—. Sin embargo, me agradaría ayudar a alguna institución como el orfanato de San Sebastián. Creo que las Hermanitas de la Inocencia hacen una labor maravillosa. A ellas no les importa que los niños sean… bueno, ya sabe… ilegítimos. Una vez las visité con Henri, que era mi amante, y nos quedamos muy impresionados. Son buenas… no como esos curas.

—San Sebastián es esa aldea que está al otro lado de la frontera de Francia, ¿no? —pregunté.

—Sí —respondió— una aldea de montaña muy bonita.

—El año que viene, cuando venga, ¿le gustaría que la llevara allí a visitarlas? —pregunté.

—Ay, eso sería maravilloso —respondió radiante—. Qué estupendo. Un bonito proyecto para el futuro.

—Pues en eso quedamos —dije barajando las cartas—. Y ahora vamos a ver quién se va a ganar esa botella totalmente intacta de coñac medicinal.

Seguimos jugando un rato y ganó ella.

También pensó en una forma de ayudar al orfanato de San Sebastián. Sin embargo, de haber sabido la alarma y la consternación que iba a causar, dudo que lo hubiera hecho, aunque el resultado final fue todo lo bueno que ella pudiera haber deseado.

Regresé al año siguiente y, como de costumbre, hice mi visita anual a Jean y Melanie. Una vez apagada la exuberancia de sus saludos y cuando nos sentamos a tomar una copa, levanté la mía y brindé por Melanie:

—Eres —dije— la mejor anfitriona del mundo y la mujer más guapa de Montecarlo.

Inclinó, sonriente, su hermosa cabeza.

—Sin embargo —continué—, y para que no esperes demasiado de mí, he de confesarte que mi corazón pertenece a otra. Así que debo abandonaros durante un rato para comprar fruta, queso, coñac y flores, y correr presuroso hacia mi bienamada, la deliciosa, la incomparable señorita Booth-Wycherly.

—¡Dios mío! —exclamó Jean, alarmado.

—Ay, Gerry —dijo Melanie apurada—. ¿No recibiste nuestra carta?

—¿Carta? ¿Qué carta? —pregunté, con una terrible premonición.

—Gerry, la señorita Booth-Wycherly murió —dijo Jean entristecido—. Lo siento, te escribimos inmediatamente porque sabíamos el cariño que le tenías.

—Contadme —pedí.

Al parecer, la señorita Booth-Wycherly había ganado una pequeña suma de dinero en el casino y, de regreso en su apartamento, lo había celebrado. Imprudentemente, decidió darse un baño. Resbaló y, al caer, sus frágiles caderas se quebraron como tallos de apio. Permaneció en la bañera toda la noche, mientras el agua se iba quedando fría como el hielo. A primera hora de la mañana alguien que pasaba por ahí oyó sus débiles peticiones de socorro y reventó la puerta. Indomable hasta el final, todavía mantuvo la coherencia suficiente para dar a su salvador el número de teléfono de Jean y Melanie, pues yo le había hablado muy bien de ellos y no tenía otros amigos. Jean había acudido inmediatamente y la había llevado al hospital.

—Estuvo magnífica, Gerry —dijo Jean—. Sabía que estaba muriéndose, pero estaba decidida a no morir hasta estar lista. Al médico, que quería darle morfina, le dijo: «Llévese eso, joven. No he tomado drogas en mi vida y no me propongo convertirme en una toxicómana ahora». Después insistió en hacer testamento. En realidad, no tenía nada que dejar más que sus escasos muebles y su ropa, pero se lo legó todo al orfanato de San Sebastián —Jean hizo una pausa y se sonó la nariz—. Se estaba apagando rápidamente, pero seguía teniendo la cabeza despejada. Dijo que ojalá hubieras estado tú, Gerry. Dijo que eras su amigo más especial. Que te transmitiéramos sus excusas por no poder acompañarte en tu viaje al orfanato.

—¿Le llevasteis un cura? —pregunté.

—Se lo ofrecí, pero dijo que no quería —replicó Jean—. Dijo que a ella la Iglesia no le valía de nada. Se quedó inconsciente un momento y después, poco antes de morir, recuperó de pronto la conciencia, ya sabes que ocurre a veces con la gente, se puso el monóculo en el ojo y se me quedó mirando fijamente, como un basilisco. Entonces dijo algo muy raro.

Esperé paciente mientras tomaba un trago de mi copa.

—Dijo: «De mí no van a recibir nada. ¡Conque prostituta de Babilonia! Soy una Booth-Wycherly. Yo les enseñaré». Y después se le cayó el monóculo del ojo y murió. ¿Tienes idea de a qué se refería, Gerry? —preguntó Jean, frunciendo el ceño.

—Creo que sí —dije—. Una vez cometió un desliz de juventud y el cura de su parroquia, en lugar de ayudarla, dijo que se había comportado como una prostituta de Babilonia. A raíz de eso jamás volvió a la iglesia. Creo que al final quizá no se diera cuenta, por algún motivo, de que el orfanato tenía que ver con la Iglesia, y al dejarle todas sus cosas al orfanato creería que estaba molestando a los curas. Supongo que creía que iba a causar sensación, pobrecilla, y que la Iglesia estaría furiosa por no recibir sus vestidos.

—Pues es precisamente lo que pasó —exclamó Melanie—. Sí que causó sensación, una sensación de lo más terrible. Te lo contamos en nuestra carta.

—Contádmelo otra vez —pedí.

—No, no se lo cuentes, cariño —dijo Jean—. Lo que haremos es llevarlo al casino esta noche.

—No quiero ir al casino —dije irritado, pues no me había recuperado de la tristeza que me había producido la muerte de la señorita Booth-Wycherly—. No será igual sin ella.

—Tienes que venir en memoria de ella. Te enseñaré una cosa, te reirás y entonces verás que todo ha salido bien.

Parecía hablar en serio, pero le brillaban los ojos.

—Tienes razón, Gerry, guapo —dijo Melanie—. Por favor, ven.

—Muy bien —dije de mala gana—. Llevadme y me lo enseñáis, pero más vale que merezca la pena. La mereció.

Cuando llegamos al casino nos dirigimos a las salas de juego y Jean dijo:

—Mira en tu derredor y dime lo que ves.

Pensativo, recorrí con la mirada las mesas. La de blackjack tenía sus clientes de costumbre, comprendido el enano gitano, que, a juzgar por su comportamiento, acababa de ganar una buena suma. En la mesa del chemin de fer vi a varios viejos amigos, incluida mi estatua de la Isla de Pascua, tan impasible como siempre. Después miré a la mesa de la ruleta. Allí había una gran multitud y era evidente que alguien estaba teniendo una racha de suerte extraordinaria. La multitud se abrió un momento y me dio un vuelco el corazón. Durante un terrible segundo vi allí, inclinada sobre la mesa para hacer sus apuestas, a la señorita Booth-Wycherly, con el mismo sombrero y el mismo vestido de terciopelo escarlata que llevaba la primera vez que la vi. Después volvió la cabeza y advertí que no era la señorita Booth-Wycherly, sino una mujer mucho más joven, de menos de treinta años, con una cara preciosa y grandes ojos azules inocentes, como un gato persa. Se dio la vuelta con una sonrisa y habló con el atractivo muchacho que estaba detrás de su silla. Este la contempló con adoración y asintió vigorosamente a lo que decía. Quienquiera que fuese la chica, llevaba el vestido de la señorita Booth-Wycherly y mi irritación fue convirtiéndose en ira. Al girar la rueda, la multitud volvió a cerrarse y la ocultó a mi vista.

—¿Quién diablos es ésa? —pregunté—. ¿Qué diablos está haciendo con la ropa de la señorita Booth-Wycherly?

—Calla —dijo Jean—. No hables tan alto. Todo está en orden, Gerry.

—Pero ¿quién es esa maldita ladrona de cadáveres? —pregunté, exasperado.

—Esa —dijo Jean, contemplándome—, es Sor Claire.

—¿Sor Claire? —repetí.

Sor Claire —repitió Melanie.

—¿Me estás diciendo que es una monja? —pregunté, incrédulo—. ¿Una monja con ese vestido y jugando? Debéis de haberos vuelto locos.

—No, es totalmente cierto, Gerry —dijo Jean sonriéndome—. Es sor Claire, de las Hermanitas de la Inocencia, o por lo menos lo era. Ahora ya no es monja.

—No me extraña —dije en tono agrio—. Creo que la Iglesia Católica tiene mucha amplitud de criterio, pero seguro que hasta ellos considerarían que se ha pasado el límite cuando una monja vestida con ropas de los años veinte visita antros de juego con un gigoló joven y guapo.

Melanie rió.

—No es un gigoló; es Michel, un chico muy agradable —dijo, y añadió como si tuviera algo que ver—: Es un huérfano del orfanato de San Sebastián.

—Me da igual que tenga seis padres —observé—. Quiero saber qué hace esa pseudomonja trotando por las calles vestida de señorita Booth-Wycherly.

—Espera —dijo Jean, poniéndome una mano en el brazo—. Te lo vamos a explicar todo, pero primero ven a verla jugar.

Nos dirigimos a la mesa de la ruleta y nos colocamos frente a sor Claire (que tenía, debo confesarlo, un aspecto maravilloso con el terciopelo rojo y las plumas amarillas de avestruz). Tenía un montón de fichas delante y la observé atentamente mientras jugaba. Poseía uno de esos cutis brillantes rosados y blancos, como una manzana de otoño, y muy liso. Tenía los pómulos bastante altos, de forma que los ojos azules, que eran enormes, parecían levemente oblicuos y orientales. La nariz era recta y bien formada, y la boca de labios grandes y bastante sensuales; cuando sonreía, lo que hacía con frecuencia, mostraba unos dientes pequeños y perfectos. Al sonreír se le iluminaba la cara de una forma extraordinaria, con una especie de brillo interior incandescente, y los ojos se le encendían de tal forma que casi parecía como si pudiera uno calentarse las manos con ellos. Tenía una inocencia y un candor infantiles, y cuando hacía su apuesta contemplaba las vueltas de la rueda con la atención ansiosa y los ojos bien abiertos de un niño que contempla escaparates en época navideña.

El muchacho, que consideré tendría la misma edad que ella, era moreno, con una mata de pelo rizado, grandes ojos amables de color castaño, y guapo en una forma que recordaba vagamente a un gitano italiano. Era esbelto y tenía los movimientos de fácil elegancia de un bailarín. En la sala había muchas mujeres, tanto viejas como jóvenes, que lo miraban con un interés bastante rapaz, pero él no tenía ojos más que para sor Claire, quien, sentada delante de él con su vestido de terciopelo rojo, volvía la cabeza para sonreírle, de forma que las plumas amarillas de avestruz de su sombrero rozaban en la pechera del traje bien cortado de él. Contemplé su expresión cuando se dirigía a ella y, para mis adentros, me disculpé por haberlo calificado de gigoló. Era un joven sensible profundamente enamorado. Que sor Claire también estaba enamorada de él era evidente, pero que ella, en su inocencia, lo reconociera me sentí inclinado a dudarlo. Sin embargo, parecían muy relajados y contentos en su mutua compañía y actuaban como si la gran sala estuviera vacía y ellos fueran sus dos únicos ocupantes. No hacían caso de la multitud que tenían alrededor contemplándolos.

Aparte del muchacho, lo único que retenía la atención de ella eran las vueltas de la ruleta y los golpecitos de la bola. Tras hacer cada apuesta, contemplaba la rueda con algo que sólo se puede calificar de serenidad. Era como si estuviera segura de que el resultado iría en su favor. Su racha de suerte era increíble. No tenía ningún sistema; sencillamente colocaba las fichas según le parecía y apostaba de cincuenta a cien libras cada vez. Casi todos los jugadores de la mesa seguían su ejemplo. De doce apuestas ganó once y el croupier, con la resignación de alguien a quien le ocurría con excesiva frecuencia, le pasó fichas por valor de dos mil libras mientras yo miraba.

—Esta es su última apuesta —me dijo Jean, en voz baja.

—¿Cómo lo sabes? —pregunté, fascinado.

—El casino ha tenido que llegar a un acuerdo con ella, dada su fabulosa suerte. Sólo pierde dos veces en una noche. «Aviso de Dios», dice ella que es, pero si jugara indefinidamente podría arruinar al casino. La primera noche que jugó hizo saltar la banca. Causó sensación, te lo aseguro, y más cuando averiguaron quién era —dijo Jean.

—Pero, Dios mío, tienes que estar bromeando —dije con voz débil—. No puedo creerme todo esto.

—No, es verdad —replicó Jean—. Todas las noches tiene la misma suerte. Si hubiera sido una persona normal, el casino le habría prohibido la entrada, pero cuando averiguaron que era una monja y el centro de una causa célebre, ¿qué podían hacer? La opinión pública no les permitiría prohibirle la entrada. Así que han tenido que llegar a un acuerdo con ella. Juega una vez por semana durante tres horas y cuando lleva ganadas dos mil quinientas libras abandona. Naturalmente, al casino le compensa, porque viene mucha gente a ver a la monja jugadora.

—¿Y cómo empezó esto? —pregunté atónito—. ¿Y qué tiene que ver con los vestidos de la señorita Booth-Wycherly, por el amor del cielo?

—La propia sor Claire te lo dirá —dijo Jean—. Dentro de un rato cenarán con nosotros, de forma que refrena tu curiosidad con paciencia hasta entonces. Pero no te rías, Gerry, porque ella se toma todo esto muy en serio.

—¿Reírme? —comenté—. Estoy demasiado estupefacto para reírme.

Cuando volvimos al apartamento y Jean nos sirvió unas copas, salimos al amplio porche, revestido de buganvillas de color morado y rosa salmón, desde donde veíamos las luces de Montecarlo brillar como un joyero vaciado descuidadamente.

—Lo que sí creo —dije con prudencia— es que me faltan algunos aspectos de toda esta historia. Me gustaría saber algunos antecedentes, si se me permite, antes de que llegue la monja que hizo saltar la banca en Montecarlo.

—Bueno, sólo antecedentes —dijo Jean—. Sor Claire te contará la parte verdaderamente extraordinaria de la historia.

—Dispara —dije.

—Nació en Devonshire y su familia era católica. Cuando era una adolescente, su padre consiguió empleo de jardinero en un gran convento católico cerca de Wolverhampton. Ella trabajaba con él y pronto aprendió bien a producir fruta, verduras y flores para el convento. El convento tenía un colegio, pero también un orfanato, cosa que cuadraba muy bien con sor Claire, porque siente pasión por los niños. En su tiempo libre ayudaba a las monjas con su trabajo. Cuando murió su padre, ocupó ella la plaza. Fue entonces cuando decidió hacerse monja. Bueno, un día vio un artículo sobre San Sebastián y la labor que hacían las Hermanitas de la Inocencia, lo cual hizo que su imaginación se disparara. Consideró que era un signo de Dios. Siempre había estado convencida de que Dios tenía reservada una misión para ella y llevaba tiempo esperando un indicio. Para ella aquel artículo constituyó su indicio. Tenía que ir a trabajar a San Sebastián.

—Un momento —protesté—. Debió leer centenares de artículos en revistas. ¿Por qué no los tomó como indicios?

Jean posó cuidadosamente en el cenicero un centímetro de ceniza de su cigarro puro.

—Porque —dijo—, cuando está uno arrodillado en un arriate de flores rezando para recibir la orientación divina y lo primero que ve al terminar es una sola página de la revista que contiene el artículo y que se ha utilizado para envolver algunas semillas recién llegadas, es muy probable que lo tome como un indicio, especialmente si uno es sor Claire.

—Entiendo —comenté.

—Sor Claire —continuó Jean— ve sermones en las piedras y portentos en las flores y los árboles. Su Dios está en todas partes, dando constantemente indicios de sus deseos, orientando constantemente, de forma que uno ha de estar siempre alerta para interpretar sus deseos. ¿Comprendes?

—Sí, creo que estoy empezando a hacerlo —respondí pensativo.

—Salvo que puedas comprender su honda convicción pe que siempre está en contacto con el Todopoderoso, no podrás entender lo que le llevó a hacer lo que hizo. Además, debes comprender su total inocencia. Lo que ella está convencida de que Dios le ha mandado hacer es imposible que sea algo malo, y, antes de dejar de hacerlo, preferiría ir tan contenta a la hoguera. Es de la materia de que se hacen los mártires. Tiene sangre de santa.

Hizo una pausa y nos volvió a llenar las copas.

—Bien, una vez tomada su decisión (y cuando alguien como sor Claire toma una decisión nada en el mundo puede modificarla), movió Roma con Santiago hasta que, por fin, hace seis años, llegó a San Sebastián. Parte del tiempo lo dedicó a trabajar con los niños más pequeños y además llevaba el jardín y la huerta con gran eficacia. Después, sucedieron tres cosas simultáneamente. Primero, comunicaron al convento que había un problema de sobreocupación y que tendrían que enviar a la mitad de los niños a otra parte. Después, Michel perdió su trabajo en Montecarlo y volvió al convento; por último, murió la señorita Booth-Wycherly y dejó al orfanato, entre otras cosas, sus vestidos. Así, por separado, esas cosas no parecen tener nada en común, pero si se suman y uno es sor Claire, lo toma uno como un mensaje directo del cielo.

—Pero sigo sin ver… —empecé a decir, cuando oímos el timbre la puerta. La doncella hizo pasar a sor Claire y a Michel al porche y, a la luz de las velas colocadas en la mesa del rincón, el sombrero y el vestido de terciopelo rojo brillaron como granates. Jean me presentó.

—Encantada de conocer a cualquier amigo de la señorita Booth-Wycherly —dijo sor Claire cogiendo mi mano en las suyas y cegándome con la intensidad de sus ojos azules.

Advertí que seguía teniendo las manos duras y callosas del trabajo, pero eran cálidas y parecían vibrar con energía, como vibra un pájaro cuando lo tiene uno entre las manos.

—Pobrecillo, debe de haberle afectado mucho la noticia de su muerte —continuó diciendo—, pero en cambio consuela que fue un instrumento de Dios y que ha hecho tanto bien después, ¿no?

—Bueno —dije yo—, Jean estaba empezando a explicarme las cosas. Quizá podría decirme usted exactamente qué es lo que ocurrió con este… ejem…

—¿Este milagro? —preguntó sor Claire—. Naturalmente.

Aceptó un vaso de limonada, bebió y después se inclinó hacia adelante muy seria.

—Espero no parecerle vanidosa, señor Durrell —empezó a decir—, pero desde que era muy joven he tenido el profundo convencimiento de que Dios me había asignado una tarea especial. Lamento decir que soy una persona muy impaciente, es uno de mis muchos defectos y me gusta… ¿cómo decirlo?, sí, me gustan las cosas para ayer, y no para mañana. Pero Dios tiene todo el tiempo del mundo a su disposición y a Él no se le puede meter prisa. Además, si va a utilizar a una persona tiene que formarla para ello, lo cual lleva tiempo. Después, cuando Él está dispuesto y cree que la persona también lo está, le da los indicios. ¿Comprende?

—Sí —asentí gravemente.

—A veces son indicios muy evidentes, pero a veces son bastantes oscuros, lamento decirlo, y me temo que uno no se da cuenta en absoluto. ¿Le ha contado monsieur Schultz lo del artículo de la revista?

Asentí.

—Un indicio tan claro —añadió sor Claire, sonriéndome encantada—. Casi podía oír Su voz.

—¿Puedo sugerir que pasemos a la mesa a comer antes de que se enfríe la cena? —preguntó Melanie—. Allí puedes terminar de contarlo.

—¡Claro! ¡Claro! —exclamó sor Claire—. Tengo más hambre que un orfanato lleno de niños.

Lanzó una cascada de deliciosas carcajadas musicales y los ojos le brillaron de buen humor. Resultaba fácil advertir por qué Michel se había enamorado de ella. Cuando nos dirigimos hacia la mesa me emparejé con él.

—¿Habla usted inglés? —pregunté. Me sonrió rápidamente.

—No… sólo un poco. Claire, ella me enseña. Es muy buena maestra —dijo muy orgulloso—. Sí, estoy seguro —repliqué.

Nos sentamos a la mesa. Melanie me había colocado frente a sor Claire.

—Por favor, sigue contándolo —dijo Melanie—. Estoy segura de que el señor Durrell no va a comer nada hasta que haya oído tu historia.

—Sí, tiene razón, hermana —asentí.

—No debe usted llamarme hermana —dijo, y el rostro pareció ensombrecérsele un momento—. Ya no soy monja.

—Lo siento —me excusé—. Entonces, ¿puedo llamarla señorita Claire?

—Claro —dijo, sonriendo encantada—. Me parece estupendo.

Clavó la cuchara en el suculento melón y suspiró.

—Cómo les gustaría esto a los niños. Tengo que enviarles unos cuantos.

—¿Mantiene usted… ejem… ejem… contacto con el orfanato? —pregunté, esperando que volviese a su narración.

—¿Mantener contacto? ¡Prácticamente lo mantiene! —exclamó Jean con una risa explosiva. Sor Claire se sonrojó.

—No hago más que ayudar —dijo con firmeza—. Pero si puedo hacerlo es únicamente porque Dios lo quiere.

Se produjo un pequeño silencio durante el cual traté de imaginar al Todopoderoso ordenando a una monja que se dedicara al juego.

—O sea, que usted se marchó de Wolverhampton y vino a San Sebastián —dije por fin.

Asintió.

—Sí, hace seis años. Como tenía alguna experiencia en jardines, me encomendaron su huertecito. Al principio resultó difícil, porque no sabía nada de vacas ni de cerdos, ni siquiera de gallinas, pero pronto aprendí. En mi tiempo libre llevaba a los niños de paseo o les organizaba juegos; eso era lo que más me gustaba en realidad. Los niños eran tan simpáticos que no puede usted hacerse idea; entonces empecé a cultivar todo género de cosas especiales para ellos, como maíz dulce y fresas, que les encantaban. Yo me sentía muy feliz, pero seguía considerando que no estaba realizando la tarea que Dios me había deparado.

Terminó su melón y se echó atrás en la silla, contemplando el plato pensativa. Después levantó la vista y sus ojos azules brillaron como zafiros al sol.

—Entonces un día Dios empezó a mostrarme Su plan. Recuerdo que me había levantado temprano y había varias cosas que quería hacer antes de Misa. Bueno, se me dio tan bien que me quedó algo de tiempo libre, así que, después de desayunar, decidí quitar las malas hierbas del arriate de flores que está delante de las ventanas de sor María. Había plantado allí un pequeño arriate porque a sor María le gustaban mucho las flores, pero había estado tan ocupada con el huerto que me temo que lo había descuidado. Los dientes de león son excelentes en ensalada, pero no cerca de las herbáceas. Recuerdo que hacía calor y que las ventanas del despacho de sor María estaban abiertas, de manera que oía todo lo que se decía dentro. Le aseguro que no quería escuchar. De hecho, cuando empecé a oír las voces estuve a punto de dar a conocer mi presencia y marcharme, pero fue la primera frase la que me heló la sangre en las venas, y le aseguro que me quedé allí clavada como si estuviera sumida en un trance. Ahora sé, naturalmente, que Dios quería que lo oyese, pero entonces no lo comprendí. Era el alcalde de San Sebastián el que estaba hablando con sor María, y lo que dijo fue: «Así, hermana, que me temo que si no puede usted construir una nueva ala en el orfanato, tendrá que enviar a otra parte a algunos de los niños».

»Imagínese mi horror al oír aquello. Resultaba inconcebible separarnos de algunos de los niños, que en su mayor parte llevaban varios años con nosotros y consideraban que el orfanato era su casa y nosotras sus madres. Naturalmente, sor María dijo que era imposible construir una nueva ala, dado que teníamos el dinero justo para mantenernos. El alcalde, que era un hombre bueno y amable, dijo que lo comprendía perfectamente y que sabía que los niños no sufrían, aunque tuvieran que dormir seis en cada habitación. Sin embargo, el concejo había decretado que era antihigiénico e inadmisible y ésa era su decisión. Después se marchó, diciendo a sor María que tenía tres semanas para darle una respuesta antes de la siguiente reunión del concejo. No puedo describirle la negra desesperación que se apoderó de mí. Sabía que sor María no podía hacer nada y que tendríamos que perder algunos de nuestros niños. Me temo que tuve la debilidad de ceder a la desesperación y echarme a llorar. Cuando me recuperé, comprendí que Dios no permitiría que pasara aquello, de forma que recé para pedirle orientación. Entonces fue cuando ocurrió el primer milagro.

La doncella colocó delante de sor Claire un cuenco con fresas silvestres de color escarlata y a su lado una jarrita con nata.

—Ah, fraises du bois —exclamó sor Claire encantada—. Antes yo llevaba a los niños al bosque de San Sebastián y las recogíamos para llevarlas al orfanato. Me temo que se comían más de las que llevaban, pero disfrutaban mucho.

—¿Cuál fue el primer milagro? —pregunté, decidido a que sor Claire no se desviara del tema principal.

—Ah, sí, bueno, el primero fue cuando Michel perdió el empleo. Michel había sido uno de nuestros niños, pero mucho antes de que llegara yo. Sor María le había conseguido empleo en una panadería de Montecarlo, pero el anciano, el panadero, se puso enfermo y tuvo que cerrar. Así que Michel volvió al orfanato y llegó el mismo día que sor María había recibido la mala noticia. Esta me llamó a su despacho y creí que iba a contarme lo de la visita del alcalde. Yo iba a confesar que lo había oído todo. Sin embargo, no dijo ni una palabra al respecto y comprendí que no iba a cargarnos a las demás con aquella preocupación, sino que iba a tratar de resolver el problema ella sola. No, quería verme por lo de Michel. Dijo que, mientras trataba de encontrarle otro empleo, creía que podía trabajar conmigo en la huerta, pues sabía que había varias cosas que hacer y que yo no tenía fuerzas suficientes. A mí me encantó, pues eso significaba que podría reparar el techo de la vaquería y… bueno… toda una serie de cosas… y Michel era muy fuerte y muy hábil. Así que empezó a trabajar conmigo y logramos hacer muchas cosas juntos. Pues bien, un día le dije que siempre había pensado que Dios tenía reservada una tarea para mí y que me enviaría una señal. Creo que cualquier otra persona habría pensado que yo era una presuntuosa, pero Michel lo comprendió perfectamente. De hecho, lo comprendió tan bien que me sentí impulsada a contarle el destino terrible que esperaba al orfanato, porque no podía dejar de pensar en ello. Él se sintió tan conmovido y horrorizado como yo, pero, por más que hablamos de ello, ninguno de los dos atisbaba una forma de resolver el problema.

»Entonces ocurrió el segundo milagro. Sor María me llamó a su despacho y me dijo que la pobre señorita Booth-Wycherly había muerto y nos había dejado toda su ropa y sus muebles. Me pidió que fuese con Michel a Montecarlo, que recogiéramos los vestidos de la señorita Booth-Wycherly, que hiciéramos que los llevaran al orfanato y que después organizáramos también la venta de los muebles. Yo nunca había estado en Montecarlo, pero naturalmente Michel sí, y conocía la ciudad. Cogimos el autobús de bajada y todavía me acuerdo de que fue algo muy emocionante, vertiginoso, ya sabe. Hacía tanto tiempo que no había estado en una ciudad, que me quedé sin aliento. Me sentí aturdida ante tanto ruido y tanta actividad. El tiempo que permanecí allí estuve como mareada.

Sor Claire hizo una pausa y tomó un sorbo de limonada.

—Me temo que estoy hablando mucho —dijo en tono de excusa—. Espero no estar aburriéndoles.

Un coro de voces le aseguró que no nos aburríamos.

—Bueno —siguió diciendo—, cuando llegamos a casa de la señorita Booth-Wycherly debo reconocer que me sentí un tanto sorprendida y desilusionada, pues Michel se había mostrado muy seguro de que íbamos a encontrar algo de valor que salvaría al orfanato. Yo vi que los muebles estaban tan carcomidos que no se podrían vender con facilidad, y los vestidos, aunque muy bien conservados, pensé que eran demasiado anticuados para poder venderlos. Sin embargo, había montones y montones. Y de tejidos preciosos. Nunca había visto que una sola persona tuviera tanta ropa.

—Lo comprendo —dije—. Una vez me hizo un desfile de sus vestidos y duró tres horas. Terminó con el que se había puesto para el baile al que había asistido el rey Eduardo VII, un vestido largo de seda azul y blanco y una capa de terciopelo azul y oro. Era deslumbrante y pensé que tenía que haber estado preciosa con él cuando era joven. No me extraña que Eduardo le pellizcara en el trasero.

—¡Gerry! —exclamó Melanie, pero sor Claire se echó a reír.

—Me alegro de que viera la capa y la recuerde —dijo—. Fue con aquella capa con la que empezó todo.

—¿Cómo? —pregunté asombrado, mientras recordaba a la señorita Booth-Wycherly evolucionando ante mí mientras la capa de pesado terciopelo azul con brocado de oro brillaba y ondulaba en torno a ella.

—Naturalmente tuvimos que sacar todos los vestidos y examinarlos —siguió diciendo—. Estaban perfectamente guardados con papel de seda y alcanfor, pero aun así pensé que era mejor asegurarse de que estaban en buen estado. Les aseguro que fue todo un trabajo sacar toda aquella ropa y volverla a guardar, aunque, al mismo tiempo, resultaba bastante divertido, como sacar un arco iris de una caja. Después, en el fondo mismo de uno de los baúles encontramos una caja muy grande de cartón y dentro de ella estaban el vestido y la capa que ha descrito usted. La caja era enorme y ocupaba todo el fondo del baúl. Michel, que era el que sacaba las cosas, levantó la tapa de la caja y sacó el vestido. ¿Recuerda usted que estaba bordado en el cuello y las mangas con cuentecitas blancas como perlas? Michel levantó el vestido y dijo que ojalá fueran perlas de verdad para que pudiéramos venderlas, de forma que el orfanato pudiera librarse de las preocupaciones para siempre. Yo contesté que estaba segura de que, si Dios quería que tuviéramos el dinero para el orfanato, nos indicaría la forma, y, mientras decía aquello, Michel sacó la capa de la caja. ¿Recuerda usted la capa azul y oro, tan bonita como el cielo de verano y los botones de oro? Una de sus puntas se prendió en el borde de la caja y lo levantó, y debajo, donde debía de haberse caído hace años y años, había una bolsita. Era diminuta, del mismo tejido que la capa, con un broche dorado y una cadenita también dorada. En lo primero que pensé fue en Lina (una chica del orfanato a la que le encantaban las cosas bonitas), pues pensé que aquella bolsita sería un regalo estupendo para ella, aunque después caí, naturalmente, en que los otros niños tendrían celos. Ya sabe usted que a veces no lo pueden evitar, pobrecitos. En todo caso, cogí la bolsita e inmediatamente noté algo curioso.

Hizo una pausa y sorbió la limonada. Decir que se hubiera podido oír la caída de un alfiler sería quedarse corto. Jean desprendió la ceniza de su cigarro puro con tanto cuidado como si temiera que el ruido de su caída en el cenicero pudiera desencadenar un alud.

—Advertí que pesaba muchísimo para ser una bolsita tan pequeña —siguió contando sor Claire—. Me extrañó, pues evidentemente la cadena y el broche no eran de oro, de manera que no era aquello lo que la hacía tan pesada. Era algo que había dentro. Así que la abrí y casi no pude creer lo que vi. Era el tercer milagro. ¿Sabe usted lo que había dentro, señor Durrell? Veintiún soberanos. Eran gruesos y dorados y tenían como un halo de riqueza. No sé cómo describirlos: cuando se movían no tintineaban como las monedas corrientes, sino que hacían un ruido diferente, ya sabe, como la diferencia entre verter leche y nata. ¿Le parece a usted una bobada?

—Sé exactamente a qué se refiere —comenté.

—Bueno, naturalmente Michel se volvió absolutamente loco cuando vio el dinero, el muy bobo —dijo con una sonrisa de afecto hacia el muchacho—. Se puso a bailar por la habitación, gritando que Dios había respondido nuestras oraciones y que el orfanato estaba salvado. Me llevó unos minutos calmarlo. También yo, claro está, estaba un tanto impresionada, pero comprendía que harían falta más de veintiún soberanos para resolver los problemas del orfanato. Bueno, pues nos sentamos y lo discutimos. Michel insistió en que tenía que llevar los soberanos al banco para averiguar lo que valían, así que fuimos al Credit Lyonnais, que es enorme, ¿lo conoce usted? En el Boulevard Saint-Martin. Parecía más un palacio o un gran hotel que un banco, con suelo de mármol y todo. Casi me dio miedo entrar, pero Michel me obligó. Tiene mucha confianza en sí mismo. Bueno, cuando el hombre de la ventanilla vio lo que llevábamos nos miró de una forma muy rara. Me sentí apurada y supuse que pensaba que los habíamos conseguido deshonestamente. Nos dijo que tendríamos que ver al director. Así que, al cabo de un momento, nos llevaron al despacho del director. Era un despacho suntuoso, con grandes sillas de cuero y un escritorio sencillamente enorme, como una mesa de comedor. Monsieur Fulvard (pues así se llama el director) es un hombre muy amable y servicial. Primero nos preguntó cómo era que teníamos ese tesoro, de forma que tuve que contarle toda la historia de los vestidos de la señorita Booth-Wycherly y cómo habíamos encontrado los soberanos. Él se mostró muy impresionado y convino en que, en efecto, era un milagro. Después llamó a un joven encantador que era… bueno… supongo que una especie de experto en oro y se llevó las monedas para medirlas o pesarlas o lo que hagan con ellas.

»Cuando se marchó, monsieur Fulvard nos explicó que el milagro en realidad era doble. Las monedas eran valiosas por ser de oro, pero, además, por ser de un año concreto, 1875, lo cual multiplicaba su valor. Según parece hay gente que colecciona monedas, cosa que yo no sabía, pero que es totalmente cierta. Qué cosa tan curiosa de coleccionar, ¿no les parece? Monsieur dijo que tenía un amigo que era coleccionista de monedas y muy honrado, y que, si se lo permitíamos, telefonearía a su amigo y le pediría que nos hiciera una oferta. Naturalmente, yo pensé que ese aspecto de las cosas debería estar en manos de sor María, pero Michel señaló que de todos modos ella tendría que hacer lo mismo, de manera que le estábamos ahorrando tiempo.

»El amigo de monsieur Fulvard vino en seguida. Parecía absolutamente fascinado con las monedas y, debo decir que para mi gran sorpresa, nos ofreció lo que me pareció una suma enorme. Dijo que si hubieran sido sólo monedas corrientes (ya sé que parece una bobada, pero ya entienden lo que quiero decir) habrían valido cien mil francos, pero que como estaban acuñadas, creo que esa es la palabra, en 1875, valían el doble. Como pueden ustedes imaginar, ni Michel ni yo podíamos dar crédito a nuestros oídos cuando monsieur Fulvard sacó los billetes. Al principio parecía una fortuna gigantesca, algo que no podíamos ni siquiera imaginar. Yo no hacia más que pensar en lo contenta que se pondría sor María cuando le enseñáramos el dinero, unos billetes tan bonitos que no tienen ustedes ni idea. Sé que parece una bobada, pero me recordaron los vestidos de la señorita Booth-Wycherly. Al rozar unos con otros, hacían un ruido como el de aquellos vestidos cuando los sacábamos de las cajas. No había visto tanto dinero en mi vida.

Hizo una pausa y tomó algo más de limonada. Mi café se había quedado frío, intacto, debido a la fascinación que sobre mí ejercía su relato.

—¿Dónde metieron los billetes? —pregunté, pues sabía que los hábitos de casi todas las monjas tienen bolsillos muy capaces, bastante parecidos a los de los cazadores furtivos.

—Los metí en la bolsita de la señorita Booth-Wycherly —respondió—. ¿Dónde mejor? Después de todo, era donde habíamos encontrado las monedas. Pensé que a ella le habría gustado.

—Seguro que sí —dije con aprobación, imaginándome el placer de la señorita Booth-Wycherly de haber podido presenciar la escena.

—Así que volvimos al apartamento —dijo sor Claire— he de confesar que encontramos algo de café en la cocina y nos hicimos una taza para reanimarnos. Fue mientras estábamos tomando el café cuando verdaderamente reflexionamos y tratamos de pensar lo que podría hacer ese dinero por el orfanato. Y la verdad es que resultó un golpe muy duro tener aquel montón enorme de billetes, pero comprender que no alcanzaría más que para construir otra habitación. No puedo decirles lo desanimados que nos sentimos, porque los dos habíamos tenido fantasías estúpidas de que se podrían construir veinte o treinta dormitorios más, con duchas y todo. Fue una gran desilusión. Y, claro, fue entonces, cuando estábamos tan deprimidos, cuando Michel tuvo su idea.

«Cuando salimos del despacho de monsieur Fulvard, éste me advirtió que no me gastara todo el dinero en el casino, claro que en broma. Yo había oído hablar del casino, naturalmente, pero no comprendía verdaderamente lo que era. Bueno, pues mientras nos tomábamos el café, Michel me recordó lo que había dicho monsieur Fulvard y sugirió que la forma de aumentar aquel dinero era, efectivamente, por medio del casino. Desde luego, yo le dije muy decidida que aquello era imposible. Eso fue lo que dije, y muy decidida. Pero debo decir que, aunque me sorprendió un poco, Michel se puso igual de firme. Me preguntó si creía o no que Dios estaba guiando mis pasos. Naturalmente, tuve que decir que sí. Entonces enumeró todo lo que había ocurrido últimamente: su llegada, la muerte de la pobre señorita Booth-Wycherly, su testamento y la aparición de las monedas, y después encontrarnos con que valían el doble… me preguntó si creía que esto era un designio de Dios. Naturalmente, tuve que admitir que creía que sí, porque en el fondo de mi corazón eso era lo que creía. Pensé por algún motivo, aunque no estoy segura de cuál, que Dios me iba haciendo avanzar hacia la tarea que me tenía destinada. Michel dijo que él opinaba lo mismo y que eso lo convertía también a él en un instrumento de Dios, exactamente igual que a mí. Dijo que la única forma en que podíamos hacer aumentar el dinero era yendo al casino. Dijo que, después de todo, hacíamos lo mismo que había hecho Jesús con los panes y los peces, aunque claro que de forma algo distinta. He de decir que estuvo muy hábil y persuasivo y, pese a mis convicciones, vi que yo misma empezaba a titubear. Entonces dijo que ni siquiera teníamos por qué arriesgar el dinero de la señorita Booth-Wycherly. Todavía le quedaba algo de dinero de su empleo y lo apostaría primero. Si Dios quería que aumentáramos así la herencia, sin duda ganaríamos. Nos tomamos otro café y nos pusimos a discutir, me temo, porque yo no estaba del todo convencida. ¡Pero tendrían que haber visto ustedes a Michel! ¡Estaba tan convincente, tan locuaz, le brillaban tanto los ojos! Al final tuve que reconocer que sí parecía que el plan de Dios fuera que, tras conseguir aquella cantidad de dinero, la hiciéramos aumentar.

»Michel dijo que yo me quedara en el piso mientras él iba al casino y que, después, si tenía éxito, volvería por el dinero. Pero había dos cosas en contra. En primer lugar, no quería que fuera solo al casino. Sabía que en algunas cosas conoce el mundo mejor que yo, pero de todos modos pensaba que era muy joven para hacer una cosa así a solas. Lo segundo era cómo iba vestido. No llevaba más que unos vaqueros muy viejos y remendados y una camisa raída. Estaba segura de que si aparecía por allí con un aire tan juvenil y tan de golfillo, no le dejarían entrar. Entonces Michel tuvo una idea. Sugirió que nos vistiéramos los dos con ropa de la señorita Booth-Wycherly y fuéramos al casino.

Me quedé mirando a sor Claire, incapaz de hacer un comentario, pues la idea de una monja ataviada con un vestido de la señorita Booth-Wycherly ya era, en sí, increíble, y no digamos la de que una monja se lo pusiera para ir a una sala de juegos. Pero que, además, la acompañara un muchacho travestido hacía que todo perteneciese al reinado de la fantasía. Pese a mi esfuerzo por adoptar una expresión grave y atenta, me encontré sonriendo. Sor Claire se sonrojó.

—Naturalmente, dije que no en absoluto —continuó, un poco a la defensiva—. Dije que esa idea era totalmente descabellada. Pero Michel se mantuvo firme. Dijo que Dios nos había mostrado el camino y que, si ahora perdíamos el valor, eso significaba que no teníamos fe en Sus designios. Dijo que, a su entender, Dios nos había dado una prueba tras otra de lo que habíamos de hacer, y que sería una cobardía abandonar entonces, cuando teníamos el éxito a la vista. A mí no me convenció, aunque tenía que admitir que todos los indicios parecían indicar que Dios quería que aumentáramos Sus dones; lo que me preocupaba más era hacerlo en el casino. En todo caso, señalé, probablemente los vestidos de la señorita Booth-Wycherly no nos estarían bien. Entonces Michel me pregunto si, en el caso en que nos estuvieran bien los vestidos, lo interpretaría yo en el sentido de que Dios quería que fuéramos al casino. Bueno, naturalmente, pensé que aquello era absurdo, porque Michel y yo somos de la misma estatura y complexión, pero aquellos vestidos parecían enormes, no sé por qué. De forma que, naturalmente, dije en broma que, si nos estaban bien los vestidos, iría, sin soñar ni por un momento que existiera la más mínima posibilidad.

Hizo una pausa, entrelazó los dedos y puso las manos en el mantel.

—Bueno, naturalmente, nos caían a la perfección, como puede usted ver —alargó el brazo y el terciopelo escarlata reflejó la luz, roja como la sangre y oscura como el vino en los toneles—. De hecho —confesó—, Michel resultó ser una chica muy aceptable, verdaderamente mona, si se puede utilizar esa palabra para describir a un chico. Escogió un vestido sencillo de seda amarilla, con zapatos a juego y un sombrero negro y amarillo, bastante ajustado (creo que los llaman sombreros cloché), y, como tiene el pelo rizado y bastante largo, parecía que llevara uno de esos peinados muy cortos que llevan ahora tantas chicas. Insistió en que yo llevara el vestido azul y blanco y la capa, porque decía que eso era lo que nos había ayudado a encontrar el dinero.

Hizo una pausa con un carraspeo y sonrió excusándose.

—Me temo que estoy hablando demasiado —dijo—. Me está empezando a doler la garganta. Si no es mucha molestia, ¿podría tomarme un agua de Perrier?

Inmediatamente le sirvieron una botella de Perrier. Sor Claire se bebió media copa como si fuera de una añada especial, carraspeó y nos sonrió a todos, radiante.

—No tienen ustedes ni idea de lo rara que me sentía con un vestido después del hábito —confesó—. La verdad era que me sentía como… bueno, no sé qué… sí, sí lo sé… era como cuando yo era pequeña y jugábamos a las charadas en Navidades, ya saben, cuando se vestía uno con cosas raras y, no se sabe por qué, pero se sentía uno como una persona distinta, ¿comprenden lo que digo? Esa fue exactamente mi sensación. De hecho, sentía más bien timidez, igual que, ya saben, cuando jugábamos a las charadas, y muy torpe, ya saben. No hacía más que pensar que iba a tropezarme con el vestido y, por otra parte, Michel estaba tan divertido vestido de chica…, tenía tal aspecto de chica… que me daba la risa, y entonces a él también le daba la risa, claro. Así que nos reíamos tanto que tardamos bastante en estar dispuestos para ir al casino.

Se detuvo y saboreó lentamente lo que quedaba de su Perrier.

—Me temo que lo estoy contando muy mal —se excusó—, pero es que resulta difícil explicar cómo fueron sucediéndose exactamente todas las cosas aquel día. Ahora, al mirar atrás, me asombra haber hecho lo que hice, pero supongo que toda persona guiada por Dios siente lo mismo. Pero fue cuando llegamos efectivamente al casino cuando empecé a acobardarme. Era enorme, como me imaginaba yo sería San Pedro de Roma, aunque desde luego no estaba construido con los mismos fines. Tantas columnas al entrar, tanto mármol. No sabía que hubiera tanto mármol en el mundo. Tenía mucho miedo de que vieran que Michel no era una chica, y no podía evitar la sensación de que de una forma u otra se enterarían de que yo era una monja, aunque sabe Dios cómo, dada la ropa que llevaba. Entró él y yo tuve que seguir en todo a Michel, claro, aunque él tampoco había ido nunca al casino; pero el panadero con el que había trabajado iba a menudo y se lo había contado todo. Michel decidió que probáramos con la ruleta, así que nos acercamos a la mesa. Todo el mundo nos miró muy curioso, pero ahora comprendo que era por la ropa. Ya sé que hoy día hay mucha gente que lleva ropa excéntrica, pero reconocerán ustedes que los vestidos de la señorita Booth-Wycherly son bastante extraordinarios, incluso para los criterios actuales. Yo, claro, no sabía qué hacer, pero Michel me lo enseñó en seguida. Estuvo muy listo, considerando que nunca había jugado antes. En nuestra primera apuesta sólo pusimos el mínimo. Le dije a Michel que si no ganábamos con esa primera apuesta, sería una señal de que Dios no quería que jugáramos. La pusimos al rojo y debo reconocer que tenía el corazón en la boca cuando empezó la jugada.

Tomó un sorbo de Perrier y nos contempló con una especie de triunfo sereno.

—Naturalmente, ganamos —dijo—. Para mí aquello fue una señal clara. Ahora sabía por fin qué era lo que Dios me había asignado como tarea. Era como un calorcillo dentro de mí, ya saben, sencillamente estaba segura de que me estaban guiando la mano, que yo era un mero instrumento. Estaba tan segura, que, antes que Michel pudiera detenerme, en la siguiente jugada aposté todo nuestro dinero. Él se llevó las manos a la cabeza, pero le dije que tenía que confiar en Dios. Naturalmente, volvimos a ganar, y después de eso otras veinticuatro veces. Perdimos dos veces, pero en cada una de esas ocasiones había tenido la sensación de que debía apostar poco, de forma que la pérdida no fue mucha. Al cabo de tres horas de juego habíamos ganado más de dos millones de francos. Michel quería que siguiera, pero yo tuve la sensación de que era hora de terminar y volver a contar la buena noticia a sor María.

»Así que, después de cambiarnos de ropa, claro, volvimos a San Sebastián, y estábamos con unos nervios que no se pueden ustedes imaginar. Verán, es que no sólo habíamos empezado de verdad a ayudar al orfanato, sino que me parecía que por fin se me había revelado mi auténtica vocación.

Se detuvo y profirió un leve gemido.

—Por desgracia, la Reverenda Madre no lo entendió así. Me puse muy triste, porque se escandalizó. Ella creía que no sólo había hecho algo terrible porque era una monja, sino que además había hecho caer a Michel en la tentación. No parecía comprender que era el plan de Dios y, por más que le dije, no cambió de opinión. Así que me expulsaron de la orden.

—¡No me diga! —comenté incrédulo.

—Sí, Gerry, fue algo muy cruel —dijo Jean pesaroso.

—Sin embargo —dijo sor Claire, secándose los ojos—, Michel se mantuvo firme a mi lado. Yo sigo pensando que no hacemos nada malo. Un don de Dios no puede ser malo, especialmente si se utiliza con buenos fines. Creo que Dios me concedió el don de… de jugar a fin de ayudar a los niños. Estaba decidida a no ir en contra de Sus deseos… Me parecía que habría de ser un pecado. Así que, a través de un comerciante de ropa de segunda mano, compré los vestidos de la señorita Booth-Wycherly al convento (porque era evidente que el Todopoderoso quería que llevara yo esos vestidos) y seguí jugando. Cuando conseguí una suma considerable de dinero, envié un talón a la Madre Superiora, diciéndole que era dinero de Dios. Ella devolvió el cheque diciendo que, a los ojos del Todopoderoso, sería como aceptar dinero de la prostitución. Estuve días y días en tal estado que el pobre Michel no sabía qué hacer. ¿Comprenden? Tenía una enorme suma de dinero que Dios me había mostrado cómo ganar y para qué y ahora estaba derrotada. Fue entonces cuando Michel tuvo su brillante idea. La Madre Superiora, naturalmente, sabía cómo me llamo y dónde tenía la cuenta bancaria, de forma que rechazaría todo dinero que le llegara de mí. Así que decidimos abrir una nueva cuenta a nombre de Michel, para que aceptara el dinero. Claro que el pobre no tenía apellido, porque… porque… bueno, porque sí. Así que tuvimos que buscarle uno.

Se inclinó hacia adelante, con una mirada encendida.

—Resulta tan divertido poder escoger el apellido. A todos nosotros nos lo impusieron nuestros padres. Pero poder escoger… bueno, es como volver a nacer.

—¿Y qué apellido escogió? —pregunté.

Sor Claire me contempló con una mirada muy asombrada.

—Pues Booth-Wycherly, naturalmente —contestó.

Me quedé un momento contemplando aquella cara encantadora y después me eché a reír. Jean y Melanie también, pues la cosa tenía verdadera gracia. Al cabo de un rato, incitados por nuestras risas, pero sin comprenderlas del todo, sor Claire y Michel se nos unieron.

Mientras nos reíamos, estoy seguro de que en algún lugar de esa terra incognita que llamamos el Cielo, la señorita Booth-Wycherly también se estaba riendo.