El jurado

El vapor fluvial Dolores se averió —como suelen hacer los vapores fluviales— a mitad de camino entre su punto de partida y el de destino, en Meriada, pueblo de unos dos mil habitantes situado en la ribera del río Paraná. No parecía existir ningún motivo para ese comportamiento porque en esa zona el río era ancho, profundo, plácido y con una buena corriente que nos ayudaba a descenderlo. Me irrité, pues en la bodega tenía, entre otras cosas, dos jaguares, veinte monos y treinta pájaros y reptiles diversos. Había calculado sus alimentos para un viaje de cinco días y si nos retrasábamos demasiado se me iban a acabar. Aunque mis dos jaguares eran más mansos que gatitos, vivían para comer, y sus gritos agónicos de rabia y frustración si no se satisfacían sus exigencias de tres buenas comidas al día constituían una cacofonía que había que oír para creer y que le helaba a uno la sangre.

Fui a ver al capitán. Era un hombrecillo de piel oscura con grandes cejas y bigotes negros, una enorme mata de pelo rizado, dientes muy blancos, y olía muchísimo a violetas de Parma.

—Capitán —dije—. Lamento molestarle, pero ¿tiene usted alguna idea de cuánto tiempo vamos a seguir aquí? Me preocupa la comida de mis animales.

Hizo uno de esos gestos latinos enormemente expresivos y levantó la mirada al cielo.

—Señor, no se lo puedo decir —respondió—. La parte del hijo de puta del motor que se ha roto dicen que puede arreglarse en una forja del pueblo, pero lo dudo. Si no se puede arreglar, tendremos que mandarla a buscar al último puerto.

—¿Ha telefoneado alguien para pedirla? —pregunté.

—No —dijo el capitán, encogiéndose de hombros—. Los teléfonos están estropeados. No los pueden arreglar hasta mañana, dicen.

—Bueno, pues yo voy al pueblo a buscar más comida para mis bichos. No se marche sin mí, por favor.

Se echó a reír.

—No tema, señor —replicó—. Mire, voy a hacer que lo acompañen un par de indios para que le hagan de porteadores. De momento no tienen nada que hacer.

Así que mis dos indios y yo fuimos por el camino polvoriento hasta el centro del pueblo, donde sabía que, inevitablemente, estaría el mercado. Eran auténticos indios paraguayos, de baja estatura, piel cobriza, pelo liso y negro como el carbón y ojos como moras. Al cabo de un rato, cargados de aguacates, plátanos, naranjas, piñas, cuatro patas de cabra y catorce pollos vivos, volvimos al Dolores. Almacené mis comestibles, no hice caso de los jaguares, que trataban de jugar conmigo, y volví a cubierta. Allí me sorprendió encontrar a un caballero que ocupaba una de las pocas sillas de cubierta medio destrozadas que se facilitaban para deleite de los pasajeros. Casi todas ellas estaban tan desgastadas que le daba a uno miedo sentarse, y casi todas tan podridas que se derrumbaban nada más tocarlas. Sin embargo, aquel caballero había encontrado una de las pocas que soportaban peso. Se levantó, se quitó el enorme sombrero de paja y alargó la mano.

—Caballero —me dijo en perfecto inglés—, permítame darle la bienvenida a Meriada, aunque, naturalmente, este retraso debe de resultarle irritante. Me llamo Mentón, James Mentón, y según creo usted es el señor Durrell —a lo que asentí mientras lo contemplaba.

Llevaba el pelo, castaño canoso, recogido en una ordenada trenza que le caía por la espalda casi hasta las nalgas, rematada con un pequeño lazo de cuero que tenía una piedra azul. La barba, el bigote y las cejas eran inmensos y, que se advirtiera, jamás recortados, aunque escrupulosamente limpios. Tenía unos ojos verdes enormes que movía de un lado al otro, y el cuerpo le temblaba de una forma extraña y desarticulada, lo cual le daba el aspecto de un animal esbelto y agitado escondido entre los arbustos.

—Y ahora, mi querido amigo —continuó—, el motivo por el que he venido corriendo cuando me he enterado de que estaba usted a bordo es invitarle a alojarse conmigo. Sé lo que son estos vapores fluviales, que huelen que apestan, con todo ese petróleo, sucios e incómodos, y con una comida que parece que fueran los restos de la pocilga del pueblo. Ha de reconocerlo usted, ¿eh?

Tuve que reconocerlo. El Dolores era todo eso y más.

—Bien —continuó, señalando—, justo al otro lado de esos árboles está mi casa. Un porche estupendo, ventiladores (de ese tipo tan anticuado y precioso que recuerda los molinos de viento de Holanda), pantallas, de forma que no entran bichos, una vieja criada alemana que cocina de ensueño y, mi querido amigo, las hamacas más cómodas de Guinea. Las he importado yo mismo. Hacen que uno duerma maravillosamente, se lo aseguro.

—Hace usted que parezca irresistible —dije con una sonrisa.

—Pero he de confesarle —añadió levantando una mano que temblaba y tiritaba— que mi deseo de que se aloje en mi casa es, desde luego, egoísta. Sabe usted, aquí se tiene muy poca compañía… me refiero a compañía de verdad. Aquí no viene gente a quedarse. Se siente uno solo.

Contemplé el muelle en ruinas, el agua aceitosa llena de latas de cerveza y detritus más sórdidos, los perros hambrientos que recorrían la orilla en busca de comida. Ya había visto el pueblo destartalado y sus habitantes miserables.

—No, ya veo que no es precisamente un lugar turístico —comenté—, de forma, señor Mentón, que celebraré aceptar su ofrecimiento.

—Tuteémonos, por favor —exclamó.

—Pero tengo que volver aquí a las cinco para dar de comer a mis animales.

—¿Tus animales? —interrogó.

—Sí, me dedico a capturar animales para zoos europeos. Tengo un montón de ellos en la bodega.

—Qué extraordinario. Qué ocupación tan curiosa —exclamó encantado. Dado lo que más tarde habría de confesarme, cuando lo recordé me pareció raro.

—Voy a buscar mis cosas —dije—. No tardo ni un minuto.

—Me pregunto —dijo con tono apremiante—, y de verdad me da vergüenza, pero ¿no tendrías algo de whisky? Mira, me he quedado tontamente sin nada y lo mismo pasa en la tienda del pueblo, y no vamos a conseguir nada hasta que llegue el barco de las provisiones la semana que viene. Ya sé que está muy feo pedirlo, pero… —y se interrumpió.

—En absoluto —dije—. De hecho, he descubierto aquí, aunque resulte extraño en el Paraguay, un whisky escocés bastante bueno con el extraño nombre de «Dandy Dinmont». Es muy suave y bebible. Iba a llevar seis cajas a la Argentina para unos amigos, porque lo que dan en Buenos Aires, que llaman «Old Smuggler», no vale más que para quitar el óxido a coches antiguos. Voy a buscar una caja de Dandy y puedes probarlo.

—Muy amable, amabilísimo. Voy a buscar un par de indios que te ayuden a llevar tus cosas —dijo, echándose a temblar todavía más bajo todos aquellos pelos, y se marchó con movimientos desarticulados.

Recogí las pocas cosas que consideré necesarias para mi estancia en casa de James Mentón, saqué de debajo de la litera una de las seis cajas de Dandy Dinmont y se la entregué a dos indios sonrientes que estaban esperándome junto a mi minúsculo y sucio camarote. En cuanto aparecieron en cubierta, James cayó en todo un trance de temblores. Era evidente que lo que más le preocupaba era el whisky, y de vez en cuando se refería a la caja del señor[1] como si fuera un cáliz lleno de agua bendita que bajo ninguna circunstancia pudiera verterse. Constantemente daba instrucciones al indio competente, de paso firme y ágil, que transportaba el divino néctar a hombros, mientras avanzábamos por la ribera hasta su casa.

—Ahora, cuidado con esa raíz. Esto está un poco resbaladizo. Cuidado con esa rama… y ahora ese tronco… ordenaba temblequeante, hasta que llegamos a los escalones de madera de su espacioso porche y la caja de whisky quedó colocada y a salvo en la mesa.

La casa, de dos pisos, era de madera descolorida, con enormes ventanas y persianas y un amplio porche que rodeaba el piso bajo del edificio. A fin de precaverse contra los caprichos del río Paraná, toda la casa estaba colocada sobre enormes pilotes de madera, a unos tres metros de altura sobre el suelo. El jardín (si es que se podía calificar aquella selva en términos tan grandilocuentes) estaba lleno de naranjos, aguacates, mangos y nísperos entre los cuales se vislumbraba el río que se deslizaba suavemente allí cerca.

—Y ahora —dijo James, con una voz tan temblorosa como las manos— una pequeña libación, es decir, con tu permiso. Un pequeño brindis para darte la bienvenida.

Abrió la caja, sacó una botella y le temblaban tanto las manos que creí que se le iba a caer. Con suavidad, como quien no quiere la cosa, se la arranqué de ellas.

—Resulta curioso —comenté— que incluso tenga una foto de un Dandy Dinmont en la etiqueta. Me pregunto por qué eligieron una raza tan rara de perros.

Puse la botella a salvo en la mesa y él la contempló como hipnotizado. De pronto pegó un respingo, como si se acabara de despertar.

—Ana —gritó—, Ana, trae unos vasos.

Se oyó el murmullo de una respuesta en la trasera de la casa y al cabo de un rato apareció Ana con una bandeja en la que venían dos grandes vasos. Era una mujer regordeta, con el pelo canoso recogido en un moño por una selva de horquillas. Lo mismo podía tener cuarenta años que noventa, y su rostro severo y sus fríos ojos sugerían que quizá hubiera disfrutado durante algún tiempo al mando de uno de los campos de concentración menos agradables. Contempló la botella de whisky y la caja de la que había salido.

—Recuerde lo que dice Herr Doktor —dijo de forma un tanto ominosa.

—Vamos, vamos, Ana —dijo James fríamente—, el señor Durrell no tiene por qué soportar nuestros chismorreos locales.

Ella gruñó y volvió a entrar en la casa. James desenroscó el tapón de la botella y, con hábil gesto de prestidigitador, durante el cual pensé en un momento que iba a romper ambos vasos en el cuello de la botella, me sirvió una modesta dosis y se asignó para sí mismo casi un vaso entero. Advertí, con esa leve sorpresa que tiene uno cuando ve que la gente utiliza la mano «equivocada» para escribir o para servir bebidas, que era zurdo.

—Nunca le pongo soda —explicó a la defensiva— porque le quita el gusto. Bueno, va por ti, y bienvenido.

Apenas me había llevado mi vaso a los labios cuando el suyo estaba vacío, liquidado en tres enormes tragos. Fue temblequeante hasta una chaise longue y cayó tiritando en ella. Se veía que el whisky le desmadejaba igual que se desmadeja un jersey viejo.

—Siempre he dicho que la primera copa después de la caída del sol es la mejor del día —dijo dando diente con diente y tratando de sonreír.

—Yo también —asentí, renunciando a señalar que no eran más que las cinco y que él sol no se había puesto—. Creo que voy a ir a dar de comer a mis animales y a arroparlos para la noche, y después ya quedo libre.

—Muy bien, muy bien —dijo vagamente, pero no me miraba a mí. Tenía la mirada totalmente fija en la botella.

Mis animales, cada uno a su estilo, me maltrataron, me insultaron, me calumniaron y me condenaron inmediatamente por retrasarme cinco minutos con su comida. Pero gradualmente sus feroces críticas de mi crueldad fueron desapareciendo para dar paso a un satisfecho chasquido de mandíbulas, chupeteo de frutas y crujir de frutos secos.

Al volver a la casa por la ribera admirando cómo los tiranos de cola furcada entrelazaban las largas plumas de su cola al descender en picado y dar vueltas en busca de insectos, al otro lado del río vi cómo empezaba a prepararse una enorme tormenta. Iban abriéndose camino hacia nosotros unos cúmulos inmensos, de color negro, violáceo y azul grisáceo, como un gato persa, con garras amarillas y blancas de relámpagos que salían de ellas. Se oía tenuemente el rugido de la tormenta a medida que se iba acercando.

—Un minuto, señor Durrell —exclamó una voz.

Hacia mí corría un hombrecillo regordete de bigote entrecano, cara redonda y penetrantes ojos pardos. Ostentaba una calvicie total. Llevaba un traje de lino arrugado y bastante sucio, y un maletín negro. De un bolsillo le colgaba el extremo de un estetoscopio, como un trozo de intestino. No hacía falta ser un genio de la deducción para entender que era médico.

—Soy el doctor Larkin —dijo al estrecharme la mano—. Oficialmente soy el médico de la empresa Tannin, pero hago algún trabajo extra con algunos de estos pobres indios miserables. Los tratan como si fueran mierda. Ya sabe, estos malditos paraguayos que se dan tantos aires sólo porque tienen un par de gotas de sangre española en sus perezosas venas. Los indios son la sal de la tierra. Lamento retrasarle, pero quería preguntarle cómo está James. Hace un día o dos que no lo veo, con tanto trabajo. Está en buena forma, ¿eh?

—Bueno —dije prudentemente—, si llama usted estar en buena forma el beberse un vaso entero de whisky en treinta segundos…

—Maldita sea —explotó—, ¿quién le ha dado esa mierda? Le he dicho a toda la gente de aquí que no le dé ni una gota, ni una gota. Y además lo estaba desintoxicando bastante bien.

—Me temo que la culpa es mía —dije contrito—. No tenía ni idea de que fuera alcohólico y cuando me invitó a alojarme con él mencionó que se había quedado sin whisky. Yo tenía un poco que llevaba a Buenos Aires, así que le di una caja.

—¡Dios! ¡Una caja! —exclamó Larkin—. Después de la desintoxicación sabe Dios lo que va a ver. Le aseguro que cuando me hice cargo de él veía cosas peores que elefantes rosa.

—Lo siento muchísimo —dije.

—No es culpa suya. Un gesto natural y amable. Pero, mire, vamos a ver si le puede usted quitar el resto del material, o parte de él. Le advierto que cuando llegan a esa fase son más astutos que zorros. Bueno, no tiene sentido que vaya yo ahora. Sería como enseñarle un trapo rojo a un toro. Mire, tenga mi tarjeta. Si las cosas se ponen difíciles, telefonéeme. Verá usted que tiene alucinaciones terribles, pero no haga caso. Probablemente le contará un montón de mentiras y tendrá que seguirle la corriente, hacer como que se las cree. Trataré de ir por la mañana, ¿de acuerdo?

—Muy bien, y siento haberle reventado sus Alcohólicos Anónimos —dije. Sonrió ligeramente.

—No se puede salvar a todos —dijo, y se marchó renqueante.

Cuando volví a la casa, James yacía olvidado de todo, con la botella vacía salvo un dedo de whisky que quedaba en el fondo. Al lado de él, en la mesa, había un antiguo gramófono de cuerda y un montón de viejos discos. En vista de lo que sucedió después, resultó macabramente adecuado que hubiera puesto a los Mills Brothers interpretando «La señorita Otis lo siente».

—Mi querido amigo —dijo, sirviéndose apresuradamente los restos del whisky—, mi querido amigo, ya has terminado tus tareas, ¿no? Buen momento para una copa; estoy seguro de que te la has ganado, ¿eh? Parece que esta botella está vacía, de forma que tendremos que abrir otra, ¿eh? Será lo mejor —y ahora tenía el pulso perfectamente firme al servir dos copas normales, una para él y otra para mí.

Sin embargo, a medida que avanzó la velada se fue emborrachando cada vez más. Apenas tocó la excelente cena que nos había preparado Ana; se quedó tirado en silencio al extremo de la mesa, agarrado a su vaso y con la botella de whisky a su alcance.

—Dime —pregunté, más por entablar conversación que nada—, ¿cómo te hiciste con esta casa tan bonita?

—¿La casa? —preguntó—. ¿Esta? La heredé. De mi tía. Esta casa y una mensualidad con tal de que nunca volviera a poner los pies en la Alegre Inglaterra. No le gustaba mi reputación, ¿entiendes? A mí tampoco me gustaba mucho en aquellos momentos.

Bebió un trago de whisky.

—¿Qué profesión crees que tenía? Vamos, imagina —dijo, con un brillo de astucia en aquellos ojos verdes.

—Bueno —dije—, resulta difícil de imaginar. Evidentemente eres una persona educada. ¿Trabajabas en la City? ¿Eras profesor quizá? ¿Estabas en la Administración?

—Bueno, casi aciertas —dijo, con una carcajada ebria—. Sí que trabajaba para el gobierno, pero además enseñaba. Enseñaba cosas muy especiales. ¿Puedes imaginar qué?

—No tengo ni idea —repliqué—. El mundo académico tiene muchas variantes.

—¡El mundo académico! Eso me ha gustado. No, chico. Enseñaba a matar. A matar profesionalmente —dijo, y llenó el vaso casi hasta el borde.

—¿O sea que enseñabas a los comandos, a la infantería de marina o algo así? —pregunté, pero empezaba a tener una sensación bastante extraña y anhelaba volver a la seguridad del barco en mi maloliente camarote.

—A la mierda con la infantería de marina —dijo, bebiéndose el vaso de un trago—. No, amigo mío, enseñaba a ahorcar.

De pronto desmayó la cabeza a un lado, con una imitación horriblemente realista de un ahorcado.

—Sí, eso es lo que enseñaba yo. Enseñaba a hacer el nudo que hace maravillas. El nudo que es la respuesta a todo. El nudo que te manda rápidamente a la eternidad. El nudo que crea menos problemas que el nudo nupcial.

—¿O sea que eras verdugo? —pregunté incrédulo.

—Bueno —respondió—, era verdugo ambulante. Claro que mi formación básica la adquirí en Inglaterra. No tenía mucho que hacer más que observar y aprender. Verdaderamente es un arte, ya sabes, romper un cuello con exactitud, para que no sufran, ¿entiendes? También entran las matemáticas, ya sabes, con objeto de que suban al cadalso y se pongan en una posición en que caigan rectos, tras juzgar la altura, el peso y el grosor del cuello. Ya te digo que es un arte.

Se detuvo, tembló violentamente y vació el vaso.

—Lo malo es que los hijos de puta no siguen muertos —añadió, con voz quebradiza—. No desaparecen. ¿Por qué no pueden quedarse donde están y dejar de volver y crear problemas? Pesaba una sentencia sobre ellos, maldita sea.

Los ojos verdes se le llenaron de lágrimas que le fueron cayendo sobre el bigote y la barba, donde desaparecían, absorbidas como copos de nieve en una tundra.

—¿Por qué no me pueden dejar en paz? —me preguntó desesperado—. Yo no hice más que mi trabajo.

—¿O sea que sueñas con ellos? —pregunté.

—¿Soñar con ellos? No, diablos. Si soñara con ellos, el doctor Larkin tiene una cosa que le duerme a uno de golpe y no se sueña nada. Ojalá soñara con ellos. El doctor podría curarlo.

—¿Es que los, ejem, ves? —pregunté. No quería utilizar el término alucinaciones por temor a que se sintiera ofendido.

—Te voy a contar lo que pasa. Como ya te he dicho, adquirí mi formación básica al final de la guerra. Entonces matábamos bastante gente y que me ahorquen si no aprendí. ¡Ja! Lo siento, lo he dicho sin pensar, no quería hacerme el gracioso. Bueno, pues terminó la guerra y, naturalmente, había docenas de personas que ajusticiar; pero en casi ninguno de los países, ya sabes, como Nueva Guinea, partes de Africa, Malaya, o incluso Brisbane, en Australia, tenía verdugo. Me refiero a verdugo de verdad, que conociera el arte, ¿entiendes? Así que me mandaban mi de viaje y yo los mataba por grupos, porque me los iban guardando. Y mientras andaba por allí enseñaba a uno o dos de los del lugar a hacerlo. Era una especie de profesor ambulante de la muerte.

Soltó una breve carcajada entrecortada por el hipo y le cayeron algunas lágrimas más que fueron deslizándose hasta perderse en el bigote. Volvió a llenar el vaso y verificó el nivel del whisky en la botella.

Entonces me mandaron a matar a un hombre en un sitio de Malaya. Como la cárcel del pueblo estaba hasta los topes, se lo habían llevado a la de una aldea a cuarenta kilómetros de distancia. Ya sabes qué clase de sitio: seis celdas de adobe, un sargento y dos números. El sargento estaba bien, pero era un dejado. Los números, como de costumbre, tenían expresiones vacías y las cabezas todavía más vacías. Por fin monté el patíbulo y vi que funcionaba bien. Después llegó el día de la ejecución. Me levanté al amanecer, comprobé el patíbulo y me encontré con que el sargento estaba borracho y drogado, inconsciente, en la cama, con una chica de dieciséis años en estado parecido. Entonces desperté a los dos números, que, gracias a Dios, estaban serenos. Llevaron al preso al patíbulo y lo preparé. Entonces, como de costumbre, le pregunté si tenía algo que decir. Naturalmente, no hablaba más que malayo, pero uno de los números tradujo en un inglés primitivo. Dijo que el hombre había dicho que no era culpable de ningún crimen. Es lo que dicen casi todos, claro, así que le puse la capucha y lo liquidé. Rápida y limpiamente.

Hundió la cabeza en los brazos un momento y le temblaron los hombros. Levantó la cara sucia de lágrimas y me contempló.

—Había ahorcado al hombre que no era —dijo.

—¡Dios mío! —exclamé horrorizado—. ¿Qué hiciste?

—¿Qué podía hacer yo? —preguntó—. Había visto al hombre por el ventanillo de la cárcel del pueblo. Me habían dado el peso y la altura, naturalmente, y yo había evaluado el grosor del cuello, la forma y el equilibrio de la cabeza. Todo eso es importante. Pero, maldita sea, no sé distinguir a un negro de otro, nunca he sabido. Y aquel maldito sargento estaba demasiado drogado y borracho para decirme nada y sus números eran demasiado estúpidos.

—¿Pero no luchó ni hizo nada?

—No, en esos sitios parecen tomarse la muerte con mucha calma.

Se sirvió otro vaso lleno de whisky. Me pregunté cuántas botellas quedarían.

—Ya te puedes imaginar la sensación que causó cuando se supo. Titulares en todo el mundo: «Verdugo terrible». «El hombre que mata por diversión». «El ejecutor brutal». «El verdugo despreocupado». Ese género de cosas. Me extraña que no las vieras.

—Estaba en África, un poco apartado de todo —dije, sin añadir que lo más probable es que estuviera en una aldea a sesenta kilómetros de la carretera más próxima y a la que no se llevaba The Times todas las mañanas.

—Bueno, aquello acabó conmigo. Naturalmente, llevaron a cabo una investigación oficial y dieron más o menos por sentado que yo era culpable de negligencia. Dijeron que debería haber esperado hasta que se recuperase el sargento. Pero ¿cómo iba a esperar? Tenía que coger un avión y hacer otro trabajo. No podía dejar colgados al resto de pobres muchachos, ¿no? —y parecía inconsciente de lo que acababa de decir—. Así que me despidieron con un puñado de monedas. Mi tía, que es un pilar de la Iglesia, naturalmente se quedó horrorizada, de forma que me arregló las cosas desde el punto de vista financiero y me envió aquí.

»Ya estaba empezando entonces, pero pensé: maldita sea, Paraguay está tan lejos que ahí no me podrán seguir.

—¿Quién no te podía seguir? —pregunté, asombrado. Me miró y se le volvieron a llenar los ojos de lágrimas.

—Las caras —sollozó—. Las caras de esos malditos.

Esperé hasta que logró controlarse.

—Mira, empezó un día cuando me estaba afeitando. Vi que un lado de mi cara era como una especie de borrón… estaba algo así como desenfocado. Bueno, fui al medico y éste me envió al oculista. No encontraron nada malo. Pero el borrón seguía ahí e iba empeorando. Se me desenfocaba toda la cara. No veía más que lo suficiente para afeitarme. Después, un día, de pronto, miré al espejo y lo que encontré no fue mi cara, sino la cara de O’Mara, el primer hombre al que colgué, en no recuerdo qué parte del norte de Nigeria, que había hecho pedazos a su mujer con un cuchillo. Bueno, me llevé tal sorpresa que me quedé contemplando el espejo y entonces O’Mara me sonrió. Echó la cabeza a un lado, sacó la lengua, después se volvió a enderezar, volvió a sonreírme, me hizo un guiño y desapareció. Creí que sería el whisky. Quizá hayas visto que me gusta echar un trago de vez en cuando. Entonces empecé a afeitarme y al minuto siguiente se me emborronó la cara y apareció la de Jenkins. Dios mío, como me miraba. Se me cayó la navaja del miedo. Después desapareció y el que vino fue Yu Ling, y después Thomson, y después Ranjit Singh, y así sucesivamente, doce de ellos. Recuerdo que empecé a vomitar en el baño y que me dieron unos temblores por todo el cuerpo como si me hubiera dado el paludismo. Sabía que no se lo podía contar a mi médico: me metería en una celda acolchada al minuto. Creí que quizá fuera el espejo, así que fui a comprar otro. Pero a la mañana siguiente lo habían encontrado. Compré otro y lo mismo. Creí que podría ser el tamaño o la forma. Me gasté una fortuna en espejos, pero para nada, metían las caras en cada uno de ellos, maldita sea. Por eso ahora me dejo —dijo tocándose la cara— esta estúpida barba.

—Pero seguro que un barbero… —empecé a decir.

—No —interrumpió—, al primer hombre al que le puse una cuerda le rocé con los dedos. Tenía el cuello como tibio, suave, aterciopelado, ya sabes. Recuerdo que pensé: «Dentro de treinta segundos este cuello estará roto y dentro de unas horas no será tibio ni aterciopelado, sino que será como cordero frío». Aquello fue como un golpe, ya sabes. Me inquietó bastante. Por eso no me gusta que la gente me toque la garganta ni el cuello. Me hace sentir mal. En realidad es una tontería. Pero así es. O sea, que nada de barberos. ¿Me crees?… me refiero a lo de los espejos.

—Sí, naturalmente, —contesté, tratando de utilizar mi tono más convincente—. Está claro que viste algo que te dio miedo.

Llenó el vaso y miró el reloj.

—Esta noche tenemos una reunión del consejo para resolverlo de una vez para siempre. No puedo retrasarme. Tengo que mantenerme sereno. Son más astutos que Maquiavelo. Pero tenemos el tiempo justo. Ven, voy a enseñarte algo.

Llevando el vaso con tanto cuidado como si fuera su vínculo con la vida, me llevó por un pasillo donde había una puerta doble enorme. Metió la llave en la cerradura, abrió de un golpe y encendió una gigantesca y centelleante araña que había en el centro de la habitación. Esta era larga —mediría doce metros por seis— y, en el sentido de la longitud, tenía colocada una ancha mesa de palo rosa muy bien cuidada. A los lados estaban ordenadas doce sillas, seis a cada uno de ellos, y al extremo estaba la decimotercera, un mueble minuciosamente tallado con brazos enormes. Toda la pared del fondo estaba ocupada por un espejo gigantesco con un marco de oro, que reflejaba la mesa, las sillas y la araña del techo. Era una estancia impresionante; pero lo más asombroso eran las paredes, en las que había una multitud de espejos de todas las formas, tamaños y colores, desde altos espejos de sastre hasta espejos redondos de cuarto de baño, pasando por otros, diminutos, de bolso de señora. Eran redondos, ovalados, cuadrados e incluso triangulares. Algunos tenían marcos muy recargados, otros marcos baratos de madera y otros estaban enmarcados en cromado brillante. Lo único que tenían en común es que todos estaban clavados en la pared con un clavo agudo de hierro que, emplazado en el centro, había hecho añicos el espejo.

—¿Ves? —comentó James, tambaleándose un poco y con un gesto hacia los espejos—. Todos esos he probado. Pero se metían en ellos, como las ratas en un henar. Si eres supersticioso, clavados en la pared hay aproximadamente mil años de mala suerte. ¡Ja! A mí la mala suerte me llegó antes de romperlos.

Contempló sorprendido su vaso vacío y echó una mirada al reloj.

—Vamos a tomar otra copa —dijo—. Hay tiempo de sobra.

Entonces, con un escalofrío de aprensión, vi que delante de cada silla cuidadosamente colocada, excepto la decimotercera, había una tarjeta con un nombre escrito en mayúsculas. Tuve justo el tiempo de leer algunas antes de que apagara la luz: O’Mara, Ranjit Singh, Jenkins, todos los ahorcados que había mencionado. Había dicho que era una reunión del consejo, pero a mí me parecía más bien la sala de un jurado: un jurado de doce muertos. Temblé y confié en que no me pidiera asistir como observador.

Cerró cuidadosamente con llave la gran puerta doble y nos dirigimos al porche. La tormenta estaba ahora justamente encima de nosotros y trataba de devorar la casa, sacudiéndola con truenos, lanzando a lo largo de las acanaladuras de acero relámpagos como zarpazos que producían torrentes de chispas, escupiendo una cortina de lluvia cuyo ruido en el tejado sofocaba casi el croar de las ranas. Teníamos que gritar para hacernos oír.

—Ya pasará —dijo James, llenando nuestros vasos—, como siempre.

Pero la tormenta no quería pasar. Seguía situada sobre nosotros, anclada a nosotros, como si supiera que iba a ocurrir algo extraño y quisiera desempeñar su papel. Estaba agazapada sobre nosotros igual que un gato se echa encima de un ratón medio muerto, esperando cualquier movimiento.

James, miró el reloj.

—Ahora tengo que marcharme, amigo mío —gritó—. Mis disculpas, pero esta reunión es importante. Ya sabes dónde está tu habitación, ¿no? Bueno, si hacemos demasiado ruido golpea en el suelo. Aunque no creo que nos oigas con todo este escándalo.

Se puso de pie, en apariencia perfectamente sereno, con tan buenos modales como el más educado de los anfitriones.

—Lo siento —dijo—, pero es importante, ya sabes, para aclarar las cosas.

—Lo entiendo perfectamente —repliqué.

Así que se dirigió a la extraña sala con su multitud de espejos rotos y yo subí a mi habitación con la gigantesca hamaca de Guinea tendida de una pared a otra. Encima tenía doblada una manta de vicuña, suave y ligera como una tela de araña y cálida como una hoguera. Me desnudé, me envolví en ella, fui cautelosamente al principio de la escalera y me agaché. El trueno hizo otra tentativa de destripar la casa, azotándola con sus relámpagos, y después todo quedó en silencio un breve momento y oí la voz de James Mentón:

—Pero tenéis que comprender que yo era un funcionario público, un servidor de la Corona. No fui yo quien te condenó, Jenkins, sino el juez y el jurado… ¿por qué no vas a fastidiarlos a ellos?… ¿porque te maté yo? Pero ¿no comprendes que me pagaban por matarte?: eras culpable… ah, sí que lo eras, maldita sea, con su cadáver en el maletero de tu coche… el cuchillo lleno de huellas tuyas… con su sangre en la ropa… nada de pruebas circunstanciales. No, no le dije a nadie que te cagaste justo antes de que te hiciera caer. No digas…

Volvió a rugir el trueno, y duró tanto tiempo que me perdí el resto del intercambio. Después volvió el silencio y oí el tintineo de la botella contra el vaso. No se oían más voces, sólo la de Mentón:

—Tú sabes perfectamente, Yu Ling, que fue un accidente: te contemplé por la mirilla media hora, pero estabas tan acurrucado. No podía ver que tenías un cuello tan esbelto. Los verdugos profesionales no tienen la costumbre de arrancar la cabeza, ya sabes. Ya sé que fue una vergüenza para ti…

Más truenos y un ruido como de astillas cuando un rayo dio en uno de los desagües y éste se soltó.

Me quedé sentado en el extremo de la escalera quizá dos horas, mientras escuchaba la discusión de Mentón con los hombres a los que había ahorcado y los truenos sacudían la casa, hasta el punto de parecer que fuéramos dados en un cubilete. En determinado momento bajé de puntillas la escalera, me serví un whisky y volví a subir para seguir escuchando a Mentón.

—¡Está bien! ¡Está bien! —gritó por fin—. Disponéis de dos minutos para estudiar vuestro veredicto, como decís. Yo dispongo de diez minutos para servirme una copa y estudiar mi veredicto.

Cuando salió rápidamente, cerró la puerta y fue corriendo por el pasillo hasta el porche. Me puse de pie y me aparté del extremo de la escalera. Me pregunté si debía unirme a él so pretexto de insomnio, pero oí que se servía una copa y empezaba a pasearse arriba y abajo, murmurando en voz baja, y decidí no hacerlo. De momento parecía que la tormenta se había retirado; no se oía más que el golpeteo constante de la lluvia como gravilla que cayera sobre la casa, y de vez en cuando se veía un relámpago dorado. De pronto volvió a entrar rápidamente en el vestíbulo, con el inevitable vaso de whisky en una mano. Abrió de golpe la puerta doble, por la que salió una intensa luz, y después la cerró.

—Bien, caballeros, si me permitís que os dé ese tratamiento, ¿habéis estudiado vuestro veredicto?

Me incliné hacia adelante para escuchar, y la tormenta, que había estado al acecho, se lanzó contra la casa con un estallido de truenos superior a todo lo anterior. Al desvanecerse oí la voz de Mentón:

—¿De manera que ése es vuestro veredicto? Bueno, os voy a decir lo que pienso de vosotros, panda de asesinos. Merecíais lo que tuvisteis. Tenéis tanta cabeza como una partida de niños retrasados mentales. Todos merecíais morir y yo me alegro mucho de haber hecho el trabajo de liquidaros. Me enorgullezco, ¿entendéis? Me enorgullezco de haber eliminado tanta basura de la tierra…

Otro fragor de truenos me impidió oír su discurso.

—No te enfrentes con ellos, idiota —me encontré diciendo, como si su jurado imaginario fuera de carne y hueso. Siguieron rugiendo los truenos y no volví a oír la voz de Mentón. Al cabo de un rato oí algo que interpreté como un ronquido y, juzgando que por fin el whisky había hecho su labor y que James se había quedado dormido sobre la mesa, volví a mi hamaca, aunque confieso que dormí de forma intermitente.

Al despertarme fui directamente a la habitación de James, donde, como una larga vaina blanca ya privada de sus semillas, colgaba su enorme hamaca. Bajé las escaleras y llamé a la gran puerta doble en el pasillo oscuro.

—James —llamé—, soy yo, Gerry. ¿Puedo entrar?

No hubo respuesta. Tenté el picaporte y vi que estaba cerrada con llave. Me apoyé en ella y me pareció bastante frágil. Después de dar un paso atrás pegué una patada en la cerradura. A la segunda se abrió la puerta y, momentáneamente, me sentí cegado por la luz de la araña, que había dejado encendida. Entré en la sala y miré al otro extremo de la habitación. Todo estaba reflejado en el espejo de aquella pared: la gran mesa de madera bruñida con las tarjetas, las sillas, y después, al fondo, donde debería haber estado la decimotercera, colgaba de la viga el cadáver de James Mentón. No era un espectáculo agradable. La gran silla que debía de haber ocupado yacía de lado, junto a la mesa. Era evidente que había subido la silla a la mesa (¿o lo había hecho alguien?), que había puesto la cuerda en la viga y que después había dado una patada a la silla (¿o la había quitado alguien?). Evidentemente había muerto, pero consideré que debía cortar la cuerda.

Fui a la cocina y encontré un cuchillo bien afilado. Con esfuerzo, volví a colocar sobre la mesa la gran silla. De cerca, los restos mortales de James eran todavía menos atractivos que de lejos, pues, aparte de un hedor nauseabundo de excrementos, había sangrado por la nariz y tenía la barba y el bigote lleno de costras de sangre seca. Tuve que agarrarlo para apoyar el peso al cortar la cuerda, de modo que quedamos cara a cara y el olor a whisky rancio casi me hizo vomitar. Al cortar la cuerda y recibir su peso, la silla, en la superficie pulida de la mesa, se deslizó como una piedra sobre el hielo y cayó al piso con el cadáver y conmigo. Por desgracia, caí encima de James y mi peso le hizo eliminar más excrementos con un horrible ruido burbujeante, al tiempo que, al aflojarse levemente el nudo al cuello, se liberó un hálito de aliento fétido que me lanzó a la cara. Me puse de pie como pude, fui a la cocina y vomité con violencia.

Decidí que lo mejor que podía hacer era telefonear al doctor Larkin. Pese a que acababa de amanecer, respondió a la segunda señal.

—Sí, aquí el doctor Larkin —dijo— ¿Quién habla?[2].

—Soy yo, Gerry Durrell —respondí.

—¿Qué ha hecho James ahora? —preguntó.

—Tuvo unas alucinaciones terribles anoche y esta mañana lo he encontrado ahorcado.

—¿Dice usted que se ha ahorcado? —preguntó Larkin muy serio.

—Bueno… sí, supongo que sí. He cortado la cuerda. No cabe duda de que ha muerto. El nudo estaba bajo la oreja derecha, de modo que murió asfixiado en lugar de caer limpiamente.

—¿La oreja equivocada, eh? Después de tantas historias de su época de verdugo.

—No, estaba muy borracho y era zurdo —expliqué, pero en realidad estaba pensando: «¿Quién sería el que se las arregló para hacer que muriese de forma tan dolorosa?».

—Mire —dijo Larkin—, váyase de ahí, haga la maleta y vuelva al Dolores. Va a zarpar dentro de una hora, según me dicen. Pero no se quede ahí, porque le detendrán.

—¿Detenerme por qué, por el amor de Dios?

—En el Paraguay, si eres gringo te pueden detener por cualquier motivo. ¿Quiere usted pasarse un año en la cárcel mientras un montón de abogados hispanos lo discuten?

—No —dije decidido.

—Bien, haga la maleta y váyase al barco. Voy a ir inmediatamente y seré yo quien informe y diga que le corté la cuerda. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —dije.

—Ah, y, Durrell, supongo que no queda nada de ese whisky, ¿verdad?

—Milagrosamente, quedan dos botellas.

—Déjemelas en la mesa del porche, si es usted tan amable.

—¿Son sus honorarios? —pregunté.

—No, son para el Jefe de Policía. Adiós —y colgó de golpe.

Metí a toda prisa mis pocas cosas en la maleta, bajé la escalera y, para mi gran asombro, vi que me esperaba un indio sonriente.

—Capitán… barco… adiós —dijo.

Le entregué mi maleta y le indiqué con un gesto que se adelantara. Me quedaba una cosa por verificar; algo que había visto, pero en lo que no me había fijado bien. Volví a la sala donde yacía el cadáver hinchado y desfigurado del pobre James y contemplé la mesa. Advertí con un leve estremecimiento que no me había equivocado. Las doce sillas de las tarjetas estaban vueltas mirando hacia el extremo de la mesa, como si la gente que las ocupara las hubiera girado para ver mejor. ¿Ver mejor qué? ¿Una ejecución?