Ludwig

Los británicos siempre han dicho que los alemanes no tienen sentido del humor. Yo siempre he sospechado que esa generalización es exagerada y, como casi todas las generalizaciones, probablemente falsa. Mi limitadísima experiencia con la raza alemana no me había llevado a la idea de que tuviera un sentido excesivo del humor, pero, como en general se ha tratado de conversaciones con un director de zoo alemán sobre las muelas del juicio de los chimpancés o las uñas incrustadas de las patas de un elefante, se echa de ver por qué el humor no se ha deslizado en esas conversaciones. Sin embargo, pensaba que en alguna parte debía de esconderse un alemán con sentido del humor, igual que uno siempre sospecha que en alguna parte debe de esconderse un hotel inglés en el que se pueda comer bien. Pensaba que debía haber llegado a sus oídos que se los consideraba carentes de humor y que esto habría aumentado sus múltiples complejos, pero también que los alemanes más jóvenes, horrorizados ante esa calumnia, podrían haber manufacturado ya, con sus sorprendentes aptitudes técnicas, un sentido del humor. De forma que estaba perfectamente preparado, en caso de que se cruzaran nuestros caminos, para encontrarme con ese joven alemán (o, preferiblemente, con esa joven alemana) y tratarlo con la mayor amabilidad y asegurarle a él o a ella que no creía tamaña calumnia. Como siempre ocurre cuando uno hace una promesa altruista de ese tipo, la oportunidad llega antes de lo que uno piensa.

Atravesaba un período de grandes dificultades matrimoniales y, como ese género de ambiente doméstico no favorece los esfuerzos que lleva aparejados la creación de un libro, hice las maletas y me fui a la ciudad costera de Bournemouth, en el sur, donde había vivido en mi juventud. Estaba lo bastante lejos como para hacer que resultara improbable encontrarme con una partida de pelmas, dado que no era la temporada. De hecho, casi todo el tiempo que estuve allí fui el único huésped de un gran hotel. Es algo que le da a uno una sensación rara, como si fuera uno la última persona a bordo del Titanic. Fue allí donde conocí al temible Ludwig y, aunque no me devolvió la cordura —en todo caso nunca he tenido mucha—, desde luego sí me devolvió el sentido del humor, aunque él no se dio cuenta en absoluto de su buena obra.

La primera mañana, antes de salir a contemplar los atractivos de la ciudad, me dirigí al bar del hotel a una hora en la que me pareció que sería legal para los democráticos ingleses ingerir bebidas intoxicantes sin peligro de ir a la cárcel, pero, para mi pesar, encontré que el bar estaba cerrado y bien cerrado. Iba a volverme por donde había venido, murmurando observaciones nada corteses acerca de la fatuidad de las leyes sobre los horarios de apertura, cuando vi que se me acercaba un hombre más bien joven, vestido con pantalones a rayas, chaqueta oscura y una camisa blanca con delicados encajes cuyo resplandor habría dado vergüenza al Océano Ártico, coronada por una corbata de pajarita más bonita que una mariposa. Evidentemente, ocupaba un puesto bastante alto en la administración del hotel. Se me acercó con la cabeza ligeramente ladeada, los ojos azules muy abiertos, inocentes y esperanzados. Advertí que había empezado a quedarse calvo prematuramente, y por eso, con gran habilidad, se había dejado crecer el pelo y lo llevaba peinado hacia adelante y cortado en un ángulo agudo, como un pico de viuda, lo cual hacía muy buen efecto en aquella cara huesuda y más bien atractiva. Le hacía parecer un joven Napoleón.

—¿Ocurre algo, señor? —preguntó, y por su acento deduje que debía de ser alemán.

—¿A qué hora abre el bar?

En caso de que me hubiera dicho que tendría que esperar hasta las doce, estaba más que dispuesto a exponerle detalladamente mi opinión sobre las leyes británicas de apertura, los hábitos de bebida de los británicos en comparación con los continentales, y terminar diciendo que creía que habían aprobado un magnífico proyecto de ley para permitir que los adultos pudieran beber en sus hoteles a las horas que quisieran. Sin embargo, no me dio la oportunidad.

—Todavía no ha llegado el barman, señor —dijo con tono de disculpa—. Pero si quiere tomar algo, yo se lo abro.

—Ah —dije—. ¿Está usted seguro de que no le importa? Quiero decir que no deseo crearle a usted ningún problema.

—No hay problema, señor —dijo cortésmente—, si espera usted un momento mientras consigo la llave.

Al cabo de un momento llegó con la llave, abrió el bar y me sirvió la cerveza que yo quería.

—¿Quiere usted tomar algo? —pregunté.

—Muy amable por su parte, —dijo sonriente, con los ojos azules brillantes de placer—. Tomaré lo mismo.

Bebimos en silencio un momento y después le pregunté cómo se llamaba.

—Ludwig Dietrich —dijo, y añadió, un tanto a la defensiva—: soy alemán.

—Por desgracia —dije con un tono de pena que no sentía—, sólo he visitado Alemania una vez y muy poco tiempo, de forma que no puedo decir que conozca el país.

No hice referencia a que había encontrado al personal del hotel descortés, la comida intragable y que toda la experiencia había sido como estar metido en un flan de sebo durante tres días; quizá tuve mala suerte. Sin embargo, pensé que era posible que él fuera el alemán que yo andaba buscando, el alemán con sentido del humor. De forma que, tras tomarme un par de cervezas con Ludwig, igual que un pescador va echando la caña en una charca, le eché a la conversación unas migajas de humor. Claro que no eran más que migajas, pero él se rió con ellas y se me abrió el alma como una rosa. De todas las personas del mundo, yo era el afortunado. Había encontrado la olla llena de monedas al extremo del arco iris. Había encontrado al único alemán con un sentido del humor, algo más raro que un hombre con seis cabezas. Por desgracia, iba a enterarme de que dos carcajadas en un bar, igual que dos golondrinas mal orientadas, no hacen verano.

Cuando me separé de él me zambullí en Bournemouth para volver a algunos de los escenarios de mi juventud y gozar con los tesoros culturales de este lugar, el más refinado de toda la costa sur. Con gran horror, descubrí que en veinticinco años se habían producido tantos cambios que apenas reconocía nada.

Sin embargo, algunas cosas permanecían intactas. Por ejemplo, estaban los Jardines de Recreo, con sus arriates de flores bien ordenados, sus rocallas, sus cascadas y sus charcas, estas últimas despojadas de sus reflejos por una capa fina de hielo y las rocallas revestidas de cojines blancos dejados por la última nevada, tachonadas de valerosos crocus de colores amarillo canario y malva. Seguía estando el muelle, bañado por las olas coronadas de espuma que rodaban bajo sus patas de hierro y morían al trazar unas curvas de níveo encaje en la playa. Y seguía estando el Pabellón, ese núcleo viviente de la cultura de Bournemouth, donde una vez había tenido yo que perseguir a un cachorro blanco de pequinés entre las piernas indignadas de los melómanos que trataban de disfrutar con Mozart.

Recordé a la muchacha culpable de aquello, con su deliciosa nariz y su delicioso empleo del idioma inglés. ¿Debía telefonearla?, me pregunté. Después me di cuenta de que no conocía su paradero. Me di la vuelta y volví hacia la ciudad. El viento era helador, pero el cielo estaba azul y el sol tenía un color amarillo asfódelo que insuflaba algo de ánimo. Pasé por los soportales, que celebré ver seguían intactos, y enfrente, para gran satisfacción mía, estaba mi taberna favorita, el Bar Victoria. Entré en su cálido interior; con su barra larga bien brillante, sus sofás y sillas de terciopelo rojo, sus extrañas mesas de hierro forjado pintado de color dorado, estaba igual que yo lo recordaba. Pedí una pinta de Guinness de barril, más oscura que una doncella de Abisinia y con una corona de espuma blanca como un brote de capullos en mayo, y me quedé mirando cómo el sol inundaba aquella maravilla de taberna con tres de sus ventanas cuidadosamente grabadas y talladas. Es cierto que no exhibían el arte de un Whistler, pero eran gloriosamente victorianas, y estaban trabajadas de un modo que hoy no se podría encontrar. El bar estaba lleno de personajes dickensianos de esos que sólo se reúnen en las tabernas inglesas de este tipo. Ancianas con caras como nueces, cómodamente acurrucadas con su oporto con limón; un hombre alto y delgado con un abrigo negro como el carbón, de cuello de terciopelo, y un sombrero negro de ala ancha (algún actor olvidado de los años veinte), que contemplaba, como un halcón pálido, a todo joven bien parecido que entrase; dos hombres sumidos en su conversación que, con las manos, cubrían protectoramente sus pintas de cerveza, mientras que a sus pies, jadeante, sin resuello y exuberante, se sentaba un bulldog inglés que exudaba afabilidad con todo el que pasaba a su lado y le bailaba con el trasero una hula que en Bali habrían envidiado; una viejecita que debía de tener casi noventa años, con un sombrero de color rosa vivo en forma de casco de policía, guantes y botines a tono, y medias plateadas, que hablaba muy en serio con una señora muy gorda que llevaba un sombrero negro con plumas de avestruz y un abrigo de piel que parecía arrancado a destiempo a un anciano buey almizclero. El aire olía a cerveza y oporto y a diversos licores, igual que un buen hotel francés huele a comidas bien guisadas. Al igual que una mujer hermosa realza su belleza con su perfume, el bar exhalaba los delicados aromas de un millón de copas bien disfrutadas. Mientras sorbía la oscuridad cremosa de mi Guinness, esperaba que en cualquier momento apareciese Sherlock Holmes, seguido por un Watson estupefacto y atónito, y pronunciase su agudo comentario: «Cuando quiera saber algo, mi querido Watson, vaya a la taberna del pueblo».

De mala gana terminé mi cerveza y salí al frío. Hice una pausa durante un momento, sin saber a dónde ir. Lo único que me parecía haber mejorado en Bournemouth era que se había convertido casi en una ciudad universitaria, de forma que, mientras que en mis tiempos la única gente que se veía por las calles eran robustos brigadieres y señoras ancianas, ahora se encontraba uno con la visión estimulante de africanos de cabezas lanosas, marrones como el chocolate, iraníes de piel oscura y ojos rasgados, y grupos de preciosas muchachas chinas y japonesas, como bandadas de mariposas o como encantadoras aves de un color ámbar pálido, cuyas manos, de huesos tan finos como varillas de abanicos, trazaban ballets de explicaciones mientras trotaban por la calle.

Tenía frío y me sentía solo, de forma que decidí regresar al hotel y ponerme a escribir hasta que fuera la hora de comer. Me senté en el bar, lleno de brillos y de cromados, y me tomé otra Guinness. Estuve escribiendo con perseverancia durante un rato y después leí el párrafo que acababa de redactar. Me contempló con malevolencia, como suele ocurrir con los primeros párrafos, cuando se han reunido todas las palabras y le dicen a uno que, haga lo que haga, van a encargarse de no gustarle, y que tampoco se va a tener más éxito con el párrafo siguiente. Mentalmente recorrí mi amplio repertorio de tacos en inglés, griego, español y francés, lo único en que puedo preciarme de ser cuatrilingüe. Después pedí un coñac doble. Fue un error. La cerveza lager, la Guinness y el coñac animan mucho cada uno aisladamente, pero consumidos, por así decirlo, en forma de tortilla, tienen un efecto deprimente. El atractivo camarero italiano, Luigi (a quien llegué a conocer mejor más adelante), vio mi expresión lúgubre y, con mucho tacto, se fue al otro extremo de la barra y se puso a limpiar vasos con tesón. Se había dado cuenta de que el coñac era un error. Me estaba preguntando qué forma de suicidio sería la menos dolorosa cuando a mi lado apareció Ludwig.

—¿Ha pasado usted una mañana agradable, señor? —preguntó, mirándome preocupado.

Bajé la pluma y terminé el coñac.

—Si pregunta usted —dije despacio— si he disfrutado al volver a visitar los lugares de mi juventud y sentir que tengo por lo menos ochenta años, la respuesta es no.

—¿No tendrá usted ochenta años? —preguntó asombrado—. Parece usted mucho más joven.

—Gracias —dije—. De hecho, si no me miro en los espejos, puedo decir que tengo cuarenta años, me conservo bien y soy guapo, pero la honradez me obliga a reconocer que soy mucho mayor y me hallo en una situación más decrépita.

—Bueno —dijo Ludwig, decidido a reparar cualquier daño que hubiera podido infligir a mi moral—, pues no lo parece.

—Gracias —repliqué—. Beba usted algo.

—Gracias —respondió—. Tomaré una ginebra.

Pedí una ginebra y, con talante afable, otro coñac. Brindamos el uno por el otro.

—La ginebra —observé— es muy mala. ¿Por qué corre usted un peligro seguro de muerte bebiéndola?

En la cara de Ludwig apareció una expresión de preocupación.

—¿La ginebra? ¿Es mala? —preguntó preocupado—. ¿Por qué?

—¿No lee usted Lancet? —pregunté simulando asombro.

—¿Qué es Lancet? —preguntó.

—La mejor revista médica del mundo —aclaré—. Lo explica todo… todos los nuevos descubrimientos. Da instrucciones a los médicos. Ya sabe usted, cómo echar alquitrán hirviendo en un muñón cuando se acaba de amputar una pierna… ese tipo de cosas. La leen todos los médicos.

—O sea —dijo Ludwig— que es una especie de revista para médicos.

—Podría decirse —respondí, preguntándome lo que pensaría el Colegio de Médicos de esa descripción—. Pero, naturalmente, sólo tiene fotos de arterias, de glándulas, de lepra y cosas así. Nada de desnudos ni pornografía, salvo que a veces los textos van directamente al grano, si permite usted la expresión.

—¿Y qué dice esa revista acerca de la ginebra? —preguntó Ludwig, contemplando su copa con suspicacia.

—Bien —dije—, para empezar tiende a dejarlo a uno calvo.

Se llevó, nervioso, la mano a su cuidadísimo pico de viuda.

—Y además origina mal aliento, pudre los dientes y produce fuertes ataques de rodilla de beata —concluí.

—¿Qué es rodilla de beata? —preguntó.

—Bueno, es lo que le da a las beatas —repliqué—. A usted probablemente le daría rodilla de subdirector, que es igual pero más doloroso.

—¿Cuándo descubrió usted todo eso? —preguntó Ludwig.

—Hace poco. Tome otra copa.

—Gracias. Tomaré una cerveza —dijo—. La cerveza sienta bien, ¿no?

Suspiré. Aquel alemán mío no tenía sentido del humor o, si lo tenía, estaba dormido. Quizá, si excavaba con cuidado, podría descubrir los manantiales burbujeantes de la risa.

—No me haga caso —apunté—. Me gusta mucho gastar bromas.

—Bromas —dijo Ludwig muy serio, como si fuera una palabra desconocida para él—. Ah, sí, es bueno gastar bromas; no hay que estar serio todo el tiempo. Las bromas hacen reír.

Sorbí mi coñac y contemplé a mi nuevo amigo. No era feo, con aquellos ojos grandes, suaves, serios y azules, pero recordaba vagamente a un conejo nervioso. Me daba la impresión de que, sin llegar a hacerlo de hecho, se pasaba la vida mirando por encima del hombro en busca de un enemigo, quizá de un germen, imaginario.

—¿Podemos tutearnos, Ludwig? —pregunté—. Yo me llamo Gerry.

—Con mucho gusto —respondió con una sonrisa encantadora y una pequeña reverencia. Decidí someterlo a una prueba.

—Dime, Ludwig —pregunté—, ¿a quién le puedo presentar una reclamación en este hotel?

Compuso un gesto de gran consternación.

—¿Reclamación? —preguntó—. ¿Quieres reclamar por algo?

Sus dedos se crisparon en torno al vaso, como si se hubieran materializado sus peores temores.

—Lo que quiero decir —expliqué— es que si quiero presentar una, ¿adonde debo dirigirme?

—Dime cuál es tu reclamación —dijo ansioso—. Haré lo que quieras.

—Mira —dije paciente—, suponte que no me gusta el color de la alfombra de mi habitación; ¿a quién habría de reclamar?

—Puedo hacer que te cambien los muebles —dijo, preocupado y conciliador—. Pero la alfombra no se puede quitar, está clavada. Sin embargo, te puedo pasar a una habitación con la alfombra de otro color.

—No quiero mudarme. Me gusta el color de mi alfombra.

—Pero has dicho… —empezó.

—Lo de la alfombra era una broma —le expliqué. Hizo un gesto como si hubiera acabado de eludir un vehículo lanzado a toda velocidad.

—Una broma —dijo—. Ah, sí, las bromas —concluyó con una nerviosa risa de alivio.

—Sin embargo —añadí—, está lo de la ducha.

Su alivio se evaporó y recobró el nerviosismo.

—¿La ducha? ¿Qué pasa con la ducha? —preguntó preocupado.

—No estoy asegurado contra la ceguera causada por un chorro de agua hirviendo cada vez que la uso —expliqué—. Además, sólo echa agua en una dirección, y resulta tedioso tener que salir al pasillo para poderla aprovechar.

—¿Otra broma? —preguntó esperanzado.

—Por desgracia, no —dije con voz triste—. Esta mañana me dio en los ojos un chorro de agua caliente tan feroz que estuve a punto de telefonear a la recepción para que me enviase un perro guía que me llevara a desayunar.

—Haré que la arreglen inmediatamente —dijo, y, bebiéndose la cerveza de un trago, salió corriendo como una bola de maleza en el desierto, un manojo de nervios al descubierto.

No volví a verlo hasta la noche. De forma quizá imprudente estaba celebrando la víspera de mi cumpleaños con coñac, líquido que puede inspirar pensamientos claros como el cristal, como iluminados por algún extraño fuego, pero también puede soltar la lengua y hacerla indiscreta. Estaba sentado en el gigantesco salón, silencioso y vacío, tratando de escribir, cuando de pronto se presentó de forma desconcertante ante mí, porque las alfombras, blandas y gruesas, habían silenciado sus pasos como un manto de nieve.

—Hola —dijo contemplándome muy serio—. Ya es tarde para estar levantado.

—No puedo dormir, y por eso estoy escribiendo —dije—. Llama al timbre y aparecerá un extraño portero de noche como un genio salido de la botella, con coñac para mí y lo que tú le pidas para ti.

Llamó al timbre y se sentó frente a mí, contemplándome con una expresión ligeramente preocupada.

—Escribes mucho —observó.

Teniendo en cuenta que me había estado contemplando la única frase que había logrado escribir en media hora mientras trataba de pensar cómo continuar, acogí exasperado aquella observación. Cerré de un golpe mi cuaderno.

—Sí —dije—, escribo mucho. Por desgracia, el número de extranjeros que hay en Bournemouth afecta a mi estilo.

—¿Estilo? ¿Qué es eso? —preguntó.

—Mi forma de escribir.

—¿Se ve afectada por los extranjeros? —preguntó atónito.

—Naturalmente —dije—. Todo inglés normal se ve afectado por los extranjeros. ¿No lo sabías? Lo que no entiendo es por qué el Todopoderoso no hizo que todo el mundo fuera inglés.

—Pero ¿cómo te afectan a ti los extranjeros? —interrogó.

—Sencillamente, porque no son ingleses —dije—. Mira, salgo a la calle y ¿qué es lo que veo? ¿Ingleses e inglesas? No, un montón de chinos, iraníes, abisinios y basutos. Después vuelvo al hotel y ¿qué es lo que descubro? ¿Ingleses? No. Un asqueroso camarero italiano llamado Luigi, que parece el tataranieto de Maquiavelo, y una cohorte de camareros que son todos o asquerosos españoles o asquerosos italianos o asquerosos portugueses, y no me cabe duda de que por alguna parte me acecha un asqueroso francés que apesta a ajo.

—Pero yo soy extranjero —comentó Ludwig.

—Exactamente —dije—. Tú eres un asqueroso cabeza cuadrada. Esto del Mercado Común está llegando demasiado lejos. Dentro de poco Gran Bretaña estará tan llena de sucios extranjeros que me veré obligado a ir al extranjero para disfrutar de la compañía de los ingleses.

Me contempló durante un largo rato y después se echó a reír.

—Un asqueroso cabeza cuadrada —repitió, con una gran sonrisa—. Ahora ya sé que estás de broma.

Suspiré.

—Sí —reconocí—. Estoy de broma.

—¿Qué clase de libros escribes? —preguntó.

—Novelas de sexo —expliqué—. Novelas sobre maníacos sexuales que se pasan el tiempo violando y saqueando en hoteles como éste.

Se produjo otra pausa momentánea y después sonrió.

—Vuelves a bromear; lo sé —dijo satisfecho.

Apareció el portero de noche y, antes de que Ludwig pudiera decir nada, pedí dos coñacs. Pareció escandalizarse y estaba a punto de protestar cuando levanté la mano.

—Estamos celebrándolo —dije, contemplando el reloj.

—¿Celebrando? —preguntó—. ¿El qué?

—Dentro de un minuto será medianoche —repliqué—, y entonces será mi cumpleaños: alegría, felicidad, y todas esas cosas. En tu lugar, yo me apartaría un poco; lo más probable es que me convierta en un hombre lobo, una calabaza o cualquier otra cosa.

—¿Tu cumpleaños? —preguntó Ludwig—. ¿De verdad? ¿No estás de broma?

—No, dentro de un minuto tendré a mis espaldas cincuenta y dos años gloriosamente malgastados.

El portero trajo las copas. Ludwig y yo las levantamos y, cuando las manecillas del reloj llegaron a las doce, Ludwig se puso en pie y brindó por mí.

—Felicidades, y que sea por muchos años —dijo.

—Gracias —respondí—; lo mismo te deseo.

Bebimos.

—Tienes cara de estar preocupado —comentó con cara de estar preocupado por mí.

—Bueno, ¿tú no lo estarías? —pregunté.

—Pero ¿por qué? —preguntó él.

—Bueno, aquí estoy, con cincuenta y dos años, y hasta ahora no me ha pasado nada.

—Pero acabas de cumplir los cincuenta y dos —dijo Ludwig muy serio—. No puedes esperar que te pasen las cosas de repente.

—¿Por qué no? —pregunté—. ¿Por qué no puede entrar de repente en el salón una voluptuosa dama morena ataviada con un camisón transparente para pedirme que la salve de un toro furioso?

—¿En el hotel? —preguntó Ludwig—. ¿Cómo iba a entrar un toro?

—Por el ascensor —respondí—. O quizá podría colarse disfrazado de camarera, y acechar en el dormitorio de la dama, listo para atacarla.

—Vuelves a bromear —dijo Ludwig satisfechísimo, como si me hubiera atrapado haciendo trampas a las cartas. Suspiré.

—Dime, Ludwig —pregunté—, ¿por qué abandonaste las juergas y las francachelas de Alemania para venirte a Bournemouth? ¿Es que pagan más?

—No, no —respondió—, pero en Alemania lo único que hace la gente es trabajar, todo el día, y por la noche están demasiado cansados para hacer nada. Nunca se divierten.

—¿No gastan bromas? —pregunté, extrañado.

—No —respondió Ludwig—, están demasiado cansados.

—¿Así que huiste a Inglaterra?

—Sí, Inglaterra me gusta mucho —dijo Ludwig.

Permanecimos un rato en silencio mientras yo pensaba malhumorado en lo que estaba escribiendo, que se negaba a salir bien.

—Pareces preocupado otra vez —comentó Ludwig con inquietud.

—No. Es sólo que este maldito libro no sale —expliqué—. Nada más. Es lo que se llama estreñimiento de escritor. Ya se pasará.

Me miró con aire un poco apurado.

—Mañana tengo el día libre —dijo—. Tengo un Mercedes.

Rumié aquella declaración aparentemente inconexa y me pregunté quién de los dos había bebido más coñac.

—¿Y? —pregunté cauteloso.

—Creí que quizá, como es tu cumpleaños y estás solo en el hotel, te podría agradar que diéramos una vuelta —explicó, ruborizándose un poco.

Me erguí en el asiento.

—¡Qué idea más espléndida! ¿Lo dices de verdad? —pregunté, emocionado por su amabilidad.

—Naturalmente —respondió, y le brillaron los ojos al ver mi evidente entusiasmo.

—Te voy a decir una cosa —añadí—. Ven a comer conmigo y después salimos. ¿Has visto alguna vez el castillo de Corfe o los Purbecks?

—No —dijo Ludwig—. Desde que se marchó mi novia, Penny, no salgo mucho.

—Bien —dije—, arreglado. Ven a buscarme a las doce, nos vamos a tomar una copa y hacer una buena comida, y después vamos a recorrer los Purbecks.

De manera que nos encontramos a las doce en punto en el vestíbulo. Ludwig parecía como desvestido con una camisa abierta y sin su corbata de pajarita, y una chaqueta deportiva de vivos colores en lugar de su chaqueta negra de uniforme, pero tan llamativo disfraz no le hacía perder un ápice de su seriedad. Atravesando los Jardines de Recreo fuimos hasta el hotel que, a mi entender, servía lo más parecido a una buena comida francesa en Bournemouth, el Royal Bath Buttery. Por el camino entramos en una taberna cuyo barman, un irlandés de cara inexpresiva pero cuyos ojos oscuros ostentaban un leve brillo en su profundidad, como una luciérnaga en una noche aterciopelada, me había hecho creer que consideraba el mundo como un lugar divertido.

Ludwig tardó mucho tiempo en decidir qué iba a beber. No quería ginebra porque, como explicó al barman, le producía a uno rodilla de beata. El barman me miró un momento y le hice un guiño. El brillo de sus ojos se hizo más profundo y empezó a comprender la situación.

Con marcado acento irlandés, añadió por su cuenta, que el jerez daba gota, al igual que el oporto.

La cerveza, comenté yo muy serio, hacía engordar, y en consecuencia afectaba al corazón, al igual que el coñac si se bebía a mediodía. El barman dijo que a algunos de sus clientes que insistían en beber whisky se les habían endurecido las arterias a tal velocidad que se habían quedado repentinamente inmóviles y tiesos, como estatuas. Yo comenté que había oído decir lo mismo del ron, sólo que los que lo consumían se convertían en una especie de masa pegajosa parecida a la melaza. El barman, nada dispuesto a que lo superasen, dijo que el vodka erosionaba los intestinos y las paredes del estómago; hacía pocos días que un cliente se le había muerto porque había echado literalmente el estómago entero allí mismo. Había sido muy difícil de limpiar, suspiró, y además el pobre tipo había comido huevos con bacon para el desayuno. Anoté un punto para el barman. Son estos pequeños toques artísticos los que constituyen una buena mentira irlandesa. Ludwig había escuchado atentamente la conversación. Después me miró con mucho detenimiento a la cara.

—¿Estáis los dos de broma? —preguntó, y lo hizo con una voz tan patética que hube de reconocer que así era, así que pedimos unas cervezas y el barman se sumó a nosotros.

Al poco rato, Ludwig me contaba las ganas que tenía de coger sus vacaciones.

—¿Adonde vas? —pregunté.

—Me gustaría ir al sur de Francia —dijo—, pero no puedo.

—¿Por qué no? —pregunté—. Tienes un coche rápido y las carreteras son buenas. Puedes llegar a Cannes en un día.

—Pero tengo que ir a ver a mi familia.

—¿Te apetece ir a verla? —pregunté, mientras pensaba en la forma despreocupada en que mi familia y yo nos íbamos a ver y nos despedíamos, muy de vez en cuando y avisando menos que el cuco a sus amigos del mundo de las aves.

—No, pero es mi familia —dijo sencillamente—. Por eso no puedo ir al sur de Francia, donde está mi novia, Penny.

Aquello me pareció que era llevar la devoción filial demasiado lejos.

—¿Por qué no vas a verlos de vuelta? —sugerí—. Primero vas a ver a Penny.

Ludwig pareció escandalizarse.

—O si no —continué—, ¿por qué no decir un año «a la porra con la familia» e ir a… a… México?

Se lo pensó mientras el barman y yo esperábamos a ver si se dejaba corromper.

—Me gustaría conocer México —dijo por fin—. Pero quizá haga demasiado calor. Ya en España me pareció que hacía demasiado calor.

—¿Por qué no te quejaste al gobierno? —pregunté.

Se lo pensó.

—No es una queja justificable —explicó.

Tanto el barman como yo esperamos fervientemente que fuera un golpe de humor. No; era una mera constatación de los hechos. El barman y yo intercambiamos miradas angustiadas.

—Bueno —dije juiciosamente—, hay sitios más fríos. Por ejemplo la Tierra de Baffin.

—¿Sí? —preguntó Ludwig interesado.

—Aquí nuestro amigo —dije con un gesto hacia el barman— te podría contar muchas cosas de la Tierra de Baffin.

El barman, con una cara tan inexpresiva como un charco de alquitrán, cogió una copa y empezó a limpiarla.

—En la Tierra de Baffin hace frío —dijo en voz baja y muy seria—. Hace tanto frío que, allí, para beber, tienen que fabricar licores especiales, porque si no las botellas se rompen.

Ludwig rumió aquello un momento.

—¿De qué graduación? —preguntó.

El barman suspiró. Advertí que estaba empezando a comprender mi problema.

—Si fueras a la Tierra de Baffin, contarías con la hospitalidad de los esquimales —dije para ayudar—. Tendrías a tu alcance enormes cantidades de espermaceti, te podrías frotar las narices con las simpáticas esposas de los esquimales…

—¿Qué es espermaceti? —preguntó Ludwig.

—La parte pequeña, pero importante y semirretorcida del interior de una ballena mayor de edad —respondí.

—Cuando se la caza durante el mes de agosto en luna llena y los icebergs empiezan a derretirse —dijo el barman plácidamente y con una convicción tan plena que le valió mi admiración eterna.

—Con arpón manual —añadí, ya lanzado.

—No creo que me gustara —dijo Ludwig—. Sabe a pescado, ¿no? Cuando he tenido que comer arenque nunca me ha gustado, y me da mucha sed.

Miré al barman, que me devolvió la mirada, solidario.

—Me he conseguido uno de verdad —dije—, un auténtico cabeza cuadrada.

—Desde luego, señor —asintió el barman—. Creo que una semana o dos en Dublín serían una buena cura; hay quien dice que produce el mismo efecto que un asilo psiquiátrico.

—Lo pensaré —prometí.

—En Dublín hay mucha humedad, ¿no? —preguntó Ludwig, siempre tratando de ampliar sus conocimientos.

—Sí —dijo el barman—. La Venecia del norte la llaman. Allí fue donde inventaron la góndola.

—Pues yo creía… —empezó a decir Ludwig, sorprendido.

—Vamos —dije agarrándolo del brazo con firmeza—. Vamos a comer un arenque.

Durante una excelente comida, Ludwig me contó todo género de cosas sobre Penny. Era joven, era alegre (mucho me temí que tenía sentido del humor), pero siempre estaban peleándose, siempre. Nunca estaba preparada cuando debería estarlo, nunca quería hacer lo que él sugería y, horror de los horrores, se dejaba las medias y los sostenes tirados por el suelo cuando tenía que vestirse a toda prisa. A él le parecía que este último hábito, combinado con una cierta diferencia de edad, hacía que la idea del matrimonio fuera imposible o, si no imposible, por lo menos difícil. Le dije que, a mi entender, eso era exactamente lo que él necesitaba: alguien joven, vital, que discutiera con él y lo mantuviera permanentemente semienterrado en montones de sostenes y medias. Le dije que muchos matrimonios se deshacían porque la mujer era demasiado ordenada, y que muchos otros se habían salvado gracias a haberse tirado un sostén al suelo en el momento acertado. Se sintió muy asombrado ante la novedad de aquella idea y, al cabo de dos botellas de excelente vino, casi los tenía a él y a Penny como propietarios de su propio hotel en Bournemouth, siempre que ella prometiese no arrojar los sostenes por los pasillos.

—Le he escrito para preguntarle si quiere venir conmigo de vacaciones —confesó.

—¿Y qué te ha dicho?

—No ha respondido. Es muy preocupante —dijo, preocupándose.

—Deja de preocuparte —dije decidido—. Si conocieras como yo el sistema postal francés, no te preocuparías en absoluto. La carta en la que dice que sí, que te quiere, te llegará el día que cumplas cien años.

Pareció alarmarse.

—Bromeo —expliqué.

—¡Ah! —dijo aliviado—. ¿Entonces crees que estará de acuerdo?

—Desde luego —le garanticé—. ¿Quién puede resistirse a las proposiciones de un asqueroso cabeza cuadrada?

Como Ludwig ya conocía aquella broma, se rió a carcajadas. Después se puso serio.

—¿Tú viajas mucho? —preguntó.

—Bastante.

—¿No te… ya sabes… fastidia?

—No. ¿Por qué?

—Yo siempre que me voy de vacaciones me pongo muy nervioso y sufro del estómago —confesó— Cuanto más se acercan mis vacaciones, peor me pongo. Y después, cuando ya estoy de vacaciones, me siento tan mal que no las disfruto.

—Lo que necesitas es un tranquilizante —le dije—. Te daré alguno.

—¿Y funcionará? —preguntó esperanzado.

—Naturalmente —respondí—. Recuérdamelo… tengo alguno por aquí. Yo también los tomo cuando he trabajado demasiado.

—Te lo agradecería mucho —dijo—. Quiero disfrutar en las vacaciones.

—Y disfrutarás —le prometí—, y Penny también.

Muy animados, nos dirigimos al viejo transbordador de cadena de Sandbanks, que en realidad es como una curiosa puerta de entrada en otro mundo. Igual que Caronte lo transporta a uno al otro lado de la Laguna Estigia, por motivos mucho más agradables este transbordador avanza lentamente por la salida del puerto de Poole, llena de islas y tachonada de aves marinas, desde las resplandecientes colmenas que son los hoteles de Bournemouth a un pedazo de la Inglaterra pastoril que parece no haber cambiado desde el siglo xviii. Allí las ondulantes colinas tenían sus faldas cubiertas de enormes prados verdes, bordeados de endrinos, negros y espinosos, enredados como la melena de una bruja. Sobrevolaban los campos labrados, limpios y ordenados como paños de pana, gaviotas y grajos que seguían a los arados, como si los agricultores estuvieran marcando el recorrido de una extraña carrera entre aves. Los amentos nuevos eran de un color amarillo limón que iluminaba los arbustos de los linderos, y los sauces tenían abundantes capullos rugosos. En los árboles altos, sombríos y sin hojas que se erguían en las cimas de los cerros, las ramas negras y desnudas se entrelazaban contra el cielo para formar un ventanal azul de vidriería complejísima, interrumpida aquí y allá por los inicios de un nido de grajo o de urraca. Ludwig puso en marcha su grabadora y el coche vibró con la música alta, exuberante y metálica de Baviera. Casi se podían oír los golpes de manos callosas sobre pantalones de cuero y el taconeo de enormes botas de montañeros mientras los bávaros, con gigantescos vasos de cerveza, disfrutaban. Aquello creaba tal contraste con el paisaje que estábamos atravesando que resultaba divertido.

Después tomamos una curva y, ante nosotros, en un cerro casi cónico situado en el declive entre dos grandes senos verdes formados por colinas, se irguieron las ruinas del castillo de Corfe, como una especie de enorme diente cariado de dinosaurio clavado en la encía verde del cerro en que se levantaba. El bloque central, que era el único trozo alto que había resistido a las minas y la pólvora de los vándalos parlamentarios de Cromwell, se erguía ahora contra el cielo azul como un dedo admonitorio y leproso, sobrevolado por grajos, por algún extraño motivo macabro y triste al mismo tiempo.

Aparcamos el coche y fuimos a pie hacia el castillo. El aire frió y cortante y el vino que habíamos bebido me hacían sentir algo mareado. A la entrada, dos bajas torres de gran diámetro, como jarras de cerveza desconchadas, custodiaban un enorme arco y, a un lado, en las ruinas de la muralla, otra torre parecida se inclinaba en ángulo agudo como un árbol que, comido por las aguas o arrancado por los vientos se hubiera tenido que inclinar pero se negara a sacar sus raíces de la tierra. La carga de pólvora utilizada para destruirla no había sido suficiente para eliminar aquella voluminosa pieza de ajedrez de cantería de Purbeck.

Delante de nosotros, y caminando en la misma dirección, iba una chica alta de pelo oscuro. Tenía esas piernas deliciosamente largas que parecen tener tan sólo las muchachas americanas, piernas de caballo de carreras que parecen empezar en la barbilla y continuar eternamente.

Empecé mi lección de historia de Inglaterra, en honor de Ludwig.

—Fue aquí —dije señalando hacia el arco— donde se cometió el primero de muchos asesinatos. El horrible acto lo perpetró Elfrida y su víctima fue Ethelred el Desprevenido. Estaba cazando por aquí y vino a visitar a su hermano. Elfrida era, como sabes, su madrastra, y sentía celos porque Ethelred no tenía complejo de Edipo con ella. En todo caso, Ethelred el Desprevenido, al que a veces llamaban Ethelred el Tambaleante cuando le había estado dando al hidromiel…

—¿Hidromiel? ¿Qué es eso? —preguntó Ludwig, que me seguía con mucha atención.

—Tres partes de vodka, otra de miel con agua y un golpe de angostura —dije rápidamente, y me encantó ver que la chica caminaba menos deprisa y pasaba del trote piernilargo al paso de paseo para escucharme mejor—. Bueno, pues Ethelred el Desprevenido cruzó el puente al galope, pasó bajo el arco y saludó a su madrastra con tanto cariño como pueda hacerlo alguien que no tiene complejo de Edipo. Dijo que quería ver a su hermano. Su madrastra dijo que su hermano estaba en las mazmorras jugando con las empulgueras y que lo llamaría inmediatamente. Entre tanto, dijo que podía ofrecerle una copa de hidromiel para relajarse. Ethelred dijo que bueno.

Habíamos llegado a la taquilla y logré verle la cara a la chica. No cabía duda de que era muy atractiva. Compró una guía y oí que tenía acento estadounidense. Cuando se dio la vuelta nuestras miradas se cruzaron. Sonrió un momento forzadamente, y me hizo una seña con la guía.

—Hay gente —comenté— que apenas creería lo que ocurrió después.

La muchacha titubeó y después empezó a subir lentamente la cuesta hacia las ruinas principales del castillo, pero lo bastante despacio para seguir escuchando nuestra conversación.

—¿Qué pasó? —preguntó Ludwig.

—Pues que Elfrida preparó el hidromiel en una coctelera de cuerno de carnero y se la pasó a Ethelred en otro cuerno, y cuando él se inclinó para cogerlo y bebérselo, ella le clavó un cuchillo en la espalda, acto nada hospitalario que le pilló completamente desprevenido, y de ahí su nombre. Después ella tiró el cadáver a un pozo, y de ahí el origen del viejo refrán: «El que a buen pozo se arrima buena poza le cobija.»

—¿Y la policía nunca la cogió? —preguntó Ludwig.

—No —respondí—. Se pasaron meses tomando las huellas dactilares de toda la gente del castillo, sin ningún resultado. El Viejo Scotland Yard, como se llamaba entonces, no sabía qué hacer.

—¿Y quién —preguntó Ludwig, decidido a aprenderse todos los datos de la historia— era ese complejo de Edipo?

—Un caballero muy malvado, Sir Edipo, que quería casarse con Elfrida y mandar. Quería llegar a ser conde, ya sabes, condejo. ¿Has oído la expresión «negro como la noche»?

—Sí —replicó Ludwig.

—Pues la inventaron para describir a Sir Edipo —dije.

Vi que la muchacha se había detenido al alcance de mi voz y estudiaba con tenacidad su guía. Celebré ver que la tenía del revés. El hombre de la taquilla nos contempló pensativo.

—Quiere usted guía, señor —afirmó, más que preguntó, con un encantador acento de Dorset que se habría podido cortar con un cuchillo, como un trozo de queso delicioso.

—No, gracias —dije muy tranquilo—. Conozco bien la historia de esta noble ruina.

—Ya veo —me dijo con una sonrisa—. Entiendo que su amigo es extranjero, ¿no es verdad?

—Alemán —dije—, ya sabe usted cómo son.

—Ah, ya —respondió—. Ah, ya. Y tanto que lo sé.

—¿Es usted de Dorset? —preguntó Ludwig interesado.

Aquello fue demasiado para la gravedad del hombre, que, con un vago «sí señor», huyó a la trastienda.

—Vamos —dije a Ludwig—. Tenemos mucho que ver y la historia es fascinante.

Adelantamos a la chica, que nos siguió lentamente.

—Y ahora —dije, mientras subíamos las cuestas de hierba hacia el castillo— nos vamos a saltar un siglo o dos hasta llegar al momento en que Enrique VIII le ganó el castillo a Enrique VII en una partida de dados.

En la espléndida hierba verde pastaba un pequeño rebaño de ovejas, cuyo carnero tenía unos enormes cuernos bien retorcidos, como grandes amonitas, a cada lado de la cabeza.

—Bueno, ya sabes que Enrique VIII sólo tenía tres pasiones —continué—: las mujeres, la comida y la música. Tienes ante ti los vestigios del mismo rebaño de ovejas que se servían a Enrique con guisantes, patatas fritas y salsa de menta. Normalmente eran chuletas, pero los días que había decapitado a una esposa o dos, lo celebraba con una pata que le servían con romero y tomillo.

—Están muy sucias —dijo Ludwig contemplando las ovejas.

—Las tienen sucias para que nadie venga a robarlas —expliqué—. Las lavan una vez al año, el día de San Omo, en una gran ceremonia en el foso de las ovejas del castillo.

—Ah —dijo Ludwig.

Se quedó mirando los enormes bloques de cantería caídos y las murallas medio derruidas.

—¿Dónde están las cocinas? —preguntó.

Lo llevé a un lugar donde supongo que antiguamente se sentaban los centinelas para custodiar la segunda entrada con el puente levadizo del castillo, mientras limpiaban los arcos y las flechas y mantenían el alquitrán hirviendo a la temperatura adecuada. La habitación, que ya no tenía techo, mediría seis metros por dos setenta. Uno de sus extremos trazaba una curva y allí había una larga y estrecha aspillera que parecía una cruz grabada en las grandes piedras.

—Y ésta —dije— era la gran cocina.

La chica estadounidense se había quedado fuera.

—Pero es pequeña —dijo Ludwig.

—No lo es si uno es buen cocinero y dispone de todos esos aparatos modernos. Enrique era muy aficionado a la comida, como te he dicho, y si el cocinero servía algo malo, le costaba la vida, pero un buen cocinero puede preparar con facilidad en un espacio así un banquete de siete o quizá diez platos. El arte de la buena cocina se basa en el buen orden —dije untuosamente, recordando de forma nítida que según mi mujer yo era el cocinero más desordenado que había visto en la vida.

—¿Y cómo llevaban la comida a los pisos de arriba? —preguntó Ludwig, muy curioso.

—Por el montacargas —dije señalando la aspillera. Las cosas altas, como el apio y todo eso, por la ranura vertical, y las bandejas de cosas más pequeñas y más bajas, por la ranura horizontal.

Ludwig se adelantó a examinarlo.

—Muy extraordinario —comentó.

La chica estadounidense me miró, meneó la cabeza con gesto de reprobación, sonrió y después, para mi disgusto, desapareció. Enseñé a Ludwig el resto del castillo, llenándole de desinformación los serios oídos y con la esperanza de poder alcanzarla, pero había desaparecido.

La zozobra de Ludwig fue en aumento. En las habitaciones de los invitados, que medían dos metros cuarenta por uno ochenta, no cabía, según me señaló, más que una cama doble de tamaño moderado, sin ningún espacio para entrar en la habitación ni salir de ella. ¿Cómo podía arreglárselas la Reina Isabel, que, según le había informado yo, iba allí a pasar los fines de semana con su padre? Le dije que sencillamente se abría la puerta y se saltaba a la cama. Con eso se ahorraban muchos jaleos y, como la cama ocupaba toda la habitación, no había que preocuparse de barrer por debajo. También le desconcertaron las instalaciones sanitarias: los restos de una torre redonda a quinientos metros del castillo principal, erguidos al borde del cerro, que le dije servían de lavabo de damas y de caballeros.

—¿Por qué tan lejos? —preguntó.

—Por dos motivos —expliqué—. En primer lugar, como puedes ver por su posición, cada vez que tiraban de la cadena el contenido bajaba por la cuesta hacia el campo del enemigo, lo cual causaba a éste gran consternación. Y, en segundo lugar, Enrique hizo que lo construyeran ahí como castigo. Vio que sus cortesanos utilizaban las almenas y que los centinelas de abajo se quejaban, de forma que lo hizo construir ahí fuera y todo el mundo tenía que utilizarlo, so pena de muerte. Te aseguro que en las noches de frío resultaba muy eficaz.

La chica estadounidense había desaparecido de forma tan repentina y absoluta como un conejo en su madriguera y me entristecí. Pensé que, quizá, con algunas más de mis gemas históricas podríamos haber establecido contacto. Lentamente volvimos hacia la entrada y al bajar la cuesta miré hacia atrás, a una parte del castillo que permanecía más o menos intacta; allá arriba, entre los restos carunculados de una ventana, con los grajos volando a su alrededor como relámpagos cenicientos, vi a aquella preciosidad apoyada en el alféizar, contemplándonos. La saludé con la mano y ella devolvió el saludo. No necesité yo más aliento. Hice bocina con las manos y grité:

—Bella dama, hoy me toca rescatar hermosas princesas y conozco que estáis en apuros.

Me examinó gravemente y se inclinó hacia delante, con la melena negra cayéndole sobre los hombros.

—Señor caballero, me hallo en un terrible trance —gritó melodiosamente, con aquel suave acento estadounidense—. ¿Cómo reparasteis en ello?

Aquello me gustó.

—Bella dama, el reino entero lo conoce —dije, haciendo una anticuada reverencia—. Mi bufón y yo hemos viajado muchas fatigosas leguas para rescataros de un destino peor que la muerte.

—¿Qué es un bufón? —preguntó Ludwig.

—Una especie de payaso —repliqué.

—¿Quieres decir un idiota? —preguntó indignado.

—Señor caballero —exclamó mi princesa, dirigiendo una mirada nerviosa a su espalda—. Hablad bajo, temo que los guardianes nos oigan.

—Bella dama, el hecho de que vuestro malvado tío os haya encarcelado, para arrebataros tanto vuestro reino como vuestra virtud, ha llegado a mis oídos —grité.

—¿Un bufón es un idiota? —preguntó Ludwig.

—Un gracioso oficial —respondí.

—¿Asimismo mi virtud? —interrogó mi princesa.

—¿Qué es un gracioso? —preguntó Ludwig.

—Sí, esa preciosa gema que con tanto afán atesoran las damas —dije—. Agora mesmo vuestro tío, con siniestras y fieras intenciones…

—¿Es gracioso lo mismo que bufón? —preguntó Ludwig—. O sea, que existen tres palabras para decir «idiota».

—Sí —dije secamente, pues mi princesa escuchaba atentamente todas mis palabras.

—Decidme, buen caballero, ¿qué hace mi tío? —preguntó con voz melodiosa.

—En este momento mismo se halla sentado planeando vuestra caída, señora —dije—. Mas no temáis, pues yo…

—¿Significa caída lo mismo que muerte? —preguntó Ludwig.

—Sí —dije.

—Decidme, buen caballero, ¿puedo yo, con vuestra ayuda, impedirlo? —preguntó mi princesa.

—Bella dama, no temáis —dije—. Ningún tío, por incestuoso que sea, por depravado, por retorcida que tenga el alma, por mucho que lo respalden mil sayones, por bajito, por peludo, por medieval, cualesquiera que sean las fuerzas que lance contra nosotros… nosotros, con nuestra fiel espada Excalibur…

—¿Conoces a esa chica? —preguntó Ludwig interesado.

—¡Lanzarote, sois vos! —gritó la dama con voz temblorosa.

—Así es, señora, a vuestro servicio —repliqué—

—¿O es que quizá la conocías de antes? —preguntó Ludwig.

—Mira —dije exasperado—, cállate un minuto.

Los grajos giraban en torno a la torre, con sus graznidos quejumbrosos.

—Bella dama —grité—, tenemos aquí abajo mi fiel corcel, el caballo de Mercedes, a cuyos lomos os llevaremos hasta la seguridad.

—El Mercedes no tiene sólo un caballo —dijo Ludwig—; este modelo tiene veinte.

—Lanzarote, vuestra amabilidad solamente ha parangón con vuestro valor —dijo mi princesa.

—Entonces escalaré vuestras murallas, mataré a vuestros guardianes y os transportaré a la aldea del viejo Bournemouth a cenar venado con hidromiel.

—En Alemania tenemos mucho venado —dijo Ludwig—; lo tomamos con croquetas.

—Por desgracia, caballero Lanzarote —dijo la princesa—, me temo que no podrá ser, aun cuando ansío hidromiel con vodka y un golpe de angostura. En esa aldea mi prometido espera mi liberación y es de celosa compostura.

—¿Qué significa «compostura»? —preguntó Ludwig.

—Actitud —dije. ¡Maldita sea! Tenía que tener novio.

—¿Tiene la compostura algo que ver con la compota? —preguntó Ludwig.

—Princesa —dije pesaroso—, no deberíais haber sido tan precipitada. Recordad el adagio: «Las prisas son malas consejeras» y, aparte de eso, me costó mucho sacar la espada de aquella piedra, especialmente por vos.

Rió.

—Encontraréis otras princesas, estoy segura —dijo—. Adiós, Lanzarote.

Adiós, dulce Ginebra —dije.

—Habías dicho que no la conocías —comentó Ludwig mientras lo llevaba hacia las puertas del castillo—. Entonces ¿cómo sabes su nombre?

—Es Ginebra Smith de Jollytown, Ohio —respondí—, y la conocí en Nueva York. Ahora volvamos a Bournemouth. Ya estarán abiertos los bares.

—Este castillo —observó Ludwig mientras avanzábamos hacia el arco de entrada— no está en muy buen estado de conservación.

—A los ingleses nos gustan así —dije—. Nos gusta ver que son un poco antiguos, ya sabes.

—Pues en el Rin —insistió Ludwig— tenemos muchos castillos, muchos castillos grandes y preciosos, y todos ellos están muy bien conservados.

Por suerte, justo al lado de la entrada había una carretilla un tanto traqueteada, llena de grava.

—Mira —dije señalando hacia ella—, ya estamos haciendo algo al respecto. Si vuelves dentro de un año o dos, parecerá un Hilton.

El verdor de los campos había cobrado un tono esmeralda oscuro al ir desapareciendo la luz, y los campos labrados tenían ahora un extraño color marrón violáceo. La luz en el puerto de Poole era de color de rosa y las gaviotas, que volvían a dormir a sus casas, se reflejaban en las aguas casi lisas como copos de nieve. Ludwig volvió a poner música bávara y golpeó en el volante, dado que no llevaba bombachos de cuero.

—Bueno, ha sido un día muy interesante— dijo cuando entramos en la carretera que llevaba al hotel—. Cuando vengan mis padres, los llevaré al castillo de Gorfe y se lo contaré todo.

Me sentí un poco culpable.

—En tu caso, yo compraría una guía —dije—. Nunca lograrías recordarlo todo.

—Sí —dijo Ludwig—, eso voy a hacer.

—Y gracias por un día estupendo —añadí.

—Gracias a ti —dijo muy cortés.

Dejamos el coche en el garaje y al dirigirnos al hotel me miró tímidamente.

—¿No se te olvidarán las píldoras esas, verdad? —preguntó.

—Claro que no —dije—. Las tengo en alguna parte y no las encuentro. Pero mañana miraré bien.

—Mañana es el último día —me recordó—. Pasado me voy de vacaciones.

—Te las encontraré, te lo prometo.

Por fortuna encontré finalmente los tranquilizantes. Volvía del cine cuando me sorprendió ver una gran multitud en la acera y en la calzada frente al Royal Highcliffe Palace. Cuando me acerqué más, logré discernir que en medio de ella había un coche de la policía con una luz azul parpadeante, una ambulancia y dos coches de bomberos. Desde estos últimos las escaleras subían hacia el cielo como los cuellos de extraños animales prehistóricos y la acera estaba llena de mangueras, como una carnada monstruosa de pitones recién salidas de los huevos. En lo alto del hotel estaba la causa de toda aquella conmoción, la gran muestra de neón que, por algún motivo misterioso, se había incendiado. Aunque la alarma había sonado a tiempo, para cuando lograron controlar el incendio lo único que quedaba de la muestra era YAL HIG LACE, algo así como el título de un capítulo de uno de los Manuscritos del Mar Muerto o el nombre de algún antiguo filósofo chino. Me abrí camino entre la multitud y me encontré a un afligido Ludwig que acompañaba a la puerta a un grupo de grandes bomberos y policías todavía más grandes. Estaba tan pálido y agotado, y se sentía tan culpable, que cualquiera hubiera dicho que el fuego lo había iniciado él.

—Hola —le dije muy animado—. Parece que has estado muy ocupado. Ludwig gimió.

—¡Terrible! ¡Terrible! —dijo, presa de la angustia—. El destrozo que hacen en las suites cuando suben y bajan por el tejado. ¡Me siento horriblemente! Mañana me voy de vacaciones.

—Pero la muestra no la incendiaste tú —señalé.

—¡No!, no, pero estaba de servicio —dijo Ludwig con una mirada de angustia—. Se incendió cuando estaba yo de servicio.

—Muy poco considerado por su parte —dije para calmarlo—. Pero no se ha incendiado todo el hotel, de forma que no te preocupes. Ven a tomarte una copa y cálmate. O, si lo prefieres, ahí fuera hay una ambulancia.

—No, no, gracias —dijo Ludwig, rechazando con toda seriedad mi ofrecimiento de la ambulancia—. Ahora no puedo salir del hotel. Tengo que arreglar los destrozos.

—Más tarde vino a tomar una copa conmigo y seguía estando nerviosísimo.

—¿Tienes esas píldoras para mí? —preguntó quejumbroso—. Con todo esto, ahora me siento peor, ya comprendes.

—¡Maldita sea! —dije—. Se me olvidaron. Pero no te preocupes. Te las daré. ¿A qué hora te vas?

—A las dos —respondió Ludwig como quien dice a qué hora lo van a ejecutar.

—Yo voy a comer en el Bella Vista —dije—. Pasa por allí a tomarte una copa antes de marcharte y te tendré listas las píldoras.

—Gracias —dijo Ludwig—. Creo que sin ellas no podré disfrutar de mis vacaciones.

Al día siguiente acababa yo de liquidar un plato delicioso de stracciatella, seguido por una ternera rebozada con ensalada verde y todo ello acompañado por una excelente botella de Chianti, cuando apareció Ludwig, con las manos temblorosas y unas grandes ojeras.

—¿Las has traído? —preguntó desesperado.

—Sí —repliqué, contemplándolo con aire médico—. Ahora, siéntate y relájate un momento. Si te ve una mujer, es capaz de tirar el sostén al suelo.

Saqué una de las píldoras verdes y negras del sobre en que había puesto su provisión.

—Y ahora —dije con mi mejor voz de médico de Harley Street—, no debes tomar más que una al día, nada más. ¿Comprendes? Y sólo si la necesitas. ¿Estamos?

—¡Sí! ¡Sí! —dijo, contemplando la píldora como si fuera un talismán que podía convertir cualquier cosa en oro.

Pedí otra botella de vino y le serví una copa. Se la bebió de un trago. Le serví otra.

—Ahora, tómate tu píldora —dije.

—¿Estás seguro de que se puede conducir después? —preguntó.

—Puedes beber y puedes conducir —le aseguré—. A mí nunca me hacen el menor efecto. De hecho, me acabo de tomar una.

—Bien —dijo, tragándose la píldora—. Pero tengo que conducir mucho tiempo, entiendes, de forma que es importante.

—Seguro —dije—. Pero no te preocupes. No te van a afectar.

Tras tomarse otra copa de vino, se puso en pie y me estrechó la mano.

—Celebro mucho haberte conocido —dijo.

—Yo también —dije—. Ven a verme alguna vez. Trae a Penny. No me importa que tire el sostén al suelo.

—Estás de broma —dijo muy orgulloso—. Ahora ya sé cuando estás de broma.

—Bueno, que pases unas buenas vacaciones —le deseé, y vi cómo se dirigía tembloroso a su Mercedes y a su breve liberación de las preocupaciones del hotel.

Terminé el vino y me fui al cine.

Ponían una película que quería ver desde hacía mucho tiempo y en la cual tenía depositadas grandes esperanzas. Pagué la entrada y elegí cuidadosamente la localidad. El cine se oscureció y aparecieron en pantalla los títulos de la película… y después no me enteré de nada hasta pasados tres cuartos de hora, cuando me despertó un hombre sentado detrás de mí que me tocó en el hombro y me pidió que no roncara tan alto, porque no podía oír los diálogos. Me puse de pie, asombrado. Jamás me había dormido en un cine hasta entonces. Debe de haber sido la maldita píldora, más el vino, pensé.

Después me acordé de Ludwig y me eché a temblar.

«¡Dios mío! Estará en la carretera acercándose a Penny y de pronto va a caer dormido al volante de su Mercedes», pensé. Visualicé el coche, destrozado y ensangrentado, empotrado en un árbol. Pensé, para tratar de tranquilizarme, que quizá no se habría puesto en marcha todavía. Salí del cine corriendo como un poseso y me metí en el garaje, sin duda con un aire tan preocupado y tan alucinado como Ludwig en una situación de emergencia.

—El señor Dietrich… ¿se ha ido ya? —pregunté al encargado.

—Sí, señor, se marchó hace casi una hora —respondió.

He de confesar que pasé tres días muy incómodos antes de recibir desde Calais una postal que me tranquilizó. Decía: «Me he reunido con Penny y salimos mañana a pasar unas vacaciones estupendas.» La firma decía: «Tu asqueroso cabeza cuadrada, Ludwig.»

Creo que hay un dicho acerca del que ríe el último, pero estoy seguro de que Ludwig nunca lo oyó.