Aquel verano en Corfú fue especialmente bueno. Por la noche el cielo era de un azul aterciopelado y denso, y parecía tener más estrellas que nunca, como una multitud de diminutas setas que brillaran y resplandecieran en un inmenso prado azul. La luna parecía ser el doble de grande de lo normal y, cuando volvíamos la mirada hacia ella y se elevaba en el cielo nocturno, empezaba teniendo un color tan anaranjado como una mandarina para ir pasando por sucesivos cambios del albaricoque al amarillo asfódelo antes de convertirse en un blanco maravilloso, como el de un vestido de novia, cuya luz arrojaba charcos de plata brillante en medio de los olivos agazapados y retorcidos. Las luciérnagas, estimuladas por el calor y la belleza de aquellas noches, trataban de emular y superar a las estrellas y formaban sus propios grupos, llenos de resplandores y zumbidos entre los árboles donde los mochuelos ululaban como campanitas tristes. Al amanecer, el cielo exhibía una raya de un rojo sangriento, la espada del sol que se acercaba. Luego se volvía de color amarillo canario, después lila y, cuando por fin el sol hacía su espléndida aparición sobre el horizonte, tomaba de repente un azul de lino y las estrellas se apagaban igual que las velas después de un baile gigantesco.
Yo solía despertarme justo antes de que la corona del sol inundara de luz nuestro mundo, y contemplar mi habitación y su contenido. La habitación era amplia, con dos grandes ventanas y persianas de tablillas que en cuanto les llegaba el menor viento hacían unos amistosos ruidos musicales. En invierno eran una orquesta. El piso era de madera, de planchas lisas y desgastadas que chirriaban y gruñían, y en un rincón había dos viejas mantas y una almohada en las que dormían mis tres perros, Roger, Widdle y Puke, todos hechos un rebujo, en medio de ronquidos y torsiones. Faltaban todos los demás complementos de un dormitorio normal. Claro que había un armario, en principio para colgar la ropa, pero en realidad la mayor parte del espacio estaba ocupado por cosas más sensatas, como mis diversas horcas para capturar serpientes, mis diferentes redes para cazar insectos, para pescar en charcas y zanjas, y otras más fuertes para el mar, así como cañas de pescar y útiles palos con tres grandes ganchos en un extremo para sacar algas de las charcas o del mar, con lo cual se facilitaba la captura de los animalillos que residían en sus grutas verdes y emplumadas.
Naturalmente, había una mesa, pero en ella se amontonaban mis notas sobre la naturaleza, libros, tubos de ensayo llenos de especímenes, y aquel día concreto, según recuerdo, el cadáver a medio disecar de un erizo que había encontrado y que, incluso para mis bastante amplios criterios, estaba empezando a hacerse notar. En torno a la habitación había estantes con acuarios y jaulas con frentes de vidrio en las que se agazapaban mantis de ojos bulbosos que miraban malévolas, ranas arborícolas del color del terciopelo verde, salamanquesas con la piel del vientre tan fina que se les podían ver los órganos internos, tritones en su mundo acuoso y galápagos del tamaño de nueces. Todo ello presidido desde el alféizar de la ventana por Ulises, mi autillo, que parecía una esbelta estatua tallada en madera gris ceniza y tachonada de cruces de malta negras, con los ojos como hendiduras orientales que se enfrentaban con la intrusión de la luz solar.
En el jardín de abajo se oían los graznidos de mi gaviota Alecko, que pedía pescado, y la risa de bruja malvada de mis dos urracas. Las persianas entornadas trazaban un dibujo atigrado en el suelo desnudo. Hacía calor incluso a aquella hora. Las sábanas estaban calientes y, aunque yo dormía desnudo y acababa de amanecer, notaba que ya estaba empezando a sudar. Me levanté de la cama para abrir las persianas y la habitación se inundó de una luz cegadora del color del diente de león. Los perros se estiraron, bostezaron, se quitaron brevemente con la boca una multitud de pulgas molestas y se incorporaron meneando las colas. Tras verificar que Sally, mi burra, seguía atada al almendro donde la había dejado la noche anterior, y que ningún malvado campesino la había robado, me vestí. Era muy sencillo. Ponerse unos pantalones cortos y una camisa de lino muy delgada, meter los pies en unas sandalias bien gastadas y ya estaba yo dispuesto para lo que brindara el día. La primera barrera que superar era el desayuno con la familia y pasar lo más desapercibido posible por si mi hermano mayor, Larry, había olido el erizo. A mi entender, su sentido del olfato estaba demasiado bien desarrollado para un hermano. Desayunábamos en el jardín tapiado que corría a lo largo de nuestro porche, amplio y enlosado, envuelto en hiedra. El jardín tenía un aspecto muy Victoriano, con pequeños arriates en forma de cuadrados, círculos, triángulos y estrellas, delimitados cuidadosamente por piedras blancas. En cada arriate había un pequeño mandarino, y su aroma, cuando les daba el sol, era casi abrumador. A sus pies crecían bonitas flores al estilo antiguo: nomeolvides, claveles, lavanda, minutisas, dondiegos de noche, plantas de tabaco y lirios. Era una especie de Plaza de Piccadilly para los insectos del lugar, y por lo tanto uno de mis cotos de caza favoritos, pues había de todo, desde mariposas hasta hormigas león, desde hemerobios hasta escarabajos de las rosas, desde grandes y gruesos abejorros zumbadores hasta diminutas avispas.
La mesa se ponía a la sombra de los mandarinos y, en torno a ella, organizando los platos y los cuchillos, cojeaba Lugaretzia, nuestra criada, que gruñía para sus adentros en voz baja. Era una hipocondríaca profesional que siempre estaba cuidando y mimando seis o siete enfermedades y, si no tenía uno cuidado, a veces daba unas descripciones vividas y un poco repulsivas de lo que le estaba pasando en el interior del estómago, o de cómo las varices le latían como los tam-tam de una tribu salvaje en el sendero de la guerra.
Aquel día observé con satisfacción que íbamos a desayunar huevos revueltos. Mi madre ponía a fuego lento cebolla picada hasta que se quedaba transparente y después añadía los huevos batidos, unos huevos que tenían unas yemas tan brillantes como el sol y procedían de nuestro propio gallinero. Un día mi hermana Margo, con ánimo filantrópico, se llevó de paseo a todas las gallinas. Estas se encontraron con una mata de ajo silvestre y la engulleron, con el resultado de que las tortillas del desayuno de la mañana siguiente estaban totalmente saturadas de ajo. Mi hermano Leslie se quejó de que era como comerse el tapizado de un autobús griego.
Unos huevos revueltos eran un buen comienzo de día. Por lo general me servía dos raciones y después continuaba con cuatro o cinco enormes tostadas marrones recubiertas con una espesa capa de miel de nuestras propias colmenas. Para que nadie me considere un glotón, permítaseme apresurarme a decir que el comer tantas tostadas con miel era como estudiar una lección de historia natural o presenciar una excavación arqueológica. Las colmenas estaban a cargo del marido de Lugaretzia, un hombre de aspecto frágil que parecía cargar con todas las preocupaciones del mundo, lo cual era muy real, como podía percibir inmediatamente cualquiera que pasara diez minutos en compañía de su mujer. Pues bien, siempre que privaba a nuestras cinco colmenas de su cuidadoso acopio de alimentación, las abejas le picaban tanto que tenía que pasar varios días en cama. He de decir que, además, cuando le picaban, inevitablemente dejaba caer al suelo varios panales, donde se convertían en una magnífica trampa pegajosa para cualquier insecto que anduviera por allí. Por eso, pese a los desesperados intentos de mamá de filtrar la miel antes de que llegara a la mesa, siempre había en ella una pequeña e interesante colección zoológica. De forma que extender aquella golosina aromática de un color dorado parduzco en el pan era como extender un ámbar líquido en el que se podía encontrar casi cualquier cosa, desde diminutas polillas y orugas hasta escarabajos y pequeños ciempiés. Una vez, con gran alegría, me encontré con una especie de tijereta que no había visto antes. O sea, que el desayuno siempre resultaba una comida interesante desde el punto de vista biológico. El resto de mi familia, que, para mi gran pesar, mantenía una posición insolentemente hostil frente a la zoología, no compartía mi placer ante el generoso regalo que aportaba la miel.
Era a la hora del desayuno cuando, si lo había, leíamos el correo, que llegaba una vez a la semana. Yo nunca recibía cartas, pero lo compensaba al recibir las revistas Animal y El Zoo, junto con otra literatura erudita como Las Aventuras de Belleza Negra, Rin-tin-tin y héroes zoológicos parecidos. Mientras comíamos y leíamos, cada uno de nosotros leía en voz alta trozos de nuestras cartas o revistas al resto de la familia, que no hacía ningún caso.
—Murdoch va a publicar su biografía —gruñía Larry—. ¿Qué edad hay que tener antes de poder infligir autobiografías a un público inocente? No puede tener más de veinticuatro años. Que alguien me ponga un poco de té.
—En Suiza ha nacido un rinoceronte en un zoo —informaba yo jubiloso a mi familia.
—¿De verdad, hijo? Qué bien —comentaba mamá, mientras leía su catálogo de semillas.
—Dicen que se están volviendo a poner de moda el organdí y las mangas abullonadas —comunicaba Margo—, y la verdad es que ya era hora, creo yo.
—Sí, hija —decía mamá—. Estoy segura de que aquí se darían muy bien una zinnias. Ahí, detrás de las colmenas. Hace bastante calor.
—Estoy seguro de que mi colección de pistolas de martillo valdría una fortuna en Inglaterra. Están vendiendo algunas horribles a unos precios fantásticos —informaba Leslie a un público sordo, mientras hojeaba su catálogo de armas—. La que compré el otro día por veinte dracmas estoy seguro de que en Inglaterra valdría diez libras.
Sin embargo, aunque en apariencia cada uno de nosotros estaba absorto en su propio correo, curiosamente las antenas de la familia estaban atentas y temblorosas, desechando la mayor parte de lo que se decía, pero prestas a transformarnos en un grupo indignado si alguien manifestaba algo desagradable. Aquella mañana concreta Larry lo empezó todo, o, para ser más sincero, encendió la mecha que llevó al barril de pólvora.
—Es fabuloso —comentó—. Estoy muy contento. Antoine de Veré va a venir a pasar unos días.
Mamá lo contempló por encima de las gafas.
—Mira, Larry —dijo—, acabamos de deshacernos de un montón de amigos tuyos. No quiero que venga otro grupo. Es demasiado. Me canso de tanto preparar comida y las piernas de Lugaretzia y todo lo demás.
Larry la miró dolido.
—No te estoy pidiendo que guises las piernas de Lugaretzia por Antoine —dijo—. Estoy seguro de que no sabrían nada bien si hemos de creer lo que ella dice.
—Larry, no seas repulsivo —intervino Margo muy seriecita.
—Yo no he dicho nada de guisar las piernas de Lugaretzia —comentó mamá, molesta—. Aparte de todo, tiene varices.
—Estoy seguro de que en Nueva Guinea se considerarían una golosina. Probablemente las comen como si fueran spaghetti —dijo Larry—. Pero Antoine tiene un paladar muy selecto y no creo que le gustaran ni aunque se las dieras rebozadas.
—No estoy hablando de las varices de Lugaretzia —dijo mamá indignada.
—Bueno, fuiste tú quien las mencionó —replicó Larry—. Si he sugerido ocultarlas bajo un rebozado era para que pareciesen más haute cuisine.
—Larry, la verdad es que a veces haces que me enfade —dijo mi madre—, y no vayas por ahí hablando a la gente de las piernas de Lugaretzia como si yo las tuviera en la despensa.
—De todas formas, ¿quién es ese De Veré o lo que sea? —preguntó Leslie—. Supongo que otro marica más.
—¿No sabéis quién es? —preguntó Margo abriendo mucho los ojos—. Pues es un gran actor de cine. Ha hecho películas en Hollywood. Una vez casi hizo una con Jean Harlow. Ahora está haciendo otra en Inglaterra. Es moreno… y… y… y es moreno, y es…
—¿Moreno? —sugirió Leslie.
—Guapo —dijo Margo—. Por lo menos, hay gente que lo considera guapo. A mí no me lo parece. Creo que es demasiado viejo, la verdad. Debe de tener treinta años. O sea, que a mí no me interesaría una estrella de cine por guapo que fuese si fuera tan viejo, ¿no?
—A mí no me interesaría si fuera guapo, estrella de cine, viejo y varón —dijo Leslie con tono definitivo.
—Cuando hayáis acabado de despellejar a mi amigo… —empezó a decir Larry.
—No os peleéis, hijos —se interpuso mamá—. La verdad es que os peleáis por las cosas más tontas. Veamos, ese tal De Vara, o como se llame, ¿no le puedes decir que lo retrase, Larry? Ha sido un verano muy agitado, con tanta gente que ha venido, y se cansa una mucho y luego está la comida…
—¿Quieres decir que temes que no baste con las piernas de Lugaretzia? —preguntó Larry.
Mamá le lanzó su mirada más feroz, una mirada que quizá hubiera inspirado un momento de intranquilidad a una golondrina recién nacida.
—Vamos, Larry, deja de hablar de las varices de Lugaretzia, o me voy a enfadar en serio —advirtió. Era su amenaza favorita y nunca conseguimos saber qué diferencia existía entre enfadarse y enfadarse en serio. Es de suponer que mamá había decidido que existían diversos grados de enfado, igual que diferentes colores en un arco iris.
—En todo caso, no puedo decirle que lo retrase ni aunque quisiera —dijo Larry—, porque la carta lleva fecha del doce, de forma que probablemente esté ya a mitad de camino. Supongo que llegará en el barco de Atenas la semana que viene o la otra. Así que, yo que tú, empezaría a echar esas varices a un caldero y ponerlas a fuego lento. No me cabe duda de que Gerry podrá aportar algún otro ingrediente, por ejemplo uno o dos sapos. De momento ya tiene algo pudriéndose lentamente en su habitación, según me dice mi olfato.
Me sentí desanimado. Había olido el erizo y en mi disección no había llegado más que hasta los pulmones. Eso era lo malo de tener un hermano mayor en la habitación de al lado.
—Bueno —dijo mamá reconociendo su derrota—, si no es más que uno, supongo que podremos arreglárnoslas.
—La última vez que nos vimos no había más que uno —dijo mi hermano—. No sabremos si se ha transformado en gemelos, por alguna extraña alquimia, hasta que llegue. Por si acaso, yo le diría a Lugaretzia que preparase dos camas.
—¿Sabes lo que come? —preguntó mamá, evidentemente preparando menús en la cabeza.
—Comida —respondió Larry sucinto.
—Me agotas —dijo mamá. Reinó el silencio mientras todos volvíamos a concentrarnos en nuestras cartas o revistas. El tiempo fue pasando mágicamente, como solía ocurrir en Corfú.
—Me pregunto si quedarían bien unas pasionarias en la pared de levante —dijo mamá alzando la mirada de su catálogo de semillas—. Son muy bonitas. Me imagino perfectamente la pared de levante llena de pasionarias, ¿no es verdad?
—No nos iría mal un poco de pasión en esta casa —dijo Larry—. Ultimamente ha reinado aquí una castidad monjil.
—No veo qué tienen que ver las pasionarias con las monjas —comentó mamá.
Larry suspiró y recogió su correo.
—¿Por qué no te vuelves a casar? —sugirió—. Ultimamente tienes un aire muy marchito, como una monja con demasiado trabajo.
—Eso sí que no es verdad —dijo ella indignada.
—Se te está poniendo un aire de solterona malhumorada —añadió Larry—, como Lugaretzia cuando tiene un día bueno. Y todos estos comentarios sobre las pasionarias. Resulta muy freudiano. Evidentemente, lo que te hace falta es un idilio. Vuélvete a casar.
—Qué tonterías dices, Larry —dijo mi madre irritada—. ¡Volverme a casar! ¡Qué tontería! Vuestro padre nunca lo permitiría.
—Hace casi doce años que murió papá. Creo que sus objeciones no servirían de mucho, ¿no? Vuélvete a casar y haz que todos seamos legítimos.
—Larry, deja de decir esas cosas delante de Gerry —dijo mamá, cada vez más irritada—. Te estás portando de forma absurda. Sois tan legítimos como yo.
—Y tú te estas comportando de una forma cruel e insensible, al dejar que tus sentimientos egoístas aplasten los instintos naturales de tu familia —dijo Larry—. ¿Cómo podemos tus hijos desarrollar un sano complejo de Edipo sin un padre al que odiar? ¿Cómo puede Margo odiarte bien si no tiene un padre del que enamorarse? Estás haciendo que nos convirtamos en monstruos de depravación. ¿Cómo podemos hacernos mayores igual que todo el mundo si no tenemos un padrastro al que odiar y despreciar? Como madre, tienes el deber de volverte a casar. Volverías a ser mujer. Ahora no haces más que marchitarte y convertirte en una vieja malhumorada. Ten un romance mientras todavía puedes zumbarte por ahí con el sexo opuesto y trae un poco de alegría a la vida de tus hijos y un poco de pasión a la tuya.
—Larry, no voy a quedarme aquí escuchando esas tonterías. Estaría bonito casarme otra vez… Y además, ¿con quién iba a casarme? —preguntó mamá cayendo en la trampa.
—Bueno, el otro día estabas comentando lo guapo que es ese muchacho de la pescadería de Garitza —señaló Larry.
—¿Estás loco? —preguntó mamá—. No tendrá más de dieciocho años.
—¿Qué importa la edad cuando hay pasión? —preguntó Larry—. Dicen que Catalina la Grande tenía amantes de quince años cuando ella ya había pasado de los setenta.
—Larry, no seas repulsivo —dijo mamá—, y no digas cosas así delante de Gerry. No estoy dispuesta a escuchar más bobadas. Voy a ver a Lugaretzia.
—Bueno, pues te aseguro que ir a ver a Lugaretzia te parecería algo insignificante si pudieras elegir entre ella y el pescadero de Garitza —advirtió Larry.
Mamá le lanzó una de sus miradas y se fue a la cocina.
Se produjo una pausa mientras todos lo pensábamos.
—Sabes, Larry, creo que por una vez tienes razón —dijo Margo—. Mamá tiene un aire bastante deprimido últimamente. Es como si se sintiera abandonada. No me parece saludable. Hay que sacarla de su ensimismamiento.
—Sí —dijo Leslie—. Personalmente, creo que es por tanto contacto con Lugaretzia. Esas cosas son contagiosas.
—¿Dices que las varices son contagiosas? —preguntó Margo, contemplándose las piernas alarmada.
—No, no —dijo Leslie irritado—, me refiero a todas esas quejas y depresiones.
—Estoy de acuerdo —asintió Larry—, diez minutos con Lugaretzia es como pasarse una noche entera con Boris Karloff y el jorobado de Notre-Dame. No cabe duda de que tenemos que tratar de salvar a mamá para la posteridad. Después de todo, bajo nuestra orientación iba muy bien hasta ahora. Voy a pensar en ello.
Con aquella declaración ominosa se fue a su habitación y el resto de nosotros nos dispersamos para ocuparnos de nuestros asuntos y nos olvidamos de la triste necesidad de un compañero que tenía mamá.
A la hora de comer, cuando estábamos todos sentados en el porche, preguntándonos si nos derretiríamos antes de que mamá y Lugaretzia lograsen traernos la comida, llegó Spiro en su viejo Dodge, lleno de todo género de cosas para la despensa, desde sandías hasta tomates, y enormes cantidades de pan cuya fabulosa corteza estaba empezando a caerse igual que cae el corcho de los alcornoques. Además, había tres enormes bloques de hielo del tamaño de ataúdes envueltos en sacos para nuestra fresquera, el orgullo y la alegría de mamá, diseñada por ella y de un tamaño enorme.
Spiro había ingresado en nuestras vidas como taxista cuando llegamos a Corfú y al cabo de unas horas se había transformado en nuestro guía, mentor y amigo. Su curioso dominio del inglés —aprendido durante una estancia en Chicago— absolvía a mamá de los problemas insolubles de tratar de dominar el griego. Él la adoraba de una forma tan completa y altruista como atestiguaba una frase que repetía muy a menudo: «Carambas, si yo tuvieras una madre como la vuestras, me pondría de rodillas y le besaría los pieses todas las mañanas». Era un hombre bajito y regordete con unas cejas oscuras y enormes, y esos ojos negros, melancólicos y enigmáticos que parecen poseer sólo los griegos, fijos en una cara tostada como una gárgola benévola. Avanzó hasta el porche y recitó la letanía que no hacía falta, pero que a él parecía agradarle:
—Buenos días, señorita Margo. Buenos días, señor Larrys. Buenos días, señor Leslies. Buenos días, señorito Gerrys —entonó.
Como un coro bien ensamblado, nosotros respondimos:
—Buenos días, Spiro —todos a la vez.
Una vez terminado este ritual, Larry sorbió pensativo su ouzo de después del almuerzo.
—Spiro, tenemos un problema —confesó. Aquello fue como pronunciar la palabra «paseo» a un mastín. Spiro se puso tieso y entornó los ojos.
—Dígames, señor Larrys —dijo con una voz tan profunda y sonora como el nacimiento del Krakatoa—. Yo lo arreglos.
—Quizá resulte difícil —reconoció Larry.
—No se preocupes. Yo lo arreglos —dijo Spiro con el convencimiento de alguien que conoce a todo el mundo en la isla y que puede obligar a cualquiera a hacer cualquier cosa.
—Bueno —dijo Larry—, se trata de mi madre. A Spiro se le enrojeció la cara y dio un paso adelante.
—¿Qué pasas con sus madres? —preguntó alarmado, cada vez con más plurales.
—Bueno, quiere volverse a casar —dijo Larry tranquilamente, encendiendo un cigarrillo. Los demás nos quedamos sin aliento. De todas las audacias en que jamás había incurrido Larry, ésta había de ser la más formidable y de peores consecuencias.
Spiro se quedó inmóvil, contemplando a mi hermano.
—¿Sus madres quiere casarses otra vez? —preguntó ronco, con voz incrédula—. Dimes quién es ese hombre y yo lo arreglos, señor Larrys. No se preocupes.
—¿Cómo lo arreglaría usted? —preguntó Leslie interesado, pues con su enorme colección de armas y sus expediciones de caza tendía a dejarse llevar por fantasías de muertes y destrucciones en lugar de gestos amables y humanitarios.
—Comos me han enseñados en Chicago —dijo Spiro, frunciendo el ceño—. Botas de cemento.
—¿Botas de cemento? —preguntó Margo, atraída ahora que la conversación giraba aparentemente hacia la moda—. ¿Qué es eso?
—Bueno, se agarra al hijo putas, con perdón de la expresión, señorita Margo, y se le meten los pieses en un par de cubos de cemento. Cuando se endurece se le metes en un caique y se le tiras por la borda —explicó Spiro.
—¡Pero eso no se puede hacer! —exclamó Margo—. No podría nadar. Se ahogaría.
—De eso se trata —explicó paciente Larry.
—Sois totalmente horribles —dijo Margo—. Es una porquería. Es un asesinato. Eso es lo que es, puro asesinato. Y, además, no estoy dispuesta a que mi padrastro ande por ahí con katiuskas de cemento o lo que sean. Quiero decir que, si se ahogara, nos quedaríamos todos huérfanos.
—No, porque quedaría mamá —señaló Leslie.
Margo abrió mucho los ojos, horrorizada.
—No le vais a poner nada de cemento a mamá —dijo—. Os lo advierto. Estoy dispuesta a ir a la policía.
—Vamos, Margo, por el amor del cielo, cierra la boca —dijo Larry—. Nadie ha dicho nada de ahogar a mamá. En todo caso, no podemos llevar a cabo el ingenioso experimento de Spiro hasta que tengamos un candidato, y eso es lo que nos falta. Mire usted, Spiro, mamá simplemente ha expresado un deseo de… como si dijéramos… volver a experimentar el romance. Todavía no se ha decidido por nadie concreto.
—Pues cuando lo decidas, señor Larrys, usted me lo dices y yo y Theodorakis le ponemos las botas de cemento, ¿ok?
—Pero ¿no estábamos tratando de ayudar a mamá a volverse a casar? —preguntó Margo—. O sea, que si Spiro va y le pone cemento en los pies a todos los hombres que ella mire, será un asesino como Rasputín el Destapador, y nunca conseguiremos que mamá se case.
—Sí, Spiro, limítese a estar atento, ¿quiere? No haga nada drástico, pero ténganos informados —dijo Larry— y, sobre todo, ni una palabra a mamá. Se altera mucho cuando se habla de este tema.
—Serés como una tumbas —dijo Spiro.
Durante unos días nos olvidamos de la solitaria existencia de nuestra madre, porque había muchas cosas que hacer. Varias de las aldeas cercanas tenían unas fiestas maravillosas a las que siempre íbamos. Había flotillas enteras de burros atados a los árboles (pues los parientes de los aldeanos llegaban desde muy lejos, a veces nada menos que diez kilómetros). El humo que flotaba entre los olivos era como un denso perfume de carbón ardiente, cordero asado y ajo penetrante. El vino, rojo como la sangre de la matanza de un dragón, susurraba en las copas con un zumbido de conspiración tan cálido y amistoso que incitaba a tomar más. Los bailes eran alegres, con muchos saltos al aire y palmadas en las piernas. En la primera fiesta, Leslie trató de saltar por encima de una hoguera que parecía estar formada por los órganos internos del Vesubio. No lo logró y, antes de que lo sacaran unas manos prestas, sufrió feas quemaduras en las partes bajas. Tuvo que pasarse un día o dos sentado en un cojín hinchable.
Durante una de aquellas fiestas, Larry condujo entre los participantes a un hombre bajito con un traje blanco inmaculado, corbata de seda escarlata y oro, y un exquisito sombrero de Panamá. Llevaba unos zapatitos tan bruñidos como la coraza de un escarabajo.
—Madre —dijo Larry—, te traigo a una persona interesantísima que se muere por conocerte. Te presento al profesor Eurípides Androtheomatacottopolous.
—Encantada de conocerlo —dijo mamá nerviosa.
—Es un placer, madame Durrell —dijo el profesor, tomándole la mano y llevándosela hasta sus bien recortados barba y bigote que le ocultaban la parte inferior de la cara como una densa nevada.
—El profesor no sólo es un gastrónomo famoso, sino un exponente implacable de las artes culinarias.
—Ah, muchacho, exageras —dijo el profesor—. Estoy seguro de que mis humildes esfuerzos en la cocina resultarían insignificantes en comparación con los banquetes auténticamente romanos que preside tu madre, según me han dicho.
A mamá siempre le había resultado difícil distinguir entre un banquete romano y una orgía romana. Estaba firmemente convencida de que eran sinónimos e implicaban grandes cantidades de comida y hombres y mujeres semidesnudos haciéndose, entre la sopa y los postres, cosas que sería mejor reservar para la intimidad del dormitorio.
—Y ahora —dijo el profesor, sentándose a su lado—, quiero que me hable usted de las hierbas aromáticas del lugar. ¿Es verdad que aquí no se utiliza la lavanda?
Naturalmente, como Larry sabía muy bien, éste era uno de los temas favoritos de mamá y, al ver que el profesor estaba muy interesado y sabía de lo que hablaba, se lanzó a una diatriba gastronómica.
Más tarde, comido el último bocado de piel crujiente y carne sonrosada de cordero, vaciada la última botella y apagado el corazón ardiente de cada hoguera, nos metimos en el fiel Dodge y nos fuimos a casa.
—He tenido una conversación muy interesante con el profesor Andró… Andró… Andró, ay, no entiendo por qué los griegos tienen unos nombres tan impronunciables —dijo irritada, y después se inclinó hacia adelante y tocó a Spiro en el hombro—. Naturalmente, no me refiero a ti, Spiro, no puedes evitar apellidarte Hak… Haki…
—Hakiopolous —dijo Spiro.
—Sí. Pero el apellido de ese profesor no se termina nunca, es como una oruga. En fin, supongo que más vale eso que llamarse Smith o Jones —suspiró mamá.
—¿Habló de cosas interesantes de cocina, pese a su apellido? —preguntó Larry.
—Fascinantes —respondió ella—. Le he invitado a cenar mañana por la noche.
—Estupendo —dijo Larry—. Espero que tengas una carabina.
—¿De qué demonios hablas? —preguntó mamá.
—Bueno, si es tu primera cita tienes que comportarte.
—Larry, deja de decir tonterías —dijo ella con gran dignidad, y en el coche reinó el silencio hasta que llegamos a casa.
—¿Crees que es el tipo de persona que debemos presentar a mamá? —preguntó Margo, preocupada, al día siguiente, mientras mamá estaba en la cocina preparando exquisiteces para la visita del profesor.
—¿Por qué no? —replicó Larry.
—Bueno, para empezar, es tan viejo… Debe de tener por lo menos cincuenta años —señaló Margo.
—Lo mejor de la vida —dijo Larry muy tranquilo—. Se sabe de hombres que han tenido niños después de cumplir los ochenta.
—No sé por qué siempre tienes que meter las cosas del sexo —se quejó Margo—. Y además es griego. No puede casarse con un griego.
—¿Por qué no? —preguntó Larry—. Los griegos se pasan el tiempo casándose con griegos.
—Es diferente —dijo Margo—, eso es cosa suya. Pero mamá es inglesa.
—Estoy de acuerdo con Larry —dijo Leslie de forma imprevista—. Parece que es persona acomodada, con dos casas en Atenas y otra en Creta. No veo qué puede importar que sea griego. No puede evitarlo y, en todo caso, conocemos a algunos griegos muy simpáticos: mirad a Spiro.
—No puede casarse con Spiro, ya está casado —comentó Margo en tono irritado.
—No estoy hablando de que se case con Spiro. Lo único que digo es que es griego y es muy simpático.
—Bueno, en todo caso, no me gustan los matrimonios mixtos —dijo Margo—, porque entonces se tienen tercianos.
—Cuarterones —señaló Larry.
—Bueno, como se llamen —dijo Margo—. No quiero que mamá tenga uno y no quiero tener un padrastro del que no puedo siquiera pronunciar el apellido.
—Para entonces nos llamaremos por el nombre de pila —señaló Larry.
—¿Y cómo se llama? —preguntó Margo suspicaz.
—Eurípides —replicó Larry—. Para abreviar lo puedes llamar Rip.
Decir que el profesor causó mala impresión aquella noche sería quedarse deliberadamente corto. Mientras la tartana que lo traía resonaba y tintineaba por el largo camino que atravesaba los olivares antes de llegar a casa, pudimos oírlo antes que verlo. Cantaba una preciosa canción griega de amor. Por desgracia, nadie le había dicho jamás que desafinaba mucho, o, si se lo habían dicho, no lo había creído. Cantaba con energía, de forma que compensaba la calidad que le faltaba con un gran volumen. Salimos todos al porche a saludarlo y, cuando la tartana se detuvo ante nuestra escalera, inmediatamente se pudo ver que el profesor había libado del mosto en cantidad nada prudente. De la tartana cayó a los escalones, con el lamentable resultado de romper las tres botellas de vino y la jarra de chutney casero que había traído para mamá. El pecho de su elegante traje gris pálido quedó empapado en vino, de forma que tenía el aspecto de alguien que ha sobrevivido por milagro a un terrible accidente de automóvil.
—Está bebido —dijo el conductor de la tartana, por si no nos habíamos dado cuenta.
—Está más borracho que una cuba —dijo Leslie.
—Que dos cubas —dijo Larry.
—Esto es repulsivo —intervino Margo—. Mamá no se puede casar con un borracho griego. Papá no lo habría aprobado.
—¿Casarme con él? ¿De qué estáis hablando? —preguntó mamá.
—Habíamos pensado que podía significar un romance en tu vida —explicó Larry—. Ya te dije que necesitábamos un padrastro.
—Casarme con él —exclamó mamá, horrorizada—. No querría que me vieran con él ni muerta. ¿Pero en qué estáis pensando, hijos?
—Ya lo veis —dijo Margo triunfante—, ya os había dicho que no querría a un griego.
El profesor se había quitado el sombrero hongo manchado de vino, había hecho una reverencia a mamá y después se había quedado dormido en los escalones.
—Larry, Leslie, me estáis haciendo enfadar de verdad —dijo mamá—. Coged a ese idiota borracho, volved a ponerlo en la tartana y decidle al conductor que lo devuelva a donde lo encontró. Y no quiero volverlo a ver nunca más.
—Creo que te estás portando sin ningún romanticismo —dijo Larry—. ¿Cómo podemos conseguir que te vuelvas a casar si adoptas esa actitud antisocial? Total, no ha hecho más que tomarse unas copas.
—Y dejad de decir esas estupideces de que me vuelva a casar —dijo mamá decidida—. Ya os diré yo cuándo quiero casarme y con quién, si es que pasa alguna vez.
—Sólo pretendíamos ayudar —señaló Leslie, ofendido.
—Bueno, pues podéis ayudarme sacando de aquí a ese borracho idiota —dijo mamá, y pisando fuerte volvió a meterse en la casa.
Aquella noche la cena fue (desde el punto de vista de la conversación) fría, pero deliciosa. El profesor no sabía lo que se había perdido.
Al día siguiente fuimos todos a nadar, dejando a mamá, ya más tranquila, enredando en el jardín con su catálogo de semillas. El mar tenía una temperatura digna de bañera y había que adentrarse mucho y después bucear unos dos metros antes de encontrar agua lo bastante fría para refrescarse. Después nos quedamos a la sombra de los olivos, dejando que el agua salada fuera formando una costra sedosa en la piel.
—Sabéis —dijo Margo—, he estado pensando.
Larry la contempló incrédulo.
—¿Qué has estado pensando? —interrogó.
—Bueno, que creo que te has equivocado con el profesor. No creo que fuera el tipo de mamá.
—Pero si no hacía más que bromear —replicó Larry lánguidamente—. Siempre estuve en contra de esa idea suya de volverse a casar, pero parecía tan convencida de necesitarlo…
—¿Quieres decir que fue idea de mamá? —preguntó Leslie, estupefacto.
—Naturalmente —dijo Larry—. Cuando uno llega a su edad y empieza a plantar pasionarias por todas partes resulta evidente ¿no?
—Pero piensa en las consecuencias si se hubiera casado con el profesor —exclamó Margo.
—¿Qué consecuencias? —preguntó Leslie suspicaz.
—Bueno, se habría ido a vivir con él a Atenas —respondió Margo.
—¿Y qué?
—Bueno, ¿quién iba entonces a hacernos la comida? ¿Lugaretzia?
—¡No lo quiera Dios! —dijo vehemente Larry.
—¿Os acordáis de la sopa de sepia? —preguntó Leslie.
—Por favor, no me lo recuerdes —dijo Margo—. Aquellos ojos que flotaban contemplándonos acusadores… ¡uf!
—Supongo que podríamos habernos ido a Atenas a vivir con ella y con Erisipolous o como se llame —comentó Leslie.
—No creo que le hubiera gustado mucho cargar con cuatro hijos en sus últimos años —observó Larry.
—Bueno, creo que deberíamos hacer que mamá pensara en otra cosa —dijo Margo— que no fuera el matrimonio.
—Pero parece empeñada —apuntó Larry.
—Bueno, pues tenemos que desempeñarla —dijo Margo—. Hay que mantenerla en el recto camino y encargarnos de que no conozca a demasiados hombres. Estar vigilantes.
—A mí me parece que no le pasa nada —comentó Leslie dubitativo.
—Planta pasionarias —señaló Larry.
—Exactamente —dijo Margo—. Hay que vigilarla. Yo siempre digo que cuando el río suena, lleva peces.
Así que con esa idea en la cabeza nos dispersamos y cada uno se dedicó a lo suyo. Larry a escribir, Margo a averiguar qué se podía hacer con diecisiete metros de terciopelo rojo que había comprado en unas rebajas, Leslie a engrasar sus escopetas y fabricar cartuchos, y yo a tratar de capturar compañía para uno de mis sapos, pues los asuntos matrimoniales de mis animales me resultaban infinitamente más importantes que los de mi madre.
Tres días después, acalorado, sudoroso y hambriento tras una búsqueda insatisfactoria de culebras leopardo por los cerros, volvía yo a casa justo en el momento en que Spiro extraía a Antoine de Veré del Dodge. Llevaba un chambergo enorme, una capa negra con forro escarlata y un traje de pana azul claro. Salió del coche, cerró los ojos, levantó los brazos al cielo y entonó con voz sonora y profunda: «¡Ah! ¡Cuan majestuosa es Grecia!». Y respiró a fondo. Después se quitó el chambergo y me contempló, zarrapastroso y rodeado de perros, todos los cuales gruñían ominosamente. Me sonrió, exhibiendo unos dientes blanquísimos que contrastaban con la piel atezada, tan perfectos que podrían estar recién hechos. Tenía el pelo rizado y brillante. Sus ojos eran grandes y relampagueantes, del color de una castaña recién brotada, y toda su piel era oscura como una ciruela. No cabía duda de que era guapo, pero dentro de un estilo que Leslie habría calificado de muy mediterráneo.
—¡Ah! —dijo señalándome con un largo dedo—. Tú debes de ser el hermanito menor de Lawrence.
Aunque no me había gustado demasiado a primera vista, había estado dispuesto a darle una oportunidad, pero ahora mi opinión descendió por debajo de cero. Me había acostumbrado a que tanto mi familia como nuestros amigos me describieran de diversas formas menospreciativas, y había adoptado una actitud estoica frente a aquellos poco amables, falsos y probablemente calumniosos ataques a mi personalidad, pero nadie había tenido jamás la temeridad de llamarme «hermanito menor». Me estaba preguntando qué habitación le asignarían y si valdría la pena meterle en la cama una culebra de agua muerta (que por casualidad se hallaba en mi posesión), cuando Larry apareció y se llevó a Antoine a la cocina para presentárselo a mamá.
Los siguientes días fueron, como mínimo, interesantes. Al cabo de veinticuatro horas Antoine había logrado irritar a toda la familia con la excepción —para nuestro gran asombro— de mamá. Evidentemente, Larry se aburría con él y no hacía sino vaguísimas tentativas de ser amable. Leslie opinaba que era un maldito mediterráneo al que habría que fusilar y Margo pensaba que era gordo, viejo y grasiento. Pero, por algún motivo inexplicable, parecía que mamá lo encontraba encantador. Constantemente le pedía que se diera una vuelta con ella por el jardín y que le sugiriese dónde debía plantar cosas, o le invitaba a la cocina para que probara el estofado que estaba preparando y sugiriera qué ingredientes añadir. Incluso llegó a hacer que Lugaretzia, quejándose como un galeote romano, subiera cojeando tres tramos de escalera con una bandeja enorme cargada con suficientes huevos, bacon, tostadas, mermelada y café como para alimentar a un regimiento. Ese lujo era algo que a nosotros no se nos permitía más que si estábamos enfermos, de forma que, naturalmente, nuestra aversión a Antoine fue en aumento. Parecía no darse cuenta en absoluto de nuestros mal disimulados sentimientos, monopolizaba todas las conversaciones y hacía que las horas de las comidas fueran intolerables. Evidentemente, el pronombre personal de primera persona se había inventado expresamente para él, y casi cada frase empezaba con un «yo creo», «yo opino», «yo sé» o «yo entiendo». Contábamos los días que faltaban para que se fuera.
—No me gusta —dijo Margo preocupada—. No me gusta nada la forma en que está siempre revoloteando en torno a mamá.
—O ella en torno a él —dijo Leslie.
—Bobadas. Ese tío es un pelma. Es peor que el profesor —dijo Larry—. De todas formas, se marcha dentro de poco, gracias a Dios.
—Bueno, pues fíjate lo que te digo, que algo raro está pasando —dijo Margo—. Dame pan y ganancia de pescadores. —A mi hermana le gustaban los refranes, pero invariablemente daba su propia versión, que tendía a resultar un tanto extraña.
—Ayer los vi paseando por los cerros y él le estaba cogiendo flores —observó Leslie.
—Ya lo veis —comentó Margo—. Cuando se le dan flores a una mujer siempre significa algo.
—Una vez le llevé montones de flores a una mujer y no me lo agradeció nada —dijo Larry.
—¿Por qué? Yo creía que a las mujeres les gustaban las flores —preguntó Leslie.
—No en forma de corona —explicó Larry—. Como había muerto, supongo que no hay que juzgarla con dureza. Estoy seguro de que si hubiera estado viva las habría puesto en agua.
—Ojalá te tomaras las cosas más en serio —dijo Margo.
—Me tomo las coronas muy en serio —replicó Larry—. En los Estados Unidos las ponen en las puertas por Navidad. Supongo que para recordarle a uno la suerte que tiene de no estar criando malvas.
Para nuestro gran asombro, a la mañana siguiente Spiro llegó antes del desayuno y se llevó a Antoine, con su chambergo, su capa y su traje azul, era de suponer que al pueblo. Mamá nos explicó el misterio cuando nos sentamos a desayunar.
—¿Dónde se ha ido Antoine? —preguntó Larry, trepanando diestramente un huevo pasado por agua—. Supongo que es demasiado esperar que se haya ido para siempre.
—No, hijo —dijo mamá muy plácida—, quería hacer unas compras y en todo caso pensó que resultaría más discreto no estar aquí mientras hablaba yo con todos vosotros.
—¿Hablar con nosotros? ¿Hablar con nosotros de qué? —preguntó Margo alarmada.
—Recordaréis que hace un tiempo me sugeristeis que me volviera a casar —empezó a decir mamá, muy afanada en servir el té y el zumo de naranja—. Bueno, en aquel momento no me gustó, porque, como ya sabéis, dije que nunca me volvería a casar, dado que ningún hombre iba a estar a la altura de vuestro padre.
Nos mantuvimos callados como muertos.
—Lo he estado pensando mucho —continuó— y he decidido que tenías razón, Larry. Creo que efectivamente necesitáis un padre que ejerza la disciplina y os oriente. Conmigo no basta.
Seguíamos sentados como hipnotizados. Mamá sorbió un poco de té y dejó la taza.
—Como sabéis, en Corfú no hay muchas posibilidades y verdaderamente no sabía qué hacer. Pensé en el cónsul de Bélgica, pero no habla más que francés y si se me declarase no lo entendería. Pensé en el señor Kralefsky, pero está tan consagrado a su madre que dudo que quiera casarse. Pensé en el coronel Velvit, pero creo que no le interesan precisamente las mujeres. Casi había renunciado, desesperada, cuando llegó Antoine.
—¡Mamá! —exclamó Margo horrorizada.
—Calla, hija, y deja que siga. Bueno, desde el primer momento nos sentimos atraídos el uno por el otro. No creo que os dierais cuenta.
—Claro que sí —replicó Leslie—, con toda esa mierda del desayuno en la cama y a ti cayéndosete la baba con el hijoputa.
—Leslie, hijo, no permito que utilices ese término para referirte a tu padrastro, o a quien espero que llegue a ser tu padrastro en el debido momento.
—No me lo puedo creer —dijo Larry—. Siempre he pensado que las mujeres sois medio tontas, pero no creía que fuerais tan estúpidas. Si te casas con Antoine te darán en Premio Nobel de la idiotez.
—Larry, hijo, no seas grosero. Antoine tiene grandes cualidades. Y, en todo caso, la que se va a casar con él soy yo, no tú.
—Pero no te puedes casar con él, es horrible —sollozó Margo, a punto de echarse a llorar.
—Bueno, no inmediatamente —dijo mamá—. Ya lo hemos hablado. Estamos de acuerdo en que mucha gente se casa a toda prisa y luego lamentan haber tomado una decisión apresurada.
—Desde luego, tú lamentarías ésta —dijo Larry.
—Sí, bueno, como digo, lo hemos hablado y hemos decidido que lo mejor sería que viviéramos juntos en Atenas durante un tiempo para irnos conociendo mejor.
—¿Vivir con él en Atenas? ¿Hablas de vivir en pecado? —preguntó Margo horrorizada—. Eso es imposible, mamá. Sería bigamia.
—Bueno, no sería exactamente un pecado —explicó mamá— si estuviéramos planeando casarnos.
—He de decir que es la excusa más original para pecar que he oído en mi vida —comentó Larry.
—No puedes hacer eso —dijo Leslie—. Ese tipo es horrible. Podrías pensar en nosotros por una vez.
—Sí, mamá, piensa en lo que dirá la gente —dijo Margo—. Sería terrible, cuando la gente preguntase dónde estás, tener que decir que vives en pecado en Atenas con ese… ese… ese…
—Hijoputa —completó Leslie.
—Y pelma —añadió Larry.
—Vamos, mirad —dijo mamá—. Si seguís así vais a hacer que me enfade de verdad. Lo único que pudisteis pensar como marido para mí fue un viejo idiota y borracho con un apellido más largo que el abecedario. Ahora yo he elegido a Antoine y no hay más que decir. Tiene todas las cualidades que más admiro en un hombre.
—¿Quieres decir ser pelma, perezoso y vanidoso? —preguntó Larry.
—¿Tener el pelo empapado de grasa? —preguntó Margo.
—¿Roncar como un ceporro? —preguntó Leslie.
Yo no contribuí con nada, pues creí que a mamá no le convencería mi comentario de que alguien que me llamase «hermanito menor» merecería haber sido estrangulado al nacer.
—Naturalmente, eso significa que cambiarán nuestras vidas —explicó mamá, sirviéndose otra taza de té—. Como Gerry es el más joven, vendrá a vivir conmigo y con Antoine para que pueda contar con su ejemplo. Leslie: tú y Margo ya sois lo bastante mayores para emanciparos, de forma que os sugiero que volváis a Inglaterra y encontréis un trabajo agradable.
—¡Mamá! ¡No puedes hablar en serio! —jadeó Margo.
—No existe ningún trabajo agradable —comentó Leslie, empavorecido.
—¿Y yo qué? —preguntó Larry—. ¿Qué futuro habéis planeado para mí entre tú y ese bárbaro imbécil?
—Ah, eso es lo mejor —dijo mamá triunfante—. Antoine tiene un amigo en Lituania que tiene un periódico. Según parece, tira varios centenares de ejemplares. Antoine está seguro de que te puede conseguir un empleo de… de… creo que se llama compositor. En todo caso es una de esa gente que ponen todas las letritas juntas y después las convierten en una página impresa.
—¿Yo? —explotó Larry—. ¿Quieres que yo me convierta en un compositor de mierda?
—Hijo, no hables así —dijo mamá automáticamente—. No veo qué tiene de malo. Como Antoine sabe que quieres ser escritor, creyó que sería el trabajo perfecto para ti. Al fin y al cabo, todo el mundo tiene que empezar por el principio.
—Me gustaría empezar por su principio para hacerle llegar a su final —dijo Leslie furioso—. ¿Qué sabe él de trabajos agradables?
—Bueno, hijo, algo que te resulte atractivo, algo que vaya bien con tu personalidad —explicó mamá.
—Como la carnicería —sugirió Larry—, para que pudiese empezar a practicar con Antoine.
—Veo que ninguno de vosotros está de ánimo sereno —dijo mamá muy digna—. De forma que vamos a dejar de hablar del asunto. Pero estoy decidida, de forma que más vale que os hagáis a la idea. Si queréis hablar en serio, estaré en la cocina. Quiero prepararle a Antoine un cari de gambas para esta noche. Es uno de sus platos favoritos.
Nos quedamos sentados en silencio mientras ella, canturreando para sus adentros, pasaba entre los mandarinos y desaparecía en el interior de la casa.
—Es que no me lo puedo creer —dijo Larry—. Tiene que haber enloquecido. Estoy seguro de que está loca. No hay más que ver todos los parientes chalados que tenemos. Es cosa de familia. Hemos de resignarnos a una vida de camisas de fuerza y celdas acolchadas.
—No está loca —dijo Margo—. Yo sé cuándo mamá dice locuras y cuándo no. Estoy segura.
—Bueno, en ti resulta muy lógico —observó Larry.
—Creo que va en serio —indicó Leslie—. Si de verdad quiere casarse con ese hombre supongo que no podemos impedirlo, aunque creo que es un poco egoísta. Pero sugerir que vayamos a buscar trabajo, creo que eso verdaderamente es llevar las cosas demasiado lejos.
—Estoy de acuerdo —dijo Larry—. La desintegración de la vida familiar se inicia cuando los hijos empiezan a comportarse normalmente y su madre anormalmente. Claro que siempre nos queda el remedio de Spiro.
—¿Te refieres a las sandalias de cemento? —preguntó Margo abriendo mucho los ojos.
—Botas —corrigió Leslie.
—Pero entonces, ¿no seríamos cómplices? —preguntó Margo—. Después de todo, cuando se mata a alguien así es como un asesinato, ¿no? O sea, no puedes decir que pisó los cubos por accidente y que después se cayó del barco, ¿verdad? O sea, que no creo que nadie se lo creyera. O sea, creo que podrían tener sospechas. O sea, que no creo que sea una idea muy segura. Y, en todo caso, no creo que si se lo preguntásemos a Antoine, aunque no podríamos, le gustara la idea. Creo que no le gustaría meternos en problemas con la policía y todo eso. O sea, creo que básicamente es simpático, sólo que es horrible y quiere casarse con mamá y fastidiarlo todo.
—Una forma muy sucinta de decirlo —observó Larry.
—Tenemos que hacer algo —dijo Leslie preocupado—, o si no ese maldito lo va a fastidiar todo.
—Sí, nuestras vidas privadas se harán públicas —dijo Margo—. Nos tendremos que pasar la vida mirando por encima de los hombros.
—No puede uno mirar por encima de los dos hombros al mismo tiempo —corrigió Leslie, siempre realista.
—Sí que se puede si está uno lo bastante asustado —señaló Margo—. Por lo menos yo sí que puedo.
—A la hora de comer tenemos que intentarlo otra vez —dijo Larry—. Hay que demostrarle que está actuando mal.
—¿Crees que una excursión al psiquiátrico de aquí bastaría? —sugirió Margo—. Así vería lo equivocada que está.
—¿Cómo? —inquirió Leslie.
—Bueno, le demostraría en lo que corre peligro de convertirse si no renuncia a esa absurda idea de casarse con Antoine.
—No funcionaría. Cada vez que paso por ahí todos los internos parecen estárselo pasando fenómeno —dijo Leslie—. No, probablemente lo que se conseguiría es que mamá y Antoine se fueran a vivir con ellos. Quiero decir que si tienen que vivir en pecado, es mejor que sea en Atenas, que está lejos, y no en un psiquiátrico a nuestra misma puerta. No estaría bien. La gente hablaría.
—Ya pensaré algo —dijo Larry, y se fue a su habitación.
—Bueno, en todo caso, te dará algo que hacer con todo ese maldito terciopelo que compraste —observó Leslie.
—¿Qué voy a hacer con él? —inquirió Margo.
—Le puedes hacer un vestido de novia a mamá.
—No digas estupideces —exclamó Margo, y se marchó muy enfadada.
A la hora de comer se reanudó el ataque, pero mamá mantuvo su firme placidez.
—¿Te das cuenta de que nos estás destrozando la vida? —preguntó Larry.
—Bueno, yo no me quejé cuando me quedé viuda con cuatro hijos que criar, ¿verdad?
—¿Cómo ibas a quejarte? Nosotros enriquecimos tu vida y, en todo caso, si no la hubiéramos enriquecido y te hubiéramos hecho sufrir, no habría sido más que una vida destrozada. Lo que tú propones ahora es destrozar cuatro vidas —señaló Larry.
—Sí —convino Leslie—, es decir, que si nosotros hiciéramos algo así dirías que éramos unos egoístas.
—Sí —añadió Margo—, y no es como si necesitaras casarte. Después de todo, nos tienes a nosotros. Cualquier mujer estaría contentísima de tener cuatro hijos como nosotros.
—Bueno, si conocéis a alguna, me gustaría que me la presentarais —dijo mamá fríamente—. Voy a echarme la siesta.
A la hora del té tampoco nos fue bien.
—¿Te das cuenta de lo que dirá la gente cuando vea que te casas con un hombre más joven? —preguntó Larry.
—Antoine tiene exactamente mi edad, hijo.
—Pero parece mucho más joven. No sé si te has visto en el espejo últimamente, pero da la sensación de que estás entrando en la decadencia. La gente dirá que te has casado con un joven gigoló.
—¿No es eso un instrumento de música? —preguntó Margo, toda confusa.
—No, eso es un piccolo —explicó Leslie—. Un gigoló es uno de esos mediterráneos que van por ahí haciendo proposiciones a las mujeres de cierta edad.
—¿Qué clase de proposiciones? —preguntó Margo.
—Libidinosas —dijo Leslie, abarcándolo todo.
—¿Es que Antoine ha estado haciendo proposiciones libidinosas a mamá? Ay, me parece horrible —exclamó Margo—. Ya es bastante malo que vivan en pecado como para que encima le haga proposiciones libidinosas. Mamá, de verdad, me parece que ya es demasiado. Te estás comportando como un personaje de El campante de lady Latterly.
—Más vale que os calléis todos —dijo mamá decidida—. Antoine se ha comportado como un perfecto caballero, pues de otro modo no habría contemplado la idea de casarme con él. Pero lo he decidido y se acabó. Ahora voy a ocuparme del cari.
Y se fue a la enorme cocina subterránea, donde Lugaretzia gemía como si estuviera en el potro de la tortura.
—No hay nada que hacer, tendremos que enfrentarnos con Antoine. Tendremos que decirle que no lo aceptamos ni como padrastro ni como nada —dijo Larry.
—Sí, y somos cuatro contra uno —señaló Leslie.
—Cuatro contra dos —corrigió Margo—, porque también está mamá.
—Mamá no cuenta —dijo Leslie.
—Después de todo, tenemos perfecto derecho —explicó Larry—. Lo hacemos por su bien, por su felicidad. Nunca nos perdonaríamos no haberla salvado de su propia estupidez.
—Sí —añadió Margo—, imagínate que la gente nos dijera que sabía que nuestra madre está viviendo en pecado con un piccolo.
—Gigoló —corrigió Leslie.
—Habrá que esperar hasta que vuelva —comentó Larry sombrío.
—Sí, y entonces podemos llegar al pozo de las cosas —dijo Margo.
Lo bueno del larguísimo camino que llevaba hasta casa era que podíamos ver venir a la gente mucho antes de que llegara y cuando eran pelmas sencillamente desaparecíamos en los olivares y dejábamos que mamá se encargara de ellos. El coche de Spiro tenía una antigua bocina de esas que se aprietan, aproximadamente del tamaño de un melón grande, que emitía unos bocinazos similares a los bramidos de un toro ofendido privado de sus derechos nupciales, un ruido tan fuerte y tan terrible que lograba hasta el milagro de hacer que un burro de Corfú se apartara del camino. Al entrar en la desviación que llevaba a nuestra casa, a unos ochocientos metros de distancia, tocaba siempre una especie de sinfonía con la bocina para que supiéramos que llegaba. Así nos enteramos de la vuelta de Antoine y nos reunimos beligerantes en el porche de la fachada para entrar en batalla. Jamás hombre alguno tuvo que enfrentarse con un grupo más frío, más implacable y más hostil, un grupo que emanaba una enemistad tan vibrante como setenta y nueve tigresas bengalíes reunidas para defender a todas sus crías.
—Ah —dijo mamá, que salió corriendo al porche—, creía haber oído la bocina de Spiro. O sea, que ya vuelve Antoine… Maravilloso.
El coche se detuvo bajo nosotros y, ante nuestra mirada horrorizada, Antoine se quitó el sombrero y le lanzó un beso con la mano a mamá.
—Querida dama, he vuelto —dijo—. Coñac, champagne, flores para ti y la pequeña Margo y éclairs (de chocolate) para nuestro pequeño Gerry. Creo no haber olvidado nada.
—Salvo hablar en inglés —observó Larry.
Antoine saltó del coche y, con un gesto ondulante de la capa, subió corriendo los escalones y le besó la mano a mamá.
—¿Se lo has dicho? —preguntó preocupado.
—Sí —replicó mamá.
Antoine se volvió hacia nosotros igual que se podría volver un domador hacia un grupo de animales de la selva mal adaptados.
—Ah, queridos hijos —dijo, abriendo mucho los brazos como si fuese a abrazarnos a todos—. Mi adorable familia adoptiva. Nadie en la tierra ha tenido la suerte de que se le dieran cuatro niños tan buenos, además de una madre que es un don del cielo.
Aquellos niños tan buenos le echaron una mirada tan ardiente como un horno abierto mientras mamá sonreía afectadamente.
—Ah, qué bien lo vamos a pasar —continuó Antoine, que no parecía darse cuenta de nuestra hostilidad—. Podré ayudar en todo igual que un padre. A ti, mi querido Larry, te podré asesorar sobre tus escritos. Leslie, a ti creo que deberíamos desviarte de esa obsesión por las armas y llevarte a pensar en cosas superiores: quizá una carrera en la banca o algo así, sólido, ¿eh? Y a ti, queridísima Margo, tan torpe, tan ingenua, tendremos que ver cómo logramos hacerte presentable. Y el pequeño Gerry, vaya un golfillo, con todos esos estúpidos animales. Estoy seguro de que podremos hacer algo por él. Incluso el material más inverosímil puede moldearse para hacer que se parezca a un ser humano. Ah, cómo vamos a divertirnos cuando compartamos nuestras nuevas vidas.
—Ay, Antoine, va a ser maravilloso —exclamó mamá.
Antoine se volvió hacia ella.
—Sí, va a ser maravilloso y contigo, mi querida Louella… quiero decir Lucy… Lucinda… quiero decir… —se interrumpió y dio una patada en tierra diciendo: «Maldita sea, maldita sea, maldita sea».
Mamá se echó a reír.
—Maldita sea, maldita sea, maldita sea —repitió Antoine—. Esta era mi gran escena y la he fastidiado.
—Lo habías hecho muy bien hasta ahora —indicó mamá—, y de todas formas se lo íbamos a decir.
—¿Decirnos qué? —preguntó Margo abriendo mucho los ojos.
—Que todo esto no era más que una maldita broma —dijo Larry irritado.
—¿Una broma? —preguntó Leslie—. ¿O sea que no va a casarse con Antoine?
—No, hijo —explicó mamá—. Ya me estaba enfadando con la forma en que os comportabais; enfadándome de verdad. Después de todo, puedo ser vuestra madre, pero no tenéis derecho a meteros en mis cosas, así que se lo comenté a Antoine para saber si creía que estaba… bueno, que estaba siendo algo dura, pero él estuvo de acuerdo conmigo. Y por eso ideamos este plan para daros una lección a todos.
—En mi vida he escuchado nada tan artero ni inmoral, dejándonos sufrir así, imaginando que tendríamos que comer lo que guisara Lugaretzia —dijo Larry indignado.
—Sí, podrías haber pensado en nosotros —dijo Leslie acusador—. Estábamos todos muy preocupados.
—Sí, es verdad —convino Margo—. Después de todo, no creíamos que te fueras a casar con cualquier pelanas.
—O cualquier Antoine —añadió Larry.
—Bueno, Antoine hizo su papel maravillosamente, de hecho lo hizo tan bien que me empezó a desagradar un poco —dijo mamá.
—Es el mayor elogio posible —dijo Antoine.
—Bueno, pues a mí me parece totalmente horrible que nos hayas tenido a todos en suspenso —dijo Margo—. Creo que lo menos que puedes hacer es prometernos que no te casarás sin nuestro consentimiento.
—Pero si no me importa no estar casada —dijo mamá—, y en todo caso sería muy difícil encontrar a alguien que se pudiera comparar con vuestro padre. Y si efectivamente encontrase a alguien que se pudiera comparar, me temo que jamás en su vida se me declararía.
—¿Por qué no? —preguntó Margo, suspicaz.
—Bueno, hija, ¿qué hombre en su sano juicio iba a aceptar a cuatro hijos como vosotros? —preguntó mamá.