A lo largo de mis viajes he tropezado con muchas cosas que me han inspirado tristeza y desazón. Pero, entre esa multitud de sucesos, hay uno que tengo grabado y que me llena de pena siempre que lo recuerdo.
Era un hombre muy bajito, de estatura no superior a la de un muchacho de catorce años no muy alto. Parecía tener unos huesos tan frágiles y delicados como las boquillas de las antiguas pipas de arcilla. Tenía una cabeza rara colocada sobre un cuello esbelto, como un ánfora griega del revés. En ella estaban enmarcados unos gigantescos ojos líquidos, del tamaño y la forma de los de una cierva, una nariz tan finamente tallada como el ala de un pájaro y una boca muy bien formada, generosa y compasiva. Sus orejas, finas como el pergamino, eran grandes y puntiagudas, como dicen que las tienen los duendes. Se trataba del capitán escandinavo del buque mercante en el que viajábamos de Australia a Europa.
En aquella época encantadora y remota, se podía viajar en barcos así, que tardaban seis semanas y no llevaban más que entre ocho y doce pasajeros. No era precisamente el Queen Elizabeth II. En realidad, era como disponer de un yate personal. Sin embargo, tenía sus inconvenientes, porque uno no podía escoger sus compañeros de viaje. Pero entre doce tenía la seguridad de conocer por lo menos a dos que tuvieran un vago parentesco con la raza humana y con quien se pudiera establecer una amistad, y en consecuencia no hacer ni caso a los demás, sin ofenderlos por ello. En aquella ocasión concreta yo era el único pasajero masculino a bordo. Las otras once eran unas ancianas australianas que —con mucho parloteo y nerviosismo— hacían su primer viaje en barco, su primer viaje a Europa y su primer viaje a la madre patria Inglaterra, donde vive la Reina. De manera que, como cabe imaginar, todo les resultaba tan nuevo y sugerente que tenían que manifestar su asombro ante ello. Los camarotes eran maravillosos, con camas de verdad; las duchas y los baños tenían agua de verdad, en el bar se les servían bebidas de verdad y para las comidas se sentaban a una gran mesa (reluciente) donde se les servía comida de verdad. Eran como niñas en su primera excursión y uno disfrutaba al ver cómo ellas disfrutaban. Sin embargo, con quien más disfrutaban era con el capitán. Por su parte, daba muestras de tal encanto y consideración que se convirtió, de forma instantánea, en una especie de flautista de Hamelín náutico. Visitaba a todas y cada una de ellas mientras tomaban el sol en las sillas de cubierta para comprobar si les había gustado el desayuno y si el consomé (servido a las once en punto) había estado a la temperatura correcta, y después, en el bar, se encargaba personalmente de los ritos necesarios para preparar esa bebida nauseabunda que llaman martini. Enviaba a marineros a la carrera para advertir a las damas que había un banco de peces voladores, una ballena que, a lo lejos, lanzaba agua como una fuente, o bien un albatros que con alas tensas como una regla planeaba a popa como si estuviera atado a ella por un cable invisible. Las llevaba a proa (con una escolta de tripulantes para asegurarse de que ninguna de ellas se cayera) a ver unos delfines que se mantenían a la misma velocidad que el barco o que de pronto se adelantaban con una rapidez que dejaba sin aliento y se ponían a saltar sobre las aguas azules como flechas exuberantes. Las llevaba a la resplandeciente sala de máquinas cuyo suelo estaba tan limpio que se habría podido comer en él, y les explicaba los órganos internos de un buque. Las llevaba al puente de mando del barco y les explicaba cómo el radar le permitía a uno ver un barco que pasaba por la noche y no tener un mal accidente. Las invitaba a bajar a las cocinas y a los congeladores, indicándoles dónde se conservaban y se preparaban los alimentos para sus comidas, y ellas estaban encantadas. Con cada revelación se enamoraban todavía más del capitán y él era tan encantador, tan tímido y tan amable, que cada día se esforzaba por conseguir más y más cosas sorprendentes para sus damas, igual que un prestidigitador se saca cada vez más cosas del sombrero para asombrarnos.
—El capitán tiene un corazón de oro —me dijo un día la enorme y siempre sudorosa señora Farthingale mientras tomábamos el consomé de las once—, de oro puro. Si mi marido se hubiera parecido a él, quizá nuestro matrimonio habría durado más.
Como yo no había conocido al temible señor Farthingale, no pude hacer ningún comentario.
—El capitán es la persona más adorable que he conocido, la quintaesencia de la cortesía y la amabilidad, y está muy bien educado para ser extranjero —dijo la señorita Landlock, mientras se le saltaban unas lágrimas que amenazaban con caer en su segundo martini—. Y felizmente casado, según me ha dicho el Primer Oficial.
—Sí —asentí—, eso creo.
Lanzó un suspiro lúgubre.
—Siempre pasa lo mismo —comentó.
—Es verdad —intervino la señora Fortescue, que iba por su tercera ginebra, servida por una mano generosa—, hay muy pocos tipos decentes que no tengan ya mujer. En cuanto vi al capitán, me dije: ése es un tipo decente, y no un mujeriego, aunque sea marino.
—El capitán no podría ser mujeriego —apuntó la señorita Woodbye, un tanto escandalizada—. Es todo un caballero.
—Si su mujer lo pescara con otras armaría un escándalo, de lo furiosa que se pondría —dijo la señorita Landlock.
Como en el barco había poco que hacer y la travesía era larga, todos los días escuchaba especulaciones interminables sobre las costumbres del capitán, la admiración que provocaban sus múltiples virtudes y las opiniones acerca de lo que debían comprarle como regalo cuando hiciéramos nuestra primera (y única) escala. Tenían verdadera ansia porque llegara ese día, no creo que porque quisieran bajar a tierra, sino para comprar el regalo de su héroe. Tras muchas discusiones, decidieron comprarle un suéter. Como no sabían muy bien lo que costaría la prenda, se decidió que cada una de las señoras aportaría dos libras y yo, noblemente, dije que aportaría la diferencia si era necesario. Tras resolver amistosamente este espinoso problema, estalló una guerra momentánea cuando se pasó al del color. El blanco no era práctico, el rojo era demasiado llamativo, el marrón demasiado triste, el verde no hacía juego con el color de sus ojos, y así sucesiva e interminablemente. Al final, antes de que las señoras llegasen a las manos en torno a este problema, dije que yo, con la astucia extraordinaria que utilizaba para atrapar a los silvestres moradores de la selva, conseguiría que el capitán me dijera cuál era su color favorito. Cuando por fin volví con la noticia, totalmente espúrea, de que al capitán le gustaba el beige, las señoras se sintieron presa del desencanto, pero lo aceptaron. Se había evitado una nueva guerra mundial.
Por fin amaneció el gran día y el barco arribó a puerto. Las señoras se habían levantado al amanecer, tan nerviosas como niños el día de Reyes. Habían ido corriendo de camarote en camarote, en bata y con gritos como: «Marjorie, ¿tienes un imperdible que prestarme?», «Agatha, ¿crees que estas cuentas hacen juego con mi vestido azul?» o «¿Podrías prestarme un sostén, por favor? A éste se le ha roto el tirante». Por fin, vestidas de domingo, con sus sombreros de paja llenos de flores artificiales, tan olorosas a polvos y perfumes que se las podía olfatear a cien metros a favor de viento, con miradas brillantes y las caras bañadas por sonrisas nerviosas, descendieron como un macizo de flores a la lancha y se lanzaron hacia la costa y a su gran aventura.
Pese a sus ruegos y súplicas, yo había decidido no ir con ellas. Era una decisión prudente, pues (aunque eso no se lo dije) la idea de ir de compras con once mujeres, todas empeñadas en comprar lo mejor para su ídolo, me daba verdadero miedo. Además, estaba a mitad de un libro y pensé que podía quedarme trabajando tranquilamente en el camarote y pedir que me llevaran algo de beber y un sandwich a mediodía. Por desgracia, no fue así. Apenas había empezado a trabajar cuando llamaron a la puerta. Era el Primer Oficial, un hombre de unos treinta años, supongo, de pelo dorado cortado a cepillo, cabeza bastante grande y ojos azules y totalmente inexpresivos. Siempre me había dado la impresión de ser cortés y eficiente, pero un tanto adusto, en comparación con la encantadora personalidad del capitán.
—Saludos del capitán —dijo—. No lo ha visto a usted ir al puerto con las señoras. El capitán desea saber si se siente usted mal.
—No, estoy perfectamente bien, gracias. Es que preferí quedarme a bordo y terminar un trabajo.
—Entonces el capitán pregunta si le hará el honor de comer con él.
Me sentí un tanto extrañado, pero en realidad no podía hacer otra cosa que aceptar.
—Dígale al capitán que con mucho gusto —respondí.
—A la una menos cuarto en el bar —dijo el Primer Oficial, y se fue.
De forma que a la una menos cuarto fui al bar, donde encontré al capitán sorbiendo una copa de pálido jerez, con un montón de papeles parecidos a pergaminos delante de él en la barra. Me estrechó educadamente la mano, pidió una copa para mí y después volvió a sentarse en su taburete, como un duende encima de un hongo.
—En cuanto vi que no desembarcaba usted —dijo—, pensé que debía invitarlo a comer. No me agradaba la idea de que comiera usted solo.
—Muy amable, capitán —respondí—. De hecho, el motivo de no haber desembarcado es que nuestras señoras querían ir de compras. Me pareció que pasarme el día de compras con once señoras sería algo superior a mi capacidad de resistencia.
—Ya ir de compras con una sola señora resulta bastante difícil, creo. Cuando mi mujer va de compras, nunca la acompaño. Lleva todo a casa para enseñármelo y al día siguiente se lo vuelve a llevar para cambiarlo —comentó—. Pero las señoras son las señoras y ¿qué haríamos sin ellas?
—Mi hermano, que se ha casado cuatro veces, me dijo una vez: «¿No podrían haber inventado algo mejor que las mujeres?».
Al escuchar aquello el capitán lanzó tal carcajada que casi se cayó del taburete. Cuando recobró la normalidad y pedimos otra copa, se puso serio.
—Precisamente quería hablarle a usted de las señoras, señor Durrell —indicó—. Como sabe, dentro de cuatro días hemos de celebrar la Ceremonia del Paso del Ecuador. Seguro que lo esperan. Si hay gente joven a bordo, por lo general la ceremonia se celebra en la piscina; allí el Padre Neptuno «afeita» a la gente, se hacen bromas y juegos, y al final se lanza a todos los participantes al agua.
Hizo una pausa y bebió un sorbo de su copa.
—No creo que a nuestras señoras les gustara mucho eso —sugerí tímidamente.
El capitán me contempló horrorizado.
—Ah, señor Durrell, no lo sugeriría en absoluto. No, no, no —dijo—. Nuestras señoras son… bueno… digamos un poco demasiado adultas para ese tipo de comportamiento. No, lo que he organizado es un pequeño banquete. Nuestro cocinero lo hace verdaderamente bien cuando dispone de los ingredientes adecuados, de forma que lo he enviado a tierra a comprar todo lo necesario: fruta, carne fresca, etc. Naturalmente, beberemos champagne. ¿Cree usted que eso les parecerá bien?
—Mi querido capitán, ya sabe usted que estarán encantadas —comenté—. Ya ha hecho usted muchas cosas para que este viaje les resulte agradable y digno de recuerdo, y debe saber que todas ellas están desesperadamente enamoradas de usted.
Al capitán se le puso la cara del delicado color de un pétalo de rosa.
—Además —añadí—, según ellas usted nunca se equivoca, de forma que cualquier cosa que haga será un éxito fabuloso. El único problema se planteará si su mujer se entera de que hay once señoras que están enamoradas simultáneamente de usted.
El capitán se puso de un color de rosa todavía más intenso.
—Por suerte, mi mujer es muy inteligente —dijo—. Siempre me ha dicho: «Sigfried, si te gusta otra mujer, no importa, pero dime quién es para que la mate antes de que empieces a flirtear».
—Una dama muy inteligente —observé—. Bebamos a su salud.
Lo hicimos y después pasamos a comer.
Después de la sopa fría, en la que flotaban los restos de algún tipo de pez que parecía no haber sido descrito jamás por la ciencia, o bien haber sido rechazado por ella, el capitán dejó la cuchara a un lado, se pasó la servilleta por los labios, carraspeó y se inclinó hacia adelante.
—Señor Durrell, querría que me aconsejara usted sobre otra cosa, dado que es usted un escritor famoso.
Gemí en mi fuero interno. ¿Acaso iba a pedirme que leyese y comentase su autobiografía, titulada Cincuenta años en la mar o Tifón a proa?
—Sí, capitán —dije cortésmente— ¿de qué se trata?
—He pensado que, además del banquete, nuestras señoras deberían recibir algo más duradero para recordarles el acontecimiento, de manera que me preguntaba si usted, como escritor, considera esto adecuado.
Puso sobre el mantel blanco uno de los papeles que había estado contemplando en la barra, que se parecía a uno de esos pergaminos arcaicos en los que se escribían los documentos jurídicos en la Edad Media. En cada uno de ellos figuraba en una letra inglesa preciosa el nombre del barco, su punto de destino, la fecha en que cruzaría el Ecuador y, con grandes adornos, el nombre de la pasajera. Estaban maravillosamente hechos.
—Capitán —exclamé admirado—, son preciosos. ¿Quién es el habilidoso miembro de su tripulación que los ha hecho?
El capitán volvió a ruborizarse.
—Yo mismo —dijo modestamente—. Me gusta practicar la caligrafía en las horas libres.
—Pues son auténticamente magníficos y las señoras se sentirán abrumadas —le aseguré.
—Me alegro —respondió—. Quiero que mi último viaje sea un buen recuerdo para todos.
—¿Ultimo viaje? —pregunté.
—Sí, cuando terminemos la travesía me retiro —respondió.
—Pero usted parece muy joven para jubilarse —protesté.
—Gracias —me respondió con una cortés inclinación—, pero he llegado a la edad de la jubilación. Llevo en la mar desde los dieciséis años y, aunque me ha encantado esta vida, me alegraré de retirarme. Aparte de todo, ha sido muy duro para mi querida esposa. Son las esposas las que sufren, y sobre todo cuando no hay hijos, porque se sienten solas.
—¿Y dónde va a vivir usted? —pregunté.
Se le encendió la cara de animación.
—En el norte de mi país existe una bahía pequeña pero preciosa y una pequeña ciudad llamada Spitzen —respondió—. Mi mujer y yo compramos una casa allí hace años. Está justo en los acantilados, fuera de la ciudad, al borde de la bahía. Es preciosa. ¿Sabe usted que puedo ver las gaviotas volando desde la cama? Oigo sus chillidos y el ruido del mar. Cuando hace mal tiempo, el viento ruge en torno a la casa como un búho y hay grandes olas que suenan como truenos en la costa. Es muy emocionante.
—Y ¿qué va usted a hacer? —pregunté.
Su cara de duende se iluminó con una sonrisa de ensoñación.
—Me voy a dedicar a la caligrafía —dijo en voz baja, casi como si estuviera hipnotizado por la idea—. Tengo que practicarla mucho. Voy a pintar y a tocar la flauta y a tratar de compensar a mi mujer por tantos años de soledad. No crea usted que hago bien ninguna de esas cosas, salvo la última, quizá, pero quiero intentarlo. Me agradan aunque las haga mal y creo que las cosas agradables son buenas para la cabeza.
Levanté mi copa.
—Brindo por una jubilación larga y feliz —dije.
Volvió a hacer una de aquellas inclinaciones suyas, anticuadas y corteses.
—Gracias. Espero que así sea. Pero lo más importante es que hará feliz a mi querida y paciente esposa —y compuso una sonrisa radiante y altruista.
Fui a echarme una siesta en el camarote y, al cabo de un rato, por los ruidos de pasos, los portazos en los camarotes y los gritos de «Lucinda, ¿te quedaste tú con el cesto ese que compré, el rojo y verde? Ay, gracias a Dios, creí que me lo había dejado en el taxi», y «Mabel, realmente has comprado demasiada fruta: esos plátanos van a quedarse más podridos que un político dentro de nada», advertí que nuestras señoras habían vuelto.
Más tarde, a la hora del cóctel, me enseñaron con gran secreto los cinco suéters que habían comprado para el capitán. El motivo de que tuvieran esa plétora de prendas era que las señoras habían vuelto a estar en desacuerdo en torno a los colores porque (habría debido preverlo) no habían podido conseguir uno beige. Me preguntaron cuál me parecía el mejor, de forma que me hallé en una situación que no habría envidiado ni el mismo Salomón. Salí de aquel campo de minas en potencia diciendo a las señoras que el capitán me había confiado que aquélla era su última travesía. El bar se llenó de largos y temblorosos gritos de pesar, como si me rodease de una bandada de martines pescadores privados de sus crías. ¿Cómo era posible? Era un tipo tan decente. Era tan cortés y tan culto. Era uno de esos extranjeros a los que se podía invitar a casa de una. Era un auténtico caballero, no uno de esos caballeros que se hacen el caballero, no sé si me explico. Era como si estuviéramos hablando de retirar a Nelson del mando antes de Trafalgar. Las invité a todas a otra copa y pedí paz, silencio. No estoy seguro, pero creo que dije algo así como: «No hay mal que por bien no venga».
Al oír aquel lugar común todas se calmaron y me miraron expectantes. Les dije que el capitán y su mujer se iban a vivir a su maravillosa casita del norte, donde, en primavera, las flores formaban una alfombra de colores y los pájaros cantaban como un coro celestial. Sin embargo, en el invierno las tormentas azotaban la región, caían rayos que brillaban en el cielo como venas blancas, los truenos hacían más ruido que un millón de patatas caídas de golpe en un suelo de madera y las olas se rizaban y rugían en la costa como leones de color azul acero con espumosas melenas blancas que atacaran la tierra. Las señoras se sintieron cautivadas por mis exageradas imágenes. ¿Qué hombre, pregunté retóricamente, en esas circunstancias, podía privarse de cinco suéters de cinco colores diferentes? Imposible sobrevivir. En aquella región era indispensable tener cinco suéters para sobrevivir. Las señoras estaban cautivadas. Con su sabiduría acumulada habían salvado a su héroe de la hipotermia, de forma que todas ellas pidieron otra copa para celebrarlo.
Dos días después, el capitán, tan meticuloso como siempre, hizo que nos dejaran unas pequeñas tarjetas impresas en cada camarote, en las cuales se nos informaba de que aquella noche habría un banquete especial de Paso del Ecuador. Aquello creó gran revuelo entre las señoras. Sacaron, discutieron, descartaron, volvieron a escoger, lavaron y plancharon prendas que volvían a descartar cada vez que encontraban un trofeo más adecuado en el fondo de la maleta. El maquillaje volaba entre los camarotes como un arco iris. El olor de once perfumes diferentes en mutua competencia resultaba tan abrumador como el de un incendio forestal. Los chillidos de contento o descontento, los gemidos de total desesperación y los gritos de alegría que resonaban de camarote en camarote eran tan complejos y resultaban tan cálidos como un coro de pájaros en un bosque al amanecer. Por fin, con cada cabello cuidadosamente lavado y estrictamente colocado, con cada ceja cuidadosamente demarcada, cada párpado bajo una capa de sombreado azul o verde, cada boca pintada de un glorioso escarlata, cada busto y cada nalga cuidadosamente alineados, las señoras estuvieron listas.
Cuando entraron en el bar las saludó una panoplia de cubiteras de hielo en cada una de las cuales había una botella de champagne. Las risitas de agrado ante tamaña opulencia resultaron maravillosas.
Después apareció el héroe del momento, inmaculado con su mejor uniforme, blanco como una nube de verano y con una gran caja de cartón bajo el brazo. Cuando sus admiradoras terminaron de arremolinarse en torno a él, el capitán abrió la caja y sacó de ella una gardenia para cada señora y un clavel rojo para mí. Celebré haberme molestado en desenterrar mi viejo esmoquin y haber conseguido que el camarero lo planchara para dejarlo presentable. Las señoras, desde luego, estaban abrumadas. Nadie, ni siquiera uno de esos tipos decentes con los que se encuentra una a veces en Australia, les había ofrecido gardenias en su vida. Se dedicaron a olerse las gardenias las unas a las otras y a maravillarse del aroma que despedían. Después se sirvió el champagne y se oyeron muchas risitas nerviosas y las quejas habituales por la forma en que se subían las burbujas por la nariz. Había champagne en abundancia, de forma que todos estábamos de muy buen humor cuando pasamos al comedor para el banquete.
Verdaderamente nos trataron a cuerpo de rey. El mantel de damasco blanco estaba decorado con flores recién cortadas, y habían sacado de Dios sabe dónde suficientes copas de cristal tallado para el vino. El primer plato fue un pâté delicioso. Le siguió un salmón ahumado soberbio, relleno de crema, pasta de rábanos y cebolleta. Después se sirvió un pollo con una fina salsa de vino y una deliciosa variedad de verduras de acompañamiento, así como unos estupendos buñuelos de patata. Continuamos con el queso y después trajeron una enorme Bomba Sorpresa que provocó nerviosas exclamaciones de admiración y alegría. Una vez demolida ésta y servido el café, el capitán se puso de pie y pronunció un discurso.
—Señoras, señor Durrell —dijo al tiempo que hacía una de sus anticuadas y pajariles reverencias, dirigida a todos nosotros—. Esta es una ocasión especial. Sé que el señor Durrell, que viaja mucho, ha pasado por el Ecuador muchas veces. Pero también sé que ésta es la primera vez que lo pasan ustedes, señoras, de manera que su paso de un lado del mundo al otro es un momento importante. Por eso debemos celebrarlo.
Fue hacia el gran aparador que había en uno de los lados del comedor y cogió con cuidado los pergaminos que había estado preparando. Los llevó a la mesa y los colocó junto a su plato.
—Por eso —continuó— he preparado aquí, para cada una de ustedes, un documento en el cual se certifica que han pasado ustedes el Ecuador y que lo han pasado en mi barco. Espero que les guste.
Su público, mesmerizado, exhaló un murmullo nervioso.
—De manera, señoras —dijo levantando la copa—, que permítanme brindar por ustedes, por su salud y felicidad, y agradecerles que hayan hecho tan agradable mi última travesía.
Sonriendo, levantó la copa. Después ésta cayó de su mano, esparciendo gotas de vino sobre el mantel, y el capitán murió.
Decir que nos quedamos atónitos sería exagerar por omisión. Yo había estado contemplando a aquel tipo tan simpático mientras hacía su discurso y vi que de pronto se le nublaban los ojos. No hizo una mueca de gran dolor. El único indicio de que algo iba mal era el vino derramado y el hecho de que cayó lateralmente, tieso como un leño, y se derrumbó en el suelo a los pies de su Primer Oficial y del sobrecargo, que estaban a su lado, dispuestos a ir pasando los pergaminos. Ambos, estupefactos, se quedaron como estatuas. Me volví hacia la señora Malrepose, que estaba a mi derecha y era, con mucho, la más práctica y directa de las señoras.
—Lléveselas a todas al bar. Nosotros nos encargamos del capitán —dije.
Me lanzó una mirada angustiada, pero asintió. Corrí al otro lado de la mesa. El Primer Oficial y el sobrecargo seguían allí de pie, junto a su capitán muerto, firmes como si estuvieran en un desfile.
—Aflójenle el cuello —ordené. El Primer Oficial dio un respingo, como si se despertara de repente. El capitán llevaba un cuello almidonado con un alfiler de oro, de forma que tardamos unos segundos en soltárselo. No había latido alguno en las venas del cuello, ni bajo el frágil armazón de las costillas. Me puse de pie.
—Ha muerto —dije de forma un tanto innecesaria.
El Primer Oficial me miró.
—¿Qué hacemos? —preguntó como persona programada para aceptar órdenes, y no para darlas.
—Mire —dije, desesperado—, si un capitán de un buque mercante británico se muere de repente, creo que es el primer oficial quien se convierte en capitán. De manera que ahora es usted el capitán.
Me miró con ojos inexpresivos.
—Pero ¿qué hacemos? —preguntó.
—Por el amor del cielo —respondí airado—, usted es el capitán, de forma que es usted el que ha de decirnos a nosotros lo que tenemos que hacer.
—¿Qué sugeriría usted? —preguntó.
Lo contemplé.
—En primer lugar —dije—, yo levantaría a su pobre ex-capitán y lo llevaría a su camarote. Después lo desnudaría y lo lavaría para dejarlo decente. Después, supongo que tendrá usted que ponerse en contacto con las oficinas de la compañía y decirles lo que ha pasado. Entre tanto, yo me ocupo de las señoras.
—Sí, señor —dijo, encantado de que alguien le diera órdenes.
—Ah, y si tenemos que enterrarlo en el mar, trate de hacerlo por la noche, porque si no las señoras se van a poner tremendamente melancólicas.
—Sí, señor —dijo—. Yo me encargo.
Fui al bar, donde me encontré con lágrimas y preocupadísimas preguntas acerca de la salud de su héroe.
—Señoras, me temo que tengo malas noticias —dije—. Nuestro querido capitán ya no está con nosotros. Sin embargo…
Pero mis palabras quedaron ahogadas por una tormenta de lamentos que resultó abrumadora. Se abrazaron unas a otras con grandes lágrimas y gemidos estremecedores. Estaban tan afligidas y tan afectadas como si se hubiera tratado de uno de sus parientes más cercanos. Yo había oído hablar de gente que se mesaba los cabellos, pero nunca lo había visto. Es lo que hacían todas ellas entonces. Expresaban su pena de una forma tan completa como hacen los griegos, en una demostración carente de todo pudor de su amor por el capitán. Hice una seña al barman, que parecía tan estupefacto como todos los demás.
—Coñac para todos —le susurré—, y que las copas sean grandes.
Cuando cada señora tuvo en la mano temblorosa una copa que era mitad de coñac y mitad de lágrimas, pronuncié un discurso.
—Señoras —dije—, desearía que me escucharan todas ustedes un momento. —Me sentía como Ronald Reagan tratando de interpretar una obra de Shakespeare.
Obedientes como niñas, volvieron hacia mí las caras manchadas por las lágrimas, con la sombra de ojos, de tonos verdes y azules hecha manchurrones, con los párpados pegados por las lágrimas, con el cuidadoso maquillaje erosionado.
—Nuestro querido capitán nos ha abandonado —continué—. Era una persona amable y encantadora, y lo vamos a echar muchísimo de menos. Sin embargo, ahora quiero que levanten sus copas y brinden por un hombre maravilloso, y al hacerlo quiero que recuerden tres cosas. En primer lugar, que él sería el último en querer que lo pasáramos mal, pues, como todas ustedes saben, hizo todo lo posible para complacernos.
Se oyó un profundo gemido de la señora Meadowsweet, que celebré ver todas las demás chistearon.
—En segundo lugar —proseguí—, yo lo estaba mirando con atención y puedo asegurarles que murió sin ningún dolor. ¿No es eso lo que todos desearíamos para nuestros seres queridos, y de hecho para nosotros mismos cuando llegue el momento?
Oí un murmullo de asentimiento.
—Lo tercero es lo siguiente —continué—. Cuando estaban ustedes en tierra, comí con el capitán, y, mientras hablábamos, me confesó que el tener a bordo a ustedes, señoras, había hecho que su última travesía le resultara memorable. De hecho me aseguró que, si alguien le pusiera en el brete, le resultaría difícil decir cuál de ustedes le agradaba más.
Percibí un leve susurro de satisfacción y orgullo.
—De forma que bebamos por nuestro amigo el capitán, a quien jamás olvidaremos.
—¡Jamás! —dijeron las señoras muy decididas.
Bebimos todos e indiqué al camarero que sirviera otra ronda. Al cabo de un rato las señoras, nada sobrias, pero bastante menos histéricas, fueron desfilando hacia sus camarotes. Estaba yo a punto de hacer lo mismo cuando el Primer Oficial se materializó a mi lado. Era la última persona a quien deseaba yo ver. Al mismo tiempo que me ocupaba de las señoras, también tenía que lidiar con mi propia pena por el capitán.
—He hecho lo que usted sugirió, señor —dijo el Primer Oficial.
—Bien —dije ásperamente—, aunque no entiendo por qué diablos viene usted a informarme. Ahora es usted el capitán, maldita sea.
—Sí, señor —respondió—, y su viuda quiere que se lo entierre en su pueblo natal.
—¿Y bien? —repliqué—. Pues llévelo allí.
—Sí, señor —dijo, e hizo una pausa, con una mirada tan inexpresiva como siempre. Después añadió—: Lamento lo ocurrido. Yo quería al capitán.
—Yo también —dije cansado—. Era un hombre amable, simpático y encantador, y hoy día eso resulta tan escaso como los unicornios.
—¿Como qué? —preguntó.
—No importa. Me voy a la cama. Buenas noches.
A la mañana siguiente las señoras se habían recuperado hasta cierto punto. De vez en cuando se oía un sollozo, se veía una lágrima, pero cuando se comentaban las múltiples virtudes del capitán era siempre en tiempo pasado. Al ir avanzando a lo largo de millas y millas de aguas azules y vacías (vacías salvo los grupos de delfines que, exuberantes como los niños a la salida de la escuela, aparecían de vez en cuando y danzaban un ballet en torno al barco), el calor se fue haciendo más intenso. La señora Meadowsweet y la señora Farthingale sufrieron unas buenas quemaduras un día que se quedaron dormidas en cubierta. La señora Malrepose padeció una insolación y hubo que meterla en cama, en su camarote, a oscuras con compresas frías, pero aparte de eso no pasó nada más digno de nota. Yo, al haberme criado en un clima soleado, disfrutaba con aquello y procuré ponerme lo más moreno posible para dar envidia a mis conocidos. Sin embargo, con el tiempo, aquel calor sofocante me resultó excesivo y me recluí en mi camarote. Fue allí, en la fresca oscuridad, donde vino a verme el antiguo Primer Oficial.
—Lamento preocuparle, señor —dijo—, pero tengo un problema con el capitán.
Me sentí al mismo tiempo asombrado y desorientado, pues me había acostumbrado a considerar que ahora el capitán era él.
—Querrá usted decir que tiene un problema con nuestro antiguo capitán —señalé.
—Sí, señor —respondió; cambió de pie, incómodo, y después largó—: Está empezando a molestar.
Yo no entendía de qué hablaba.
—¿Qué significa eso de molestar? —pregunté atónito—. Ha muerto.
Miró furtivamente por todo el camarote, para asegurarse de que no nos podía oír nadie.
—Está empezando a… a… a… bueno, está empezando a oler —dijo en voz baja, como si estuviera soltando una blasfemia.
Se me pusieron los pelos de punta.
—¿Va usted a decirme que con este calor tiene usted todavía el cadáver en su camarote? —pregunté incrédulo.
—Sí, señor, ahí es donde nos dijo usted que lo pusiéramos —dijo ofendido.
—Pero hombre, con este calor eso es absurdo. ¿Por qué no lo puso usted en un refrigerador?
Pareció asombrarse.
—¿No dirá usted con la comida? —preguntó.
—No, pero tienen ustedes muchas zonas refrigeradas. Seguro que hay algún sitio donde pueden ponerlo.
—Voy a ver —dijo, y se marchó.
Volvió al cabo de un momento.
—He encontrado un sitio donde ponerlo, señor; en el refrigerador de la carne. Ahí lo he dejado —me informó.
—Bien —dije, con una repentina visión macabra de mi buen capitán yacente en medio de grandes cuartos de vaca y de cordero—. Ahora, por el amor del cielo, que las señoras no se enteren de eso en absoluto. ¿Comprende?
—Sí, señor —dijo muy decidido—. No lo sabrán.
Y así continuó la travesía, y, salvo algunos momentos de mal tiempo (nada más que algo de mar gruesa, que obligó a las señoras a encerrarse en sus camarotes y a inundar el barco de agua de colonia), todo fue bastante bien. Las señoras fueron recuperando el ánimo e incluso empezaron a aceptar como capitán al Primer Oficial y a felicitar tanto a él como al sobrecargo por las maravillosas ensaladas, los helados multicolores y la calidad de las chuletas de cordero y de los bistecs. Me pregunto qué habrían dicho de haber sabido que su héroe, el capitán, yacía allí en las tinieblas congeladas, entre los alimentos que consumían. Más valía no contemplar catástrofe tan horrorosa.
Ocurrió la noche antes de llegar a puerto. Todas las señoras estaban ocupadísimas haciendo las maletas y los ruidos del laborioso proceso iban repitiéndose de puerta en puerta y de camarote en camarote. Como de costumbre, se oían portazos y pasos apresurados. Gritos de: «Lucinda, ¿tienes el vestido verde que te presté?», «Mabel, ¿puedes venir a sentarte en mi maleta? No sé por qué, pero las maletas siempre resultan más fáciles de vaciar que de llenar» y «Edna, te juro, encanto, que si pones ese whisky en el fondo de la maleta vas a oler como un refugiado de Alcohólicos Anónimos cuando desembarquemos».
Fui al bar a tomar algo antes de cenar. Estaba vacío, salvo el Primer Oficial, que se estaba tomando un coñac. Tenía la botella en la barra delante de él y advertí que había estado vaciándola desde hacía rato.
—Buenas tardes —saludé.
Se irguió y me contempló. Sospeché que estaba bastante bebido, pero resultaba difícil afirmarlo con aquellos extraños ojos tan inexpresivos.
—Buenas tardes, señor —dijo. Después, tras una pausa, hizo un gesto hacia la botella—. ¿Quiere usted tomar algo?
—Gracias —respondí, y, como parecía que el barman se había esfumado, saqué un vaso de detrás de la barra y me serví una copa de su botella. Cayó entre nosotros un silencio como niebla espesa. Dejé así las cosas durante un minuto o dos y después decidí disiparla.
—Bueno —comenté jovialmente—, supongo que celebrará usted haber terminado la travesía. Ahora podremos descansar algo en casa. ¿Dónde vive usted?
Me miró sin oírme.
—Tengo problemas con el capitán —comentó. Sentí que me subía por la espalda un remusguillo de aprensión.
—¿Qué clase de problemas? —pregunté.
—Es culpa mía, tendría que haber mirado —dijo.
—¿Qué clase de problemas? —repetí.
—Si hubiera mirado no habría pasado esto —respondió, y se sirvió una formidable ración de coñac.
—¿Qué es lo que no habría pasado? —pregunté.
Se echó un gran trago y se quedó callado un momento.
—¿Recuerda usted cuando sacamos al capitán de su camarote y lo pusimos… lo pusimos… lo pusimos abajo?
—Sí.
—Seguía blando, ¿comprende usted?, y justo después tuvimos el mal tiempo y las señoras se pusieron enfermas —se encogió de hombros—. No digo mal tiempo para nosotros, pero para ellas sí. Una mar bastante gruesa. La gente se marea.
Se echó otro trago.
—Eso —siguió diciendo— hizo moverse al capitán.
—¿Moverse? —pregunté extrañado—. ¿Qué quiere usted decir?
—Lo pusimos extendido en el suelo, pero con los movimientos del barco echó a rodar y se le subieron las piernas.
Levantó una de las suyas hasta la cintura y se golpeó en el muslo.
—Fue culpa mía. No miré. Lo que pasa es que seguía caliente y se quedó congelado en esa posición.
Hizo una pausa y echó otro trago.
—El carpintero había hecho ya el ataúd, de forma que esta noche bajamos a meter al capitán… ¿cómo dicen ustedes? Para que estuviera todo en orden y limpio como una patena. Por su mujer.
Yo no lo habría dicho exactamente así, pero no era momento para corregir a nadie. Estaba empezando a sentirme mal.
—Lo intentamos todo —dijo—, todo. Llamé a los dos marineros más fuertes del barco, pero no le pudieron estirar las piernas. Era imposible. Y teníamos que meterlo en el ataúd esta noche. El papeleo, ya sabe. No teníamos tiempo para… ya sabe… para descongelarlo.
Se sirvió un gran chorro de coñac dorado y se lo bebió.
—Así que le tuve que romper las piernas con un mazo —dijo, y se dio la vuelta y se marchó, tambaleándose levemente.
Me puse a temblar y me serví un coñac igual al que acababa de tragarse el Primer Oficial. Me quedé de pie un momento, recordando al capitán, su encanto, su galantería con las señoras, su amabilidad, pero sobre todo recordé cómo iba a dibujar, tocar la flauta y quedarse en la cama con su querida mujer y ver cómo pasaban las gaviotas al lado de la ventana de su dormitorio. Decidí que la jubilación es algo que se debe tomar poquito a poquito, todos los días, como un tónico, porque nunca se sabe qué es lo que le espera a uno a la vuelta de la esquina.
También decidí que no quería cenar.