En dos ocasiones me he aventurado (grave imprudencia mía) a hacer giras de conferencias por los Estados Unidos de América. En esas ocasiones me enamoré totalmente de Charleston y San Francisco, detesté Los Angeles —nombre mal aplicado donde los haya—, me sentí estimulado por Nueva York y aborrecí Chicago y Saint Louis. Durante mis peregrinaciones me ocurrieron muchas cosas extrañas, pero la experiencia más extraña de todas no la tuve hasta que me aventuré al sur de la divisoria Mason-Dixon. La Liga Literaria de Memphis, Tennessee, me había pedido que les diera una charla sobre la conservación de la naturaleza. La Liga me comunicó, con una cierta autocomplacencia, que debía alojarme nada menos que en casa de la tesorera adjunta, una tal Magnolia Dwite-Henderson. Ahora bien, cuando estoy dando conferencias me fastidia alojarme en casas de desconocidos. Muchas veces me dicen: «Bueno, ya lleva usted tres semanas de viaje y sabemos que tiene que estar sencillamente agotado, exhausto, debilitado. Con nosotros va a descansar de verdad. Esta tarde no van a venir más que cuarenta de nuestros amigos más íntimos a cenar y seguro que a usted le van a encantar. Tan sólo una reunión tranquila y relajada de amigos nuestros, pero que están sencillamente locos por conocerlo a usted. Uno de ellos incluso ha leído sus libros».
Sabiendo por amarga experiencia que esto puede suceder y sucede, sentí una cierta alarma cuando la Liga Literaria me envió a casa de la señora Magnolia Dwite-Henderson. Así que la telefoneé con la esperanza de, con la mayor cortesía posible, poder liberarme e ir en cambio a un hotel. Respondió al teléfono una voz profunda y sonora, el tipo de voz que tendría un viejo oporto si pudiera hablar.
—Hablando la residencia de la sita Magnolia —entonó—. ¿Con quién habla ya?
—Me llamo Durrell y desearía hablar con la señora Dwite-Henderson —respondí.
—Puas no cuelga —dijo la voz— y voy a buscala.
Se produjo una larga pausa y después me llegó una voz tintineante y sin aliento, como una caja de música.
—Señor Diurrel, ¿es ustez? —preguntó—. Aquí habla Magnolia Dwite-Henderson.
—Encantado de tener la oportunidad de hablar con usted, señora Dwite-Henderson —saludé.
—Ay Dios mío —tintineó—, qué arcento, qué arcento… es lo más maravilloso que he oído. Es igual que hablar con sir Lawrence Olivier. De verdad que me hace temblar hasta el colodrillo.
—Gracias —respondí—. Me acaban de decir de la Liga que han obligado a usted a darme alojamiento. Creo que es un verdadero abuso y preferiría con mucho quedarme en un hotel y no molestarla.
—¿Molestarme a mí? —chilló—. Pero, corderito mío, es un honor que venga ustez a esta casa. No le permitiría quedarse en un hotel, donde nunca barren debajo de las camas ni vacían los ceniceros. Iría contra todo lo que representa la auténtica hospitalidad del Sur. Ni siquiera a un yanqui le permitiría que se quedara en un hotel si viniera aquí a dar una charla… Claro que tampoco tienen mucho que decir. Son pura filfa, como decía mi papá, sólo que él empleaba una palabra más fuerte.
Se me hundió el ánimo. No se me ocurría cómo librarme de parar en casa de la señora Dwite-Henderson sin ofender su hospitalidad sureña.
—Es usted muy amable —dije—. Mi avión llega a las cuatro y media, de forma que podría estar en su casa a las cinco.
—¡Maravilloso! —dijo—. Llegará ustez justo a tiempo para mi té especial: todos los jueves vienen a tomar el té mis cinco mejores amigas y naturalmente están deseosas de conocer a ustez.
Logré reprimir un gruñido.
—Bueno, entonces hasta las cinco —me despedí.
—Me muero de ganas de conocerle —dijo ella.
Colgué el teléfono y fui a coger mi avión con cierto desasosiego. Dos horas más tarde estaba en el profundo Sur, la tierra del algodón, los caupíes, la batata y —por desgracia— Elvis Presley. Me sacó del aeropuerto un taxi conducido por un hombretón que fumaba un gran cigarro del mismo color aproximadamente que su piel.
—¿Ustez de Boston? —preguntó cuando ya llevábamos recorrido un buen trecho.
—No —respondí— ¿por qué se lo parece?
—Arcento —dijo sucintamente—; su arcento.
—No —dije—, soy de Inglaterra.
—¿De verdá? —preguntó—. Inglaterra, ¿eh?
—Sí —dije.
—¿Cómo va la Reina? —preguntó.
—Creo que le va maravillosamente —respondí, tratando de adoptar el talante del profundo Sur.
—Sí —dijo en tono reflexivo—, toda una mujer, esa Reina… tiene un par de pelotas, digo yo.
No dije nada. Como comentario acerca de la familia real, consideré que esa observación lo decía todo.
La residencia de la señora Magnolia Dwite-Henderson era una especie de mansión colonial a escala reducida, con casi una hectárea de jardín muy cuidado y con unas blancas columnatas hasta las que trepaban enormes cantidades de azaleas púrpura. La puerta principal, que debía de medir tres metros y medio por uno veinte, tenía un enorme llamador de latón tan limpio que relucía como una llamarada. Al llegar el taxi abrió de par en par aquella hermosa puerta un caballero enorme y muy negro con el pelo blanco, que llevaba un chaqué con pantalones a rayas. Parecía como si pudiera ser el embajador acreditado de prácticamente cualquier nación recién independizada. Con la profunda y sonora voz de oporto que recordaba yo del teléfono, dijo:
—Señó Diurel, bienvenida a la residencia de sita Magnolia —y después añadió como recordando—: aquí Fred.
—Mucho gusto, Fred —dije—. ¿Se encarga usted del equipaje?
—Toda cosa controlada —dijo Fred.
El taxista había dejado mis dos maletas en la gravilla del camino y se había ido. Fred las contempló como si fueran basura.
—Fred —pregunté, interesado—, ¿siempre va así vestido?
Se contempló, desdeñoso, el atavío.
—Na —dijo—, pera sita Magnolia dice que tengo que recibir con traje tradicional.
—¿O sea que este es el traje tradicional de Memphis? —pregunté.
—No, señó —dijo con tono amargo—, es traje tradicional de donde viene ustez. Suspiré.
—Fred —le dije—, hágame un favor. Quítese esa ropa. Me halaga mucho que se la ponga por mí, pero me halagará todavía más si se la quita por mí y se viste de forma más cómoda.
Le brilló una gran sonrisa en la cara. Fue como si se hubiera levantado por un instante la tapa de un piano de cola.
—Segura que sí, señó Diurel —dijo agradecido.
Pasé al fresco recibidor, que olía a cera para muebles, flores y hierbas aromáticas, y al poco llegó caminando a saltitos la sita Magnolia para saludarme, como una voluta de humo vestida de chiffon y llena de perfume, tintineante de joyas, delicada como un vilano, con ojos azules como platos y con la fina piel del cuello colgante como banderas de victoria que festejaban la supervivencia de la dama. Tenía unas ojeras del tamaño de nidos de golondrina y le surcaba la cara una red de arrugas tan intrincada como una tela de araña, mientras que el pelo tenía ese tono extraordinario de azul eléctrico que muchas mujeres estadounidenses obtienen cuando han pasado de mala gana de tener los cuarenta a tener los cincuenta.
—Señor Diurel —dijo tomándome la mano en las dos frágiles suyas, que parecían hechas de huesos de pollo y pergamino fino—. Señor Diurel, mi más cordialísima bienvenida. Es un gran honor tenerlo a ustez en esta casa.
—Es un honor para mí estar aquí, señora —respondí.
Fred apareció de repente como una gran nube negra y ominosa en una tarde soleada.
—Sita Magnolia —anunció—. Voy a quitarme esta ropa.
—¡Fred! —exclamó, escandalizada—. No me parece prudente ni decente.
—El señó Diurel me la ha dicho —observó Fred, con lo cual me implicaba a mí.
—¡Oh! —exclamó sita Magnolia, asombrada—. Bueno, supongo que entonces eso cambia. Pero estoy segurísima de que el señor Diurel no quería que te quitaras la ropa así de pronto. En todo caso no aquí, donde podría verte la tía abuela Dorinda.
—La voy a quita en privado en mi propia cuarto —dijo Fred, y se marchó.
—Dios mío, ¿por qué querrá desvestirse? —preguntó sita Magnolia—. Sabe ustez, cuanto más tiempo se vive con la gente más complicadísima se pone.
Empecé a experimentar esa sensación de Alicia en el País de las Maravillas que siempre me invade cuando llego a Grecia. Hay que tirar la lógica por la borda y dejar que flote —aunque a distancia prudente— durante un tiempo. Hace maravillas por las células cerebrales.
—Señor Diurel, corderito mío —dijo, tomándome la mano con más firmeza—, debe ustez estar muñéndose de ganas de tomar algo.
—Bueno, no me importaría —respondí—. Un poco de whisky con…
—Shhhhh —me interrumpió—. Podría oírle Fred. Es así de contrario a la bebida desde que se volvió a casar e ingresó en esa Iglesia de la Segunda Revelación, que es nuevísima. No tiene ustez idea. Se pasa el tiempo diciendo que las bebidas fuertes enloquecen y acusando a todos de fornicar, incluso a mí. Bien, soy la primera en reconocer que en mi época me gustaba flirtear, pero le aseguro que jamás de los jamases se me metió en la cabeza la idea de fornicar. El señor Dwite-Henderson jamás lo hubiera permitido. Era muy partidario de la virginidad.
Empecé a renunciar a la idea de un Bloody Mary. Me llevó a la sala y después fue corriendo a un atractivo mueble-bar.
—Algo de beber —dijo—. Algo de beber para subir el ánimo.
Abrió el mueble-bar y vi con gran alarma que no contenía más que botellas abiertas de Coca-Cola.
—¿Qué le agradaría? —me preguntó en un susurro— ¿vodka, whisky, bourbon, ginebra?
—Un whisky escocés —respondí, un tanto asombrado.
Fue recorriendo las botellas con el dedo y por fin escogió una, la olió, sirvió una medida bastante generosa en mi copa, añadió hielo y un poco de agua de Perrier y me la pasó.
—Esta Coca-Cola es de la mejor —añadió sonriente— y no molesta a Fred. El whisky era excelente.
Subí a mi habitación, me duché, me cambié de ropa y empecé a bajar la escalera para hacer frente al té de sita Magnolia.
En el descansillo se abrió una puerta y apareció un hombre alto de aspecto cadavérico que llevaba puesta una bata de terciopelo negro con vivos rojos y un sombrero de Panamá.
—Caballero, ¿hay noticias? —me preguntó.
—¿De qué? —pregunté.
—De la guerra, caballero, de la guerra. Le aseguro que será un mal día para el Sur si ganan ellos —me respondió, y, dándose la vuelta, volvió a su habitación y cerró la puerta.
Seguí bajando las escaleras, un tanto estupefacto.
—Ay, es ustez un encanto —dijo sita Magnolia, envolviéndome en un frágil abrazo de prendas finas y lustrosas y un perfume que mareaba—. Me alegro tanto de que esté ustez aquí. Y estoy segurísima de que estará ustez muy contento cuando conozca a estas queridas amigas mías, tan encantadoras.
Llegaron como dicen que entraron los animales en el Arca de Noé, de dos en dos. Sita Magnolia las presentó como un jefe de pista en un circo.
—Bien, aquí sita Florence Mayor Causa. Naturalmente, los Mayor Causa son muy conocidos.
Cuando estuvieron reunidas las cinco, me dieron la sensación de un macizo de flores animado hablando en un idioma desconocido.
—Aquí —añadió sita Magnolia— Marigold Nasta…
Hice una grave reverencia.
—Y aquí sita Melancolía Deliciosa.
Me gustó mucho desde el principio la señorita Melancolía Deliciosa. Parecía un bulldog al que por error se hubiera metido en una máquina de lavar. Aun así, consideré que toda mujer que hubiera sobrevivido toda su vida con el nombre de Melancolía Deliciosa exigía mi apoyo masculino.
Eran todas mágicas. Frágiles como algo rescatado por un arqueólogo de las tumbas de Egipto, parlanchinas como pajaritos, tan cohibidas como muchachas en su primer baile. Pero tras superar el nerviosismo y la novedad de mi intrusión, volvieron a la ordenada vida a la que estaban acostumbradas.
—¿Os habéis enterado de lo de Graha-ham? —preguntó una de ellas.
Todas adelantaron el cuerpo como buitres que ven moverse a un león que quizá abandona ya su presa.
—¿Qué ha pasado con Graha-ham? —preguntaron todas encantadas.
—Bueno, pues que Graha-ham se ha escapado con Patsy Donahue.
—¡No puede ser!
—Pues sí.
—¡No puede ser!
—Pues sí, y ha abandonado a esa adorable Hilda solita con tres hijos.
—Hilda era de la familia Watson, ¿no?, antes de casarse.
—Sí, pero los Watson eran una gente muy mezclada. El abuelo Watson fue el que se casó con aquella chica Ferguson.
—¿Dices la de los Ferguson que vivían cerca de la Isla Mud?
—No, no, esos son los Ferguson de East Memphis. Su abuela era de la familia Scott hasta que se casó con el señor Ferguson, y su tía era pariente de los Tellymare.
—¿No te referirás al viejo Tellymare que se suicidó?
—No, ése era su primo Arthur, el cojo. Fue en 1914.
Aquello era como escuchar una amalgama del Almanaque de Gotha, Debrett y el Registro Social leídos en voz alta y simultáneamente. Aquellas ancianas podían seguir la pista de cualquiera y sus antepasados, hasta la quinta generación y más allá, con la tenacidad de un perdiguero. Graha-ham y sus aventuras con Patsy se perdieron en una confusión genealógica con todas las complicaciones de un plato de spaghetti.
—Fue el primo Albert de los Tellymare el que se casó con aquella Nancy Henderson que se divorció de él porque se prendió fuego —señaló sita Melancolía Deliciosa.
El grupo asimiló impertérrito aquella extraordinaria información.
—¿No era una de las gemelas Henderson, esas que tenían el pelo rojo y aquellas pecas tan feas?
—Sí, y su prima fue la que se casó con aquel Breverton y después le pegó un tiro —señaló sita Marigold.
—Una familia muy poco satisfactoria —dijo sita Magnolia—. Voy a buscar el té.
Reapareció al cabo de un momento con una gran bandeja de plata en la que reposaba una gigantesca tetera también de plata, finas tazas de porcelana y dos cuencos de plata, uno con cubitos de hielo y el otro con rajas de limón.
—No hay como el té cuando hace tantísimo calor —dijo sita Magnolia, poniendo limón y cubos de hielo en una taza y pasándomela.
La acepté, preguntándome por qué todas las señoras me contemplaban con aire expectante. Me llevé la taza a los labios, tomé un sorbo y me atraganté. La taza contenía bourbon puro.
—¿Le complace? —preguntó sita Magnolia.
—Excelente —asentí—. Entiendo que no lo hizo Fred.
—Ah, no —dijo sita Magnolia, sonriente—, siempre hago el té yo misma. Ya sabe ustez que da menos trabajo.
—Mi papá siempre me decía que el té frío servía para la carne —dijo sita Marigold, de forma un tanto misteriosa.
—La pequeña sita Lillibut (recordaréis que estaba casada con Hubert Crumb, uno de los Crumb de Mississippi, que estaban emparentados políticamente con los Ostler) —dijo sita Melancolía—, pues bien, siempre se lavaba la cara con té helado y tenía un cutis como un melocotón, como un auténtico melocotón.
—Sita Ruby Mackintosh, que era una de los Mackintosh escoceses que vinieron de Escocia y se casaron con la familia Mackinnon, y el viejo Mackinnon era tan pendenciero que llevó a su mujer a la tumba (era una de las chicas Tenderson, cuya madre era una Outgrabe de Minnesota), pues bien, sita Ruby siempre decía que no había nada como nata y aceite de anacardo para la piel —dijo sita Marigold.
—¿No eran los Mackintosh parientes de los Quinser? —preguntó sita Magnolia.
—Sí, el tío de sita Ruby se casó con una Quinser, la que tenía problemas de pie cavo y un tipo como un saco de patatas —dijo sita Melancolía.
Decidí interrumpir aquel ensoñamiento genealógico.
—Sita Melancolía —dije— tiene usted un nombre muy atractivo. ¿Cómo se lo pusieron?
Me miró asombrada.
—Bautismo —dijo por fin.
—Pero ¿quién escogió ese nombre? —pregunté.
—Mi papá —dijo—. Es que quería un niño.
Pasó otra hora en medio de una niebla de bourbon y un revoltillo de apellidos y familias. Por fin las damas se levantaron un tanto tambaleantes para despedirse.
—Bueno —dijo sita Magnolia cuando desaparecieron en medio de un enjambre de besos y de «encantadísimas de conocerlo a ustez»—. Voy a subir a ver su cuarto.
—Pero mi cuarto está muy bien —protesté—. Está perfecto.
—Me gusta comprobar las cosas yo misma —dijo sita Magnolia en tono ominoso—. Fred ya tiene ochenta y nueve años y no se fija tanto como antes.
—¿Ochenta y nueve años? —pregunté incrédulo.
—Desde luego —dijo sita Magnolia, empezando a subir las escaleras—. El veintidós de diciembre cumplirá los noventa.
Antes de que pudiera hacer ningún comentario apareció escaleras arriba el caballero de la bata de terciopelo, blandiendo un sable grande y de aspecto muy afilado.
—Están incendiando Atlanta —gritó.
—Dios mío —dijo sita Magnolia—, ha vuelto a ver ese maldito vídeo de Lo que el viento se llevó. Maldigo la hora en que el primo Cuthbert se lo regaló por Navidad.
—Van a llegar en cualquier momento —gritó el hombre del sable.
—¿Me permite presentarle al tío abuelo Rochester? —preguntó sita Magnolia.
—¿Has enterrado la plata? —preguntó el tío abuelo Rochester—. No queda mucho tiempo.
Recordé que durante la Guerra de Secesión los sudistas se pasaban casi todo su tiempo libre enterrando la plata de la familia por si se la robaban los malditos yanquis.
—Sí, sí, corderito, no te preocupes. Ya he enterrado la plata —respondió sita Magnolia en tono tranquilizador.
—Van a llegar en cualquier momento —reiteró el tío abuelo Rochester—. Combatiremos hasta el último hombre.
—No hay motivo para que te intranquilices —dijo sita Magnolia—. Tengo la garantía personal del general Jackson de que no van a tomar Memphis.
—¿Jackson? —comentó despectivo el tío abuelo Rochester—. No le creería aunque me dijese que yo era Lincoln.
Consideré que esta observación confundía un tanto las cosas.
—Bueno, pues me lo ha dicho a mí —dijo sita Magnolia— y espero que en mí sí confíes.
—Tú no me has dicho que yo era Lincoln —dijo el tío abuelo Rochester con un repentino golpe de perspicacia.
Para gran susto mío, el tío abuelo Rochester lanzó el sable al aire, lo agarró diestramente por la hoja y me lo pasó con la guarda por delante.
—Tome ustez la primera guardia —me dijo—. Despiérteme a media noche o antes si es necesario.
—Puede confiar en mí, caballero —asentí.
—Hay que combatir hasta la muerte —dijo con voz grave, volviendo a entrar en su habitación y dando un portazo.
—Ya podemos ir a inspeccionar su habitación —dijo sita Magnolia muy contenta—. Yo, de ustez pondría esa horrible espada bajo la cama. A veces los gatos hacen mucho ruido en el jardín y resulta muy útil para tirársela.
Sita Magnolia examinó detenidamente mi habitación y la encontró de su agrado.
—Y ahora —dijo— tengo que ir a inspeccionar el salón.
—¿El salón? —pregunté extrañado.
—El salón donde va ustez a hablar —respondió—. Si no lo examino siempre hay alguna transalteración. Hubo una vez un pobre hombre al que le colocaron todas las diapositivas al revés. Resultó una charla muy confusa.
—Preferiría que a mí no me ocurriese algo así —comenté—, si se puede evitar.
—Quédese ustez aquí en la sala —añadió ella— y tómese una Coca-Cola fresquita. En seguida vuelvo.
Así que me quedé en la sala con un poco de bourbon, leyendo el periódico local. De pronto apareció en la escalera una anciana pequeñita y regordeta con el pelo de color azul vivo, ataviada con una voluminosa bata verde tan llena de quemaduras de cigarrillo que parecía estar hecha de encaje. Bajó canturreando la escalera y chilló, asustada, cuando me puse en pie y me vio.
—¡Dios mío! —chirrió, llevándose las manos al amplio seno.
—Si la he asustado lo siento —dije—. Me llamo Durrell y estoy invitado en esta casa.
—Ah, es ustez el inglés que ha venido a darnos la charla —dijo sonriente—. Un placer grandísimo conocerlo. Soy la tía abuela Dorinda.
—Mucho gusto, señora —respondí.
—No quería nada más que una Coca-Cola —indicó, flotando hacia el mueble-bar. Olisqueó todas las botellas que había de Coca-Cola hasta que encontró una que le gustaba.
—Me la llevo a la habitación. Siento mucho que no esté aquí mi marido el señor Rochester, pero está en la guerra; eso que hace tanto ruido. Pero en seguida volverá, cuando la haya ganado. No sé cuantísimo tiempo le llevará. En realidad no entiendo mucho estas actividades masculinas, pero parece que se divierten y eso es lo principal, ¿no le parece a ustez?
—Efectivamente, señora —respondí.
—Pero, como digo, en seguida vuelve. Claro que no sé cuando. Creo que algunas guerras duran más que otras —comentó vagamente.
—Eso me han dicho a mí también —convine.
—Bueno, está ustez en su casa —dijo, y flotó escaleras arriba con una sonrisa tímida y abrazada a su botella de Coca-Cola.
Un tanto estupefacto ante aquel encuentro, me serví otro bourbon y, al ver que no quedaba hielo, me dirigí a la trasera de la casa, donde suponía que vivía Fred.
Lo encontré vestido con un delantal de fieltro verde, sentado a la mesa de la cocina, en la cual se amontonaba tal cantidad de cubiertos de plata que habría hecho parpadear al Capitán Kidd.
—Toy limpiando la plata —dijo innecesariamente.
—Ya veo —observé—. ¿Podría darme algo de hielo?
—Sí, señó —dijo—, claro que sí. La Coca-Cola caliente es la peor del mundo.
Me trajo unos cubitos de hielo y me los puso en la copa.
—Sí, señó, resulta muy agradable vivir en una casa en que no hay bebidas fuertes. Las bebidas fuertes lo güelven a uno loco.
Agarró una bandeja de plata en la que se podría haber bañado un niño pequeño y empezó a limpiarla. Sorbí mi bourbon furtivamente.
—Tenga una silla, señó —dijo Fred hospitalario, retirando una—. Tenga una silla y siéntese un rato.
—Gracias —respondí, sentándome con la esperanza de que el fuerte olor de la bebida no llegara a la nariz de Fred.
—¿Es ustez religioso? —preguntó, muy ocupado en limpiar una plata que ya brillaba tanto que no parecía necesitarlo.
—Iglesia Anglicana —respondí.
—¿De verdá? —comentó Fred—. Eso sería en Inglaterra, ¿no?
—Sí —respondí.
—¿Está mu cerca el Papa? —preguntó Fred.
—No, relativamente lejos.
—Esa Papa se pasa la vida besando al suelo —comentó Fred, meneando la cabeza—. No entiendo cómo no tiene una enfermedá, con esas costumbras.
—Son cosas de papas —expliqué.
—Son cosas malas —indicó Fred con firmeza—. No son limpias. No sabe quién ha pasao por allí antes de él.
Tomó una bandeja lo bastante grande para que cupiera en ella la cabeza de San Juan Bautista y empezó a trabajar en ella.
—Yo no era religioso hasta que me salvó Caridad —indicó.
—¿Caridad? —pregunté extrañado.
—Mi tercera mujé —explicó—. Me enseñó lo que era la Iglesia de la Segunda Revelación y salvé mi alma. Me lo explicaron todo. Todas las cosas malas de este mundo son por culpa de una mujé.
—¿Quién? —pregunté, con la esperanza de que no dijera sita Magnolia.
—Eva —dijo—, ésa fue. Fue la que creó las bebidas fuertes y la fornicación.
—¿Y cómo inventó las bebidas fuertes? —pregunté, pensando que, de ser cierto, eso sería más bien un punto en favor de Eva que en contra.
—Manzanas —dijo Fred—. Ese árbol de la ciencia tenía manzanas y cuando hay manzanas puede ustez estar seguro que van a hacer sidra. Y seguro que estaba borracha pá hacer lo que hizo.
—¿Qué hizo? —pregunté, ahora ya sin comprender nada.
—Tenía los sesos dislocaos por la bebida —explicó Fred muy convencido—. ¿Qué mujer en su juicio va a ponerse a hablar con una serpiente? No, una mujer normal se habría echao a correr pa telefonear a la policía y los bomberos.
Tuve una visión momentánea pero muy clara del Jardín del Edén con media docena de camiones de bomberos de color rojo vivo y un grupo de policías cercando el Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal.
—Sí, y además tuvo la culpa de toda esa superpoblación que hay ahora, sí señó.
—Pero Eva no tuvo muchos hijos —protesté.
—Pero ¿qué hicieron ésos? —preguntó—. ¿Qué hicieron, eh? Fornicar, con perdón por la palabra. Fornicar por todas partas. Y claro, tanto fornicar lleva a la superpoblación. Sí, la fornicación y la sidra, por eso los echó el Señó.
Debo decir que todo aquello me aportó una perspectiva totalmente nueva de la caída de Adán y Eva.
—Si hubiera habida la prohibición en aquella época habría servida de algo —continuó Fred—, pero ni siquiera el Señó podía pensar en todo.
—Supongo que no —comenté pensativo.
Para mi gran pesar, mis investigaciones eclesiásticas con Fred se vieron abreviadas por la llegada de sita Magnolia, que llegó corriendo a decirme que el salón no estaba en modo ni forma alguna transalterado y que al cabo de una hora se presentaría a escucharme la crema y nata de la sociedad de Memphis.
—Tiene ustez justo el tiempo para una Coca-Cola —dijo sugerente.
Yo tenía la sensación de que desde mi llegada a Memphis no había hecho más que absorber la Bebida de Belcebú en grandes cantidades; sin embargo, me eché otro traguito para calentarme antes de comparecer.
Mi conferencia fue un gran éxito. Me temo que no fue por su fascinante contenido, sino por mi arcento.
—Verdaderamente, qué arcento —me felicitó después un hombretón de cara roja y barba blanca—. Sí, señor, es estupendo. Suena magnífico, ya sabe… como ese tío, cómo se llama, sí, William Shakespeare.
—Gracias —dije.
—¿Ha tenido ustez alguna vez la idea de venirse al Sur y hacerse americano? —preguntó—. Con un arcento así desde luego que tendría ustez una gran acogida.
Le dije que me sentía muy complacido; nunca había tenido esa idea, pero lo recordaría.
A la mañana siguiente, lamento decir que bajo los efectos de una resaca debida a un exceso de hospitalidad sureña, en un estado un tanto precario, llegué como pude al piso de abajo para desayunar y me encontré con todo el mundo reunido en torno a una mesa resplandeciente de cubiertos de plata como un arroyo de montaña, servida por Fred.
—Ah —dijo la tía abuela Dorinda—, aquí mi marido, el señor Rochester.
—Ya nos conocemos, Dorinda —señaló el tío abuelo Rochester—. Este valeroso caballero me ayudó anoche a repeler la horda rebelde de yanquis.
—Debe de haber sido muy agradable para los dos —comentó la tía Dorinda—. A mí me parece divino cuando podemos compartir cosas.
—¿Ha dormido ustez bien? —preguntó sita Magnolia, sin hacer caso de los otros dos.
—Espléndidamente —respondí, mientras Fred me servía un minúsculo desayuno sureño de seis lonchas de bacon crujientes y fragantes como hojas de otoño, cuatro huevos que brillaban como soles recién salidos, ocho tostadas bañadas en mantequilla y una gran cucharada de conserva de limón temblorosa y reluciente.
—Voy a ver cuáles son las últimas noticias —dijo el tío abuelo Rochester levantándose y ajustándose la bata.
—¿Bajarás a comer o seguirás combatiendo? —preguntó la tía abuela Dorinda.
—Señora mía, las guerras no permiten apresuramientos —dijo severamente el tío abuelo Rochester.
—No, no, ya comprendo —respondió la tía abuela Dorinda—, era sólo por lo del helado.
—Mujer, tengo cosas más importantes en la cabeza que un helado —comentó el tío abuelo Rochester—. ¿Es de vainilla o de fresa?
—De fresa —dijo la tía abuela Dorinda.
—Me tomaré un par de cucharadas con pastel de nueces —respondió el tío abuelo Rochester, y se despidió mientras la tía abuela Dorinda iba a la cocina.
—La verdad es que no sé a dónde vamos a ir a parar —dijo sita Magnolia hojeando el periódico local—. Ahora quieren hacer alcalde a un negro.
Miré intranquilo hacia la puerta por la que Fred había desaparecido.
—Si quiere que le diga la verdad, nos gobierna una pila de mindundis blancos y de negros; se lo digo de verdad: mindundis blancos y negros —añadió sorbiendo el café.
—Dígame, sita Magnolia, dada la sensibilidad actual de los negros, ¿le parece prudente hablar así cuando anda cerca Fred? —pregunté.
—¿Hablar cómo? —replicó, mirándome con ojazos asombrados.
—Bueno, pues de negros y esas cosas.
—Pero Fred no es un negro —dijo indignada.
Me pregunté durante un instante si quizá era daltónica.
—No —siguió diciendo—. Mi bisabuelo compró al padre de Fred allá por 1850. Todavía tengo el recibo. Fred nació aquí. Fred no es un negro. Fred es de la familia.
Renuncié a tratar de comprender la mentalidad sureña.