Esmeralda

De todas las regiones de La Belle France, que son muchas, existe una cuyo mero nombre hace que a los gastrónomos les brillen los ojos, se les enciendan las mejillas ante lo que sugiere y se le empapen las papilas de saliva ante lo que promete, y es la que lleva el eufónico nombre de Périgord, allí las castañas y las nueces tienen un tamaño prodigioso, allí las fresas silvestres tienen un aroma tan penetrante como el tocador de un cortesana. Allí las manzanas, las peras y las ciruelas encierran en sus pieles jugos sublimes, allí la carne del pollo, del pato y de la paloma es firme y blanca, allí la mantequilla es tan amarilla como un rayo de sol y la nata de las batidoras es tan espesa que se le puede colocar sobre ella un vaso lleno de vino. Además de todas esas riquezas, Périgord oculta bajo el suelo terroso de sus robledales una recompensa suprema, la trufa, el hongo troglodita que vive bajo la superficie del bosque, negro como el gato de una bruja, exquisito cual todos los perfumes de Arabia.

En aquella deliciosa parte del mundo había encontrado yo un pueblo pequeño y encantador y me había alojado en su diminuta posada, llamada Les Trois Pigeons. El hostelero, Jean Pettione, era un tipo jovial a quien el vino había dejado la cara del color rojizo de una manzana. Era otoño y los bosques se hallaban en su mejor momento, un rico tapiz de colores que iban desde el dorado al bronce. Decidí disfrutar de ellos; conseguí que monsieur Pettione me preparase un almuerzo frío y me fui al campo. Aparqué el coche y me adentré en el bosque para gozar de la panoplia de colores y las formas extrañas y mágicas de las setas que crecían por todas partes. Al cabo de un rato me senté en el grueso tronco de un roble caído para disfrutar del almuerzo y, acababa de terminar, cuando oí unos roces en las zarzas muertas de color jengibre y apareció una cerda enorme. Se sorprendió tanto de verme como yo de verla a ella. Nos contemplamos con mutuo interés.

Pesaría, me pareció, unos cien kilos. Era de un color rosa suave, con un mechón de pelo blanco y unas decorativas manchas negras colocadas por la naturaleza de forma tan seductora como los lunares que solían ponerse las damas del siglo XVII. Tenía unos traviesos ojillos dorados llenos de sabiduría, unas orejas que le caían a ambos lados de la cara como la toca de una monja y un morrito orgulloso con delicadas arrugas, cuyo extremo parecía uno de esos espléndidos instrumentos Victorianos que se utilizan para destupir tuberías atascadas. Sus pezuñas eran elegantes y pulcras, y el rabo un maravilloso signo de interrogación de color rosa, retorcido, que la impulsaba por la vida. Exudaba un aura que no era, como habría cabido esperar, de cerdo, sino un aroma fragante y delicado que sugería prados primaverales tachonados de flores. Nunca había olido a un cerdo así. Rebusqué en mi memoria para recordar cuándo había sido la última vez que me había tropezado con un perfume tan romántico y mágico y por fin lo recordé. Había sido una vez que entré en el ascensor de un hotel y la deliciosa dama que descendía conmigo también había despedido aquel mismo delicado aroma que ahora me llegaba de la cerda. A la dama del ascensor le pregunté si le importaba comunicarme el nombre de su exquisito perfume y me dijo que se llamaba Joy.

Pues bien, he tenido muchas experiencias extrañas en la vida, pero hasta entonces nunca había tenido el privilegio de encontrarme, en un robledal del Périgord, con una cerda grande y simpática que llevara ese perfume concreto tan caro. Avanzó lentamente hacia mí. Me puso la barbilla en la rodilla y soltó un gruñido prolongado y más bien alarmante, el tipo de ruido que hace un especialista de Harley Street cuando está a punto de decirte que la enfermedad que padeces será fatal. Suspiró hondo y después empezó a hacer como si mascara. Aquel ruido era idéntico al de un grupo extraordinariamente ágil de bailarinas españolas con muchas castañuelas. Volvió a suspirar. Era evidente que la dama quería algo. Apuntó la nariz hacia mi bolsa y soltó grititos de alegría cuando la abrí para ver qué era lo que tanto atraía su atención. No vi más que los restos del queso que había estado comiendo. Los saqué, evité sus tentativas de apoderarse de todo el pedazo y le corté una loncha. Se la llevé a la boca y, para gran asombro mío, allí la mantuvo, gozando con la fragancia, igual que un experto en vinos deja que un trago se le quede en la lengua, aspirando su perfume y saboreando su cuerpo. Después empezó a comérsela con gran calma y cuidado, con gruñiditos de satisfacción. Vi que llevaba en torno al grueso cuello, igual que una noble viuda llevaría una cascada de perlas, un elegantísimo collar de cadena dorado, del cual colgaba un trozo de cadena partida. Era tan elegante que resultaba obvio que mi nueva amiga era una cerda que alguien valoraba y había perdido. Aceptó algo más de queso, con sus gruñiditos de agradecimiento y placer, dejando que cada fragmento se le quedara un rato en la lengua, como una auténtica experta. Me quedé con un trozo de queso como señuelo y con él logré sacarla del bosque y llevarla hasta mi furgoneta. Evidentemente estaba muy habituada a este tipo de transporte; subió a la trasera y se sentó cómodamente, contemplando en su derredor con porte noble y la boca llena de queso. Mientras volvía hacia el pueblo, pues estaba seguro de que de allí procedía, la cerda apoyó la barbilla en mi hombro y se durmió. Decidí que la mezcla del olor a Joy con el Roquefort maduro no era una combinación que atrajese a un miembro del sexo opuesto. Llegué a Les Trois Pigeons, aparté de mi hombro la cabeza de la olorosa cerda, le di el último trozo de queso y entré en busca del ilustre Jean. Estaba ocupado en sacar el brillo a unos vasos con gran precisión, echándoles el aliento uno por uno para conseguir el lustre necesario.

—Jean —dije—, tengo un problema.

—¿Un problema, monsieur, qué problema? —preguntó.

—Tengo una cerda —respondí.

—¿Monsieur ha comprado una cerda? —preguntó asombrado.

—No, no la he comprado. La tengo. Estaba sentado en el bosque comiendo el almuerzo cuando de pronto apareció una cerda que se ofreció a compartir la comida conmigo. Creo que se trata de una cerda rara, porque no sólo le apasiona el queso de Roquefort, sino que lleva un collar de oro y huele mucho a perfume.

El vaso que estaba limpiando se le resbaló entre los dedos y cayó al suelo, rompiéndose en una multitud de fragmentos.

—¡Mon Dieu! —exclamó abriendo mucho los ojos—. ¡Tiene usted a Esmeralda!

—No lleva una placa en el collar —dije—, pero no puede haber trotando por ahí muchos cerdos que correspondan a esa descripción, de forma que supongo que debe de ser Esmeralda. ¿A quién pertenece?

Salió de detrás del mostrador, pisando vidrios y quitándose el delantal.

—A monsieur Clot —contestó—. ¡Mon Dieu! Si la ha perdido se va a volver loco. ¿Dónde está?

—En mi coche —respondí—, terminándose una loncha del Roquefort.

Fuimos a la furgoneta y vimos que Esmeralda, al concluir que un destino cruel le negaba más queso, se había dormido filosóficamente. Sus ronquidos hacían que todo el vehículo temblase, como si el motor siguiera en marcha.

—¡Oh la la! —comentó Jean—. Es Esmeralda. Ay, monsieur Clot se va a volver loco. Tiene usted que llevársela inmediatamente, monsieur. Monsieur Clot cree que esta cerda es el no va más. Tiene que llevársela inmediatamente.

—Bueno, con mucho gusto —dije un poco irritado—, si me dice usted dónde vive monsieur Clot. No quiero andar con una cerda por la vida.

—¡Una cerda! —exclamó Jean contemplándome horrorizado—. No es una cerda cualquiera, monsieur, es Esmeralda.

—Me da igual cómo se llame —dije malhumorado—, pero de momento está en mi coche, oliendo a puta parisina que se ha dado un atracón de queso, y cuanto antes me deshaga de ella, mejor.

Jean se irguió cuan alto era y me contempló.

—¿Una puta? —comentó—. ¿Dice usted una puta? Esmeralda, como todo el mundo sabe, es virgen.

Empezó a darme la sensación de que estaba teniendo alucinaciones. ¿Era verdaderamente yo el que estaba junto a mi furgoneta en la cual dormía una cerda muy aromática llamada Esmeralda y discutiendo de su vida sexual con el dueño de un hotel llamado Los Tres Pichones? Respiré hondo para tranquilizarme.

—Mire —dije—, no me importa la vida sexual de Esmeralda. Por mí, como si la hubieran violado todos los jabalíes del Périgord.

—¡Oh! ¡Mon Dieu! No la habrán violado, ¿verdad? —croó Jean palideciendo.

—No, no, no que yo sepa, no. No la han desflorado o como se llame eso en una cerda. En todo caso haría falta un jabalí especialmente lascivo y sin sentido del olfato para violar a una cerda que huele igual que una puta cara el sábado por la noche.

—Por favor, por favor, monsieur —dijo Jean muy dolido—, no diga usted esas cosas… sobre todo delante de monsieur Clot. La trata con la misma veneración con que trataría usted a una santa.

Estaba a punto de decir algo irreverente acerca de Santa Margarita de los Cerdos, pero me contuve, pues era evidente que Jean se tomaba todo aquello muy en serio.

—Mire —dije—, si monsieur Clot ha perdido a Esmeralda estará preocupado, ¿no?

—¿Preocupado…? ¿preocupado? Debe de estar enloquecido.

—Pues entonces, cuanto antes le devuelva a Esmeralda, mejor. A ver, ¿dónde vive?

Habiéndome criado en Grecia, donde la distancia se medía por cigarrillos —cosa que me valió de muy poco cuando tenía diez años—, había adquirido una cierta aptitud para preguntar el camino en el campo. Había que enfocar la cuestión con el mismo cuidado que el arqueólogo que va retirando el polvo de siglos para revelar un artefacto. El principal problema era que la gente siempre suponía que uno conocía tan íntimamente como ellos todo su entorno, de manera que hacían falta tiempo y paciencia. Como guía, Jean superaba a todos los que había conocido hasta entonces.

—Monsieur Clot vive en «Les Arbousiers» —dijo.

—Y ¿dónde está eso? —pregunté.

—Ya sabe, junto a las tierras de monsieur Mermod.

—No conozco a monsieur Mermod.

—Pero si tiene usted que conocerlo, es nuestro carpintero. Fue el que hizo todas las mesas y las sillas de Les Trois Pigeons. Y la barra, y creo que fue el que puso los estantes en la despensa, aunque no estoy seguro… quizá fuera monsieur Devoir. Vive en el valle, junto al río.

—¿Dónde vive monsieur Clot?

—Pero si se lo acabo de decir, al lado de monsieur Mermod.

—¿Y cómo llego yo a casa de monsieur Clot?

—Pues, cruza el pueblo…

—¿En qué dirección?

—En ésa —dijo, y señaló.

—¿Y después?

—Gira usted a la izquierda al llegar a la casa de mademoiselle Hubert y…

—No conozco a mademoiselle Hubert ni sé dónde vive. ¿Cómo es su casa?

—Marrón.

—Todas las casas del pueblo son marrones. ¿Cómo puedo reconocerla? Reflexionó.

—Ah —dijo por fin—, hoy es jueves. O sea que estará limpiando. O sea, en fin, que colgará la alfombrilla roja en la ventana del dormitorio.

—Hoy es martes.

—Ah, tiene usted razón. Si es martes, estará regando las plantas.

—O sea que giro a la izquierda al llegar a la casa marrón donde hay una señora regando las plantas. ¿Y después?

—Pasa usted junto al monumento a los caídos, llega a la casa de monsieur Pelligot y después, al llegar al árbol, gira a la izquierda.

—¿Qué árbol?

—El árbol del cruce donde gira usted a la izquierda.

—Todo Périgord está lleno de árboles. Todas las carreteras están bordeadas de árboles. ¿Cómo puedo distinguir ese árbol de los demás?

Jean me contempló asombrado.

—Porque es el árbol contra el que se mató monsieur Herolte —dijo— y donde va la viuda a ponerle una corona cada aniversario de su muerte. Se distingue por la corona.

—¿Cuándo murió?

—Fue en junio de 1950, el seis o el siete, no estoy seguro. Pero desde luego fue en junio.

—Y ahora estamos en septiembre… ¿Seguirá puesta la corona?

—Ah, no, se la llevan cuando se marchita.

—¿Hay otra forma de identificar el árbol?

—Es un roble —dijo.

—El campo está lleno de robles; ¿cómo voy a distinguir ese roble concreto?

—Tiene una hendidura.

—Bueno, entonces ahí giro a la izquierda. ¿Dónde está la casa de monsieur Clot?

—No tiene pérdida. Es una casa larga y baja, una casa de campo a la antigua.

—O sea, que busco una casa de campo blanca.

—Sí, pero no se ve desde la carretera.

—Entonces, ¿cómo voy a saber que he llegado?

Se lo pensó un rato.

—Hay un puente pequeño de madera al que le falta un tablón —dijo—. Es el camino que lleva a casa de monsieur Clot.

En aquel momento, Esmeralda se dio la vuelta y nos envolvió en una nube de perfume y queso. Nos apartamos de la furgoneta.

—Veamos —dije—, a ver si he entendido bien. Bajo por ahí y giro a la izquierda cuando vea a una señora que riega las plantas. Paso al lado del monumento a los caídos y la casa de monsieur Pelligot y sigo derecho hasta llegar al roble con una hendidura y después giro a la izquierda y busco un puente al que le falta un tablón. ¿Es así?

—Monsieur —dijo Jean admirado—, podría haber nacido usted en el pueblo.

Por fin logré llegar. En casa de mademoiselle Hubert, ésta no estaba regando, ni tampoco se veía por ninguna parte la alfombrita roja. De hecho estaba sentada al sol, dormida. Lamentándolo mucho, la desperté para averiguar si era efectivamente la mademoiselle Hubert al llegar a cuya casa tenía que girar a la izquierda. Encontré el roble de la hendidura, de un tamaño considerable, de forma que juzgué que monsieur Herolte tenía que haber consumido una cantidad extraordinaria de pastis antes de empotrar su Dos Caballos contra él. Cuando encontré el puente, efectivamente le faltaba un tablón. La información que le dan a uno los campesinos siempre es exacta, aunque parezca un tanto misteriosa cuando la están comunicando. Seguí por la carretera llena de baches, a un lado de la cual había un verde prado salpicado por un pequeño rebaño de vacas charolesas de color crema, y al otro un campo resplandeciente de girasoles con las caras amarillas y negras todas mirando hacia arriba en adoración del sol. Crucé un bosquecillo y allí, en un claro, estaba la casa de monsieur Clot, larga y baja y más blanca que el huevo de una paloma, con un tejado de tejas antiguas, negras, gruesas y oscuras como barras de chocolate, adornada cada una de ellas con una insignia de líquenes dorados. Fuera había dos coches, uno de ellos de la policía y el otro de un médico, de forma que estacioné el mío al lado. En cuanto apagué el motor pude oír por encima de los ronquidos de Esmeralda una extraña cacofonía que procedía de la casa: gritos, rugidos, chillidos, llantos y gemidos y rechinar general de dientes. Supuse —y luego vi que tenía razón— que la desaparición de Esmeralda no había pasado inadvertida. Fui a la puerta principal —que estaba entreabierta—, agarré el llamador freudiano que representaba una mano con una bola y llamé muy fuerte. El escándalo de dentro continuó al mismo volumen. Volví a llamar y siguió sin venir nadie. Agarré con decisión el llamador y golpeé la puerta con tal ferocidad que temí se saliera de sus goznes. Durante un momento cesó el griterío en el interior y al cabo de un momento abrió la puerta una de las jóvenes más bellas que he visto en mi vida. Tenía la melena despeinada, pero eso no hacía sino darle más encanto, pues era de ese intenso color crepúsculo que toda hoja otoñal intenta lograr y raras veces consigue. El sol le había tocado e iluminado la piel, de forma que ésta tenía la calidad de una seda color melocotón. Sus ojos eran enormes, una mezcla maravillosa de verde y oro bajo unas cejas oscuras como las alas de un albatros. La boca sonrosada tenía la forma y la textura que hacen titubear incluso al más fiel de los maridos. De sus ojos magníficos caían lágrimas del tamaño de diamantes de veintidós quilates, que le bañaban las mejillas.

—¿Monsieur? —interrogó, secándose las mejillas con el dorso de la mano para enjugar aquellas lágrimas brillantes.

—Bonjour, mademoiselle —dije—. ¿Podría ver a monsieur Clot, por favor?

—Monsieur Clot no puede ver a nadie —respondió, tragando saliva, y se le volvieron a saltar las lágrimas—. Monsieur Clot está indispuesto. No puede ver a nadie.

En aquel momento, al mismo tiempo que se reanudaba el griterío, salió de la parte trasera de la casa un gendarme voluminoso y panzudo. Tenía los ojos negros como moras, una nariz resplandeciente de un rico color vinoso, surcada por una red de venas azules, y sobre la boca entreabierta lucía un enorme bigote negro como la piel de un topo muerto. Me echó un vistazo general en el cual se mezclaban perfectamente la sospecha y la malevolencia. Después se volvió hacia aquella belleza.

—Madame Clot —dijo con una voz pastosa—, he de irme ya, pero tenga la seguridad, madame, de que haré todo lo posible por desenmascarar a los criminales que han perpetrado este ultraje, los siniestros asesinos que han osado hacer que sus bellos ojos derramen una lágrima. Removeré cielo y tierra para llevar a esos bergantes ante la justicia.

La contempló como un escolar hambriento mira un donut relleno de crema.

—Es usted muy amable, inspector —dijo ella, ruborizándose.

—Nunca lo suficiente si es por usted, nunca —respondió y, tomándole la mano, la apretó contra su bigote, del mismo modo que, en los viejos tiempos, un caballero habría ayudado a una señora con su manguito. Pasó a mi lado, se incrustó en el coche y, con un chirrido cacofónico de la caja de cambios, se marchó en medio de una nube de polvo, cual San Jorge en busca de un dragón.

—Madame —dije yo—, ya veo que está usted disgustada, pero quizá yo pueda ayudarla.

—Nadie puede ayudarme… es inútil —exclamó, y volvieron a saltársele las lágrimas.

—Madame, si mencionara yo el nombre de Esmeralda, ¿le diría algo?

Se apoyó en la pared, contemplándome con aquellos preciosos ojos.

—¿Esmeralda? —preguntó con voz ronca.

—Esmeralda —dije yo.

—¿Esmeralda? —repitió.

—Esmeralda —asentí.

—¿Se refiere usted a Esmeralda? —susurró.

—Esmeralda, la cerda —dije yo para dejar las cosas bien claras.

—De manera que es usted el diablo en forma humana: es usted el diablo que ha robado a nuestra Esmeralda —gritó.

—Madame, si me permite explicárselo… —comencé.

—Ladrón, atracador, bandido —gimió, y se fue corriendo por el pasillo gritando—: Henri, Henri, el ladrón está aquí, y pide un rescate por tu Esmeralda.

La seguí hasta llegar a la habitación que había al final del pasillo, deseando que todos los cerdos estuvieran en el Purgatorio. Allí me encontré con un espectáculo asombroso. Un joven fuerte y guapo y un caballero regordete y canoso con un estetoscopio al cuello intentaban contener a alguien —interpreté que sería monsieur Clot— que trataba de incorporarse desesperadamente desde su posición yacente en una chaise-longue color morado.

Era alto, esbelto como un junco y llevaba un traje de pana negra y una enorme boina del mismo color. Pero su atributo más llamativo era la barba. Tratada con mimo, cuidadosamente lavada y recortada y veteada de cabellos negros y gris acero, le llegaba hasta el ombligo.

—Dejad que me cargue a ese hijo mal parido de Satanás —gritaba monsieur Clot, tratando de levantarse de la chaise-longue.

—Su corazón, su corazón, recuerde su corazón —gritaba el médico.

—Sí, sí, recuerda tu corazón —chillaba madame Clot.

—Ya me ocupo yo de él, monsieur Clot —dijo el joven apolíneo, contemplándome con unos feroces ojos azul genciana. Parecía ser esa clase de joven musculoso capaz de enderezar una herradura con sólo los dedos meñiques.

—Dejádmelo a mí, dejadme que le arranque la yugular —gritaba monsieur Clot—, maldito ladrón hijo de puta.

—Su corazón, su corazón —gritaba el médico.

—Henri, Henri, cálmate —chillaba madame Clot.

—Le voy a sacar las tripas —dijo el joven musculoso.

Lo malo de los franceses es que les encanta hablar, pero no escuchar. A veces le da a uno la clara impresión de que ni siquiera se escuchan a sí mismos. Cuando uno se mete en un escándalo como ése entre ciudadanos franceses no se puede hacer más que una cosa. Gritar más que ellos. Llené los pulmones al máximo y rugí: «¡Silencio!». Y el silencio cayó como si hubiera empleado una varita mágica.

—Monsieur Clot —dije con una inclinación—, permítame aclararle que no soy ni un asesino ni un bandido y, tampoco, que yo sepa, un hijo de puta. Dicho esto, creo que puedo manifestarle que tengo en mi poder una cerda cuyo nombre, según creo, es Esmeralda.

—¡Ahhhh! —gritó monsieur Clot, al ver confirmados sus peores temores.

—¡Silencio! —rugí, y volvió a caer en la chaise-longue con una mano delicada, fina y perfectamente arreglada, abierta como una mariposa, sobre la parte de su anatomía en la cual sospechaba qué tenía el corazón.

—Me encontré con Esmeralda en el bosque —seguí diciendo—. Compartió mi comida y después, cuando averigüé en el pueblo quién era su propietario, vine a traerla.

—¿Esmeralda aquí? ¿Esmeralda de vuelta? ¿Dónde? ¿Dónde? —gritó monsieur Clot tratando de incorporarse.

—Calma, calma —dijo el médico—. Recuerde su corazón.

—La tengo fuera, en mi coche —respondí.

—Y… y… ¿qué pide como rescate? —preguntó monsieur Clot.

—No pido ningún rescate —respondí.

Monsieur Clot y el médico intercambiaron unas miradas elocuentes.

—¿Ningún rescate? —preguntó monsieur Clot—. Es un animal muy valioso.

—Un animal que no tiene precio —dijo el médico.

—Un animal que vale cinco años de sueldo —dijo el joven musculoso.

—Un animal que vale más que las joyas de la corona de la Reine Isabel —añadió madame Clot, introduciendo un punto de vista femenino con cierta exageración para dejar bien sentadas las cosas.

—Aun así, no pido ningún rescate —dije decidido—. Me contento con devolvérsela.

—¿No pide ningún rescate? —preguntó monsieur Clot. Casi parecía que lo hubiera insultado.

—Nada —respondí.

Monsieur Clot miró al médico, que, sencillamente, con las manos abiertas, se encogió de hombros y dijo: «Voila les Anglais». Monsieur Clot se liberó de la presa del médico y del joven musculoso y se levantó.

—Entonces, monsieur, tengo una deuda enorme, enorme, con usted —dijo quitándose la boina y poniéndosela sobre el corazón, con una inclinación de cabeza. Después volvió a ponerse la boina cuidadosamente, cruzó corriendo la habitación como una marioneta mal manejada y me abrazó. Su barba susurraba como la seda en mis mejillas mientras me besaba con toda la vehemencia que sólo un francés puede exhibir al besar a un miembro del mismo sexo.

Mon brave, mon ami —dijo estrechándome los hombros, mirándome profundamente a los ojos, Con lágrimas como renacuajos transparentes en aquella magnífica barba—, lléveme a mi amada.

Así que salimos, despertamos a Esmeralda y ésta salió del coche para recibir los abrazos, las caricias y los besos de todos, incluido el médico. Después, todos nosotros —incluida Esmeralda— volvimos a la casa, donde monsieur Clot insistió en abrir una de sus mejores botellas de vino (un Cháteau Montrose de 1952) y brindamos por la mejor cerda entre los cerdos, a quien madame Clot estaba dando galletitas de chocolate.

—Monsieur Durrell —dijo monsieur Clot—, quizá piense usted que hemos armado un escándalo exagerado en torno a la desaparición de Esmeralda.

—De ningún modo —respondí—, es terrible perder una mascota así.

—Es más que una mascota —dijo monsieur Clot, con voz tranquila y reverente—, es la campeona de los cerdos truferos de Périgord. Ha ganado quince veces la copa de plata a la nariz más sensible de todos los cerdos del distrito. Puede haber una trufa a veinte centímetros bajo la superficie del bosque y a cincuenta metros de Esmeralda y siempre la encuentra. Es como… es como… bueno, es como el Exocet de los cerdos.

—Notable —comenté.

—Mañana a las ocho de la mañana, si tiene usted la bondad de venir, llevaremos a Esmeralda al bosque y podrá usted ver las facultades que posee. Y después, nos encantaría que nos hiciera el honor de quedarse a almorzar. He de decir que mi esposa, Antoinette, es una de las mejores cocineras de la región.

—No sólo la mejor, sino también la más guapa —dijo el médico, galante.

—Efectivamente —dijo el joven musculoso, lanzando a madame Clot una mirada de adoración tan ardiente que no me sorprendió enterarme de que se llamaba Juan.

—Será un placer y un honor —dije y, tras apurar el vino, me despedí.

Al día siguiente hacía una mañana fresca y soleada, con un cielo tan azul como un nomeolvides y jirones de niebla enredados entre los árboles. Cuando llegué a la granja, monsieur Clot daba desordenadamente los últimos toques a Esmeralda. Le habían frotado las pezuñas con aceite de oliva (virgen), le habían cepillado la piel minuciosamente y le habían puesto un colirio especial en los ojillos. Después llegó el último detalle. Sacaron un diminuto frasquito de Joy y le pusieron unas gotas de perfume detrás de cada una de las enormes orejas. Por último, le colocaron un bozal blando de ante en el morro para desalentar cualquier posible inclinación a devorar las trufas que encontrase.

Voilá —dijo monsieur Clot triunfante, blandiendo su pauta para las trufas—. Ya está lista para la caza.

Las horas siguientes fueron muy instructivas, pues yo nunca había visto actuar a un cerdo trufero, y menos aún a uno tan brillante en aquel arte como Esmeralda. Recorrió el robledal que circundaba la granja de monsieur Clot con la lenta dignidad de una vieja cantante de ópera que hace su enésima actuación de despedida. Mientras avanzaba iba canturreando para sus adentros y emitiendo una serie de gruñidos en falsete. Por último se detuvo, levantó la cabeza con los ojos cerrados y respiró hondo. Después se dirigió a la base de un viejo roble y empezó a hundir el morro en la tierra y entre las hojas caídas.

—Ha encontrado una —gritó monsieur Clot, y, haciendo a Esmeralda a un lado, hundió a fondo la pala en el suelo del bosque. Cuando la sacó tenía en ella una trufa del tamaño de una ciruela, negra y olorosa. Pese a lo penetrante y agradable del olor de la trufa, no alcanzaba a comprender cómo podía Esmeralda, bañada como estaba en Joy, detectar la presencia del hongo. Sin embargo, para demostrar que no era casualidad, durante la hora siguiente más o menos encontró seis más, cada una de ellas tan oronda como la primera. Triunfantes, las llevamos a la granja y se las entregamos a madame Clot, que, con la cara arrebolada de un delicado tono rosa, trabajaba en la cocina. Se llevaron a Esmeralda a su inmaculada pocilga, le dieron su recompensa, una barrita de pan partida por la mitad untada de queso, y monsieur Clot y yo nos fuimos a disfrutar de un Kir.

Al cabo de un rato madame nos llamó a la mesa. Juan —creo que en mi honor— se había puesto chaqueta y corbata, y monsieur Clot se había quitado la boina. El primer plato, servido en unos encantadores cuencos de cerámica tan finos, frágiles y marrones como hojas de otoño, fue un delicado caldo de pollo, con finas lascas de cebolla y yema dorada de huevo nadando en él. A ello siguió una gran trucha, cuidadosamente rellena con una mousseline de castañas e hinojo cortados muy finos, acompañada de guisantes nuevos, dulces como el azúcar, y patatas diminutas en un lecho de hierbabuena. Aquello no era más que la introducción al momento final, al plato que todos estábamos esperando. Madame Clot se llevó los platos y trajo otros nuevos, calientes como panes recién horneados. Monsieur Clot, con una ceremonia silenciosa, descorchó diestramente un Cháteau Brane-Cantenac de 1957, olió el corcho, dejó caer unas gotas en una copa limpia y lo saboreó durante un momento. Me recordó, irresistiblemente, a Esmeralda con su queso. Hizo un gesto de asentimiento y después nos sirvió el vino, rojo como sangre de dragón. En aquel momento, como si todo estuviera medido, entró madame desde la cocina, con una bandeja en la que reposaban cuatro cilindros de frágil hojaldre, amarillo como el maíz maduro. Colocó uno cuidadosamente en cada uno de nuestros platos y todos nos mantuvimos en silencio, como si estuviéramos en la iglesia. Lentamente, monsieur Clot levantó la copa, brindó primero por su bella esposa, después por mí y después por Juan. Todos tomamos un sorbo de vino y nos enjugamos la boca con él, preparando las papilas para la degustación. Se levantaron cuchillos y tenedores, cayó el frágil envoltorio de hojaldre, como la cascara de una nuez, y allí estaba la trufa, negra como el carbón, mientras desde el interior del hojaldre llegaba una fragancia increíble, el aroma de un millón de bosques en otoño, rico, provocativo y totalmente distinto de cualquier otro sabor u olor del mundo. Comimos en reverente silencio, pues incluso los franceses dejan de hablar cuando están comiendo. Cuando se me derritió en la boca el último trozo, levanté mi copa.

—Madame Clot, monsieur Clot, Juan, permítanme que haga un brindis. Por Esmeralda, la cerda mejor del mundo, un ejemplo para los cerdos.

—Gracias, gracias, monsieur —dijo monsieur Clot, con voz temblorosa y lágrimas en los ojos.

Nos habíamos sentado a la mesa exactamente a las doce, pues, como es bien sabido en los círculos médicos franceses, si el almuerzo se deja para después del mediodía, puede resultar instantáneamente mortífero para el ciudadano francés. El banquete que nos había preparado madame Clot fue tal que, cuando estaba terminando el soufflé de ciruelas verdes con nata, al que siguió un delicioso queso de Cantal, no me sorprendió mirar el reloj y ver que eran las cuatro. No quise café ni coñac; dije que tenía que irme y que había sido la comida más memorable de mi vida. Pedí y obtuve permiso para besar tres veces a madame Clot en sus mejillas de damasco (una vez por Dios, otra por la Virgen María y otra por el Niño Jesús, como alguien me había dicho una vez), dejé que Juan me triturase la mano y permití que monsieur Clot me envolviera en su barba. Antes de salir obtuvo mi promesa de que la próxima vez que volviera a detenerme en el pueblo permitiría a madame Clot que me hiciera otra comida, lo cual acepté con mucho gusto.

Un año después, cuando me dirigía al sur de Francia, al aproximarme a la región del Périgord recordé con cierta culpabilidad a monsieur Clot y a Esmeralda, y mi promesa de visitarlos. Así que encaminé el coche hacia Petit Monbazillac-sur-Ruisseau y no tardé en llegar a Los Tres Pichones. Jean estuvo encantado de verme.

—Monsieur Durrell —exclamó—, creíamos que se había olvidado de nosotros. Qué alegría verlo de nuevo.

—¿Tiene usted una habitación para un par de noches? —pregunté.

—Pues claro, monsieur —respondió—, la mejor de la casa.

Después de instalarme en una habitación pequeña pero cómoda y cambiarme de ropa, bajé al bar a tomar un pastis.

—Dígame, ¿cómo les han ido las cosas a usted y a mis amigos desde la última vez? —pregunté—. ¿Cómo están madame y monsieur Clot y Esmeralda?

Jean dio un respingo y me miró con los ojos desorbitados.

—¿No se ha enterado monsieur? —preguntó.

—¿Enterarme? ¿Enterarme de qué? —pregunté—. Acabo de llegar.

Para toda la gente que vive en pueblos remotos, las noticias locales tienen la máxima importancia y no comprenden que uno no esté al tanto de ellas.

—Es terrible, terrible —dijo con la alegría de todos los que comunican malas noticias—. Monsieur Clot está en la cárcel.

—¡En la cárcel! —dije asombrado—. ¿Por qué? ¿Qué ha hecho?

—Batirse en duelo —dijo Jean.

—¿Que monsieur Clot se ha batido en duelo? —pregunté sorprendido—. ¿Con quién, por el amor del cielo?

—Con Juan —dijo Jean.

—Pero ¿por qué?

—Porque Juan se escapó con madame Clot —respondió Jean.

—Increíble —dije, aunque en mi fuero interno pensé que no era tan increíble, porque Juan era un chico atractivo y monsieur Clot tenía casi setenta años.

—Y todavía hubo algo peor —dijo Jean, bajando la voz en un susurro de conspirador.

—¿Peor?

—Peor.

—¿Qué puede ser peor que escaparse con la mujer de otro? —interrogué.

—Una semana después de la fuga, Juan volvió y robó a Esmeralda.

—¡No! —exclamé.

—Sí, monsieur. Claro que Juan es español —añadió Jean, como si eso lo explicara todo.

—¿Qué pasó entonces?

—Monsieur Clot hizo lo que cualquier hombre honorable y valiente: los siguió y desafió a Juan a un duelo. Juan es de Toledo, de forma que naturalmente eligió el florete. Poco sabía, siendo tan joven, que monsieur Clot había sido campeón de esgrima. Así que al cabo de unos segundos monsieur Clot había pinchado a Juan en el pecho, justo al lado del corazón. Durante varios días Juan estuvo en peligro de muerte, pero ahora está empezando a recuperarse.

—¿Y cuándo ocurrió todo eso?

—La semana pasada, y ahora tienen a monsieur Clot preso en la cárcel de Sainte-Justine hasta que vayan a juzgarlo.

—Pobre hombre. Tengo que ir a verlo —dije.

—A él le encantará verlo a usted, señor —asintió Jean.

De forma que al día siguiente fui a la cárcel con el único regalo que se le puede hacer a un francés encarcelado por tentativa de asesinato, una botella de whisky J & B.

Estaba sentado en el borde de la cama de hierro de su celda, leyendo un libro. Por desgracia, ya no era el inmaculado monsieur Clot que yo había conocido. Llevaba una camisa sin cuello, de presidiario, al igual que los pantalones de algodón deshilachado y arrugado, y las zapatillas. No tenía cinturón ni corbata con los que pudiera haber tratado de suicidarse, de haber sido el tipo de hombre capaz de tal cosa. Sin embargo, tenía el pelo tan inmaculado como siempre, al igual que su espléndida barba, cuidadosamente peinada y lavada. Los finos dedos con que sostenía el libro estaban inmaculadamente limpios y arreglados de forma tan cuidadosa como de costumbre.

—Aquí tiene usted un visitante, monsieur Clot —dijo el guardián, abriendo la puerta de barrotes. Monsieur Clot levantó la vista asombrado y después se le iluminó la cara al dejar apresuradamente el libro a un lado y levantarse de un salto.

—Pero, monsieur Durrell —gritó encantado—, qué sorpresa, qué honor, qué maravilla verlo a usted.

Me estrechó la mano con las dos suyas, gesto quizá imprudente, pues al inclinarse para darme un abrazo se le cayeron los pantalones como un acordeón hasta los tobillos. Pero ni siquiera esa catástrofe le hizo perder el ánimo.

—Esos idiotas creen que me voy a matar con el cinturón. Pero digo yo, monsieur Durrell, ¿es que un hombre de mi reputación, de mi categoría en esta comunidad, un hombre educado y bastante conocido, se rebajaría a cometer un acto tan vulgar, el acto de cobardía de un artesano de la más baja clase? ¡Puag! —dijo, y con un cortés gesto a la antigua indicó que podía sentarme en la cama.

—Me alegro mucho de verlo —siguió diciendo—, incluso en este lugar menos que recomendable. Ha sido usted muy generoso en venir. Mucha gente de su posición habría titubeado antes de visitar a alguien en la cárcel, aunque fuera una persona de mi reputación.

—En absoluto —contesté—. He venido en cuanto Jean me lo dijo. Todo esto me preocupa mucho.

—Sin duda, sin duda —asintió con un gesto ampuloso que imprimió ondulaciones a su barba—. Yo mismo estoy muy preocupado. Me fastidia hacer algo mal, no estoy acostumbrado y lamento mucho mi fracaso.

—¿Su fracaso? —pregunté confuso—. ¿Qué fracaso?

—No haberlo matado, naturalmente —dijo monsieur Clot, abriendo mucho los ojos de asombro ante mi falta de comprensión de tamaño error.

—¿No lo dirá en serio? —pregunté.

—Sí —dijo con firmeza—. Ojalá hubiera apuntado bien para haberlo matado allí mismo. ¡Puag!

—Pero, monsieur Clot, si lo hubiera matado, no tendría escapatoria. Mientras que ahora lo tratarán como un crimen pasional y le impondrán una sentencia leve.

—¿Un crimen pasional? No comprendo —dijo monsieur Clot.

—Bueno, él le quitó a su bella esposa y yo diría que eso es motivo suficiente para hacer lo que hizo usted.

—¿Cree usted que me he batido en duelo y me he jugado la vida por mi esposa? —preguntó asombrado.

—¿No es así? —pregunté atónito.

—No —dijo sin más, dando un puñetazo en la cama—. No fue así.

—Entonces, ¿por qué diablos lo desafió usted a duelo? —pregunté.

—Por mi cerda, naturalmente, por Esmeralda —respondió.

—¿Por su cerda? —pregunté incrédulo—. ¿No fue por su esposa?

Monsieur Clot se inclinó hacia adelante y me miró muy serio.

—Monsieur Durrell, escúcheme bien. Uno siempre puede sustituir a una esposa, pero una buena cerda trufera como Esmeralda… ¡imposible! —dijo muy convencido.