5

MOMENTOS IMPETUOSOS

Me despertó el timbre del teléfono. Me había quedado dormido en la cama, vestido y con mi ejemplar subrayado de La línea de sombra a mi lado. Pensé: «Amy, Jamie. Billy, Rob», pero no se me ocurrió incluir a Kliman en la lista de quienes podrían tener algún motivo para telefonearme al hotel. Tras haberme pasado casi hasta las cinco de la madrugada sentado a la mesa escribiendo, me sentía como un hombre que ha bebido demasiado la noche anterior. Y entonces recordé que había tenido un sueño, un sueño muy breve animado por la esperanza infantil. Estoy hablando por teléfono con mi madre. «Mamá, ¿puedes hacerme un favor?» Ella se ríe de mi ingenuidad. «No hay nada que no haría por ti, cariño. ¿De qué se trata?», me pregunta. «¿Podemos cometer incesto?» «Oh, Nathan —dice ella, riendo de nuevo—. Soy un viejo y putrefacto cadáver. Estoy en la tumba.» «Aun así, me gustaría cometer incesto contigo. Eres mi madre. Mi única madre.» «Lo que tú quieras, cariño.» Entonces está delante de mí, y no es un cadáver en una tumba. Su presencia me emociona. Es la mujer morena de veintitrés años, esbelta, bonita y vivaz, con la que se casó mi padre. Tiene la ligereza de una muchacha y esa voz suave que jamás es severa, mientras que yo tengo mi edad de ahora… y soy yo quien está bajo tierra para siempre. Me coge de la mano como si todavía fuese un chiquillo con los propósitos y aspiraciones más inocentes, abandonamos el cementerio y estamos en mi dormitorio, y el sueño termina con la intensificación de mi deseo y la habitación de grandes y desnudas ventanas inundada de luz. Las últimas palabras triunfales que ella dice son: «Querido mío, querido mío… ¡nacimiento!, ¡nacimiento!, ¡nacimiento!». ¿Hubo alguna vez una madre más tierna y afable?

—Hola —dijo Kliman—. ¿Espero aquí abajo?

—¿Para qué?

—Para ir a comer juntos.

—¿De qué me estás hablando?

—Hoy, a mediodía. Quedamos en que hoy iríamos a comer.

—Yo no dije tal cosa.

—Pues claro que lo dijo, señor Zuckerman. Quería que le hablara del funeral de George Plimpton.

—¿George Plimpton ha muerto?

—Sí. Hablamos de ello.

—¿George murió? ¿Cuándo?

—Hace poco más de un año.

—¿Qué edad tenía?

—Setenta y seis. Sufrió un ataque cardíaco mortal mientras dormía.

—¿Y cuándo me lo dijiste?

—Por teléfono —respondió Kliman.

Ni que decir tiene, no recordaba esa llamada telefónica. Sin embargo, haberla olvidado parecía imposible, tan imposible como la muerte de George. Conocí a George Plimpton a finales de los años cincuenta, cuando, tras haberme licenciado del ejército, me vine a Nueva York para vivir, por setenta pavos al mes, en un apartamento subterráneo de dos habitaciones, y empecé a publicar en su nueva revista literaria los relatos que había escrito por las noches mientras hacía el servicio militar; hasta entonces me los habían devuelto de dondequiera que los hubiese enviado. Tenía veinticuatro años cuando George me invitó a comer para que conociera a los demás redactores de The París Review, jóvenes en su mayoría al final de la veintena o el comienzo de la treintena, al igual que él, procedentes de familias ricas y tradicionales que habían enviado a sus hijos a selectas escuelas privadas y luego a Harvard, que en aquellos primeros años de la posguerra, como en las décadas anteriores, era principalmente un bastión para educar a los vástagos de la élite social. Allí se habían conocido todos, si no lo habían hecho antes durante el verano en las pistas de tenis o los clubes náuticos de Newport, Southampton o Edgartown. Mi familiaridad con su mundo o el de sus antepasados inmediatos se limitaba a las obras que había leído de Henry James y Edith Wharton cuando estudiaba en la Universidad de Chicago, libros que me habían enseñado a admirar pero que para mí tenían tan poco que ver con la vida americana como El viaje del peregrino o El Paraíso perdido. Antes de conocer a George y sus colegas, la única idea que tenía del aspecto de aquella gente y de su manera de hablar era la que me había hecho en mi infancia al escuchar a Franklin Delano Roosevelt por la radio y verle en los noticiarios cinematográficos, y para un niño así, hijo de un podólogo judío educado en la escuela nocturna, F. D. R. no era el representante de una clase ni una casta, sino más bien un político y estadista sin parangón, un héroe democrático percibido por la mayoría de los judíos americanos, incluida mi amplia familia, como una bendición y un regalo. La inverosímil manera de hablar que tenía George podría haberme parecido una exageración cómica de un dandi, tal vez incluso abiertamente ridículo si se hubiera tratado de un joven menos dotado, inteligente y garboso, empapada como estaba de la dicción y las cadencias anglicanizadas de la opulenta jerarquía protestante que había reinado sobre Boston y Nueva York, mientras que mis pobres ancestros habían sido gobernados por los rabinos en los guetos de Europa oriental. George me proporcionó mi primer atisbo del privilegio y sus grandes recompensas: al parecer, él no tenía nada de que huir, ninguna tara que ocultar, ninguna injusticia a la que enfrentarse ni defecto que compensar ni debilidad que superar ni obstáculo que sortear, y por el contrario parecía haberlo aprendido todo y estar abierto a todo sin el menor esfuerzo. Nunca habría imaginado que se pudiera llegar a ninguna parte sin la ilimitada persistencia en la que mi trabajadora familia me había instruido con diligencia; George había sabido desde el comienzo todo aquello para lo que estaba automáticamente destinado.

En las fiestas que daba en su acogedor apartamento de la calle Setenta y dos Este, conocí a todos los demás escritores jóvenes de Nueva York y algunos de los famosos ya establecidos, y contemplé con anhelo los miembros de las glamurosas mujeres jóvenes que se arremolinaban en torno a él, debutantes norteamericanas, modelos europeas y princesas cuyas familias se habían exiliado en París desde el Tratado de Versalles. En los primeros días solía verme más con algunos socios de la revista menos importantes, cuyas preocupaciones literarias y apuros amorosos revelaban una corriente subterránea de penalidades que yo podía entender mejor, aquellos que eran como yo y para quienes la Dificultad tenía la categoría de una diosa. Sin embargo, allí estaba yo, en el cutre gimnasio de Stillman en la Octava Avenida, para maravillarme el valor de George la tarde en que se atrevió a pelear los tres breves y vigorosos asaltos con el entonces campeón del mundo de boxeo en la categoría de semipesado, Archie Moore, un encuentro del que salió con la nariz rota y ensangrentada y el material para un relato que publicó en Sports Illustrated. Y fui uno de los invitados al apartamento de un amigo en Central Park Sur cuando George se casó por primera vez, en los años sesenta, y durante varios veranos me senté con otras cien o más personas en la oscura y ancha playa de Water Mili, Long Island, cuando George presidía su lujosa exhibición anual de fuegos artificiales para el Cuatro de Julio, manteniendo así su aire de muchacho intrépido incluso mientras llevaba a cabo las actividades de un hombre de mundo jovial y desenvuelto, profundamente inquisitivo, periodista, director de una publicación y actor ocasional de cine y televisión. Poco más de un año atrás (y, ahora me doy cuenta, solo unas semanas antes de su muerte), George me telefoneó y, hablándome casi con tanta formalidad como si lo hiciera con un desconocido y, no obstante, como era propio en él, con tanta calidez como si hubiéramos cenado juntos la noche anterior (y por entonces hacía por lo menos una década que no nos veíamos), me preguntó si estaría dispuesto a ir a Nueva York para hacer algunos comentarios introductorios en una gala destinada a recoger fondos para The Paris Revieut. Recordaba perfectamente aquella conversación telefónica, no solo por lo agradable del intercambio, sino también porque durante las dos semanas siguientes hizo que me pasara las noches releyendo sus famosas obras de «periodismo de participación» —los libros en los que aborda el misterio de su cautivadora vida exponiendo sus contratiempos y fracasos como un torpe atleta aficionado contra los poderosos profesionales— y las diversas colecciones de piezas más breves en las que escribió como él mismo, como el caballero cortés e ingenioso de inteligencia natural y porte aristocrático que hacían de él lo más alejado de un incompetente para cuantos le conocían.

En esas páginas, su encanto (como al relatar cuando llevó a su hija de nueve años a un partido entre Yale y Harvard o a la poeta Marianne Moore al estadio de los Yankees), su lirismo (como en el evocador himno a los fuegos artificiales), su piedad filial (como en el panegírico a su padre) dan fe de las aptitudes de un elegante ensayista capaz de darle sopas con onda al poco aventajado George Plimpton que se había inventado para los libros deportivos, en los que, como su ineptitud le asigna una y otra vez el papel de la víctima virginal, hace todo lo posible por adquirir la apariencia de humillación y es capaz de gozar fugazmente de la masoquista ignominia de jugar en otra división. En su parodia de Truman Capote escribiendo sobre su estiramiento facial al estilo de Ernest Hemingway estaba a la altura de Mark Twain en aquella sátira en que despellejaba a James Fenimore Cooper; de hecho, al observar cómo otros actuaban de un modo ridículo, en lugar de observarse a sí mismo actuando de un modo ridículo, desplegaba sutilmente sus mejores cualidades. Sí, recordaba las gratas sensaciones que experimenté durante nuestra conversación telefónica un año atrás y el placer que me embargó luego al releer sus libros, pero no podía recordar ninguna llamada de Kliman proponiéndome que fuéramos a comer juntos para hablar de la muerte de George.

Tampoco podía creer en la muerte de George. Que ya no estuviera en este mundo era una idea excesiva en todos los aspectos, e incongruente con el vigoroso compromiso de su curiosidad con la «gran variedad de la vida», una expresión que empleaba cuando se imaginaba alegremente como una ave fluvial africana que contemplaba todos los seres con alas, garras, pezuñas, plumas, escamas y pellejos atraídos a las aguas impetuosas. Kliman debía de tener la intención de decirme algo más acerca de George Plimpton, porque si me hubieran preguntado: «¿Quién entre tus coetáneos será el último en morir? ¿Quién entre tus coetáneos es menos probable que muera? ¿Quién entre tus coetáneos no solo eludirá la muerte, sino que escribirá con ingenio, precisión y modestia sobre su regocijado asombro al lograr disfrutar de la vida eterna?», la única respuesta posible habría sido «George Plimpton». Al igual que el conde de noventa y cuatro años de Adiós a las armas con quien Frederic Henry juega una partida de billar (a quien Frederic Henry, al partir, le dice: «Espero que viva eternamente», y que replica: «Lo he hecho»), George Plimpton iba camino de vivir eternamente desde que nació. George no tenía más intención de morirse que, digamos, Tom Sawyer; su inmortalidad era una asunción inseparable de sus encuentros competitivos con los más grandes atletas. Lanzo la pelota contra los Yankees de Nueva York, corro para los Lions de Detroit, estoy en el cuadrilátero con Archie Moore para informar con autoridad acerca de lo que se siente al sobrevivir a cuanto es superior a ti y está dispuesto a aplastarte.

Había muchas más cosas subyacentes a aquellos libros, desde luego, y George nunca me había mostrado una atención más deferente como la noche, muchos años atrás, en que estábamos cenando y especulé con él sobre sus motivos ocultos. El tema de la clase social era a mi modo de ver su inspiración más profunda para escribir de un modo tan singular sobre deportes, aventurándose cautelosamente en situaciones en las que juega a estar desprovisto de las ventajas de su clase (excepto las maneras de la alta sociedad que, en un mundo totalmente ajeno, si no hostil, a la buena crianza, emplea a sabiendas por el efecto cómico de resultar tan inapropiadas). «Yo» es su doble que se burla de sí mismo, el periodista que trabaja, sin la carga del George privilegiado que era inexorablemente, de forma tan magistral, y que tanto le gustaba ser. Sin duda, sus ventajas —encarnadas en lo que él llamaba con modestia su «acento cosmopolita de la Costa Este», pero que era más bien el acento de la clase dominante de la Costa Este en vías de desaparición— le hacían objeto de bromas por parte de los deportistas profesionales con los que competía como aficionado. Sin embargo, en El león de papel o en Fuera de mi Liga no intentó nada como lo que el primer y asombrosamente perspicaz «periodista participante» de la era moderna —el otro George con acento de caballero, al que no se le escapaba una sola de las diferencias sociales, flagrante o minúscula, que veía allá donde fuese— se describe minuciosamente haciendo en Sin blanca en París y Londres. Al igual que Orwell, Plimpton trataba de mirar directamente el objeto, describir objetivamente lo que veía y cómo actuaba, y capturarlo así para el lector. Sin embargo, no aceptaba ocupar los empleos más bajos en las sucias y recalentadas cocinas de los restaurantes parisienses para verse reducido en aquellas turbulentas pocilgas a la categoría de esclavo embrutecido y aprender una lección objetiva de pobreza, ni tampoco intentaba, como haría posteriormente Orwell cuando recorrió los caminos ingleses como un vagabundo, ver lo que era tocar fondo. Por el contrario, penetraba en un mundo no menos glamuroso que el suyo propio, el mundo de la clase dominante de la cultura popular trascendente de América, el mundo del deporte profesional. Sin blanca en las grandes ligas. Sin blanca en la NFL. Sin blanca en la NBA. Al flirtear con la vergüenza, perder la dignidad y alardear de sus deficiencias frente a los profesionales, George logró de hecho maximizar su poder de seducción en vez de repudiarlo, una estratagema por la que yo le admiraba y que era la razón principal de que me gustaran tanto sus obras, unos libros cuya publicidad presentaba al torpe aficionado enfrentado al invencible profesional, pero que en realidad trataban de un atleta bien coordinado y excelentemente equipado nacido en el seno de la élite más antigua de Estados Unidos que jugaba a ser un atleta incompetente con los atletas majestuosamente equipados de la élite más reciente del país, la de las grandes estrellas del deporte. En Fuera de mi Liga, ese campechano maestro del aplomo llega a envidiar la desenvoltura del bateador de los Yankees; en El león de papel finge que apenas sabe sujetar un balón de fútbol americano cuando en realidad jugó como defensa de los Lions de Detroit, aunque recuerdo claramente partidos de touchfootball en el césped de uno de sus amigos íntimos en Westchester, en los que George lanzaba unas espirales tan precisas como las que podría esperar cualquier receptor de pases en cualquier liga. Hemingway se equivocó al describir las aventuras de George con deportistas profesionales como «la cara oculta de la luna de Walter Mitty»… Mitty, ese paradigma del soñador fantasioso. No, lo que mostraba era la cara brillante de ser George Plimpton, quien de una manera excepcional logró convertir en una vocación enormemente placentera el abandono de su viejo mundo de glamouroso privilegio para participar de un modo indirecto del nuevo mundo de glamuroso privilegio, el único mundo americano que podría igualar en prestigio al que tuvo el suyo en otro tiempo. En eso radicaba el verdadero brillo de George, en su capacidad de cruzar, como en un partido de fútbol americano, la línea de choque de la clase, convirtiéndose, como decía él, en «un hazmerreír», sin llegar a ser (como George Orwell, sobreviviendo a duras penas entre «la escoria» de París como un desdichado lavaplatos, o como un vagabundo hambriento y sin un penique en Londres, llevando a cabo una atroz expiación con una seriedad absoluta) un déclassé. George huyó de su glamour sin perderlo, y lo reforzó en unos libros autobiográficos que parecían impulsados por la modestia. Cuando subió al cuadrilátero con Archie Moore, no hizo más que practicar lo de noblesse oblige en su forma más exquisita, una forma, además, que él mismo había inventado. Cuando uno se dice a sí mismo «Quiero ser feliz», muy bien podría decirse «Quiero ser George Plimpton»: alguien que tiene éxito, que es productivo, y de todo ello obtiene placer y desahogo.

Nadie que estuviera en tan buenos e informales términos con los poderosos, los triunfadores y los insignes, nadie tan enamorado de las emociones que procuran las hazañas y las palabras, a quien el sufrimiento que es la mortalidad le parecía tan remoto, nadie con tantos admiradores como George tenía, nadie que pudiera hablar a cualquiera y a todo el mundo con la soltura con que George lo hacía… Y en esa vena seguí, pensando que lo más cerca que George estaría jamás de la muerte sería simularla en un artículo para Sports Illustrated.

Me levanté de la cama y, sobre la mesa ante la que me había pasado la mayor parte de la noche escribiendo, encontré mi cuaderno de tareas y empecé a pasar las páginas hacia atrás, en busca de una cita con Kliman, mientras le decía:

—No puedo ir a comer contigo.

—Pero la tengo. La he traído conmigo. Puede usted verla.

—¿Ver qué?

—La primera parte de la novela. El manuscrito de Lonoff.

—No me interesa.

—Pero fue usted quien me dijo que lo trajera conmigo.

—Yo no he hecho tal cosa. Adiós.

Las hojas con membrete del hotel cubiertas por ambas caras con los recuerdos de la velada pasada con Amy y con las páginas de diálogos de Él y ella, todo cuanto había escrito desde que regresé de casa de Amy hasta que me quedé dormido completamente vestido y soñé con mi madre, seguían sobre la mesa. Durante los cinco minutos transcurridos antes de que Kliman llamara de nuevo, pude revisar mis notas en busca de lo que le había dicho a Amy acerca de Kliman y la biografía. Le había prometido que le impediría escribirla. Le había recalcado que Lonoff no se había inspirado en su propia vida para escribir la novela, sino en la muy dudosa especulación erudita sobre la vida de Nathaniel Hawthorne. Le había dado algún dinero… Leí lo que había dicho y hecho, pero no vi claro de inmediato cuál había sido mi intención general, ni si tan siquiera la había tenido.

Cuando Kliman me llamó desde el vestíbulo, me pregunté si podría haber sido él quien me envió aquellas amenazas de muerte, a mí y al crítico, once años atrás. Era totalmente inverosímil que lo hubiera hecho en aquel entonces, pero, aun así, ¿y si lo había hecho? ¿Y si la maliciosa travesura de un universitario de primer año con muchas ganas de hacer maldades era la causa de cómo y dónde había vivido en la última década? De ser cierto, sería ridículo, y por el momento no podía evitar sino estar convencido de que era cierto, debido a su absurdo. La ridiculez de aquella decisión de irme al campo y no volver jamás… algo tan ridículo como la creencia de que Richard Kliman fue quien me impulsó a ello.

—Bajaré dentro de unos minutos —le dije— e iremos a comer.

Y frustraré todas tus ambiciones. Te arruinaré.

Pensé así porque tenía que hacerlo. No podía limitarme a hablar de ello, no podía limitarme a escribir de ello; antes de abandonar Manhattan y regresar a casa, tenía que vencer a Kliman, por lo menos. Vencerle era mi última obligación hacia la literatura.

¿Cómo era posible que George hubiera muerto? Me planteaba el interrogante una y otra vez. La muerte de George un año atrás hacía que todo fuese absurdo. ¿Cómo era posible que eso pudiera ocurrirle a un hombre como él? ¿Y cómo era posible que lo que me sucedió me hubiera sucedido durante los pasados once años? No ver nunca más a George… ¡no ver nunca más a nadie! ¿Hice esto a causa de aquello? ¿Hice aquello a causa de esto? ¿Definí mi vida alrededor de aquel accidente o aquella persona o aquel acontecimiento ridículamente nimio? Qué descabellado parecía, y todo porque, sin que yo lo supiera, George Plimpton había muerto. De repente mi manera de ser no tenía ninguna justificación, y George era mi… ¿cuál es la palabra que estoy buscando? El antónimo de doppelgánger. De repente George Plimpton representaba todo lo que había desperdiciado al trasladarme de una manera tan radical como lo había hecho y retirarme a la montaña de Lonoff, buscando refugiarme de la gran variedad de la vida. «Es nuestro tiempo —me dijo George, su singular voz resonante de animosa confianza—. Es nuestra humanidad. También tenemos que formar parte de ella.»

Kliman me llevó a una cafetería que estaba calle abajo, en la Sexta Avenida, y en cuanto hubimos pedido las consumiciones empezó a hablarme del funeral de George. Yo estaba acostumbrado a regular sistemáticamente las actividades de mi jornada y distribuir las horas como me parecía oportuno, y ahora, sin haberme mudado en casi treinta horas y llevando dentro de los calzoncillos de plástico una almohadilla que no había cambiado desde la noche anterior, me encontraba sentado a una mesa de restaurante frente a una fuerza impredecible empeñada en dominarme. ¿No era ese el motivo de estar recibiendo el impacto de pleno incluso antes de que me hubieran servido el zumo de naranja, el de demostarme que, en contra de mi advertencia y mis amenazas, yo no estaba a su altura y, desde luego, no era su superior, y que él escapaba a mi control y carecía de limitaciones? Pensé que los judíos no podían dejar de producir esa clase de personas. Eddie Cantor. Jerry Lewis. Abbie Hoffinan. Lenny Bruce. El judío extremadamente animoso, incapaz de una relación sosegada con nada y con nadie. Yo habría supuesto que el tipo casi había desaparecido de su generación y que el apacible y razonable Billy Davidoff estaba más cerca de la norma actual; y, por lo que sabía, Kliman era sin duda el último de los agitadores y ofensores. No me había relacionado con alguien como él en mucho tiempo. Había perdido el contacto con multitud de cosas durante largo tiempo, y no solo con la resistencia de los seres vitalistas, sino también con la obligación de representar indefinidamente mi propio papel o de refutar las fantasías del autor extrapoladas de la ficción por los lectores más ingenuos, una rancia labor de cuyo tedio también me había librado. Y es que en otro tiempo también yo fui un poco ofensor. Fui el ofensor cuyos primeros relatos George Plimpton publicó cuando nadie más lo haría. Pero pensé que ahora las cosas eran muy diferentes. No, no como ver a George con Archie Moore en el cuadrilátero del gimnasio de Stillman en 1959, sino que era yo quien, en 2004, estaba en el ring de un Manhattan desconocido con aquel chico de puños como porras.

—Fue hace cosa de un año, en noviembre pasado —me contó Kliman—. En San Juan el Divino. Un lugar enorme, lleno a rebosar… no quedó un asiento libre. Dos mil personas, tal vez más. Empezó con un grupo de gospel. George los había visto en alguna parte y le gustaron mucho, así que allí estaban. El director era un negro muy alto y apuesto, muy complacido con toda aquella pompa y circunstancia, y en cuanto empiezan a cantar se pone a exclamar a gritos: «¡Es una celebración! ¡Es una celebración!», y me dije: Dios mío, ya estamos, alguien se muere y es una celebración. «¡Es una celebración! Todo el mundo dice que es una celebración. ¡Dile a tu vecino que es una celebración!» Así que los blancos empiezan a mover las cabezas de una manera desacompasada y, créame, no parece lo más apropiado para George. Entonces el pastor pronuncia su discurso de pastor, y los oradores suben al púlpito uno tras otro. Primero la hermana de George habla del museo en que él convirtió su habitación en Long Island, donde guardaba todas sus pieles de animales y sus pájaros muertos, y de lo mucho que apasionaban al muchacho esas cosas, y el tono del discurso resulta asombroso. No está nada afectada, carece totalmente de la capacidad de conmoverse, algo que solo pueden conseguir los miembros de la casta más pura y anticuada de blancos anglosajones y protestantes. Luego un tipo de Texas llamado Victor Emanuel, de unos cincuenta años, tal vez más, una autoridad en aves, él y George se hicieron rápidamente amigos gracias a su gran afición por los pájaros. Conocían todos los pájaros. Ese hombre habla con mucha sencillez, sobre la observación de aves con George y los viajes de exploración que hicieron juntos, y todo eso lo dice en la casa del Señor… aunque los únicos que mencionan al Señor son el pastor y los cantantes de gospel. Sobre ese tema los demás no dicen ni pío, oiga, como si no tuviera nada que ver con ellos. Ellos solo están ahí por casualidad. Entonces habla Norman Mailer. Impresionante. Hasta ese momento yo nunca había visto a Norman Mailer fuera de la pantalla. El hombre tiene ahora ochenta años, las rodillas hechas polvo, anda con dos bastones, no puede dar un paso de más de un palmo, pero rechaza que le ayuden a subir al púlpito, incluso prescinde de uno de los bastones. Sube a ese alto púlpito por sí solo. Todo el mundo empujándole en silencio escalón a escalón. El conquistador está aquí y empieza el gran drama. El Crepúsculo de los Dioses. Examina a los congregados. Mira a lo largo de la nave, afuera, a la avenida Amsterdam y, a través de Estados Unidos, al Pacífico. Me recuerda al padre Mapple de Moby Dick. Espero que empiece exclamando: «¡Camaradas de a bordo!» y predique la lección que enseña Jonás. Pero no, también él habla de George con mucha sencillez. Este ya no es el Mailer en busca de camorra, pero la huella de su pulgar está en cada palabra. Habla sobre una amistad con George que floreció solo en los últimos años, nos cuenta que los dos y sus esposas han viajado juntos a dondequiera que se estuviera representando una obra que hubieran escrito juntos, y lo muy unidas que estaban las parejas, y me digo: Bueno, América, ha tardado mucho, pero aquí, entre los congregados, está Norman Mailer hablando como un marido que elogia el matrimonio. Asquerosos fundamentalistas, habéis encontrado la horma de vuestro zapato.

No había manera de detenerlo. Se había propuesto borrar lo sucedido entre nosotros con una gran actuación destinada a aplacarme, y estaba surtiendo efecto: a mi pesar, me sentía cada vez más empequeñecido cuanto más exuberante era el despliegue de autocomplacencia de Kliman. Mailer ya no busca camorra y apenas puede andar. Amy ya no es hermosa ni está en posesión de todas sus facultades mentales. Yo ya no tengo la totalidad de mis funciones mentales ni mi virilidad ni mi continencia. George Plimpton ya no está vivo. E. I. Lonoff ya no tiene su gran secreto, si es que realmente ha existido tal secreto. Todos nosotros somos ahora unos «ya no», mientras que la excitada mente de Richard Kliman cree que su corazón, sus rodillas, su cerebro, su próstata, el esfínter de su vejiga, todo su cuerpo es indestructible y que él, y solo él, no está en manos de sus células. Creer tal cosa no es un gran logro para quienes tienen veintiocho años, ciertamente no lo es si saben que están llamados a la grandeza. Ellos no son unos «ya no», no pierden facultades, no pierden el control, no se ven vergonzosamente desposeídos de sí mismos, marcados por la privación y experimentando la rebelión orgánica emprendida por el cuerpo contra los viejos; ellos son «todavía no», sin la menor idea de la rapidez con que las cosas se tuercen.

Kliman tenía un maltrecho maletín a los pies, y supuse que contenía el manuscrito de Lonoff. Tal vez contuviera también las fotografías que Amy le había dado cuando estaba bajo la influencia del tumor. No, liberar a Amy no iba a resultar sencillo. Ningún intento de persuasión disuadiría a Kliman, sino que solo daría más validez a su autoproclamada relevancia. Reflexioné sobre si un abogado sería de ayuda, o el dinero, o una combinación de ambos: amenazarle con acciones legales y luego untarle la mano. Tal vez fuese posible chantajearlo. Tal vez, se me ocurrió pensar, Jamie no huyera de Bin Laden… tal vez huyera de él.

ELLA:

Estoy casada, Richard.

ÉL:

Lo sé. Billy es el hombre con quien te casarías y yo soy el hombre al que te follarías. Me dices el motivo una y otra vez. «Es tan gruesa. La base es tan gruesa. El capullo es tan hermoso. Es exactamente de la clase que me gusta.»

ELLA:

Déjame en paz. Tienes que dejarme en paz. Esto ha de terminar.

ÉL:

¿Ya no quieres correrte? ¿Ya no quieres las intensas sensaciones? ¿Ya no lo quieres más?

ELLA:

No vamos a seguir con esta discusión. No vamos a hablar más de eso.

ÉL:

¿Quieres correrte ahora, en este mismo momento?

ELLA:

No. Basta ya. Se acabó. Si vuelves a hablarme así, nunca más te dirigiré la palabra.

ÉL:

Te estoy hablando ahora. Quiero que me chupes el hermoso capullo.

ELLA:

Vete de una puta vez. Fuera de mi casa.

ÉL:

El amante brutal hace que te corras y el amante obediente no.

ELLA:

No es de eso de lo que estamos hablando. Estoy casada con Billy, no contigo. Billy es mi marido. Tú y yo hemos terminado. Lo que estás diciendo no importa.

ÉL:

Cede.

ELLA:

No. Cede tú. Márchate.

ÉL:

No es así como funciona entre nosotros.

ELLA:

Así es como funciona ahora.

ÉL:

Te encanta ceder.

ELLA:

Cierra la jodida boca. Basta. Basta de una vez.

ÉL:

Creía que eras expresiva… Lo eres cuando nos entregamos a nuestros juegos. Dices toda clase de cosas perversas cuando jugamos a la puta y el cliente. Sueltas una gama de deliciosos sonidos cuando jugamos a Jamie poseída a la fuerza. ¿Es eso todo lo que puedes decir ahora, «Cierra la jodida boca» y «Basta»?

ELLA:

Te digo que esto ha terminado, y punto. Vete de mi casa.

ÉL:

No me voy.

ELLA:

Entonces me voy yo.

ÉL:

¿Adónde?

ELLA:

Lejos.

ÉL:

Vamos, cariño. Tienes el coño más bonito del mundo. Juguemos a nuestros extraños juegos. Di esas cosas perversas.

ELLA:

Déjame ya. Sal de aquí ahora mismo. Billy está a punto de volver. Vete de mi casa o llamo a la policía.

ÉL:

Espera a que la policía te vea con ese top y esos pantaloncitos cortos. Ellos tampoco se marcharán. Tienes el coño más bonito y los instintos más bajos.

ELLA:

¿Diga lo que diga solo vas a hablar de mi coño? Intentas decirle algo a alguien y no te escucha.

ÉL:

Esto me pone cachondo.

ELLA:

A mí me enfurece. Me marcho de aquí ahora mismo.

ÉL:

Espera. Mira.

ELLA:

¡No!

(Pero él no se detiene, así que ella huye.)

La gente de la cafetería podría haber supuesto fácilmente que Kliman era mi hijo, por la manera en que le dejaba seguir hablando de esa manera autocomplaciente y dominante, y también porque, en ciertos momentos estratégicos, me tocaba, el brazo, la mano, el hombro, para recalcar lo que estaba diciendo.

—Nadie resultó decepcionante aquel día —me dijo—. El más interesante de todos fue un periodista llamado McDonell. Vino a decir: «Hago un gran esfuerzo por mostrarme alegre, porque es la única manera en que puedo mantener la compostura aquí arriba». Contó muchas anécdotas ilustrativas de George. Habló con auténtico amor. No quiero decir que los demás no lo hicieran. Pero percibías en McDonell un intenso amor masculino. Y admiración. Y la comprensión de lo que George era. Creo que fue él quien contó la anécdota sobre George y su camiseta, aunque puede que fuese el ornitólogo. En cualquier caso, viajaron a Arizona para observar a cierto pájaro. Fueron al desierto poco antes de oscurecer. Es entonces cuando se supone que ese pájaro se deja ver. No pudieron localizarlo. De repente George se quitó la camiseta y la lanzó al aire, y algunos murciélagos bajaron en picado siguiendo a la camiseta hasta que cayó al suelo. Así que George se puso a lanzarla al aire, una y otra vez, tan alto como podía. Cada vez era mayor el número de murciélagos que se agrupaban alrededor de la prenda, y George gritó: «¡Creen que es una mariposa nocturna gigante!». Me recordó el final de Henderson, el rey de la lluvia, cuando Henderson baja del avión en Labrador o Terranova, no recuerdo dónde, y empieza a bailar en aquel casquete de hielo, con toda su exuberancia de rey de la lluvia africano, con esa peculiar vena de exuberancia privilegiada, rica, blanca, anglosajona y protestante que ves en uno de cada diez mil de ellos. Y ese fue el triunfo de George. Así era George. El exuberante blanco, anglosajón y protestante. Ojalá recordara más cosas de las que contó aquel tipo espléndido, porque fue él quien transmitió el mensaje. Pero entonces se reanudaron los puñeteros cánticos. «¡Oh, glorificad al Señor! ¡Glorificad al Señor!», y cada vez que oía «glorificad al Señor», me decía entre dientes: «No está aquí, y todo el mundo sabe que no está aquí menos vosotros. Este es el último lugar donde estaría». En el grupo de cantantes había mujeres negras de todos los tamaños y formas. Las de los enormes traseros, y las menudas y enjutas de pelo ralo que parecían tener cien años, y las muchachas altas y delgadas, elegantes y bonitas, algunas de ellas tímidas, esas que, al verlas, te hacen saber el terror que se desataba en los campos cuando el amo iba por allí en busca de diversión. Y las grandotas llenas de confianza, y las grandotas llenas de ira, y como media docena de melifluos negros que también cantaban, y yo seguía pensando en la esclavitud, señor Zuckerman. Creo que nunca había pensado tanto en la esclavitud cuando había estado con negros antes. Como el público para el que cantaban era tan blanco, me parecía un espectáculo de músicos blancos pintados de negro. En aquella reunión cristiana vi los últimos y leves vestigios de la esclavitud. Detrás de ellos, en el ábside, había un crucifijo dorado tan enorme que habría servido para crucificar a King Kong. Y permítame que le diga: dos de las cosas que más detesto de América son la esclavitud y la cruz, sobre todo la manera en que se entrelazaban para que los propietarios de esclavos justificaran la posesión de sus negros por lo que Dios les decía en su libro sagrado. Pero que yo odie toda esa mierda no viene a cuento. Los oradores empezaron a hablar una vez más. Nueve en total.

Nos habían servido la comida, y él se tomó un momento para beberse la mitad de su taza de café, pero permanecí en silencio, decidido a no hacer preguntas y limitarme a esperar con qué saldría a continuación para arrastrarme abrumadoramente a creer que era un titán literario de veintiocho años y que debía apartarme de su camino.

—Se estará usted preguntando cómo conocí a George —me dijo—. Le conocí cuando vino a Harvard para asistir a una fiesta de la Lampoon. Bailó encima de la mesa con mi novia. Era la más sexy, así que la eligió a ella. Estuvo genial. Pronunció un gran discurso. George Plimpton era un hombre magnífico. La gente decía que incluso logró morir con elegancia. Chorradas. No tuvo ocasión de presentar batalla. Él era un competidor. Si le hubiera ocurrido durante el día, habría tenido una oportunidad de derrotarla. Pero ¿de noche, dormido? Atacado por el lado ciego.

Entonces recordé que en uno de sus libros George publicó las entrevistas que hizo a sus amigos literatos sobre lo que él llamaba sus «fantasías de la muerte». Cuando regresé a casa, busqué en la biblioteca y descubrí que el libro era Boxeo con mi propia sombra,, que se inicia con la descripción de su aventura en el cuadrilátero con Archie Moore en 1959 y termina en 1974, en Zaire, adonde George había ido para cubrir el campeonato de pesos pesados entre Muhammad Alí y George Foreman para Sports Illustrated. Plimpton tenía cincuenta años cuando se publicó Boxeo con mi propia sombra en 1977, y probablemente se encontraba al final de la cuarentena cuando llevó a cabo el trabajo de investigación y lo escribió, por lo que pedir a otros escritores que le dijeran cómo imaginaban su encuentro con la muerte (unas perspectivas que, tal como él lo cuenta, eran invariablemente cómicas, dramáticas o extravagantes) debió de parecerle un encargo divertido. El columnista Art Buchwald le dijo que «se imaginaba cayéndose muerto en la pista central de Wimbledon durante la final masculina… a los noventa y tres años». En el bar del hotel Intercontinental de Kinshasa, una joven inglesa que dijo ser «poeta freelance» informó a George de que «sería estupendo morir electrocutada mientras tocaba el bajo en un grupo de rock». Mailer también estaba en Kinshasa para escribir sobre el campeonato de boxeo, y pareció gustarle mucho la idea de que le matara un animal: si era en tierra, un león; si en el mar, una ballena. En cuanto a George, se veía muriendo en el estadio de los Yankees, «a veces como un bateador golpeado en la cabeza por un bellaco lanzador barbudo, en ocasiones como un jugador de campo que se estampa contra los monumentos del jardín central».

De una manera humorística y fuera de lo corriente: así era como George y sus amigos se imaginaban muriendo antes de que creyeran que eso llegaría a ocurrir, antes de que no fuese más que otra idea con la que divertirse. «¡Oh, también está la muerte!» Pero la muerte de George Plimpton no fue ni humorística ni fuera de lo corriente. Tampoco fue ninguna fantasía. No murió vestido con un traje a rayas en el estadio de los Yankees, sino en pijama y mientras dormía. Murió como lo hacemos todos: como un absoluto aficionado.

No podía soportarle. No podía soportar su energía de mozarrón, su petulante seguridad en sí mismo y su enorgullecimiento por ser un entusiasta narrador de historias. Tenerlo tan cerca era agobiante… seguramente George tampoco lo habría aguantado. Pero si me proponía hacer cuanto pudiera hacerse para impedir que Kliman se convirtiera en el biógrafo de Lonoff, tendría que suprimir aquel impulso creciente y menguante de subir al coche y regresar a los Berkshires. Tendría que esperar y ver qué próxima ocurrencia imaginaba él que redundaría en beneficio de sus intereses. Como en los últimos años casi me había olvidado de cómo abordar frontalmente el antagonismo, me dije que no debía subestimar la astucia de un adversario solo porque se disfrazara de géiser charlatán.

Cuando terminamos la segunda taza de café, me dijo bruscamente:

—Lo de Lonoff y su hermana cambia las cosas, ¿no es cierto?

Así pues, Jamie le había dicho que me lo había contado. Otra inquietante faceta de Jamie. ¿Cómo debía interpretar que sirviera de conducto entre Kliman y yo?

—Eso es una tontería —respondí. Él bajó la mano y dio una palmadita al maletín—. Una novela no es ninguna prueba —añadí—, una novela es una novela. —Y seguí comiendo.

Sonriendo, bajó de nuevo la mano y esta vez abrió el maletín, sacó un delgado sobre de papel marrón, lo abrió y vertió el contenido sobre la mesa, entre los platos. Estábamos sentados junto a una ventana y veía a los transeúntes que pasaban por la calle. En el momento en que alcé la vista, todos ellos hablaban por un móvil. ¿Por qué aquellos teléfonos parecían la encarnación de todo aquello de lo que tenía que huir? Eran un avance tecnológico inevitable y, sin embargo, en su misma proliferación veía hasta qué punto me había alejado de la comunidad de almas coetáneas. Este ya no es mi lugar, me dije. Mi afiliación como miembro ha caducado. Vete.

Tomé las fotos. Eran cuatro imágenes desvaídas de un Lonoff alto y delgado con una muchacha alta y delgada que Kliman pretendía hacerme creer que era su hermanastra, Frieda. En una de ellas estaban de pie en la acera, ante una anodina casa de madera en una calle que parecía estar horneándose bajo el sol. Frieda llevaba un fino vestido blanco y el cabello recogido en largas y prietas trenzas. Lonoff se apoyaba en su hombro, fingiendo estar extenuado por el calor, y Frieda sonreía de oreja a oreja, una muchacha de fuerte mandíbula que mostraba los largos dientes que le daban un aspecto de robusta res. Él era un chico guapo, con un tupé oscuro y una expresión en el enjuto rostro que le habría permitido pasar por un joven habitante del desierto, medio musulmán, medio judío. En otra foto los dos miraban hacia arriba desde una manta de picnic, riendo de algo indistinguible que Lonoff señalaba en uno de los platos. En la tercera foto los dos eran unos años mayores. Lonoff alzaba un brazo en el aire, y Frieda, que se había engordado, fingía ser un perro alzando las patitas en actitud suplicante. Lonoff parecía severo mientras le daba una orden. En la cuarta foto ella debía de tener veinte años y ya no era la diligente sierva de su caprichoso hermanastro, sino una joven alta y robusta que no sonreía; en cambio, a los diecisiete, Lonoff parecía etéreo y ajeno al señuelo de la tentación de todo lo que no fuera la inocua musa de las obras juveniles. Podría argumentarse que las fotografías no revelaban nada fuera de lo corriente excepto para una mente tan ávida de exaltación como la de Kliman, y que lo máximo que uno podía razonablemente concluir era que los hermanastros lo pasaban bien juntos, se tenían cariño, parecían comprenderse mutuamente y, en el primer cuarto del siglo XX, a veces eran fotografiados juntos por un padre, un vecino o un amigo.

—Estas fotos… —le dije—. No hay nada en estas fotos.

—En la novela Lonoff convierte a Frieda en la instigadora —replicó.

—No hay ningún Lonoff y ninguna Frieda en una novela.

—Ahórreme el sermón sobre la insalvable línea que separa la ficción de la realidad. Esto es algo que Lonoff vivió. Es una atormentada confesión disfrazada de novela.

—A menos que sea una novela disfrazada de confesión atormentada.

—¿Por qué entonces escribirla le dejó destrozado?

—Porque a los escritores puede destrozarles lo que escriben. La primacía de la vida imaginativa puede hacer eso, y más.

—Le he mostrado las fotografías —dijo él, como si lo que yo acababa de ver fuese una serie de imágenes obscenas—, y ahora le enseñaré el manuscrito, y entonces atrévase a decirme que escribir sobre una posibilidad que no era una realidad fue la fuerza que impulsó su libro.

—Mire, Kliman, no va bien encaminado. No es posible que esta noticia sea una absoluta sorpresa para un littérateur como usted.

Entonces sacó el manuscrito del maletín y lo puso sobre la mesa, encima de las fotografías: entre doscientas y trescientas páginas unidas por una gruesa cinta elástica.

Qué desastre. Aquel joven implacable, desvergonzado y oportunista, cuya manera de absorber una obra literaria era la antítesis de la de Lonoff, en posesión de la primera parte de una novela que Lonoff nunca completó, que sentía que era muy mala y que, de haber vivido para finalizarla, tal vez jamás habría publicado.

—¿Le ha dado esto Amy Bellette o se lo ha quitado? —le pregunté—. ¿Se lo ha robado a la pobre mujer en sus propias narices?

Él respondió empujando el manuscrito hacia mí.

—Son fotocopias. Las he sacado especialmente para usted.

Seguía empeñado en obtener mi colaboración. Podía serle útil. El mero hecho de decir que me había dado una copia podía serle útil tal vez. Me pregunté hasta qué punto creía Kliman que yo era débil, y entonces me pregunté hasta qué punto me habría debilitado el vivir a solas en mi cabaña. ¿Por qué estaba sentado con él a aquella mesa? Nada de lo que me dijo que había sucedido entre nosotros había tenido realmente lugar: ni la conversación telefónica, ni la cita para comer juntos, ni la petición de que me hablara del funeral de Plimpton, ni la solicitud de ver el manuscrito de Lonoff. Ahora recordaba con precisión lo que había sucedido. «Hueles mal, viejo, hueles a muerte.» Y olía de nuevo, el olor se alzaba desde mi regazo, muy parecido al olor que había notado en los corredores interiores del edificio de Amy, y entretanto la persona que me había gritado esos insultos seguía comiendo tranquilamente su sándwich a unos palmos de distancia de donde yo comía el mío. Haber permitido el encuentro hacía que me sintiera sin más protección que Amy, poroso, diluido, más débil mentalmente de lo que jamás podría haber imaginado que me sentiría.

Y Kliman lo sabía. Kliman lo había fomentado. Kliman había tomado de inmediato la medida de mi situación: ¿Quién habría pensado que Nathan Zuckerman no podría aceptarla? Y, sin embargo, ni siquiera puede, está acabado, es un ser insignificante y aislado, ahora un extenuado prófugo de la crudeza del mundo, eviscerado por la impotencia y en el peor estado de su vida. Mantenlo confuso, no dejes de machacarlo, y el viejo y chocheante cabrón acabará cediendo. Relee El maestro constructor, Zuckerman: ¡haz sitio a los jóvenes!

Le veía en lo alto de su pináculo, aproximándose para lanzarse a matar. Y de repente le vi no como una persona, sino como una puerta. Veo una pesada puerta de madera en el lugar donde Kliman está sentado. ¿Qué significa esto? ¿A qué da acceso la puerta? ¿Una puerta entre qué? ¿La claridad y la confusión? Eso podría ser. Nunca sé cuándo me está diciendo la verdad o me he olvidado de algo o se está inventando las cosas. Una puerta entre la claridad y la confusión, una puerta entre Amy y Jamie, una puerta que da a la muerte de George Plimpton, una puerta que se abre y se cierra a escasos centímetros de mi cara. ¿Es el muchacho algo más que eso? Lo único que conozco es la puerta.

—Con su imprimátur —me dijo—, podría hacer mucho por Lonoff.

Me eché a reír.

—Te has aprovechado cruelmente de una mujer gravemente enferma de cáncer. Le has robado estas páginas, por uno u otro medio.

—No he hecho tal cosa.

—Claro que la has hecho. Ella no te habría dado solo la primera mitad. Si quería que tuvieras el libro, te lo habría dado entero. Le has robado lo que has podido. La otra mitad no estaba a la vista o la tenía en alguna parte del apartamento donde no podías cogerla. La robaste, por supuesto… ¿Quién le da a alguien la mitad de una novela? Y ahora —añadí antes de que pudiera responder—, ¿ahora quieres embaucar a un tipo como yo?

Él no se inmutó.

—Usted puede cuidar de sí mismo —respondió—. Ha escrito muchos libros. No le han faltado aventuras. Y también puede ser implacable.

—Puedo serlo —le dije, confiando en que todavía fuese cierto.

—George siempre hablaba de usted con gran admiración, señor Zuckerman. Admiraba la fortaleza que avivaba el talento. Yo comparto esa admiración.

Con la mayor llaneza que pude, repliqué:

—Muy bien. Entonces no te acerques a ella y no intentes de ninguna manera ponerte en contacto conmigo.

Dejé unos billetes sobre la mesa para pagar la comida, me levanté y fui hacia la puerta.

Kliman solo tardó unos segundos en recoger sus cosas y correr en pos de mí.

—Esto es censura. Usted, que es escritor, está tratando de impedir la publicación de la obra de otro escritor.

—Que no te preste mi ayuda en el proyecto de ese libro falaz no es ningún impedimento para ti. En todo caso, al arrastrarme hasta mi agujero para morir, me aparto de tu camino.

—Pero no es falaz. La misma Amy Bellette reconoce el incesto. Fue ella quien me habló primero de ese asunto.

—A Amy Bellette le han quitado la mitad del cerebro.

—Hablé con ella antes de eso, cuando aún no la habían operado. Ni siquiera le habían diagnosticado el tumor.

—Pero el tumor estaba allí, ¿no es cierto? Tenía la cabeza llena de cáncer, ¿verdad? Sin diagnosticar, es cierto, pero aquel tumor le estaba invadiendo el cerebro. Su cerebro, Kliman. Perdía el sentido, vomitaba, unos dolores insoportables la cegaban, el miedo la cegaba, y la mujer no sabía lo que estaba diciéndole a nadie. En aquellos momentos estaba realmente enajenada.

—Pero es evidente que aquello fue lo que sucedió.

—Evidente para nadie más que para ti.

—¡Su actitud es increíble! —gritó, caminando a mi lado y mostrándome el desconcertado rostro de su furia. Su estado de ánimo ya no le permitía recrearse en mi desprecio, de modo que se abatieron las defensas contra mi juicio y por fin apareció el mendigo rencoroso oculto bajo el bravucón presuntuoso, a menos que eso también fuese una actuación maliciosa y, desde el principio hasta el fin, yo estuviera allí tan solo para que me tomara el escaso pelo—. ¡Precisamente usted! El hombre tenía un pene, señor Zuckerman. En el mundo en que vivían, ese pene los convirtió en delincuentes durante más de tres años. Entonces llegó el escándalo, y Lonoff se ocultó de él durante los siguientes cuarenta años. Finalmente escribió su libro. ¡Este libro que es su obra maestra! ¡Arte que surge de la conciencia atormentada! ¡El triunfo estético sobre la vergüenza! Él no lo sabía: estaba demasiado asustado y deprimido para saberlo. Pero ¿cómo puede estar asustado usted? ¡Usted, que sabe qué es lo que vuelve a la gente insaciable! ¡Usted, que conoce el desgarrador apetito de querer más! Era un gran escritor que tenía que lidiar con el delito que le intimidaba cada día de su vida. La lucha definitiva de Lonoff contra su impureza. Su esfuerzo, retrasado durante tanto tiempo, de dar cabida a lo repulsivo. Usted lo sabe todo al respecto. ¡Que entre lo repulsivo! Ese es su logro, señor Zuckerman. Pues bien, este es el de Lonoff. El esfuerzo que hizo por librarse de su carga es demasiado heroico para que usted le vuelva ahora la espalda. El retrato que hace de sí mismo no es halagador, créame. ¡El muchacho que se levanta tras un sueño de cuarenta años! Es extraordinario. Esta es La letra escarlata de Lonoff. Es Lolita sin Quilty y las bromas estúpidas. Es lo que Thomas Mann habría escrito si hubiera sido alguien distinto a Thomas Mann. ¡Escúcheme hasta el final! ¡Ayúdeme en esto! ¡En algún momento debe tomarse en serio lo del incesto! ¡Que se esconda de él no tiene sentido y le hace un flaco favor! ¡Su hostilidad hacia mí le está impidiendo ver la verdad, señor! Que es sencillamente esta: que Lonoff tuvo que abandonar el hogar con Hope y vivir su infierno con Amy para liberarse de la cautividad de los pesares de su juventud. ¡Se lo suplico: lea el asombroso resultado!

Ahora estaba delante de mí, caminando con rapidez y hacia atrás, poniéndome en el pecho el manuscrito fotocopiado. Me detuve donde estaba, con las manos a los lados y la boca cerrada. Debería haberme mantenido callado desde el principio. Por centésima vez me dije que no debería haberme marchado de casa en primer lugar. Los años durante los que había estado ausente, el fuerte que había construido contra los intrusos atraídos por mi obra, las capas blindadas de sospecha… y, sin embargo, allí estaba yo, mirando aquellos hermosos ojos grises refulgentes por el furor. Un lunático literario. Otro. Como yo, como Lonoff, como todos aquellos cuya pasión más violenta se centra en un libro. ¿Por qué no había podido ser el afable Billy Davidoff quien quisiera escribir la biografía de Lonoff? ¿Por qué el ardiente y profundamente irrespetuoso Kliman no podía ser el afable Billy, y por qué Jamie Logan no podía ser mía en vez de suya? ¿Por qué tenía yo que haber sufrido un cáncer de próstata? ¿Por qué tenía que haber recibido aquellas amenazas de muerte? ¿Por qué la disminución de las fuerzas tenía que ser tan rápida y cruel? ¡Ah, desear que sea lo que no es, salvo en el papel!

De repente, su exasperación llegó a un crescendo, pero en vez de arrojarme el manuscrito a la cabeza (como esperaba que hiciera, por lo que alcé instintivamente los brazos para protegerme la cara), lo tiró al suelo, a la acera de Nueva York, a unos pocos centímetros de mis pies, y huyó entre el tráfico, corriendo entre los veloces coches de los que solo podía esperar que atropellaran y redujeran a pulpa al rabioso aspirante a biógrafo.

En el hotel, tras quitarme la ropa interior empapada de orina y lavarme en la pila, telefoneé a Amy. Quería saber de dónde había salido el manuscrito de Kliman. Lo tenía en la habitación conmigo. Lo había recogido del suelo y me lo había traído. Esperé a que Kliman desapareciera de mi vista y entonces lo recogí del suelo y volví al hotel. ¿Qué otra cosa podía hacer? No me interesaba leerlo. No podía seguir participando de aquel frenesí. Ya había sobrevivido a suficiente frenesí cuando era joven y tenía la mente clara y era mucho más taimado y flexible que ahora. No quería saber qué había hecho Lonoff de sí mismo y de su hermana y de su gran percance, ni seguir discutiendo de lo que aún creía: que tal percance no había sucedido jamás. Sin embargo, por mucho que Lonoff me hubiera fascinado en los comienzos de mi carrera —e incluso aunque tan solo unos días atrás hubiera comprado todas sus obras, ejemplares nuevos de unos libros que poseía desde hacía décadas—, quería desembarazarme del manuscrito y liberarme por completo de Richard Kliman y de todo aquello que yo no podía evaluar sobre él y que era ajeno a cuanto me tomaba en serio. Aunque de alguna manera sus enérgicos esfuerzos parecieran una actuación, la maniobra temeraria, detestable y juvenil de una persona superficial que finge ser intelectual y reverenciar las letras, Kliman me daba la impresión de ser mi némesis tanto como la de Lonoff. Solo podía prever la derrota si insistía en hacer frente a los objetivos de aquel impostor y a la vitalidad, la ambición, la tenacidad y la cólera que los alimentaba. Después de que hubiera hablado con Amy y dispuesto las cosas para que aquellas páginas volvieran a sus manos, telefonearía a Jamie y Billy y les diría que cancelaba el trato. Y abandonaría Nueva York sin volver al urólogo. No tenía aquella fortaleza que Kliman tanto admiraba, al menos no la tenía para someterme a más intervenciones. El urólogo no podía cambiar nada, de la misma manera que tampoco yo podía cambiar nada. Puede que hubiera acumulado durante más de cuatro décadas el prestigio de escribir un libro tras otro, pero de todos modos había llegado al final de mi eficacia. También había llegado al final de mi capacidad de protegerme, y lo supe cuando la única posibilidad de protegerme consistió en desaparecer. No podía detener a aquel muchacho, ni siquiera llevándome a Amy a los Berkshires o apostando un guardián en su puerta.

Tampoco podría impedir que, cuando hubiera terminado con Lonoff, centrara en mí su irreprimible atención. Cuando hubiera muerto, ¿quién podría proteger de Richard Kliman la historia de mi vida? ¿No era Lonoff su peldaño literario para acceder a mí? ¿Y cuál sería mi «incesto»? ¿En qué aspectos no habría sido un ser humano modélico? Mi grande e indecoroso secreto. Sin duda existía uno. Sin duda existía más de uno. También es sorprendente que la destreza y el éxito que has tenido, sean los que fueren, hallen su consumación en el castigo de la inquisición biográfica. El hombre que domina las palabras, el hombre que crea los relatos durante toda su vida, al morir acaba recordado, si es que se le recuerda, por un relato inventado acerca de él, acerca de la bajeza que había mantenido oculta descubierta y descrita con inflexible franqueza, claridad, certeza de sí misma, con grave preocupación por los aspectos más delicados de la moralidad y con una delectación no menos considerable.

De modo que yo era el siguiente. ¿Por qué había tardado hasta ahora en percatarme de lo evidente? A menos que me hubiera percatado de ello desde el principio.

No hubo respuesta en el piso de Amy. Telefoneé a Jamie y Billy. Al primer timbrazo saltó el contestador automático.

—Soy Nathan Zuckerman. Llamo desde mi hotel. El número…

Entonces se puso Jamie. Debería haber colgado. No debería haber telefoneado. ¡Debería hacer esto y no debería haber hecho aquello y ahora debería hacer lo otro! Pero, una vez recibido el estímulo de su voz, no podía controlar mis pensamientos. En vez de proceder a liberarme del desastre que representaba la creencia de que podía alterar mi condición (la condición de haber sido inalterablemente alterado), hice lo contrario, mis pensamientos ahondaron no en lo que era sino en lo que no era, los pensamientos de un hombre todavía capaz de tomar la vida al asalto.

—Quisiera hablar contigo —le dije.

—De acuerdo.

—Quisiera hablar contigo aquí.

Durante la pausa que siguió, me enfrenté lo mejor que pude a las ridículas palabras que el pasado me incitaba a decir.

—Me temo que no puedo hacer eso —replicó ella.

—Confiaba en que pudieras —le dije.

—Es una idea interesante, señor Zuckerman, pero no.

¿Qué podía decir yo, un exhausto «ya no» sin la confianza en la seducción ni la capacidad para la actuación, para hacerla vacilar? Lo único que me quedaba eran los instintos: querer, anhelar, tener. Y el estúpido reforzamiento de mi determinación a actuar. ¡Actuar, por fin!

—Ven a mi hotel —le pedí.

—Estoy completamente desconcertada —respondió—. No esperaba esta llamada.

—Yo tampoco.

—¿Por qué me ha llamado? —me preguntó.

—Algo me ha pasado desde que estuvimos juntos en tu casa.

—Pero me temo que es algo que yo no puedo satisfacer.

—Ven, por favor.

—Basta, se lo ruego. No hace falta mucho para conseguir desquiciarme. ¿Cree que soy combativa? ¿La enfurecida Jamie? ¿La agresiva Jamie? Soy un manojo de nervios combativo. ¿Cree que Richard Kliman es mi amante? ¿Sigue creyendo eso? A estas alturas debería haberle quedado más que claro que no tengo con él ninguna relación de tipo sexual. Ha imaginado usted a una mujer que no soy yo. ¿No puede comprender el alivio que supuso para mí conocer a Billy, un hombre que no gritaba continuamente cuando no accedía a sus deseos?

¿Qué podía decir para atraerla? ¿Qué podía decirle que fuese capaz de persuadirla?

—¿Estás sola? —le pregunté.

—No.

—¿Quién está ahí?

—Richard. Está en la otra habitación. Me ha estado contando lo que le ha ocurrido con usted. Eso es todo lo que hacemos aquí. Él me habla y yo le escucho. Nada más. El resto es una ilusión que usted crea. Qué herido está para imaginar otras cosas.

—Por favor, Jamie, ven.

Entre todos los recursos del lenguaje, esas palabras fueron las más fecundas que se me ocurrió repetir.

—Esto es descabellado —dijo—, así que basta, por favor.

Me veía y oía a mí mismo, era adecuadamente sardónico conmigo mismo, estaba asqueado conmigo mismo y me repugnaba el grado de mi desesperación, pero años atrás la operación de próstata había interrumpido con tal brusquedad la unión sexual con las mujeres que ahora, con Jamie, no podía evitar fingir que la realidad era distinta y actuar en representación de un ego que ya no poseía.

—Te he telefoneado para decirte algo muy distinto —le dije—. No te he llamado pensando en ello. Creía haberme liberado de todo eso.

—¿Es eso posible? —Parecía como si lo preguntara no acerca de mí sino de sí misma.

—Ven, Jamie. Tengo la sensación de que puedes enseñarme algo que no es demasiado tarde para que lo aprenda.

—Eso es una alucinación. Todo lo es. No, no puedo ir, señor Zuckerman. —Y entonces, para ser amable, o tan solo para salir del aprieto, o incluso tal vez porque una parte de ella realmente lo sentía, añadió—: En otra ocasión. —Como si yo dispusiera de todos los días que ella tenía para quedarme esperando.

Y así huí de las fuerzas que en otro tiempo sustentaron mi propia fuerza, que la desafiaron y despertaron mi entusiasmo y mis pasiones y mi capacidad de resistencia y mi necesidad de tomármelo todo, grande o pequeño, a pecho y de que fuese relevante. No me quedé y luché como antaño, sino que huí del manuscrito de Lonoff y de las emociones que había despertado en mí, y de las emociones que despertaría cuando viera las notas de Kliman al margen y descubriera allí la funesta tendencia a la interpretación literal y la vulgaridad que lo atribuye todo a su fuente de una manera absolutamente estúpida. No podía satisfacer las exigencias de la contienda, no quería que me afectaran sus perplejidades y, como si aquella fuese la obra de un escritor que siempre me había sido indiferente, tiré el manuscrito sin leer a la papelera de la habitación del hotel, subí al coche y, poco después de que oscureciera, estaba en casa. Cuando huyes, decides precipitadamente qué vas a llevarte, y yo decidí abandonar no solo el manuscrito, sino también los seis volúmenes de Lonoff que había comprado en la Strand. Los que tenía en casa, adquiridos cincuenta años atrás, bastarían para acompañarme durante el resto de mi vida.

El convulso episodio de Nueva York había durado poco más de una semana. No hay en el mundo lugar más mundano que Nueva York, llena de toda esa gente con sus móviles que van a restaurantes, tienen aventuras románticas, consiguen empleos, leen las noticias, son consumidas por las emociones políticas, y yo había pensado en volver allí desde el lugar donde había estado viviendo, residir de nuevo en la ciudad reencarnado, aceptar todas las cosas de las que había decidido prescindir (el amor, el deseo, las peleas, el conflicto profesional, todo el turbio legado del pasado), y en cambio, como en una vieja película acelerada, estuve de paso el más breve de los momentos, solo para abandonarla y volver aquí. Todo lo que había ocurrido era que ciertas cosas casi llegaron a ocurrir, y sin embargo regresé como si hubieran sucedido grandes cosas. Realmente no había intentado nada, me limité durante unos días a estar allí, lleno de frustración, zarandeado por el implacable encuentro entre los «ya no» y los «todavía no». Eso ya era suficientemente humillante.

Ahora estaba de regreso allí donde nunca tendría que entrar en colisión con nadie ni codiciar nada ni ser alguien, convenciendo a la gente de esto o de aquello y buscando un papel en el drama de mi época. Kliman perseguiría el secreto de Lonoff con su cruda intensidad y Amy Bellette sería tan impotente para detenerlo como lo fue en su infancia para impedir el asesinato de sus padres y su hermano, o para impedir que el tumor la matase ahora. Aquel mismo día le enviaría un cheque, y seguiría haciéndolo el primer día de cada mes, pero de todos modos moriría antes de que finalizase el año. Kliman persistiría y tal vez lograría renombre literario durante unos meses al escribir el superfluo informe que revelaría la supuesta fechoría de Lonoff como la clave de todo. Tal vez incluso le robaría a Jamie a Billy, si ella estaba lo bastante atribulada, desengañada o aburrida para buscar su liberación en aquel detestable fanfarrón. Y a lo largo del camino, como Amy, como Lonoff, como Plimpton, como cuantos estaban en el cementerio que habían arrostrado la hazaña y la tarea, también yo moriría, aunque no antes de sentarme a la mesa junto a la ventana, mirando a través de la luz grisácea de una mañana de noviembre, al otro lado de la carretera cubierta de nieve, las silenciosas aguas del pantano agitadas por el viento, congelándose ya en el borde del esquelético cañaveral de carrizos desprovistos de panojas, y, desde la seguridad de mi refugio, con todos los de Nueva York desaparecidos de mi vista, y antes de que mi menguante memoria se quedara completamente en blanco, escribiera la última escena de Él y ella.

ÉL:

Billy aún está probablemente a dos horas de distancia. ¿Por qué no vienes a mi hotel? Estoy en el Hilton. Habitación 1418.

ELLA:

(Riendo ligeramente.) Cuando la dejaste, dijiste que aquello te estaba matando, y ahora quieres verla de nuevo.

ÉL:

Sí, ahora quiero verla.

ELLA:

¿Qué es lo que ha cambiado?

ÉL:

El grado de desesperación ha cambiado. Estoy más desesperado. ¿Lo estás tú?

ELLA:

Yo… yo… la intensidad de mis sentimientos ha disminuido. ¿Por qué estás más desesperado?

ÉL:

Pregúntale a la desesperación por qué es más desesperada.

ELLA:

Tengo que confesarte algo. Creo saber por qué estás más desesperado. Y no creo que ir a tu hotel vaya a ayudarte. Richard está aquí. Ha venido y me ha hablado del encuentro que habéis tenido. Debo decirte que creo que cometes un gran error. Richard tan solo trata de hacer su trabajo, lo mismo que tú haces el tuyo. Está muy trastornado. Es evidente que tú también lo estás. Llamas e invitas a entrar en tu vida a una persona a quien no quieres invitar…

ÉL:

Te invito a mi habitación. Te pido que vengas aquí, a la habitación de mi hotel. Kliman es tu amante.

ELLA:

No.

ÉL:

Lo es.

ELLA:

(Enfáticamente.) No.

ÉL:

El otro día me dijiste que lo era.

ELLA:

No lo dije. O me malinterpretaste o no me oíste bien. Lo has entendido mal.

ÉL:

De modo que también puedes mentir. Estupendo. Me alegro de que puedas mentir.

ELLA:

¿Qué te hace pensar que estoy mintiendo? ¿Estás diciendo que, porque tuvimos una relación en la universidad, ahora tengo que ser su amante?

ÉL:

Te dije que estaba celoso de tu amante. Lo tomé por tu amante. Ahora me dices que no lo es.

ELLA:

No, no lo es.

ÉL:

Entonces otro es tu amante. No sé si eso es mejor o peor.

ELLA:

Preferiría que no habláramos de mi amante. Quieres ser mi amante… ¿es eso lo que me estás diciendo?

ÉL:

Sí.

ELLA:

Quieres que vaya ahora. Veamos, son las seis, estaría ahí a las seis y media. Puedo volver a casa con algo de comida a las nueve como máximo, y decir que he estado comprando. Tendría que comprar primero, o tú puedes hacerlo entretanto… así estaríamos juntos unos minutos más.

ÉL:

¿A qué hora vas a venir?

ELLA:

Lo estoy pensando. Podrías ir a comprar ahora. Yo me libraré de Richard. Tomaré un taxi. Estaré en tu hotel a las seis y media. Tendré que marcharme a las ocho y media. Dispondremos de dos horas para estar juntos. ¿Te parece una buena idea?

ÉL:

Sí.

ELLA:

¿Y entonces qué?

ÉL:

Estaríamos dos horas juntos.

ELLA:

Hoy estoy perturbada, ¿sabes? (Riendo.) Te estás aprovechando de una mujer perturbada.

ÉL:

Estoy recogiendo la cosecha de las elecciones.

ELLA:

(Riendo.) Sí, es verdad.

ÉL:

Ellos robaron Ohio… Yo voy a robarte a ti.

ELLA:

Hoy me iría bien un poco de medicina fuerte.

ÉL:

En otro tiempo, yo vendía medicina fuerte de puerta en puerta.

ELLA:

Todo esto me hace pensar en los bayous.

ÉL:

¿Qué estás diciendo?

ELLA:

Los bayous de Houston. Llegábamos a ellos atajando a través de la finca de alguien, nos balanceábamos colgados de una cuerda y saltábamos. Nadar en aquella agua de color chocolate con leche llena de árboles viejos y muertos, tan opaca que no podías verte la mano sumergida, con el musgo que colgaba de los árboles y el agua de ese color turbio… No sé cómo lo hacía, pero era una de las cosas que mis padres no querían que hiciera. La primera vez me acompañó mi hermana mayor. Ella era la atrevida, no yo. La desquiciaba por completo la desconcertante preocupación que mostraba nuestra madre por las apariencias. Ni siquiera mi estricto padre podía controlarla, no digamos ya mamá. Me casé con Billy. Lo peor de él era que fuese judío.

ÉL:

Eso es también lo peor de mí.

ELLA:

Ah, ¿sí?

ÉL:

Ven, Jamie, ven a mí.

ELLA:

(A la ligera, con rapidez.) Muy bien. ¿Me dices de nuevo dónde estás?

ÉL:

El Hilton. Habitación 1418.

ELLA:

¿Dónde está el Hilton? No conozco los hoteles de Nueva York.

ÉL:

El Hilton está en la Sexta Avenida, entre las calles Cincuenta y tres y Cincuenta y cuatro. Frente al edificio de la CBS. En diagonal frente al hotel Warwick.

ELLA:

Es ese enorme hotel que no es muy bonito.

ÉL:

El mismo. Solo pensaba pasar aquí unos pocos días. Vine a ver a mi amiga que está enferma.

ELLA:

Ya sé lo de tu amiga enferma. No vamos a hablar de nada de eso.

ÉL:

¿Kliman te ha hablado de ella? ¿Sabes qué le está haciendo a una mujer que se muere de cáncer cerebral?

ELLA:

Está tratando de conocer su historia. Ni siquiera de ella, sino la de un hombre al que amó y cuya obra se ha perdido, cuya reputación se ha desvanecido. Mira, por desgracia Richard se crea él mismo su mala prensa, pero no deberías dejarte engañar por eso. Es un hombre enérgico, compulsivo, entregado a su trabajo y sus intereses, que está obsesionado con ese escritor ahora muy poco conocido al que ya nadie lee. Le absorbe, le excita, piensa que guarda un secreto que podría ser instructivo e interesante más que simplemente escandaloso. Sí, tiene la demencial avidez del impulso biográfico. Sí, tiene el despiadado deseo de conseguir lo que quiere. Sí, hará cualquier cosa. Pero si es serio, ¿por qué no habría de hacerlo? Está tratando de devolver a ese escritor su auténtico lugar en la literatura norteamericana, y quiere que ella le ayude, que le cuente una historia que no perjudica a nadie. A nadie. Las personas involucradas murieron hace mucho tiempo.

ÉL:

Tiene tres hijos vivos. ¿Qué me dices de ellos? ¿Te gustaría descubrir una cosa así de tu propio padre?

ELLA:

Cuando tenía diecisiete años tuvo una aventura con su hermanastra… él era más joven, tenía catorce años cuando empezó. En todo caso, él era el inocente, era el niño menor. No hay nada vergonzoso en eso.

ÉL:

Qué generosa eres. ¿Crees que tus padres serían tan generosos cuando leyeran acerca de la juventud de Lonoff?

ELLA:

El martes mis padres votaron por George Bush. Así que la respuesta es que no. (Riendo.) Si escribieras para conseguir su aprobación, nunca lograrías publicar nada que resultara de su agrado. Si dependiera de ellos, ninguno de tus libros se habría publicado, amigo mío.

ÉL:

¿Y qué me dices de ti? Si descubrieras esto acerca de tu padre, ¿sería de tu agrado?

ELLA:

No sería fácil.

ÉL:

¿Tienes una tía?

ELLA:

No tengo una tía, pero tengo un hermano. No tengo hijos, pero en caso de que los tuviera, si hubiera ocurrido una cosa así entre mi hermano y yo, no es algo que quisiera que mis hijos supiesen. Pero creo que hay ciertas cosas que son más importantes que…

ÉL:

Por favor. El arte no.

ELLA:

¿Para qué has renunciado entonces a tu vida?

ÉL:

No sabía que estaba renunciando a ella. Hice lo que hice, y no lo sabía. ¿Comprendes lo que hará la prensa con esto? ¿Comprendes lo que harán los críticos? Esto no tiene nada que ver con el arte, y todavía menos con la verdad, ni siquiera con entender la transgresión. Se trata solo de producir una agradable excitación. Si Lonoff viviera, lamentaría haber escrito una sola palabra.

ELLA:

Está muerto. No lo lamentará.

ÉL:

Le calumniarán. Los mojigatos moralistas, las feministas gruñonas, la repugnante superioridad de los piojos de la literatura le calumniarán rencorosamente sin ninguna razón. Muchos críticos que son buenas personas considerarán lo que hizo un gran delito sexual. ¿De qué te estás riendo ahora?

ELLA:

De tu condescendencia. ¿Crees que de no haber sido por las «feministas gruñonas» habría considerado siquiera la posibilidad de ir a tu hotel dentro de veinte minutos? ¿Crees que una chica educada como yo tendría los redaños para hacer semejante cosa? De modo que estás cosechando los beneficios de las elecciones y de las feministas. George Bush y Betty Friedan. (Hablando con dureza, de repente, como la chica de un gángster en una película.) Escucha, ¿quieres que vaya… es eso lo que quieres? ¿O quieres hablar de Richard Kliman por teléfono?

ÉL:

No te creo. No creo lo que dices de Kliman. Eso es todo lo que digo.

ELLA:

Pues muy bien. ¿Importa eso para nuestras dos horas juntos? Puedes creerme o no, y si no me crees y no quieres que vaya, me parece bien. Si no me crees y quieres que vaya, me parece bien. Si me crees y quieres que vaya, lo mismo te digo. Dime qué quieres.

ÉL:

¿Las mujeres de treinta años en estos tiempos sois todas tan dueñas de vosotras mismas, o solo lo hacéis el tiempo necesario para sostener vuestra actuación?

Ni una cosa ni la otra.

ÉL:

Entonces, ¿solo sucede con las mujeres de treinta años con aspiraciones literarias?

ELLA:

No.

ÉL:

¿Con las mujeres de treinta años criadas en familias de Houston que se enriquecieron con el petróleo? ¿Con las mujeres jóvenes superprivilegiadas?

ELLA:

No, sucede conmigo. Es conmigo con quien estás hablando.

ÉL:

Te adoro.

ELLA:

No me conoces.

ÉL:

Te adoro.

ELLA:

Estás locamente atraído por mí.

ÉL:

Te adoro.

ELLA:

No me adoras. No puedes. Eso es imposible. Las palabras carecen de significado. Me das la impresión de ser un hombre que andaba buscando una aventura pero no lo sabía. Tú, que desdeñaste toda experiencia durante once años, que te cerraste en banda a todo lo que no fuera escribir y pensar, tú, que te pasabas la existencia en zapatillas, no tenías ni idea. Y solo cuando él se encuentra de nuevo en la gran ciudad, descubre que quiere volver a la vida y que la única manera de hacerlo es sin razonar, sin considerar… en fin, abandonándose a un impulso totalmente irrazonable. Estoy hablando con una persona sometida a una disciplina casi inhumana, un ser racional que ha perdido todo sentido de la proporción y ha entrado en un círculo desesperado de deseos irrazonables. No obstante, en eso consiste vivir, ¿no es cierto? En eso consiste fraguar una vida. Sabes que tu razón puede volver a imponerse en cualquier momento… y si lo hace, ahí está la vida y la inestabilidad que comporta. La suerte de todo el mundo: la inestabilidad. El otro posible motivo por el que podrías haber pensado que me adoras es que en estos momentos eres un escritor sin un libro entre manos. Empieza otro libro, sumérgete en él, y veremos cuánto adoras a Jamie Logan. De todas maneras, iré a verte.

ÉL:

Que accedas a venir a mi hotel me hace pensar que tú misma estás en serios apuros. Momentos impetuosos. Este es el tuyo.

ELLA:

Momentos impetuosos que conducen a encuentros impetuosos. Momentos impetuosos que conducen a elecciones peligrosas. No querrás recordarme eso con demasiada vehemencia.

ÉL:

Creo que puedo confiar en que tú misma te lo recuerdes durante el trayecto en taxi hasta aquí.

ELLA:

Bueno, ya te he dicho que te estás aprovechando del resultado de las elecciones. De modo que sí, tienes razón.

ÉL:

Estás cruzando la línea de sombra de Conrad, primero desde la infancia a la madurez, y luego desde la madurez a otra cosa.

ELLA:

A la locura. Estaré ahí dentro de un rato.

ÉL:

Estupendo. Date prisa. A la locura. Fuera la ropa y chapuzón en los bayous. (Cuelga el teléfono.) En el agua de color chocolate con leche llena de árboles viejos y muertos.

(Así, con solo un momento más de locura por su parte, un momento de loca excitación, lo mete todo en su maleta, excepto el manuscrito sin leer y los libros usados de Lonoff, y se marcha tan rápido como puede. ¿Cómo no va a hacerlo [algo que le gusta decirse]? Se desintegra. Ella está en camino y él se marcha. Se va para siempre.)