MI CEREBRO
ÉL:
¿Por qué una mujer como tú se casaría a los veinticuatro o veinticinco años? En mis tiempos lo normal era que a esa edad, incluso a los veintidós, tuvieras un hijo. Pero ahora… cuéntame… No sé nada de lo que tú sabes. He vivido bastante.
ELLA:
Bueno, aparte de lo evidente, que conocí a un hombre, me enamoré y él se enamoró locamente de mí, un hombre que… en fin, aparte de esa obviedad, lo hice exactamente por la razón contraria: porque en mi época nadie lo haría. Si todo el mundo lo hacía en tus tiempos, yo fui la única de mi clase en la universidad, la única entre mis amigos que se trasladaron a Nueva York al terminar los estudios en Harvard, que (riendo)… que se casó a los veinticinco. Parecía una especie de alocada aventura en la que nos embarcamos juntos.
ÉL:
(Sin creerla del todo.) ¿Es eso cierto?
ELLA:
Es cierto. (Riendo de nuevo.) ¿Por qué habría de mentir sobre esta cuestión?
ÉL:
¿Qué les pareció a tus amigos cuando lo hiciste?
ELLA:
Ellos… no le sorprendió a nadie. Todos se alegraron. Pero fui la primera en hacerlo, en atreverme a formalizar mi relación. Me gusta ser la primera.
ÉL:
No habéis tenido hijos.
ELLA:
No, todavía no. En cualquier caso, ahora no es el momento. Creo que los dos queremos establecernos un poco más antes de tenerlos.
ÉL:
Como escritores.
ELLA:
Sí, sí. Ese es uno de los motivos por los que nos trasladamos allá. No haremos más que trabajar y trabajar.
ÉL:
¿En lugar de…?
ELLA:
En lugar de trabajar y estar aquí, encerrados en un apartamento de la ciudad, cada uno tropezando continuamente con el otro y quedando siempre para vernos con los amigos. Desde hace algún tiempo estoy tan nerviosa que no puedo permanecer sentada y quieta. No puedo trabajar. No puedo hacer nada. Por eso creo que si cambiamos nuestro estilo de vida, tendré más posibilidades de sacar algo provechoso de mi trabajo.
ÉL:
¿Por qué elegiste a ese joven para casarte? ¿Es el hombre más interesante que pudiste encontrar? Dices que querías una aventura. Le he conocido. Me gusta, ha sido extremadamente considerado conmigo tan solo en las últimas veinticuatro horas, pero yo habría dicho que Kliman es más apropiado para una aventura. Fuisteis novios en la universidad… ¿me equivoco?
ELLA:
Me sería imposible estar casada con Richard Kliman. Es una persona con una vitalidad arrolladora. Está más capacitado para otras cosas. ¿Por qué Billy? Es inteligente, era interesante, podíamos hablar durante horas, no me aburría. Es bueno, y parece existir la creencia de que una buena persona no puede ser interesante. Por supuesto, sé todo lo que no es: no es vehemente, no es dinámico y ambicioso. Pero ¿quién quiere a un ambicioso? Puede ser amable, puede ser encantador, y me adora. Siente por mí una absoluta adoración.
ÉL:
¿Y tú le adoras?
ELLA:
Le quiero muchísimo. Pero él me adora de otra manera. Se traslada a Massachusetts durante un año porque yo lo deseo. Él no quiere hacerlo. Probablemente yo no haría algo así.
ÉL:
Pero tú tienes el dinero. Claro que lo hace por ti. Los dos vivís de tu dinero, ¿no es cierto?
ELLA:
(Me mira sobresaltada por mi franca brusquedad.) ¿Qué te hace pensar tal cosa?
ÉL:
Bueno, has publicado un relato en el New Yorker, y él aún no ha publicado nada en una revista comercial. ¿Quién paga el alquiler? Tu familia.
ELLA:
Ahora es mi dinero. Procede de mi familia, pero ahora es mi dinero.
ÉL:
De modo que él está viviendo de tu dinero.
ELLA:
¿Me estás diciendo que ese es el motivo por el que se va a Massachusetts conmigo?
ÉL:
No, no. Estoy diciendo que, en un aspecto importante, está en deuda contigo.
ELLA:
Supongo que sí.
ÉL:
¿No crees que hay cierta ventaja en el hecho de que seas tú y no él quien tiene el dinero?
ELLA:
Supongo que sí. Muchos hombres se sentirían incómodos en esa situación.
ÉL:
Y muchos otros se sentirían muy cómodos.
ELLA:
Sí, a muchos les encantaría. (Riendo.) Pero él no es de esos.
ÉL:
¿Hablamos de mucho dinero?
ELLA:
El dinero no es ningún problema.
ÉL:
Eres una chica afortunada.
ELLA:
(Casi maravillada, como si la asombrara cada vez que lo recuerda.) Sí. Muy afortunada.
ÉL:
¿Es dinero procedente del petróleo?
ELLA:
Sí.
ÉL:
¿Es tu padre amigo de George Bush padre?
ELLA:
Amigos no. El viejo Bush es algo mayor. Tienen relaciones de negocios. (Con firmeza.) No son amigos.
ÉL:
Votaron por ellos.
ELLA:
(Riendo.) Si los amigos de Bush fueran los únicos que le han votado, nos habría ido mucho mejor, ¿no cree? Es ese mundo. Es el mismo mundo. Mi padre, y (confiesa) supongo que yo, tenemos los mismos intereses financieros que Bush y su padre. Pero no son amigos… yo no diría eso.
ÉL:
¿No hacen vida social?
ELLA:
Hay fiestas a las que ambos asisten.
ÉL:
¿En el club de campo?
ELLA:
Sí. En el Club de Campo de Houston.
ÉL:
¿Es el club para la gente de sangre azul?
ELLA:
Sí. Para los decimonónicos de sangre azul. Los houstonianos más antiguos. Allí se organizan muchos bailes de debutantes. Las hacen desfilar, todas con sus vaporosos vestidos blancos. Y los demás beben, bailan y vomitan.
ÉL:
¿Ibas a nadar de pequeña a ese club de campo?
ELLA:
Me pasaba allí todos los días del verano, nadando y jugando a tenis, excepto los lunes, que estaba cerrado. Mi amiga y yo ayudábamos al instructor australiano a recoger las pelotas cuando daba sus clases. Yo tenía catorce años. Mi amiga era dos años mayor que yo y mucho más atrevida, y se acostaba con él. El instructor ayudante era el guapo hijo de uno de los miembros del club. Era capitán del equipo de tenis en Tulane. No me acosté con él, pero hicimos todo lo demás. Un tipo soso. No disfruté con él. El sexo adolescente es terrible. No lo comprendes, te pasas más tiempo intentando ver si eres capaz de hacerlo, y no resulta nada placentero. En una ocasión vomité, por suerte encima de él, cuando insistió en penetrar demasiado a fondo en mi boca.
ÉL:
Y todavía no eras más que una niña.
ELLA:
¿Las chicas no eran así en los años cuarenta?
ÉL:
Ni por asomo. Louisa May Alcott se habría sentido a sus anchas en mi instituto. ¿Te presentaste en sociedad? ¿Fuiste una debutante?
ELLA:
Oh, quieres ahondar en mis más turbios secretos. (Riendo de buena gana.) Sí, sí, sí. Lo hice. Fue horroroso. Mi madre insistió tanto… Nos peleamos mucho por todo el asunto. Nos peleamos durante toda la época del instituto. Pero lo hice por ella. (Ahora se ríe con más suavidad; la gama de su risa es considerablemente amplia, una indicación más de lo a gusto que se siente dentro de su piel.) Y ella lo apreció, de veras. Probablemente fue lo correcto. Mi madre había nacido en Savannah, y cuando fui a la universidad, el primer año, me dijo: «Sé buena con las chicas del este, Jamie Hallie».
ÉL:
¿Y congeniaste con las demás debutantes en Harvard?
ELLA:
Allí las chicas ocultan su brillante fulgor de debutantes.
ÉL:
Ah, ¿sí?
ELLA:
Sí. Una no habla de eso. Te guardas para ti misma tu sórdido secreto. (Ambos se ríen.)
ÉL:
De modo que congeniaste con las demás chicas ricas en Harvard.
ELLA:
Con algunas de ellas.
ÉL:
¿Y qué? ¿Cómo fue aquello?
ELLA:
¿Qué es lo que quieres saber?
ÉL:
No sé nada. Fui a otra universidad en otra era.
ELLA:
Sinceramente, no sé qué decir. Eran mis amigas.
ÉL:
¿Eran como Billy… interesantes y nunca aburridas?
ELLA:
No. Eran bonitas, vestían muy bien, eran muy superiores. Eso pensaban… pensábamos.
ÉL:
¿Superiores respecto a quién?
ELLA:
A las chicas de Wisconsin, greñudas y espantosamente vestidas, que destacaban en ciencias. (Se ríe.)
ÉL:
¿En qué destacabas tú? ¿De dónde sacaste la idea de que querías ser escritora?
ELLA:
Lo supe muy pronto. Creo que lo supe cuando iba al instituto. Me empleé a fondo.
ÉL:
¿Tienes aptitudes?
ELLA:
Espero que sí. Siempre he pensado que las tenía. Pero no he tenido demasiada suerte.
ÉL:
El relato del New Yorker.
ELLA:
Eso fue estupendo. Creí que había dado el gran salto, y luego… (gesto de trayectoria descendente con una mano) fui cuesta abajo…
ÉL:
¿Cuánto tiempo hace de eso?
ELLA:
Eso fue hace cinco años. Una época estupenda. Me casé. Publicaron mi primer relato en el New Yorker. Pero he perdido la confianza y ya no puedo concentrarme. Como sabes, la concentración lo es todo, o una parte muy importante del asunto. Y eso me ha hecho sentirme desesperada, lo cual me dificulta todavía más la concentración y me hace tener menos confianza. Tengo la sensación de que he cambiado, de que ya no soy una persona capaz de hacer algo.
ÉL:
Por eso estás hablando conmigo.
ELLA:
¿Qué tienen que ver ambas cosas?
ÉL:
Tal vez no hayas perdido tanta confianza como crees. No pareces carecer de confianza.
ELLA:
No carezco de confianza con los hombres ni con la gente en general. Pero cada vez me siento más insegura con mi ordenador.
ÉL:
Y cuando estés en mi casa, al otro lado del pantano, mirando por la ventana con los altos carrizos y las garzas por toda compañía fuera de la ventana…
ELLA:
Eso es parte del plan. Entonces no habrá hombres ni gente ni fiestas. No podré recurrir a ninguna de esas fuentes para buscar lo que necesito. Es esperable que no esté tan agobiada, es esperable que no esté tan crispada, tan nerviosa, e imagino…
ÉL:
«Esperable» chirría en este contexto.
ELLA:
(Se ríe. Tímidamente, cosa que a él le sorprende, pregunta.) Ah, ¿sí? ¿De veras?
ÉL:
Podrías decir «confío en que», o «con algo de suerte». En los viejos tiempos, antes de que a las chicas de clase alta se la metieran en la boca hasta provocarles arcadas, nunca oías una palabra como «esperable» cuando se podía decir algo más apropiado. Era cuando yo tenía tu edad y quería ser escritor. Otra época, claro.
ELLA:
No hagas eso. Ya lo hiciste ayer. No vuelvas a hacerlo.
ÉL:
Solo estaba corrigiendo un poco tu uso del inglés.
ELLA:
Lo sé. No hagas eso. Si quieres hablar, hablemos. Si alguna vez te diera a leer uno de mis escritos, entonces te agradecería que corrigieras mi inglés. Pero si estamos hablando… esto no es un examen. Si empiezo a pensar que es un examen, entonces no hablaré con tanta libertad. Así que, por favor, no hagas eso. (Pausa.) Pero, sí, la idea es que si no puedo sustentar mi confianza en la vida social, entonces volveré a aplicar todo el esfuerzo a mi trabajo, y es esperable que de ahí suba la confianza. Deja de reírte de mí.
ÉL:
Me río porque tú, que eras tan superior a las chicas greñudas de Wisconsin, no te has corregido. No te corregirás.
ELLA:
Porque lo que me interesa es mi pensamiento, y no estaba pensando en si me aprobarías o en si aprobarías o no mi forma de hablar.
ÉL:
¿Por qué crees que te estoy haciendo esto?
ELLA:
¿Para afirmar tu propia superioridad?
ÉL:
¿Con «esperable»? Qué estupidez la mía.
ELLA:
Sí (se ríe), qué estupidez la tuya.
ÉL:
Creo que tengo miedo.
ELLA:
(Largapausa.) Yo también tengo un poco de miedo.
ÉL:
¿Se te ha ocurrido pensar alguna vez que podría tener miedo de ti?
ELLA:
Nunca lo pensé. Imaginé que podrías pasarlo bien conmigo, que podría gustarte estar en mi presencia, pero no se me ocurrió que pudieras tener miedo.
ÉL:
Pues lo tengo.
ELLA:
¿Por qué?
ÉL:
¿A qué crees que se debe? Tú eres la escritora. Bueno, es esperable que lo seas.
ELLA:
(Se ríe.) También tú lo eres. (Pausa.) Lo único que se me ocurre es que soy joven, soy mujer y soy atractiva. Pero no seré eternamente joven, y entonces el hecho de ser mujer no importará tanto y la belleza… ¿qué tiene eso que ver con nada? Pero tal vez haya otras razones que desconozco. ¿A qué crees tú que se debe?
ÉL:
No he tenido ocasión de averiguarlo.
ELLA:
Si crees que existen otras razones, me encantaría conocerlas. Si solo se te ocurren esas tres, no hace falta que me las digas. Pero si crees que hay algunas más, podría serme de gran ayuda si me las dijeras, así que, por favor, hazlo.
ÉL:
Irradias confianza. Esa manera que tienes de sentarte con los brazos cruzados sobre la cabeza, así, alzándote el pelo y sujetándolo con las manos, de modo que también pueda ver que no eres menos hermosa de ese modo. Toda tú estás concentrada en esa pose. Irradias confianza cuando sonríes. Irradias confianza con tu figura, con tu cuerpo. Eso debe de darte confianza.
ELLA:
Me la da. Pero no me dará confianza con el pantano y la garza. Entonces tendré que encontrar mi confianza aquí. (Ladea la cabeza.)
ÉL:
En tu cerebro más que en tus pechos.
ELLA:
Sí.
ÉL:
¿Te dan confianza tus pechos?
ELLA:
Sí.
ÉL:
Háblame de eso.
ELLA:
¿De la confianza que me dan mis pechos? Sé que tengo algo que le gusta a la gente, de lo que estarán celosos, algo que desearán. Confiar en que te querrán… en eso consiste la confianza. Confiar en que te aprobarán, pensarán bien de ti, te desearán. Si sabes eso, entonces tienes confianza. Sé que cualquier cosa que tenga que ver con estos…
ÉL:
Tus pechos.
ELLA:
Mis pechos. Me las arreglo bien.
ÉL:
Eres un original, Jamie. No hay un millón de copias de ti.
ELLA:
Imaginas lo que la gente quiere, imaginas lo que les impresionará, y entonces se lo das y consigues lo que quieres.
ÉL:
Entonces, ¿qué me impresionará? ¿Qué es lo que querré? ¿O no te interesa impresionarme?
ELLA:
Oh, me gustaría mucho impresionarte. Te admiro. Eres un gran misterio, ¿sabes? Me produces una gran fascinación.
ÉL:
¿Por qué fascinación?
ELLA:
Porque salvo esa garza que ves desde la ventana, nadie sabe nada de ti. Todo el mundo lo sabe todo de cualquier famoso… o eso creen. Pero en tu caso, has escrito esos libros que te han hecho famoso en ciertos círculos de gente. No eres ningún Tom Cruise. (Se ríe.)
ÉL:
¿Quién es Tom Cruise?
ELLA:
Es alguien famoso que tú ni siquiera sabes quién es. Ese es Tom Cruise. Si lees a diario todo lo que dicen las revistas de cotilleos sobre los famosos, está claro que no sabes nada de esas personas, pero puedes imaginarte que lo sabes. En cambio, nadie puede imaginar que sabe algo acerca de ti.
ÉL:
Creen saberlo todo cada vez que publico un libro.
ELLA:
Esos son los idiotas. Eres un misterio.
ÉL:
Quieres impresionar a un misterio.
ELLA:
Sí. Sí, quiero impresionarte. Así que dime, ¿qué te impresionará?
ÉL:
Tus pechos me impresionan.
ELLA:
Dime algo que no sepa.
ÉL:
Toda tú me impresionas.
ELLA:
¿Qué más?
ÉL:
Tu inteligencia. Ya sé que, bajo las normas de dos mil cuatro, se supone que es eso lo que debo decir, pero no me rijo por esas normas.
ELLA:
Entonces, ¿es o no cierto que mi inteligencia te impresiona?
ÉL:
Hasta ahora sí.
ELLA:
¿Algo más?
ÉL:
Tu belleza. Tu encanto. Tu gracejo. Tu candor.
ELLA:
Bien, ahí lo tienes.
ÉL:
Billy lo tiene.
ELLA:
Es cierto.
ÉL:
¿Qué quieres decir cuando dices que Billy te adora? ¿Cómo es la adoración?
ELLA:
Cuando vamos a Texas quiere ver dónde jugaba de niña. Quiere sentarse en el columpio donde mi niñera me columpiaba y el balancín donde ella se sentaba en un extremo y yo en el otro cuando tenía cuatro años. Me hace que lo lleve a mi escuela, a Kinkaid, para ver la clase de tercero donde hacíamos mantequilla y la clase de cuarto donde realizábamos un experimento con una cápsula de Petri. Le llevé a la biblioteca porque era socia del Club Bibliotecario, un club especial para los mejores alumnos, y, desde la ventana, miraba los exuberantes jardines de la escuela como el poeta romántico contemplaba su arco iris. Tenía que ver el gran campo de juego donde, en cuarto curso, participé en la carrera con zancos el día de las competiciones atléticas, y todo era tan parecido a un torneo medieval, con banderas doradas y violetas ondeando en todas partes, que, de tan excitada que estaba, me caí, me caí de bruces a tres metros de la línea de salida, aunque yo era la más rápida y la favorita para el triunfo. Tuvimos que ir en coche desde nuestra casa en River Oaks y seguir exactamente mi ruta hasta la escuela, para que él pudiera ver los jardines, los árboles, los arbustos y las casas por los que el chófer me llevaba a lo largo de unos ocho kilómetros hasta Kinkaid. En Houston, Billy solo hacía footing por el sendero que yo utilizaba cuando tenía quince años. Aquello era interminable. Mi esencia es su polo magnético. Cuando sueño que estoy haciendo el amor, la clase de sueños que todos tenemos, hombres y mujeres, él está celoso de mis sueños. Cuando voy al baño, está celoso del baño. Está celoso de mi cepillo de dientes. Está celoso de mi pasador del pelo. Está celoso de mi ropa interior. En los bolsillos de todos sus pantalones hay prendas íntimas mías. Las encuentro cuando llevo su ropa a la tintorería. ¿Te cuento más o te basta con esto?
ÉL:
Entonces adoración significa que no solo está enamorado de ti, sino también de tu vida.
ELLA:
Sí, mi biografía le tiene maravillado. Palabras rapsódicas de amor son todo lo que oigo. Cuando me visto o me desvisto es como estar detrás de una ventana por la que él mira con la cara pegada.
ÉL:
Las curvas no son menos hipnóticas que el balancín.
ELLA:
Cuando estoy en el dormitorio, iluminada desde atrás, no deja de entonar alabanzas sobre mi silueta. Cuando estoy sin nada más que las bragas en la cocina, preparando el café de la mañana, y él se me acerca por detrás para tomarme los pechos y lamerme las orejas, recita a Keats: «Hay un suspiro que dice sí y un suspiro que dice no / y un suspiro que dice ¡no puedo soportarlo! / Oh, ¿qué puede hacerse, nos quedamos o huimos?/ ¡Oh, cortemos la dulce manzana y compartámosla!».
ÉL:
La verdad es que recitar de memoria un poema de amor de Keats convierte a Billy en un peculiar miembro de su generación.
ELLA:
Pues lo hace. Es peculiar. Me cita infinidad de poemas de Keats.
ÉL:
¿Te cita las cartas? ¿Te ha citado la última carta de Keats? La escribió cuando tenía cinco años menos que tú y estaba gravemente enfermo. Murió unos meses después. «Tengo la sensación habitual de que mi auténtica vida ha pasado —escribe—, y de que estoy llevando una existencia póstuma.»
ELLA:
No, no conozco sus cartas. En cuanto a una existencia póstuma, no hay tal cosa.
ÉL:
Dime, ¿de dónde saca el objeto de tan excesiva adoración la fuerza para soportarla?
ELLA:
Oh (riendo con ternura), sé comportarme.
ÉL:
A pesar de tener toda esa atención sexual, estás inquieta y desesperada.
ELLA:
Hacemos mucho el amor. Pero el sexo no siempre es tan tremendamente excitante para un miembro de la pareja como lo es para el otro. Suele serlo al principio.
ÉL:
Lo recuerdo.
ELLA:
¿Cuándo fue la última vez que tuviste una relación íntima con una mujer?
ÉL:
Cuando tú eras una debutante.
ELLA:
¿Ha sido duro no tener una relación con una mujer durante tanto tiempo? ¿No has hecho el amor desde entonces?
ÉL:
No lo he hecho.
ELLA:
¿Ha sido duro?
ÉL:
Llegado cierto punto, todo lo es.
ELLA:
Pero especialmente duro. (Ahora sus voces son débiles, apenas pueden oírse cuando un coche pasa por debajo de la ventana.)
ÉL:
Está entre las cosas que son especialmente duras.
ELLA:
¿Por qué? Sé que vives en el campo, en medio de ninguna parte, pero debe de haber… bueno, dices que cerca hay una universidad. Sé la edad que tienes, pero allí debe de haber chicas que lean tus libros y que estén muy impresionadas. ¿Por qué? ¿Por qué decidiste abandonar eso también, junto con la ciudad?
ÉL:
Fue eso lo que decidió abandonarme a mí.
ELLA:
¿Qué quieres decir?
ÉL:
Tan solo lo que he dicho.
ELLA:
No comprendo.
ÉL:
Y no lo comprenderás.
ELLA:
Claro, si no me lo explicas, no lo entenderé. ¿Cambiarías alguna vez de idea respecto a haber renunciado también a eso?
ÉL:
La estoy cambiando. Por eso estoy todavía aquí.
ELLA:
Bueno… me siento halagada. Si es cierto que hace tantos años, me siento muy halagada.
ÉL:
Jamie. Jamie Logan. Jamie Hallie Logan. ¿Hablas otros idiomas, Jamie?
ELLA:
No muy bien.
ÉL:
Hablas muy bien el inglés. Me gusta tu acento texano.
ELLA:
(Se ríe.) Hice un gran esfuerzo para librarme de mi acento texano cuando fui a la universidad.
ÉL:
¿De veras?
ELLA:
Sí, lo hice.
ÉL:
Habría pensado que lo explotarías.
ELLA:
Era exactamente lo mismo que no decirle a nadie que fui una debutante, como no decirle a nadie que iba al mismo club de campo que los dos George Bush.
ÉL:
Pero sigues teniéndolo.
ELLA:
Bueno, procuro que no se note, excepto cuando quiero ser irónica. Es cierto que fui a Harvard con mi «tíos» intacto, pero me deshice de él enseguida.
ÉL:
Es una lástima.
ELLA:
Es que no conocía a nadie, solo tenía dieciocho años cuando me presenté en Wigglesworth, con todo el mundo mirándome y dije: «Hola a tíos». Me tomaron por una completa palurda. No volví a decirlo jamás. Era muy ingenua comparada con muchos de los alumnos de primer año. Comparada con los chicos que habían ido a escuelas privadas en Manhattan, era sin duda una palurda. Eran gente espantosa. Si hoy se me nota algo el acento, es porque estoy alterada. Puede que se me note un poco más de lo habitual. Cuando estoy alterada, me sale.
ÉL:
No se te escapa ni una. Tienes una razón para todo.
ELLA:
Bueno, me conozco a mí misma. Muy bien. Creo.
ÉL:
He ahí tres cosas. Me conozco a mí misma. Muy bien. Creo.
ELLA:
¿Sabes quién hace eso? Conrad.
ÉL:
Ternos.
ELLA:
Sí, los ternos de Conrad. ¿Lo has observado? (Le muestra el libro de bolsillo que ha permanecido oculto bajo una revista sobre la mesa baja con superficie de vidrio.) Conseguí un ejemplar de La línea de sombra. Tú lo mencionaste, así que fui a Barnes and Noble y lo compré. El pasaje que me recitaste era exacto. Tienes muy buena memoria.
ÉL:
Para los libros, para los libros. Te mueves muy deprisa.
ELLA:
Escucha esto. Los ternos, el dramatismo de los ternos. Página 35, acaba de obtener su primer cargo de mando y está extasiado. «Bajé la escalera como si flotara. Crucé el pórtico imponente de la cabina como si flotara. Avancé como si flotara.» Página 47, todavía presa del éxtasis. «Pensé en mi barco desconocido. Era diversión suficiente, tormento suficiente, ocupación suficiente.» Página 53, al describir el mar. «Una inmensidad en la que no quedan huellas, no conserva recuerdos y no hace recuento de vidas.» Lo hace continuamente, y sobre todo hacia el final. Página 131. «Pero le diré, capitán Giles, cómo me siento. Me siento viejo. Y debo de serlo.» Página 130. «Parecía un horrendo y complicado espantapájaros, colocado en la popa de un barco herido de muerte, para alejar a las aves marinas de los cadáveres.» Página 129. «La vida era una dádiva para él, esta precaria y dura vida, y estaba absolutamente preocupado por sí mismo.» Página 125. «El señor Burns se retorció las manos y gritó de repente.» Entonces, uno: «¿Cómo entrará el barco en el puerto, señor, sin hombres que lo manejen?». Párrafo siguiente, dos: «Y no podía decírselo». Párrafo siguiente, tres: «Bien… logró hacerse unas cuarenta horas después». Luego otra vez lo mismo. Todavía en la página 125: «Jamás olvidaré la última noche, oscura, ventosa y estrellada. Goberné el barco». El párrafo prosigue. Entonces el siguiente párrafo empieza: «Y goberné…».
ÉL:
(Todo es un coqueteo, incluidas las citas de Conrad.) Léemelo todo.
ELLA:
«Y goberné, demasiado cansado para la angustia, demasiado cansado para pensar con coherencia. Tenía momentos de formidable júbilo, y entonces me descorazonaba espantosamente al pensar en el castillo de proa al otro extremo de la oscura cubierta, lleno de hombres aquejados de fiebre, algunos de ellos moribundos. Por mi culpa. Pero no importaba. El remordimiento debía esperar. Tenía que gobernar.» Podría leer más. (Deja el libro sobre la mesa.) Me encanta leer para ti. A Billy no le gusta que le lea.
ÉL:
Gobernar. Tenía que gobernar. ¿Has leído otras obras de Conrad?
ELLA:
Sí, he leído bastantes.
ÉL:
¿Cuál te ha gustado más?
ELLA:
¿Has leído un relato titulado Juventud? Es magnífico.
ÉL:
¿Tifón?
ELLA:
Muy bueno.
ÉL:
Cuando estabas allá en Texas, y estabas en la piscina del club de campo, en biquini, con las demás hijas de millonarios petroleros, ¿leías?
ELLA:
Es curioso que lo menciones.
ÉL:
¿Eras tú la única que leía?
ELLA:
Sí, así era. Mira, cuando era más joven, cuando era muy joven, llegó un momento en que resultaba ridículo. Un día me descubrieron, y fue tan embarazoso que me vi obligada a dejarlo. Solía meter los libros entre las páginas de la revista Seventeen para que nadie pudiera ver lo que estaba leyendo. Pero lo superé. Si me pillaban, la vergüenza sería mucho mayor que si tan solo me veían leyendo el libro, así que dejé de hacerlo.
ÉL:
¿Qué libros ocultabas dentro de Seventeen?
ELLA:
Cuando me pillaron tenía trece años y estaba leyendo El amante de lady Chatterley metido entre las páginas de la revista. Se burlaron de mí, pero si hubieran empezado a leerlo se habrían dado cuenta de que era mucho más interesante que Seventeen.
ÉL:
¿Te gustó El amante de lady Chatterley?
ELLA:
Lawrence me gusta mucho. El amante de lady Chatterley no era mi obra preferida. Lamento mucho decepcionarte, pero a esa edad aún no la entendía del todo. Leí Ana Karenina a los quince años. Por suerte, volví a leerla más adelante. Siempre leía libros para los que no estaba preparada. (Riéndose.) Pero no me hizo ningún daño. Sí, es una buena pregunta… qué leía a los catorce años. A Hardy. Leía a Hardy.
ÉL:
¿Qué libros?
ELLA:
Recuerdo Tess, la de los D’Urberville. Recuerdo… ¿cuál era el otro? Es divertido. No Jude el oscuro. ¿Cuál era el otro?
ÉL:
¿Te refieres a la novela donde aparece el marcador de ovejas? No Lejos del mundanal ruido.
ELLA:
Sí. Lejos del mundanal ruido.
ÉL:
También está la novela con ese marcador de ovejas. ¿Cómo se titulaba? Y la heroína, la heroína trágica. Ah, mi memoria. (Pero ella no escucha su lamento en tres palabras. Está demasiado ocupada rememorando sus catorce años. Y con tanta facilidad.)
ELLA:
Cumbres borrascosas. Esa novela me encantaba. Yo era un poco menor, tal vez doce o trece. Llegué a ella a través de Jane Eyre.
ÉL:
Ahora los hombres.
ELLA:
(Bostezando un poco, ahora con toda confianza.) ¿Me estás entrevistando para un empleo?
ÉL:
Sí, te estoy entrevistando para un empleo.
ELLA:
¿Qué clase de empleo?
ÉL:
El de abandonar al marido que te adora y venirte a vivir con un hombre al que puedes leerle en voz alta.
ELLA:
Vaya… debes de estar loco.
ÉL:
Lo estoy, pero ¿qué más da? Es una locura estar aquí. Es una locura haber venido a Nueva York. Estar aquí sentado y hablando contigo es una locura. Estar aquí sentado y ser incapaz de dejarte es una locura. Hoy no puedo dejarte, ayer no pude dejarte, así que te estoy entrevistando para el trabajo de abandonar a tu joven marido y unirte a un hombre de setenta y un años a fin de vivir una existencia póstuma. Continuemos. Continuemos con la entrevista. Háblame de los hombres.
ELLA:
(Ahora en voz baja, casi como si estuviera en trance.) ¿Qué quieres saber?
ÉL:
(También en voz baja.) Quiero morirme de celos. Háblame de los hombres que has tenido. Ya sé lo del chico del equipo de tenis de Tulane que te metió la polla en la boca tan adentro que vomitaste encima de él. Pero aunque asimilar eso ya ha sido bastante difícil, parece ser que quiero escuchar más. Sí, cuéntame más. Cuéntamelo todo.
ELLA:
Bueno, hubo el primero. El primer amante. Fue mi profesor. En el instituto. En mi último año en el instituto. Tenía veinticuatro años. Y era… me sedujo.
ÉL:
¿Qué edad tenías entonces?
ELLA:
Fue tres años después. Tenía diecisiete.
ÉL:
¿Nada de lo que informar entre los catorce y los diecisiete?
ELLA:
Sí, hubo más percances adolescentes.
ÉL:
¿Todos ellos percances? ¿Ninguno fue excitante?
ELLA:
Algunos fueron excitantes. Fue excitante cuando un hombre adulto me alzó la camiseta en el viejo y formal Club de Campo de Houston y me chupó los pezones. Me quedé estupefacta. No se lo dije a nadie. Esperé a que apareciese de nuevo y volviera a hacerlo, pero debió de asustarse, porque la siguiente vez que le vi actuó como si nada hubiera ocurrido entre nosotros. Era amigo de mi hermana mayor y tenía unos treinta años. Acababa de comprometerse con la amiga más guapa de mi hermana. Lloré mucho. Creía que él no había vuelto porque había algo en mí que no estaba bien.
ÉL:
¿Qué edad tenías?
ELLA:
Eso fue antes. Tenía trece años.
ÉL:
Prosigue. Tu profesor.
ELLA:
Era un hombre muy independiente. No trataba de impresionar a nadie. (Riendo.) Claro que no era un alumno de último curso del instituto. Era mayor. Eso ya resultaba bastante impresionante.
ÉL:
Yo diría que, para ti, mucho mayor. Dime, ¿un hombre de veinticuatro le parece mayor a una chica de diecisiete de lo que un hombre de setenta y uno se lo parece a una mujer de treinta? ¿Un hombre de treinta años le parece mayor a una chica de trece de lo que un hombre de setenta y uno se lo parece a una mujer de treinta? Antes o después tenemos que plantear estas preguntas.
ELLA:
(Larga pausa.) Sí, el profesor me parecía muy, muy mayor. Era de Maine, que se me antojaba un lugar exótico. No era de Texas y no tenía dinero. Por eso estaba haciendo aquel trabajo. Estaba comprometido con la enseñanza. Había estado en Enseñar para América durante dos años, al salir de la universidad, y ahí no se gana dinero.
ÉL:
¿Qué es eso de Enseñar para América?
ELLA:
Dios mío, estás en el limbo. Es un programa al que licenciados universitarios dedican voluntariamente dos años de su vida en las escuelas más pobres de Estados Unidos, para los desfavorecidos, los «menos privilegiados»…
ÉL:
Te molesta esa expresión.
ELLA:
(Riendo de buena gana.) No me gusta.
ÉL:
¿Por qué?
ELLA:
Bueno, ¿qué significa? Menos privilegiados. O tienes privilegios o no los tienes. Si eres menos privilegiado, sencillamente no tienes privilegios. El privilegio, en sí y de por sí, está por encima de la media. Detesto esa expresión.
ÉL:
Tú misma has sido muy privilegiada. Incluso podría decirse que has sido más privilegiada.
ELLA:
Muy bien. ¿Dices eso para castigarme por no ser Louisa May Alcott? ¿Lo dices por habérsela chupado a mi joven tenista cuando tenía catorce años, o por el hombre que me excitó al chuparme los pezones cuando tenía trece?
ÉL:
Solo te preguntaba si eso es lo que hace que la expresión te resulte incómoda.
ELLA:
Creo que es un mal uso. Un mal uso del inglés. Como «esperable».
ÉL:
Vas a seducir a este hombre hasta matarlo. Torturándolo y seduciéndolo al mismo tiempo.
ELLA:
¿Por hablarte de mi primer amor? ¿Quieres que te seduzcan hasta morir?
ÉL:
Sí.
ELLA:
Una buena manera de desaparecer. En cualquier caso, Enseñar para América es… un equivalente doméstico del Cuerpo de Paz. De modo que eso es lo que hizo, aquel joven idealista, pero tenía que pagar unos préstamos contraídos para costearse la universidad y no quería abandonar la enseñanza para convertirse en banquero, así que ingresó como profesor en una escuela rica de Houston, donde le pagaban un buen salario. Eso era todo lo que estaba haciendo allí… él no tenía nada que ver con aquel mundo social. Un mundo que no le impresionaba. De hecho, le repugnaba. En el aparcamiento estaban los BMW con que los alumnos iban al centro, luego estaban los coches del profesorado, los Honda y demás, y después estaba el suyo, un cacharro de doce años que había empezado a oxidarse, con matrícula de Maine y una cuerda para cerrar la portezuela trasera porque le faltaba la maneta. Un hombre completamente independiente, como nadie que yo hubiera conocido hasta entonces. Le importaba un bledo el sistema de castas de Kinkaid. Era mi profesor de historia. La nuestra era la única clase de la escuela donde se abordaban los acontecimientos de la actualidad.
ÉL:
¿Cómo empezó?
ELLA:
¿Cómo empezó? Teníamos una reunión semanal en su despacho. Él me abrió un mundo de ideas cuya existencia yo desconocía por completo. Iba allí y hablábamos, hablábamos y hablábamos, y yo sentía algo por él y, pese a las experiencias tempranas que tan perpleja te dejan (y, tanto si lo sabes como si no, ahora son algo universal), yo seguía siendo una niña, nada más que una niña, y no tenía ni idea de lo que era el sentimiento sexual. (Sonríe.) Pero él sí lo sabía. Era algo maravilloso. Así que fue el primero.
ÉL:
¿Cuánto duró?
ELLA:
Todo aquel año. Cuando me marché a la universidad, planeamos seguir juntos. Y me quedé desolada cuando no lo hicimos. Lloré durante gran parte del primer semestre en la universidad. Pero ya no tenía trece años. Esta vez me espabilé y logré superarlo. Hice amigas, conocí a sus chicos, y me recuperé. Me divertía. Sí, iba a la universidad, él dejó de devolver mis llamadas y me divertía.
ÉL:
El joven idealista debía de tener otra muchacha de diecisiete años.
ELLA:
No te gusta más de lo que te gusta el jugador de tenis.
ÉL:
Eso no debería resultar difícil de imaginar para una chica que fue a Kinkaid desde el parvulario hasta el último año de enseñanza media.
ELLA:
Al cabo de un año me escribió una carta, cuando yo ya lo había superado por completo. Decía que lo había hecho porque pensó que sería lo mejor para mí, y que se había sentido tan confuso… Pero lo más probable es que tengas razón.
ÉL:
No creo que pueda soportar esto más.
ELLA:
¿Por qué no? (Una ligera risa.) Solo te he hablado de uno.
ÉL:
Solo me has hablado de tres. Pero me hago una idea. Fuiste una seductora desde muy pronto.
ELLA:
¿Eso te sorprende?
ÉL:
No, tan solo me mata.
ELLA:
¿Por qué?
ÉL:
Oh, Jamie.
ELLA:
¿No quieres decirlo?
ÉL:
¿Decir qué?
ELLA:
Decir por qué te mata.
ÉL:
Porque estoy loco por ti.
ELLA:
Bien… solo quería escucharlo.
ÉL:
(Larga pausa, durante la que es más bien él quien experimenta dolor; lo que ella siente es curiosidad.) Bueno. Así termina nuestra entrevista para el trabajo de «mujer que abandona a su marido por el hombre muchísimo mayor». Te llamaré.
ELLA:
¿Me llamarás?
ÉL:
Te llamaré y te haré saber cómo lo has hecho.
ELLA:
De acuerdo.
ÉL:
¿Estás libre para el trabajo?
ELLA:
Si me ofreces el puesto, tendré que estudiar si puedo o no organizar mi vida a fin de hacer bien el trabajo. Entonces seré yo quien se ponga en contacto contigo.
ÉL:
Eso no es justo. He perdido mi autoridad.
ELLA:
¿Qué sensación te produce?
ÉL:
He venido aquí lleno de autoridad. Me marcho sin rastro de ella.
ELLA:
¿Es una buena sensación?
ÉL:
Un hombre desorientado por todo lo que en el pasado conoció tan bien es ahora para más inri un hombre perdido. Me marcho.
ELLA:
Estar a solas conmigo nunca mejora la situación.
ÉL:
No puede mejorarla.
ELLA:
Cuanto más mejora, más empeora.
ÉL:
Esa es la situación. Sí.
(Él se levanta y se marcha. Fuera, en los escalones del edificio de ella, frente a la iglesia, recuerda algo: El retorno del nativo, el título de la novela de Hardy con el marcador de ovejas. ¿Tiene buena memoria para los libros? No, ni siquiera para los libros. Solo ahora recuerda el nombre de la trágica heroína que siempre le ha cautivado: Eustacia Vye. No avanza hacia la calle, pero tiene que hacer un gran esfuerzo para reprimir el deseo de regresar, pulsar el timbre y decirle: «Él retorno del nativo, Eustacia Vye», y de ese modo volver arriba y estar a solas con ella. Nunca se besan, él nunca la toca, nada: esta es su última escena de amor. La memoria le ha fallado en esa única ocasión. Durante toda la conversación, una sola vez. Dos veces: cuando ella le preguntó cuánto tiempo llevaba solo. ¿O le había hecho esa pregunta el día anterior? ¿O realmente se lo había preguntado? Bueno, ella no tiene que saber de su pérdida de memoria más de lo que ha visto hasta ahora. De modo que nunca se besan y él nunca la toca… ¿y qué? ¿Se lo toma muy apecho? ¿Y qué? ¿Su última escena de amor? Que lo sea. No importa. El remordimiento debe esperar.)