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EL CEREBRO DE AMY

Cuando por fin alcé el auricular para escuchar el mensaje, allí estaba la voz que había acertado a oír el jueves anterior cuando salía del hospital, la voz juvenil de la anciana Amy Bellette. «Nathan Zuckerman —decía—, me he enterado de su paradero gracias a una nota que me ha dejado en el buzón un pelmazo monumental llamado Richard Kliman. No sé si se molestará en responderme ni si me recordará siquiera. Nos conocimos en Massachusetts en mil novecientos cincuenta y seis. Fue en invierno. Yo había sido alumna de E. I. Lonoff en la Universidad de Athena. Estaba trabajando en Cambridge. Usted era un escritor novato de la Colonia Quahsay. Aquella noche ambos éramos huéspedes de Lonoff. Una noche nevada en los Berkshires hace muchísimo tiempo. Si no responde a mi llamada, lo comprenderé.» Tras dejar un número de teléfono, colgó.

Una vez más actué sin pensar, ni siquiera en el motivo de Kliman, que era inescrutable para mí: ¿qué podía esperar conseguir poniéndonos en contacto a Amy y a mí? Pero no me paré a pensar en Kliman, ni tampoco consideré qué podría haber impulsado a aquella frágil mujer, que o bien se estaba recuperando o bien muriendo de cáncer cerebral, a comunicarse conmigo en cuanto se enteró por Kliman de que yo andaba por allí. Ni tampoco me detuve a preguntarme por qué resultaba tan fácil provocar en mí una reacción cuando lo único que quería era enmendar el error que había cometido al intentar mejorar las cosas y regresar a casa para reanudar una vida que está más allá de mis limitaciones.

Marqué su número como si fuese el código para restaurar la plenitud de la que en otro tiempo todos disfrutamos; lo marqué como si hacer que toda una vida girase en el sentido contrario al de las agujas del reloj fuese algo tan natural y corriente como ajustar de nuevo el cronómetro del horno de la cocina. Los latidos de mi corazón volvían a ser discernibles, no porque previera ansiosamente estar al alcance de los brazos de Jamie Logan, sino porque imaginaba el cabello negro de Amy, sus ojos oscuros y la expresión confiada de su rostro en 1956, porque recordaba su soltura, su encanto y su rapidez de mente, ocupada en aquel entonces por Lonoff y la literatura.

Mientras sonaba el teléfono, recordé su imagen en el restaurante, cuando se quitó el desvaído gorro de lluvia para revelar el cráneo desfigurado y el deterioro que le había causado la mala suerte. «Demasiado tarde», me dije en aquella ocasión, y me levanté, pagué el café y me marché sin abordarla. «Déjala con su fortaleza.»

Me hallaba en ese momento en una habitación estándar del hotel Hilton, anodina y carente de cualquier detalle personal, pero mi determinación de llegar a ella me había transportado casi cincuenta años atrás, cuando mirar a una muchacha exótica con acento extranjero le parecía a un chico sin mundo la respuesta a todo. Ahora, al marcar el número, era un ser dividido, ni más ni menos integrado que cualquier otro, tanto el novato con quien ella se encontró en 1956 como el improbable espectador (con la imprevisible biografía) en que se había convertido en 2004. Sin embargo, nunca había estado menos libre de aquel novato y su maraña de inocente idealismo, precoz seriedad, nerviosa curiosidad y deseo sensual, todavía cómicamente sin gratificar, que mientras esperaba a que me respondiera. Cuando lo hizo, no supe a quién representarme al otro extremo de la línea: si a la Amy de entonces o a la de ahora. La voz transmitía la radiante frescura de una muchacha a punto de ponerse a bailar, pero la cabeza abierta por el bisturí seguía siendo una imagen demasiado lúgubre para poder suprimirla.

—Le vi en el pequeño restaurante de Madison y la Noventa y seis —me dijo Amy—. No me atreví a hablarle. Ahora es usted tan importante…

—¿Lo soy? No allá donde vivo. ¿Qué tal está, Amy? —le pregunté, sin mencionar que, atónito por la brutalidad de su transformación, tampoco me había atrevido a acercarme a ella—. Recuerdo muy bien la noche en que todos nos conocimos, la noche nevada de mil novecientos cincuenta y seis. No me enteré de que seguía casado con su esposa en el momento de su muerte hasta que leí la necrológica. Creía que se había casado con usted.

—No nos casamos. Él no podía hacerlo. Pero eso no tuvo importancia. Estuvimos juntos cuatro años, principalmente en Cambridge. Vivimos un año en Europa, volvimos a casa, él escribió y escribió, dio algunas clases, cayó enfermo y murió.

—Estaba escribiendo una novela —le dije.

—Casi con sesenta años y escribiendo una primera novela. Si la leucemia no le hubiera matado, esa novela lo habría hecho.

—¿Por qué?

—Por el tema. Cuando Primo Levi se suicidó, todo el mundo dijo que lo había hecho por haber estado internado en Auschwitz. Yo pensé que se debía a lo que había escrito acerca de Auschwitz, al doloroso trabajo de su último libro, a la contemplación de aquel horror con tanta claridad. Levantarse cada mañana para escribir ese libro habría matado a cualquiera.

Se refería a Los hundidos y los salvados de Levi.

—Manny sufría de esa manera. —Era la primera vez en mi vida que le llamaba así. En 1956 yo era Nathan, ella Amy, y él y Hope eran el señor y la señora Lonoff.

—Las cosas se combinaron para hacerle desdichado.

—Así que también usted lo pasó mal cuando consiguieron lo que los dos querían —le dije.

—Lo pasé mal porque era lo bastante joven para pensar que aquello era también lo que yo quería. Él sabía que no era más que lo que creía que quería. Una vez que se libró de ella y por fin estuvo conmigo, todo cambió: estaba sombrío, distante, irascible. Le atormentaban los remordimientos, era terrible. Cuando vivíamos en Oslo había noches en las que permanecía tumbada a su lado, sin hacer ningún movimiento, rígida de ira. A veces rezaba para que se muriese mientras dormía. Entonces enfermó y nuestra relación volvió a ser idílica, tal como lo había sido cuando era alumna suya. Sí —añadió, recalcando el hecho que no quería ocultar—, eso es lo que sucedió: en la adversidad nos sentíamos extrañamente arrebatados, y cuando no había ningún obstáculo éramos desdichados.

—Puedo imaginarlo —le dije, y pensé: Arrebato. Sí, lo recuerdo. Hay que pagar un alto precio por ello.

—Se puede imaginar, pero es desconcertante —replicó ella.

—No, en absoluto. Por favor, siga.

—Las últimas semanas fueron espantosas: estaba confuso y se pasaba la mayor parte del tiempo durmiendo. A veces hacía ruidos y agitaba las manos en el aire, pero nada de lo que decía era comprensible. Pocos días antes de morir tuvo un tremendo acceso de cólera. Estábamos en el baño. Yo estaba arrodillada ante él, cambiándole el pañal. «Esto es como las novatadas en la universidad», me dijo. «¡Vete de aquí!», y me golpeó. Nunca había pegado a nadie en toda su vida. No puedo decirle lo eufórica que me sentí. Aún tenía fuerzas suficientes para golpearme así. ¡No va a morir! ¡No va a morir! Durante días apenas había estado consciente. O había sufrido alucinaciones. «Estoy en el suelo», gritaba desde la cama. «Levántame del suelo.» Vino el médico y le dio morfina. Entonces, una mañana, habló. Todo el día anterior había estado inconsciente. Dijo: «El fin es tan inmenso, es su propia poesía. Necesita poca retórica. Limítate a exponerlo con sencillez». Yo no sabía si estaba citando a alguien, recordando algo de sus lecturas, o si se trataba de su último mensaje. No podía preguntárselo. No importaba. Lo único que hice fue sostenerle la cabeza y repetirle sus palabras. Ya no pude contenerme más y rompí a llorar, pero lo dije. «El fin es tan inmenso, es su propia poesía. Necesita poca retórica. Limítate a exponerlo con sencillez.» Y Manny se esforzó por asentir, y he buscado esa cita desde entonces, Nathan. No puedo encontrarla. ¿Quién dijo eso, quién lo escribió? «El fin es tan inmenso…»

—Parece suyo. Su estética en pocas palabras.

—Y dijo más. Tuve que acercar el oído a su boca para oírle. «Quiero un afeitado y un corte de pelo», me dijo apenas audiblemente. «Quiero estar limpio.» Fui en busca de un barbero. Tardó más de una hora, porque Manny no podía mantener la cabeza erguida. Cuando terminó, acompañé al barbero a la puerta y le di veinte dólares. Y cuando volví junto a la cama, Manny estaba muerto. Muerto pero limpio. —Al llegar aquí se interrumpió, aunque solo por un instante, y de todos modos no tenía nada que decirle. Yo sabía que él había muerto, y ahora sabía cómo, y aunque nos habíamos visto una sola vez, me produjo una gran conmoción—. Lo tuve para mí aquellos cuatro años, cada día y cada noche, y me alegro de ello —siguió diciendo—. Veía su cabeza calva reluciente bajo la lámpara de lectura, le veía allí sentado cada noche después de cenar, subrayando cuidadosamente lo que leía y deteniéndose a pensar y anotar una frase en su cuaderno, y me decía: Solo existe un hombre así.

Una mujer que ha vivido cincuenta años recordando cuatro… toda una vida definida por esa circunstancia.

—Debo decirle que Kliman también me ha estado incordiando acerca de él —le informé.

—Lo imaginé cuando vi que era él quien me conducía a usted. Quiere escribir la biografía que confié en que nadie haría. Una biografía, Nathan. No quiero una cosa así. Es una segunda muerte. Pone otro fin a una vida al vaciarla en hormigón para siempre. La biografía es la patente de la vida… ¿y quién es ese muchacho para tener la patente? ¿Quién es él para ser el juez de Manny? ¿Quién es él para fijarlo a perpetuidad en las mentes de la gente? ¿No le parece alguien excesivamente superficial?

—No importa lo que parezca ni siquiera lo que sea. Lo único que importa es que usted no lo quiere. ¿Qué puede hacer para detenerlo?

—¿Yo? —Se rio débilmente—. No puedo hacer nada. Los manuscritos de todos los relatos están en Harvard. Puede ir a examinarlos, están al alcance de todo el mundo, aunque la última vez que fui a ver, ni una sola persona los había solicitado en treinta y dos años. Por suerte nadie parece dispuesto a hablar con el señor Kliman, por lo menos nadie que yo conozca. Desde luego, no aceptaré verle de nuevo. Pero nada de eso bastará forzosamente para detenerlo. Si lo que escribe es un puro invento, no hay manera legal de remediarlo. No se puede difamar a los muertos. Y si difama a los vivos, si manipula los hechos a su antojo, ¿quién tiene suficientes recursos para demandarle, a él o al editor al que vende su basura?

—Los hijos de Lonoff. ¿Qué sabe de ellos?

—Esa es una saga para otra ocasión. Nunca se mostraron muy entusiasmados con la joven fascinada que les roba al renombrado viejo. O el renombrado viejo que abandona a una esposa ya mayor por la joven fascinada. El nunca se habría ido si Hope no le hubiera presionado, pero los hijos habrían preferido que él siguiera con su madre hasta tenerlo convenientemente asfixiado. Su tenacidad, su austeridad, sus logros… era como si le hubieran elegido para escalar el monte Everest y entonces, al llegar a la cima, no pudiera respirar. La hija era la que más me despreciaba. Una persona de impecable virtud, vestida con ropa de arpillera y que solo leía a Thoreau… podía tratar con ella, pero nunca supe cómo enfrentarme a las lady Sneerwell, las doña Virtudes. Estas o bien me desdeñaban o bien me ignoraban. Eran las buenas mujeres de la comunidad tolerante y liberal de Cambridge, Massachusetts, área mil novecientos sesenta, cuando uno de los placeres habituales de las esposas de los profesores era la desaprobación moral. Manny decía: «Te alteras demasiado por algo que no tiene importancia». Manny era el maestro de la manera impersonal de considerar las cosas, pero yo era incapaz de adquirir esa destreza, incluso del hombre que me había enseñado a leer, escribir, pensar, a saber lo que valía la pena saber y lo que no. «Deja de estar tan intimidada. Esas gentes son personajes cómicos salidos de La escuela del escándalo.» Fue él quien bautizó a la esposa de nuestro distinguido decano como lady Sneerwell. Cuando íbamos a una cena en Cambridge, para mí podía ser insoportable. Por eso quise que nos marcháramos al extranjero.

—Y para él no era insoportable.

—A él no le preocupaban esas cosas. En público podía burlarse del prejuicio general. Estaba en su naturaleza. Pero yo no era más que la chica bonita que había sido alumna suya en Athena. En mi infancia había pasado por cosas peores, desde luego, mucho peores, pero entonces tenía una familia que me rodeaba.

—¿Qué fue de Hope?

—Está en algún centro asistencial de Boston. Padece Alzheimer —dijo Amy, confirmando lo que me había dicho Kliman—. Tiene más de cien años.

—Tal vez podríamos vernos —le propuse—. ¿Puedo invitarla a cenar? ¿Le parece bien que vayamos a cenar esta noche?

Su risa ligera y agradable desmentía lo que estaba a punto de decir.

—Ya no soy la chica con la que usted fantaseaba aquella noche de mil novecientos cincuenta y seis. A la mañana siguiente, cuando se produjo el alboroto… ¿recuerda el histérico alboroto de Hope cuando fingió que se marchaba de casa para dejarle conmigo? Aquella fue la mañana en que usted me dijo, ¿recuerda?, que tenía «cierto parecido con Ana Frank».

—Lo recuerdo.

—Me han operado del cerebro, Nathan. No estaría cenando con una muchacha candorosa.

—Tampoco yo soy lo que fui. Aunque su voz no resulta menos encantadora. Nunca he sabido de dónde procede ese acento. Nunca supe de dónde era usted. Debió de ser Oslo. Donde conoció peores cosas fue en Oslo, bajo los nazis, cuando era una niña judía. Ese debió de ser el motivo por el que los dos se fueron a vivir allí.

—Ahora parece usted el biógrafo.

—El enemigo del biógrafo. El obstáculo del biógrafo. Ese muchacho lo entendería todo tan mal que excedería incluso los peores temores de Manny. Ayudaré en lo que pueda —le aseguré, lo cual era indudablemente lo que ella había esperado oír cuando la incitaron a ponerse en contacto conmigo.

Así pues, convinimos una cita para aquella noche, sin haber intercambiado una sola palabra sobre la revelación con la que Kliman confiaba en impulsar su carrera literaria.

Pero, por lo demás, habíamos dicho muchas cosas. Dos personas que solo se han visto una vez, pensé, y que van directos al meollo del asunto sin que ninguno de los dos muestre la menor reserva hacia el otro. Había algo emocionante en esa situación, aunque lo que me indicaba era que probablemente ella estuviera tan sumida en la soledad como yo. O tal vez existiera una intimidad inmediata entre dos completos desconocidos tan solo porque se habían visto antes. ¿Antes de qué? Antes de que todo sucediera.

Me concedí quince minutos para ir caminando desde el hotel al restaurante donde había quedado con Amy a las siete. Tony estaba allí para darme la bienvenida y acompañarme a mi mesa.

—¡Cuánto tiempo ha pasado! —me dijo jovialmente, retirando la silla para que me sentara.

—Vas a verme más a menudo, Tony. Voy a pasar una temporada en la ciudad.

—Me alegro —replicó—. Después del once de septiembre, algunos de nuestros clientes habituales se trasladaron con sus hijos a Long Island, al norte del estado, a Vermont… se mudaron, se diseminaron por todas partes. Respeto lo que hicieron, pero fue a causa del pánico, ¿sabe? Pronto volvió la normalidad, pero debo serle sincero: después de aquello perdimos algunos magníficos clientes. ¿Usted solo, señor Zuckerman?

—Seremos dos —respondí.

Pero ella no vino. Me había olvidado de traer su número de teléfono, por lo que no podía llamarla para averiguar si ocurría algo. Pensé que tal vez la avergonzara demasiado dejarme ver de cerca a una anciana debilitada con la cabeza medio rapada y una cicatriz que la desfiguraba. O tal vez había reflexionado y ya no quería que yo interviniera en su nombre ante Kliman ni revelarme, como tendría que haber hecho, los supuestos episodios de la juventud de Lonoff que ella, como guardiana de la memoria de aquel hombre tan meticulosamente reservado, temía que se hicieran públicos.

Esperé durante más de una hora, sin pedir más que una copa de vino por si ella aún se presentaba, antes de caer en la cuenta de que aquel no era el restaurante en el que habíamos quedado en encontrarnos. Yo había ido al de Pierluigi de forma automática, seguro de que le había propuesto cenar allí, y ahora no podía recordar si le había pedido a Amy que ella misma sugiriese un restaurante que le gustara. Si lo había hecho, desde luego no recordaba cuál era. Y la idea de que ella pudiera haber estado sentada allí sola durante todo aquel tiempo, imaginando que le había dado plantón (por la manera en que me había descrito su aspecto), me hizo bajar apresuradamente la escalera para telefonear al hotel y averiguar si había recibido algún mensaje. Había uno: «He esperado durante una hora y me he ido. Lo comprendo».

Horas antes había entrado en una tienda para comprar los artículos de aseo que había olvidado traer de casa. Cuando pagaba, le pregunté a la dependienta: «¿Podrías ponérmelo en una caja?». Ella me miró con extrañeza: «No tenemos cajas», respondió. «Quería decir en una bolsa —le dije—, en una bolsa, por favor.» Un error minúsculo, pero inquietante de todos modos. Ahora cometía casi a diario errores al hablar, y a pesar de las anotaciones que hacía con diligencia en mi cuaderno de tareas, a pesar de los continuos intentos de permanecer concentrado en lo que estaba haciendo o me proponía hacer, frecuentemente olvidaba cosas. Había empezado a observar que, cuando hablaba por teléfono, las personas bienintencionadas trataban a veces de ser serviciales terminando o completando mis frases antes de percatarme de que había titubeado o hecho una pausa en busca de la siguiente palabra, o de que habían pasado por alto indulgentemente el error cuando, sin proponérmelo (como lo había hecho solo unos días atrás al hablar con Belinda, la mujer de la limpieza), acuñaba una nueva expresión como «sentido en el ala» en lugar de «sentido en el alma», o cuando me dirigía a un conocido de Athena con el nombre de otro, o cuando el nombre de una persona se me iba de la cabeza mientras hablaba con ella y tenía que esforzarme en silencio por encontrarlo. Tampoco la vigilancia parecía ser de mucha ayuda contra lo que no parecía tanto un desgaste de la memoria como un deslizamiento en la insensatez, como si algo diabólico que residiera en mi cerebro pero con una mente propia (el diablillo de la amnesia, el demonio del olvido, contra cuyos poderes de destrucción no podía oponer ninguna fuerza eficaz) me empujara a cometer esos lapsus tan solo por la diversión de contemplar cómo degeneraba, la jubilosa y definitiva meta de convertir a alguien cuya agudeza como escritor estaba sostenida por la memoria y la precisión verbal en un hombre inútil.

(Ese es el motivo por el que, algo impropio de mí, trabajo aquí con toda la rapidez que puedo y mientras puedo, aunque soy incapaz de avanzar tan rápidamente como debería debido al mismo impedimento mental que me estoy esforzando en sortear. Ya nada es cierto excepto que este será con toda probabilidad mi último intento de buscar a tientas palabras para combinarlas en las frases y los párrafos de un libro. Porque ahora consiste en tantear de forma permanente, un tanteo que va mucho más allá de la angustiosa búsqueda de fluidez que constituye, en principio, la escritura. Durante el último año de trabajo en la novela que recientemente envié a mi editor, descubrí que debía luchar a diario contra la amenaza de la incoherencia. Cuando hube terminado —es decir, cuando, después de cuatro borradores, no pude ir más allá—, no lograba distinguir si el desorden mental malograba la lectura del manuscrito completo o si la lectura era precisa y el desorden mental se reflejaba en la escritura. Como de costumbre, envié el manuscrito a mi lector más incisivo, que en el pasado remoto fue compañero de estudios en la Universidad de Chicago y en cuya intuición confiaba por completo. Cuando me dio su informe por teléfono, supe que había prescindido de su franqueza habitual y que, por cortesía, disimulaba al decirme que él no era el mejor público para ese libro y me pedía disculpas por no tener nada útil que decir, puesto que se sentía tan distanciado de un protagonista hacia el que yo me mostraba totalmente afín que no había logrado mantener el interés para poder ayudarme.

No le presioné, ni siquiera me sentí perplejo. Comprendía la táctica que ocultaba sus pensamientos, aunque al conocer tan bien como conozco los atributos críticos de mi amigo y saber que sus observaciones nunca eran accidentales, habría tenido que ser ingenuo en extremo para que su reacción no me afectara. En lugar de sugerirme que me embarcara en un quinto borrador, ya que, a juzgar por el cuarto, había supuesto que hacer los sustanciales cambios que él consideraba necesarios sería plantear una exigencia desmesurada a lo que quedaba de mis propios atributos, pensó que lo mejor era culpar a los suyos de una limitación inexistente, como la carencia de afinidad imaginativa, en vez de a aquello que había concluido que ahora me faltaba. Si había interpretado correctamente su reacción, si, como creía, su lectura era una dolorosa réplica de la mía, ¿qué iba a hacer con un libro en el que había trabajado durante cerca de tres años y que consideraba al mismo tiempo insatisfactorio y terminado? Como nunca hasta entonces me había enfrentado a semejante apuro —en el pasado había logrado invocar a la inventiva y reunir la energía necesaria para combatir hasta llegar a una resolución—, pensé en lo que dos escritores estadounidenses de primer orden habían hecho cuando notaban un declive de sus facultades o una debilidad en una obra que se resistía tenazmente a la reparación. Podría hacer lo mismo que hizo Hemingway —y no solo hacia el final de su vida, cuando los embates del sufrimiento físico, la decadencia alcohólica, la fatiga mental y la depresión suicida desplazaron a la fuerza colosal, la existencia activa y el conflicto violento, sino incluso en los años de esplendor, cuando su fuerza era insondable, su beligerancia radiante y la superioridad de su prosa consolidó su fama en el mundo entero— y dejar el manuscrito a un lado, bien con la intención de reescribirlo más adelante, bien con la de dejarlo inédito para siempre. O podría hacer lo que hizo Faulkner y entregar obcecadamente el manuscrito terminado para su publicación, permitiendo que el libro en el que había trabajado sin descanso, y que no podía llevar más allá, llegara al público tal como estaba y procurase las satisfacciones que pudiera.

Yo necesitaba una estrategia con la que aguantar y seguir adelante —¿quién no la necesita?— y, para bien o para mal, equivocado o no, la última fue la que elegí, aunque creyendo solo vagamente que tendría el efecto menos perjudicial sobre mi capacidad de proseguir, en el crepúsculo de mi talento, sin un excesivo descrédito. Y eso fue antes de que las cosas estuvieran tan mal como ahora y el deterioro hubiera avanzado hasta el punto en que ni siquiera puedo hallar en parte alguna la más incierta salvaguarda, en que ya no se trata de que, al cabo de uno o dos días, sea incapaz de recordar los detalles del capítulo anterior, sino de que, solo al cabo de unos minutos, soy incapaz de recordar gran cosa de la página anterior.

Cuando decidí buscar ayuda médica en Nueva York, el escape que experimentaba no era solo el de mi pene, ni el mal funcionamiento estaba restringido al esfínter de la vejiga; ni tampoco podía seguir confiando en que la crisis que se disponía a alterar mi vida confinaría la pérdida únicamente al ámbito del cuerpo. Esta vez era mi mente, y esta vez a mi premonición se le concedía algún tiempo antes de que se cumpliera, aunque, por lo que sabía, no mucho más.)

Le pedí disculpas a Tony, salí del restaurante sin haber cenado y regresé al hotel. Pero, una vez en la habitación, no pude encontrar el número telefónico de Amy por ninguna parte. Estaba seguro de que lo había anotado en una hoja de bloc que había dejado sobre la mesilla de noche, pero no estaba allí, ni tampoco en la cama ni en el escritorio ni en la alfombra, que examiné con las yemas de los dedos de una mano mientras la recorría lentamente de rodillas. Miré debajo de la cama, pero tampoco estaba allí. Busqué en los bolsillos de todas las prendas que había traído conmigo, incluso de las que no me había puesto. Registré a fondo la habitación, hasta en lugares donde era imposible que estuviera, como el minibar, hasta que se me ocurrió sacar la cartera, y allí estaba el trozo de papel con el número de teléfono… donde había estado desde el principio. No había olvidado llevármelo al restaurante de Pierluigi, había olvidado que lo había llevado.

La luz del teléfono parpadeaba. Pensando que la llamada podría ser un segundo y más largo mensaje de Amy, descolgué el aparato y escuché. Era Billy Davidoff, que me llamaba desde mi propia casa. «Nathan Zuckerman, es una vivienda magnífica. Pequeña, pero perfecta para nosotros. He hecho fotos, espero que no le importe. A Jamie le encantará la casa, el estanque, el pantano al otro lado de la carretera… en fin, todo, todo el lugar. Y Rob Massey es una joya. Completemos los trámites cuanto antes. Redactaremos cualquier documento que haga falta. Dice Rob que, cuando nos hayamos instalado, le llevará ahí sus cosas, pero si necesita algo enseguida puedo llevárselo esta noche. Estaré una hora más por aquí si quiere llamarme. Luego hablamos. Y gracias. Vivir aquí va a ser de gran ayuda.»

Quería decir de gran ayuda para Jamie. Cualquier cosa para Jamie. Tanta devoción. Qué dedicación la suya, y cuánto placer en proporcionarla. ¿Qué es lo que quiere Billy? Lo que Jamie quiera. ¿Qué es lo que complace a Billy? Lo que complazca a Jamie. ¿Qué es lo que absorbe al atento Billy? ¡Jamie, Jamie, Jamie! ¡Complacer a Jamie! ¡Ese acuerdo basado en la adoración jamás debería perder su poder, por increíble que tal cosa parezca, afortunada pareja! ¡Pero un día ella debería desdeñar sus atenciones, retirarle su aprobación, no dejarse arrastrar por su pasión, mísero, vulnerable, enternecido hombre! Él jamás pasará un día sin ella en que no la tenga cincuenta veces en su pensamiento. Ella no tendrá ninguna compasión con los sentimientos de sus sucesoras. Él pensará en ella hasta que muera. Pensará en ella mientras se esté muriendo.

Eran las ocho y media. Si Billy permanecía allí una hora más, no llegaría al piso de la calle Setenta y uno Oeste hasta cerca de las doce. Yo podía llamarla con el pretexto de determinar la fecha para el intercambio de domicilios que ya no deseaba llevar a cabo. Podía llamarla y decirle la verdad, decirle: «Quiero verte, no poder verte me resulta insoportable». Hasta medianoche, aquella mujer joven de la cual solo había estado cerca tres veces, y fugazmente, estaría sentada en casa con sus gatos… o con los gatos y con Kliman.

Deja de experimentar torturándote a ti mismo. Sube al coche y vete. Tu gran exploración ha terminado.

El segundo mensaje era de Kliman. Me preguntaba si podía interceder por él ante Amy Bellette: ella le había hecho ciertas promesas antes de someterse a la intervención quirúrgica, y ahora se negaba a cumplirlas. Él tenía una copia de la primera mitad del manuscrito existente de la novela de Lonoff, y si ella no le permitía leer el resto, como le había asegurado que lo haría solo un par de meses atrás, no serviría de nada. Amy le había dado las fotos de la familia de Lonoff. Le había dado su aprobación. «Si le es posible, señor Zuckerman, ayúdeme, por favor. Ella no es la persona que era. Es por la operación. Por todo lo que le han quitado, por el daño que le han hecho. Hay un enorme déficit mental donde antes no lo había. Pero tal vez le escuche a usted.»

¿Kliman? Demasiado inverosímil. ¿Apestas, hueles mal, viejo, y luego me llama y, sin disculparse siquiera, me pide ayuda? ¿Después de haberle dicho que haré cuanto pueda por destruirle? ¿A tanto llega su audacia manipuladora, es así de chapucero, o es una de esas personas que se pegan a alguien y no lo dejan ir? Uno de esos que, al margen de lo que les digas para rechazarlos, no puedes alejar de ti. Hagas lo que hagas, no cesan en su empeño de intentar conseguir lo que quieren. Y, hagan lo que hagan, por muy atroces que sean las cosas que dicen, tienen la costumbre de no reconocer jamás que se han pasado irremediablemente de la raya. Sí, un muchacho guapo, corpulento, viril, con la certidumbre de su apostura, que no tiene ningún miedo a ofender y luego vuelve a presentarse ante ti como si nada hubiera ocurrido.

¿O acaso había habido entre nosotros un nuevo contacto del que me había olvidado? Pero ¿cuándo? «Tal vez le escuche a usted.» Pero ¿por qué imagina que Amy Bellette me escuchará cuando sabe que nos hemos visto una sola vez? ¿Y sabe siquiera eso? Por lo que concierne a Kliman, ella y yo nunca nos hemos visto. A menos que yo se lo haya dicho. Quizá ella se lo ha dicho. Ella debe de… ¡ella debe de haberle dicho eso también!

Puse el papel con el número de Amy junto al teléfono y marqué. Cuando ella respondió, lo que le dije fue un tanto similar a lo que había querido decirle a Jamie Logan:

—Quiero ir a verla. Me gustaría ir a verla ahora mismo.

—¿Dónde estaba usted? —inquirió ella.

—Me equivoqué de restaurante. Lo siento. Dígame dónde vive. Quiero hablar con usted.

—Vivo en un lugar terrible —replicó ella.

—Dígame dónde se encuentra, por favor.

Me lo dijo, y tomé un taxi hasta su domicilio en la Primera Avenida, porque tenía que averiguar si lo que estaban diciendo de Lonoff era cierto. No me preguntéis por qué tenía que hacerlo. No lo sabía. Y el carácter disparatado de mi búsqueda no me detuvo. Un anciano, con sus batallas a sus espaldas, que de repente siente el impulso de… ¿de qué? ¿No bastaba con haber vivido una vez las pasiones? ¿No bastaba con haber vivido una vez lo incognoscible? ¿Volvía a estar metido de lleno en la mutabilidad?

No estaba tan mal como había imaginado durante el trayecto, aunque no parecía apropiado que aquella mujer, la consorte superviviente del brillante escritor, llamara a aquel edificio su hogar. Junto a la entrada había un pequeño restaurante italiano y a su lado un bar irlandés, y no había cerradura en la puerta principal ni la puerta interior que daba acceso a la escalera. En el oscuro hueco bajo el primer tramo se hacinaban varios cubos metálicos de basura muy abollados. Cuando llamé a su timbre, junto a la hilera de buzones, vi que a uno de ellos le faltaba el cierre y la puerta con su ranura estaba entreabierta. No estaba seguro de si el timbre que pulsé funcionaba, y me sorprendí al oír la voz de Amy que me llamaba desde arriba:

—Cuidado, algunos peldaños están sueltos.

Unas pocas bombillas que pendían del techo iluminaban bastante bien la escalera, pero los pasillos que partían de cada rellano estaban a oscuras. El olor que impregnaba los corredores interiores del edificio podría ser de orina de gatos, de ratas o de ambos.

Ella me esperaba en el tercer descansillo, y la cabeza medio rapada y la solitaria trenza gris fue lo primero que vi de la anciana, cuya contemplación, enfundada en un amorfo vestido amarillo limón con el propósito de mostrar un aire alegre, resultaba ahora más lastimosa que con la bata de hospital que ella había reformado para poder usarla por la calle. Sin embargo, parecía ajena a su aspecto y casi feliz como una niña de verme. Me tendió la mano para que se la estrechara, pero en vez de eso me encontré besándola en ambas mejillas, un placer a cuya consecución habría dedicado un denodado esfuerzo en 1956. Besarla me parecía milagroso en todos los aspectos, y el más importante de ellos era que, salvo por la evidencia física que lo desmentía, la mujer era, ay, ella misma y no una impostora. Que hubiera sobrevivido a todas sus penosas experiencias para recibirme en aquel deprimente ambiente… ese era un solemne milagro, y casi daba la impresión de que verla, tener por fin un encuentro con ella, estar un momento con la mujer joven que ejerció un atractivo tan fuerte en mí casi cincuenta años atrás, era mi razón desconocida para haber ido a Nueva York, la razón por la que había ido e, impetuosamente, decidido quedarme. Encontrarme de nuevo con una persona al cabo de un lapso tan grande de tiempo, y después de haber padecido cáncer los dos, nuestros brillantes y jóvenes cerebros en su peor momento… tal vez por eso yo casi temblaba, y por eso ella se había puesto un largo vestido amarillo que, si alguna vez estuvo de moda, fue medio siglo atrás. Cada uno de nosotros tenía necesidad de aquella figura del pasado. ¡El tiempo, el poder y la fuerza del tiempo, y aquel viejo vestido amarillo sobre su cuerpo indefenso ensombrecido por la muerte! ¿Y si ahora me diera la vuelta y viese al mismo Lonoff subiendo por la escalera? ¿Qué le diría? «¿Todavía le admiro?» «¿Acabo de releerle?» «¿Vuelvo a ser un muchacho con usted?» Lo que él diría —podía oírselo decir— era: «Cuida de ella. La perspectiva de su sufrimiento es insoportable». Muerto era más corpulento de lo que había sido en vida. Había engordado en la tumba. «Tengo entendido —seguiría diciendo, adoptando enseguida un tono de benévolo sarcasmo—, que ya no eres tan gran amante. Eso debería facilitar las cosas.»

«Las flaquezas físicas no facilitan nada —repliqué—. Haré lo que pueda.» Tenía varios cientos de dólares en la cartera que podía darle ahora, y en el hotel extendería un cheque para enviárselo por la mañana, aunque debía recordar que, al marcharme, tenía que comprobar que el buzón sin cierre no fuera el suyo. En caso contrario, le haría llegar los fondos por otro conducto.

«Gracias», dijo Lonoff mientras yo entraba en el apartamento tras el vestido amarillo, un piso estrecho y alargado cuyas dos habitaciones interiores —un estudio y, tras una puerta arqueada, la cocina— carecían de ventanas. En la parte delantera, por encima del tráfico de la Primera Avenida y el restaurante, había una pequeña sala de estar con dos ventanas enrejadas, y en la parte trasera una habitación aún más pequeña con otra ventana enrejada en la que solo cabían una mesilla de noche y una estrecha cama. Tres ventanas. En la granja de Lonoff en los Berkshires debía de haber dos docenas de ventanas que no era necesario proteger.

El dormitorio daba a un pozo de ventilación, y abajo había un estrecho callejón trasero donde se almacenaban los cubos de basura del restaurante. Descubrí que, detrás de una puerta junto al fregadero de la cocina, había un lavabo del tamaño de un armario. En la cocina había una pequeña bañera alzada sobre patas terminadas en garras metálicas, encajada con un espacio de pocos centímetros de separación entre el frigorífico y los fogones. Dado que la parte delantera del apartamento era muy ruidosa debido a los autobuses, camiones y automóviles que circulaban a toda velocidad por la Primera Avenida, y que a la parte de atrás llegaba el estrépito constante de la cocina del restaurante, cuya puerta trasera permanecía abierta todo el año para que el local se ventilara, Amy me hizo pasar a su penumbroso estudio, donde reinaba un relativo silencio, entre montones de papeles y libros que atestaban los estantes a lo largo de las paredes y se apilaban en rimeros en torno a la base de la mesa de cocina con superficie de fórmica que le servía de escritorio. La lámpara sobre la mesa proporcionaba la única iluminación de la estancia. Era una botella ancha y alta de un marrón semitransparente, con un casquillo para la bombilla y una pantalla acanalada como un abanico y con la forma de un sombrero de ala ancha. La última vez que la vi fue cuarenta y ocho años atrás. Era la sencilla lámpara que Lonoff tenía en su mesa de trabajo. A un lado vi otra reliquia de su estudio, la gran butaca marrón oscuro acolchada en crin, moldeada en el transcurso de las décadas por el contorno de su macizo torso —y, me parecía a mí, la impronta de su pensamiento y la forma de su estoicismo—, la misma butaca desgastada por el tiempo desde la que me había intimidado con las más simples preguntas acerca de mis propósitos de juventud. Pensé: «¡Cómo! ¿Estás aquí?», y entonces recordé que ese mismo verso aparece en el poema «Little Gidding» de Eliot, en el momento en que el poeta recorre las calles antes del amanecer y se encuentra con el «espectro compuesto», que le dice con qué dolor se encontrará. «Pues las palabras del año pasado pertenecen al lenguaje del año pasado / Y las palabras del año próximo aguardan otra voz.» ¿Cómo empieza el espectro de Eliot? De una manera sardónica. «Déjame revelarte los regalos reservados a la edad.» Reservados a la edad. Reservados a la edad. No consigo ir más allá. Le sigue una terrible profecía que no recuerdo. Lo miraré cuando vuelva a casa.

En silencio, dirigí a Lonoff una observación que se me acababa de ocurrir: «Ya no eres treinta y tantos años mayor que yo. Ahora tengo diez más que tú».

—¿Ha comido algo? —me preguntó ella.

—No tengo hambre —respondí—. Me siento demasiado impresionado por estar con usted.

Hasta tal punto me afectaba una visita tan inimaginable que no pude decirle nada más. Por impreciso o elusivo que últimamente se hubiera vuelto mi pensamiento, mi recuerdo de Amy, a quien había visto una sola vez mucho tiempo atrás, seguía siendo nítido y marcado por la impresión que tuve en 1956 de que ella era una persona de una relevancia fuera de lo corriente. En aquel entonces llegué a concebir un guión minuciosamente detallado en el que le atribuía los atroces datos biográficos europeos de Ana Frank, pero de una Ana Frank que, para mis fines, había sobrevivido a Europa y a la Segunda Guerra Mundial para recrearse a sí misma, bajo seudónimo, como una universitaria huérfana de Nueva Inglaterra, una estudiante extranjera procedente de Holanda, alumna y luego amante de E. I. Lonoff, a quien un día, cuando ella contaba veintidós años, después de haber ido por su cuenta a Manhattan para ver la primera producción de El diario de Ana Frank, había confesado su verdadera identidad. Por supuesto, yo no tenía ninguno de los motivos del hombre joven para seguir elaborando tan aparatosa ficción. Los sentimientos que a mis veintitantos años se habían aprovechado de mi imaginación para ese fin habían desaparecido mucho tiempo atrás, junto con los imperativos morales que entonces me imponían eminentes patriarcas de la comunidad judía. Su denuncia de mis primeros relatos publicados como siniestras manifestaciones del «odio de un judío hacia sí mismo» no dejaron de escocerme pese al irritante fariseísmo de su amor a sí mismos como judíos, al que me opuse con todo mi odio; y me opuse transformando a la Amy de Lonoff en la martirizada Ana, con la que, sin más que una leve ironía, me imaginé queriendo casarme. Convertida en la vivaz y joven santa judía, Amy llegó a ser mi fortificación imaginaria contra la oprobiosa acusación.

—¿Qué desea beber? —me preguntó—. ¿Le apetece una cerveza?

No me habría importado algo más fuerte, pero ya no tomaba más de un vaso de vino en las comidas porque el alcohol aumentaba mis lapsos mentales.

—No, gracias. ¿Ha comido usted?

—No como —respondió ella. No hago tal o cual cosa… eso también se había convertido en una de mis muletillas.

—¿Está usted bien?

—Lo estuve. Estuve bien durante unos meses. Pero acaban de decirme que el condenado mal ha vuelto. Eso es lo que sucede: el destino está acechando y un día salta y grita «¡Buuu!». Cuando tuve el primer tumor, incluso antes de saber que lo tenía, hice cosas que no me gustaría repetir. Daba puntapiés al perro de mi vecino. Un perrito que estaba en el pasillo, ladrando sin parar y mordisqueándote los zapatos, un coñazo de perro que, en cualquier caso, no debería estar fuera de casa, y yo me revolvía y le daba una buena patada. Empecé a enviar cartas al New York Times. En la biblioteca pública me dio un ataque. Me volví completamente loca. Había ido allí a ver una exposición sobre E. E. Cummings. Cuando llegué aquí como estudiante me encantaba su poesía: «canto a Olaf alegre y corpulento». Al salir de la exposición de Cummings, vi que en el corredor, dispuesta a lo largo de las paredes, había una exposición mucho mayor y más espectacular, titulada «Hitos de la Literatura Moderna». Grandes retratos fotográficos colgados sobre vitrinas en las que se exhibían primeras ediciones con sus sobrecubiertas originales, y todo ello era una basura políticamente correcta de una estupidez supina. De ordinario, habría seguido mi camino y en el metro de vuelta a casa lo habría comentado con Manny. Él fue un activista del tacto… el tacto, el ingenio, la paciencia. La locura humana nunca le sorprendía. Incluso muerto, me tranquiliza mucho.

—¿Al cabo de cuarenta años? ¿No ha habido nadie en cuarenta años que llegara a ser lo bastante importante para tranquilizarla?

—¿Podría haberlo habido?

—¿Podría no haberlo habido?

—¿Después de él?

—Usted tenía treinta años cuando murió. Que un solo episodio defina toda su vida… Aún era joven. —Me abstuve de decir: «¿Aquellos pocos años echaron a perder todo lo que siguió?», porque para entonces la respuesta era obvia. Todo, hasta el último y más insignificante detalle.

—Eso no tiene importancia —replicó ella a lo que le había dicho.

—Entonces, ¿qué es lo que ha hecho?

—¿Hecho? Qué palabra. Hecho. He traducido libros: del noruego al inglés, del inglés al noruego, del sueco al inglés, del inglés al sueco. Eso es lo que he hecho. Pero lo que más hago es ir a la deriva. No he dejado de ir a la deriva, y ahora tengo setenta y cinco años. Así es como he llegado a los setenta y cinco: viviendo continuamente a la deriva. Pero usted no ha hecho eso. Su vida ha sido como una flecha. Usted ha trabajado.

—Y así he llegado a los setenta y uno. De un modo o de otro, como una flecha o a la deriva, se llega igualmente al final. ¿No fue nunca a aquella villa de Florencia con otra persona?

—¿Cómo sabe lo de la villa en Florencia?

—Porque él me habló de ella aquella noche. En abstracto, solo como algo en lo que había pensado. Y luego —le confesé—, los escuché a los dos. Me tomé la libertad de escuchar su conversación con él aquella noche.

—¿Cómo se las arregló?

—Yo dormía debajo de su habitación. Usted no puede recordar ese detalle. Él había dispuesto que durmiera en el sofá cama de su estudio. Me subí al escritorio y apliqué el oído al techo. Usted dijo: «Oh, Manny, podríamos ser tan felices en Florencia».

Esta revelación pareció satisfacerla enormemente.

—¡Pero bueno…! Era usted un chico muy malo. ¿Qué más? ¿Qué más? Tener un testigo de algo que pasó hace tanto tiempo… ¡qué regalo! ¡Cuénteme lo que pasó, chico malo! ¡Cuéntemelo todo!

¡Cuénteme, me estaba diciendo, cuénteme, por favor, ese momento íntimo con esa persona insustituible a la que amo y está muerta, hábleme en el día en que he sabido que ha regresado el tumor que me precipita hacia mi propia muerte, y en el que, para celebrarlo, me he puesto mi vestido amarillo!

—Ojalá pudiera —repliqué—, pero no recuerdo mucho más. Recuerdo Florencia porque él también la había mencionado… la villa en Florencia y la mujer joven que estaría allí con él y que haría la vida nueva y hermosa.

—«Nueva y hermosa»… ¿dijo eso?

—Creo que sí. ¿Fueron alguna vez a Florencia?

—¿Los dos? Nunca. Fui yo sola. Después de su muerte fui allí y me quedé un tiempo. Cortaba flores para su jarrón. Escribía en mi diario. Daba paseos. Alquilaba un coche y recorría los alrededores. Durante varios años, cada mes de junio me alojaba en una pensione de allí, me llevaba mi trabajo de traducción conmigo y practicaba todo el ritual.

—Y nunca se atrevió a ir allí con otra persona.

—¿Por qué tendría que haberlo hecho?

—¿Cómo puede alguien vivir en el recuerdo tanto tiempo?

—Nunca ha sido así. Hablo con él continuamente.

—¿Y él a usted?

—Oh, sí. Sorteamos la mar de bien la penosa circunstancia de su desaparición. Ahora somos tan distintos a todo el mundo y tan parecidos el uno al otro…

El impacto emocional que recibí al oír esto me hizo escrutarla a fondo, para ver si había dicho lo que se proponía decir, si mostraba una desmesura deliberada o si su cerebro deteriorado había pronunciado aquellas palabras accidentalmente, por así decirlo. Todo lo que vi fue una mujer a la que nadie protegía. Todo lo que vi fue lo que vio Kliman.

—¿Qué pensaría él de esta manera de vivir? —le pregunté—. ¿No habría querido que encontrara a alguien? ¿Qué pensaría de que haya vivido sola todos estos años? —Entonces añadí—: ¿Qué le dice él al respecto?

—Él nunca lo menciona.

—¿Qué piensa de que viva aquí, ahora, en este lugar?

—Oh, no nos molestamos en hablar de esas cosas.

—¿De qué, entonces?

—De los libros que leo. Hablamos de libros.

—¿De nada más?

—De cosas que ocurren. Le conté lo de la biblioteca.

—¿Y qué dijo?

—Lo que siempre dice. Se echó a reír y dijo: «Te tomas estas cosas demasiado en serio».

—¿Qué dice del tumor cerebral?

—No debo asustarme. Tiene mala pinta, pero no debo asustarme.

—¿Se cree lo que él le dice?

—Cuando hablamos, durante un rato desaparece el dolor.

—Solo hay amor.

—Sí, absolutamente.

—Bueno, ¿qué le dijo sobre lo de la biblioteca? Cuénteme el resto.

—Pues fui de un lado a otro de aquel pasillo hecha una furia, irritada con los escritores de las fotografías que habían escrito los grandes hitos de la literatura moderna. Perdí los estribos. Empecé a gritar. Dos guardias corrieron hacia mí, y en un abrir y cerrar de ojos me encontré en los escalones de la biblioteca. Debían de pensar que era una loca de las que van por la calle y había entrado allí. Yo pensaba lo mismo. Una mujer loca y maligna, con sus pensamientos malignos. En aquel entonces empecé a hablar por los codos. Todavía lo hago. Lo hago incluso cuando estoy sola. Verá, entonces aún no sabía lo del tumor. Eso ya lo he dicho. Pero ya estaba allí, en el fondo de mi cabeza, volviéndome del revés. Durante toda mi vida, cada vez que no podía encontrar el camino, siempre me he preguntado: ¿Qué haría Manny? ¿Qué haría Manny con este ridículo estado de cosas? Durante toda mi vida él ha estado aquí para guiarme. Estaba enamorada de un gran hombre. Eso dura. Pero entonces llegó el tumor y no podía oírle, no le oía por encima del estruendo incesante.

—¿Oye ruidos?

—No. Debería haber dicho «una nube». Es una nube. Tienes una nube de tormenta en la cabeza.

—¿Cuál era la basura políticamente correcta de una estupidez supina?

Ella se echó a reír, el rostro lleno de finas arrugas y sin ningún vestigio de la belleza antaño inscrita en él; el rostro se reía, pero a causa del cráneo medio rapado, con la pelusa recién salida y aquella diabólica cicatriz, la risa en sí estaba entreverada de todas las connotaciones erróneas.

—Puede imaginárselo. En la exposición estaba Gertrude Stein pero no Ernest Hemingway. Estaba Edna Saint Vincent Millay pero no William Carlos Williams ni Wallace Stevens ni Robert Lowell. Totalmente absurdo. Eso empezó en las universidades y ahora está en todas partes. Richard Wright, Ralph Ellison y Toni Morrison, pero no Faulkner.

—¿Y qué gritó usted? —le pregunté.

—Grité: «¿Dónde está E. I. Lonoff? ¿Cómo os atrevéis a dejar fuera a E. I. Lonoff?». Tenía la intención de decir: «¿Cómo os atrevéis a dejar fuera a William Faulkner?», pero el de Manny fue el nombre que me salió. Atraje a una considerable multitud.

—¿Y cómo descubrió que el tumor estaba allí?

—Tenía dolores de cabeza, unos dolores tan terribles que me hacían vomitar. Me ayudará a librarme de ese Kliman, ¿verdad?

—Lo intentaré.

—Esa cosa está volviendo. ¿Se lo había dicho?

—Sí —respondí.

—Alguien tiene que proteger a Manny de ese hombre. Cualquier biografía que escriba será el gran auto de resentimiento de una persona inferior. La profecía nietzscheana cumplida: el arte aniquilado por el resentimiento. Antes de que yo supiera que tenía el tumor, me hizo una visita. Fue poco después del fiasco de la biblioteca. Ya hablaba por los codos. Le serví té, y él era tan formal, y a mi tumor le parecía que hablaba con tanta inteligencia de los relatos de Manny… a mi tumor le parecía un ser puramente literario, un joven serio y educado en Harvard que no quería más que restaurar la reputación de Manny. A mi tumor Kliman le pareció un hombre cautivador.

—Pues debería haber encontrado cautivador al perro y haberle dado un puntapié a Kliman —comenté—. ¿Cómo le diagnosticaron lo que tenía?

—Me desmayé. Un día estaba poniendo la tetera en el fuego, encendí el gas, y lo siguiente que supe fue que había dos policías a mi lado en la sala de urgencias del hospital Lenox Hill. El portero olió el gas y me encontró ahí —señaló a nuestras espaldas, hacia la cocina con la bañera incorporada—, en el suelo, y pensaron que había intentado suicidarme. Eso me puso furiosa. Todo me ponía furiosa. En otro tiempo fui una chica dulce y agradable, ¿no es cierto?

—A mí me pareció que tenía buenos modales.

—Bueno, la verdad es que les eché una buena bronca a aquellos polis.

Por primera vez desde que la había estado esperando en Pierluigi, pensé que no era yo quien se había equivocado de restaurante, sino Amy. El tumor que había regresado la estaba poniendo de nuevo del revés: el tumor que había regresado e inducido un estado mental que al parecer no le permitía sentirse aterrada por su retorno. En dos ocasiones me había dicho que se le había reproducido, y no como si fuese aquella la noche del trascendental día en que se enteró, sino cada vez como si estuviera hablando de poco más que de un cheque que le habían devuelto por no tener fondos suficientes en la cuenta.

Al cabo de unos minutos de silencio, me dijo:

—Tengo sus zapatos.

—No comprendo.

—Al final me libré de toda su ropa, pero no pude separarme de sus zapatos.

—¿Dónde están?

—En el armario de mi dormitorio.

—¿Puedo verlos? —le pregunté, solo porque me pareció que ella quería que se lo preguntara.

—¿Le gustaría?

—Claro.

El dormitorio era minúsculo, y la puerta del armario solo se abría parcialmente antes de chocar contra un lado de la cama. Un cordón con el extremo deshilacliado pendía en el interior del armario, y cuando Amy tiró de él se encendió una bombilla de escaso vataje. Lo primero que vi colgado entre la docena aproximada de prendas fue el vestido que se había confeccionado con una bata de hospital. Entonces, alineados en el suelo, vi los zapatos de Lonoff. Cuatro pares, todos con las punteras hacia delante, todos negros, todos bastante desgastados. Cuatro pares de zapatos de un muerto.

—Están tal como él los dejó —me dijo Amy.

—Los ve a diario —observé.

—Cada mañana. Cada noche. En ocasiones más veces.

—¿No es inquietante verlos ahí?

—Qué va, al contrario. ¿Qué podría ser más consolador que sus zapatos?

—¿No tenía zapatos marrones? —le pregunté.

—Nunca usaba zapatos marrones.

—¿Se los calza alguna vez? —inquirí—. ¿Se los pone?

—¿Cómo lo ha sabido?

—Es algo humano. Así es la vida humana.

—Son mi tesoro —dijo ella.

—Yo también los atesoraría.

—¿Quiere un par, Nathan?

—Usted los ha tenido durante mucho tiempo. No debería renunciar a ellos.

—No sería una renuncia, sino una transmisión. Si me muero a causa de este tumor, no quiero que se pierda todo.

—Creo que debería quedárselos. Nunca se sabe cómo van a ir las cosas. Puede que los tenga aquí para contemplarlos durante varios años más.

—Esta vez es muy probable que me muera, Nathan.

—Conserve usted todos los zapatos, Amy. Guárdelos para él exactamente donde están.

Ella tiró del cordón que apagaba la luz y cerró la puerta del armario; luego cruzamos la cocina y regresamos a su estudio. Me sentía tan fatigado como si acabara de correr quince kilómetros a toda velocidad.

—¿Recuerda lo que habló con Kliman? —le pregunté ahora que había visto los zapatos—. ¿Recuerda lo que le dijo, cuando se reunieron?

—No creo que le dijera nada.

—¿Nada acerca de Manny, nada acerca de usted?

—No lo sé. No lo sé con exactitud.

—¿Le dio usted algo?

—¿Por qué? ¿Le ha dicho que lo hice?

—Dice que tiene fotocopias de la mitad del manuscrito de la novela de Manny, y que usted le prometió darle el resto.

—Jamás habría hecho tal cosa. No habría podido hacerlo.

—¿Es posible que lo hiciera el tumor?

—Oh, no, por el amor de Dios.

Sobre la mesa había varias hojas sueltas, y Amy, en un estado de agitación, se puso a manosearlas.

—¿Son páginas de la novela? —le pregunté.

—No.

—¿Está la novela aquí?

—Tengo el original en una caja de seguridad en Boston. Aquí tengo una copia, sí.

—Él no podía escribirla debido al tema.

Amy pareció alarmada.

—¿Cómo sabe eso?

—Usted me lo ha dicho.

—Ah, ¿sí? No sé lo que estoy haciendo. No sé qué me ocurre. Desearía que todo el mundo me dejara en paz con lo de ese libro. —Entonces miró las páginas que tenía en la mano y, riendo alegremente, añadió—: Esta es una brillante carta dirigida al Times. Es tan brillante que no la han publicado. Pero no me importa.

—¿Cuándo la escribió? —le pregunté.

—Hace unos días. Una semana. Publicaron un artículo sobre Hemingway. Tal vez fue hace un año. Quizá cinco años atrás. No lo sé. Tengo el artículo por aquí, en alguna parte. Lo había recortado, y la otra noche lo encontré, y me alteró tanto que me senté a escribir la carta. Un reportero había ido a Michigan para intentar descubrir a los modelos de la vida real en los que se inspiró Hemingway para sus relatos ambientados en la Península Superior. Así que les escribí y les dije lo que pensaba de eso.

—Parece muy larga para ser una carta dirigida a un periódico.

—Las he escrito todavía más largas.

—¿Puedo leerla? —le pregunté.

—No son más que las divagaciones de una vieja chiflada. La excrecencia de la excrecencia.

Salió bruscamente hacia la cocina para poner la tetera al fuego y preparar algo de comer, dejándome a solas con la carta. Estaba escrita a bolígrafo. Al principio pensé que no debía de haberla redactado en una sola noche, sino poco a poco a lo largo de varios días, semanas o meses, porque el color de la tinta cambiaba al menos un par de veces en cada página. Entonces me dije que no, que la había escrito de una sentada, en respuesta a un artículo publicado tal vez cinco años atrás, y que los diversos colores de la tinta atestiguaban solo la profundidad de su confusión. No obstante, las frases eran coherentes, y la manera de pensar no era en modo alguno la excrecencia de la excrecencia de su cerebro.

Al director:

Hubo un tiempo en que las personas inteligentes utilizaban la literatura para pensar. Esa época está llegando a su fin. Durante las décadas de la guerra fría, en la Unión Soviética y sus satélites europeos orientales se expulsaba a los escritores serios de la literatura; ahora, en Estados Unidos, es a la literatura a la que se expulsa como una sería influencia sobre la manera de percibir la vida. Los usos predominantes que se da ahora a la literatura en las páginas culturales de los periódicos progresistas y en las facultades universitarias de lengua y literatura inglesas están tan destructivamente en desacuerdo con los objetivos de la escritura imaginativa, así como con las recompensas que la literatura otorga al lector de mente abierta, que sería mejor que ya no se diera a la literatura ningún uso público.

Respecto al periodismo cultural de su periódico, cuanto más lo cultivan, peor se vuelve. En cuanto se entra en las simplificaciones ideológicas y el reductivismo biográfico del periodismo cultural, se pierde la esencia del artefacto. Su periodismo cultural es chismorreo de publicación sensacionalista disfrazado de interés por «las artes», y todo cuanto toca se contrae y reduce a aquello que no es. ¿Quién es la celebridad, cuál es el precio, cuál es el escándalo? ¿Qué transgresión ha cometido el escritor, y no contra las exigencias de la estética literaria, sino contra su hija, hijo, madre, padre, cónyuge, amante, amigo, editor o mascota? Sin la menor idea de lo que es innatamente transgresor en la imaginación literaria, el periodismo cultural siempre tiene en cuenta los falsos problemas éticos: «¿Tiene el escritor derecho a bla, bla, bla?». Se muestra hipersensible a la invasión de la intimidad perpetrada por la literatura a lo largo de milenios, mientras se dedica maníacamente a exponer en letra de molde, sin transformarlos en ficción, a aquellos cuya intimidad ha sido invadida y de qué manera. A una le sorprende la consideración que los periodistas culturales tienen hacia las barreras de la intimidad cuando se trata de la novela.

Hemingway situó sus primeros relatos en la Península Superior de Michigan, así que su periodista cultural viaja allá y averigua los nombres de los lugareños de quienes se dice que fueron los modelos de los personajes de esos relatos. La gran sorpresa es que ellos o sus descendientes creen que Ernest Hemingway no los trató bien en su obra. Estos sentimientos, por injustificados, infantiles o absolutamente imaginarios que puedan ser, se toman más en serio que la ficción, porque a su periodista cultural le resulta más fácil hablar de ellos que de la ficción. Jamás se pone en tela de juicio la identidad del informador del periodista, sino tan solo la integridad del escritor. Este trabaja a solas durante años y años, se lo juega todo en la escritura, revisa cada frase sesenta y dos veces y, sin embargo, carece de cualquier clase de conciencia, comprensión y objetivo literarios primordiales. Todo cuanto el escritor construye, meticulosamente, frase a frase y detalle a detalle, es una artimaña y una mentira. El escritor carece de motivo literario. Su interés por representar la realidad es nulo. Los motivos que orientan al escritor son siempre personales y, en general, ruines.

Y este conocimiento es un consuelo, pues resulta que esos escritores no solo no son superiores al resto de nosotros, como fingen serlo, sino que son peores que el resto de nosotros. ¡Esos terribles genios!

La manera en que la narrativa seria elude la paráfrasis y la descripción, obligando así a recurrir al pensamiento, es una molestia para su periodista cultural. Solo deben tomarse en serio sus fuentes imaginadas, solo esa clase de ficción, la ficción del periodista perezoso. La naturaleza original de la imaginación en esos primeros relatos de Hemingway (una imaginación que en un puñado de páginas transformó el relato breve y la prosa estadounidense) resulta incomprensible para su periodista cultural, cuya propia escritura transforma nuestros honrados vocablos ingleses en sandeces. Si le dijeras a un periodista cultural: «Fíjate solo en el interior del relato», no sabría qué decir. ¿Imaginación? La imaginación no existe. ¿Literatura? La literatura no existe. Todas las partes exquisitas, e incluso las que no lo son tanto, desaparecen, y no quedan más que esas personas con los sentimientos heridos a causa de lo que Hemingway les hizo. ¿Tenía Hemingway el derecho a…? ¿Tiene cualquier autor el derecho a…? Vandalismo cultural sensacionalista enmascarado como una responsable dedicación del periódico a «las artes».

Si yo tuviera un poder como el de Stalin, no lo dilapidaría en silenciar a los escritores imaginativos. Silenciaría a quienes escriben acerca de los escritores imaginativos. Prohibiría todo debate público sobre literatura en periódicos, revistas y publicaciones académicas. Prohibiría la enseñanza de la literatura en las escuelas, los institutos, los colegios mayores y las universidades de todo el país. Declararía ilegales los grupos de lectura y los foros sobre libros en internet, y sometería a control policial las librerías para asegurarme de que ningún empleado hablara jamás con un cliente sobre un libro y de que los clientes no osaran hablar entre ellos. Dejaría a los lectores a solas con los libros, para abordarlos como les pareciese por sí mismos. Haría esto durante tantos siglos como fuese necesario para desintoxicar a la sociedad de sus venenosas majaderías.

AMY BELLETTE

De haber leído estas páginas sin conocer a Amy, habría dado validez a la argumentación y no habría dejado de sentir cierta simpatía por la vehemencia de semejante arranque, aunque el haberme situado al margen de lo que Amy llamaba «periodismo cultural» me eximía de tener que pensar jamás en ello o de manifestarme al respecto como ella lo hacía, lo cual no era pequeño privilegio. Sin embargo, dadas las circunstancias, la clave de la intención de la carta y el interés que tenía para mí parecían radicar en un par de frases del segundo párrafo, que releí mientras Amy seguía en la cocina preparando un tentempié de tostadas con mermelada y té. «¿Qué transgresión ha cometido el escritor, y no contra las exigencias de la estética literaria, sino contra su hija, hijo, madre, padre, cónyuge, amante, amigo, editor o mascota?» ¿Sería posible que «hermanastra» no apareciera en la lista de quienes habían sufrido una transgresión porque ella no era plenamente consciente de lo que impulsaba su indignación, o se debía a que en realidad lo sabía muy bien y había revisado su carta línea por línea para asegurarse de que el tumor no hubiera colado furtivamente la palabra «hermanastra»?

Tenía la sensación de que la carta al Times tenía que ver sobre todo con Richard Kliman.

Cuando Amy salió de la cocina llevando una bandeja con el refrigerio, le pregunté:

—¿Y qué nota le puso Manny por unas frases tan convincentes y mordaces?

—No me puso ninguna nota.

—¿Por qué no?

—Porque no lo he escrito yo.

—¿Quién lo ha hecho?

—Él.

—¿Él? Antes me ha dicho que estas eran las palabras de una anciana chiflada que divaga.

—Eso no era del todo cierto.

—Ah, ¿no?

—Él me lo dictó. Esas son sus palabras. Me dijo: «Personas que leéis y escribís, estamos acabados, somos fantasmas que presenciamos el fin de la era literaria… anota esto». Hice lo que él me pedía.

Estuve allí escuchándola hasta bien pasada la medianoche. Apenas dije nada, escuché mucho y tendí a creerme la mayor parte de lo que me decía y a encontrarlo razonable. No pude detectar en ningún momento un intento deliberado de engañarme. Más bien la rápida divulgación de una enorme reserva de información hacía que los detalles de sus numerosas anécdotas se entrelazaran de tal modo que en ocasiones parecía que Amy estuviera por completo a merced del tumor. O tan solo que el tumor venciera los obstáculos establecidos de ordinario por la inhibición y la convención. O que no era más que una mujer solitaria y desesperadamente enferma y pendiente del interés de un hombre después de muchos años sin que hubiese sido así, una mujer que, cinco décadas atrás, había vivido durante cuatro preciosos años con un ser amado excepcional cuya integridad, que para ella era la clave de su excelencia como escritor y como hombre, estaba ahora amenazada de demolición por el inexplicable «resentimiento de una persona inferior» que se había designado a sí mismo biógrafo del ser amado. Tal vez el aluvión de palabras no revelara más que lo antiguo y profundo de su sufrimiento y el mucho tiempo que había vivido sin aquel hombre.

Resultaba curioso observar cómo una mente se comprimía y distendía al mismo tiempo. Y cómo en ocasiones fallaba de una manera alarmante, como cuando, tras perorar durante varias horas, me dirigió una mirada de fatiga y, tal vez con más agudeza de la que yo podía discernir, me preguntó:

—¿Estuve alguna vez casada con usted?

Me eché a reír.

—Creo que no —respondí—, pero de todos modos pensé en ello.

—¿En casarnos?

—Sí, cuando era un muchacho, cuando nos vimos en casa de los Lonoff. Pensé que sería maravilloso estar casado con usted. Era una mujer digna de verse.

—¿De verdad lo era?

—Sí, parecía una chica dócil y de buenos modales, pero sin duda era alguien fuera de lo corriente.

—No tenía ni idea de lo que hacía.

—¿Entonces?

—Entonces, ahora, siempre. No tenía ni idea del riesgo que corría al estar con aquel hombre mucho mayor que yo. Pero era irresistible. Él sí que era algo digno. Qué orgullosa me sentía por haber despertado su amor. ¿Cómo lo había conseguido? Estaba tan orgullosa de no tenerle miedo. Y al mismo tiempo estaba aterrada: me aterraba Hope y lo que haría, y me aterraba lo que yo le estaba haciendo a ella. Y no tenía ni idea de la herida con que le estaba marcando a él. Debería haberme casado con usted. Pero Hope rompió el matrimonio, y yo me fugué con E. I. Lonoff. Demasiado ingenua para comprender nada, pensando que estaba corriendo un gran riesgo propio de una mujer audaz, regresé a mi infancia, Nathan. La verdad es que nunca la he abandonado. Moriré siendo una niña.

¿Una niña porque estaba con un hombre mucho mayor que ella? ¿Porque permaneció a su sombra, mirándole siempre con adoración? ¿Por qué aquella desgarradora unión, que debió de haber destruido muchas de sus ilusiones, era una fuerza que la mantenía aún en su infancia?

—Lo cual no significa que fuese usted infantil —observé.

—No, claro que no.

—Entonces no comprendo por qué dice que era una niña.

—En ese caso debo contárselo, ¿verdad?

Y en este punto la legendaria biografía con que la investí en 1956 fue sustituida por la auténtica biografía, que, si bien menos cargada de la trascendencia moral que mi propia invención tuvo para mí entonces, presentaba unos paralelismos a la altura de lo que había concebido para ella. Tenía que ser así, pues todo había sucedido en el mismo continente condenado a un miembro de la misma generación condenada del mismo enemigo condenado por la raza superior. Su transformación en una persona distinta al personaje en que yo la había transformado no permitía borrar el destino por el que su familia se vio sometida a un asedio no menor que el de los Frank. Aquel fue un desastre cuyas dimensiones nadie habría podido reescribir, ninguna imaginación habría podido enmendar, y cuyo recuerdo ni siquiera el tumor lograría desplazar, hasta que la matara.

Así me enteré de que Amy no procedía de Holanda, donde yo la había escondido en el desván cerrado a cal y canto sobre un almacén junto a un canal de Amsterdam que más adelante se convertiría en el santuario de una mártir, sino que era de Noruega —de Noruega, de Suecia, de Nueva Inglaterra, de Nueva York—, lo cual a estas alturas es como decir que no era de ninguna parte, como tantos otros niños judíos de su época nacidos en Europa en vez de en América, y que milagrosamente huyeron durante la Segunda Guerra Mundial aunque sus juventudes habían coincidido con la madurez de Hitler. Así me enteré de las circunstancias de aquel sufrimiento cuya realidad jamás deja de despertar, junto con la ira, incredulidad. En el oyente. En la narradora no había ira y, ciertamente, tampoco incredulidad. Cuanto más ahondaba en su infortunio, tanto más engañosamente prosaica se volvía. Como si tanta pérdida pudiera alguna vez aflojar su presa.

—Mi abuela era de Lituania. La familia de mi padre procedía de Polonia.

—¿Qué les llevó nada menos que a Oslo?

—Mis abuelos se dirigían a América desde Lituania. Cuando llegaron a Oslo no los dejaron proseguir, y mi abuelo se vio obligado a permanecer allí. Fueron retenidos por funcionarios estadounidenses, y él no pudo conseguir los papeles. Mi madre y mi tío nacieron en Oslo. Mi padre había estado en América, casi como una aventura de juventud. Regresaba a Polonia cuando estalló la Primera Guerra Mundial. En ese momento estaba en Inglaterra, y no quiso volver y alistarse en el ejército. Así que recaló finalmente en Noruega. Mil novecientos quince. Y allí conoció a mi madre. Anteriormente no se había permitido a los judíos entrar en Noruega. Pero hubo un famoso escritor noruego que hizo campaña en pro de los judíos, y en mil novecientos cinco empezaron a ser admitidos. Mis padres se casaron en mil novecientos quince. Fuimos cinco hermanos, cuatro varones y yo.

—¿Y todos se salvaron —le pregunté, presuponiendo esperanzado que así hubiera sido—, sus padres y sus cuatro hermanos?

—Mis padres y mi hermano mayor no se salvaron.

Así que tuve que seguir preguntando.

—¿Qué ocurrió?

—En mil novecientos cuarenta, cuando llegaron los alemanes, no hicieron nada. Todo parecía normal. Pero en octubre del cuarenta y dos detuvieron a todos los varones judíos de dieciocho años en adelante.

—¿Los alemanes o los noruegos?

—Los alemanes dieron las órdenes, pero quienes las llevaron a cabo fueron los nazis noruegos, los quislings. Se presentaron en la puerta a las cinco de la madrugada. Mi madre les dijo: «Oh, creía que era la ambulancia. Acabo de llamar al médico. Mi marido ha sufrido un ataque al corazón. Está en la cama. No pueden tocarlo». Y los niños pequeños lloraban.

—¿Se lo había inventado? —le pregunté.

—Sí. Mi madre era muy lista. Les suplicó y les rogó una y otra vez, y ellos dijeron que de acuerdo, que volverían a las diez para comprobar que ya no estaba. Entonces llamó al médico y se llevaron a mi padre al hospital. Allí planeó su huida a Suecia. Pero temía que, cuando descubrieran que había huido, vinieran a por nosotros. Esperó durante casi un mes, y una mañana nos llamaron del hospital y nos dijeron que la Gestapo estaba allí. Se oían gritos al otro extremo de la línea. No vivíamos lejos del hospital, así que mi madre, mis hermanos y yo corrimos allá. Yo tenía trece años. Mi padre estaba tendido en una camilla. Les rogamos que no se lo llevaran.

—¿Estaba enfermo?

—No, no estaba enfermo. Pero de todos modos no habría importado. Se lo llevaron y volvimos a casa. Era noviembre, y cogimos unas prendas de abrigo para él y volvimos al cuartel general de los nazis. Intentamos hablar con ellos, y lloramos, les dijimos que estaba enfermo, que no tenía nada que ponerse salvo su bata de hospital, pero todo fue en vano. Les dijimos que nos íbamos a casa y que volveríamos al día siguiente, pero ellos respondieron: «No podéis iros a casa, estáis arrestados». Mi madre dijo que no. Mi madre era fuerte y les dijo: «Somos tan noruegos como cualquier otro, y no nos vais a arrestar». Hubo una fuerte discusión, pero al cabo de un rato nos dejaron irnos a casa. Fuera estaba muy oscuro. Todo era negro. Mi madre nos dijo que no podíamos volver a casa: estaba segura de que, si lo hacíamos, por la mañana irían a buscarnos.

»Así que allí estábamos, en la calle oscura, y justo en aquel momento se produjo un ataque aéreo. En la confusión del bombardeo uno de mis hermanos mayores desapareció, y el mayor de todos, que acababa de casarse, fue a esconderse en casa de la familia de su mujer. Nos quedamos mi madre, dos hermanos pequeños y yo. Cuando finalizó el ataque, le dije a mi madre: “La señora de la floristería es muy amable conmigo. Sé que no es una simpatizante nazi”. Mi madre me pidió que la llamara. Buscamos un teléfono, la llamé y le pregunté: “¿Podemos ir y montar una fiesta?”. Ella comprendió y me dijo que sí. “Procurad tener cuidado cuando vengáis”, me dijo. Así que fuimos allá y nos dejó quedarnos. Pero no podíamos movernos por el piso, teníamos que permanecer allí apretujados en el sofá. Era amiga de los vecinos de enfrente, y a la mañana siguiente fue a verlos. Tenían contacto con la Resistencia. Eran noruegos no judíos, él era taxista, y nos contó que estaban haciendo redadas y llevándose a todos los judíos. Aquella noche volvió con otros dos hombres y recogieron a mis dos hermanos menores de once y doce años. Nos dijeron que las demás tendríamos que esperar, que volverían a por nosotras, es decir, mi madre y yo. Pero cuando volvieron, nos informaron de que solo podían llevarse a una cada vez. Le pregunté a mi madre: “Si me marcho, ¿vendrás?”. “Pues claro que sí”, respondió ella. “Nunca te fallaré.” Más tarde me enteré de que aquella misma noche unos hombres armados la hicieron subir a un taxi, luchadores de la Resistencia que, camino de Oslo, recogieron a otra mujer y un niño, una madre con su hijo, a quien mi madre conocía de nombre. Oslo era una pequeña comunidad y la mayoría de los judíos se conocían unos a otros. En fin, salieron de Oslo y nunca se les volvió a ver. Entretanto, a mí me habían llevado a un tren, donde había un oficial nazi con el brazalete de la cruz gamada. Me dijeron que, cuando él se bajara, me guiñaría un ojo y yo debía seguirle. Estaba segura de que iba a caer en una trampa. El oficial se apeó cerca de la frontera con Suecia, y bajé del tren, y entonces apareció otro hombre y echamos a andar a través del bosque. Una caminata interminable. El hombre que te llevará conoce las señales en los árboles. Es un largo camino, de ocho o diez kilómetros. Caminamos hasta llegar a Suecia. Salimos de los bosques y entramos en los campos de labranza. Y mi hermano, el que se perdió la noche del ataque aéreo… fue quien me recibió allí. Creía haber perdido a toda su familia. Entonces llegaron mis dos hermanos menores y, tras ellos, yo. Pero eso fue todo. Esperamos a mi madre y a mi hermano casado, pero nunca aparecieron.

—Ahora lo comprendo —dije cuando terminó.

—Dígame, por favor, ¿qué es lo que comprende?

—Para la mayoría de la gente, decir que uno se ha mantenido en su infancia durante toda la vida significaría que ha conservado la inocencia y que todo ha sido hermoso. En su caso, decir que se ha mantenido en su infancia durante toda la vida significa que ha permanecido en esa terrible historia: la vida ha seguido siendo una terrible historia. Significa que en su adolescencia el dolor fue tan grande que, de una manera u otra, se ha quedado en él para siempre.

—Más o menos —replicó ella.

A pesar de lo tarde que era cuando regresé al hotel, de inmediato me puse a escribir cuanto podía recordar de lo que Amy me había contado de su huida de la Noruega ocupada a la Suecia neutral, de los años que pasó con Lonoff y de la novela que este no había podido terminar mientras vivían juntos en Cambridge, luego en Oslo y de nuevo en Cambridge, donde murió. Tres o cuatro años atrás, aún podría haber tenido el grueso de su monólogo en la cabeza durante muchos días; desde mi primera infancia la memoria había sido un gran recurso para mí, y proporcionaba una base fiable a una persona que, por razones profesionales, siempre tenía que anotarlo todo. Pero ahora, menos de una hora después de haberme separado de Amy, tuve que esperar pacientemente a que acudieran mis recuerdos a fin de reconstruir lo mejor que pudiera cuanto ella me había confiado. Al principio fue muy difícil, y a menudo me sentía impotente y me preguntaba por qué persistía en intentar hacer lo que con toda claridad ya no podía. Sin embargo, ella y su terrible situación me estimulaban demasiado para no hacerlo, y además estaba demasiado habituado para liberarme de la tarea y dependía en exceso de la fuerza que guiaba mi mente y me hacía ser dueño de ella. Hacia las tres de la madrugada había llenado por ambas caras quince hojas con membrete del hotel con todo lo que lograba recordar de la tremenda experiencia de Amy, preguntándome, mientras escribía, cuáles de aquellas historias le habría contado a Kliman y cómo este, de acuerdo a sus propósitos, las transformaría, tergiversaría, distorsionaría, malinterpretaría y confundiría, preguntándome qué podría hacer para liberarla de él antes que la utilizara para convertirlo todo en una embrollada farsa. Me preguntaba cuáles de aquellas historias habría transformado, tergiversado, distorsionado, malinterpretado y confundido ella misma.

—Empezó a escribir de un modo que le era totalmente ajeno —me había dicho Amy—. Antes, intentaba ver de cuánto podría prescindir. Ahora se trataba de cuánto podría añadir. Su estilo lacónico le parecía una barrera, y, sin embargo, no le gustaba nada lo que estaba haciendo. Me decía: «Es aburrido. Es interminable. No tiene forma ni plan», y yo le replicaba: «Ninguno que puedas imponerle. La obra impondrá su propio plan». «¿Cuándo? ¿Cuando esté muerto?» Se volvió tan resentido e hiriente… tanto el hombre como el escritor; cambió totalmente. Pero tenía que dar algún sentido a lo que había trastocado por completo su vida, y por eso escribía su novela, se atascaba durante semanas y decía: «Jamás podré publicarla. Nadie necesita esto de mí. Mis hijos ya me odian lo suficiente sin esto». Y yo siempre estuve segura de que lamentaba haberse marchado conmigo. Yo había sido la causante de que Hope le dijera ahí tienes la puerta. Sus hijos se habían vuelto contra él por mi culpa. No debería haberme quedado. Sin embargo, ¿cómo podía irme cuando aquello era lo que había deseado durante tanto tiempo? Él incluso llegó a decirme que me marchara. Pero no podía. Jamás podría haber sobrevivido sola. Y luego, de todos modos, él no sobrevivió.

El punto culminante de la velada llegó con la súplica que Amy me hizo cuando me disponía a salir de su casa. Antes le había pedido un sobre, un sobre de correo, y había metido en él todo el dinero que llevaba encima, excepto el necesario para tomar un taxi hasta el hotel. Me pareció que de esa manera a ella le resultaría más fácil aceptar el dinero.

—Tome esto —le dije, tendiéndole el sobre—. Dentro de unos días le enviaré un cheque. Quiero que lo canjee. —En el anverso del sobre había anotado mi dirección y número de teléfono en los Berkshires—. No sé qué podré hacer con respecto a Kliman, pero puedo ayudarla financieramente, y quiero hacerlo. Manny Lonoff me trató como a un hombre cuando no era más que un muchacho con un par de relatos publicados. Aquella invitación a su casa valió mil veces lo que contiene este sobre.

Ella no ofreció la resistencia que había previsto, sino que se limitó a extender la mano y tomar el sobre, y entonces, por primera vez, se echó a llorar.

—Nathan, ¿no querría ser usted el biógrafo de Manny? —me preguntó.

—Oh, Amy, no sabría por dónde empezar. No soy biógrafo. Soy novelista.

—Pero ¿es biógrafo ese espantoso Kliman? Es un impostor. Lo manchará todo y a todos, y lo hará pasar como la verdad. Es la integridad de Manny lo que quiere destruir… y ni siquiera es eso lo que quiere. Así es como se hacen las cosas ahora: exponer al escritor para que lo censuren. Hacer el definitivo ajuste de cuentas de cada pequeño yerro. Destruir reputaciones es la manera que tienen esas nulidades de distinguirse un poco. Los valores, las obligaciones, las virtudes y las normas de la gente no son más que una tapadera, un camuflaje para ocultar el repugnante cieno que hay debajo. ¿Se debe a sus poderes el hecho de que a todo el mundo le fascinen tanto sus defectos? ¿Es alguna clase de hipocresía por su parte el que estén hechos de carne y hueso? Oh, Nathan, he tenido ese maldito tumor, y he cometido errores de juicio. Con ese joven he cometido errores que son imperdonables, incluso por el tumor. Y ahora no puedo librarme de él. Manny no puede librarse de él. Nunca se dirá que hace un tiempo una imaginación única y libre, que respondía al nombre de E. I. Lonoff, anduvo suelta por este mundo… no, todo se verá a través de la lente del incesto. De ese modo Kliman destruirá cada libro de Manny, cada maravillosa palabra que escribió, y nadie tendrá la menor idea de todo lo que fue ese hombre, del ahínco con que trabajaba, de la calidad y la precisión de su proceso creativo, de para qué lo hacía y por qué. En cambio, presentará como nada más que un paria a un hombre que era en extremo recto, consciente de sus deberes y que revisaba con gran celo cuanto hacía, que solo quería producir unos relatos contundentes y perdurables. Ese será el resumen de los logros de Manny en este mundo… ¡el único fragmento de su vida que se recordará! ¡Ser vilipendiado! ¡Todo quedará aplastado debajo de eso!

«Eso» se refería al incesto.

—¿Quiere que me quede un poco más? —le pregunté—. ¿Me permite que vuelva a entrar?

Y regresamos a su estudio, donde ella volvió a sentarse ante su escritorio y me dejó atónito al decirme directamente, y ahora sin verter una sola lágrima:

—Manny tuvo una relación incestuosa con su hermana.

—¿Cuánto duró?

—Tres años.

—¿Cómo lo ocultaron durante tres años?

—No lo sé. Con la astucia que tienen los amantes. Con suerte. Lo ocultaron con la misma excitación con que lo llevaron a cabo. No estuvo acompañado por ningún tormento. Yo me enamoré de él… ¿por qué no habría de haberle sucedido a ella? Yo era su alumna, me doblaba la edad… y permitió que sucediera. Pues bien, también dejó que sucediera aquello.

De modo que aquel era el tema de la novela que no podía escribir, el motivo de que no la escribiera y de que afirmara que jamás podría publicarla. Amy me dijo que, mientras estuvo casado con Hope, jamás mencionó a nadie que hubiera tenido una hermana y, por supuesto, no escribió una sola palabra acerca de su lujuria adolescente ilícita. Después de que un amigo de la familia los descubriera juntos y revelara el escándalo a sus vecinos de Roxbury, sus padres hicieron desaparecer a Frieda de la noche a la mañana para iniciar con ellos una nueva vida en la atmósfera de pureza moral de la Palestina sionista y pionera. Juzgado como parte culpable, denunciado como un ser diabólico, el corruptor de su hermana mayor y causante de la deshonra familiar, Manny fue condenado a ser abandonado en Boston para arreglárselas por sí mismo con solo diecisiete años. Si su matrimonio con Hope no se hubiera roto, habría seguido escribiendo sus brillantes y elípticos relatos cortos y jamás se habría expuesto a la revelación de la vergüenza oculta.

—Pero cuando al irse a vivir con una mujer más joven, volvió a convertirse de nuevo en un descastado para su familia —me explicó Amy—, cuando el caos desbarató la disciplina de Manny por segunda vez, todo se vino abajo. Cuando su familia lo dejó abandonado en Boston, solo tenía diecisiete años, estaba sin blanca y sobre él pesaba un anatema. Sin embargo, por cruel que fuera esa expulsión, era fuerte, sobrevivió e hizo de sí mismo todo aquello que no era anatema. Pero la segunda vez, cuando fue él quien abandonó a su familia, tenía más de cincuenta años y nunca se recuperó.

—Bueno, eso es lo que él escribió sobre cuando tenía diecisiete años —le dije—, pero no es lo que le contó a usted sobre su vida a los diecisiete años.

Esta afirmación la dejó aturdida.

—¿Por qué tendría que mentirle?

—Me preguntaba si se confunde, eso es todo. Me está diciendo que él le contó eso acerca de sí mismo y que usted lo sabía antes de que empezara a escribir el libro.

—Solo lo supe cuando el libro empezó a volverle loco. No, nunca lo supe con anterioridad. Ninguna de las personas a las que conoció de adulto lo sabía.

—Pues entonces no comprendo por qué se lo contó, por qué no se limitó a decirle: «Me está volviendo loco porque es algo que no puedo concebir. Me está volviendo loco porque me he propuesto imaginar algo que ni siquiera puedo imaginar». Trataba de encontrar sentido a una tarea que él nunca podría realizar. Lo que intentaba imaginar no era lo que hizo, sino lo que jamás podría hacer. Y no era el primero.

—Sé lo que me dijo, Nathan.

—Ah, ¿sí? Hábleme de las circunstancias en las que Manny le dijo que el libro que estaba escribiendo, a diferencia de todo cuanto había escrito antes, estaba extraído completamente de su historia personal. Recuerde para mí la hora y el lugar. Recuerde las palabras que le dijo.

—Eso sucedió hace un montón de años. ¿Cómo podría recordar esos detalles?

—Pero si se trataba de su mayor secreto, y si le había obsesionado durante tanto tiempo, o incluso si lo había reprimido durante tanto tiempo, entonces expresarlo debió de ser como la confesión que Raskolnikov le hace a Sonia. Después de haber ocultado durante tantos años la reacción fulminante de su familia, la confesión inolvidable. Así pues, cuénteme. Cuénteme cómo fue su confesión.

—¿Por qué me ataca así?

—No la ataco, Amy, de ninguna manera. Escuche, por favor. —Y esta vez, al sentarme, escogí deliberadamente la butaca de Lonoff («¡Cómo! ¿Estás aquí?») para hablarle desde ella—. La fuente de la historia del incesto de Manny no era su vida. No habría sido posible. La fuente era la vida de Nathaniel Hawthorne.

—¿Qué? —replicó ella, alzando la voz, como si la hubiera sobresaltado al despertarla de su sueño—. ¿Me he perdido algo? ¿Quién está hablando de Hawthorne?

—Yo, y por una buena razón.

—Me está usted confundiendo sin remedio.

—No es esa mi intención. Escúcheme. No se sentirá confundida. Voy a hacer que le quede todo muy claro.

—Oh, eso le encantaría a mi tumor.

—Escuche, por favor —le dije—. No puedo escribir la biografía de Manny, pero sí puedo escribir la biografía de ese libro. Igual que usted. Y eso es lo que vamos a hacer. Usted conoce las fluctuaciones de la mente de un novelista. Lo pone todo en movimiento. Hace que todo cambie y se deslice. La concepción de ese libro no podría estar más clara. Manny era un gran lector de las vidas de escritores, de los de la región de Nueva Inglaterra en particular, donde había vivido con Hope más de treinta años. Si hubiera nacido y se hubiera criado en los Berkshires un siglo atrás, Hawthorne y Melville habrían sido sus vecinos. Él estudiaba sus obras. Había leído su correspondencia tan a menudo que se sabía fragmentos de memoria. Por supuesto, sabía lo que Melville había dicho de su amigo Hawthorne, que este había vivido con un «gran secreto». Y sabía lo que los estudiosos apóstatas habían extraído de esa observación, y de otras efectuadas por familiares y amigos, acerca de la reticencia de Hawthorne. Manny conocía las conjeturas artificiosas, eruditas, indemostrables sobre Hawthorne y su hermana Elizabeth, y por ello, al buscar una historia en la que encapsular sus propias inverosimilitudes, al examinar todas las sorprendentes nuevas emociones que le habían transformado, como dice usted, en un hombre tan absolutamente distinto al que siempre había sido, se apropió de esas conjeturas sobre Hawthorne y su bella y encantadora hermana mayor. Para este escritor, totalmente alejado de lo autobiográfico, bendecido con su genio para la transformación completa, la elección era casi inevitable. Es lo que le sacó de su atolladero y le permitió relegar lo personal. La narración, para él, nunca fue representación. Era cavilación en forma narrativa. Y pensó: Convertiré esto en mi realidad.

Mientras tanto yo pensaba algo similar: Convertiré esto en mi realidad. La de Amy, la de Kliman, la de todos. Y durante la hora siguiente procedí a ello, argumentando tan deslumbrantemente su lógica hasta que yo mismo llegué a creérmela.