BAJO EL HECHIZO
Durante el trayecto desde el hotel a la calle Setenta y uno Oeste me detuve en una licorería, donde compré un par de botellas de vino para mis anfitriones, y luego apreté el paso para ver los resultados electorales de una campaña de la que, por primera vez desde que tenía conciencia de la política electoral (cuando Roosevelt derrotó a Willkie en 1940), apenas sabía nada.
Había sido un ferviente votante durante toda mi vida, y jamás, en ningún tipo de elecciones, había contribuido a situar a un republicano en ningún cargo. Cuando estudiaba en la universidad hice campaña por Stevenson, y vi desmanteladas mis juveniles expectativas cuando Eisenhower le derrotó de forma aplastante, primero en 1952 y luego en 1956; y no podía dar crédito a mis ojos cuando un ser tan enraizado en su implacable patología, tan nítidamente fraudulento y malintencionado como Nixon, derrotó a Humphrey en 1968, y cuando, en los años ochenta, un cabeza de chorlito seguro de sí mismo, cuya insuperable vacuidad, sentimientos trillados y ceguera absoluta ante toda complejidad histórica se convirtió en objeto de culto nacional y, apreciado como un «gran comunicador», nada menos, obtuvo sus dos mandatos en sendas victorias arrolladoras. ¿Y alguna vez unas elecciones como las que enfrentaron a Gore y Bush se resolvieron de una manera más traidora, tan perfectamente calculada para aplastar el último y vergonzoso vestigio de la ingenuidad del ciudadano respetuoso de la ley? Nunca había logrado aislarme de los antagonismos de la política partidista, pero ahora, tras haber vivido fascinado por mi país durante casi tres cuartos de siglo, había decidido no permitir que cada cuatro años se apoderasen de mí las emociones de un niño… las emociones de un niño y el dolor de un adulto. Por lo menos no lo permitiría mientras estuviera encerrado en mi cabaña, donde podía seguir en Estados Unidos sin que Estados Unidos jamás volviera a absorberse en mí. Aparte de escribir libros y leer de nuevo a fondo, para hacer un último recorrido por sus obras, a los primeros grandes escritores que leí, casi todo lo que en otro tiempo me importó ya no me importaba en absoluto, y había disipado la mitad, si no más, de las lealtades e intereses de toda una vida. Después del 11 de septiembre, cerré la caja de las contradicciones. De lo contrario, me dije, te convertirás en el loco ejemplar que escribe cartas al director, el cascarrabias de pueblo, manifestando el síndrome en toda su furiosa ridiculez: despotricando y desvariando mientras lees el periódico, y por la noche, al hablar por teléfono con los amigos, clamando indignado sobre la perniciosa rentabilidad por la que el patriotismo auténtico de una nación herida estaba a punto de ser explotado por un rey imbécil, y en una república, un rey en un país libre con todos los eslóganes de libertad con que se educa a los niños estadounidenses. El desprecio sin remisión que supone ser un ciudadano consciente en el reinado de George W. Bush no era apropiado para un hombre que había desarrollado un profundo interés por sobrevivir con una razonable serenidad, y así empecé por aniquilar el pertinaz deseo de «averiguar». Cancelé mis suscripciones a revistas, dejé de leer el Times, incluso dejé de comprar el ocasional ejemplar del Boston Globe cuando iba a la tienda del pueblo que vendía de todo. La única publicación que leía con regularidad era el Berkshire Eagle, un semanario local. La televisión solo me servía para ver el baloncesto, la radio para escuchar música, y eso era todo.
De manera sorprendente, bastaron unas semanas para romper el hábito prosaico que mantenía informado a gran parte de mi pensamiento no profesional y para que me sintiera totalmente a mis anchas sin saber nada de lo que sucedía. Había proscrito a mi país, desterrado yo mismo del contacto erótico con las mujeres y, extenuado por el combate, al margen del mundo del amor. Había declarado mi sentencia admonitoria. Me había zafado del lastre de mi vida y de mi época. O tal vez solo me había quedado con la parte esencial. Mi cabaña lo mismo podría haber navegado a la deriva por alta mar que encontrarse a cuatrocientos metros de altura junto a una carretera rural de Massachusetts, a menos de tres horas de viaje en dirección este de la ciudad de Boston y aproximadamente a la misma distancia en dirección sur de Nueva York.
Cuando llegué el televisor estaba encendido, y Billy me aseguró que las elecciones estaban en el bote: tenía contacto con un amigo en el cuartel general nacional del Partido Demócrata, y las encuestas a la salida de los colegios electorales indicaban que Kerry ganaba en todos los estados que necesitaba. Billy estuvo muy agradecido por el vino y me dijo que Jamie había salido en busca de comida y volvería de un momento a otro. Una vez más se mostraba expansivo y simpático y exudaba una jovial afabilidad, como si aún no fuese, y probablemente jamás llegara a ser, un experto en ejercer autoridad. ¿Es un tipo atávico, me pregunté, o aún existe gente así, muchachos judíos de clase media todavía marcados por la empatía familiar que, pese a la inigualable satisfacción de sus sentimientos protectores, puede dejarle a uno desprevenido ante la malicia de almas menos bondadosas? Especialmente en el ambiente literario de Manhattan, habría esperado cualquier cosa menos esos ojos castaños llenos de ternura y esas rollizas y angelicales mejillas que le prestaban el aire, si no de un chiquillo protegido, sí de un generoso joven totalmente incapaz de infligir una herida o de reírse con desdén o de eludir la más mínima responsabilidad. Especulé con la idea de que Jamie pudiera ser mucho más de lo que podía abarcar la dulce abnegación de un hombre cuya honestidad impregnaba cada una de sus palabras y gestos. La confiada inocencia, la afabilidad, la solidaria comprensión… qué panorama para el bribón dispuesto a robarle la mujer cuya infidelidad resultaría inimaginable para él.
El teléfono sonó en el momento en que Billy se disponía a abrir una de las botellas de vino, y me la tendió para que yo la descorchara mientras él descolgaba el aparato y decía:
—¿Cómo va la cosa? —Al cabo de un momento alzó los ojos y me informó—: New Hampshire está en el bolsillo. ¿Y el Distrito de Columbia? —le preguntó entonces Billy al amigo que le llamaba, y se dirigió a mí de nuevo—: En el Distrito de Columbia están ocho a uno a favor de Kerry. Esa es la clave: los negros están votando en masa. Bien, fantástico —dijo Billy al teléfono, y, después de colgar, comentó alegremente—: Después de todo, vivimos en una democracia liberal. —Y, para brindar por la creciente emoción, nos sirvió una gran copa de vino—. De haber ganado un segundo mandato, esos tipos habrían devastado el país. Hemos tenido malos presidentes, y sobrevivimos, pero este es el peor. Graves deficiencias cognitivas. Dogmático. Un analfabeto con tremendas limitaciones a punto de arruinar algo muy grande. En Macbeth hay una descripción que se le puede aplicar perfectamente. Jamie y yo leemos en voz alta juntos. Ahora estamos con las tragedias. Aparece en la escena del tercer acto, con Hécate y las brujas. «Un hijo descarriado, resentido y colérico», dice Hécate. George Bush en seis palabras. Es todo tan espantoso. Si estás con sus chicos y con Dios, eres republicano; y entretanto, la gente que está más jodida es la que conforma sus bases. Es asombroso que se hayan salido con la suya incluso durante un mandato. Es aterrador pensar lo que podrían hacer con un segundo mandato. Son unos tipos terribles, malignos. Pero finalmente han caído en la trampa de su propia arrogancia y sus mentiras.
Absorto en mis propios pensamientos, le concedí un par de minutos para que siguiera mirando los primeros resultados de las elecciones antes de preguntarle:
—¿Cómo conociste a Jamie?
—Milagrosamente.
—Estudiabais juntos.
Él sonrió de una manera casi conmovedora, cuando, dados mis pensamientos, debería haber sacado la daga que acabó con Duncan.
—Eso no lo hace menos milagroso —replicó.
Comprendí que no tenía ninguna necesidad de ser comedido por temor a que me descubriera. Era evidente que Billy no podía imaginar que un hombre de mi edad pudiera preguntarle acerca de su joven esposa porque en aquellos momentos era en ella en lo único que pensaba. Tanto mi edad como mi eminencia le despistaban. ¿Cómo podía pensar lo peor de un escritor al que había empezado a leer en el instituto? Era como conocer a Henry Wadsworth Longfellow. ¿Cómo podría el autor de «La canción de Hiawattha» mostrar un interés licencioso por Jamie?
Por si acaso, primero le pregunté por él.
—Háblame de tu familia —le pedí.
—Bueno, soy el único miembro de la familia que lee, pero eso no importa; son buena gente. Llevan cuatro generaciones en Filadelfia. Mi bisabuelo fundó el negocio familiar. Era de Odesa. Se llamaba Sam. Sus clientes le llamaban Tío Sam, el Hombre de los Paraguas. Hacía y reparaba paraguas. Mi abuelo amplió el negocio con las maletas y baúles. En las dos primeras décadas del siglo hubo un gran auge de los viajes en tren, y de repente todo el mundo necesitaba equipaje. Y la gente que viajaba en barco, y en transatlánticos. Era la época del baúl guardarropa, ya sabe, los grandes y pesados baúles que la gente llevaba en las largas travesías, que se abrían verticalmente y dentro tenían colgadores y cajones.
—Los conozco bien —le dije—. Y los otros, los más pequeños de color negro que se abrían horizontalmente como el cofre de un pirata. Yo tenía uno de esos baúles cuando fui a la universidad. Casi todo el mundo lo tenía. Era de madera, los ángulos reforzados con metal, y los más lujosos estaban rodeados por franjas de metal repujado, y la cerradura era de latón y capaz de resistir un terremoto. Enviabas tu baúl por Railway Express. Lo llevabas a la estación y se lo dejabas al empleado en el mostrador de Railway Express. En aquel entonces el tipo de la estación Penn de Newark aún llevaba la visera verde y el lápiz sujeto detrás de la oreja. Pesaba el baúl, pagabas a tanto el kilo y allá que iban tus calcetines y tu ropa interior.
—Sí, en todas las ciudades grandes o pequeñas había una tienda de maletas, y todos los grandes almacenes tenían un departamento de equipaje —dijo Billy—. Fueron las azafatas de vuelo las que en los años cincuenta revolucionaron el gusto de los norteamericanos por el equipaje: la gente vio que podía ser ligero y elegante. En esa época mi padre entró en el negocio, modernizó la tienda y le cambió el nombre por el de Equipaje Elegante Davidoff. Hasta entonces, la tienda había conservado el nombre original, Samuel Davidoff e Hijos. Más o menos por esa época aparecieron las maletas con ruedas… y esta, muy abreviada, es la historia del negocio de equipajes. La versión completa ocuparía un millar de páginas.
—Estás escribiendo sobre el negocio familiar, ¿no es cierto?
Él asintió, se encogió de hombros y exhaló un suspiro.
—Y sobre la familia. En fin, lo estoy intentando. Podría decirse que crecí en la tienda. He escuchado un millar de anécdotas sobre mi abuelo. Cada vez que voy a verle lleno otro cuaderno de notas. Tengo suficientes anécdotas para estar escribiendo toda una vida. Pero se trata de cómo, ¿verdad? Quiero decir de cómo las cuentas.
—¿Y Jamie? ¿Cómo creció ella?
Y entonces me lo contó, explayándose generosamente en los logros de su mujer: me habló de Kinkaid, la selecta escuela privada de Houston en la que al graduarse pronunció el discurso final de su promoción; de su estelar carrera académica en Harvard, donde se graduó con matrícula de honor; de River Oaks, el opulento barrio de Houston donde vivía la familia; del Club de Campo de Houston, donde jugaba a tenis, nadaba y se presentó en sociedad como debutante contra su voluntad; de su convencional madre a la que había tratado de complacer con todas sus fuerzas, y del difícil padre al que nunca podía satisfacer; de los lugares favoritos de su infancia y juventud a los que llevó a Billy durante las Navidades en que fueron juntos por primera vez a Houston; de los sitios donde ella jugaba de niña y que quería mostrarle, y de la amenazadora belleza de los feos bayous de Houston al amanecer, y de que Jamie, desafiando al peligro, nadaba en las turbias aguas con una alocada hermana mayor que, me informó él, pronunciaba la palabra al estilo de los antiguos houstonianos.
Yo tan solo le había pedido que me hablara de ella, y lo que había obtenido era un discurso digno de la inauguración de algún magnífico edificio. No había nada extraño en una representación de ternura tan incondicional (los hombres locamente enamorados pueden convertir Buffalo en Xanadu si es ahí donde se crio su amada), y sin embargo la pasión por Jamie y su adolescencia en Texas era tan manifiesta que daba la impresión de que me estaba hablando de alguien soñado por él en la cárcel. O de la Jamie soñada por mí en la cárcel. Era como debería ser en una obra maestra de devoción masculina: la veneración que sentía por su esposa era su vínculo más fuerte con la vida.
En un tono elegiaco me refirió la ruta que seguían al hacer footing cuando iban a visitar a los padres de Jamie.
—River Oaks, donde viven… es una anomalía en Houston. Un viejo barrio con casas antiguas, aunque algunas, que eran muy bonitas, las han derribado para levantar en su sitio McMansiones. El de Jamie es uno de los pocos barrios de Houston donde todavía existe cierta sensibilidad hacia el pasado. Casas hermosas, grandes robles, magnolios, algunos pinos. Grandes jardines bien cuidados. Equipos de jardineros. Mexicanos. Los jueves y viernes en las calles se alinean las camionetas de las empresas de jardinería y hay ejércitos de trabajadores cortando, arreglando, segando y plantando para el fin de semana, para las fiestas y reuniones que se van a celebrar. Corremos por la parte más antigua de River Oaks, donde las antiguas familias que hicieron fortuna con el petróleo han celebrado sus grandes banquetes durante dos y tres generaciones. Corremos ante las casas de más solera y por una especie de calle muy animada, y entonces llegamos al bayou que se extiende desde River Oaks a través por el que puedes correr kilómetros y más kilómetros hasta llegar al centro de la ciudad. O bien corremos a lo largo del bayou y regresamos. Justo después del amanecer hace fresco y es delicioso. La parte tranquila, discreta, de River Oaks, donde la gente no consume de una manera ostentosa ni aparca sus numerosos Mercedes delante de las McMansiones, es una hermosa comunidad. Hay una rosaleda que nos gusta especialmente, un proyecto comunitario, mantenido y cuidado por los vecinos. Por las mañanas me encanta correr con Jamie junto a esa rosaleda. Algunas de las fincas antiguas se extienden hasta el bayou, y para llegar a donde podemos verlo y correr por su ribera, tenemos que salir de River Oaks. Y luego está el resto de Houston. River Oaks es un refugio insular y próspero de uniformidad, con familias de viejos ricos y familias recién enriquecidas en lo más alto del sistema de castas de Houston, mientras que gran parte del resto de la ciudad es caluroso, húmedo, insípido y feo: centros de tatuaje al lado de edificios de oficinas, zapaterías de calzado deportivo en casas desvencijadas, todo revuelto. Para mí, lo más bonito de la ciudad es el antiguo cementerio con viejos robles donde están enterrados varios miembros de la familia de Jamie, junto a los bayous, casi en el centro de la ciudad.
—¿La familia de Jamie es de viejos o nuevos ricos? —le pregunté a Billy.
—Viejos ricos. El dinero viejo es el del petróleo, y el nuevo, el de la clase profesional.
—¿Y es muy viejo ese dinero?
—No mucho, la verdad, porque Houston es una ciudad relativamente joven. Digamos que desde los tiempos de los magnates del petróleo como el abuelo de Jamie, fuera cuando fuese esa época.
—¿Y qué les pareció a los viejos ricos de Houston que fueras judío? —le pregunté.
—Sus padres no se mostraron muy entusiasmados. La madre simplemente se echó a llorar. Fue el padre quien se llevó la palma. Cuando Jamie fue a casa para decirles que estábamos comprometidos, el hombre se echó las manos a la cabeza, y eso fue lo que hizo a partir de entonces cada vez que se mencionaba mi nombre. Ella le enviaba correos electrónicos desde la Costa Este y él no le respondía a propósito durante tres o cuatro semanas seguidas. Ella consultaba el correo a cada hora, y no había ningún mensaje de su padre. Un tirano con todas las de la ley, ese tipo. Una parodia de padre. Egoísta. Desconsiderado. Mal genio. Totalmente irracional. Dominante. Malévolo. Un zafio y un cabrón hasta la médula. Imagínese: al no responderle, intenta doblegar a su propia hija, socavar de una manera consciente y deliberada la dignidad de una hija para que sienta que ha obrado mal. Quiere destrozarla. Y, naturalmente, destrozarme también a mí. Jamás le había visto, ni él a mí, y sin embargo quería hacerme daño de todos modos. ¿Y quién hasta entonces se había propuesto hacer algo así deliberadamente? Que yo supiera, nadie, señor Zuckerman. ¡Pero ese bruto cree que tiene todo el derecho a hacer daño a un hombre del que resulta que su hija está enamorada! Ahora bien, Jamie es una buena hija, muy buena hija, ha hecho todo lo posible por amar a esa persona que mantiene obstinadamente su postura sin ninguna razón, ha puesto todo su empeño pese a lo mucho que odiaba la manera en que él intimidaba a su madre y su postura política y sus arrogantes amigos de derechas. Al cabo de un silencio de tres semanas, finalmente envía un correo electrónico con una sola frase: «Te quiero, cariño, pero no puedo aceptar a ese chico». Pero Jamie Logan tiene agallas, dignidad y agallas, y aunque el viejo es quien administra el dinero, aunque empezó a insinuar, no con mucha sutileza, que si ella se casaba con un judío cortaría las relaciones, ella no cedió. Se mantuvo en sus trece, y finalmente el intolerante hijo de perra se vio ante el dilema de tragarse su animosidad y aceptarme o perder a su amada hija summa cum laude. Una chica de veinticinco años y menos valía, sin el coraje de Jamie, sin la independencia de Jamie, habría capitulado. Pero nada en Jamie es inferior. Jamie no es una niña mimada ni una farsante ni carece de sentido del honor y jamás se habría sometido a algo que no podría soportar. Jamie es la mejor. Me dijo: «Te quiero, quiero que nos casemos y no voy a ser una esclava de su pasta». Fue como decirle a su padre que se metiera su dinero donde le cupiera, de modo que al final fue la hija la que destrozó al padre. Ah, señor Zuckerman, fue impresionante ver el aguante de Jamie. Aunque cabría pensar que el padre debía de estar acostumbrado a ello cuando su hija empezó a salir conmigo. Con «ello» me refiero a Jamie y los judíos. Ahora su club de campo deja entrar a los judíos, cosa que no habría sucedido en los tiempos de sus abuelos, o incluso hace solo quince años, con la generación de sus padres. Todo es bastante nuevo, como permitir a judíos y negros el acceso a Kinkaid. Eso es relativamente nuevo. En el instituto Jamie tenía compañeras de clase judías. Imagínese la gracia que le haría aquello al gran fanático. Pero eran chicas listas, con talento, y no trataban de ocultar su interés por los libros para ser populares. El hermano de una de las amigas judías de Jamie, Nelson Speilman, que iba a Saint John, el otro prestigioso instituto privado de Houston, fue su novio durante dos años, hasta que se marchó a Princeton un año antes de que ella se graduara en Kinkaid. Jamie era una de las alumnas más aplicadas en un centro muy protegido donde ser aceptado socialmente lo era todo. Es una escuela donde el equipo de fútbol vota cuál será la próxima reina estudiantil, y las chicas no pueden ser vistas con chicos de una escuela pública, solo con chicos de Kinkaid o Saint John. Los chavales de Kinkaid conducen Broncos, cazan y ven deportes, todos quieren ir a la Universidad de Texas, beben en grandes cantidades y sus padres hacen la vista gorda.
—Sabes mucho de su escuela y de su ciudad.
—Estoy fascinado —dijo él, riendo—. Soy un esclavo de los orígenes de Jamie.
—¿Y eso no te había sucedido con ninguna otra de las chicas con las que saliste antes de ella?
—Jamás.
—Bien, probablemente sea una razón tan buena como cualquier otra para casarse.
—Oh… —replicó bromeando—, hay unas cuantas más.
—Puedo imaginarlo —le dije.
—Hace que me sienta constantemente orgulloso de ella. ¿Sabe lo que hizo cuatro años atrás, cuando su hermana mayor, Jessie, la alocada, se encontraba en las últimas etapas de la esclerosis lateral amiotrófica? Cogió un avión, se fue a Houston y permaneció junto a su cama cuidando de ella hasta que murió. Permaneció allí día y noche durante cinco meses espantosos, llenos de sufrimiento, mientras yo estaba aquí, en Nueva York. Esa enfermedad es una pesadilla. En general, no afecta a la gente hasta mediada la cincuentena, pero Jessie tenía treinta años cuando de repente sus manos y pies empezaron a debilitarse y se la diagnosticaron. Con el tiempo, todas las neuronas motoras van muriendo, pero como solo el cerebro se libra, el paciente tiene plena conciencia de ser un cadáver viviente. Al final, lo único que Jessie podía mover eran los párpados. De esa manera se comunicaba con Jamie, parpadeando. Durante cinco meses Jamie no se apartó de su lado. De noche dormía en un camastro, en la habitación de Jessie. La madre estaba deshecha desde el comienzo y no servía para nada, y el padre, desde el principio al final, estuvo como si nada… como si no quisiera saber nada de la hija que le causaba tantos inconvenientes al contraer una enfermedad fatal. No se ocupaba de ella, al cabo de un tiempo ni siquiera entraba en su habitación para decirle alguna palabra de consuelo, como haría cualquier padre, y no digamos ya tocarla o darle un beso.
Siguió amasando dinero como si en casa todo marchara sobre ruedas, mientras su hija menor, de veintiséis años, ayudaba a la mayor, de treinta y cuatro, a morir. Pero la víspera del día en que ocurrió, la víspera del día en que Jessica expiró, él estaba con Jamie en la cocina, donde la criada les preparaba algo para cenar, y de repente se derrumbó. Finalmente, en la cocina, se derrumbó y lloró como una criatura. Abrazó a Jamie y ¿sabe lo que le dijo? «Ojalá fuese yo en vez de ella.» ¿Y sabe lo que Jamie le respondió? «Sí, ojalá fueses tú.» Esa es la chica de la que me enamoré. Esa es la chica con la que me casé. Esa es Jamie.
Cuando Jamie cruzó la puerta cargada con las bolsas de comida, comentó:
—Alguien me ha dicho en la calle que las cosas en Ohio no tienen buen aspecto.
—Acabo de hablar con Nick —dijo Billy—, Kerry va a ganar en Ohio.
Ella se volvió hacia mí.
—No sé qué haría si Bush repitiera mandato. Sería el final del camino para todo un estilo de entender la vida política. Toda la intolerancia de esa gente se centra en atacar a la sociedad liberal. Significaría que seguirían haciendo retroceder los valores del liberalismo. Sería terrible. No creo que pudiera soportarlo.
Mientras hablaba apresuradamente, Billy había tomado las bolsas e ido a la cocina para sacar los víveres.
—Hemos heredado un instrumento muy flexible —le dije—. Es asombrosa la cantidad de castigo que podemos encajar.
Tuve la sensación de que mi esfuerzo por consolarla le parecía a ella condescendencia, y casi había brusquedad en su tono cuando respondió a mi imaginada afrenta.
—¿Había vivido usted alguna vez unas elecciones como estas, de la magnitud de estas?
—Algunas. Estas no las he seguido.
—Ah, ¿no?
—Os lo dije la otra noche: no sigo estas cosas.
—Entonces no le importa quién gane.
Me dirigió una dura mirada de desaprobación por la voluntariedad con que me mantenía ajeno a lo que sucedía.
—Yo no he dicho eso.
—Esa gente es terrible, maligna —dijo ella, sonando igual que su marido—. Los conozco. He crecido con ellos. No solo sería una vergüenza que ganaran: podría resultar una tragedia. El giro a la derecha en este país es un movimiento para sustituir las instituciones políticas por la moralidad: su moralidad. Sexo y Dios. Xenofobia. Una cultura de absoluta intolerancia…
Estaba demasiado agitada por el mundo amenazador en el que vivía para detenerse (y, por la razón que fuese, para mostrarse del todo cortés conmigo), de modo que la escuché sin hacer ningún otro necio intento de embarcarme en la caballeresca búsqueda del Santo Grial de su atención. Su esbelta figura de grandes senos y la cortina de negro cabello me gustaban tanto como la noche en que vine a ver el apartamento. Volvió de la compra con una chaqueta de pana granate muy ajustada, que se había quitado cuando Billy se ocupó de las bolsas; también se había quitado las botas de tacón bajo marrón oscuro. Debajo de la chaqueta llevaba un suéter de cachemira negro con cuello de cisne en canalé, también muy ceñido, lo mismo que los pantalones oscuros de dril, que solo se ensanchaban un poco por abajo, probablemente para acomodar las botas. Para moverse por el apartamento se puso un calzado plano que parecían unas zapatillas de ballet. Aunque el cálculo era sutil, no parecía que con aquella manera de vestir persiguiera necesariamente unos fines inocentes, o careciera de confianza en su capacidad de despertar la admiración de los hombres. ¿Le importaba de algún modo que yo me sintiera tan cautivado como los demás? Si no era así, ¿por qué se había vestido de una manera tan encantadora solo para ir a hacer la compra y para ver los resultados de las elecciones? Aunque tal vez cualquier invitado desconocido le hubiera impulsado a ponerse algo atractivo. Fuera como fuese, el aliciente de la indumentaria armonizaba con la voz, su forma de hablar rápida, cálida y musical incluso cuando estaba alterada, y con un considerable acento texano, o de la zona de Texas de donde procedía, una relajación de las vocales, una suavización, sobre todo del pronombre personal de primera persona, y luego su manera un tanto indolente de enlazar las consonantes, de modo que una palabra tropezaba con la siguiente. No era la clase de acento que resulta duro al oído, no el texano del Salvaje Oeste que adoptaba George W. Bush, sino el acento texano de buena cuna y más propio del sur que había adquirido su padre yanqui. No dejaba de tener su refinamiento, desde luego, tal como lo hablaba Jamie Logan. Tal vez solo fuera el acento de la flor y nata de River Oaks y la escuela Kinkaid.
Me alegraba tanto como Billy de que ella estuviera en casa. No importaba que su atuendo no tuviera nada que ver con mi presencia. Era una forma de vestir premeditada, y había algo sumamente excitante en el hecho de que no mostrara interés por mí. No hay ninguna situación de la que no pueda alimentarse el enamoramiento. Mirarla me procuraba un estremecimiento visual: dejaba que me entrara por los ojos a la manera en que un tragasables se introduce un sable por la boca.
Billy se dirigió a ella como si le hablara a una niña enferma.
—No vas a quedarte destrozada esta vez. Pronto estarás bailando por las calles.
—No, no —replicó ella—, este país es un manantial de ignorancia. Lo sé: procedo de su mismo nacimiento. Bush se dirige al núcleo ignorante. Este es un país muy atrasado, y es fácil engatusar a la gente, y él actúa exactamente como un vendedor ambulante de remedios milagrosos…
Debía de llevar meses dando vueltas al asunto en voz alta, enojada, y así, por el momento, pareció dejarlo correr, y me pregunté si era una persona que jamás sabía decir nada que no fuese en serio, o si ahora las elecciones anulaban todo lo demás y de momento yo no podría saber cómo era Jamie cuando no se enfrentaba a alguna terrible experiencia y si su reacción ante el mundo exterior dejaba de ser alguna vez dolorosamente apasionada.
Nos sentamos a la mesa baja con los platos, los cubiertos y las servilletas de tela que Billy había dispuesto, sirviéndonos lo que nos apetecía de las bandejas de comida y, mientras vaciábamos a conciencia mis dos botellas de vino, mirando la pantalla en la que iban apareciendo tabulados los resultados obtenidos estado por estado. Desde poco después de las diez, las llamadas telefónicas de Dick desde la sede del Partido Demócrata iban siendo menos optimistas, y a las once menos cuarto ya eran hoscas. «Las encuestas a la salida de los colegios —nos dijo Billy—, no son exactas. Las cosas no tienen buena pinta en Ohio. Y no va a ganar en Iowa ni en Nuevo México. Florida está perdida.»
La mayor parte de estos datos los conocíamos por la televisión, pero Jamie no se fiaba de las tabulaciones televisivas, y por eso la llamada de Nick, más el ligero estímulo del vino, la hicieron gritar: «¡Esta es la víspera de que todo empeore todavía más! ¡No sé qué pensar!», mientras que yo pensaba que en algún momento se produciría la capitulación, pero que hasta entonces resultaría arduo exorcizar las ilusiones. Hasta entonces ella se retorcería de dolor o se ocultaría como un animal herido. Se ocultaría en mi casa. Con aquella ropa. Sin ropa. En mi cama, al lado de Billy, desnuda.
—¡No sé qué pensar! —gritó de nuevo—. Ahora no hay nada que los detenga, excepto Al Qaeda.
—Cariño —le dijo Billy en voz baja—. Aún no sabemos lo que va a pasar. Esperemos a que todo haya terminado.
—¡El mundo es tan sombrío…! —exclamó Jamie con lágrimas en los ojos—. La vez anterior pareció una chiripa. Estaba Florida. Estaba Nader. ¡Pero esto no lo entiendo! ¡No puedo creerlo! ¡Es increíble! Voy a salir de casa para abortar. No me importa si estoy embarazada o no. ¡Aborta mientras puedas!
Me miraba al soltar esta amarga broma, ahora sin antipatía, mirándome como te mira alguien a quien ayudan a salir de un edificio en llamas o de un coche accidentado, como si, en tu calidad de observador, pudieras explicar la catástrofe que lo ha alterado todo. Pensé que cualquier cosa que le dijera probablemente le parecería un tópico. Pensé repetir: Es asombrosa la cantidad de castigo que podemos encajar. Pensé en decirle: Si en Estados Unidos piensas como lo haces tú, nueve de cada diez veces fracasas. Pensé en decirle: Es malo, pero no como despertarte la mañana después de que bombardearan Pearl Harbor. Es malo, pero no como despertarte la mañana después de que asesinaran a Kennedy. Es malo, pero no como despertarte la mañana después de que asesinaran a Martin Luther King. Es malo, pero no como despertarte la mañana después de que asesinaran a los alumnos de Kent State. Pensé en decirle: Todos hemos pasado por ello. Pero no le dije nada. De todos modos, ella no quería palabras. Quería muerte. Quería despertarse la mañana después de que hubieran asesinado a George Bush.
—Algo será su perdición, cariño —le dijo Billy—. El terror será su perdición.
—¿Qué sentido tiene vivir con esto? —preguntó ella, y tan profunda era su consternación, y tan a flor de piel estaba su vulnerabilidad, que rompió en sollozos.
Entonces cada uno de sus teléfonos móviles empezó a sonar: los amigos cruelmente decepcionados que llamaban, muchos de ellos también entre lágrimas. Tal como Jamie había dicho, la primera victoria de Bush pareció una chiripa, pero aquella era la segunda vez que las urnas hacían tambalearse su conmocionado idealismo y despertaban a la dura realidad de no poder conseguir que el país volviera a ser la fortaleza de Roosevelt que fue unos cuarenta años antes de que ellos nacieran. Pese a toda su perspicacia, su fluidez verbal y su savoir faire, y pese al conocimiento que tenía Jamie de la América republicana rica y de la clase de ignorancia engendrada en Texas, no habían tenido ni idea de quiénes formaban la gran masa de los estadounidenses, ni habían visto antes con tal claridad que no eran la gente cultivada como ellos la que decidiría el destino del país, sino las decenas de millones de ciudadanos distintos a ellos y a los que no conocían, y que habían dado a Bush una segunda oportunidad para, como decía Billy, «destrozar algo muy grande».
Me quedé allí sentado, en el que pronto sería el hogar donde me despertaría cada mañana, y escuché a los dos jóvenes que pronto se despertarían cada mañana en mi casa, un lugar donde, si querías, podrías disipar la rabia causada porque todo era mucho peor de lo que pensabas y el pesar por lo muy bajo que había caído tu país, y, si eras joven y tenías esperanzas, y estabas ocupado en tu mundo y todavía cautivado por tus expectativas, aprenderías a dejar de preocuparte por los Estados Unidos de 2004 y a vivir sin atormentarte por lo estúpido y corrupto que es todo, buscando satisfacción en tus libros, tu música, tu pareja y tu jardín. Mientras miraba a aquellos dos, comprendí fácilmente por qué cualquiera de su edad y con sus compromisos querría huir del amante dolorosamente cruel en que se había convertido su país.
—¿Terrorismo? —gritó Jamie por teléfono—. ¡Pero todos los estados a los que afectó el terrorismo, los lugares donde sucedió y los lugares de donde procedía la gente asesinada… todos han votado por Kerry! Nueva York, Nueva Jersey, el Distrito de Columbia, Maryland, Pensilvania… ¡ninguno de ellos ha querido a Bush! Mira el mapa al este del Mississippi. Es la Unión contra la Confederación. La misma división. ¡Bush traía consigo la vieja Confederación!
—¿Quieres saber cuál será la siguiente guerra inmunda? —le decía Billy a alguien—. Necesitan una victoria. Necesitan una victoria limpia y sin una ocupación complicada. Bueno, pues se encuentra a ciento cincuenta kilómetros de la costa de Florida. Relacionarán a Castro con Al Qaeda y declararán la guerra a Cuba. El gobierno provisional ya está en Miami. Los mapas del escenario bélico ya han sido trazados. Espera y verás. En su guerra contra el infiel, Cuba será la siguiente. ¿Quién va a detenerlos? Ni siquiera necesitan a Al Qaeda. Están resueltos a que haya más violencia, y Cuba ya es bastante criminal de por sí. A la pléyade que lo ha elegido le encantará. Arrojar al mar a los últimos comunistas.
Me quedé con ellos el tiempo suficiente para poder escucharlos mientras hablaban con sus familiares. Por entonces estaban tan extenuados que todo lo que podían hacer era desear haber tenido unos padres con los que pudieran dar rienda suelta a sus emociones y sentirse apoyados por ellos. Ambos eran hijos conscientes de sus deberes, de modo que cuando llegó el momento telefonearon como era debido, pero los padres de Jamie, como yo sabía por lo que Billy me había contado del Houston de Jamie, pertenecían al mismo club de campo que George Bush padre, por lo que, mientras hablaba por teléfono, Jamie trató en vano de recordarse que era una mujer casada que vivía a más de mil seiscientos kilómetros del lugar donde fue adoctrinada en sus privilegios por los archiconservadores texanos, encabezados por su padre, a quien despreciaba sobre todo por la inmoral desconsideración hacia su hermana moribunda y al que había retado rotunda y obstinadamente a que se atreviera a desheredarla por su insolente matrimonio con un judío.
Para entonces Jamie se había convertido para mí en mucho más que una belleza a la que contemplar. En su voz notabas lo herida que se sentía, debido en gran medida al hecho de que sus padres pertenecieran a la clase de personas que su conciencia liberal no podía tolerar, y de que, aun así, seguía siendo su hija y, al parecer, continuaba necesitando hablarles de sus problemas. Percibías al mismo tiempo el gran vínculo que tenía con ellos y la gran lucha contra ese vínculo. Percibías lo mucho que le había costado forjarse una nueva manera de ser y todo el bien que le había hecho.
Los padres de Billy, en Filadelfia, no le resultaban en modo alguno ajenos ni hostiles ni desagradables, sino que con toda evidencia les tenía un profundo afecto. Sin embargo, cuando colgó el teléfono, sacudió la cabeza y tuvo que apurar la copa medio llena de vino antes de hablar. Su rostro de suaves facciones no podía ocultar la decepción o la humillación que experimentaba, y la ternura de su corazón, que siempre sintonizaba con los sentimientos del prójimo, no le permitía expresar la indignación que probablemente habría ayudado bastante a mitigar su pena. En aquellos momentos, la ternura de corazón carecía de una función útil, y Billy estaba totalmente confuso. «Mi padre ha votado por Bush —dijo, tan sorprendido como si hubiera descubierto que su padre había atracado un banco—. Me lo ha dicho mi madre. Cuando le he preguntado por qué, ella ha respondido: “Por Israel”. Le había preparado para que votara a Kerry, y cuando sale de la cabina le dice: “Lo he hecho por Israel”. “Podría haberlo matado”, me ha dicho mi madre. “Todavía cree que encontrarán las armas de destrucción masiva”.»
Cuando regresé al hotel, escribí la siguiente escena:
ÉL:
No me dijiste que ya nos conocíamos.
ELLA:
No creí que mereciera la pena mencionarlo. Pensé que no lo recordarías.
ÉL:
Y yo pensé que tal vez tú no lo recordarías.
ELLA:
No me acuerdo.
ÉL:
¿Recuerdas dónde nos conocimos?
ELLA:
En la Signet.
ÉL:
Exacto. ¿Recuerdas algo de aquel día?
ELLA:
Lo recuerdo muy bien. Yo era miembro de la Sociedad Signet, pero casi nunca íbamos a comer allí. Y una amiga me llamó para decirme que te había invitado a almorzar al día siguiente y que no estaba segura de que acudieras, pero que habías dicho que irías, así que yo debería ir también Y fui. Llevé a Richard, y por suerte pude sentarme a tu mesa en lugar de en la mesa de la otra sala. Me senté y entraste y te sentaste a nuestra mesa, y te miré mientras comíamos.
ÉL:
No hablaste, pero desde luego me mirabas.
ELLA:
(Riéndose con aire disculpatorio.) Perdona si fui muy atrevida.
ÉL:
Yo te devolví la mirada. Y no solo en defensa propia. ¿Recuerdas eso?
ELLA:
Pensé que tal vez eran imaginaciones mías. No podía creer que reaccionarías. No podía creer que repararías en mí. Te había considerado inaccesible. ¿De veras recuerdas que me senté frente a ti?
ÉL:
Fue solo hace diez años.
ELLA:
Diez años es mucho tiempo para recordar a alguien con quien no has hablado. ¿Qué impresión te causé?
ÉL:
No tenía claro si eras tímida o si solo te mostrabas muy serena y reservada.
ELLA:
Ambas cosas.
ÉL:
¿Fuiste a la lectura la noche anterior?
ELLA:
Sí. Recuerdo que estaba sentada en uno de los sofás de piel del salón, después de la comida. Nos quedamos como la mitad de los asistentes. Pensé en lo embarazoso que debía de ser para aquel hombre. Todos a su alrededor, esperando a que dijera algo que, cuando volviéramos a casa, pudiéramos anotar en nuestros diarios.
ÉL:
¿Fuiste a casa y lo escribiste en tu diario?
ELLA:
Tendría que abrir el diario y comprobarlo. Puedo hacerlo, ¿sabes? Podría hacerlo si quieres que lo haga. Los conservo todos. ¿Tú qué pensaste de aquel día?
ÉL:
No recuerdo qué pensé. No era raro que me invitaran a ese tipo de cosas. Normalmente es una clase a la que te piden que asistas. Lo haces y luego vuelves a casa. Pero ¿por qué no lo mencionaste el otro día, cuando nos encontramos?
ELLA:
¿Para qué sacar a colación que cierta vez te miré embobada durante una comida? No lo sé, no lo estaba manteniendo en secreto. Estamos intercambiando viviendas. No vi ningún motivo para hablar de la ocasión en que me senté entre el público y te estuve mirando en la universidad. ¿Por qué aceptaste ir allí y comer con un grupo de estudiantes no graduados?
ÉL:
Debí de pensar que podría ser interesante. La noche anterior había estado leyendo durante una hora y respondí a algunas preguntas. No conocía a nadie más que las personas que me habían invitado. No recuerdo nada del acto, excepto a ti.
ELLA:
(Riéndose.) ¿Estás coqueteando conmigo?
ÉL:
Sí.
ELLA:
Eso parece tan improbable que casi resulta difícil de creer.
ÉL:
No debería serlo. No es para nada improbable.
Cuando releí la escena en la cama, antes de dormir, pensé: Si jamás ha habido algo que no era necesario que hicieras, es esto. Ahora estás totalmente enamorado de ella.
Estar al día siguiente en Nueva York resultaba algo terrible, una multitud de gente enfurecida que iba de un lado a otro con aspecto sombrío e incrédulo. Había silencio, el tráfico era tan escaso que apenas lo oías en Central Park, adonde había ido para encontrarme con Kliman en un banco, no lejos del Metropolitan. Cuando, alrededor de la medianoche, regresé de la calle Setenta y uno Oeste, había un mensaje suyo en el contestador automático de la habitación del hotel. Habría sido muy fácil hacerle caso omiso, y así me lo había propuesto, hasta que, bajo el influjo de aquella impetuosa reinmersión, y estimulado por la perspectiva de un encuentro con Amy Bellette, de cuyo paradero él probablemente me informaría, a la mañana siguiente telefoneé a Kliman, al número que me había dejado, pese a que el día anterior le había colgado dos veces.
—Calígula gana —dijo al descolgar el aparato.
Estaba esperando que le llamara alguien, y, tras una brevísima pausa de un segundo, le dije:
—Eso parece, pero soy Zuckerman.
—Hoy es un día negro, señor Zuckerman. Llevo intentando asumir la derrota toda la mañana. No puedo creer que haya sucedido. ¿La gente ha votado por valores morales? ¿Qué valores son esos? ¿Mentir para meternos en una guerra? ¡Menuda idiotez! El Tribunal Supremo. Mañana Rehnquist estará muerto. Bush nombrará a Clarence Thomas presidente del tribunal. Hará dos, tres, tal vez incluso cuatro nombramientos… ¡Espantoso!
—Anoche dejaste un mensaje sobre nuestro encuentro.
—Ah, ¿sí? —replicó él—. No he dormido. Ninguno de mis conocidos ha podido dormir. Un amigo mío que trabaja en la biblioteca de la calle Cuarenta y dos me ha telefoneado para decirme que hay gente llorando en los escalones de la biblioteca.
Yo estaba familiarizado con las emociones teatrales que inspiran los horrores de la política. Desde la transformación en 1965 del candidato favorable a la paz Lyndon Johnson en halcón de la guerra de Vietnam, hasta la dimisión en 1974 del casi procesado Richard Nixon, eran un elemento fundamental en el repertorio de la mayoría de mis conocidos. Te sientes desconsolado, trastornado y un poco histérico, o jubiloso y justificado por primera vez en diez años, y tu único bálsamo es hacer teatro de ello. Pero ahora yo no era más que un espectador y un forastero. No me inmiscuía en el drama público; el drama público no penetraba en mí.
—¡La religión! —exclamó Kliman—. ¿Por qué no depositan ya su confianza en mirar la bola de cristal como un medio de aprehender la verdad? Supongamos que la evolución resultara ser una tontería, supongamos que Darwin estuviera chiflado. ¿No sería comparable su chifladura a lo que el Génesis propone sobre los orígenes del hombre? Esa gente no cree en el conocimiento. No cree en el conocimiento exactamente de la misma manera que yo no creo en la fe. Me dan ganas de salir a la calle y ponerme a soltar un largo discurso.
—No serviría de nada —le dije.
—Usted ya ha pasado por esto. ¿Qué es lo que sirve?
—La solución senil: olvídalo.
—Usted no está senil —replicó Kliman.
—Pero lo he olvidado.
—¿Todo? —me preguntó, y tuve un atisbo de la posible relación que él podría tratar de establecer y explotar: la del hombre joven pidiéndole al viejo su sabio consejo.
—Todo —repliqué, con no poca sinceridad… y como si hubiera caído en su treta.
Kliman estaba corriendo alrededor del gran óvalo de césped de Central Park, y me saludó agitando la mano cuando me acercaba al banco en el que habíamos quedado. Le esperé, pensando que una vez cometido el error inicial, el de venir a Nueva York para recibir la inyección de colágeno, el pensamiento reflexivo había dado paso a un deambular errático por un camino de renovación del que no tenía ni idea que anhelara lo más mínimo. ¿Trastocar la unidad básica de tu vida y cambiar las pautas de lo predecible a los setenta y un años? ¿Qué podía estar más cargado con la probabilidad de desorientación, frustración, incluso derrumbe?
—Tenía que quitarme a esos asquerosos de la cabeza —me dijo Kliman—. He pensado que lo lograría corriendo, pero no lo he conseguido.
No era como el jovial y rechoncho Billy, sino que debía de pesar más de noventa kilos y medir fácilmente metro noventa, un joven imponente, corpulento y ágil, con abundante cabello moreno y unos ojos gris claro tan maravillosos como son los ojos gris claro en el reino animal humano. Un hermoso zaguero hecho para arremeter y placar. Mi primera impresión (indigna de confianza) era también la de alguien constreñido por un desconcierto generalizado, un hombre que yace con veintiocho años estaba agobiado por la renuencia del mundo a someterse sin objeciones a su fuerza y hermosura y a las apremiantes necesidades personales a cuyo servicio estaban. Eso era lo que reflejaba su semblante: el enojado reconocimiento de una resistencia inesperada y totalmente ridícula. Debía de haber sido un amante de Jamie muy diferente del joven con que se casó. Si Billy mostraba el trato suave y diestro de un hermano servicial, Kliman había conservado buena parte de la actitud amenazante en el patio escolar. Eso es lo que percibí cuando me telefoneó al hotel, y ahora comprobé que era una impresión correcta: el dominio de sí mismo no era su lema. Muy pronto resultó que tampoco era el mío.
Con pantalón corto, zapatillas deportivas y una sudadera mojada, se sentó abatido a mi lado, los codos en las rodillas y la cabeza entre las manos. Empapado en sudor: así es como acude a reunirse con una persona que es un componente esencial de su primera gran empresa profesional, alguien con quien ansia congraciarse. Bueno, me dije, es auténtico, al margen de todo lo que pueda ser, y, si es un oportunista, no es al menos el oportunista embaucador e interesado que imaginé a raíz de nuestra primera conversación.
No había terminado de manifestarse acerca de las elecciones.
—Que una administración de derechas motivada por una codicia insaciable, sostenida por mentiras letales y encabezada por un tarugo privilegiado deba responder a la infantil idea norteamericana de la moralidad… ¿cómo se puede vivir con algo tan grotesco? ¿Cómo logras aislarte de tan inmensa estupidez?
Pensé que debía de hacer entre seis y ocho años que habían terminado la universidad, y que por ello la derrota de Kerry a manos de Bush ocupaba un lugar prominente en la multitud de tremendos impactos históricos que modelarían mentalmente su filiación estadounidense del mismo modo que Vietnam había definido públicamente la generación de sus padres y que la Depresión y la segunda guerra mundial habían determinado las expectativas de mis padres y sus amigos. Hubo la artimaña apenas encubierta que dio la presidencia a Bush en 2000; hubo los ataques terroristas de 2001 y el recuerdo indeleble de las personas que saltaban desde las ventanas más altas de las torres en llamas, cayendo como muñecos; y ahora había aquello, un segundo triunfo del «analfabeto» al que odiaban tanto por sus facultades mentales subdesarrolladas como por sus arteros cuentos de hadas nucleares, a fin de ampliar la experiencia común que los separaría de sus hermanos y hermanas menores así como de las personas como yo. Para ellos Bush hijo no había representado nunca una administración, sino un régimen que se había hecho con el poder por medios judiciales. Se suponía que habrían recuperado su derecho político en 2004, y era horrible que no lo hubieran logrado, dejándolos con la sensación, hacia las once de la noche anterior, no solo de haber perdido, sino de que de una u otra manera habían vuelto a defraudarles.
—Querías hablarme del imperdonable secreto de Lonoff —le dije.
—Nunca he dicho que fuese «imperdonable».
—Pero lo has sugerido.
—¿Conoce su infancia? —me preguntó—. ¿Sabe algo de sus primeros años? ¿Puedo confiar en que no repetirá lo que voy a decirle?
Me arrellané en el banco y, por primera vez desde que había vuelto a Nueva York, me eché a reír.
—¿Quieres gritar a los cuatro vientos lo que constituye, sea lo que fuere, el «gran secreto», celosamente guardado y con toda evidencia humillante, de ese hombre absolutamente reservado, y me pides que tenga la discreción de no repetirlo? ¿Vas a escribir un libro para destruir la dignidad que él protegió de un modo inflexible, que significaba todo para él y le pertenecía legítimamente, y me preguntas si puedes confiar en mí?
—Otra vez igual que cuando hablamos por teléfono. Se muestra terriblemente duro con alguien a quien ni siquiera conoce.
Me dije: Pero te conozco. Eres joven y apuesto y nada te procura más seguridad que ser también artero. Tienes el gusto por lo retorcido. Ese es otro de tus privilegios para hacer todo el daño que quieras hacer. Y, en términos estrictos, no es daño lo que haces: tan solo ejerces un derecho del que sería necio prescindir. Te conozco: quieres obtener la aprobación de los adultos a los que subrepticiamente te propones ultrajar. Hay un taimado placer en ello, y además no presenta riesgos.
Había varios transeúntes alrededor del gran óvalo de césped, mujeres que empujaban cochecitos infantiles, ancianos que iban del brazo de sus cuidadores negros y, a lo lejos, una pareja haciendo footing que al principio tomé por Billy y Jamie.
Podría haber sido un quinceañero en aquel banco, totalmente absorto por la nueva chica que se había sentado a mi lado el primer día de clase.
—Lonoff rechazó su ingreso en el Instituto Nacional de Artes y Letras —me estaba diciendo Kliman—. Lonoff no quiso enviar su biografía a Autores contemporáneos. Lonoff no concedió una entrevista jamás en su vida ni hizo ninguna aparición pública. Hizo todo lo posible por mantenerse tan invisible como pudiera, allá en el lugar dejado de la mano de Dios donde vivía. ¿Por qué?
—Porque prefería la vida contemplativa a cualquier otra. Lonoff escribía. Lonoff enseñaba. Por las noches, Lonoff leía. Tenía esposa y tres hijos, un entorno rural hermoso y sin corromper, y una agradable granja del siglo dieciocho llena de chimeneas. Tenía unos ingresos modestos que le bastaban. Orden. Seguridad. Estabilidad. ¿Qué más necesitaba?
—Ocultarse. ¿Por qué si no se refrenó durante toda su vida? Mantenía una vigilia perpetua sobre su persona: eso está en su vida, impregna su obra. Se reprimía porque vivía con el temor de ser descubierto.
—Y tú le vas a hacer el favor de descubrirlo —repliqué.
Hubo un momento conflictivo mientras él buscaba un motivo para no partirme la cara por no haberme entusiasmado con su elocuencia. Recordaba esos momentos con bastante nitidez, pues yo mismo los había experimentado cuando era un joven literato más o menos de su edad recién llegado a Nueva York, donde escritores y críticos por entonces cuarentones y cincuentones me habían tratado como si no pudiera saber nada de nada, excepto tal vez un poco sobre el sexo, un conocimiento que les parecía en esencia fatuo, aunque desde luego ellos mismos estaban siempre a merced de sus deseos. Pero en cuanto a la sociedad, la política, la historia, la cultura, en cuanto a las «ideas»… «Ni siquiera comprendes cuando te digo que no comprendes», le gustaba decirme a uno de ellos mientras agitaba un dedo ante mi cara. Esos fueron mis notables, los intelectualmente excepcionales hijos estadounidenses de inmigrantes judíos —pintores de brocha gorda, carniceros, trabajadores de la confección— que entonces estaban en la flor de la vida, dirigían la Partisan Review y escribían para Commentary, The New Leader y Dissent, rivales irascibles que polemizaban mucho entre ellos y soportaban la carga sentimental de haber sido criados por unos padres semianalfabetos que hablaban yiddish y cuyas limitaciones de inmigrantes y escasa cultura les evocaban ira y ternura en porciones igualmente paralizantes. Si osaba hablar, aquellos mayores me silenciaban con desdén, seguros de que yo no sabía nada debido a mi edad y mis «ventajas», unas ventajas que eran por completo producto de su imaginación, pues curiosamente su curiosidad intelectual jamás se extendía a alguien más joven que ellos, a menos que fuese mucho más joven y bella y mujer. En sus últimos años, muy castigados (y en bancarrota financiera) por sus penalidades conyugales, cuando las enfermedades de la edad y los hijos difíciles se habían cobrado su tributo, algunos de ellos se ablandaban conmigo, nos hacíamos amigos y no rechazaban de manera sistemática todo lo que yo tenía que decir.
—Verá… no me resulta nada fácil decírselo —dijo Kliman por fin—. Se abalanza sobre mí cuando le pregunto si puedo decirle algo en confianza, pero ¿por qué cree que me molesto en preguntarle?
—Escucha, Kliman, ¿por qué no te olvidas de lo que sea que crees haber descubierto? Ya nadie sabe quién es Lonoff. ¿Qué interés tiene?
—Esa es la cuestión. Lonoff debería estar en la Biblioteca de América. Singer está, con tres volúmenes de relatos. ¿Por qué no E. I. Lonoff?
—De modo que vas a redimir la reputación de Lonoff como escritor arruinándola como hombre. Vas a sustituir el genio del genio por el secreto del genio. La rehabilitación por medio de la deshonra.
Cuando, tras otra pausa cargada de enojo, él habló de nuevo, lo hizo con el tono de un niño que no ha logrado comprender algo por enésima vez.
—Su reputación no quedará arruinada si el libro está escrito tal como me propongo escribirlo —me explicó.
—No importa cómo lo escribas. El escándalo hará el trabajo por sí solo. No le devolverás a su lugar: le privarás de su lugar. ¿Y qué es lo que ocurrió, a fin de cuentas? ¿Alguien recuerda algo «inapropiado» que Lonoff hizo cincuenta años atrás? ¿Deshonrosas revelaciones sobre otro despreciable varón de raza blanca?
—¿Por qué insiste en trivializar lo que quiero hacer? ¿Por qué se apresura a degradar algo de lo que no sabe nada?
—Porque ese fisgoneo en busca de basura que se autodenomina investigación es la más baja de las trapacerías literarias.
—¿Y el despiadado fisgoneo que se autodenomina ficción?
—¿Ahora me calificas a mí?
—Califico la literatura. También nutre la curiosidad. La literatura sostiene que la vida pública no es la vida real. Que hay algo más allá de la imagen que uno ofrece… llámelo la verdad del yo. No hago ni más ni menos que lo mismo que usted hace. Lo que hace toda persona pensante. La vida es lo que nutre la curiosidad.
Los dos nos habíamos levantado al mismo tiempo. No cabe duda de que debería haberme alejado enseguida de aquellos ojos gris claro, iluminados ahora de un modo espectral por nuestra antipatía. En primer lugar, me percataba de que la almohadilla anidada en mis calzoncillos de plástico para absorber y contener la orina estaba muy empapada y debía regresar cuanto antes al hotel para lavarme y cambiarme. No cabe duda de que no debería haber dicho nada más. ¿Por qué otro motivo había vivido al margen de la gente durante once años si no era para no decir una sola palabra más de las que había en mis libros? ¿Por qué otro motivo había dejado de leer los periódicos, escuchar las noticias y ver la televisión si no era para no oír nada más de lo que no podía soportar y era incapaz de alterar? Había elegido vivir donde ya no podía verme arrastrado a las decepciones. Sin embargo, me era imposible detenerme. Había vuelto, estaba hecho una furia y nada podría haberme inspirado más que el riesgo que estaba corriendo, porque Kliman no solo tenía cuarenta y tres años menos que yo y era un gigantón musculoso vestido con prendas deportivas, sino también porque estaba enfurecido por la misma resistencia que no podía aceptar.
—Voy a hacer cuanto pueda por sabotearte —le dije—. Voy a hacer cuanto pueda para que jamás en parte ninguna aparezca un libro tuyo sobre Lonoff. Ni libro ni artículo, nada. Ni una palabra, Kliman. No conozco el gran secreto que has descubierto, pero nunca va a ver la luz del día. Puedo evitar que se publique, y cueste lo que cueste, sea cual sea el esfuerzo que requiera, lo haré.
¡De vuelta al drama, de vuelta al momento, de vuelta al torbellino de los acontecimientos! Cuando oí que mi voz se alzaba, no la refrené. Existe el dolor de estar en el mundo, pero también existe el vigor. ¿Cuándo sentí por última vez la excitación de enfrentarme a alguien? ¡Dar rienda suelta a la vehemencia! ¡Dar rienda suelta a la beligerancia! Un hálito revitalizador de la antigua contienda me llevaba de nuevo a asumir el antiguo papel, tanto Kliman como Jamie tenían el efecto de despertar en mí la virilidad una vez más, la virilidad de la mente y el espíritu y el deseo y la determinación y el querer estar de nuevo entre la gente y pelear de nuevo y poseer de nuevo a una mujer y sentir de nuevo el placer de la propia fuerza. Todo era invocado: ¡el hombre viril invocado de nuevo a la vida! Solo que ya no hay virilidad. No hay más que la brevedad de las expectativas. Y siendo así, me dije, al enfrentarme al joven y flirtear con todos los peligros de alguien de esta edad mezclándose demasiado con alguien de esa edad, solo puedo acabar ensangrentado, solo puedo ser una gran cicatriz a modo de blanco para la juventud que no sabe nada, llena de brutal salud y armada de tiempo hasta los dientes.
—Te lo advierto, Kliman: deja en paz a Lonoff.
La gente que caminaba alrededor del óvalo nos miraba al pasar. Algunos llegaban a detenerse, temerosos de que un anciano y un joven llegaran a las manos, casi con toda probabilidad por una discusión sobre las elecciones, y que se estuviera fraguando una matanza.
—Apestas —me gritó—, ¡hueles mal! ¡Vuelve a rastras a tu agujero y muérete! —Contoneándose atléticamente, ágil y flexible, echó a correr, gritando por encima de la prominencia de su hombro—: ¡Te estás muriendo, viejo, pronto estarás muerto! ¡Hueles a podrido! ¡Hueles a muerte!
Pero ¿qué podía saber de la muerte un tipo como Kliman? A lo único que yo olía era a orina.
Había ido a Nueva York solo por lo que prometía someterme a la intervención. Había ido en busca de una mejora. Sin embargo, cediendo al deseo de recuperar algo perdido, un deseo que había tratado de sofocar mucho tiempo atrás, me había expuesto a creer que de alguna manera podría actuar de nuevo como el hombre que fui. Había una solución obvia: en el tiempo que tardé en volver al hotel, y desvestirme, ducharme y mudarme de ropa, decidí abandonar la idea de intercambiar residencias y regresar de inmediato a casa.
Cuando llamé por teléfono, respondió Jamie. Le dije que tenía que hablar con ella y Billy, y replicó:
—Pero Billy no está aquí. Se marchó hace unas dos horas para ver su casa. Debe de estar a punto de pasar por la casa del encargado para recoger la llave. Me ha dicho que llamaría cuando llegara.
Pero yo no tenía constancia de haber acordado con Billy que vería la casa, ni con Rob que le daría la llave para que pudiera entrar. ¿Cuándo llegamos a esos acuerdos? No podía haber sido la noche anterior. Tenía que haber sido la noche en que nos conocimos. Sin embargo, no lo recordaba.
A solas en mi habitación de hotel, sin tener siquiera el rostro de Jamie ante mí, me sentí enrojecer de furia, aunque, en realidad, desde hacía unos años arrastraba el problema de no recordar pequeños detalles. Para solventar la dificultad, había empezado a tener, junto al calendario, un cuaderno escolar pautado —de esos con las tapas veteadas en blanco y negro y la tabla de multiplicar en el anverso de la tapa posterior— donde anotaba las tareas cotidianas y, en forma más abreviada, registraba las llamadas telefónicas, su contenido y las cartas que escribía y recibía. Sin el cuaderno de tareas, como acababa de demostrarse, podía olvidar fácilmente con quién había hablado y acerca de qué incluso el día anterior, o lo que alguien tenía que hacer por mí al día siguiente. Había empezado a acumular cuadernos de tareas unos tres años atrás, cuando me percaté por primera vez de que una memoria perfectamente fidedigna estaba empezando a desgastarse, en un momento en que quedarme en blanco no era más que un pequeño inconveniente y antes de llegar a comprender que el proceso de olvidar cosas proseguía su avance y que, si mi memoria continuaba deteriorándose al ritmo en que lo había hecho en aquellos primeros años, mi capacidad de escribir se vería gravemente afectada. Si una mañana tomaba la página escrita el día anterior y era incapaz de recordar que la había escrito, ¿qué haría? Si perdía el contacto con mis páginas, si no podía escribir un libro ni leerlo, ¿qué sería de mí? Sin mi trabajo, ¿qué quedaría de mí?
No le dejé entrever a Jamie que no sabía de qué me estaba hablando y que había empezado a vivir en un mundo lleno de lagunas, que mi mente, desde el instante en que pisé Nueva York como un alienígena, como un forastero en el mundo que todos los demás habitaban, oscilaba como un péndulo de la obsesión al olvido y viceversa. Pensé que era como si hubiesen accionado un interruptor, como si hubieran empezado a cerrar los circuitos uno a uno.
—Si tiene alguna pregunta, que me llame —le dije—. Rob conoce la finca mejor que yo, y a Billy le caerá bien.
Me pregunté si no le habría repetido lo mismo que les dije cuando arreglé las cosas para que Billy visitara la casa.
No era el momento de explicar que había cambiado de idea. Eso tendría que esperar hasta que Billy volviera. Tal vez para entonces él habría decidido que mi casita resultaba inadecuada y todo se resolvería sin dificultad.
—Pensé que te habrías marchado con él, sobre todo porque no creo que estés en tu mejor momento.
—Estoy en plena escritura de un relato —replicó ella, pero no me creí que ese fuese el motivo por el que se había quedado. El motivo era Kliman. Es ella la que quiere trasladarse a Massachusetts: ¿no debería ser ella quien inspeccionara la casa? Se ha quedado para ver a Kliman—. ¿Y qué le parece su América actual, el primer día del segundo advenimiento? —me preguntó.
—El dolor remitirá —respondí.
—Pero Bush no. Ni Cheney. Ni Rumsfeld. Ni Wolfowitz. Ni esa mujer, Rice. La guerra no dará marcha atrás, como tampoco la arrogancia de esa gente. ¡Esta inútil y estúpida guerra! Y pronto prepararán otra inútil y estúpida guerra. Y otra y otra más, hasta que todo el mundo en la tierra quiera hacernos saltar por los aires.
—Bueno, hay pocas probabilidades de que te hagan saltar por los aires en mi casa —le dije, pese a que un momento antes había telefoneado con la intención de cancelar el acuerdo que le habría proporcionado el refugio de mi hogar.
Pero no quería que la llamada acabara. Ella no necesitaba decir nada sugerente o provocativo. Tan solo tenía que hablarme al oído para aportarme un placer que no experimentaba desde hacía años.
—He conocido a tu amigo —le dije.
—Le ha dejado completamente aturdido y confuso.
—¿Cómo lo sabes? Acabo de dejarle.
—Me ha telefoneado desde el parque.
—En una ocasión, de niño —le conté—, observé desde la playa cómo se ahogaba mar adentro un nadador ambicioso. Nadie supo que tenía problemas hasta que fue demasiado tarde. De haber tenido un móvil, podría haber pedido ayuda, igual que Kliman, en el momento en que la corriente le alejaba de la orilla.
—¿Qué tiene contra él? —me preguntó Jamie—, ¿por qué le menosprecia? ¿Qué sabe siquiera de él? Siente un temor reverente por usted, señor Zuckerman.
—Sinceramente, me ha parecido que su fervor iba en otra dirección.
—Era un encuentro importante para él —replicó ella—. En estos momentos lo único que le interesa es Lonoff. Quiere resucitar a un escritor al que considera grande y cuya obra se ha perdido.
—La cuestión es «cómo» resucitarlo.
—Richard es un hombre serio.
—¿Por qué actúas como su abogada?
—«Actúo como su abogada» porque le conozco.
Preferí no pensar demasiado gráficamente en el motivo por el que defendía la causa del hombre serio que había sido su novio en la universidad y con quien (era fácil de imaginar) el vínculo había seguido siendo sexual incluso después de casarse con el devoto Billy… que, por cierto, no estaba allí; que en aquel momento se encontraba a unos doscientos kilómetros al norte de Nueva York mientras su mujer estaba sola en el apartamento frente a la iglesia, padeciendo la reelección de Bush.
No podía haber mejor manera de redondear la locura de mi regreso por las razones que me habían llevado a hacerlo (y luego pensar que debería quedarme todo un año) que mi intento de ver a Jamie antes de que Billy volviera.
—Entonces estás enterada del escándalo —le dije.
—¿Qué escándalo?
—El escándalo de Lonoff. ¿No te lo ha contado Kliman?
—Claro que no.
—Naturalmente que lo ha hecho… a ti, sobre todo, jactándose de lo que solo él sabe y de los grandes beneficios que puede reportar su descubrimiento. —Esta vez ella no se molestó en negarlo—. Conoces toda la historia —le dije.
—Si no ha querido que se la contara Richard, ¿por qué quiere que se la cuente yo?
—¿Puedo pasarme por ahí?
—¿Cuándo?
—Ahora.
Me dejó aturdido al replicar tranquilamente:
—Si lo desea.
Empecé a hacer el equipaje para marcharme de Nueva York. Traté de ocupar la mente pensando en todo lo que tenía que hacer en casa durante las próximas semanas, en el alivio que hallaría en la tarea cotidiana y en prescindir de más intervenciones quirúrgicas. Jamás volvería a crear una circunstancia en la que permitiría que un lacerante pesar, en su sed de recompensa, determinara mi siguiente paso. Entonces partí hacia la calle Setenta y uno Oeste, cedí de inmediato a la despiadada crueldad de un desesperado enamoramiento que garantizaba ser cualquier cosa menos inocuo para un hombre que tenía entre las piernas una espita de piel arrugada donde antes estuvo el órgano sexual en perfecto funcionamiento, incluido el control total del esfínter de la vejiga, de un robusto varón adulto. El instrumento de procreación otrora rígido era ahora el extremo de una cañería que ves sobresalir de la tierra en algún campo, un insignificante trozo de cañería que gotea y chorrea de forma intermitente, vertiendo agua sin fin, hasta que llega el día en que alguien se acuerda de dar a la válvula la vuelta que falta para cerrar el condenado canal de desagüe.
Ella había estado leyendo el New York Times, empapándose de hasta el último detalle sobre las elecciones. Las hojas del periódico estaban extendidas sobre las filigranas de color dorado y naranja de la alfombra persa levemente raída, y su rostro tenía vestigios de auténtico sufrimiento.
—Es una lástima que Billy no pueda estar hoy aquí —le dije—. No es bueno que estés sola para soportar tanta decepción.
Ella se encogió de hombros en un gesto de impotencia.
—Pensábamos que sería un día jubiloso.
Mientras yo iba de camino, ella había preparado café, y nos sentamos uno frente al otro en sillas Eames de cuero negro junto a la ventana, y bebimos de nuestras tazas en silencio. Expresando nuestra incertidumbre con el silencio. Aceptando en silencio la impredecibilidad de lo que había de llegar. Ocultando nuestra confusión en el silencio. En mis visitas anteriores no había reparado en que tenían en el piso dos gatos de pelaje anaranjado, hasta que uno saltó ingrávidamente sobre el regazo de Jamie y permaneció allí mientras ella le acariciaba, y yo, contemplando la escena, seguía sin decir nada. El otro apareció de repente y se sentó a horcajadas entre sus pies descalzos, creando la agradable impresión (para mí) de que eran sus pies y no el gato los que ronroneaban. Uno tenía el pelo largo y el otro corto, y me quedé perplejo al verlos. Eran como habrían llegado a ser los gatitos de Larry Hollis si me los hubiera quedado más de tres días.
Aunque ella llevaba una sudadera de un azul desvaído y unos holgados pantalones de chándal grises, no por eso su belleza me asombraba menos. Y estábamos solos, y lejos de sentirme como un personaje capaz de inspirar un temor reverente, me sentía despojado de mi prestigio ante su influjo sobre mí, más aún al parecer tan afectada por la derrota de Kerry y las temibles incertidumbres que suscitaba.
En consonancia con mi conducta bruscamente fluctuante en Nueva York, ahora me preguntaba qué interés podría tener yo para alguien que se proponía escribir una biografía de Lonoff. Tras mi visita a su casa en 1956, jamás había vuelto a estar en su presencia, y no respondió a la única carta que le envié después de aquel encuentro, acabando así con cualquier sueño que pudiera haber tenido de que ejerciera de maestro en mis años de aprendizaje. Y con respecto tanto a una biografía como a un biógrafo, yo no tenía responsabilidad alguna hacia E. I. Lonoff y sus herederos. Ver a Amy Bellette al cabo de tantos años —sobre todo verla decrépita y desfigurada, desahuciada de la morada de su propio cuerpo—, y luego haber ido a comprar los libros del escritor y haberlos releído en el hotel, era lo que había desencadenado la reacción a las alusiones de Kliman a un siniestro «secreto» de Lonoff. Con toda seguridad, de haber estado en casa y recibido de improviso una carta de Kliman o de cualquier otro tratando de embaucarme con las mismas razones, no me habría molestado en responderle, y no digamos ya amenazarle casi con destruirlo si se atrevía a seguir adelante con su proyecto. Abandonado a sus propios recursos, no era probable que los grandiosos planes de Kliman triunfaran; probablemente el mayor estímulo que había tenido hasta entonces no procedía de un agente literario ni de un editor, sino de mi rotunda oposición. Y ahora allí estaba yo con Jamie, poniendo fin a nuestro silencio al preguntarle:
—¿Con quién estoy tratando? ¿Quieres decírmelo? ¿Quién es ese muchacho?
—¿Qué es lo que quiere saber? —replicó ella con suspicacia.
—¿Cómo ha llegado a considerarse apto para esa tarea? ¿Hace mucho que le conoces?
—Desde que él tenía dieciocho años. Desde su primer curso en la universidad. Le conozco desde hace diez años.
—¿De dónde es?
—De Los Angeles. Su padre es abogado. Un abogado del mundo del espectáculo, notoriamente agresivo. La madre es totalmente distinta al padre. Es profesora, creo que de egiptología, en la Universidad de California, Los Angeles. Medita cada mañana durante un par de horas. Asegura que, si tiene un buen día, al final de sus meditaciones es capaz de hacer levitar una bola de luz verde delante de ella.
—¿Cómo la conociste?
—A través de él, claro. Siempre que vienen a la ciudad, salen a cenar con sus amigos. Igual que, cuando mis padres venían, él era uno de mis amigos y salía a cenar con nosotros.
—De modo que creció en un ambiente de profesionales.
—Bueno, creció con un padre testarudo y agresivo y una madre serena e intelectual. Es inteligente. Muy inteligente, muy agudo. Es cierto que también tiene su agresividad, que está claro que le ha desconcertado. Pero no es ningún bobo. No hay ninguna razón por la que no debería ser capaz de escribir un libro… salvo la que cualquiera tendría para no hacerlo.
—¿Y cuál es esa razón?
—Que es muy duro.
Procuraba cuidadosamente no decir más de lo que estaba diciendo, tratando de impresionarme con su resistencia a ser presionada, decidida a no someterse sino solo a responder. No estaba nada dispuesta a dar la sensación de que era fácil dominarla debido a las diferencias de estatus y de edad. Pese a la evidente complacencia que le causaba su efecto en los hombres, aún no parecía darse cuenta de que ya había triunfado y que el fácil de dominar era yo.
—¿Cómo era contigo? —le pregunté.
—¿Cuándo?
—Cuando erais amigos.
—Lo pasábamos muy bien juntos. Los dos teníamos unos padres igual de tercos a los que enfrentarnos, y podíamos intercambiar muchas anécdotas de supervivencia. Por eso congeniamos tanto enseguida, gracias al placer que nos proporcionaban sus hilarantes historias de horror. Richard es fuerte y enérgico, siempre está dispuesto a intentar cosas nuevas y no tiene miedo. No hay nada que le detenga. Le gusta la aventura, desconoce el miedo y es libre.
—¿No exageras un poco?
—Estoy respondiendo con precisión a sus preguntas.
—¿Puedo preguntarte de qué no tiene miedo?
—Del desprecio. De la desaprobación. No tiene las limitaciones de otros respecto a formar parte del grupo dentro del que se sienten cómodos. No titubea jamás. Él es una sucesión de actos decididos.
—¿Y cómo se lleva con el padre notoriamente agresivo?
—Creo que se pelean. Los dos son belicosos, así que se pelean. No creo que lo hagan muy en serio, como si yo discutiera con mi madre. Se pelean por teléfono como el perro y el gato, y a la noche siguiente vuelven a hablar por teléfono como si no hubiera ocurrido nada. Son así.
—Cuéntame más cosas.
—¿Qué más quiere saber?
—Lo que no me estás diciendo. —Naturalmente, solo quería que me hablara de ella—. ¿Le visitaste alguna vez en Los Angeles?
—Sí.
—¿Y?
—Vive en una gran casa en Beverly Hills. A mi modo de ver, horrorosa. Grande, ostentosa, nada acogedora. Su madre es coleccionista, supongo que de lo que se llamaría arte antiguo: escultura, pequeños objetos… Y en la pared hay vitrinas, nichos en la pared que son demasiado grandes, como todo allí lo es, para lo que contienen. Es una casa sin calor de hogar. Demasiadas columnas. Demasiado mármol. Una piscina enorme en la parte trasera. Un jardín cuidadísimo. Muy arreglado. No es su mundo. Fue a la universidad en el nordeste. Luego vino a Nueva York. Ha decidido vivir en Nueva York, trabajar en el mundo literario, y no hacerse riquísimo y vivir en un palacio de mármol en Los Angeles y ganarse la vida hostigando a la gente. Tiene capacidad para ser un sabueso profesional, lo aprendió de su padre, pero no es eso lo que quiere.
—¿Los padres siguen casados?
—Es asombroso, pero sí. No sé qué pueden tener en común. Ella medita, sale de casa y se pasa el día en la universidad. Él está siempre trabajando. Supongo que comparten la casa. Nunca los he visto hablar de nada entre ellos.
—¿Y su hijo mantiene el contacto?
—Supongo que sí. No habla de ellos.
—No llamaría a sus padres la noche electoral.
—Imagino que no. Aunque estoy segura de que sería mucho más agradable hablar con sus padres la noche electoral que con los míos. Son unos buenos liberales de Los Angeles.
—¿Y sus amigos de Nueva York?
Jamie suspiró, el primer indicio irritado de impaciencia. Hasta entonces se había mantenido serena y calculadamente distante.
—Sale casi siempre con un grupo de hombres a los que conoció en el gimnasio. Son jóvenes profesionales, probablemente entre veinticinco y cuarenta años. Juegan a baloncesto y pasa mucho tiempo con ellos. Abogados. Gente de los medios de comunicación. Algunos de nuestros amigos mutuos de la universidad trabajan en revistas y en editoriales. Tiene un buen amigo que ha montado una empresa de videojuegos.
—Creo que debería trabajar con ese amigo. Creo que debería dedicarse a los videojuegos. Que no tema nada en ese campo. Porque él cree que esto es un juego. Cree que «Lonoff» es el nombre de un juego.
—Se equivoca —replicó ella, y se traicionó a sí misma con una fugaz sonrisa por habérmelo hecho saber de una manera tan rotunda—. Al principio da la impresión de que es como su padre, ese hombre intimidante, pero se parece mucho más a su madre. Es un intelectual. Es reflexivo. Sí, tiene una energía extraordinaria. Dinámico, entusiasta, fuerte, obstinado y, a veces, también temible. Pero no es un oportunista desconsiderado que solo busca su provecho.
—Yo habría dicho que es precisamente eso.
—¿Qué clase de oportunista se propone escribir la biografía literaria de un escritor que hoy es prácticamente desconocido? Si fuera un oportunista, habría seguido los pasos de su padre. No escribiría la biografía de un autor del que nadie de menos de cincuenta años ha oído hablar.
—Intentas vendérmelo. Lo estás idealizando.
—En absoluto. Le conozco mucho mejor que usted, y estoy tratando de que cambie de opinión. Necesita que le corrijan.
—Kliman no es serio. No hay sobriedad en él. Para él todo es audacia, desafío y jarana. Carece de gravedad.
—Tal vez no tenga el comedimiento de otros, o la diplomacia, pero no carece de sobriedad.
—Y de integridad. ¿O es que la integridad le ha corrompido? No creo que la maquinación sea algo ajeno a Kliman. ¿Acecha la integridad en alguna parte?
—El no responde a esa descripción, señor Zuckerman… le está parodiando. Es cierto que no siempre entiende por qué no debería comportarse como lo hace, pero tiene sus principios. Mire, Richard no está solo; vive en un mundo de ambición personal, un mundo donde si uno no es ambicioso se siente como un fracasado. Un mundo en el que solo cuenta la reputación. Usted es una persona mayor que regresa aquí y no sabe lo que es ser joven ahora. Usted es de los años cincuenta y él es de ahora. Usted es Nathan Zuckerman. Probablemente ha pasado mucho tiempo desde que tuvo contacto con personas que no estaban establecidas en su vida profesional. Usted no sabe lo que es no tener una reputación ya hecha en un mundo donde la reputación lo es todo. Pero si uno no es un maestro Zen en este mundo de ambición profesional, si forma parte de él y lucha por ser reconocido, ¿se convierte ipso facto en el malvado enemigo? He de admitir que Richard no es tal vez la persona más profunda que conozco, pero no hay ningún motivo para creer que, en su experiencia del mundo, pudiera prever que su impetuosa persecución de lo que esté buscando resultara ofensiva para alguien.
—En cuanto a su profundidad, yo diría que no es ni la mitad de profundo que tu marido. Y que tu marido no tiene ni la décima parte de la ambición profesional de Kliman y no se siente un fracasado por ello.
—Tampoco se siente como un hombre de éxito. Pero en esencia es cierto.
—Una chica afortunada.
—Muy afortunada. Quiero mucho a mi marido.
Lo que su impecable exhibición de seguridad en sí misma había logrado en menos de diez minutos era aumentar mi deseo y convertirla decididamente en el mayor problema de mi vida. La velocidad de la atracción no permite abandonar y excluye el abandono: solo hay lugar para la codicia del deseo.
—Sin duda estarás de acuerdo en que Kliman es, cuando menos, una persona muy desagradable.
—No, no estoy de acuerdo —replicó ella.
—¿Y el secreto? ¿La búsqueda del secreto? ¿El gran secreto de Lonoff?
Sin alterar la cadencia con que acariciaba rítmicamente al gato, ella respondió:
—Incesto.
—¿Y cómo sabe Kliman una cosa así?
—Tiene documentación. Ha estado en contacto con ciertas personas. Eso es todo lo que sé.
—Pero yo estuve con Lonoff. Conocí a Lonoff. He leído toda su obra más de una vez. Es imposible creer una cosa así.
Con un levísimo susurro de superioridad, ella dijo:
—Siempre es imposible de creer.
—Es una memez —insistí—. ¿Incesto con quién?
—Con una hermanastra —respondió ella.
—Como Lord Byron y Augusta.
—No fue en absoluto como ellos —dijo Jamie, esta vez con rotundidad, y procedió a exhibir su erudición (o la de Kliman) sobre el tema—. Byron y su hermanastra apenas se conocieron de niños. Fueron amantes cuando ya eran adultos y ella tenía tres hijos. La única similitud es que la hermanastra de Lonoff también era mayor. Era fruto del primer matrimonio del padre. La madre murió cuando ella era muy pequeña, el padre volvió a casarse enseguida y nació Lonoff. Ella tenía entonces tres años. Crecieron juntos. Los criaron como hermanos.
—Tres años de edad. Eso significa que nació en mil ochocientos noventa y ocho. A estas alturas, debe de hacer mucho que murió.
—Tuvo hijos. El menor aún vive. Debe de tener unos ochenta años o más. Vive en Israel. Después de que los descubrieran, ella abandonó América y se marchó a vivir a Palestina. Los padres se la llevaron para librarla de la deshonra. Lonoff se quedó y tuvo que arreglárselas por sí solo. En aquel entonces tenía diecisiete años.
La historia que yo conocía sobre los orígenes de Lonoff era similar solo hasta cierto punto. Los padres emigraron desde la Zona de Residencia judía de Rusia a Boston, pero al cabo de cierto tiempo la sociedad norteamericana les pareció repulsivamente materialista, y cuando Lonoff tenía diecisiete años, se trasladaron a la Palestina anterior al Mandato. Era cierto que Lonoff se quedó atrás, pero no porque lo abandonaran por ser un hijo malvado y pervertido; era un muchacho que se había criado en Estados Unidos que prefería convertirse en un hombre americano que hablaba el inglés americano en vez de en un judío palestino que hablaba hebreo. Yo jamás había oído mención alguna a una hermana ni a ningún otro hermano, claro que, como había puesto todo su empeño en evitar que su obra creativa se malinterpretara como una glosa de su vida, Lonoff nunca había revelado a nadie aspectos que no fuesen los más básicos de su biografía, excepto tal vez a su esposa, Hope, o a Amy.
—¿Cuándo empezó esa relación? —le pregunté.
—Él tenía catorce años.
—¿Quién le habló de ello a Kliman… el hijo que vive en Israel?
—Richard le habría dicho quien le informó, si usted le hubiera dejado —respondió—. Él mismo le habría dicho todo esto. Él habría sabido las respuestas a cada una de sus preguntas.
—¿Y a cuántos más además de a mí? ¿A cuántos además de a ti?
—No sé qué delito comete al decírselo a quien le parezca. Usted quería que yo se lo dijera. Por eso me ha llamado y ha venido aquí. ¿Acabo de cometer un delito? Lamento que le atormente la idea de que Lonoff cometiera incesto. Me resulta difícil creer que el hombre que escribió sus libros preferiría que fuera santificado.
—Hay un largo trecho desde la acusación temeraria a la santificación. Es imposible que Kliman pueda demostrar nada sobre unos hechos íntimos que afirma que ocurrieron hace cerca de cien años.
—Richard no es temerario. Se lo he dicho: le gusta la aventura. Le atraen las empresas audaces. ¿Qué tiene eso de malo?
Empresas audaces. Me había saciado de ellas.
—¿Ha hablado Kliman con el hijo que está en Israel, con el sobrino de Lonoff?
—Varias veces.
—Y él corrobora la historia. Le ha dado un registro de las cópulas. ¿Las anotaba el joven Lonoff en un diario?
—El hijo lo niega todo, por supuesto. La última vez que él y Richard hablaron, le amenazó con venir a Estados Unidos y entablar una demanda si Richard hacía públicas tales afirmaciones acerca de su madre.
—Y Kliman sostiene que miente por razones evidentes, o que simplemente no está enterado: ¿qué madre confiaría semejante secreto a su hijo? Mira, muy poco es lo que se sabe de Lonoff para que pueda llegarse a cualquier conclusión sobre un incesto. Existe la mentira que revela la verdad: esa es la ficción literaria; luego la mentira que no pasa de ser mentira: ese es Kliman.
Jamie se levantó bruscamente, apartando al gato que tenía en el regazo y echando al otro de entre sus pies.
—No veo que esta conversación conduzca a ninguna parte. No debería haberme inmiscuido. No debería haberle invitado a venir aquí para tratar de hacerle un favor a Richard. He permanecido sentada obedientemente y he respondido a sus preguntas. No le he hecho una sola objeción mientras usted me tomaba declaración. Le he respondido con sinceridad y he sido en todo momento respetuosa, por no decir servil. Si algo de lo que le he dicho, o la manera en que lo he dicho, le ha irritado, lo lamento. Pero, sin proponérmelo, eso es lo que he conseguido.
También yo me levanté, a solo unos centímetros de ella, y le dije:
—Soy yo quien te ha irritado. Empezando por la declaración.
Era el momento de decirle que cancelaba el trato. Pero solo podía mantenerla de una manera realista en mis pensamientos si el trato seguía adelante e intercambiaba mi casa por su apartamento. Entonces ella viviría entre mis cosas y yo entre las suyas. ¿Podría haber un motivo más ridículo para mantener el impetuoso acuerdo que tanto deseaba romper? Era muy consciente de la endeblez de las razones que seguía dándome a mí mismo para alterar materialmente mi vida, y aun así todo aquello parecía estar ocurriendo pese a ser consciente de ello y sin tener en consideración mi estado físico.
Sonó el teléfono. Era Billy. Ella le escuchó durante largo rato antes de decirle que yo estaba allí. Entonces él debió de preguntarle a qué había ido, porque ella replicó:
—Quería echar otro vistazo al apartamento. Se lo estoy enseñando.
Sí, no había duda de que Kliman era el amante. Estaba tan acostumbrada a mentirle a Billy, para ocultar su relación con Kliman, que ahora le había mentido acerca de mí. Como antes me había mentido por teléfono sobre Kliman. O era eso, o su atractivo me cegaba de tal manera que mi mente estaba absorta en lo único como no lo había estado en años. ¿No le había mentido a su joven marido simplemente porque era más fácil que decirle la verdad mientras yo estaba presente y ellos separados por kilómetros de distancia?
No había nada que Jamie pudiera hacer o decir que no provocara en mí una reacción desproporcionada, incluida su intrascendente cháchara telefónica con Billy. Experimentaba una turbación constante. No había un momento de reposo. Era como si estuviera contemplando la feminidad joven por primera vez. O por última. De uno u otro modo, me envolvía por completo.
Me marché sin atreverme a tocarla. Sin atreverme a tocar su cara, aunque estuvo a mi alcance durante lo que ella había calificado como mi toma de declaración. Sin atreverme a tocarle el largo cabello que estaba a mi alcance. Sin atreverme a ponerle la mano en la cintura. Sin atreverme a decirle que ya nos habíamos visto en una ocasión anterior. Sin atreverme a decir cualesquiera palabras que un hombre mutilado como yo pueda decirle a una mujer deseable cuarenta años más joven sin que le dejen profundamente avergonzado porque le abruman la tentación de una delicia que no puede disfrutar y un placer que está muerto. Ya estaba bastante afectado sin que entre nosotros no hubiera ocurrido más que nuestra breve y agria charla sobre Kliman, Lonoff y la acusación de incesto.
A los setenta y un años estaba aprendiendo lo que se siente al estar trastornado, comprobando que, después de todo, no había terminado el descubrimiento de mí mismo. Comprobando que el drama que suele asociarse a los jóvenes cuando entran de lleno en la vida (a los adolescentes, a los jóvenes como el resuelto capitán de La línea de sombra) también puede sobresaltar y asediar a los viejos (incluidos los viejos resueltamente armados contra toda clase de dramas), aun cuando las circunstancias los preparen para la partida.
Tal vez los descubrimientos más poderosos estén reservados para el final.
SITUACIÓN: El joven marido está ausente, el dulce y servicial marido que la adora. Es el mes de noviembre de 2004. Ella está asustada y consternada por las elecciones, por Al Qaeda, por una aventura con un novio de la universidad que anda cerca y que sigue enamorado de ella, y por «empresas audaces» a las cuales renunció al casarse. Lleva el suave suéter de cachemira, de color trigo o pelo de camello, un poco más claro y suave que el canela. Anchos puños cuelgan flojos de las muñecas, y las mangas holgadas se unen al cuerpo del suéter bastante largo. La prenda recuerda a un quimono o, mejor todavía, a una chaqueta de esmoquin masculina de finales del siglo XIX. Un grueso ribete acanalado rodea la parte superior y se extiende hasta el borde inferior del suéter, creando el efecto de un cuello, aunque no hay un verdadero cuello: el suéter toca la piel directamente. En la cintura, bastante bajo, una cinta del mismo ancho ribete acanalado está atada descuidadamente con media lazada. El suéter está abierto desde el cuello casi hasta la cintura, lo cual permite un largo y estrecho atisbo de su cuerpo, por lo demás oculto. Pero él percibe que es esbelta: solo a una mujer delgada puede sentarle bien una prenda tan holgada. El suéter le recuerda una bata de baño muy corta, y así, aunque poco es lo que él puede ver, tiene la impresión de que se encuentra en su dormitorio y de que pronto verá más. La mujer que lleva ese suéter debe de ser acomodada (para permitirse una prenda tan cara) y también debe de otorgar un elevado valor a su placer físico (puesto que ha decidido gastar tanto dinero en una ropa que usa casi exclusivamente para estar por casa).
Para ser representado con las pausas apropiadas, pues en ocasiones cada uno se detendrá a pensar antes de responder a la pregunta del otro.
MÚSICA: Las Cuatro últimas canciones de Strauss. Por la profundidad que se consigue no mediante la complejidad, sino mediante la claridad y la sencillez. Por la pureza del sentimiento acerca de la muerte, la partida y la pérdida. Por la larga línea melódica que se prolonga y la voz femenina que sube y sube. Por el reposo y la compostura y la gracilidad y la intensa belleza del ascenso. Por las maneras en que uno es atraído hacia el tremendo arco de la congoja. El compositor deja caer todas las máscaras y, a los ochenta y dos años, se presenta desnudo ante ti. Y te disuelves.
ELLA:
Comprendo por qué vuelves a Nueva York, pero ¿por qué te fuiste?
ÉL:
Porque empecé a recibir una serie de amenazas de muerte por correo. Postales con amenazas de muerte por una cara y una foto del Papa por la otra. Acudí al FBI, y me dijeron lo que tenía que hacer.
ELLA:
¿Encontraron al responsable?
ÉL:
No, no llegaron a encontrarlo. Pero me quedé donde estaba.
ELLA:
Ya… hay chalados que envían amenazas de muerte a los escritores. Nos alertaron de ello en el programa de graduados de Bellas Artes.
ÉL:
Bueno, no soy el primero, incluso en años recientes, que ha recibido amenazas de muerte. El caso de Salman Rushdie es el más conocido.
ELLA:
Es cierto. Claro.
ÉL:
No comparo mi situación con la suya. Pero, dejando aparte a Salman Rushdie, me imagino que no soy el único al que le ha ocurrido una cosa así. Te hace preguntarte si la amenaza se debe a lo que el autor escribe o si hay personas a las que ciertos nombres las enfurecen y que obedecen a impulsos que son ajenos al resto de nosotros. Tal vez les basta con ver una fotografía en un periódico para montar en cólera. Imagina lo que puede suceder cuando abren uno de tus libros. Tus palabras les parecen malevolentes, como un conjuro que les lanzas y que no pueden soportar. Se sabe incluso de personas civilizadas que han arrojado un libro que detestan volando por la habitación. Para quienes se controlan menos, solo hay un pequeño paso para cargar la pistola. O es posible que odien de veras lo que eres, tal como perciben lo que eres, como sabemos por los motivos que tuvieron los terroristas de las Torres Gemelas. Hay mucha furia suelta.
ELLA:
Sí, hay mucha furia suelta. Es una situación demencial, sin parangón.
ÉL:
Y te hace estar con el alma en vilo.
ELLA:
Así es. Estoy muy inquieta. Nerviosa y atemorizada continuamente… y la vergüenza que conlleva estar así. En casa me he vuelto silenciosa, narcisista y obsesionada por mi seguridad, y lo que escribo es espantoso.
ÉL:
¿Siempre te ha atemorizado la furia?
ELLA:
No, es reciente. He perdido toda la confianza. Ahora no solo tienes a tus enemigos, sino que las personas que se supone que deben protegerte también se han convertido en tus enemigos. Quienes tienen que velar por tu seguridad se convierten en el enemigo. No es Al Qaeda lo que me asusta: es mi propio gobierno.
ÉL:
¿No te asusta Al Qaeda? ¿No temes a los terroristas?
ELLA:
Sí, pero el temor más profundo me lo causan quienes se supone que deberían estar en mi bando. En el mundo siempre habrá enemigos exteriores, pero… cuando recurriste al FBI, si en algún momento hubieras empezado a tener la sensación de que el FBI no te protegía de la persona que te enviaba las amenazas de muerte, sino que eran ellos quienes ponían tu vida en peligro, eso habría conferido una dimensión totalmente nueva al terror, y por ello ahora me siento así.
ÉL:
¿Y crees que no tendrás esos temores allá donde vivo?
ELLA:
Creo que vivir allí mitigará mis angustias más razonables al eliminar el aspecto del peligro físico, y creo que me tranquilizará un tanto. Supongo que no me librará de mi propia furia, la furia dirigida contra mi gobierno, pero en estos momentos no puedo hacer nada, estoy con los nervios a flor de piel. Y como no tengo la menor idea de lo que debo hacer, lo único que puedo hacer es marcharme. ¿Puedo preguntarte algo? (Riendo educadamente de antemano ante su impertinencia.)
ÉL:
Por supuesto.
ELLA:
¿Crees que te habrías marchado de no haber recibido las amenazas de muerte? ¿Crees que en algún momento te habrías marchado igualmente?
ÉL:
Sinceramente, no lo sé. Estaba solo. Era libre. Mi trabajo es portátil. Había llegado a una edad en la que ya no buscaba implicarme más en ciertas cosas.
ELLA:
¿Qué edad tenías cuando te marchaste?
ÉL:
Sesenta. Muy mayor, debes de pensar.
ELLA:
Sí. Sí, eso pienso.
ÉL:
¿Qué edad tienen tus padres?
ELLA:
Mi madre sesenta y cinco y mi padre sesenta y ocho.
ÉL:
Yo era algo más joven que tu madre cuando me marché.
ELLA:
Aquello era diferente de lo que estamos haciendo ahora. A Billy no le gusta nada todo este asunto. Ni tampoco lo que revela de mí.
ÉL:
Bueno, él también puede escribir allí.
ELLA:
Creo que será beneficioso para los dos, y estoy segura de que con el tiempo también lo verá así. De entrada, Billy es más adaptable.
ÉL:
¿Hay algo que desearías no dejar atrás? ¿Qué echarás de menos?
ELLA:
Echaré de menos a algunos amigos. Pero es bueno estar sin ellos durante un tiempo.
ÉL:
¿Tienes un amante?
ELLA:
¿Por qué dices eso?
ÉL:
Por la manera en que dices que echarás de menos a algunos amigos.
ELLA:
No. Sí.
ÉL:
Lo tienes. ¿Cuánto tiempo llevas casada?
ELLA:
Cinco años. Eramos jóvenes.
ÉL:
¿Sabe Billy que tienes un amante?
ELLA:
No, no lo sabe.
ÉL:
¿Conoce él a tu amante?
ELLA:
Sí, lo conoce.
ÉL:
¿Qué piensa tu amante de que te marches? ¿Sabe siquiera que te marchas? ¿Está enojado por ello?
ELLA:
Aún no lo sabe.
ÉL:
¿No se lo has dicho?
ELLA:
No.
ÉL:
¿Me estás diciendo la verdad?
ELLA:
Sí.
ÉL:
¿Por qué me estás diciendo la verdad?
ELLA:
Hay algo en ti que me hace sentir que eres digno de confianza. He leído tus libros. No te escandalizas fácilmente. Por lo que he leído de tu obra, imagino que eres una persona curiosa más que alguien que hace juicios superficiales. Supongo que es placentero lograr que la curiosidad de una persona curiosa se fije en ti.
ÉL:
¿Estás tratando de ponerme celoso?
ELLA:
(Riendo.) No. ¿Estás celoso?
ÉL:
Lo estoy.
ELLA:
(Un poco sobresaltada.) ¿De veras? ¿De mi amante?
ÉL:
Sí.
ELLA:
¿Cómo puede ser eso?
ÉL:
¿Tan imposible te parece?
ELLA:
Me parece muy extraño.
ÉL:
¿De veras?
ELLA:
De veras.
ÉL:
No sabes lo atractiva que eres.
ELLA:
¿Por qué has venido hoy aquí?
ÉL:
Para estar a solas contigo.
ELLA:
Ya veo.
ÉL:
Sí, para estar a solas contigo.
ELLA:
¿Por qué quieres estar a solas conmigo?
ÉL:
¿Debo serte sincero?
ELLA:
Yo he sido sincera contigo.
ÉL:
Porque me excita estar a solas contigo.
ELLA:
Muy bien. Supongo que también me excita estar a solas contigo. Quizá por diferentes razones. Probablemente a los dos nos irá bien un poco de excitación.
ÉL:
¿No te proporciona tu amante la excitación?
ELLA:
Le conozco desde hace mucho tiempo. El hecho de que seamos amantes es un acontecimiento relativamente reciente. No es nada nuevo.
ÉL:
Era tu amante en la universidad.
ELLA:
Pero luego dejó de serlo durante muchos años. Con él voy hacia atrás. La seducción acabó hace tiempo. Ahora es retrógrada.
ÉL:
Así pues, tu amante no es excitante. Y tu matrimonio no es excitante. ¿Esperabas que el matrimonio lo fuese?
ELLA:
(Riendo.) Sí.
ÉL:
¿Lo esperabas de veras?
ELLA:
Sí.
ÉL:
¿No te enseñaron nada en Harvard?
ELLA:
(Ríe de nuevo suavemente.) Nos casamos muy enamorados, y la perspectiva del futuro, simplemente de tener un futuro, resultaba esplendorosa. Casarnos parecía la mayor aventura posible. Lo más novedoso que podíamos hacer. El gran paso siguiente. (Silencio.) ¿Te alegras de haberte marchado? ¿Te alegras de haber hecho lo que hiciste?
ÉL:
Te habría respondido de otra manera hace unas semanas. Te habría respondido de otra manera hace unas horas.
ELLA:
¿Qué ha cambiado la respuesta?
ÉL:
Conocer a una mujer joven como tú.
ELLA:
¿Qué es lo que te interesa tanto de mí?
ÉL:
Tu juventud y tu belleza. La rapidez con que hemos llegado a comunicarnos. El entorno erótico que creas mediante las palabras.
ELLA:
Nueva York está llena de mujeres jóvenes y bellas.
ÉL:
He vivido sin la compañía de una mujer y todo lo que comporta durante años. Este es un sorprendente giro de los acontecimientos, y no necesariamente beneficioso para mí. Alguien, no recuerdo quién, escribió: «Un gran amor tardío entra en pugna con todo».
ELLA:
¿Un gran amor? ¿Puedes explicarte, por favor?
ÉL:
Es una enfermedad. Es una fiebre. Es una especie de hipnosis. Solo puedo explicarlo diciendo que quiero estar a solas en una habitación contigo. Quiero estar bajo tu hechizo.
ELLA:
Pues me alegro. Me alegro de que estés obteniendo lo que quieres. Eso es bueno.
ÉL:
Es desgarrador.
ELLA:
¿Por qué?
ÉL:
¿Tú qué crees? Eres escritora. Quieres ser escritora. ¿Por qué un hombre de setenta y un años encontraría esto desgarrador?
ELLA:
(Delicadamente.) Porque vuelves a tener este sentimiento y no puedes dar el siguiente paso.
ÉL:
Efectivamente.
ELLA:
Pero hay placer en ello, ¿no es cierto?
ÉL:
De la variedad desgarradora.
ELLA:
(Ha aprendido algo.) Hummm. (Al cabo de una larga pausa, con fingida teatralidad.) En fin, ¿qué puede hacerse?
ÉL:
¿Tienes alguna sugerencia?
ELLA:
No. No tengo ni idea de lo que puede hacerse. Me marcho porque no se me ocurre qué hacer ante todo lo que pasa.
ÉL:
Pareces siempre a punto de llorar.
ELLA:
(Riendo.) Bueno, te aseguro que eso no ayuda en nada.
ÉL:
(También se ríe, pero permanece en silencio. El coqueteo es infernal, el hombre dentro del hombre en llamas.)
ELLA:
¿Has salido hoy a la calle? Toda la ciudad está al borde de las lágrimas. Sí, sí, estoy al borde de las lágrimas. Esto es trascendental para mí, como puedes suponer. ¿Te imaginas cómo me sentí anoche cuando…?
ÉL:
Estuve aquí. Lo vi. ¿No reparaste en que estaba aquí?
ELLA:
Y evidentemente tú reparaste en que yo estaba aquí. Pero algo se apoderó de ti antes de conocerme. No era yo. Decidiste venir a ver nuestro apartamento. Algo se apoderó de ti… ¿qué era? Mira, las amenazas de muerte no me explican la decisión extrema que tomaste. Por mucho que lo expliques diciendo que eres un escritor que recibía amenazas, lo que hiciste es algo extremo… marcharte y vivir de esa manera. ¿Cuál es la verdadera historia? Recibiste esas postales. ¿Y qué? Las postales son un pretexto. Si el motivo son las postales, te marchas durante un año, y tienes amigos y amigas, al cabo de un tiempo dejas de recibir postales y regresas. Pero un hombre que se aísla, que se encierra como tú lo hiciste, lo hace por una razón mucho más importante. La gente no abandona la vida por un motivo completamente circunstancial y externo como es una amenaza de muerte.
ÉL:
¿Cuál podría ser esa razón más importante?
ELLA:
Huir del dolor.
ÉL:
¿Qué dolor?
ELLA:
El dolor de estar presente.
ÉL:
¿Te estás refiriendo a ti misma?
ELLA:
Tal vez. El dolor de estar presente en el momento presente. Sí, eso definiría con mucha precisión la acción extrema que voy a emprender. Pero en tu caso no era tan solo el momento presente. Era el mismo hecho de estar presente. Era estar presente en presencia de… lo que sea.
ÉL:
¿Has leído alguna vez una novela corta titulada La línea de sombra?
ELLA:
¿De Conrad? No. Recuerdo que un amigo me habló de ella en una ocasión, pero no la he leído.
ÉL:
La primera línea dice: «Solo los jóvenes experimentan tales momentos». Esos son los momentos que Conrad califica de «impetuosos». En las primeras páginas el autor lo plantea ya todo. «Los momentos impetuosos»… las tres palabras constituyen toda la frase. Sigue diciendo: «Me refiero a los momentos en que los que aún son jóvenes suelen cometer acciones impetuosas como casarse de repente o abandonar un trabajo sin ninguna razón». Eso es lo que dice. Pero tales momentos no solo ocurren en la juventud. Venir aquí anoche fue un momento impetuoso. Atreverme a regresar es otro. Con la edad también hay momentos impetuosos. El primero de los míos fue marcharme, el segundo es volver.
ELLA:
Billy cree que me está consintiendo un momento impetuoso porque, si no lo hace, podría sumirme en la depresión y el miedo. Pero cree que es una acción precipitada. Nunca me he considerado una persona desesperada. Odio pensar que estaría haciendo algo desesperado.
ÉL:
Creo que aquello te gustará. Te echaré de menos.
ELLA:
Bueno, es tu casa. Puedes ir allá. Puedes haberte olvidado algo e ir. Comeremos juntos.
ÉL:
Y tú puedes haberte olvidado algo y venir aquí.
ELLA:
Claro.
ÉL:
De acuerdo. Estás menos cortante conmigo que anoche. El hecho de que no haya estado al tanto de las mentiras de Bush no debería convertirme en un adversario.
ELLA:
¿Me mostré desagradable?
ÉL:
No me pareció que yo te importara gran cosa. A menos que te intimidase.
ELLA:
Claro que me intimidabas. Leí todos aquellos libros en la universidad, y los que siguieron después. Tal vez no seas consciente de ello, encerrado y solo como estás en los Berkshires, pero hay muchos como yo, gente de mi edad, y mayores (riendo) y más jóvenes, para quienes satisfaces una importante necesidad. Te admiramos.
ÉL:
Bueno, no me miro en el espejo público desde hace muchos años. No sé nada de eso.
ELLA:
Te lo acabo de decir.
ÉL:
Sigo sin saberlo. Pero es estupendo conocer tu admiración, porque yo he llegado a admirarte enseguida.
ELLA:
(Asombrada.) ¿Has llegado a admirarme? ¿Por qué?
ÉL:
Detesto tener que decirte esto, pero «algún día lo comprenderás». (Ella se ríe.)
ÉL:
Los posmodernos os reís mucho.
ELLA:
Me río de la situación. Me estás hablando como si fueras mi padre. Algún día lo comprenderé. ¿Está el placer en hacerlo o solo en haberlo hecho? Me refiero a escribir. Estoy cambiando de tema.
ÉL:
En hacerlo. El placer de haberlo hecho dura poco. Está el placer de tener el fajo de hojas en la mano, y el placer de cuando te llega el primer ejemplar. Lo cojo y lo vuelvo a dejar unas cien veces. Como con él a mi lado. Me lo he llevado a la cama conmigo.
ELLA:
Lo sé. Cuando publicaron mi primer relato, dormí con el ejemplar del New Yorker bajo la almohada.
ÉL:
Eres una joven muy encantadora.
ELLA:
Gracias, gracias.
ÉL:
Por eso vivo en el campo.
ELLA:
Comprendo.
ÉL:
Ha sido un poco perturbador para mí todo esto de volver a Nueva York, y esto también me resulta un poco perturbador. Creo que será mejor que me vaya.
ELLA:
De acuerdo. Tal vez volvamos a vernos a solas y hablemos de nuevo.
ÉL:
Eso me dejaría hecho polvo, amiga mía.
ELLA:
Me gustaría ser tu amiga.
ÉL:
¿Por qué?
ELLA:
Porque no tengo a nadie como tú.
ÉL:
No me conoces.
ELLA:
Es cierto. No tengo esta clase de interacciones.
ÉL:
¿Tienes que usar ese lenguaje? Eres escritora: elimina «interacciones».
ELLA:
(Riendo.) No tengo conversaciones como esta. No vivo situaciones como esta.
ÉL:
No pretendía corregirte. No es asunto mío. Perdóname.
ELLA:
Comprendo. Si quieres que nos reunamos y hablemos de nuevo, mi número es el tuyo. Siempre puedes llamarme.
ÉL:
Es como si no hubiera respondido a un anuncio de alquileres. Es como si hubiera respondido a uno de contactos. «Mujer joven de extraordinario atractivo y bien educada, con independencia económica, disponible ocasionalmente para conversaciones íntimas…» He conseguido mucho más que un nuevo apartamento, ¿no es cierto?
ELLA:
Quizá también una amiga.
ÉL:
Pero esta no es una amistad que yo pueda tener.
ELLA:
¿Y qué puedes tener?
ÉL:
Al parecer, no mucho. Verme despojado de cosas valiosas ha creado una penosa situación que no puedo superar con la entrega al trabajo, etcétera. ¿Me sigues?
ELLA:
No acabo de entenderte. ¿Te refieres solo a envejecer o se trata de algo más en concreto?
ÉL:
(Riendo.) Supongo que me refiero solo a envejecer.
ELLA:
Ahora lo comprendo.
ÉL:
Esto me está matando, así que voy a marcharme. No voy a obedecer a mi impulso e intentar besarte.
ELLA:
De acuerdo.
ÉL:
Eso no nos llevaría a ninguna parte.
ELLA:
Tienes razón. Pero me alegro de que hayas venido esta tarde. Me alegro mucho.
ÉL:
¿Eres una seductora?
ELLA:
No, no, de ninguna manera.
ÉL:
Tienes marido, tienes un amante y ahora quieres tenerme como amigo. ¿Coleccionas hombres? ¿O los hombres te coleccionan a ti?
ELLA:
Supongo que he coleccionado hombres y que ellos me han coleccionado a mí.
ÉL:
Solo tienes treinta años. ¿Has coleccionado muchos hombres?
ELLA:
No sé cuántos se consideran muchos. (Vuelve a reírse)
ÉL:
Quiero decir desde que dejaste la universidad, entre la ceremonia de graduación y esta tarde, en la que has terminado incluyéndome en tu colección con tu poder de seducción… Pero ahora actúas de una manera infantil, como si no poseyeras tal poder. ¿Nunca te ha hablado nadie de tu poder?
ELLA:
Sí que lo han hecho. Me reía porque, si te incluyes a ti mismo como un hombre de mi colección, no sabría cómo contar a los que he coleccionado.
ÉL:
Tú me has incorporado a tu colección.
ELLA:
Y, sin embargo, no volverás a llamarme. Y no me besarás. Es posible que no volvamos a vernos, excepto con mi marido, cuando intercambiemos las llaves, de modo que no veo cómo te he incorporado a mi colección.
ÉL:
Porque un encuentro como este para un hombre como yo es abrumador.
ELLA:
Desde luego, no quiero abrumarte. Si lo he hecho, lo siento.
ÉL:
Y yo siento no haber podido abrumarte.
ELLA:
Ha sido un placer estar contigo.
ÉL:
Como te he dicho, esto me está matando, así que voy a tener que irme.
ELLA:
Gracias por haber venido.
En la calle, caminando de vuelta al hotel, pensando en la escena recién representada —y se siente como un actor que viene de ensayar una escena de una obra aún sin producir, es porque a él le da la sensación de que ella es una actriz, una joven actriz muy intuitiva e inteligente que escucha con atención, se concentra por completo y reacciona con serenidad se acuerda de una escena de Casa de muñecas, cuando la bella esposa de Torvald Helmer, la joven Nora, la mimada e insinuante coqueta, llama al sofisticado y moribundo enfermo de amor doctor Rankpara que pase un momento con ella. La luz disminuye, la habitación se empequeñece, uno o dos coches de caballos pasan por la calle, la ciudad se desvanece mientras todo a su alrededor se vuelve más arcano y oscuro. Esas dos personas pasando su tiempo juntos, escuchándose uno al otro. Tan sexual y tan triste. La atmósfera cargada por sus respectivos pasados, aunque ninguno de los dos sabe gran cosa del otro. El ritmo que tiene, todo ese silencio y lo que podría encerrar. Cada uno de ellos desesperado por motivos totalmente distintos. Para él, sin embargo, la última escena desesperada, y desde luego con una actriz dotada de gran talento y astucia que se hace pasar maliciosamente por una escritora principiante. Una escena que constituye el comienzo de Él y ella, una obra de deseo, tentación, flirteo y agonía (agonía continua), una improvisación que sería mejor abortar y dejar morir. Chéjov tiene un relato titulado «Él y ella». Aparte del título, él no recuerda nada del relato (tal vez ni siquiera exista), aunque por los consejos que Chéjov da sobre ese tipo de relatos en una carta que escribió muy joven, puede recordar la frase esencial incluso ahora. Una carta de un escritor al que admira mucho y que leyó cuando era veinteañero permanece aún fresca en su memoria, mientras que la hora y el lugar de las citas que concertó el día anterior ahora los olvida por completo. «El centro de gravedad —escribía Chéjov en 1886— debería residir en dos: él y ella.» Debería. Lo ha hecho. No volverá a ocurrir jamás.
Mi maleta estaba donde la había dejado cuando salí precipitadamente hacia la calle Setenta y uno Oeste, a medio llenar en el vestidor de la habitación del hotel. Una luz parpadeante en el teléfono indicaba que había recibido un mensaje, pero aún no sabía de quién era, porque desde que llegué a la habitación lo único que había hecho era sentarme ante el minúsculo escritorio junto a la ventana que daba al tráfico de la calle Cincuenta y tres y, una vez más, en papel con membrete del hotel, escribir lo más deprisa que pude un intercambio con Jamie que no había tenido lugar. En mi cuaderno de tareas figuraba lo que había hecho y lo que tenía programado hacer como una ayuda para mi memoria menguante; esa escena de un diálogo inventado registraba lo que no había hecho y no era una ayuda para nada, no aliviaba nada, no conseguía nada, y, sin embargo, lo mismo que en la noche electoral, había sentido la terrible necesidad de escribir en cuanto crucé la puerta; las conversaciones que ella y yo no habíamos tenido me afectaban incluso más que las auténticas, y la «Ella» imaginaria estaba vívidamente en el centro de su personaje como jamás lo estaría la «ella» real.
Pero ¿no es el cociente de dolor suficientemente espantoso sin la amplificación literaria, sin dar a las cosas una intensidad que en la vida es efímera y a menudo pasa incluso desapercibida? Para algunos no. Para unos pocos, muy pocos, esa amplificación que se desarrolla vacilante a partir de la nada constituye su única seguridad, y lo no vivido, lo conjeturado, plasmado sobre el papel, es la vida cuyo significado llega a importar más.