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EL MOMENTO PRESENTE

No había estado en Nueva York desde hacía once años. Aparte de una estancia en Boston para que me extirparan la próstata cancerosa, apenas me había alejado de mi carretera rural de montaña en los Berkshires durante esos once años, y lo que es más, pocas veces había leído un periódico ni escuchado las noticias desde el 11 de septiembre, tres años atrás; sin ninguna sensación de pérdida (tan solo, al comienzo, una especie de sequía en mi interior), había dejado de habitar no solo el gran mundo, sino también el momento presente. Mucho tiempo atrás había aniquilado el impulso de estar en él y formar parte de él.

Pero ahora había conducido los más de doscientos kilómetros en dirección sur hasta Manhattan para ver a un urólogo del hospital Mount Sinai especializado en un procedimiento quirúrgico para ayudar a hombres como yo, incontinentes tras haber sido operados de la próstata. Mediante un catéter inserto en la uretra, inyectaba una forma gelatinosa de colágeno en el lugar en que el cuello de la vejiga se une a la uretra, y de este modo lograba una notable mejora en el cincuenta por ciento de sus pacientes. No eran unas grandes expectativas, sobre todo cuando «una notable mejora» solo significaba el alivio parcial de los síntomas, reduciendo la «incontinencia severa» a «incontinencia moderada», o la «moderada» a «ligera». De todos modos, como sus resultados eran mejores que los obtenidos por otros urólogos que utilizaban más o menos la misma técnica (no había nada que hacer respecto al otro riesgo de una prostatectomía radical, del que yo, como decenas de millares de otros pacientes, no había tenido la suerte de librarme: daño neurológico con resultado de impotencia), fui a Nueva York para consultarle, mucho después de que yo mismo me creyera adaptado a los inconvenientes prácticos de una condición como la mía.

En los años transcurridos desde que me operaron, incluso había considerado superada la vergüenza de orinarme encima y que me había repuesto de la desorientadora conmoción que supone la incontinencia, irritante sobre todo durante los primeros dieciocho meses, período en el que, según el cirujano, se iría reduciendo gradualmente, como así le sucede a un pequeño número de afortunados pacientes. Pero, pese al carácter cotidiano de los hábitos necesarios para mantenerme limpio y libre de olor, lo cierto es que no me había acostumbrado nunca a llevar la ropa interior especial, a cambiar las almohadillas y a enfrentarme a los «accidentes», del mismo modo que no había superado la humillación subyacente, porque allí estaba yo, a los setenta y un años, de regreso al Upper East Side de Manhattan, a no muchas manzanas del lugar donde había vivido cuando era un hombre más joven, vigoroso y sano; allí estaba yo, en la sala de recepción del departamento de urología del hospital Mount Sinai, solo para que al cabo de un rato me asegurasen que, con la adherencia permanente del colágeno al cuello de la vejiga, tenía la posibilidad de ejercer un control sobre mi flujo urinario algo mayor que el que tiene un niño pequeño. Mientras esperaba, imaginando la intervención, hojeando los rimeros de las revistas People y New York, me decía: Totalmente irrelevante. Da media vuelta y regresa a casa.

Me había pasado los once últimos años solo en una casita junto a una carretera de tierra en pleno campo, y había tomado la decisión de vivir aislado de ese modo unos dos años antes de que me diagnosticaran el cáncer. Veo a pocas personas.

Desde que, hace un año, falleciera mi amigo y vecino Larry Hollis, pueden pasar dos o tres días sin hablar más que con la mujer que viene a hacer la limpieza todas las semanas y con su marido, que se encarga del mantenimiento de la casa. No asisto a cenas, no voy al cine, no veo la televisión, no tengo teléfono móvil ni vídeo ni reproductor de compactos ni ordenador. Sigo viviendo en la Era de la Máquina de Escribir y no tengo ni idea de lo que es la World Wide Web. Ya no me molesto en votar. Me paso escribiendo la mayor parte del día y a menudo hasta bien entrada la noche. Leo, sobre todo los libros que descubrí cuando era estudiante, las obras maestras de la literatura que siguen ejerciendo sobre mí un poder no menor, y en algunos casos superior, al que ejercieron en mis estimulantes encuentros iniciales con ellas. Ultimamente he estado releyendo a Joseph Conrad por primera vez en cincuenta años, lo más reciente su novela La linea de sombra, que me he llevado conmigo a Nueva York para darle otro repaso, pues la había leído de una sentada hacía escasas noches. Escucho música, paseo por los bosques, cuando el tiempo es cálido nado en mi estanque, cuya temperatura, incluso en verano, apenas supera los veinte grados. Allí nado sin bañador, pues nadie puede verme, de modo que si dejo detrás de mí una delgada y ondulante nube de orina que decolora visiblemente las aguas circundantes del estanque, apenas me inmuto y no experimento en absoluto la desazón que sin duda me acometería si mi vejiga empezara a vaciarse involuntariamente nadando en una piscina pública. Existen unos calzoncillos de plástico con los bordes muy elásticos, diseñados para bañistas incontinentes y que se anuncian como herméticos, pero cuando, tras muchas evasivas, accedí y encargué unos que había visto en un catálogo de material para natación, los probé en el estanque y descubrí que, si bien llevar aquellos grandes bombachos blancos bajo el bañador mitigaba el problema, no lo erradicaba en grado suficiente para atenuar mi cohibición. Antes que correr el riesgo de sentirme avergonzado y molestar a los demás, abandoné la idea de nadar con regularidad en la piscina de la universidad durante la mayor parte del año (con bombachos bajo el bañador) y me limité a seguir tiñendo de amarillo esporádicamente las aguas de mi propio estanque durante los pocos meses de tiempo cálido en los Berkshires, cuando, tanto si llueve como si luce el sol, nado a diario durante media hora.

Un par de veces a la semana bajo de la montaña y voy a Athena, a unos doce kilómetros de distancia, para comprar provisiones, ir a la lavandería, en ocasiones comer o comprarme unos calcetines o elegir una botella de vino o utilizar la biblioteca de la Universidad de Athena. Tanglewood no está lejos, y a lo largo del verano voy allí unas diez veces para escuchar conciertos. No doy lecturas ni conferencias ni enseño en una universidad ni aparezco en la televisión. Cuando se publican mis libros, mantengo una absoluta reserva. Escribo todos los días de la semana, y por lo demás guardo silencio. Me tienta la idea de no publicar nada… ¿No es el trabajo todo lo que necesito, el trabajo y su proceso? ¿Qué importa ya si soy incontinente e impotente?

Larry Hollis trabajó durante toda su vida como abogado de una compañía de seguros de Hartford y, después de jubilarse, él y su esposa Marylynne abandonaron West Hartford y se trasladaron a los Berkshires. Larry era dos años más joven que yo, un hombre meticuloso, maniático, que parecía creer que en esta vida la seguridad solo existía si todo se planeaba minuciosamente y a quien al principio, durante los meses en que intentaba trabar amistad conmigo, me esforcé en lo posible por evitar. Acabé cediendo, no solo por su tenaz deseo de aliviar mi soledad, sino también porque nunca había conocido a nadie como él, un adulto cuya triste biografía infantil, como él mismo la estimaba, había determinado todas las decisiones tomadas desde que su madre murió de cáncer cuando él tenía diez años, solo cuatro después de que el padre, propietario de una tienda de linóleo en Hartford, hubiera sucumbido no menos penosamente a la misma enfermedad. A Larry, que era hijo único, lo enviaron a vivir con unos parientes junto al río Naugatuck, al sudoeste de Hartford, en las afueras de la tediosa población industrial de Waterbury, Connecticut, y allí, en un diario infantil de «Cosas que realizar», el muchacho se trazó un proyecto de futuro que siguió al pie de la letra durante el resto de su vida; a partir de entonces, todo lo que emprendió en su vida tenía una causa premeditada. No se contentaba con calificaciones por debajo de sobresaliente, e incluso en su adolescencia cuestionaba enérgicamente a cualquier profesor que no valorase con precisión sus logros. Asistió a cursillos de verano para acelerar su graduación en el instituto y entrar en la universidad antes de cumplir diecisiete años, e hizo lo mismo durante los veranos en la Universidad de Connecticut, donde estudiaba gracias a una beca completa y trabajaba en la sala de calderas de la biblioteca todo el año para costearse el alojamiento y la manutención, de modo que al salir de la universidad pudiera cambiar su nombre, Irwin Golub, por el de Larry Hollis (como había planeado hacer cuando solo tenía diez años) e ingresar en las fuerzas aéreas, para convertirse en piloto de caza y presentarse ante el mundo como teniente Hollis, además de tener derecho a la paga de licénciamiento; al finalizar el servicio, se matriculó en Fordham y, a cambio de sus tres años en las fuerzas aéreas, el gobierno le costeó sus tres años en la facultad de Derecho. Cuando era piloto de las fuerzas aéreas estacionado en Seattle cortejó con tesón a una bonita muchacha recién salida del instituto que se llamaba Collins y que respondía exactamente a los requisitos que para él debía tener una esposa, uno de los cuales era que fuese de extracción irlandesa, de cabello moreno y rizado y con ojos azul claro como los de él. «No quería casarme con una chica judía. No quería que mis hijos se educaran en la religión judía ni tuvieran nada que ver con los judíos.» «¿Por qué?», le pregunté. «Porque eso no era lo que quería para ellos», me respondió. Que quería lo que quería y no quería lo que no quería era la respuesta que daba prácticamente a cada pregunta que yo le formulaba sobre la estructura por completo convencional en que había transformado su vida tras aquellos primeros años de apresurada planificación para construirla. Cuando llamó a mi puerta por primera vez para presentarse, solo unos pocos días después de que se hubiera mudado con Marylynne a la casa más cercana a la mía, a menos de un kilómetro carretera abajo, decidió de inmediato que no quería que comiera solo todas las noches y que tenía que cenar en su casa con él y su mujer por lo menos una vez a la semana. No quería que pasara a solas los domingos (no soportaba la idea de que alguien estuviera solo como él lo estuvo cuando era un niño huérfano, y pescaba los domingos en el Naugatuck con su tío, que era inspector estatal de granjas lácteas), así que insistió en que todos los domingos por la mañana haríamos una excursión o, si el tiempo era malo, jugaríamos a ping-pong, un entretenimiento que yo apenas podía soportar pero al que me prestaba antes que verme obligado a conversar con él sobre el oficio de escribir. Me hacía unas preguntas implacables sobre la escritura y no se contentaba hasta que las había respondido a su satisfacción. «¿De dónde sacas las ideas?» «¿Cómo sabes si una idea es buena o mala?» «¿Cómo sabes cuándo has de emplear el diálogo y cuándo debes narrar sin recurrir al diálogo?» «¿Cómo sabes que un libro está terminado?» «¿Cómo seleccionas la primera frase? ¿Cómo seleccionas el título?» «¿Cómo seleccionas la última frase?» «¿Cuál es tu mejor libro?» «¿Cuál es tu peor libro?» «¿Te gustan tus personajes?» «¿Has matado alguna vez un personaje?» «He oído decir a un escritor en la televisión que los personajes se apoderan del libro y que son ellos los que lo escriben. ¿Es eso cierto?» Había querido ser padre de un niño y una niña, y solo después de que naciera la cuarta niña Marylynne se rebeló y se negó a seguir tratando de concebir al heredero varón que figuraba en los planes de Larry desde que tenía diez años. Era un hombre corpulento, de cara cuadrada y cabello pajizo, y tenía los ojos algo torcidos, azul claro y torcidos, no como los ojos azul claro de Marylynne, que eran hermosos, y los ojos azul claro de las cuatro bonitas hijas, que habían ido todas a Wellesley porque el amigo más íntimo de Larry en las fuerzas aéreas tenía una hermana en Wellesley, y al conocerla observó que la muchacha exhibía la clase de refinamiento y decoro que él quería ver en una hija suya. Cuando íbamos a un restaurante (cosa que hacíamos cada quince días, el sábado por la noche; también en eso se revelaba inflexible), era de esperar que se mostrara muy exigente con el camarero. Invariablemente se quejaba del pan. No estaba fresco. No era de la clase que a él le gustaba. No había suficiente para todos.

Una noche, después de cenar, se presentó inesperadamente en casa y me entregó dos gatitos de color naranja, uno de pelaje largo y el otro corto, de apenas dos meses de edad. Yo no se los había pedido, ni tampoco me había dicho nada de que fuera a regalármelos. Me explicó que por la mañana había ido al oftalmólogo para hacerse una revisión y que había visto sobre la mesa de la recepcionista el anuncio de que tenía gatitos en adopción. Larry pensó en mí nada más verlo.

Puso los gatitos en el suelo.

—Esta no es la clase de vida que deberías llevar —me dijo.

—¿Quién lleva la clase de vida que debería?

—Pues yo, por ejemplo. Tengo todo lo que siempre he querido. No pienso dejar que sigas experimentando la vida de un solitario. Lo estás llevando al límite, Nathan. Es demasiado extremado.

—Como lo eres tú.

—¡Y un cuerno! No soy yo quien vive así. Tan solo trato de aportarte un poco de normalidad. Esta es una existencia demasiado aislada para cualquier ser humano. Al menos puedes tener un par de gatos para que te hagan compañía. Tengo todas sus cosas en el coche.

Salió de la casa y, al regresar, vació en el suelo un par de grandes bolsas de supermercado que contenían media docena de juguetitos para que las criaturas se abalanzasen sobre ellos, una docena de latas de comida para gatos, una gran bolsa de arena higiénica y un cajón de plástico para que hicieran sus necesidades, dos platos de plástico para la comida y dos cuencos de plástico para el agua.

—Aquí tienes todo lo que necesitas —me dijo—. Son dos preciosidades. Míralos. Te darán muchas satisfacciones.

Llevó a cabo todo esto con una extrema seriedad, y poco era lo que yo podía hacer excepto decirle:

—Has sido muy considerado, Larry.

—¿Cómo vas a llamarles?

—A y B.

—No. Necesitan nombres. Ya estás todo el día con el alfabeto. Al del pelo corto puedes llamarlo Pelón, y al del pelo largo, Peludo.

—Muy bien, así lo haré.

En mi única relación sólida con otra persona había adoptado el papel prescrito por Larry. Obedecía en esencia la disciplina de Larry, como lo hacía todo el mundo en su entorno. Imaginaos, cuatro hijas y ni una sola de ellas había dicho: «Pero preferiría ir a Barnard, preferiría ir a Oberlin». A pesar de que, cuando estaba con él y su familia, nunca tenía la sensación de que fuese un padre tirano e intimidador, pensaba en lo extraño que resultaba, que yo supiera, que ninguna de sus hijas le hubiera llevado jamás la contraria a su padre diciéndole a Wellesley te vas tú y no hay más que hablar. Pero la predisposición de las chicas a carecer de voluntad como obedientes hijas de Larry no me parecía tan sorprendente como la mía propia. El camino de Larry para acceder al poder consistía en tener la aquiescencia de todas las personas a las que amaba; el mío consistía en no tener a nadie en mi vida.

Había traído los gatos un jueves, y los tuve conmigo hasta el domingo. Durante ese tiempo prácticamente no trabajé en mi libro. No hacía más que lanzarles sus juguetes o acariciarlos, juntos o por turno en mi regazo, o me sentaba y los miraba mientras ellos comían o jugaban o se acicalaban o dormían. Su cajón con arena estaba en un rincón de la cocina, y por la noche los dejaba en la sala y cerraba la puerta del dormitorio. Por la mañana, al despertar, lo primero que hacía era correr a la puerta para verlos. Allí estaban, junto a la puerta, esperando a que la abriera.

El lunes por la mañana telefoneé a Larry.

—Por favor, ven a llevarte los gatos —le pedí.

—Los odias.

—Al contrario. Si se quedan, jamás volveré a escribir una palabra. No puedo tener a esos gatos en casa conmigo.

—¿Por qué no? ¿Qué diablos te pasa?

—Son demasiado encantadores.

—Bien. Estupendo. De eso se trata.

—Ven y llévatelos, Larry. Si quieres, yo mismo se los devolveré a la recepcionista del oftalmólogo, pero no puedo seguir teniéndolos aquí.

—¿Qué es esto? ¿Un acto de rebeldía? ¿Una bravata? Soy un hombre disciplinado, pero tú consigues ponerme en evidencia. No te he llevado a dos personas para que vivan contigo, Dios me libre. Te he llevado dos gatitos, dos mininos.

—Los acepté cortésmente, ¿no es cierto? Les he dado una oportunidad, ¿no es así? Llévatelos, por favor.

—No pienso hacerlo.

—Yo no te los pedí, y lo sabes.

—Eso no me demuestra nada. ¿Cuándo pides tú algo? Jamás.

—Dame el número de teléfono de la recepcionista del oftalmólogo.

—No.

—Muy bien, yo mismo me ocuparé.

—Estás loco —replicó él.

—Mira, Larry, dos gatitos no pueden convertirme en una nueva persona.

—Pero eso es precisamente lo que está sucediendo. Exactamente lo que no permites que suceda. No puedo entenderlo… que un hombre de tu inteligencia se vuelva así. No me cabe en la cabeza.

—En la vida hay muchas cosas inexplicables. Mi insignificante impenetrabilidad no debería preocuparte.

—De acuerdo. Tú ganas. Iré a buscar los gatos. Pero aún no he terminado contigo, Zuckerman.

—No tengo motivos para creer que hayas terminado o que puedas terminar. También tú estás un poco loco, ¿sabes?

—¡Y un cuerno!

—Por favor, Hollis, ya soy demasiado mayor para alterarme. Ven a buscar los gatos.

Poco antes de que la cuarta hija se casara en la ciudad de Nueva York con un joven abogado norteamericano de origen irlandés que, como él, había estudiado en la facultad de Derecho de Fordham, a Larry le diagnosticaron cáncer. El mismo día que la familia viajó a Nueva York para asistir a la boda, el oncólogo de Larry hizo que ingresara en el hospital universitario de Farmington, Connecticut. La primera noche en el hospital, después de que la enfermera le hubiera tomado las constantes vitales y le hubiera dado un somnífero, él sacó unas cien píldoras más que ocultaba en el estuche de los utensilios para el afeitado y, con el vaso de agua que estaba en la mesilla de noche, se las tragó en la intimidad de la habitación a oscuras. A primera hora de la mañana siguiente, Marylynne recibió una llamada del hospital informándole de que su marido se había suicidado. Pocas horas después, y a insistencia de ella (no en vano había sido su esposa durante todos aquellos años), la familia siguió adelante con la boda y el banquete, y solo entonces regresaron a los Berkshires para preparar el funeral.

Más adelante me enteré de que Larry había convenido de antemano con el médico que le hospitalizaran aquel día en vez del lunes de la semana siguiente, algo que podría haber conseguido con facilidad. De ese modo la familia estaría reunida en un solo lugar cuando recibieran la noticia de su muerte; además, al suicidarse en el hospital, donde había profesionales que se ocuparían del cadáver, ahorraría en la medida de lo posible a Marylynne y sus hijos los aspectos truculentos del suicidio.

Cuando murió tenía sesenta y ocho años y, con la excepción en el plan previsto en su diario de «Cosas que realizar» de que algún día tendría un hijo llamado Larry Hollis júnior, había logrado asombrosamente todos los objetivos que se propuso alcanzar cuando se quedó huérfano a los diez años. Se las había ingeniado para esperar lo suficiente hasta ver a la menor de sus hijas casada y embarcada en una nueva vida, y finalmente consiguió evitar lo que más temía: que sus hijos fuesen testigos de la insoportable agonía de un padre moribundo, como él mismo lo fue cuando tanto su padre como su madre sucumbieron lentamente al cáncer. Hasta dejó un mensaje para mí. Había pensado incluso en ocuparse de mí. El lunes siguiente al domingo en que todos nos enteramos de su muerte, encontré esta carta entre el correo: «Nathan, muchacho, no me gusta abandonarte así. No puedes estar solo en el ancho mundo. No puedes vivir sin contacto con nadie. Debes prometerme que no seguirás viviendo como lo hacías cuando nos conocimos. Tu leal amigo, Larry».

Así pues, ¿era ese el motivo de que estuviese en la sala de espera del urólogo, el hecho de que, hacía casi exactamente un año, Larry me enviara esa nota y luego se quitara la vida? No lo sé, y tampoco habría importado que lo supiera. Estaba allí sentado porque sí, hojeando la clase de revistas que no había visto en años, mirando fotos de actores famosos, modelos famosas, diseñadores famosos, cocineros y magnates famosos, enterándome de dónde podía comprar lo más caro, lo más barato, lo más in, lo más ceñido, lo más suave, lo más divertido, lo más elegante, lo más vulgar de casi todo cuanto se producía para el consumo en Estados Unidos, y esperando a que me recibiera el médico.

Había llegado la tarde anterior tras haber reservado una habitación en el Hilton y, una vez deshecha la maleta, me dirigí a la Sexta Avenida para tomar contacto con la ciudad. Pero ¿por dónde iba a empezar? ¿Volvería a visitar las calles donde había vivido? ¿Los lugares del vecindario donde almorzaba? ¿El quiosco donde compraba el periódico y las librerías donde solía rebuscar? ¿Debería retomar los largos paseos que daba al finalizar la jornada de trabajo? ¿O bien, puesto que ya no veía a muchos de ellos, debería buscar a otros miembros de mi especie? Durante los años transcurridos habíamos intercambiado llamadas telefónicas y cartas, pero mi casa de los Berkshires es pequeña y no había alentado las visitas, y así, con el tiempo, el contacto personal se había hecho infrecuente. Los editores con los que había trabajado a lo largo de los años habían cambiado de empresa o se habían retirado. Muchos de los escritores a los que conocía habían abandonado la ciudad, lo mismo que yo. Las mujeres con las que me relacioné habían cambiado de trabajo, se habían casado o mudado a otro lugar. Las dos primeras personas a las que pensé visitar habían muerto. Sabía que habían muerto, que sus rostros inconfundibles y sus voces familiares ya no existían, y aun así, mientras estaba delante del hotel, decidiendo cómo y por dónde volver a entrar durante una o dos horas en la vida que había dejado atrás, considerando las maneras más sencillas de adentrarme de nuevo en ese mundo, experimenté por un momento lo mismo que debió de sentir Rip Van Winkle cuando, tras haber dormido durante veinte años, bajó de las montañas y regresó a su pueblo creyendo que no había pasado más que una noche fuera. Solo cuando notó inesperadamente la barba larga y entrecana que le crecía bajo el mentón comprendió cuánto tiempo había pasado, asimismo se enteró de que ya no era un súbdito colonial de la Corona británica, sino un ciudadano de los recién establecidos Estados Unidos. Yo no podría haberme sentido más fuera de lugar si hubiera aparecido en la esquina de la Sexta Avenida y la Cincuenta y cuatro Oeste con la oxidada arma de Rip en la mano y sus antiguas ropas a la espalda, rodeado por un nutrido ejército de curiosos contemplando al forastero eviscerado que caminaba entre ellos, una reliquia de tiempos pasados en medio de los ruidos, los edificios, los trabajadores y el tráfico.

Eché a andar hacia el metro para coger uno que me llevara a la Zona Cero. Empezaría por allí, donde ocurrió lo más tremendo de todo. Pero me había retirado como testigo y participante, y por ello no llegué hasta el metro. Eso habría desentonado por completo con el personaje en que me había convertido, así que cambié de idea y, tras cruzar el parque, entré en las familiares salas del Museo Metropolitano, donde pasé la tarde como quien no tiene nada más que hacer.

Al día siguiente, cuando salí del consultorio del médico, tenía una cita para volver a la mañana siguiente a fin de recibir la inyección de colágeno. Había habido una cancelación y el doctor podía hacerme un hueco. La enfermera me dijo que el doctor prefería que, tras la intervención, pasara la noche en el hotel en vez de regresar de inmediato a los Berkshires; no solían surgir complicaciones, pero era conveniente tomar la precaución de permanecer cerca del hospital hasta la mañana siguiente. Si no ocurría ningún percance, entonces podría irme a casa y reanudar mis actividades habituales. El doctor esperaba una mejora considerable, y no excluía la posibilidad de que la inyección restaurase casi por completo el control de la vejiga. En el caso de que el colágeno «se desplazase», me explicó, tendría que intervenir por segunda o tercera vez hasta conseguir que se adhiriese de manera permanente al cuello de la vejiga; con todo, lo más probable es que no hiciera falta más que una sola inyección.

Le respondí que me parecía bien y, en vez de tomar la decisión tras haberlo sopesado todo muy detenidamente en casa, me sorprendí a mí mismo aprovechando el hueco en su agenda, y ni siquiera cuando estuve fuera del alentador entorno de su consultorio y en el ascensor que me llevaba a la planta baja, fui capaz de experimentar una mínima reserva que mantuviera a raya mi sensación de rejuvenecimiento. Cerré los ojos en el ascensor y me vi nadando en la piscina de la universidad al final de la jornada, despreocupado y sin temor a sentirme avergonzado.

Semejante triunfalismo resultaba ridículo, y tal vez no tanto una medida de la transformación prometida como del tributo cobrado por la disciplina de reclusión y por la decisión de eliminar de mi vida todo cuanto se interpusiera entre yo y mi tarea, un tributo del que hasta entonces había sido inconsciente (pues la inconsciencia voluntaria era un componente esencial de la disciplina). En el campo no había nada que tentara a mis esperanzas. Había hecho las paces con mis esperanzas. Pero cuando llegué a Nueva York, en cuestión de horas la ciudad hizo conmigo lo que hace con la gente: despertar las posibilidades. La esperanza resurge.

El ascensor se detuvo en la planta inferior a la del departamento de urología, y subió una frágil anciana. El bastón que llevaba, junto con un gorro de lluvia de un rojo desvaído muy encasquetado, le daban un aspecto excéntrico, casi cateto, pero cuando la oí hablar en voz baja con el médico que había subido al ascensor con ella —un hombre de algo más de cuarenta años, que la guiaba sujetándola con delicadeza del codo—, cuando oí el dejo extranjero de su inglés, volví a mirarla, preguntándome si era alguien a quien conocí en otro tiempo. La voz era tan peculiar como el acento, sobre todo porque no era una voz que uno pudiera asociar con su aspecto espectral, sino la de una persona joven, infantil de una manera incongruente y ajena al sufrimiento. Conozco esa voz, pensé. Conozco el acento. Conozco a la mujer. Ya en la planta baja, cruzaba el vestíbulo del hospital detrás de ellos, hacia la salida, cuando acerté a oír el nombre de la anciana pronunciado por el médico. Ese fue el motivo de que siguiera sus pasos fuera del hospital hasta un pequeño restaurante a pocas manzanas al sur de Madison. La conocía, en efecto.

Eran las diez y media, y solo cuatro clientes estaban desayunando todavía. Ella se sentó a una mesa. Yo me acomodé en otra. No parecía haberse dado cuenta de que la había seguido, ni siquiera de mi presencia a escasos metros de ella. Se llamaba Amy Bellette. La había visto una sola vez. Nunca la había olvidado.

Amy Bellette no llevaba abrigo, tan solo el gorro rojo, una rebeca de un tono claro y lo que me pareció un delgado vestido veraniego de algodón hasta que me di cuenta de que en realidad era una bata de hospital azul claro cuyos cierres en la espalda habían sido sustituidos por botones y cuya cintura se ajustaba con un cinturón que parecía una cuerda. O bien está en la miseria o bien se ha vuelto loca, pensé.

Un camarero tomó nota del pedido y, cuando se hubo ido, ella abrió el bolso, sacó un libro y, mientras lo leía, alzó con indiferencia la mano, se quitó el gorro y lo dejó a un lado. El costado de su cabeza que podía ver estaba totalmente rasurado, o lo había estado no hacía mucho (le estaba creciendo una pelusilla), y una sinuosa cicatriz quirúrgica trazaba una línea serpenteante en el cráneo, una cicatriz en carne viva, bien definida, que se curvaba desde detrás de la oreja hasta el borde de la frente. Todo el cabello, largo o corto, estaba en el otro lado de la cabeza, un cabello gris recogido en una floja trenza a lo largo del cual deslizaba distraídamente los dedos de la mano derecha, jugueteando con el pelo como lo haría la mano de cualquier niña que leyera un libro. ¿Su edad? Setenta y cinco años. Tenía veintisiete cuando nos conocimos, en 1956.

Pedí café, tomé un sorbo, me demoré antes de terminarlo, lo apuré y, sin mirarla, me levanté y abandoné el establecimiento y la asombrosa reaparición y patética reconstitución de Amy Bellette, alguien cuya existencia, tan llena de promesas y expectativas cuando la conocí, había ido a todas luces por muy mal camino.

A la mañana siguiente me sometí a la intervención, que duró quince minutos. ¡Tan sencilla! ¡Una maravilla! ¡Magia médica! Volví a verme nadando en la piscina de la universidad, sin llevar más que un traje de baño corriente y sin dejar un reguero de orina detrás de mí. Me vi andando alegremente por ahí sin tener que acarrear una provisión de las almohadillas de algodón absorbentes que, desde hacía nueve años, llevaba de día y de noche anidadas en la entrepierna de mis calzoncillos de plástico. Una indolora intervención de quince minutos y la vida volvía a parecer ilimitada. Ya no era un hombre impotente ante algo tan elemental como orinar en un recipiente. Controlar la propia vejiga… ¿quién entre los enteros y sanos considera jamás la libertad que eso concede, o la angustiosa vulnerabilidad que su perdida puede imponer incluso a la persona más segura de sí misma? Yo, que nunca había pensado en esos términos, que desde los doce años de edad me empeñé en ser peculiar y me encantaban todos aquellos rasgos míos que se salieran de lo corriente… ahora podría ser como todo el mundo.

Como si la sombra de la humillación que siempre se cierne sobre nosotros no fuese, en realidad, lo que nos vincula a todos los demás.

Cuando regresé a mi hotel, aún faltaba bastante para el mediodía. Tenía mucho en que ocuparme mientras aguardaba que transcurriera el día antes de volver a casa. La tarde anterior, después de alejarme de Amy Bellette sin molestarla, había ido a la Strand, la venerable librería de ocasión al sur de Union Square, y por menos de cien dólares había adquirido primeras ediciones de los seis volúmenes de relatos de E. I. Lonoff. Tenía los libros en la biblioteca de mi casa, pero los compré de todos modos para ir leyendo cronológicamente fragmentos de los diversos volúmenes durante las horas que debía permanecer en Nueva York.

Cuando emprendes un experimento como este tras haber pasado veinte o treinta años apartado de la obra de un autor, no puedes estar seguro de qué es lo que vas a encontrar, ya sea sobre lo mal que ha envejecido la obra del escritor al que en otro tiempo admiraste o sobre la ingenuidad del entusiasta que una vez fuiste. Pero a medianoche no estaba menos convencido de que fue en la década de los cincuenta cuando el reducido ámbito de la prosa de Lonoff, la restringida esfera de sus intereses y su inflexible contención estilística, en vez de hacer que las implicaciones de un relato se derrumbaran sobre sí mismas y disminuyeran su impacto, producían las enigmáticas reverberaciones de un gong, unas reverberaciones que te hacían maravillarte de cómo tanta gravedad y tanta levedad podían unirse, en un espacio tan pequeño, a un escepticismo de tan largo alcance. Era precisamente la limitación de medios lo que hacía que cada relato breve no fuese algo inconsistente sino una hazaña mágica, como si un cuento de hadas o una rima de la Mamá Gansa hubieran sido iluminados desde dentro por la mente de Pascal.

Era tan bueno como yo había pensado. Era mejor. Era como si hubiera un color que anteriormente faltaba o que había sido retirado de nuestro espectro literario, y que solo Lonoff poseía. Lonoff era ese color, un escritor norteamericano del siglo XX distinto a cualquier otro, y sus libros no se reimprimían desde hacía décadas. Me pregunté si sus logros habrían caído en un olvido tan absoluto si hubiera terminado su novela y vivido para verla publicada. Me pregunté si realmente había estado trabajando en una novela al final de su vida. Si no, ¿cómo podría entenderse el silencio que precedió a su muerte, aquellos cinco años que coincidieron con la ruptura de su matrimonio con Hope y la nueva vida emprendida al lado de Amy Bellette? Todavía recordaba la ocasión, cuando yo era un joven acólito que le rendía pleitesía y ansiaba emularle, en que me refirió, de una manera mordaz y resignada, una existencia que consistía en escribir esforzadamente sus relatos durante el día, leer con tesón y un cuaderno de notas al lado por la noche, y, casi mudo debido a la extenuación mental, compartir las comidas y la cama con la mujer leal y terriblemente sola con la que llevaba treinta y cinco años casado (pues uno impone la disciplina no solo a sí mismo, sino también a quienes le rodean). Cabría haber imaginado una regeneración de la intensidad —y, con ella, de la productividad— en un autor original y de tan impresionante fortaleza, que aún no había cumplido los sesenta años, que por fin había logrado escapar de ese régimen opresivo (o que se había visto forzado a ello por la marcha colérica y precipitada de su esposa) y que había tomado por compañera a una joven encantadora e inteligente, a la que doblaba la edad y que le adoraba.

Cabría haber imaginado que, tras alejarse del paisaje rural y la vida conyugal que se habían unido para frenar su creatividad, que habían convertido su actividad artística en un despiadado sacrificio sin fondo, E. I. Lonoff no habría sido castigado con tanta severidad por la osadía de cambiar su destino, no se habría visto reducido a un silencio tan aniquilador solo por atreverse a creer que se le permitiría reescribir a diario cincuenta veces un mismo párrafo viviendo en cualquier otro lugar que no fuese una jaula.

¿Qué había pasado realmente durante aquellos cinco años? Cuando por fin le ocurrió algo a aquel escritor aletargado y recluido que, asistido solo por la desesperada ironía que dominaba su visión del mundo, había tenido el valor de resignarse a que nada le sucediera jamás, ¿qué había pasado? Amy Bellette lo sabría… pues ella era lo que le había sucedido a Lonoff. Si el manuscrito de una novela suya, finalizada o inconclusa, estaba en alguna parte, ella también lo sabría. A menos que todos los bienes del escritor hubieran pasado a Hope y los tres hijos, el manuscrito estaría en poder de Amy. Y si la novela perteneciera legalmente a la familia directa que había sobrevivido al autor y no a ella, Amy, que habría estado a su lado mientras él escribía el libro, habría leído cada página de cada borrador y sabría lo bien o mal que había ido la nueva empresa. Incluso si la muerte le hubiera impedido terminarla, ¿por qué razón las revistas literarias que de forma regular habían sacado sus relatos no publicaron partes acabadas del libro? ¿Nadie se había encargado de publicarla porque la novela no era buena? Y en ese caso, ¿el fracaso era consecuencia de haber dejado atrás todo aquello con lo que él había contado para encadenarle a su talento, de haber conseguido por fin la libertad y hallado el placer contra los cuales tenía que haberle protegido la cautividad? ¿O acaso jamás pudo mitigar la vergüenza de haber acabado con su sufrimiento a expensas de Hope? Pero ¿no fue Hope quien puso fin a aquello por él… al marcharse? ¿A qué obedecía un bloqueo de cinco años en un autor tan resuelto y experimentado, para quien conseguir su distintivo y lacónico estilo de fluidez idiomática había sido siempre una dura prueba solo superada mediante la más diligente aplicación de paciencia y voluntad? ¿Por qué una renovación tan vulgar y corriente —el cambio vital de la edad mediana, considerado generalmente como rejuvenecedor, de adquirir una nueva pareja y establecerse en un nuevo lugar— incapacita a un hombre con tanto dominio de sí mismo como Lonoff?

Si era eso lo que le había incapacitado.

Cuando me disponía a acostarme, sabía hasta qué punto tales interrogantes resultaban inadecuados para ayudar a comprender lo que había coartado la creatividad de Lonoff durante los últimos años de su vida. Si entre los cincuenta y seis y los sesenta y un años no había logrado escribir una novela, probablemente se debía (como quizá siempre había sospechado) a que la pasión del novelista por la amplificación no era más que otra clase de exceso que jugaba en contra del don especial de Lonoff para la condensación y la reducción. Es probable que, desde un principio, esa pasión del novelista por la amplificación explicara que me hubiera pasado todo el día planteándome tales interrogantes.

Lo que no explicaba era que no me hubiera presentado a Amy Bellette en aquella cafetería para averiguar de ella, si no todo lo que había que saber, al menos lo que estuviera dispuesta a contar.

Cuando conocí a Lonoff y Hope en 1956, sus tres hijos eran adultos y se habían ido de casa, y aunque la dispersión de los jóvenes en modo alguno alteró la agotadora disciplina de su dedicación cotidiana a la escritura (no más que la pérdida de la pasión que acecha a la vida conyugal), la reacción de Hope a su aislamiento en la remota granja de Berkshire se mostró vívidamente durante las pocas horas que pasé allí. La noche de mi llegada, durante la cena, se esforzó por mostrarse calmada y sociable, pero acabó perdiendo el control y, tras arrojar una copa de vino contra la pared, se levantó de la mesa y salió corriendo con lágrimas en los ojos, dejando que Lonoff me explicase (o más bien que no se sintiese obligado a explicarme) lo que sucedía. A la mañana siguiente, durante el desayuno, cuando Amy y yo estábamos presentes y la sediciosa invitada, con el aplomo encantadoramente sereno de su porte —su claridad mental, su manera de actuar, su misterio, el centelleo de su comedia—, se mostraba especialmente deliciosa, la estoica fachada de Hope volvió a desmoronarse, pero esta vez, cuando abandonó la mesa, fue para hacer la maleta, ponerse un abrigo y, pese al gélido tiempo y las carreteras nevadas, cruzar la puerta anunciando que dejaba el puesto de esposa despechada del gran escritor nada menos que a la exalumna de Lonoff y (a juzgar por todos los indicios) su querida. «¡Esta es oficialmente tu casa! —notificó a la joven vencedora, y partió hacia Boston—. ¡Ahora serás la persona con quien él no viva!»

Me marché solo una hora después, y no volví a ver a ninguno de los dos. Fue por pura casualidad que yo estuviera allí para presenciar la ruptura. Desde una cercana colonia de escritores donde me alojaba, había enviado a Lonoff un paquete con mis primeros relatos breves publicados, junto con una concienzuda carta de presentación, y de ese modo me las arreglé para conseguir una invitación a cenar, que se convirtió en una estancia de una noche solo porque el mal tiempo me impidió marcharme hasta el día siguiente. A finales de los años cuarenta, durante la siguiente década hasta su muerte a causa de una leucemia en 1961, Lonoff fue probablemente el creador de relatos breves más apreciado en Estados Unidos, si no a nivel masivo en todo el país, al menos entre muchos miembros de las élites intelectual y académica: autor de seis colecciones de cuentos cuya mezcla de comedia y maldad había desterrado el sentimentalismo estandarizado de la saga del infortunio del inmigrante judío, sus narraciones se leían como un despliegue de sueños inconexos, pero sin sacrificar la realidad del tiempo y el lugar a la farsa surreal y el efectismo del realismo mágico. Su producción anual de relatos nunca había sido copiosa, y en sus últimos cinco años, mientras se suponía que trabajaba en una novela, la primera que escribía y el libro que, según sus admiradores, le valdría el reconocimiento internacional y el Premio Nobel que ya deberían haberle concedido, no publicó ningún relato. Aquellos fueron los años en que se instaló con Amy en Cambridge y mantuvo cierta relación con Harvard. No se casó con ella; al parecer, durante aquellos cinco años nunca estuvo legalmente libre para casarse con nadie. Y entonces falleció.

La víspera de mi regreso a casa, fui a comer a un pequeño restaurante italiano que quedaba cerca del hotel. Los propietarios del lugar no habían cambiado desde la última vez que comí allí a comienzos de los años noventa, y me llevé una sorpresa cuando Tony, el más joven de la familia, me saludó por mi nombre antes de acompañarme a la mesa del rincón que siempre me había gustado porque era la más tranquila del local.

Te marchas mientras otros, lo cual no tiene nada de asombroso, se quedan atrás para seguir haciendo lo que siempre han hecho, y, cuando regresas, te sientes sorprendido y emocionado por un momento al ver que siguen ahí y, también, tranquilizado, porque hay alguien que se pasa toda la vida en el mismo pequeño lugar y no siente ningún deseo de irse.

—Se mudó, ¿verdad, señor Zuckerman? —me dijo Tony—. No le vemos nunca.

—Me trasudé al norte. Ahora vivo en las montañas.

—Debe de ser bonito aquello. Agradable y silencioso para escribir.

—Sí, lo es —repliqué—. ¿Qué tal la familia?

—Todos están bien. Pero Celia murió. ¿Recuerda a mi tía? ¿La que estaba en la caja?

—Claro que sí. Siento que ya no esté con nosotros. Celia no era tan mayor.

—No, qué va. Pero el año pasado cayó enferma y nos dejó en un abrir y cerrar de ojos. Tiene usted buen aspecto —añadió—. ¿Quiere tomar algo? Chianti, ¿verdad?

Aunque el cabello de Tony había adquirido el mismo color gris acero que el de su abuelo Pierluigi, como revelaba el retrato al óleo del fundador inmigrante del negocio, apuesto como un actor con su delantal de chef, y aunque Tony se había vuelto corpulento y fondón desde la última vez que le vi, cuando estaba al comienzo de la treintena, y era el único miembro esbelto y huesudo que quedaba en el bien alimentado clan de su restaurante, unos cien mil platos de pasta atrás, el menú en sí no había variado, las especialidades no habían variado, el pan en su cestillo no había variado, y cuando el camarero jefe pasó empujando el carrito de los postres por delante de mi mesa, vi que ni el hombre ni los postres habían variado. Se diría que mi relación con todo esto no había cambiado ni un ápice, que una vez que tuviera el vaso en la mano y masticara un pedazo de pan italiano de la clase que había comido decenas de veces en el pasado, me sentiría gratamente como en casa, y, sin embargo, no era así. Me sentía como un impostor, fingiendo ser el hombre al que Tony conoció y, de improviso, anhelando serlo. Pero, al vivir prácticamente en soledad durante once años, me había librado de él. Me había ido para huir de una auténtica amenaza; al final, permanecí lejos para librarme de lo que ya había dejado de interesarme y, ¿quién no sueña con ello?, librarme de las duraderas consecuencias de los errores de toda una vida (en mi caso, los repetidos fracasos matrimoniales, el adulterio furtivo, el bumerán emocional del apego erótico). Presumiblemente, al haber pasado a la acción en vez de limitarme a soñar con ello, me había librado de mí mismo en el proceso.

Había llevado conmigo algo para leer, tal como hacía en el pasado cuando comía a solas en el restaurante de Pierluigi. Al vivir sin compañía, me había habituado a leer mientras comía, pero en aquella ocasión dejé la revista sobre la mesa y me puse a mirar a quienes cenaban en la ciudad de Nueva York la noche del 28 de octubre de 2004. Una de las notables satisfacciones de la vida urbana: desconocidos que alimentan la quimera de la concordia humana al comer juntos en un pequeño y buen restaurante. Y yo era uno de ellos. Encontrar trascendente a estas alturas de la vida una experiencia tan corriente… Pero eso era lo que me ocurría.

Solo cuando me sirvieron el café abrí la revista, el último número de The New York Review of Books. No había hojeado un ejemplar desde mi marcha de Nueva York. No había querido hacerlo, pese a que fui suscriptor de la publicación desde que apareció a comienzos de los sesenta y, en sus primeros años, colaborador ocasional. Al pasar ante un quiosco camino del restaurante de Pierluigi había tenido un atisbo de la parte superior de la portada, donde por encima de unas caricaturas de los candidatos presidenciales, obra de David Levine, había una pancarta desplegada que anunciaba en letras amarillas: «Número especial sobre las elecciones», y debajo, sobre una lista de unos doce colaboradores, las palabras: «Las elecciones y el futuro de Estados Unidos», y había pagado al quiosquero cuatro dólares con cincuenta centavos y había seguido hacia el restaurante con la revista bajo el brazo. Pero ahora lamentaba haberla comprado, e incluso cuando la curiosidad me venció, en vez de comenzar por el índice y las páginas iniciales del simposio sobre las elecciones, reanudé el contacto como de puntillas, por la última página, leyendo los anuncios clasificados: «BELLA fotógrafa/educadora de arte, madre cariñosa…». «MUJER COMPLEJA, REFLEXIVA, DESEOSA y deseable, casada legalmente…» «ENÉRGICO, AMANTE DE LA DIVERSIÓN, EN FORMA, hombre establecido con intereses variados…» «OJOS VERDES, divertida, excéntrica, con curvas…» Pasé a la sección inmobiliaria y en la breve columna de «Alquileres», por encima de la mucho más larga de «Alquileres internacionales», donde las residencias disponibles se encontraban principalmente en París y Londres, me encontré con un anuncio tan claramente dirigido a mí que tuve la sensación de que, como si lo hiciera con un látigo, la casualidad me incitaba, la pura casualidad que parecía desbordante de intención.

PAREJA DE ESCRITORES responsables, treintañeros, desean intercambiar apartamento acogedor, de tres habitaciones con las paredes llenas de libros, en el Upper West Side, por un tranquilo retiro rural a unos ciento cincuenta kilómetros de Nueva York. De preferencia Nueva Inglaterra. Intercambio inmediato, idealmente por un año…

Sin esperar, con la misma precipitación con que había aceptado la inyección de colágeno pese a haberme propuesto pensarlo en casa antes de someterme al procedimiento, con la misma precipitación con que había comprado el New York Reviewy bajé la escalera junto a la cocina, donde recordaba que había un teléfono público en la pared, al lado del servicio de caballeros. Había copiado el número en un trozo de papel donde previamente había escrito el nombre «Amy Bellette». Marqué el número con rapidez y le dije al hombre que se puso al aparato que respondía a su anuncio para intercambiar residencias durante un año. Poseía una casita en el oeste de Massachusetts, en el campo, situada junto a una carretera de tierra en lo alto de una montaña y frente a un extenso terreno pantanoso que era un refugio de aves y fauna silvestre. Estaba a poco más de doscientos kilómetros de Nueva York, mis vecinos más cercanos a unos ochocientos metros, y a doce kilómetros carretera abajo había una pequeña población universitaria con supermercado, librería, tienda de vinos, una decente biblioteca en la universidad y un bar con buen ambiente donde no se comía mal. Si todo esto respondía a sus deseos, me interesaría visitarle, echar un vistazo al apartamento y hablar de la posibilidad de un intercambio. Me alojaba a pocas manzanas del Upper West Side; si él no tenía inconveniente, podría estar allí en cuestión de minutos.

El hombre se echó a reír.

—Parece que quiera mudarse esta misma noche.

—Si usted quiere mudarse esta noche… —repliqué, completamente en serio.

Antes de volver a mi mesa, entré en el servicio de caballeros y me metí en el único lavabo, donde me bajé los pantalones para ver si el procedimiento había empezado a surtir efecto. Para hacer desaparecer lo que veía cerré los ojos, y para hacer desaparecer lo que sentía maldije en voz alta. «¡Un jodido sueño!», refiriéndome al sueño de volver a ser de repente como todo el mundo.

Me quité la almohadilla de algodón absorbente de los calzoncillos de plástico y la sustituí por una nueva que llevaba en un pequeño paquete en el bolsillo interior de la chaqueta. Envolví la almohadilla sucia en papel higiénico, la arrojé al cubo con tapa al lado de la pila, me lavé y sequé las manos y, tratando de vencer el pesimismo, subí la escalera para pagar la cuenta.

Caminé hasta la calle Setenta y uno Oeste y, al pasar por Columbus Circle, me sorprendí al ver que la voluminosa fortaleza del Coliseum se había metamorfoseado en un par de rascacielos de vidrio unidos por una cubierta a cuatro aguas y, al nivel de la calle, por una sucesión de lujosas tiendas. Deambulé un poco por la galería comercial y salí, y cuando seguí en dirección norte, por Broadway, no tuve tanto la sensación de que estaba en un país extranjero como de ser objeto de algún truco óptico, de que las cosas parecían como reflejadas en una galería de espejos deformantes, todo familiar e irreconocible al mismo tiempo. No sin cierta dificultad, como he dicho, había conquistado el estilo de vida solitario; conocía sus exigencias y satisfacciones, y con el tiempo había adaptado el espectro de mis necesidades a sus limitaciones, abandonando hacía mucho la excitación, la intimidad, la aventura y los antagonismos en favor del contacto sereno, constante y predecible con la naturaleza, la lectura y mi trabajo. ¿Por qué invitar a lo imprevisto, por qué flirtear con más conmociones o sorpresas de las que sin duda el envejecimiento me depararía sin buscarlo? Aun así, seguí caminando por Broadway, dejé atrás las multitudes del Lincoln Center con las que no quería mezclarme, los multicines cuyas películas no tenía ningún deseo de ver, las tiendas de artículos de piel y las de alimentos para gourmets cuyos productos no me apetecía comprar, reacio a resistirme al poder de la alocada esperanza de rejuvenecimiento que afectaba a todas mis acciones, la alocada esperanza de que la intervención revirtiera la faceta más pertinaz de mi declive, y consciente del error que estaba cometiendo, un aparecido, un hombre que se había aislado del contacto humano asiduo y sus posibilidades y que ahora cedía a la ilusión de comenzar de nuevo. Y no mediante las capacidades mentales que me caracterizaban, sino mediante una restitución del cuerpo, de modo que la vida volviera a parecer ilimitada. Por supuesto, actuar así es un error, es demencial, pero en tal caso, pensé, ¿qué es lo correcto, lo cuerdo, y quién soy yo para afirmar que alguna vez tuve el suficiente conocimiento para hacerlo? Hice lo que hice: eso es todo lo que uno sabe cuando mira hacia atrás. Organicé mi penosa experiencia a partir de mi inspiración y mi ineptitud (la inspiración fue la ineptitud) y es más que probable que ahora esté haciendo lo mismo. Y con esta alocada rapidez, nada menos, como temeroso de que mi locura vaya a evaporarse de un momento a otro y ya no sea capaz de seguir adelante con todo lo que estoy haciendo y que sé muy bien que no debería estar haciendo.

El ascensor del pequeño edificio de seis pisos y ladrillo blanco me condujo hasta la última planta, donde, en la puerta del apartamento 6B, me recibió un joven rechoncho de modales suaves y agradables.

—Usted es el escritor —me dijo de inmediato.

—Lo soy. ¿Y usted?

—Un escritor —respondió él con una sonrisa. Me hizo pasar y me presentó a su esposa—. Y aquí otra escritora. Ya somos tres.

Ella era una joven alta y esbelta que, al contrario que su marido, ya no mostraba en absoluto un aspecto jovial, infantil, por lo menos no aquella noche. Su rostro, alargado y estrecho, estaba enmarcado por el hermoso cabello, liso y negro, que le caía sobre los hombros y un poco más abajo, un corte que parecía destinado a ocultar alguna imperfección que la afease, aunque en modo alguno física, pues, al margen de lo que pudiera ocultar, presentaba una tez impecable, cremosamente suave. En la manifiesta ternura de los gestos y miradas de su marido y fuente de su sustento, incluso cuando lo que ella decía no era de su agrado, se notaba el amor sin límites que él le profesaba. Era evidente que ambos convenían en que ella era la más brillante de los dos y que la personalidad de la mujer envolvía a la del marido. Ella se llamaba Jamie Logan, él Billy Davidoff, y, mientras me mostraban el apartamento, a él parecía complacerle llamarme con deferencia señor Zuckerman.

Era un bonito apartamento de tres espaciosas habitaciones, amueblado con piezas caras y modernas de diseño europeo, pequeñas alfombras orientales y una hermosa alfombra persa en la sala de estar. En el dormitorio había un gran espacio para trabajar que daba a un alto plátano en el patio trasero, y en la sala de estar otra zona de trabajo con vistas a una iglesia. Había libros apilados por todas partes, y en las paredes, donde no había estantes abarrotados de libros, colgaban fotografías enmarcadas de estatuas italianas tomadas por Billy. ¿Quién financiaba la modesta opulencia de aquel par de treintañeros? Supuse que él era el acomodado, que se habían conocido en Amherst o Williams o Brown, un muchacho judío dócil, rico y afable y una muchacha pobre y apasionada, irlandesa, tal vez medio italiana, que desde la escuela elemental nunca había dejado de destacar, impulsada por su ego, tal vez incluso un tanto trepadora…

Me equivocaba. El dinero era de ella y procedía de Texas. Su padre era un magnate del petróleo de Houston, norteamericano por los cuatro costados. La familia judía de Billy poseía una tienda de maletas y sombreros en Filadelfia. La pareja se había conocido en el programa de escritura creativa para graduados de Columbia. Ninguno de los dos había publicado un libro todavía, aunque un relato de ella aparecido cinco años atrás en The New Yorker había llevado a agentes y editores a preguntarle si tenía escrita alguna novela. Nunca habría adivinado de entrada que era ella quien tenía una disposición creativa más desarrollada.

Después de enseñarme el piso, nos sentamos en la tranquila sala de estar, con doble cristal en las ventanas. La iglesia luterana al otro lado de la calle, un pequeño y encantador edificio con ventanas estrechas, arcos ojivales y fachada de rugosa piedra, aunque probablemente construido a comienzos del siglo XX, parecía diseñada para transportar a sus feligreses del Upper West Side unos cinco o seis siglos atrás en el tiempo, hasta una aldea rural del norte de Europa. Al otro lado de la ventana, las hojas en forma de abanico de un espléndido ginkgo empezaban a perder su verdor veraniego. Al entrar en el apartamento, oí como suave música de fondo las Cuatro últimas canciones de Strauss, y cuando Billy fue a apagar el reproductor, me pregunté si esas canciones serían lo que él y Jamie habían estado escuchando antes de que yo llegara, o si precisamente mi llegada había impulsado a uno de ellos a poner una música de un dramatismo tan elegiaco, de un sentimentalismo tan cautivador, escrita por un hombre muy viejo al final de su vida.

—Su instrumento favorito era la voz femenina —comenté.

—O dos —dijo Billy—. Su combinación favorita eran dos mujeres cantando juntas. El final de El caballero de la rosa. El final de Arabella. En La Helena egipcia.

—Conoce a Strauss —le dije.

—Bueno, mi instrumento favorito también es la voz femenina.

Su intención al decirlo era halagar a su esposa, pero fingí haber entendido otra cosa.

—¿También compone música? —le pregunté.

—No, no, ya tengo bastantes problemas con la literatura.

—Bueno, mi casa en el bosque no es más apacible que esto —les informé.

—Solo nos marchamos durante un año —replicó Billy.

—¿Puedo preguntar por qué?

—Ha sido idea de Jamie —respondió, y por su tono no me pareció tan dócil como le había imaginado.

Reacio a dar la impresión de que la interrogaba, me limité a mirarla. Su presencia sensual era intensa, y pensé que tal vez se esforzara por estar muy delgada para que no lo fuese más todavía. O quizá para que lo fuese, ya que sus pechos no eran los de una mujer desnutrida. Vestía tejanos y una blusa de seda, escotada y adornada con encajes, que parecía un pequeño top de lencería —que lo era de hecho, como comprobé al mirarlo de nuevo—, y encima llevaba una rebeca más bien larga con un grueso y ancho ribete acanalado, y un lazo del mismo tejido acanalado le rodeaba holgadamente la estrecha cadera. Era una prenda en el extremo opuesto de la indumentaria femenina a la bata de hospital que Amy Bellette había convertido en un vestido, de un color más claro y suave que el canela y tejida con una gruesa y lisa cachemira. La rebeca podría haberle costado fácilmente mil pavos, y le daba un aspecto lánguido, lánguido y atractivamente reposado, como si llevara un quimono. Sin embargo, hablaba con rapidez y en voz baja, como lo hacen las personas muy complicadas, sobre todo cuando se sienten presionadas.

—¿Por qué se viene a Nueva York? —me preguntó Jamie en respuesta a mi mirada.

—Tengo aquí una amiga que está enferma —contesté.

Aún no tenía una idea clara de lo que estaba haciendo en su apartamento, qué era lo que quería. ¿Cambiar mi situación? ¿De qué manera exactamente? ¿Contemplando una réplica victoriana de una iglesia medieval por la ventana mientras trabajaba, en lugar de mis enormes arces y muros de piedras desiguales? ¿Viendo coches en movimiento cuando mirase a la calle, en vez de los ciervos, los cuervos y los pavos silvestres que poblaban mi bosque?

—Tiene un tumor cerebral —les expliqué, tan solo por la necesidad de hablar. De hablarle a ella.

—Bueno —dijo Jamie—. Nosotros nos marchamos porque no quiero que acaben conmigo en nombre de Alá.

—¿No es eso algo improbable en la calle Setenta y uno Oeste? —repliqué.

—Esta ciudad se encuentra en el centro de su patología. Bin Laden solo sueña con el mal, y llama a ese mal «Nueva York».

—No sé qué decirle. No leo los periódicos desde hace años. He comprado la New York Review por los anuncios. No tengo ni idea de lo que ocurre.

—¿No sabe nada sobre las elecciones? —inquirió Billy.

—Prácticamente nada. En el pueblo donde vivo, en pleno campo, la gente no habla abiertamente de política y, desde luego, nunca con un forastero como yo. No suelo poner la tele. No, no sé nada.

—¿No ha seguido el curso de la guerra?

—No.

—¿No se ha enterado de las mentiras de Bush?

—No.

—Eso me resulta difícil de creer cuando pienso en sus libros —comentó Billy.

—Ya he cubierto mi etapa de liberal exasperado y ciudadano indignado —repliqué, haciendo ver que me dirigía a él cuando en realidad hablaba para ella, y por un motivo desconocido incluso para mí cuando empecé, por un anhelo cuya potencia esperaba ya marchitada para siempre. Fuera cual fuese la fuerza que abría de nuevo las compuertas de mi deseo a los setenta y un años, fuera cual fuese la fuerza que en principio me había hecho ir a Nueva York para ver al urólogo, lo cierto es que se intensificaba con rapidez en presencia de Jamie Logan, con su cara y holgada rebeca de ancho cuello sobre una blusita de tirantes escotada—. No quiero expresar ninguna opinión, no quiero manifestarme sobre «los problemas»… ni siquiera quiero saber cuáles son. Ya no me conviene saber, y lo que no me conviene, lo suprimo. Por eso vivo donde lo hago. Por eso ustedes quieren vivir allá.

—Por eso lo quiere Jamie.

—Así es —dijo ella—. Estoy asustada todo el tiempo. Una nueva posición estratégica podría ayudar.

Entonces se interrumpió, pero no porque la azorase confesar sus temores a un hombre interesado en intercambiar su segura y remota residencia rural por un apartamento en la Nueva York potencialmente en peligro, sino porque Billy la miraba como si ella intentara adrede provocarle delante de mí. Si la relación del joven con ella era de adoración, no lo era exclusivamente. Después de todo, se trataba de un matrimonio, y también a él podía exasperarle su encantadora esposa.

—¿Se está marchando más gente por temor a un ataque terrorista? —le pregunté a ella.

—Desde luego, hay gente que habla de hacerlo —concedió Billy.

—Algunos se han marchado —intervino Jamie.

—¿Conocidos suyos? —pregunté.

—No —respondió Billy con contundencia—. Nosotros somos los primeros.

Con una sonrisa no demasiado generosa, con lo que, fascinado por ella (subyugado con tanta rapidez como imaginaba que lo había sido Billy, aunque por razones que tenían que ver con hallarme en el otro extremo de la experiencia que él vivía, en el borde que linda con el olvido), consideré el aire de una mujer tentadora, una tentadora burlona y distante, Jamie añadió:

—Me gusta ser la primera.

—Bien, si les interesa mi casa, es suya —les dije—. Miren, les dibujaré un plano de la vivienda.

Cuando regresé al hotel, telefoneé a Rob Massey, el carpintero del lugar que llevaba diez años trabajando para mí como encargado del mantenimiento de la casa, y a su mujer, Belinda, que durante ese mismo tiempo se había encargado de la limpieza una vez a la semana, así como de la compra de víveres cuando no quiero conducir los doce kilómetros hasta Athena. Les leí una lista de las cosas que quería que empaquetaran y me enviasen a Nueva York, y les hablé del joven matrimonio que se trasladaría a mi casa la semana siguiente para vivir allí durante un año.

—Espero que esto no tenga que ver con su salud —me dijo Rob.

Fue él quien me llevó en coche a Boston y luego de regreso a casa desde el hospital cuando me operaron de la próstata nueve años atrás, y fue Belinda quien cocinó para mí y, con su delicadeza y su gran sensibilidad para tratar a un enfermo, me ayudó durante las incómodas semanas de la convalecencia. Desde entonces no había ingresado en el hospital ni caído enfermo salvo por algún resfriado, pero era una pareja de mediana edad sin hijos (el marido, nervudo, despierto y afable, y la esposa, pechugona, sociable y de una eficiencia extraordinaria), y desde la operación habían tratado mis más nimias necesidades como si fuesen de la mayor importancia. No podría haberme ido mejor si hubiera tenido hijos propios que me vieran envejecer, y seguramente en ese caso me habría ido mucho peor. Ninguno de los dos había leído una sola palabra de lo que había escrito, aunque cada vez que veían mi nombre o mi foto en un periódico o una revista, Belinda nunca dejaba de recortar el artículo y traérmelo. Yo le daba las gracias, admitía que no lo había visto antes y, más tarde, para asegurarme de no ofender sin querer a aquella mujer cariñosa y de buen corazón que creía que yo guardaba los artículos en lo que ella denominaba mi «álbum de recortes», lo rompía en pedacitos minúsculos e irreconocibles antes de tirarlo, sin haberlo leído, a la basura. Eso también lo había suprimido mucho tiempo atrás.

Cuando cumplí los setenta, Belinda preparó una cena a base de filetes de venado y col roja para los tres, que comimos en mi casa. La carne, que Rob había cazado en los bosques que se extienden detrás del refugio, era excelente, lo mismo que la risueña generosidad y el cálido afecto de mis dos amigos. Brindamos con champán y me regalaron un suéter de lana de cordero granate que me habían comprado en Athena; luego me pidieron que pronunciara un discurso sobre lo que se sentía al cumplir setenta años. Tras ponerme el suéter, me levanté de la silla y dije: «Será un discurso breve. Pensad en el año 4000». Ellos sonrieron, como si estuviera a punto de contarles un chiste, así que añadí: «No, no. Pensad seriamente en el año 4000. Imaginadlo. En todas sus dimensiones, en todos sus aspectos. El año 4000. Tomaos vuestro tiempo». Cuando llevaban un minuto de sobrio silencio, les dije en voz queda: «Eso es lo que se siente al cumplir setenta años», y volví a sentarme.

Rob Massey era el encargado de mantenimiento ideal, el que todo el mundo quiere; Belinda era la mujer de la limpieza soñada, la que todo el mundo desea, y aunque ya no contaba con los cuidados de Larry Hollis, aún los tenía a los dos, y todo el tiempo que dedicaba a escribir, incluida la misma escritura, eran en parte el resultado de que ellos se ocuparan tan bien de todo lo demás. Y ahora prescindía de ellos.

—Estoy bien de salud. Tengo que hacer cierto trabajo aquí, así que he intercambiado la casa con ellos. Estaré en contacto con vosotros, y si hay algo que deba saber, llamadme a cobro revertido.

Rob respondió afablemente:

—Nathan, hace veinte años que nadie telefonea a cobro revertido.

—Ah, ¿sí? Bueno, ya sabes lo que quiero decir. Voy a decirles que Belinda seguirá yendo una vez a la semana y que acudan a vosotros si ocurre algo. Os pagaré directamente, a menos que Jamie Logan o Billy Davidoff os pidan que hagáis algo especial para ellos y entonces lleguéis a un acuerdo juntos.

Me sorprendió la punzada que sentí al pronunciar el nombre de Jamie y pensar que no solo la perdía a ella junto con Rob y Belinda, sino que además estaba arreglando las cosas para sufrir su pérdida. Era como si estuviera perdiendo lo que más amaba en el mundo.

Les dije que, en cuanto me hubiera instalado en el apartamento de la calle Setenta y uno Oeste, haríamos los arreglos necesarios para que ellos trajeran mis cosas en coche a la ciudad y que luego uno de ellos se llevara mi auto y, durante mi ausencia, lo guardaran en su garaje y lo pusieran en marcha de vez en cuando. Dos meses antes había terminado un libro y aún no había empezado otro, por lo que no era necesario transportar manuscritos ni cuadernos de notas. De haber tenido un nuevo libro entre manos, lo más probable es que no hubiera considerado siquiera la posibilidad de mudarme; de haberlo tenido, desde luego no habría dejado el manuscrito al cuidado de nadie salvo yo mismo. Más aún, sabía que, si por cualquier razón hubiera regresado a mi casa en el bosque, jamás habría vuelto a Nueva York, aunque no por los motivos de Jamie, no por temor al peligro terrorista, sino porque donde estaba tenía todo lo esencial, los ininterrumpidos períodos de tranquilidad que mi escritura necesitaba ahora, los libros que precisaba para satisfacer mis intereses y un entorno que me permitía conservar del mejor modo posible mi equilibrio y mantenerme en forma para trabajar durante tanto tiempo como pudiera. Todo lo que la ciudad podría añadir era lo que había decidido que ya no me servía de nada: Aquí y Ahora.

Aquí y Ahora.

Entonces y Ahora.

El Principio y el Fin de Ahora.

Tales eran las líneas que anoté en el trozo de papel donde previamente había escrito el nombre de Amy y el número de teléfono de mi nuevo apartamento neoyorquino. Títulos para algo. Tal vez esto. O quizá debería decirlo claramente: llamarlo Un hombre en pañales. Un libro sobre saber adonde ir para agonizar, y entonces ir allí.

A la mañana siguiente recibí una llamada telefónica desde el consultorio del urólogo, preguntándome si todo iba bien y si había observado algún cambio en mi estado, fiebre, dolor, cualquier cosa fuera de lo corriente. Respondí que me encontraba bien, pero que, por lo visto, la incontinencia no había disminuido. La serena y confortadora enfermera del doctor me aconsejó que siguiera teniendo paciencia y esperase a ver si se producía una mejora, lo cual era una posibilidad nada improbable, aunque me recordó que, en algunos casos, incluso varias semanas después de la intervención, se requería una segunda y a veces una tercera para obtener el efecto deseado, y que podía administrarse una inyección al mes durante tres meses sin peligro alguno. «Al estrecharle la abertura, es muy probable que hayamos reducido o controlado el goteo. No dude en ponerse en contacto con nosotros, por favor, e informar al doctor exactamente de todo lo que suceda. En cualquier caso, nos gustaría que nos visitara dentro de una semana. Hágalo, señor Zuckerman, por favor.»

Ahora sentía el impulso abrumador de acabar con la frívola y boba fantasía de regeneración, sacar el coche del garaje de la esquina y poner rumbo al norte, de vuelta a casa, donde enseguida podría encarrilar de nuevo mis pensamientos en la dirección correcta, bajo las exigencias transformadoras de la prosa literaria, que no permitía dulces sueños. Vives sin aquello que te falta: tienes setenta y un años, y así son las cosas. Los días jactanciosos de la reafirmación personal se han terminado. Pensar otra cosa es ridículo. No tenía ninguna necesidad de saber nada más sobre Amy Bellette o Jamie Logan, como tampoco tenía ninguna necesidad de saber más sobre mí mismo. También eso era ridículo. El drama del descubrimiento personal había terminado mucho tiempo atrás. No había vivido como un niño durante todos aquellos años, y sabía más de lo necesario sobre el tema. Hasta bien entrada la sesentena, no había mirado a otra parte, no me había desentendido ni vuelto la espalda, había hecho lo posible por no mostrar ningún temor, pero fuera cual fuese la obra que me quedara por hacer podría completarla sin saber ni oír nada más de Al Qaeda, el terrorismo, la guerra de Irak o la posible reelección de Bush. No era aconsejable verme abocado de nuevo a aquella vorágine de reflexiones y cavilaciones sobre la crisis, tan indignada e impulsiva (ya había sido más que susceptible a mi propia clase de vorágine obsesiva durante los años de Vietnam), y si regresaba a la ciudad no pasaría mucho tiempo antes de verme envuelto en ella y en la locuacidad no necesariamente iluminadora que la acompañaba y al final de una noche entera inmerso en su vacuidad dejarme enfurecido como un lunático, hecho polvo y estúpido, lo cual seguramente había contribuido a la decisión que tomó Jamie Logan de emprender la huida.

¿O acaso la historia de los pocos años pasados bastaba para hacer que esperara un segundo y horripilante ataque de Al Qaeda que acabaría con ella, Billy y varios millares de personas? Yo no tenía manera de juzgar si ella había llegado a una conclusión correcta o si la situación la había medio enloquecido (como tal vez creyera su joven, racional y paciente marido), o si Bin Laden iba a corroborar su previsión, o si al quedarme me infligiría a mí mismo un golpe más devastador que la desorientación que sufrió Rip Van Winkle. Como antiguo poseedor de una profunda receptividad que durante la década anterior se había enderezado hasta convertirse en un solitario moderado, me había liberado del hábito de ceder a cada impulso que cruzaba mis terminaciones nerviosas, y, sin embargo, en los pocos días transcurridos desde mi regreso, había adoptado la que podría resultar la decisión repentina más irreflexiva que había tomado jamás.

Sonó el teléfono de mi habitación del hotel. Un hombre que se presentó como amigo de Jamie Logan y Billy Davidoff. Conocía a Jamie de Harvard, donde ella estudiaba dos cursos por encima del suyo. Era periodista freelance. Richard Kliman. Escribía sobre temas literarios y culturales. Artículos en el suplemento dominical del Times, Vanity Fair, New York y Esquire. ¿Estaba libre hoy? ¿Podíamos comer juntos?

—¿Qué es lo que quiere? —le pregunté.

—Estoy escribiendo sobre un antiguo conocido suyo.

Ya no tenía habilidad para condescender con los periodistas, si es que alguna vez la había tenido, ni me ablandaba el hecho de que me hubiera localizado con tanta facilidad, lo cual me recordó las circunstancias inmediatas que motivaron mi exilio de Nueva York años atrás.

Sin dar ninguna explicación, le colgué. Kliman llamó al cabo de unos segundos.

—Se ha cortado la línea —me dijo.

—La he cortado yo.

—Escuche, señor Zuckerman, estoy escribiendo una biografía de E. I. Lonoff. Le pedí a Jamie su número de teléfono porque sé que usted conoció a Lonoff e intercambió correspondencia con él en los años cincuenta. Sé que en su juventud, cuando empezaba a escribir, fue un gran admirador suyo. Ahora soy unos pocos años mayor de lo que usted era entonces. No soy el prodigio que usted era… este es mi primer libro, y no es de ficción. Pero estoy tratando de hacer lo mismo que usted hizo, ni más ni menos. Sé lo que no soy, pero también sé lo que soy. Intento dar todo lo que tengo. Si quiere usted telefonear a Jamie para confirmar mis credenciales…

No, quiero telefonear a Jamie para preguntarle por qué ha informado al señor Kliman de mi paradero.

—Lo último que quería Lonoff era un biógrafo —le dije—. No tenía ninguna ambición de que se hablara de él. O de que se leyera sobre él. Quería el anonimato, una preferencia de lo más inocuo que la mayoría obtiene automáticamente y sin duda un deseo muy fácil de respetar. Mire, murió hace más de cuarenta años. Nadie le lee. Nadie le recuerda. Casi no se sabe nada de él. Cualquier biografía sería en gran medida imaginaria… en otras palabras, una parodia.

—Pero usted le leyó —replicó Kliman—. Incluso nos habló de su obra cuando vino a comer a la Sociedad Signet con un grupo de estudiantes, cuando yo estaba en mi segundo año de universidad. Nos dijo qué relatos suyos debíamos leer. Yo estaba allí. Jamie era miembro de la Sociedad Signet y me invitó a ir con ella. ¿No recuerda el club de arte donde usted estuvo comiendo en una gran mesa comunal, y que luego pasamos al salón…? ¿Lo recuerda? La víspera usted había leído fragmentos de su obra en el Memorial Hall, y uno de los estudiantes le invitó y usted accedió a comer en el club antes de marcharse al día siguiente.

—No, no lo recuerdo —le dije, aunque no era cierto; recordaba la lectura porque fue la última que di antes de mi prostatectomía y desde entonces no había dado ninguna más, e incluso recordé la comida, cuando Kliman la mencionó, por la chica de cabello oscuro que se sentó frente a mí al otro lado de la mesa y me miraba. Aquella joven debía de ser Jamie Logan a los veinte años. En la calle Setenta y uno Oeste había fingido que no nos habíamos visto nunca, pero no era así, y ya entonces me fijé en ella. ¿Qué fue lo que me impacto tanto de ella? ¿Se trataba simplemente de que era la más bonita de todas? Eso podría haber sido, desde luego; eso, más la seguridad en sí misma y la reserva evidenciadas por un sereno silencio que fácilmente podría sugerir que en aquel entonces era demasiado tímida para hablar, pero no tan tímida como para mirar e invitar a su vez a que la mirasen.

—Usted sigue interesado en él —estaba diciendo Kliman—. Lo sé porque el otro día compró la edición de los relatos editados en tela por Scribner. En la Strand. Una amiga mía trabaja en la Strand y me lo dijo. Le emocionó mucho verle allí.

—Hacerle esa observación a un recluso, Kliman, es una estupidez táctica.

—No soy un estratega. Soy un entusiasta.

—¿Qué edad tiene?

—Veintiocho.

—¿Cuál es su juego? —le pregunté.

—¿Qué es lo que me motiva? Yo diría que el espíritu de indagación. Me impulsa la curiosidad, señor Zuckerman, y eso no es necesariamente algo que me granjee simpatías. De entrada, no me ha granjeado la suya. Pero, para responder a su pregunta, ese es el impulso más fuerte.

¿Era ingenuamente repelente o repelentemente ingenuo, o tan solo joven, o artero sin más?

—¿Más fuerte que el de impulsar su carrera? —le pregunté—. ¿El de causar revuelo?

—Sí, señor. Lonoff es un enigma para mí. Estoy tratando de descifrarle. Quiero hacerle justicia. He pensado que usted podría ayudarme. Es importante hablar con personas que le conocieron. Por suerte, algunas todavía viven. Necesito que personas que le conocieron en vida corroboren la idea que tengo de él o, si lo consideran oportuno, que la cuestionen. Lonoff estaba oculto, no solo como hombre sino también como escritor. La ocultación era el catalizador de su genio. La herida y el arco, en palabras de Edmund Wilson. Lonoff guardaba un gran secreto de su época de juventud. Es solo una coincidencia que viviera en la misma región que Hawthorne, pero se ha sostenido que también Nathaniel Hawthorne vivió con un gran secreto, y que no era tan distinto del de Lonoff. Ya sabe a qué me refiero.

—No tengo ni idea.

—El hijo de Hawthorne escribió que, en sus últimos años, a Melville lo habían convencido de que Hawthorne había «ocultado algún gran secreto» durante toda su vida. Pues bien, estoy más que convencido de que en el caso de E. I. Lonoff es cierto. Eso ayuda a explicar muchas cosas. Su obra entre ellas.

—¿Por qué necesita su obra explicación?

—Como usted ha dicho, nadie le lee.

—Bien mirado, nadie lee a nadie. Por otro lado, como no debería molestarme en decirle, hay un enorme apetito popular de secretos. En cuanto a la «explicación» biográfica, generalmente empeora las cosas al añadir componentes que no están ahí y que, si estuvieran, carecerían de importancia desde el punto de vista estético.

—Sé lo que intenta decirme —replicó, claramente dispuesto a rechazar lo que le estaba diciendo—, pero no puedo ser tan cínico si pretendo hacer el trabajo con honestidad. La desaparición de la obra de Lonoff es un escándalo cultural. Uno de tantos, pero uno que al menos puedo intentar subsanar.

—Así que usted se ha propuesto enmendar la injusticia revelando el gran secreto de juventud de Lonoff que lo explica todo. Supongo que el gran secreto es de tipo sexual.

—Muy astuto por su parte, señor —replicó secamente.

Le habría vuelto a colgar el teléfono, pero ahora era yo quien sentía curiosidad, curiosidad por ver lo obstinado y petulante que estaba dispuesto a mostrarse. Aunque en ningún momento su tono se había vuelto beligerante, el resuelto avance de su voz evidenciaba que estaba dispuesto a presentar batalla. De repente, por un momento, lo vi tal como había sido yo en la misma etapa, como si Kliman estuviera imitando (o, como ahora parecía más exacto, mofándose deliberadamente) mi manera de abrirme paso cuando empecé. Allí estaba: la severidad carente de tacto del joven vital, sin una sola duda acerca de su coherencia, cegado por la confianza en sí mismo y por la virtud de saber qué es lo que más importa. El implacable sentido de la necesidad. El impulso aniquilador ante un obstáculo. Aquellos grandiosos días de jactancia, cuando nada te arredra y solo tienes razón. Todo es un blanco; atacas; y tú, y nadie más que tú, está en lo cierto.

El muchacho invulnerable que se cree un hombre y no ve la hora de jugar un gran papel. Bien, que lo jugara. Se iba a enterar.

—Desearía que no se opusiera de forma tan rotunda —dijo entonces, aunque ahora sonaba como si no le importara gran cosa—. Desearía que me diera la oportunidad de explicarle la importancia de la historia de Lonoff, tal como yo la veo, y de qué modo eso explica lo que le sucedió a su obra cuando abandonó a Hope y se marchó con Amy Bellette.

Esa frase, «cuando abandonó a Hope», me irritó. Le comprendía: la tenacidad a ultranza, la brusquedad, el indomable virus de la superioridad (iba a tener la amabilidad de explicarme las cosas), pero eso no significaba que tuviera que confiar en él. Aparte de los dimes y diretes, del chismorreo, ¿qué podía saber él de «cuando abandonó a Hope»?

—Eso tampoco necesita ninguna explicación —le dije.

—Una biografía crítica documentada a fondo podría hacer mucho por restituir a Lonoff y devolverle el lugar que le corresponde en la literatura del siglo veinte. Pero sus hijos no quieren hablar conmigo, su mujer es la persona más anciana de Estados Unidos con Alzheimer y no puede hablar conmigo, y Amy Bellette ya no se molesta en responder a mis cartas. También a usted le he enviado cartas que no ha respondido.

—No recuerdo ninguna.

—Se las envié a su editor. Pensé que era el método apropiado para contactar con una persona tan reservada como usted. Me devolvieron los sobres con una pegatina que decía: «Devolver al remitente. Ya no se acepta correo no solicitado».

—Es un servicio que proporciona cualquier editor. Lo aprendí de Lonoff. Cuando yo tenía la edad que tiene usted ahora.

—La pegatina que usted utiliza… ¿Es el lenguaje de Lonoff… su formulación?

Era el lenguaje de Lonoff, en efecto —yo no podría haberlo mejorado—, pero no le respondí.

—He averiguado muchas cosas sobre la señorita Bellette, y quiero verificarlas. Necesito una fuente creíble, y sin duda usted es esa fuente. ¿Está en contacto con ella?

—No.

—Vive en Manhattan. Trabaja como traductora. Padece cáncer cerebral. Si la enfermedad empeora antes de que logre hablar con ella de nuevo, todo cuanto sabe se habrá perdido. Ella podría decirme más que cualquier otra persona.

—¿Decirle más con qué finalidad?

—Mire, los viejos odian a los jóvenes. Huelga decirlo. —Sin venir a cuento, el destello críptico de sabiduría exhibido de súbito. ¿Es esta disputa generacional algo sobre lo que ha leído, algo que le han contado, algo que conoce por propia experiencia, o acaso ese conocimiento le ha llegado de improviso?—. Solo trato de ser responsable —añadió Kliman, y entonces fue la palabra «responsable» la que me irritó—. ¿No ha venido a Nueva York por Amy Bellette? —inquirió—. Eso es lo que les dijo a Billy y Jamie, que estaba aquí para ocuparse de una amiga con cáncer.

—Esta vez, cuando cuelgue, no vuelva a llamar.

Billy me telefoneó un cuarto de hora después para disculparse por cualquier indiscreción que él o Jamie pudieran haber cometido. No sabía que nuestro encuentro debía ser considerado confidencial, y lamentaba las molestias que pudieran haberme causado. Kliman, que acababa de llamarles para informarles de lo mal que le habían ido las cosas conmigo, había sido novio de Jamie en la universidad y seguían manteniendo la amistad, y ella no creía estar haciendo nada malo cuando le dijo quién era la persona que había respondido al anuncio. Billy añadió que —erróneamente, como ahora comprendía— ni él ni Jamie habían previsto mi renuencia a hablar con el biógrafo de E. I. Lonoff, un escritor del que todos sabían que yo admiraba. Me aseguró que no volverían a cometer el error de hablar sobre el acuerdo al que habíamos llegado, aunque yo debía tener presente que, una vez que me hubiera mudado a su apartamento, no pasaría mucho tiempo antes de que su entorno de amigos y conocidos se enterara de quién estaba allí, al igual que cuando ellos se instalaran en mi casa…

Era cortés y cuidadoso, lo que decía era sensato, así que le dije:

—No se preocupe, no ha pasado nada. —Cómo no, Kliman había sido novio de Jamie. Otro motivo por el que no podía soportarlo. El motivo.

—Richard puede ser muy insistente —dijo Billy—. Pero —repitió— queremos pedirle sinceras disculpas por haberle dicho que se muda a nuestro piso. Hemos sido unos imprudentes.

—No se preocupe —repetí, y una vez más me dije que debía coger mi coche y volver a casa.

Nueva York estaba llena de gente motivada por el «espíritu de indagación», y no todos tenían la ética necesaria para el trabajo. Si me mudaba al apartamento de la calle Setenta y uno, con su correspondiente teléfono, sería inevitable que me encontrara en la clase de circunstancias que me resultaban superfluas y ante las que, como acababa de demostrar, carecía ya de diplomacia. Desde luego, lo que Kliman había insinuado acerca de Lonoff había despertado mi curiosidad. No es que no me sorprendiera mi casi inverosímil encuentro con la Amy de Lonoff por primera vez en cerca de cincuenta años y el hecho de que la hubiera seguido desde el hospital hasta aquel restaurante, ni tampoco que luego Kliman me hubiera llamado para hablarme del cáncer cerebral de Amy y tratar de tentarme con el conocimiento confidencial de un «secreto» de Lonoff similar al de Hawthorne. Para alguien que había cultivado el aislamiento, se había limitado a la repetición y uncido a la monotonía, que había desterrado todo cuanto juzgaba no esencial (supuestamente al servicio de su obra, aunque más probablemente a merced de un defecto), era como si me sintiera abrumado por algún excepcional acontecimiento astronómico, como si un eclipse de sol hubiera tenido lugar a la manera en que los eclipses se produjeron a lo largo de los eones anteriores a la era científica: sin terrícolas residentes que previeran su inminencia.

Al precipitarme en un nuevo futuro, sin darme cuenta había retrocedido al pasado: una trayectoria retrógrada no tan infrecuente, pero en cualquier caso asombrosa.

—Queremos invitarle a pasar con nosotros la noche electoral —me dijo Billy—. Solo estaremos Jamie y yo. Nos quedaremos en casa para ver los resultados. Podemos cenar aquí. Luego puede quedarse hasta que le apetezca. ¿Por qué no viene?

—¿El martes por la noche?

Él se echó a reír.

—Sigue siendo el primer martes después del primer lunes de noviembre.

—Ahí estaré —le dije—. Acepto.

Lo hice pensando no en las elecciones, sino en la esposa de Billy y exnovia de Kliman y en el placer que ya no podía proporcionarle a una mujer, aun cuando se presentara la oportunidad. ¿Que los viejos odian a los jóvenes? ¿Los jóvenes les hacen sentir envidia y odio? ¿Por qué no habrían de hacerlo? Lo absurdo se filtraba con rapidez en mí desde todas partes, y el corazón me latía con lunático entusiasmo, como si la intervención para remediar la incontinencia tuviera algo que ver con la reversión de la impotencia, lo cual desde luego no era cierto; como si, por muy sexualmente incapacitado que estuviera, por muy desentrenado que estuviera al cabo de once años, el impulso despertado por el encuentro con Jamie se hubiera reafirmado demencialmente como la fuerza vivificadora. Como si en presencia de aquella joven mujer hubiera esperanza.

A consecuencia de un único y breve encuentro con Billy y Jamie, no solo estaba retrocediendo a un mundo de ambiciosa juventud literaria que no me interesaba, sino que me exponía a los irritantes, los estimulantes, las tentaciones y los peligros del momento presente. En mi caso, el peligro concreto que me amenazaba cuando decidí abandonar la ciudad para siempre, el peligro de un ataque fatal, no provenía del terrorismo islámico, sino de las amenazas de muerte que había empezado a recibir y que el FBI concluyó que procedían de una sola fuente. Cada una estaba escrita en una postal con el matasellos de algún lugar del norte de Nueva Jersey, la región donde crecí. En el matasellos nunca aparecía dos veces el mismo lugar, aunque la imagen que figuraba invariablemente en la cara de la postal era del papa actual, Juan Pablo II, ya fuera bendiciendo a la multitud en San Pedro, rezando arrodillado o sentado, esplendoroso, con sus blancas vestiduras de brocado. La primera postal decía:

Querido cabrón judío: Pertenecemos a una nueva organización internacional creada para contrarrestar el desarrollo del SIONISMO, esa filosofía inmunda y racista. Como otro judío más que parasita a los países «gentiles» y sus habitantes, ha sido usted señalado como objetivo. Debido a la ubicación de su domicilio en Judía York, ha correspondido a este «departamento» la «selección de objetivos». Este aviso señala el comienzo.

La segunda postal con la imagen de Juan Pablo II contenía idénticos saludo y texto, y la única alteración figuraba en la conclusión: «¡AVISO NÚMERO DOS, JUDÍO!».

Bueno, en el pasado había recibido mensajes igual de despreciables y siniestros, pero nunca más de un par al año, y la mayoría de los años ninguno. Además, en las calles de Nueva York de vez en cuando gravitaban en torno a mí desconocidos que finalmente iniciaban un difícil encuentro porque algo en una de mis obras les había cautivado o enfurecido o les había cautivado porque les había enfurecido o les había enfurecido porque les había cautivado. Había experimentado más de una de esas inquietantes intrusiones debido al concepto sobre su autor que los libros habían inspirado en unas mentes fácilmente influenciables por la ficción. Pero esto era ser «señalado como objetivo»: no solo me llegaron postales semanalmente durante meses, sino que en el mismo período un crítico que vivía en el Medio Oeste y que cierta vez publicó una crítica laudatoria de un libro mío en The New York Times Book Review también recibió una postal amenazadora con la imagen del Papa, dirigida a la universidad donde enseñaba y a la atención del «Departamento de Adulación e Inglés». No había ningún saludo. Solo esto, escrito con letra menuda:

Solo un puñetero y lameculos «profesor de inglés» de medio pelo se habría rebajado a calificar el último montón de mierda de ese cabrón judío como «su obra más enriquecedora y gratificante». Qué trágico es que una escoria como tú tenga vía libre para deformarlas mentes juveniles. Fuego de AK-47. Ese remedio restituiría el nivel que la educación superior norteamericana tuvo en su día. O ayudaría a ello.

Fue mi abogado neoyorquino quien me puso en contacto con el FBI, y el resultado fue que recibí la visita en mi piso de la calle Noventa y uno Este de una agente llamada M. J. Sweeney, una sureña menuda y vivaz de cuarenta y pocos años, que se llevó todas las postales (las envió a Washington, junto con la que había recibido el crítico, para su examen y análisis) y me informó de las precauciones que debía observar, como si me instruyera en las reglas básicas de un deporte o un juego con el que yo no estaba familiarizado. No debía salir del edificio sin inspeccionar primero la calle en ambas direcciones y enfrente, por si había alguien de aspecto sospechoso. Una vez en la calle, si se me acercaban personas desconocidas, debía mirarles las manos en vez de las caras, para asegurarme de que no iban a sacar un arma. Me hizo más indicaciones por el estilo, y me dispuse a seguirlas de inmediato, pero no muy convencido de que me proporcionaran una auténtica protección contra alguien dispuesto a abatirme. Las palabras «Fuego de AK-47», escritas por primera vez en la postal del crítico, empezaron a aparecer en los mensajes dirigidos a mí. Algunas semanas, «Fuego de AK-47», escrito con rotulador negro y letras de cinco centímetros de altura, constituía todo el mensaje.

M. J. y yo hablábamos cada vez que llegaba una nueva postal, y yo fotocopiaba ambas caras antes de meter el original en un sobre y enviárselo por correo. Un día, cuando le llamé para decirle que mi último libro había sido nominado para un premio y se esperaba que asistiera a la ceremonia de concesión en un hotel del centro de Manhattan, la agente me preguntó: «¿Qué clase de seguridad tienen?». «Yo diría que muy poca.» «¿Está abierto al público?» «Digamos que no se impide entrar a nadie —respondí—. No creo que alguien que esté decidido a entrar tenga problemas. Supongo que habrá como unas mil personas.» «Bueno, tenga cuidado», dijo ella. «Parece que piense que no debería ir.» «No puedo hablar en nombre del FBI —siguió diciendo M. J.—. El FBI no puede aconsejarle en este caso.» «Si ganara y tuviera que subir a la tarima para aceptar el premio, sería un blanco fácil, ¿verdad?» «Si le hablara como una amiga, le diría que sí», replicó ella. «Si me hablara como una amiga, ¿qué me sugeriría que hiciera?» «¿Significa mucho para usted estar allí?» «No significa nada.» «Bueno, si fuera yo la persona para la que no significa nada —dijo M. J.—, y hubiera recibido veintitantas amenazas de muerte por correo, no me acercaría a ese lugar.»

A la mañana siguiente alquilé un coche y me dirigí al oeste de Massachusetts, y al cabo de cuarenta y ocho horas había comprado mi cabaña, dos espaciosas habitaciones con una gran chimenea de piedra en una y una estufa de leña en la otra y, entre ambas, una pequeña cocina con una ventana que daba a un bosquecillo de viejos y retorcidos manzanos, un estanque ovalado de buen tamaño donde se podía nadar y un gran sauce dañado por una tormenta. Las cinco hectáreas de terreno estaban situadas junto a un pintoresco pantano poblado por numerosas aves acuáticas y a unos sesenta metros de una pista de tierra que transcurría a lo largo de casi cinco kilómetros hasta llegar a una carretera asfaltada, que serpenteaba otros ocho kilómetros montaña abajo hasta Athena. Allí era donde E. I. Lonoff enseñaba cuando le conocí, en 1956, junto con su esposa y Amy Bellette. La casa de Lonoff, construida en 1790 y heredada a través de la familia de su esposa, se encontraba a diez minutos en coche de la casa que yo acababa de comprar. Elegí instintivamente aquella zona como mi lugar de refugio porque también había sido el de Lonoff… por eso, y porque tenía veintitrés años cuando le conocí, y nunca lo había olvidado.

En el ejército había aprendido a usar un fusil, así que me compré uno del calibre 22 en una armería local y me pasé varias tardes disparando a solas en el bosque, hasta que volví a cogerle el tranquillo. Guardaba el fusil en un armario al lado de la cama, y junto al arma, una caja de munición. Encargué la instalación de un sistema de seguridad conectado con el cuartel local de la policía estatal, y de unos reflectores exteriores en los ángulos del tejado para que el lugar no estuviera sumido en una oscuridad total si regresaba a casa de noche. Entonces llamé a M. J. y le dije lo que había hecho. «Tal vez esté peor aquí, en el bosque, pero de momento me siento menos expuesto e intranquilo que en la ciudad. Mantendré el piso, pero voy a vivir aquí hasta que cesen por completo las amenazas.» «¿Sabe alguien dónde se encuentra?» «Hasta ahora solo usted. He dispuesto que envíen mi correo a otra parte.» «Bien —dijo M. J—, no habría sido esta mi primera recomendación, pero debe hacer lo que le haga sentirse más seguro.» «Iré a la ciudad de vez en cuando, pero viviré aquí.» «Buena suerte», me deseó, y entonces me dijo que debía transferir mi expediente a la oficina de Boston. Tras despedirnos y colgar, me pasé toda la noche preocupado por lo que había hecho, convencido de que, mientras había estado recibiendo las amenazas de muerte, M. J. Sweeney había sido la barrera entre yo y el AK-47 de mi corresponsal.

Cuando las amenazas de muerte dejaron de llegar con el correo, no abandoné la cabaña. Por entonces se había convertido en un hogar, y allí viví once años escribiendo libros, manteniéndome en forma, enfermando de cáncer, sometiéndome a la cura radical y, allí a solas, sin enterarme mucho ni llevar la cuenta, envejeciendo día a día. El hábito de la soledad, de la soledad sin angustia, había arraigado en mí, y con él los placeres de no tener que responder de nada y de ser libre… paradójicamente, libre sobre todo de uno mismo. Durante días enteros en los que no hacía nada más que trabajar, me sentía dulcemente arropado por una esplendorosa satisfacción. La sensación de estar solo, esa soledad que conduce al desvarío, era esporádica y susceptible de ser sobrellevada mediante alguna estrategia: si me acometía durante la jornada, me levantaba del escritorio y salía a dar un paseo de unos ocho kilómetros por el bosque o a lo largo del río, y cuando se insinuaba de noche, dejaba a un lado el libro que estuviera leyendo y escuchaba alguna música que requiriese toda mi atención; algo, por ejemplo, como un cuarteto de Bartók. De esta manera restauraba mi estabilidad y hacía soportable la soledad. En general, no tener ninguna necesidad de representar un papel era preferible a la fricción, la agitación, el conflicto, la inutilidad y la repugnancia que, a medida que una persona envejece, pueden hacer menos que deseables las múltiples relaciones que componen una vida intensa y plena. Permanecí alejado porque, en el transcurso de los años, conquisté un estilo de vida que yo (y no solo yo) habría considerado imposible, y eso era algo que me enorgullecía. Puede que abandonara Nueva York porque tenía miedo, pero al ir prescindiendo cada vez de más y más cosas, encontré en mi soledad una especie de libertad que era casi siempre de mi agrado.

Me desprendí de la tiranía de mi intensidad emocional… o, tal vez, al vivir aislado durante más de una década, tan solo me deleité en su aspecto más austero y riguroso.

El nombre «AK-47» volvió a alarmarme el último día de junio de 2004. Sé que fue el 30 de junio porque ese es el día en que las tortugas mordedoras hembra de la zona de Nueva Inglaterra donde vivo emprenden el viaje anual desde su hábitat acuático en busca de un lugar arenoso al aire libre donde excavar un nido para sus huevos. Son unos animales fuertes de lentos movimientos, grandes tortugas de caparazón blindado y dentado de unos treinta centímetros o más de diámetro y longitud, y colas cargadas de escamas. Aparecen en abundancia en el extremo sur de Athena, batallones de ellas que cruzan la carretera asfaltada de dos carriles que conduce al pueblo. Los conductores esperan pacientemente durante interminables minutos para no atropellarlas cuando emergen de la profundidad de los bosques cuyos estanques y marismas habitan, y muchos vecinos de la zona, entre los que me cuento, no solo nos detenemos, sino que aparcamos y bajamos a la cuneta para contemplar el desfile de esos anfibios a los que es difícil ver, que avanzan pesadamente, centímetro a centímetro, con sus poderosas, escorzadas y escamosas patas terminadas en garras de reptil de aspecto prehistórico.

Cada año uno oye decir a los espectadores los mismos chistes, sus risas y sus expresiones de asombro, y gracias a los padres pedagógicos que han llevado a sus hijos a ver el espectáculo, vuelves a enterarte de cuánto pesan las tortugas, la longitud de sus cuellos y lo fuerte que es su mordedura, cuántos huevos ponen y cuánto tiempo viven. Entonces subes de nuevo al coche y te diriges a la ciudad para hacer tus recados, como lo hice aquel soleado día, cuatro meses antes de viajar a Nueva York para informarme acerca del tratamiento con colágeno.

Tras haber aparcado en diagonal junto al prado comunal, me encontré con varios comerciantes de la localidad a los que conocía que habían salido de sus tiendas para tomar un poco el sol. Me detuve y hablamos durante un rato; acerca de nimiedades, todos asumiendo la afable actitud de hombres que solo piensan lo mejor de todo, un mercero, el dueño de una licorería y un escritor, todos exudando la satisfacción de los norteamericanos que viven con tranquilidad al margen del mundo que destroza los nervios.

Después de haber cruzado la calle, camino de la ferretería, oí de repente «AK-47» musitado en mi oído por la persona que acababa de pasar por mi lado en la dirección contraria. Giré sobre mis talones y le reconocí de inmediato por su maciza espalda y sus andares de palomo. Era el pintor al que contraté el verano anterior para que pintara la fachada de mi casa, y al que, como cada dos por tres no se presentaba al trabajo y cuando lo hacía nunca empuñaba la brocha más de dos o tres horas, tuve que despedir cuando ni siquiera había completado la mitad de la tarea. Entonces me envió una factura tan exorbitante que, en vez de discutir —puesto que, por teléfono o en persona, habíamos mantenido ruidosas disputas casi a diario, ya fuera sobre las horas que trabajaba o sobre sus ausencias—, entregué la factura al abogado que tenía allí para que se ocupara del asunto. El pintor se llamaba Buddy Barnes, y demasiado tarde me enteré de que era uno de los más prominentes alcohólicos de Athena. Nunca me había hecho mucha gracia la pegatina que llevaba en el parachoques de su coche y que decía «CHARLTON HESTON ES MI PRESIDENTE», pero no le había prestado mucha atención porque, aunque el legendario astro de la pantalla había sido nombrado de nuevo presidente honorario de la temerariamente irresponsable Asociación Nacional del Rifle, cuando contraté a Buddy el actor estaba ya muy próximo a la demencia, y la pegatina en el parachoques me pareció más estúpida e inocua que cualquier otra cosa.

Por supuesto, lo que había oído en la calle me dejó conmocionado, hasta tal punto que, en vez de tomarme un momento para pensar en el mejor modo de reaccionar o determinar si debía hacerlo o no, corrí hacia el prado, donde él acababa de subir a su camioneta. Le llamé por su nombre y golpeé con el puño el guardabarros hasta que bajó la ventanilla.

—¿Qué me has dicho? —le pregunté.

Buddy tenía una piel sonrosada y un aspecto casi angelical para un cuarentón malhumorado, angelical pese a los pelos rubios y ralos que le crecían debajo de la nariz y en el mentón.

—No tengo nada que decirte —replicó él con su habitual tono estridente.

—¿Qué me has dicho, Barnes?

—Joder —respondió él, poniendo los ojos en blanco.

—Contéstame. Contéstame, Barnes. ¿Por qué me has dicho eso?

—Oyes cosas raras, chiflado —me espetó, y entonces puso la marcha atrás, retrocedió y, con un chirrido de neumáticos propio de adolescente, se alejó.

Al final, decidí que el incidente no podía tener más que el dramático significado que yo le había dado en un principio. Sí, «AK-47» era lo que él había dicho, y sí, estaba tan seguro de ello que, en cuanto llegué a casa, telefoneé a la oficina del FBI en Nueva York para hablar con M. J. Sweeney, pero me dijeron que había dejado la agencia dos años atrás. Me recordé a mí mismo que aquellas postales me las habían mandado meses antes de mudarme allí y antes de que cualquier persona como Buddy Barnes supiera de mi existencia. Era imposible que Barnes las hubiera enviado, sobre todo porque los matasellos eran de ciudades y pueblos situados al norte de Jersey, más de ciento cincuenta kilómetros al sur de Athena, Massachusetts. Su intención de hostigarme con la misma palabra con la que me habían hostigado por correo unos once años atrás era solo la más extraña de las coincidencias.

Sin embargo, por primera vez desde que compré el fusil del calibre 22 e hice prácticas de tiro en el bosque, abrí la caja de munición y, en vez de guardar el arma, como lo había hecho durante todos aquellos años, sin cargar y en el fondo del armario de mi dormitorio, dormí con el fusil cargado y en el suelo, al lado de la cama. Y seguí haciéndolo hasta que me marché a Nueva York, incluso después de haber considerado la posibilidad de que Buddy no me hubiera dicho nada, incluso después de haber llegado a la conclusión de que aquella hermosa mañana a comienzos del verano, tras disfrutar de la escena que ofrecían las tortugas mordedoras que cruzaban trabajosamente la carretera para llevar a cabo su función reproductora, había experimentado la más real de las alucinaciones auditivas, una cuya causa era inexplicable, al menos para mí.

El tratamiento con colágeno no había tenido ningún efecto sobre mi incontinencia, y la mañana del día de las elecciones, cuando informé de ello en el consultorio del médico, me recomendaron que pidiera una cita para una segunda intervención al mes siguiente. Si entretanto se producía alguna mejora, siempre podía cancelar la cita; de lo contrario, habría que repetir el procedimiento. «¿Y si no surte efecto?» «Entonces lo repetimos, pero la tercera vez no entramos por la uretra —me explicó la enfermera—, sino a través de las cicatrices dejadas por la operación de próstata. No es más que una punción. Anestesia local. Totalmente indolora.» «¿Y si una tercera intervención no surte efecto?», le pregunté. «Oh, eso queda muy lejos, señor Zuckerman. Vayamos paso a paso. No se desanime. Algo bueno saldrá de todo esto.»

Como si la incontinencia no fuese suficiente humillación, le trataban a uno como si fuese un recalcitrante chiquillo de ocho años que se resiste a tomar el aceite de hígado de bacalao. Pero eso es lo que sucede cuando un paciente entrado en años se niega a resignarse a las inevitables penalidades y caminar tambaleante y respetuoso hacia la tumba: médicos y enfermeras tienen entre sus manos un niño al que es preciso tranquilizar para que prosiga su avance en nombre de su propia causa perdida. En cualquier caso, eso era lo que pensaba cuando colgué el teléfono, privado de orgullo y sintiendo todas las limitaciones de mis fuerzas, el hombre en el punto en que fracasa tanto si se resiste como si accede.

¿Qué me sorprendió más durante los primeros días, cuando paseaba por la ciudad? Lo más evidente: los teléfonos móviles. En mi montaña aún no teníamos cobertura, y en Athena, donde sí la hay, no solía ver a nadie que caminara por la calle hablando por teléfono desinhibidamente. Recordaba una Nueva York donde las únicas personas que iban por Broadway hablando al parecer consigo mismas estaban locas. ¿Qué había sucedido en aquellos diez años para que de repente hubiera tanto que decir, hubiera tanto tan apremiante que no pudiera esperar para ser dicho? Por dondequiera que anduviese, alguien se me acercaba hablando por teléfono y alguien hablaba detrás de mí por teléfono. Dentro de los coches, los conductores hablaban por teléfono. Cuando tomaba un taxi, el chófer hablaba por teléfono. Un hombre como yo, que con frecuencia se pasaba varios días sin hablar con nadie, tenía que preguntarse qué era lo que antes había retenido a la gente y que ya no existía, haciendo que la conversación incesante por teléfono fuese preferible a pasear sin ser controlado por nadie, momentáneamente solitario, asimilando las calles a través de tus sentidos animales y abandonándote a la miríada de pensamientos que inspiran las actividades de una ciudad. Para mí aquello daba un aire cómico a las calles y ridículo a la gente. Y, sin embargo, también parecía una auténtica tragedia. Erradicar la experiencia de la separación debe de tener inevitablemente un efecto dramático. ¿Cuál será la consecuencia? Sabes que puedes ponerte en contacto con la otra persona en cualquier momento y, si no puedes, te impacientas, te impacientas y te enfadas como un estúpido diosecillo. Yo comprendía que el silencio de fondo había sido abolido mucho tiempo atrás en restaurantes, ascensores y estadios de béisbol, pero que la inmensa soledad de los seres humanos produjera ese anhelo sin límites de ser oído, y la consiguiente despreocupación de ser oído por personas ajenas… bueno, al haber vivido casi siempre en la era de la cabina telefónica, cuyas recias puertas plegables podían cerrarse herméticamente, me impresionaba la singularidad de todo aquello, y empecé a pensar en un relato en el que Manhattan se ha convertido en una siniestra colectividad en la que todos espían a todos, cada uno es perseguido y controlado por la persona que está al otro extremo de su línea telefónica, a pesar de que, llamándose sin cesar unos a otros desde donde quieren en el gran exterior, creen estar experimentando la máxima libertad. Sabía que el mero hecho de concebir semejante panorama me incluía en el grupo de los chiflados que, al comienzo de la industrialización, imaginaban que la máquina era la enemiga de la vida. Sin embargo, no podía evitarlo: no comprendía cómo nadie podía creer que seguía viviendo una existencia humana mientras iba por ahí hablando por teléfono durante la mitad de su vida consciente. No, aquellos artilugios no prometían ser de gran ayuda para fomentar la reflexión entre el público general.

Y me fijaba en las mujeres jóvenes. No podía dejar de hacerlo. Los días eran todavía cálidos en Nueva York y las mujeres vestían de maneras que uno no podía ignorar, por reacio que fuera a que se despertaran los mismos deseos que había sofocado enérgicamente al vivir recluido al otro lado de la carretera de una reserva natural. Por mis visitas a Athena sabía lo mucho que de su anatomía exhibían ahora las universitarias sin vergüenza ni temor, pero el fenómeno no me había asombrado hasta que llegué a la ciudad, donde el número se multiplicaba enormemente y la gama de edades se ampliaba, y comprendí con envidia que el hecho de que las mujeres vistieran como lo hacían significaba que no estaban ahí solo para ser miradas y que el desfile provocador no era más que el inicio de la revelación. O tal vez significara tal cosa para un hombre como yo. Tal vez lo hubiera entendido todo mal y aquella fuese simplemente la manera de vestir de ahora, el corte actual de las camisetas, el diseño actual de las prendas femeninas, y aunque ir por ahí con camisas ceñidas, pantalones muy cortos, incitantes sujetadores y con el vientre al aire parezca indicar que todas están disponibles, no lo están… y no solo para mí.

Pero haberme fijado en Jamie Logan era lo que me causaba más perplejidad. Hacía años que no me sentaba tan cerca de una mujer joven tan irresistible, tal vez desde que me senté frente a ella en el comedor de un club artístico de Harvard. Tampoco había comprendido cómo me desconcertaba Jamie hasta que convinimos en el intercambio de residencias, regresé al hotel y empecé a pensar en lo agradable que sería que no se produjera tal intercambio, que Billy Davidoff se quedara donde quería estar, que era allí, frente a la pequeña iglesia luterana en la calle Setenta y uno Oeste, mientras Jamie se libraba de su temor al terrorismo marchándose conmigo a los tranquilos Berkshires. Ejercía sobre mí una enorme atracción, una enorme atracción gravitacional sobre el fantasma de mi deseo. Aquella mujer estaba en mí antes incluso de que apareciera.

El urólogo que me diagnosticó el cáncer cuando tenía sesenta y dos años, se compadeció de mí y me dijo: «Sé que no es ningún consuelo, pero no es usted el único… Esta enfermedad ha alcanzado proporciones de epidemia en Estados Unidos. Muchos otros comparten su lucha. En su caso, es una pena que no haya podido realizar el diagnóstico dentro de diez años», con lo cual sugería que la impotencia causada por la eliminación de la próstata podría haber parecido una pérdida menos dolorosa. Y así traté de minimizar la pérdida esforzándome en fingir que el deseo se había debilitado de una manera natural, hasta que entré en contacto durante apenas una hora con una mujer de treinta años bella, privilegiada, inteligente, segura de sí misma y de aspecto lánguido, a la que sus miedos hacían atractivamente vulnerable, y experimenté la amarga impotencia de un anciano tentado que se muere por estar de nuevo completo.