Nota de la autora

La historia de Nino

En la primavera de 2004, unos meses antes de empezar a escribir El corazón helado, hice un viaje en coche por el norte de Marruecos —el territorio del antiguo Protectorado español—, con mi marido, Luis García Montero, y un viejo, excelente amigo suyo, después también mío, Cristino Pérez Meléndez.

Cristino, catedrático de Psicología de la Universidad de Granada y enamorado de aquella zona, fue nuestro chófer y nuestro guía a lo largo de unos días memorables de los que yo sólo esperaba la emoción de conocer Asilah —o Arcila, como decían en mi casa—, una ciudad norteafricana, entonces también española, que tiene mucho que ver con mi propia historia.

En Asilah se crio mi abuela Francisca, a la que su madre, mi bisabuela Isabel García, llevó hasta allí cuando era una niña desde un pueblo de Málaga, Alhaurín el Grande, por motivos que nunca en mi vida he logrado averiguar, por más que lo haya intentado, y sin mi bisabuelo Rafael Martín, una brumosa ausencia de quien apenas conozco el nombre y una leyenda dudosa, susurrada con medias palabras y quizás por eso cierta, que sostiene que se ganaba la vida con el contrabando. Y mucho tiempo después, esta vez por el abrumador motivo de la guerra civil, en Asilah se crio también mi madre, Benita, Moni, Hernández, que abandonó a pie Madrid, la ciudad donde había nacido y a la que volvería años más tarde para no abandonarla durante el resto de su vida, con sus seis hermanos, su abuela Isabel, experta ya en esta clase de viajes, y su madre. Mi abuela Paca dejó a su marido preso en España con la intención de instalarse en Casablanca, en casa de su suegra, la formidable e imponente aventurera que fue mi bisabuela Benita Alonso de la Iglesia, todo un regalo de personaje para una bisnieta novelista. Cuando esta posibilidad se frustró —por razones que no conozco del todo, y aun así, apenas podría contar en otra novela que seguramente escribiré algún día—, Francisca cogió a su madre y a sus siete hijos, y se cruzó medio Marruecos, desde Casablanca hasta Asilah, para buscar refugio en casa de una amiga de su infancia.

Cuando nos estábamos acercando a esta última ciudad, por alguna razón que no logro explicarme pero tampoco precisa de mucha explicación, me puse a llorar, y lloré durante mucho rato, pensando en aquellas dos mujeres solas, mi bisabuela y mi abuela, cargadas de niños, tan lejos de casa, y también en sus hijas, dos niñas españolas, mi abuela y mi madre, que de repente me parecieron más pequeñas, más perdidas, más conmovedoras que nunca al situarlas en aquella belleza tan esplendorosa como extraña. Quizás mi llanto creó una atmósfera propicia a las confidencias, porque en el viaje de vuelta a Tánger, donde nos alojábamos, Cristino me contó una historia de su infancia en la que yo vi inmediatamente, con esos ojos que ven mucho más, con mucha más precisión y a mucha más distancia que los que tengo en la cara, una novela.

El lector de Julio Verne es esa novela, la novela de Cristino, que aquella noche me habló de Cencerro, de su valor, de su arrogancia, de la leyenda de los billetes firmados y de su muerte heroica, y me contó cómo era la vida del hijo de un guardia civil en una casa cuartel como la de Fuensanta de Martos, donde las paredes no sabían guardar secretos y los gritos de los detenidos llegaban hasta las camas de los niños, igual que llegó hasta sus oídos, una noche, la preocupación de su padre por un hijo tan bajito que no iba a dar la talla de mayor, y al que por eso obligó a aprender mecanografía, con un guardia que sólo sabía ponerle a hacer planas.

Cuando empecé a pensar seriamente en escribir esta novela, busqué a Cencerro en los libros, y descubrí con asombro que había muerto dos años antes de que Cristino naciera. Después de un instante de desconcierto, porque nadie que hubiera escuchado aquella voz cargada de emoción y de sinceridad, podría sospechar que no relatara una historia vivida en primera persona, me di cuenta de que precisamente por eso tenía que contarla. Porque Tomás Villén Roldán, que murió el 17 de julio de 1947 en Valdepeñas de Jaén, no había muerto en realidad, no todavía, cuando un fuensanteño nacido en 1949 podía hablar de él, más de cincuenta años después, igual que si lo hubiera conocido.

Aunque con esa confirmación me hubiera bastado, en julio de 2009, meses después de terminar la primera versión de El lector de Julio Verne, que escribí entre enero y noviembre de 2008, recorrí los pueblos de la Sierra Sur gracias al coche, y a la complicidad, de Juan Carlos Abril. Y cuando él, que nació en Los Villares y se mueve por aquella sierra como por su casa, se acercó a unos señores mayores que tomaban el sol a media mañana en la plaza de Valdepeñas de Jaén, para preguntarles si sabían cuál era la casa en la que mataron a Cencerro, uno de ellos se apresuró a contestar, «a Cencerro no lo mató nadie, Cencerro se suicidó», antes de señalarnos la manera de llegar a un lugar que, en Valdepeñas, siguen conociendo hasta los niños de diez años.

En la casa contigua a aquella donde terminó la vida y comenzó el mito del guerrillero más célebre de la Sierra Sur, un señor muy amable cuyo nombre no puedo consignar aquí, porque con la emoción se me olvidó preguntárselo, me invitó a pasar, me enseñó el río, me indicó hasta dónde llegaban las fachadas traseras de las casas en 1947, y me reveló el mote del hombre a quien los vecinos de Valdepeñas han considerado siempre el traidor, Pilatos, un vecino que no volvió a pisar el pueblo en su vida y acabó trabajando de guardacoches en Jaén, antes de regalarme algunos detalles que nunca había podido leer en ningún libro. Que Cencerro y Crispín vieron a lo lejos a unos molineros que eran guardias civiles disfrazados. Que su madre contaba siempre que Cencerro —que al echarse al monte, en 1940, tenía ya 37 años, y por las pocas fotos que se conservan de él, de joven habría sido guapo pero no precisamente un galán de cine— era un hombre espectacular, guapísimo, muy alto, muy fuerte, muy rubio. Que un tío suyo pudo ver los cadáveres de unos cuantos vecinos, enlaces de la guerrilla, a los que dejaron tirados en la calle después de matarlos a plena luz del día, y nunca se recuperó de la impresión. Y que las autoridades llevaron a los guerrilleros muertos a la plaza para lavarles la cara con una manguera, y allí mismo, ante la sonrisa complaciente de las autoridades, un vecino registró a Cencerro, encontró su reloj, y se quedó con él.

Fuensanta de Martos es, ciertamente, un pueblo de la Sierra Sur de Jaén. Pero la Fuensanta de Martos que ha conocido el lector en estas páginas, es una invención mía. He respetado su situación geográfica, algunos topónimos y poco más. Si he mantenido su nombre, ha sido como un tributo al regalo que me hizo mi amigo Cristino aquella noche, en Marruecos, porque a él le apetecía que apareciera su verdadero pueblo, con su verdadero nombre, y aquí está. Sin embargo, y aparte de los datos biográficos de su vida con los que he construido a Nino, muchas de las historias que aparecen en esta novela de ficción son rigurosamente ciertas, y reflejan personajes, fechas y situaciones que he tomado prestados de la realidad.

Así sucede, en primer lugar, con la legendaria vida y la heroica muerte de Cencerro y de Crispín, en las que me he limitado a transferir al requeté que verdaderamente bailó sobre el cadáver del primero, en Castillo de Locubín, al cadáver del segundo, en Martos. Todo lo demás es cierto, desde los billetes firmados hasta las rondas que se pagaban en los bares a la salud de Cencerro, pasando por la novelesca muerte de su primer lugarteniente, Hojarasquilla —en algunas fuentes, Hojarasquín—, en un prostíbulo de Frailes. Desde las 150.000 pesetas que Cencerro y Crispín se entretuvieron en romper en pedacitos durante su última noche —muchos años antes de que Ricardo Piglia escribiera Plata quemada— hasta el abrazo en el que se fundieron antes de suicidarse con sus dos últimas balas.

Mi única aportación personal a la crónica de aquellos hechos —que Francisco Moreno Gómez narra con tanto rigor como exhaustividad en su obra La resistencia armada contra Franco. Tragedia del maquis y la guerrilla— es el capitán del ejército que manda parar la música. Porque, en la realidad, nadie se atrevió a molestar a las dos bandas que tocaron pasodobles, una en el pueblo natal de Cencerro, la otra en el de Crispín, para que los vecinos bailaran alrededor de sus cadáveres. Algunos oficiales del ejército se enfrentaron, sin embargo, a la Guardia Civil para protagonizar episodios parecidos en contextos semejantes, e incluso más delicados. Quiero recordar aquí el caso de un teniente de Infantería que, en octubre de 1944, y movido por la admiración que le había inspirado su valentía, susurró en el oído de un guerrillero de dieciocho años llamado Carlos Guijarro Feijoo que, por mucho que insistiera el cabo de la Guardia Civil que le llevaba detenido en que se adelantara unos pasos, no se le ocurriera separarse de él ni un centímetro, porque lo que quería era matarlo por la espalda o, en el siniestro argot de la época, «aplicarle la ley de fugas».

Algo parecido ocurre con Miguel Sanchís, que también es un personaje de ficción, aunque refleja una realidad, cuidadosamente sepultada por el aparato de propaganda franquista, que afloró en las situaciones más diversas, a veces tan dramáticas como el suicidio, otras, como la que reproduce Ramiro Pinilla en su espléndido libro Antonio B, el Ruso —el guardia que, mientras comparte con él su bocadillo, le recomienda a Antonio Bayo que siempre que le detengan cuente que roba para comer, y no para ganar dinero, porque aunque no se lo crea, hay comunistas hasta en la Guardia Civil—, mucho más amables.

El libro de José Luis Cervero, Los rojos de la Guardia Civil, analiza detalladamente la trayectoria de muchos mandos y números del Cuerpo que siguieron a rajatabla las ordenanzas del duque de Ahumada, quien prohibió a los miembros de la institución por él fundada sublevarse contra el poder legalmente constituido. El golpe de estado de 1936 triunfó sólo en aquellas provincias donde la Guardia Civil apoyó la rebelión. En los lugares donde sus jefes se mantuvieron leales a la legalidad y a sus propias obligaciones, se desató después de la guerra una represión feroz, que tendría cobertura legal a partir de la promulgación de la ley de la Jefatura del Estado del 12 de julio de 1940, que pronto fue conocida en los cuarteles por el nombre abreviado de ley 12 de 1940.

Inspirada por la voluntad expresa de Francisco Franco, dicha ley impulsó la depuración de todos los miembros de las Fuerzas Armadas que hubieran mostrado el menor indicio de simpatía, e incluso de neutralidad, por las instituciones o partidos republicanos antes de la sublevación de 1936, incluso aunque más tarde hubieran luchado en el bando rebelde. Como sucedió con otras leyes de la época, la de Responsabilidades Políticas a la cabeza, la ley 12 de 1940 no sólo tuvo consecuencias penales, que fueron desde la expulsión hasta el paredón, pasando por la cárcel, sino también económicas. Así, en su nombre, se denegó a las viudas y huérfanos de los guardias fusilados o encarcelados, la pensión que les pudiera corresponder por la salida del Cuerpo del cabeza de familia, por muchos años que éste hubiera cotizado en los Socorros Mutuos de la Institución. Y en muchos casos, en los que el guardia murió por causas naturales o luchando contra el Ejército Popular, se invocó la «mala conducta» de su viuda, o de sus hijos, para denegarles el derecho a percibir las cantidades que les correspondieran.

A partir de entonces, para formar parte del Cuerpo, sólo existió una condición inexcusable, la lealtad ciega e incondicional al régimen de Franco. Eso bastó para que, a despecho de todos los reglamentos existentes desde su fundación, pudieran formar parte de la Guardia Civil individuos de cualquier calaña, desde los analfabetos a los que Ahumada había tenido tanto cuidado en excluir cuando fundó la Benemérita en 1844, hasta ex delincuentes comunes, cualquier cosa con tal de que pudieran acreditar su ideología fascista. Ellos fueron quienes convirtieron a la Guardia Civil en el martillo de la población civil, torturadores y verdugos como nunca antes. Y a su cabeza, figuras tan despiadadas pero, por desgracia, verdaderas como la del teniente coronel Luis Marzal Albarrán, que se bastó solo para aplicar la ley de fugas a más de un centenar de civiles, sólo en la provincia de Jaén y sólo entre 1947 y 1949, el periodo que algunos historiadores de la guerrilla han bautizado como el «Trienio del Terror».

Otras provincias españolas, casi todas las montañosas, sufrieron durante los mismos años una represión igualmente atroz. Entre ellas, está León, y en León, una aldea con un nombre tan hermoso que parece inventado, Corporales. Allí, el 16 de enero de 1951, un enlace de la guerrilla llamado Mariano, hijo de Manuela Liébana Arias, de veintiséis años de edad, se negó a consentir que le aplicaran la ley de fugas. Para lograrlo, se dio la vuelta, levantó el puño, gritó «¡Antes muerte que traición!», y dio vivas a la República y al Partido Comunista hasta que obligó a sus asesinos a matarle de frente. Su muerte, que conocí en el libro de Santiago Macías El monte o la muerte. La vida legendaria del guerrillero antifranquista Manuel Girón, me impresionó tanto que la he tomado prestada para Laureano, el hijo de Pesetilla.

Aunque parezca mentira, y en esta novela hay muchas cosas que ahora parecen mentira pero fueron verdad en los años cuarenta del siglo XX, la persecución de las mujeres que cogían esparto en el monte, de las que hacían pleita, y de las que vivían de la reventa de los huevos de los cortijos en los pueblos serranos de Jaén, es también cierta. Tan cierta como el heroísmo cotidiano y nunca reconocido de tantas mujeres solas —viudas de la guerra o de la guerrilla, esposas de hombres presos o en el monte—, que consiguieron alimentar a sus hijos, a sus nietos, criarlos, verlos crecer y sacarlos adelante en unas condiciones de hostigamiento feroz, sistemático, que hoy parecen incompatibles con cualquier grado de prosperidad.

Para quienes, como yo, padecen una obsesión sentimental casi enfermiza por la guerra civil y la posguerra, quiero aclarar que la novela rosa cuyo argumento resume Sonsoles Mediamujer para Nino en la oficina de la casa cuartel, es Cristina Guzmán, profesora de idiomas, de la falangista Carmen de Icaza, una obra que alcanzó una enorme popularidad y difusión en las trincheras del ejército rebelde, mientras en las trincheras de enfrente, el Ejército Popular de la República Española repartía entre sus soldados ediciones de bolsillo de, precisamente, los Episodios Nacionales de don Benito Pérez Galdós.

Elías el Regalito es un personaje de ficción, aunque en la realidad, el prestigio de Tomás Villén Roldán impulsó a algunos de sus hombres a resucitarle en diversas ocasiones. La más notable fue protagonizada por Adriano Collado Cortés, alias Zoilo, quien en diciembre de 1947 detuvo, en nombre del «Ejército Guerrillero de la República», al propietario de un cortijo, haciéndose pasar por Cencerro. Cuando su prisionero contestó que era mentira, porque le habían matado cinco meses antes, sonrió y le hizo una pregunta: «¿Usted es de los que se creen todo lo que cuenta la Guardia Civil?». Eso bastó para que su interlocutor le pagara 300.000 pesetas, el rescate más alto jamás obtenido por un secuestro en la provincia de Jaén. Sin embargo, nunca llegó a haber un segundo Cencerro en la Sierra Sur, tal y como el lector lo ha conocido en esta novela.

Con Pepe el Portugués, mi Long John Silver particular, ocurre lo mismo. Él tampoco existió, pero en la historia contemporánea de España hay centenares, quizás miles, de hombres y de mujeres cuya trayectoria se cruza con la suya en uno o en muchos puntos, durante algunos años o durante toda su vida. Por eso espero que Armando López Salinas, que sabe muy bien en qué consiste escribir una novela, me perdone por haberle cedido el puesto de cabeza de lista del PCE en las primeras elecciones democráticas, un puesto que en la realidad le correspondió a él, que tampoco llegó nunca a ser diputado.

Sin embargo, Pelegrín Martos Peinado, el alcalde vitalicio, socialista y violinista, de Valdepeñas de Jaén, no sólo existió como tal, sino que llegó a ser, además, el abuelo de Carmen Rodríguez Martos, una de mis más antiguas amigas de Rota. Ella fue quien me contó la historia irresistible de Pelegrín, que tocaba el violín en un pueblo donde, por alguna razón que nadie acierta a explicarse, hay muchísimos más músicos por habitante que en ningún otro lugar de la provincia, y no abundan menos los inventores de palabras que, como el verbo remanecer, no se usan en ningún otro lugar. Carmen nunca llegó a conocer a su abuelo. El alcalde vitalicio permaneció en la cárcel de Jaén, cumpliendo cadena perpetua, hasta 1952, cuando la enfermedad que padecía llegó a su fase terminal. Entonces las autoridades decidieron dejarle volver a morir a su casa, lo que efectivamente sucedió a los pocos días de su liberación.

Quiero agradecer especialmente la ayuda de Antonio Negrillos, sobrino nieto de Gregorio, Gregorete, Lendínez, el amigo de Cencerro en cuya casa de Valdepeñas de Jaén se refugió con Crispín el 16 de julio de 1947, y de la que ya no saldría con vida. Gregorio Lendínez, que cruzó los Pirineos en el invierno de 1939 sólo para ser capturado, recluido en un campo francés, y enviado después por el gobierno de Vichy al campo de concentración de Mathausen, desde donde logró volver a Francia vivo, no estaba, obviamente, en Valdepeñas durante aquella época, pero su hermana Beni acogió y protegió a Tomás Villén durante todos los años que estuvo en el monte, para padecer después, junto con su familia, las consecuencias de su lealtad, una persecución que duró tres décadas. Su sobrino Antonio evocó toda su historia para mí en una larguísima y memorable comida, en Frailes, donde también conté con la memoria privilegiada de Manuel Ruiz López, más conocido por Manolo el Sereno, quien, con más de ochenta años, todavía fabrica su propio, exquisito aceite de oliva, con una prensa de mano y técnicas tradicionales. Manolo recuerda a Cencerro tan bien como todos los acontecimientos que vivió en aquella época, por lo que se ha ganado el derecho de aparecer, aunque sea de refilón, en este libro.

Pero el principal capítulo de mis agradecimientos no puede ser sino para Esther Estremera Villén, hija de Rafaela, la primogénita de Tomás Villén Roldán, único y genuino Cencerro, a quien tuve la fortuna de conocer en el invierno de 2011, gracias a la no menor fortuna de contarla entre mis lectores. Esther se encontró por sorpresa con el nombre de su abuelo en la lista de los «Episodios de una guerra interminable» incluida en la novela que abre la serie, Inés y la alegría, publicada en septiembre de 2010. Así, en vísperas de la presentación de aquel libro en Rivas Vaciamadrid, mi amigo Juan Manuel Llorca, jefe de gabinete del también viejo amigo mío y alcalde de Rivas, Pepe Masa, me llamó para decirme que tenía delante a la bisnieta de Cencerro, porque trabajaba frente a él, en otra mesa de la misma oficina. Y que su madre, vecina de Rivas desde hacía muchos años, quería hablar conmigo.

Esther me contó muchas cosas, y averiguó después muchas otras para mí, preguntando a su madre y a su tía Virtudes. A ella le debo la crónica del entierro de su abuelo, y la inconcebible historia de Carmen la Rosa, que estuvo nueve años y medio presa, entre la cárcel de Jaén y la de Málaga, por decir la verdad, que el hijo que esperaba era de su marido. Sus recuerdos, y los de su familia, salpican aquí y allá esta novela que se nutre tanto de la memoria de la represión que padecieron los Villén, como del orgullo con el que nunca, ni en los peores momentos, dejaron de recordar a Tomás.

A Esther le debo también el regalo de un libro que me ha resultado muy útil, la biografía de su abuelo que el historiador jiennense Luis Miguel Sánchez Tostado publicó en junio de 2010 con el título Cencerro. Un guerrillero legendario. En sus páginas descubrí algunas anécdotas que no conocía, como la inverosímil prohibición de cantar, silbar o tararear La vaca lechera en la Sierra Sur, aunque fue la propia Esther quien me contó que los falangistas que exhibieron el cadáver de su abuelo entraron en Castillo de Locubín entonando el estribillo. Igual de sorprendente resulta que el origen de esta prohibición estribara en la actitud de un grupo de guerrilleros, que en el feroz combate que libraron contra la Guardia Civil en Alcaudete, el 25 de diciembre de 1946, no dejaron de cantarla mientras disparaban sus fusiles.

Sánchez Tostado propone otra identidad para el traidor que vendió a Cencerro. Si mi hospitalario anfitrión de Valdepeñas se basaba en la memoria de sus vecinos para culpar a Pilatos, el biógrafo de su víctima esgrime los recuerdos de los vecinos de Castillo de Locubín para adjudicarle la traición a Toribio Baeza Palomino, alias Carambita, de quien asegura con certeza que mantuvo negociaciones con la Guardia Civil al más alto nivel, llegando a contactar con Marzal a través de un capitán con quien a su vez le puso en contacto un guardia castillero amigo suyo, apellidado Román y conocido por el mote de Tórtolo.

Yo he optado por fusionar ambas versiones en una traición múltiple, representativa de la clase de funestas casualidades, a menudo con mujeres de por medio, que le costaron la vida a muchos hombres en todas las zonas de España donde floreció la guerrilla antifranquista.

La muerte tardía que Carambita encuentra en el epílogo participa de la misma naturaleza. No sé cuándo ni dónde murieron él o Pilatos, pero Sánchez Tostado cuenta que en noviembre de 1973, un hombre indocumentado, de 73 años de edad, apareció ahorcado en un olivo del cementerio de Almodóvar del Río, un pueblo de Córdoba situado a más de cien kilómetros de Torrequebradilla, Jaén, donde estaba su casa. Se llamaba Antonio Cano Aceituno, era conocido por el mote de Enriqueto, y había vivido semiescondido, lejos de la Sierra Sur, durante 26 años, desde que, en 1947, guio a la Guardia Civil hasta un cortijo de Noalejo donde se hallaba un grupo de hombres de Cencerro. Así se hizo responsable de la muerte de, al menos, siete personas, un pastor que actuaba como enlace, cuatro guerrilleros, el casero y su hijo. La muerte de este último fue especialmente cruel, porque los guardias no habían previsto detenerle, pero cuando vio que se llevaban a su padre, insistió en acompañarle. Así, en lugar de protegerle, lo que logró fue que lo asesinaran por la espalda al mismo tiempo que a él, porque a ambos les aplicaron la ley de fugas en medio del monte, horas después de que el combate hubiera concluido. Enriqueto tenía motivos para esconderse, pero alguien le encontró, y le ajustó las cuentas cuando hacía ya más de dos décadas que la guerrilla no era más que un grave error estratégico para la dirección del PCE.

Por último, quiero agradecer a mis amigos de Jaén, y soy una mujer tan afortunada que tengo muchos, el entusiasmo y la generosidad con la que han colaborado conmigo para tejer la estructura de motes y apodos reales en la que he podido sustentar esta obra de ficción. Con muy pocas excepciones —Regalito, Pocarropa, Pleitista, Salsipuedes, Saltacharquitos, sobrenombres de auténticos guerrilleros de la zona que encontré en los libros que ya he citado—, todos los motes que aparecen aquí provienen de distintos pueblos de Jaén (Villacarrillo, Los Villares, Úbeda, Campillo del Río, Alcalá la Real), y son tan auténticos como la anécdota que les da origen, incluso en casos tan aparentemente literarios, de puro sofisticados, como los de Burropadre, Fingenegocios o Putisanto.

Aunque desde el principio dejé fuera de este proceso a Cristino Pérez Meléndez, para evitar identificaciones erróneas, o suspicacias indeseables, entre los vecinos de la verdadera Fuensanta de Martos y la Fuensanta de ficción donde sucede mi novela, Cándido Méndez, Alfonso Martínez Foronda, Juan Carlos Abril, Joaquín Sabina y Ángeles Moya, la madre de mi amiga Ángeles Aguilera, me permitieron reunir en un par de días muchos más motes de los que he sido capaz de utilizar.

Estoy segura de que, aunque contara lo mismo, sin todos esos nombres esta novela sería mucho peor, y desde luego, mucho menos verosímil.

A ellos, y sobre todo, y una vez más, a Cristino, y a Maribel, más que su ayuda, debo agradecerles el privilegio de su amistad.

Almudena Grandes

Madrid, diciembre de 2011