1949
Doña Elena volvió de Oviedo con muy buena cara y algunos kilos más, aunque su aspecto no mejoró tanto como el de Elenita, de la que aquel invierno me enamoré igual que un tonto, casi sin darme cuenta.
—¡Nino!
Faltaba menos de una semana para Navidad y era domingo. Aquel año, la secretaria del alcalde le había encargado a Pepe el Portugués que le trajera cortezas cubiertas de verdín, musgo y helechos de los que crecían río arriba, para decorar el belén del Ayuntamiento. Estaba dispuesta a pagarlo bien, porque los del monte se estaban moviendo mucho a pesar del frío, y ningún vecino se atrevía a subir más allá del cruce. A finales de noviembre, tres hombres con pinta de braceros desocupados, que parecían andar tranquilamente por una carretera, se habían liado a tiros con una patrulla de la Guardia Civil que les dio el alto. Consiguieron escapar, uno de ellos muy malherido, dejando a Sempere, aquel guardia de Castillo de Locubín al que le gustaban tanto los chorizos asados, con una bala fea en la rodilla y otra, horrorosa, en el abdomen. Sus compañeros buscaron al pistolero que no estaba en condiciones de seguir andando y encontraron enseguida su cadáver. Él también tenía el vientre ensangrentado, pero no había muerto de la hemorragia. Se había pegado un tiro en la sien, y antes, había entregado todo lo que llevaba a los otros dos, porque no le encontraron nada encima, ni armas, ni municiones, ni dinero, sólo un papelito muy bien doblado en el fondo de un bolsillo, donde estaba anotado un nombre vulgar y español, «Casa Inés», que no concordaba con la dirección escrita debajo, una calle francesa, de la misma ciudad, Toulouse, donde seguía viviendo Anselmo el Rubio después de la muerte de su hermano Paco.
Mi padre dijo que el encuentro había sido casual, que no habían recibido ningún chivatazo, ningún aviso de aquel intento de fuga, pero la guerrilla tomó represalias de todas formas, y en unas condiciones que convirtieron un simple ajuste de cuentas en toda una campaña de propaganda. Unos días después de la doble muerte de Sempere y aquel guerrillero anónimo, la Piriñaca contó en la taberna de Cuelloduro que aquella mañana le había vendido una cajetilla de tabaco a un pastor, y que mientras se echaban un pitillo juntos, él le había contado que acababa de cruzarse con tres hombres en la falda del monte. Parecían jornaleros, porque no llevaban armas a la vista, pero uno de ellos le había llamado la atención porque era extremadamente guapo.
—Un metro ochenta, dice que medía —y en la taberna se hizo el silencio de las grandes ocasiones—, que tenía el pelo castaño claro, los ojos melaos… Yo le he pedido que me dijera algo más, cómo era la nariz, la boca, pero me ha dicho que no, que en eso no se ha fijado, que él de hombres no entiende, pero que guapo, lo que se dice guapo, sí que era. ¿Como el sargento?, le he preguntado yo. Por el estilo, me ha contestado.
La noticia corrió por Fuensanta como una llama sobre un reguero de pólvora, tan deprisa que, unas horas después, mi hermana Dulce llegó a comer tarde y con una sonrisa de boba que bastó para poner a mi padre de mala leche.
—¿Qué te dije, Antonino? —sin embargo, su mujer se alegró tanto como si acabara de ganar una apuesta—. ¿Existe o no existe?
—Un jornalero muy guapo sí —replicó él—, claro que puede existir. Pero eso es una cosa, y otra que sea el Antonio ese que se ha inventado la tonta de Paquita. Y hablando de tontas… —se volvió para señalar a Dulce con el dedo—. A ti más te vale ir cambiando de cara si no quieres que te la cambie yo de un bofetón.
Aquella fue la última discusión sobre la existencia de Antonio el Guapo que dividió a mi familia en dos mitades. Porque el pastor que le había comprado tabaco a la Piriñaca venía de Valdepeñas, y se había cruzado con aquellos desconocidos en una trocha que iba a parar directamente al cortijo de un hombre al que mi padre conocía muy bien, aunque hiciera muchos años que no le veía. Durante toda su infancia y después, hasta que se fue a la mili, los dos hijos del Silbido habían sido sus mejores amigos. El mayor se había chupado casi ocho años de cárcel por haber trabajado como secretario del Ayuntamiento en tiempos del alcalde vitalicio, y fue su mujer la que apareció muerta aquella noche, un papel, «Así paga Cencerro a los traidores», prendido con alfileres a su vestido. El hijo del Silbido no tenía ni idea, pero desde hacía más de dos años, mientras él estaba preso, era la amante del cabo del pueblo, y cuando lo soltaron, seguía metiéndoselo en la cama por las mañanas, a las horas en que su marido estaba trabajando en el campo. Después, nadie se atrevió a preguntarle cómo se había enterado, pero ni siquiera fue al entierro. A cambio, allí estuvieron el cabo y su mujer, ella a tirones, arrastrada por él y con los ojos hinchados de llorar.
—Te mato, Antonino. Tú me haces eso a mí y te mato, por mis hijos te juro que te mato. Que me peguen un tiro después, pero yo, antes, te mato.
Mi madre no quiso aclarar si se refería a la infidelidad o al numerito del cementerio, pero su marido, más afectado por la ruina de su amigo de la niñez de lo que se atrevía a confesar, decidió que podía pasarse sin esas explicaciones. No abrió la boca hasta el día siguiente, para contar que Sempere había muerto en el hospital aunque el mando había decidido mantenerlo en secreto, porque en aquel momento no era conveniente declarar bajas. A aquellas alturas, todo el mundo sabía ya, hasta en Fuensanta, que la única razón de que la nuera del Silbido no hubiera denunciado el intento de fuga que desencadenó aquella secuencia de muertes, era que no tenía ni idea. A cambio, había sido responsable de, al menos, las tres últimas redadas que había habido en Valdepeñas. En la última, su amante le había aplicado personalmente la ley de fugas al hermano pequeño de su marido.
El siniestro balance del fin del otoño fue el responsable a su vez de que aquella tarde de domingo cruzara yo la plaza empujando una carretilla repleta de las plantas y cortezas que había cogido con el Portugués por la mañana. Entonces, una voz femenina gritó mi nombre, pero miré a mi alrededor y no vi a nadie conocido, sólo una figura que avanzaba hacia mí desde muy lejos, y que no podía saber cómo me llamaba porque ni siquiera parecía real, sino una muñeca salida de un álbum de estampas, de esas que venían en las chocolatinas de cincuenta céntimos que la abuela de Miguel le regalaba de vez en cuando.
—¡Nino! —y sin embargo, yo conocía esa voz—. ¿Pero tú te has vuelto tonto, o qué?
Aquella fórmula tan poco protocolaria me permitió por fin reconocerla, identificar a la nieta de mi profesora con aquella señorita vestida con un abrigo azul marino con botones y solapas de terciopelo, que llevaba guantes de punto azul celeste, leotardos de lana a juego, una bufanda de rayas rematada con pompones del mismo tono sobre la garganta y, en los pies, unos zapatos de charol tan brillantes como si pretendieran absorber la pobre luz de un atardecer blanco y helado.
—¡Espera!
Dejé la carretilla en el suelo para correr hacia ella, y cuando ya había recorrido más de la mitad del trecho que nos separaba, fui consciente de mi propia ropa, mis pantalones verdes, viejos, con las rodilleras tan descosidas que parecían sacar la lengua para reírse de mis piernas en cada zancada, y el jersey de lana negra que me había prestado el Portugués para que no pasara frío, pero que me estaba tan grande como la levita de un payaso. Qué mala suerte, me dije, y todavía no sabía por qué.
—Hola —cuando la tuve delante, estiré con timidez la mano derecha, pero vi que la tenía tan sucia que me metí las dos en los bolsillos—. Perdona, pero no te había conocido, estás muy rara.
Al mirarla con atención, me corregí para mis adentros, porque no estaba rara, sino rarísima. Se había cortado el pelo, se había peinado con raya al lado y se había recogido el mechón que antes llevaba siempre desgreñado encima de la cara, con un lacito del mismo color que el abrigo, pero al escucharme levantó la punta de la nariz, como si mi adjetivo la hubiera ofendido.
—¿Rara?
—Bueno, quería decir que estás muy cambiada —su expresión no mejoró mucho y avancé un poco más, sin saber tampoco por qué, ni hasta dónde quería llegar—. Muy guapa.
—¡Ah! —y por fin sonrió—. Tú también has cambiado. Has crecido bastante, ¿no?
—Sí —yo también sonreí, aunque ella, que había cumplido once años en verano, me seguía sacando más de media cabeza.
—Aunque, hay que ver… —y arrugó la nariz en un mohín tan gracioso que bastó para que mi sonrisa se agrandara por su cuenta, sin que yo llegara a intervenir en el proceso—. ¡Qué pintas llevas! Estás hecho un asco.
—Ya, es que he estado todo el día en el monte, recogiendo helechos y musgo para el belén del Ayuntamiento, y… Me van a pagar, ¿sabes? Si quieres, te invito a churros.
—Bueno, sí, si quieres tú… Hace mucho frío, y eso me ayudaría a entrar en calor para subir la cuesta. Aunque no podemos tardar mucho, porque he bajado a echar unas postales al buzón y no quiero que mi abuela se preocupe.
—No tardamos nada —le prometí, envalentonado por mi propia audacia—. Tú echa las cartas y espérame aquí, que ahora mismo vuelvo.
Volví a cruzar la plaza corriendo y descargué la carretilla a toda prisa, pero aunque alabó en voz alta mi cargamento, y a pesar de que me conocía de toda la vida, porque era muy amiga de las Mediasmujeres, la señorita Ascensión no quiso pagarme.
—Prefiero arreglarlo con Pepe mañana —sentenció, sin molestarse en mirarme a la cara.
—Pero ¿por qué? —protesté—. Si en esto vamos a medias. Yo he trabajado con él, más que él, lo he bajado todo yo solo, y él me ha dicho…
—Que no —entonces sí me miró, y me di cuenta de que no había nada que hacer—. Venid mañana los dos y os lo repartís como queráis. A los niños no hay que daros dinero, que os lo gastáis en tonterías.
—Pero si yo no lo quiero todo —insistí de todas formas—, yo, con que me dé una peseta, y ni eso, con dos reales tengo bastante… Es que me he encontrado con una amiga que está esperándome ahí fuera, y le había prometido que la iba a invitar a churros.
—Pues se los dejas a deber a María.
—No es lo mismo —y de repente, me sentí dividido entre unas ganas tremendas de darle una bofetada y las mismas ganas de echarme a llorar—. ¿No comprende que no es lo mismo?
—Mañana, mañana la invitas. Total, por un día, da igual, ¿no? —se puso el abrigo para zanjar la discusión antes de volverse hacia los obreros que estaban trabajando en la plataforma donde empezarían a montar el belén al día siguiente—. Pero no estaba hablando con vosotros, ¿está claro? Como no dejéis esto terminado esta noche, mañana tampoco cobráis.
¿Y qué hago yo ahora?, pensé mientras la veía marcharse, taconeando con tanta decisión como si pretendiera pisotear en cada baldosa el flamante envoltorio de mi aplomo recién estrenado. Pero la angustia que se pintó en mi cara debió de conmover tanto a los carpinteros, que Joaquín Fingenegocios, el primo de Lorenzo que se había quedado con su taller cuando se subió al monte, se levantó y vino hacia mí.
—Toma, Canijo. El trabajo hay que pagarlo, qué coño, que ni eso se respeta ya en este país… —y se sacó unas monedas del bolsillo para ponérmelas en la mano—. Dos reales son, no tengo más. Mañana, cuando esa tontapollas se dé el gusto de verle la cara a tu amigo el Portugués, que es lo único que quiere, vienes y me las devuelves, ¿estamos?
—Gracias, gracias, mañana sin falta…
—Deja de darme las gracias y ve a lavarte, anda, que buena falta te hace, no vaya a ser que a la chica le dé vergüenza que la vean contigo por la calle —se rio, y sus compañeros se rieron con él—. Y dile a Pepe que tenga cuidado con ésa, que las meapilas son las peores…
Cuando salí, sentí que el frío helaba mi cara, mis manos empapadas todavía de agua limpia. Elenita estaba en el centro de la plaza, dando saltitos con los pies juntos para calentarse, y no parecía contenta, pero tampoco se había marchado.
—Anda que no has tardado, guapo. Estaba ya a punto de irme.
Eso mismo le había dicho Filo a Regalito un instante antes de dejarse caer en sus brazos, y al recordarlo sonreí, igual que le había visto hacer a él.
—Es que he ido al baño a lavarme —me quité el jersey de Pepe para enseñar una camisa de cuadros que estaba casi limpia, y el frío desapareció—. Como antes me has dicho que estaba hecho un asco… No quería que te diera vergüenza que te vieran conmigo por la calle.
—Qué tonto eres —pero me sonrió, como si le hubiera gustado escucharlo.
Fuimos juntos hasta la churrería, que por desgracia no estaba muy lejos. Tampoco había mucha gente esperando en la puerta, pero enseguida descubrí que Elenita tenía mucha menos prisa de la que me había anunciado.
—Dame media docena, María —entonces me volví hacia ella—. De momento, ¿no? Luego, si seguimos teniendo hambre, compramos más.
Me sonrió, pero no dijo nada, y al salir, se sentó conmigo en un banco de piedra para lanzarse sobre los churros con tanta ansiedad que no me atreví a preguntarle nada hasta que se comió el primero.
—¿Cuándo habéis vuelto? —me arriesgué mientras le daba un mordisco al segundo.
—Ayer.
—Me alegro mucho. Ya creía que no ibais a volver nunca.
—Por mí —hizo una mueca displicente con los labios—, nos habríamos quedado allí a vivir, la verdad… Oye, ¿tú no comes?
—Bueno, sí —ella iba ya por su tercer churro cuando yo me atreví a coger el primero—. Me tomaré uno…
Mientras me lo comía y después, me fue explicando cuánto le había gustado Oviedo, una ciudad preciosa, grandísima, con un parque lleno de árboles y un césped tan verde, tan suave como si fuera una alfombra, y calles repletas de tiendas elegantes, de confiterías exquisitas, de cafés con arañas en el techo y paredes de espejo que las reflejaban hasta el infinito, y gente tan bien vestida que se cambiaba de ropa hasta tres veces en un solo día, y un teatro que parecía un palacio, y una catedral que parecía un palacio, y hoteles que parecían palacios, y palacios verdaderos aquí y allá, enjoyando las calles del centro con sus viejas fachadas de piedra labrada.
—Pero en Alcalá la Real también hay palacios —intenté consolarla—, y me han contado que en Baeza…
—¿Pero qué dices, Nino? Oviedo no tiene ni punto de comparación, pero es que… —negó con la cabeza y un gesto de piedad, como si condescendiera a perdonarme por mi ignorancia—. Ya lo dicen mis tíos, que Jaén es un asco, una provincia de tercera, tan atrasada que no hay nada, ni teatro, ni comercio, ni… Nada. Catetos y más catetos, olivos y más olivos, ya ves, qué interesante. Pero como mi abuela está empeñada en que vivamos aquí, pues yo, ¡ea!, a fastidiarme.
Mientras sonreía a aquel ¡ea! que había sonado igual que los de mi madre, el aire estuvo a punto de arrancarme de las manos un papel vacío.
—¿Quieres que compre media docena más? —me miró como si no me entendiera—. De churros, digo… Seguro que en Oviedo no los hacen tan ricos.
—No, eso es verdad —Elenita también sonrió, y se le pusieron las mejillas coloradas, y me di cuenta de que me gustaba mucho verla así—. Son mejores los de aquí.
Con ese comentario tuve bastante. No sabía lo que me estaba pasando, pero tampoco me preocupaba no saberlo. Me levanté de tan buen humor, que pedí otra media docena y tampoco la pagué.
—Estoy sentado ahí fuera —le dije a la churrera, que me sonrió como si supiera lo que yo ignoraba—. Cuando nos vayamos, ya te lo pago todo junto.
Al ver los churros, los ojos de Elenita brillaron de nuevo, pero antes dijo algo con una voz que me conmovió por su delicadeza.
—Lo siento, Nino, no te enfades. No quería meterme contigo, es sólo que… Bueno, que Oviedo me gusta más que esto.
—No estoy enfadado.
—Aunque los churros… —cogió el primero, suspiró, y siguió hablando con la boca llena—. En eso sí que llevas razón, fíjate.
No sé cuánto tiempo estuvimos allí, pero acabamos con los churros y seguimos hablando, de Oviedo y de Jaén, de su abuela y de sus tíos, de lo guapa que estaba con su ropa nueva y de los escaparates de las tiendas donde se la había comprado, y a mí nunca me habían interesado un pimiento las tiendas, la ropa, los escaparates, pero la escuché como si nunca en mi vida hubiera escuchado nada tan interesante, y allí habría seguido hasta el día siguiente, hablando de volantes y de maniquíes, si no hubiera reconocido los pasos que se acercaban, un ruido agudo y otro sordo, tin toe, tin toe, tin toe, el tacón de Pastora y la cuña de su zapato ortopédico marcando un ritmo propio, irregular, inconfundible.
—Deberíamos irnos, ¿no? —y por primera vez en lo que me pareció mucho, mucho tiempo, desprendí mis ojos de los de Elenita para acechar el final de la calle, pero ya era tarde—. Si tienes prisa…
—¡Uy, sí! —y Pastora ya subía la cuesta del brazo de Sanchís—. Se me ha pasado el tiempo volando…
Aquel comentario, que estaba tan destinado a mí como a la masa que hacía Tomás, el marido de María, y al aceite en el que ella freía los churros, debería haberme gustado más que ninguna otra cosa que hubiera escuchado aquella tarde, pero la aparición de Sanchís, que cada vez me trataba peor, ejerciendo sobre mí una autoridad a la que no tenía derecho con una saña cargada de desprecio, lo había echado todo a perder. Lo último que quería era que ella le viera, que le escuchara llamarme Canijo y burlarse de mí, o mandarme al cuartel a voces, señalándome el camino con el dedo como si fuera un crío pequeño, mientras chasqueaba la lengua entre los dientes igual que si arreara a una caballería. Por eso me apresuré a entrar en la churrería, pero todo me salió mal, y a la vez, mucho mejor de lo que me habría atrevido a esperar.
—¿Qué te debemos, María? —le pregunté a la churrera con la mano en el bolsillo.
—Nada —ella sonrió con una expresión cariñosa, benevolente, que en aquel momento me estorbó más que cualquier cifra—. Ya se lo cobro yo a tus padres cuando los vea.
—Que no, que te lo pago yo —abrí la mano para enseñarle mi capital, mientras escuchaba los pasos de Pastora, tin toe, tin toe, tin toe, entrando en la churrería—. Tengo dinero, ¿ves?
—Pero que no hace falta, Nino, que ya…
—No —en aquel momento decidí arriesgarme, pagar al menos mis cuentas como un hombre en vez de salir corriendo como un niño asustado—. Cóbramelo a mí —y puse mi moneda en el mostrador, dando la escena con el sargento por descontada.
—Bueno, chico… —María me miró, miró a Elenita y se echó a reír—. Pues nada, aquí tienes.
Recogí las vueltas, apenas unos céntimos, suficientes sin embargo para comprarle dos barras de regaliz a la Piriñaca, y cerré los ojos un instante antes de volverme hacia la puerta. Cuando los abrí, Sanchís me estaba mirando, Pastora también.
—Adiós, Nino —me dijo ella, muy sonriente—, y la compañía…
—Adiós —respondí, su marido se limitó a inclinar la cabeza para saludarme, y no pasó nada más.
Cuando salimos a la calle, aún no podía creer que hubiera tenido tanta suerte, pero conté para mis adentros, uno, dos, tres, y no volví a escuchar los pasos de Pastora, ni la voz de Sanchís a mis espaldas.
—¿Qué te pasa? —me preguntó Elenita entonces—. Te has quedado con una cara, que… Ni que hubieras visto a un fantasma, hijo.
—Nada, nada —y ya estábamos tan lejos de la churrería que me atreví a sonreír otra vez—. Si quieres, te acompaño hasta el cruce. Como ya es de noche…
Pero el camino se me hizo tan corto que subí con ella casi toda la cuesta, y sólo me paré cuando ya se veían a lo lejos las luces del cortijo.
—Dile a tu abuela que mañana, cuando salga de la escuela, iré a verla.
—Se lo diré —ella empezó a andar, pero enseguida se dio la vuelta—. Gracias por todo, Nino. Hasta mañana.
—Hasta mañana, Elenita —y se volvió otra vez.
—Elena, si no te importa.
—Elena —repetí—. No me importa.
Luego volví a casa corriendo, como de costumbre, y como de costumbre llegué sin resuello, pero en algún momento de aquella tarde había perdido la facultad de medir el tiempo, porque en la torre de la iglesia acababan de dar las siete y media. Mi madre estaba de buen humor y no comentó nada cuando le anuncié que el día siguiente, al salir de la escuela, le haría una visita a doña Elena, para saludarla y enterarme de cuándo podríamos empezar con las clases de francés. A la mañana siguiente, sin embargo, me preguntó por qué se me había ocurrido vestirme de domingo, si era lunes.
—Es que hoy nos dan las notas —le expliqué.
—¿Y qué?
—Pues no sé… Que el maestro siempre dice que debemos ir a clase presentables, ¿no?, y he pensado que conviene arreglarse un poco.
—Si tú lo dices —y me besó en la frente igual que todas las mañanas.
Cuando don Eusebio repartió las cartillas que tendríamos que llevarle firmadas antes del jueves, me felicité por mi astuta reconquista de los sobresalientes que convertirían mis vacaciones de Navidad en un pequeño verano en medio del invierno. Después, no me costó trabajo despistar a Paquito, que salió arrastrando los pies, como si tuviera los tobillos encadenados a las matemáticas que había vuelto a suspender, y antes de salir, fui al baño, me mojé el pelo con agua y me lo peiné muy bien delante del espejo, pero no me sirvió de mucho, porque el único espectador de tanto esmero fue Pepe el Portugués, que me estaba esperando con los brazos cruzados delante de la puerta.
—Mira —dijo, aunque estaba solo—, el vivo retrato de don Juan Tenorio, y qué bien peinado.
—Pero… —me acerqué a él y bajé la voz—. Yo… Si no…
—No te molestes, porque lo sé todo —y se echó a reír—. Me he encontrado con Fingenegocios esta mañana, y me ha dicho que le debes cincuenta céntimos, ¿no? Así que vamos al ayuntamiento a cobrar, porque tendrás que devolvérselos y ahora, además, te hará falta el dinero. No veas lo caro que sale tener contentas a las mujeres.
—Si no es una mujer, es Elenita.
—¿Cómo que Elenita? —y volvió a reírse—. Será Elena-si-no-te-importa-gracias, porque no dice otra cosa…
Siguió riéndose de mí todo el camino, pero no me ofendí. Me sentía bien, cómodo, casi arropado por aquellas bromas tan parecidas a las que el Portugués había hecho a su propia costa aquel verano, mientras Paula llevaba siempre las tijeras del pescado en el bolsillo del delantal. Y cuando la señorita Ascensión nos pagó por fin, hay que ver, Pepe, qué caro te vendes, no sé cómo puede gustarte vivir tan solo, en el molino, sin alternar en el pueblo, no sé, sin venir al baile ni cultivar amistades, con la cantidad de solteras guapas y agradables que hay por aquí…, seguí riéndome con él. Luego se empeñó en que nos repartiéramos el dinero aunque yo no aspiraba a tanto, y me cambió una peseta para que pudiera devolverle a Fingenegocios sus dos reales.
—¿Qué tal? Bien, ¿no? Métemelos en el bolsillo de la camisa, anda —estaba techando el portal de Belén y con la mano izquierda sostenía las tablas que iba clavando con la derecha—. Muchas gracias —entonces se volvió hacia Pepe—. ¿Y tú qué? ¿Sano y salvo?
—¿Yo? —Pepe se acercó a él, se aseguró de que nadie podía verle, e hizo un gesto que yo nunca había visto, moviendo a la vez los labios y la mano derecha—. A mí, ésa… —entonces lo repitió, moviendo los labios y la mano más deprisa—. Ya te digo.
A Fingenegocios le dio tal ataque de risa que se le hundió el tejado del portal en un momento, y las tablas del techo arrastraron en su caída a las paredes, levantando una nube de serrín que lo puso todo perdido.
—¿Y ahora qué, eh? —después empezó a imitar admirablemente la voz de pito de don Bartolomé mientras se levantaba, como si quisiera evaluar el desastre desde arriba—. ¿Dónde va a nacer ahora el Niño Jesús? Desalmado, que eres un desalmado.
Entonces fue el Portugués quien más rio, y al mirarle, entendí por qué me sentía tan bien. Acababa de ingresar en la cofradía de la fraternidad masculina, en la complicidad de los gestos obscenos y las palabras a medias, en el código de las blasfemias expresas y de las tácitas, en la solidaridad del hoy por ti, mañana por mí, más tiran dos tetas que dos carretas, y los curas, para las mujeres, aunque todavía no tenía más que una idea aproximada de lo que significaba aquel bautismo. Fingenegocios no quiso que nos quedáramos a ayudarle. Esto lo arreglo yo en dos patadas, nos dijo, y después, al Portugués, que más le valía marcharse corriendo. Repitió el mismo gesto que él había hecho antes, como si se llevara la mano a la boca, y añadió que no fuera a ser que la secretaria del alcalde se lo pensara dos veces, le dijera que sí y acabáramos teniendo un disgusto. Yo seguí riéndome para no parecer tonto, pero la verdad era que no lo entendí, y no fue lo único.
—Y la señorita Ascensión… —ya estábamos saliendo del pueblo cuando me atreví a preguntar—. ¿Cómo es que no sabe que eres el novio de Paula?
—Pues porque no. No lo sabe casi nadie —me cogió del brazo para obligarme a mirarle—, así que no vayas tú ahora contándolo por ahí, ¿eh?
—No, si yo no lo cuento, pero no lo entiendo.
—Pues es muy sencillo. A Paula no le gusta bajar al pueblo, yo voy sólo cuando tengo algo que hacer, y total, para bailar… —me miró de reojo y sonrió—. Mejor bailamos los dos solos, ¿no? Ya tuve bastante con el Putisanto, así que… Cuanto menos sepan, menos chismorrearán.
En aquel momento no le di importancia a esas palabras. Estaba demasiado excitado por la perspectiva de volver a ver a Elenita, aunque fue su abuela quien más se alegró de verme. Ella sí estaba contenta de haber vuelto, de haber roto la jaula de prestigio y bienestar en la que su hija mayor había pretendido encerrarla para siempre, un alarde de generosidad del que receló desde el primer momento y tras el que vislumbró a tiempo un pacto tácito que, quizás, a otra mujer en sus circunstancias le habría parecido ventajoso. A ella no.
No quiso decirme nada delante de su nieta, y la mandó a la casa grande, a por un poco de pan y de chocolate para que pudiera invitarme a merendar, como la había invitado yo a ella el día anterior. Cuando Elena nos dejó solos, me contó el viaje a su manera, sonriendo al principio, muy animosa mientras me explicaba que ella ya había criado a sus hijas y que lo había hecho muy a gusto, pero que no estaba dispuesta a irse a Oviedo a criar a sus nietos, a vivir en casa de su yerno, a su costa, como si la hubieran recogido de caridad, para hacerles de niñera mientras ellos se dedicaban a pintar la mona. Lo que a Elena le había impresionado tanto, las tiendas, los teatros, la elegancia de la gente, sólo la afectaban por el impacto que habían causado en la niña, pero también se había dado cuenta a tiempo de que los vestidos, los lazos, los sombreros nuevos con los que volvía cada vez que su tía la sacaba de paseo, formaban parte de una estrategia diseñada para convencerla de que nunca volviera a Fuensanta, a su casa. Entretanto, su alegría se había ido apagando poco a poco, hasta desaparecer del todo en mitad de una frase cualquiera que ya no quiso terminar. No me apetece hablar de eso, ¿sabes?, porque he tenido unas discusiones muy desagradables con mi hija, con mi yerno, que ahora me sale con que soy un problema para él, nada menos, que dice que viviendo aquí no hago más que perjudicarle en su carrera, y… No sé, ni siquiera estoy segura de haberme portado bien. Yo sí estaba seguro de que se había portado bien, y se lo dije, y que me alegraba mucho de que hubiera vuelto, porque la había echado muchísimo de menos. Ya, ya, ella me dedicó una mirada zalamera con el rabillo del ojo, será por los libros. Qué va, contesté, si los libros los he seguido cogiendo…
Cuando terminó noviembre y doña Elena no volvió, cuando empezó diciembre y el Portugués me dijo que en el cortijo no tenían noticias de ella, me arriesgué a subir a la casilla otra vez, y no me pasó nada más grave que descubrir, al dejar en su lugar Miguel Strogoff, que estaba liquidando a Julio Verne. Ya sólo podía escoger entre el capitán Hatteras y un excéntrico apasionado por el juego de la Oca, entre el Polo Norte y los Estados Unidos de América, entre la identidad anónima de un millonario que quería situar a Inglaterra a la cabeza de la exploración del Ártico, y la anónima identidad de un millonario dispuesto a dejar en herencia toda su fortuna al ganador de una partida de su juego favorito. Me incliné por este último porque pensé que aquel año, en mi pueblo, hacía demasiado frío como para navegar entre icebergs, pero todavía tuve tiempo de subir otra vez por la cuesta de atrás para coger los dos tomos que me faltaban, y estaba a punto de terminar el primero cuando volví a ver a doña Elena.
—¿Y las clases de francés? —le pregunté cuando nos acabamos el pan, el chocolate—. Podríamos aprovechar las vacaciones de Navidad para empezar.
—Si quieres… —aceptó mi proposición con una sonrisa, y se volvió hacia su nieta—. Habrá que consultarlo con Mariquita Pérez, que acaba de enterarse de que para llegar a ser toda una señorita tiene que aprender a hablar en francés.
—¡Abuela! —y antes de decirlo, ya se había puesto colorada—. Primero, no lo cuentes así porque no es verdad. Quiero aprender francés, sí, pero… Bueno, porque quiero. Y segundo, no me llames Mariquita Pérez, que sabes que me molesta.
—Pues a mí me apetece mucho —intervine para apaciguar la discusión—. Quiero decir que… Me parece muy bien que estés en clase conmigo.
Ella me sonrió, y su sonrisa me acompañó durante todo el camino, hasta que se estrelló con el gesto de cólera que contrajo el rostro de mi padre cuando me vio aparecer por la puerta. Antes de que abriera la boca, ya me había dado cuenta de que nunca en mi vida le había visto tan furioso conmigo, pero repasé a toda prisa lo que había hecho aquel día, y el anterior, y el otro, miré a mi madre, que estaba planchando sin levantar los ojos de la mesa, y no fui capaz de presentir lo que estaba a punto de pasar, ni siquiera después de haber escuchado las opiniones del yerno de doña Elena.
—Tú eres un mico, ¿entendido? —y me señaló con el dedo como todo saludo—. Y los micos como tú, ni entran solos en los bares, ni invitan a nada a ninguna chica, ni tienen por qué llevar dinero en el bolsillo. Así que, cuando seas un hombre, te portas como un hombre, pero mientras no lo seas, que no me vuelva a enterar yo de que se repite lo de ayer.
—Pero… —y ni siquiera después de aquella declaración entendí el motivo de su enfado—. Pero si yo no hice nada malo. No era un bar, era la churrería, y no sé lo que te habrá dicho Sanchís, pero te prometo…
—¿Sanchís? —aquel nombre pareció desconcertarle tanto como me desconcertó a mí su pregunta—. Sanchís no me ha dicho una palabra, pero María se lo ha contado a todo el mundo. Está muerta de risa, el hijo del guardia civil invitando a merendar a la nieta de una roja, pero a mí no me ha hecho ni puta gracia, ¿te enteras?
—No es la nieta… —pero sí lo era—. Es sólo una niña, como otra cualquiera.
—¡No! Como otra cualquiera, no. Tú vas al cortijo de las Rubias para dar clase, única y exclusivamente para eso. Que no me entere yo de que haces nada más. ¿Está claro?
No, no está claro, me contesté a mí mismo, porque yo jamás había sospechado que pudiera llegar a vivir una escena como aquella, porque ni siquiera se me había ocurrido que lo que estaba haciendo estuviera prohibido, porque no comprendía, y por tanto no podía aceptar, que no pudiera sentarme con quien yo quisiera en un banco de piedra a comer churros, una tarde de domingo, por eso nunca estaría claro.
Mi padre me miraba, yo le miraba a él, y el suelo no temblaba debajo de mis pies, pero sentía que el mundo entero estaba a punto de derrumbarse, que iba a venirse abajo de un momento a otro, igual que el portal de Belén del Ayuntamiento, mientras seguía pensando, construyendo frases que no me atrevía a pronunciar en voz alta.
No puede estar claro, padre, porque no tiene sentido, porque es estúpido decirlo, estúpido pensarlo, porque no lo puedes evitar, nadie puede evitarlo a no ser que los matéis a todos, a todos sus hijos, a todos sus nietos, a tus hermanos, y a tus primos, y a tus sobrinos, y a los de madre. Eso tendríais que hacer, matar a tanta gente que sus cadáveres lo cubrieran todo, lo pudrieran todo, y en España no se pudiera respirar, nadie podría volver a andar por las calles ni a cultivar los campos, y cuando las aguas de los ríos tiñeran el mar de rojo, y sólo entonces, por fin estaría claro, pero de momento aquí estamos todos, ellos y nosotros, de momento, aquí vivimos todos, ellos y nosotros, aquí vives tú y aquí vivo yo, que ya no sé de quién soy, pero sé que haré lo que me parezca, lo que yo crea que tengo que hacer, porque Elena no tiene la culpa de nada, porque yo no tengo la culpa de nada y bastante he hecho cargando con la tuya, con haber renunciado a mirarte a los ojos y decirte que sé que eres un asesino, para que tú ahora conviertas una docena de churros en un delito.
—Bueno, Antonino —mi padre me miraba y yo le miraba a él, nos mirábamos el uno al otro como si estuviéramos a punto de batirnos en duelo, hasta que mi madre decidió que ya no podía más—. Tampoco es que el niño haya hecho…
—¡Que no me des consejos, Mercedes! —el segundo grito fue para mí—. ¡Que sí está claro!
Tú tienes la culpa, padre, tú, con esa idea absurda de convertirme en oficinista de la Diputación, en secretario del Ayuntamiento, todo es culpa tuya, yo no quería escribir a máquina, padre, yo no quería llegar más lejos, no quería que me llamaran don Antonino, pero tú te empeñaste, tú me obligaste, y ahora ya no tiene remedio.
—Sí, padre.
También fue culpa suya que le mintiera, porque no podía arriesgarme a que me castigara, aquel día no, al borde de las vacaciones no, y añadí que podía estar tranquilo, que nunca volvería a enterarse de nada parecido, y mi propio cinismo me congeló por dentro mientras sacaba mi libro escolar de la cartera para ponerlo encima de la mesa.
—Don Eusebio me ha dado las notas. He sacado sobresaliente en todo menos en francés, que me ha puesto un aprobado, porque como hemos empezado este año y yo creo que él no sabe enseñarlo bien…
Cuanto menos sepan, menos chismorrearán. Cuando escuché aquellas palabras, no les di mucha importancia, pero a partir de aquella noche, no las pude olvidar. Así empezó 1949, un año que parecía igual que todos los demás pero fue diferente desde antes de empezar. Porque antes de que el regreso de Elena trastocara por completo el orden de mi vida, el último mes de 1948 ya trajo consigo algunos acontecimientos asombrosos, en los que nadie alcanzó a ver, sin embargo, los primeros indicios de una mudanza definitiva. Los peones ordenados en el tablero, a la espera de una partida aplazada sin ninguna fecha, decidieron ponerse en movimiento por su cuenta, y aunque en la casa cuartel ninguna sorpresa provocó tanto gasto de saliva como el noviazgo de Sonsoles con Curro, que tuvo a mi madre y a sus amigas entretenidas durante meses, en el pueblo, el embarazo de Filo, soltera sin novio conocido, causó un revuelo mucho mayor.
Aunque mis amigos se partían de risa al verles salir de paseo, porque en Fuensanta de Martos no se había visto jamás una pareja tan remilgada, yo me alegré mucho por Mediamujer. La pobre Sonsoles, que estaba a punto de cumplir veintiséis años, dos más que el único hombre soltero al que podía aspirar, se merecía un poco de felicidad real, después de haberse emborrachado hasta las lágrimas de tanto amor iluso y mal escrito, esas paginillas de papel amarillento, casi transparente e impreso de cualquier manera, donde ninguna sonrisa fue nunca tan radiante como la que iluminó su rostro cuando bajó la cuesta del brazo de Curro para enterarse del resultado del sorteo de Navidad. Ella había ganado ya el premio gordo, y él, que debía de estar harto de que Isabel Mariamandil le rechazara una y otra vez con la misma sonrisa y ninguna palabra de esperanza entre los labios, parecía contento de haber tenido éxito al fin, aunque fuera a costa de que su novia amenazara a su madre con quedarse embarazada para casarse de todas formas si insistía en oponerse a sus proyectos.
Curro era el cuarto de seis hermanos, huérfanos todos de un cabo del Cuerpo, y aparte del sueldo, no tenía donde caerse muerto, pero Sonsoles ya había perdido demasiado tiempo, y desde que el noviazgo de Marisol la obligó a quedarse en casa, mirando la calle desde detrás de un visillo, estaba claro que, si no era él, no iba a ser ninguno. Yo, que la había visto cerrar los ojos tantas veces, mientras apretaba un libro contra su pecho como si estuviera a punto de explotar de la emoción, sabía que Mediamujer era cursi, pero no tonta, y sus alardes de determinación debieron resultar tan convincentes que su novio despidió el año aposentando sus ciento setenta y ocho centímetros de altura en una de las sillas de caoba del comedor de doña Concha, justo enfrente de Pedrito, el hijo de don Justino, quien, las cosas como son, reconocería después su común anfitriona y futura suegra, iba a heredar una fortuna, pero era mucho más bajo que el subordinado de su marido y, además, se iba a quedar calvo antes de cumplir cuarenta.
Cuando la Michelina se resignó a tirar en público la toalla del buen partido, Filo ya había vomitado dos de los cafés con leche que solía tomar en la taberna de Cuelloduro a media mañana, cuando su ruta de recogida la obligaba a atravesar el pueblo. Matilde la Piriñaca, que siempre estaba allí a esas horas, se limitó a fruncir el ceño la primera vez que la vio cruzar para salir a la calle a toda prisa, con la mano derecha en la garganta y el rostro sudoroso, tan pálido como si se hubiera quedado sin sangre, y no abrió la boca cuando volvió a entrar para pagarle a Cuelloduro el café que dejó casi intacto sobre el mostrador. Pero tres días después, la escena volvió a repetirse con tanta exactitud que ya no fue capaz de estar callada.
—Tú estás preñada, Rubia —contaron que le dijo, y que Filo se volvió a mirarla con tanta violencia como si pudiera deshacerla con los ojos.
—Métete la lengua en el culo, Piriñaca.
Luego pagó y se fue a toda prisa, pero todavía tuvo que escucharlo otra vez.
—Estás preñada, no hay más que verte —y después de afirmarlo con la rotundidad de una sentencia inapelable, se volvió hacia la concurrencia—. Yo no me equivoco nunca, ya lo sabéis. Ésa está preñada, pero bien preñada, y si no, al tiempo.
Filo no volvió a la taberna de Cuelloduro en lo que quedaba de año, pero su ausencia sólo sirvió para disparar un rumor cuyos principales beneficiarios fueron los flamantes novios de la casa cuartel, todos esos sí, cielo, claro, mi amor, por supuesto, mi vida, yo también, y yo a ti más, que nadie se molestó en seguir parodiando. El empalagoso almíbar de las palabritas que Mediamujer derramaba sobre Curro como un bálsamo perfumado a la menor ocasión, y que a él, a juzgar por la cara de tonto que ponía al escucharlas, le complacían más de lo que le abochornaban, no podía competir con la rabiosa declaración de independencia que la hija pequeña de Catalina lanzó al aire el día de Reyes, cuando apareció en la taberna a media mañana, con sus dos hermanas como escuderas.
—¿Qué? —se acodó en el mostrador y los fue mirando a todos, uno por uno, antes de empezar—. Estoy preñada, sí, de cuatro meses y medio. ¿Pasa algo? No me da vergüenza. Es asunto mío y de nadie más. El padre no vive en este pueblo, no es el marido de ninguna de vosotras, ni os importa una mierda saber cómo se llama. ¿Está claro?
Nadie se atrevió a decir nada. Algunos se miraron en silencio, otros disimularon una sonrisita, pero la mayoría se limitó a abrir mucho los ojos, con los labios tan cerrados como si el pasmo se los hubiera cosido para siempre. Entonces, Paula sonrió de verdad, enseñando todos los dientes.
—Pues sí, parece que está claro —y se dio la vuelta para dar una palmada en el mostrador—. Tres cafés con leche, Antonio. Y pon una copa de sol y sombra, también.
—Eso —remató Chica, igual de sonriente—. Que tenemos que celebrarlo.
Aunque ellas insistieron en pagar, Cuelloduro no sólo no quiso cobrarles, sino que sacó de debajo del mostrador una caja que nadie había visto nunca. Estaba llena de unos polvorones muy ricos que su mujer hacía todos los años con almendras y chocolate, en Navidad, para repartirlos sólo entre su familia. Sin embargo, aquella mañana, él sacó tres, colocó cada uno en un plato y se los puso a las Rubias delante.
—A esto os invito yo —dijo en voz alta, con una sonrisa elocuente de que había calculado muy bien el asombro que su gesto iba a sembrar entre la clientela—. Y a lo demás también, qué coño, que no disfrutaba tanto desde que Cencerro atracó al alcalde de Alcaudete.
Pero muchos de sus parroquianos no eran como él, libertario de toda la vida y con todas las consecuencias, y el antifascismo no les estorbó para paladear hasta el menor detalle de una escena que fue haciéndose cada vez más grande mientras circulaba de boca en boca como una bola de nieve que resbalara por una pendiente, hasta llegar a oídos del enemigo con un suplemento de dramatismo novelero que les hizo la boca agua a todas las beatas que se hacían la señal de la cruz justo después de escucharla. Mi madre, que no era de las peores, nos contó que algunos decían que Filo llevaba una pistola en el bolsillo y que entró en la taberna gritando que hijos sí y maridos no, como antes de la guerra, aunque otros decían que les había advertido que el padre del niño estaba dispuesto a bajar del monte para llevarse por delante a cualquiera que la molestara, así que no había manera de saber lo que pasó en realidad.
—Lo de la pistola, desde luego que no —resumió mi padre—. Pero la verdad es que las Rubias tienen un par de cojones.
—Eso sí —y su mujer, como siempre que él alababa el valor de cierta clase de mujeres, no le llevó la contraria.
Yo pensaba lo mismo que ellos, lo mismo que Elena y su abuela, lo que pensaban mis amigos, todo el pueblo con la única y sorprendente excepción de Pepe el Portugués.
—¡Qué cojones ni qué cojones!
Bajábamos la cuesta andando después de haber pasado la tarde en el cortijo, él con Paula, yo en clase de francés primero, y luego a solas con Elena, enseñándole los libros de Verne que había leído, explicándole los argumentos, las ilustraciones. ¿Pero en este salen chicas o no salen chicas?, me preguntaba siempre. A mí, los libros sin chicas no me gustan, porque no hay historias de amor, y sin amor, me aburro… Yo le decía que sí, o que no, pero siempre la miraba igual, con la baba colgando de los labios.
Ya llevaba casi un mes en el pueblo y se había resignado a vestirse igual que antes, con una bata de algodón encima de un vestido corriente, pero desde que volvió de Oviedo, no había vuelto a mancharse, ni a enseñar las rodillas sucias y llenas de costras, como cuando se pasaba el día cazando ranas o pájaros con los hijos de Manoli. Sus piernas, enfundadas en unos leotardos de lana fina, parecían más largas, más bonitas que antes, y seguía recogiéndose un mechón de pelo con una cinta de raso. Tenía tres, con los picos recortados en uve, una roja, una azul y una dorada, y las alternaba para que hicieran juego con los cuadritos de la bata que se hubiera puesto aquel día. Su abuela seguía llamándola Mariquita Pérez, y riéndose de sus intentos por hablar fino, pronunciando las eses como si silbara, pero estaba contenta de que por fin hubiera decidido acercarse a los libros. Decía que yo era un buen ejemplo para ella, y eso no era nada en comparación con lo que yo estaba dispuesto a ser.
Elena lo sabía, y le gustaba, y por eso algunas tardes me liberaba de buscar un pretexto para quedarme un rato, proponiéndome que la ayudara con los deberes, o que la acompañara a coger piñas para la chimenea, o que le contara las novelas de Julio Verne. No hacíamos nada más que eso, andar, hablar, sonreímos sin rozarnos siquiera, y sin embargo, aquellas tardes yo era tan feliz que cuando salía de la casilla vieja, todo me parecía más bonito, las nubes, los matojos, los árboles pelados del invierno, y bajaba la cuesta como si mis pies no tocaran el suelo, como si se deslizaran en el aire mientras un poder invisible me mantuviera en vilo, ingrávido, inmortal. Así me sentía aquella tarde de enero, cuando el Portugués llegó a mi lado corriendo.
—¡Nino! ¿Pero a ti no te ha dicho Elena que me esperaras?
—No. Acabo de despedirme de ella… —y entonces me acordé—. ¡Ah, doña Elena!
—Sí, doña Elena, que mira por dónde, hay más de una Elena en este mundo —y al llegar a mi altura, me dio un capón en broma, sin hacerme daño—. Toma, llévale esto a Sanchís, ¿quieres? —era un tarro de miel, como siempre—. Que después del numerito que montó Filo el otro día, no me apetece mucho andar por el pueblo, precisamente.
Parecía enfadado y no lo entendí. Por eso le dije lo que pensaba, y sólo conseguí que se enfadara todavía más.
—¡Qué cojones ni qué cojones! Esto no es cuestión de cojones, sino de inteligencia. Y ya ves tú, Filo, tan lista, tan lista, tan lista, y al final, tonta de remate, que eso es lo que es.
—Pues Paula… —logré objetar al rato.
—Paula está cabreadísima con ella, como es natural, y Chica lo mismo, pero no les van a dar a todos esos cabrones la satisfacción de demostrarlo. Y ahora qué, ¿eh? ¿Qué va a hacer Filo, preñada, en este pueblo, en este momento, y…? Es una locura.
—¿Porque está deshonrada? —pregunté sin disimular mi extrañeza, porque no esperaba que le preocupara algo así, pero él se apresuró a negar con la cabeza para desmentirme.
—No —y extendió el dedo índice para moverlo en el aire, como siempre que quería aclarar que me estaba hablando en serio—. Porque va a tener un hijo. Esa es la locura. La honra… La honra la inventaron los curas para joder a la gente, pero a la honra no hay que alimentarla, ni vestirla, ni mantenerla caliente, ni comprar medicinas cuando se pone mala, lo entiendes, ¿no? Filo podría haberse deshonrado todo lo que hubiera querido, es su derecho y nadie se lo puede quitar. Pero lo que no podía era preñarse, joder. Eso era lo único que no podía hacer, y eso es lo que ha hecho.
Porque el padre de su hijo es Elías el Regalito, alias el Cencerro de Fuensanta, pensé, pero me guardé mi pensamiento para mí, porque comprendí a tiempo que no hacía falta, que el Portugués lo sabía tan bien como yo, que seguramente lo había sabido antes que yo, y aquella vez mi corazón ya no latió más deprisa, no me sudaron las manos, no tuve miedo por mí, ni por él, ni por nada. Tampoco necesité preguntarme cómo, por qué, qué significaba ni adónde me llevaba aquel descubrimiento. Había una explicación sencilla y otra complicada, pero ni siquiera me paré a pensar que la novia de Elías y la de Pepe eran hermanas, y seguí andando muy tranquilo, sin juzgar al hombre que caminaba a mi lado. El Portugués lo sabía todo, siempre lo había sabido todo, y yo lo reconocí, simplemente, con la misma naturalidad con la que había aceptado todas las cosas que había sabido siempre sin querer saberlas. Aquella noche, al acostarme, me entretuve imaginando qué haría Pepe con Paula para que ella pudiera ejercer su derecho a deshonrarse sin quedarse embarazada, y me quedé frito antes de darme cuenta. Al día siguiente, cuando me levanté, madre me preguntó qué quería que hiciera para merendar el día de mi cumpleaños, y le dije que nada.
—¿Nada? —y se rio, como si lo hubiera dicho en broma—. ¿Y por qué?
—Porque si no puedo invitar a quien yo quiera, prefiero que no venga nadie.
—¿Lo dices por esa niña? —su cara se nubló al comprender que estaba hablando en serio—. Nino, por favor… ¡Pero qué tontería! ¿Es que no te das cuenta…?
—Claro que me doy cuenta. Me doy cuenta de todo, madre.
Y sin embargo, el 14 de enero de 1949 celebré mi cumpleaños dos veces. A las cinco, en la casilla vieja, me esperaba el menú de las grandes ocasiones, unos pestiños recién hechos, todavía calientes y rebozados en azúcar, la misma botella de vino de Málaga que habíamos abierto el día que aprobé el examen, y ya no dos, sino tres copas pequeñitas de cristal tallado, cada una de un color y todas supervivientes del naufragio de la casa de Carmona, porque Elena estaba con nosotros.
—Por ti, Nino —su abuela se encargó del brindis—. Porque cumplas muchos años de vida feliz y nosotras podamos celebrarlos contigo. Y ahora, los regalos…
Se levantó para ir a buscarlos y yo brindé otra vez con su nieta, uniendo mi copa verde con su copa azul con tanto cuidado que el roce del cristal produjo un sonido agudo y leve como una chispa. Luego, Elena, en una maniobra limpia y rapidísima, rellenó nuestras copas con el vino que no se había bebido su abuela, y los dos nos seguimos riendo entre dientes mientras mi profesora ponía sobre la mesa dos paquetes, uno blando y de forma imprecisa, el otro duro, un paralelepípedo perfecto de papel estampado que traicionaba lealmente su contenido. Dejé el libro para el final, y descubrí en primer lugar una bufanda jaspeada, tejida a mano con lana de muchos colores diferentes y rematada sin flecos, como las que usaban los hombres.
—Muchas gracias —era muy bonita, y más alegre que las monótonas tiras de lana gris que solía hacerme mi madre—. Me gusta mucho.
—La hemos hecho entre las dos —la Elena más joven me miró y yo sentí que mi corazón dejaba de latir.
—¿Entre las dos? —la mayor se echó a reír—. Nada de eso, la he hecho yo sola.
—Pero yo elegí los colores, ¿o no? Y he hecho un poco, lo que pasa es que me equivocaba mucho, y la abuela tenía que deshacer lo que estaba mal y hacerlo otra vez, porque este punto es muy difícil, ¿sabes? Y los colores, ¿te gustan? A lo mejor te parecen un poco chillones, pero como siempre vas de verde oscuro…
—Es que mi madre aprovecha las capas viejas de mi padre para hacerme pantalones y abrigos, pero me gusta mucho, de verdad.
—Me alegro —doña Elena empujó hacia mí el otro paquete—. Pues a ver si esto también te gusta.
Robert Louis Stevenson, leí, La isla del tesoro. Era un libro nuevo, más delgado que los que había cogido prestados de la caja de fruta y de una colección distinta, porque no tenía ilustración en la portada pero sí muchos grabados en blanco y negro intercalados entre las páginas.
—Ya —doña Elena me leyó el pensamiento—, ya sé que estás harto de barcos, y de islas, pero los que aparecen en esta novela no tienen nada que ver con los de Julio Verne, y te va a encantar, estoy segura. No puedes abandonar las novelas de aventuras sin leer esta, Nino. Y después, ya seguirás con los Episodios, no te preocupes.
—Yo quería que te compráramos otro libro, porque en este por lo visto no salen chicas, ni hay amor, ni nada, pero bueno —Elenita me dirigió una sonrisa cargada de malicia—, como a ti no te importan tanto esas cosas…
A las seis, cuando nos levantamos, doña Elena se despidió de mí con dos besos y aunque ya era de noche, y hacía mucho frío, dejó que su nieta me acompañara hasta la puerta. Ella se apoyó en la hoja para cerrarla, se metió las manos en los bolsillos, y se quedó mirándome mientras me ponía mi bufanda nueva.
—¿Cómo me queda?
—Muy bien, estás muy guapo —y entonces dio un paso hacia mí y me besó en la mejilla—. Feliz cumpleaños, Nino.
Cuando pude darme cuenta de lo que había pasado, ya se había metido en su casa. Yo me quedé en el umbral, paralizado por el asombro y por el placer de aquel beso liviano, inocente, que no significaba nada y sin embargo era el primero que recibía de una niña que no fuera mi hermana, e idéntico al que Paquito había implorado tantas veces en vano a la hermana de Miguel. Elena me había besado porque había querido, sin ningún compromiso, ninguna obligación, y me daba cuenta de que esa iniciativa resultaba menos trabajosa que coger las agujas de hacer punto y tricotar un rato, aunque fuera para equivocarse cada dos por tres, pero para mí era mucho más importante, tanto que no conseguí ponerme en marcha hasta que mis orejas empezaron a gritar de frío. Entonces me puse una mano en la mejilla derecha como si pudiera preservar ese beso, mantenerlo a salvo, vivo sobre mi piel, y cuando empecé a bajar la cuesta, casi pude sentir su calor, la presión de esos labios que le daban sentido a la conversación que había escuchado la noche anterior desde mi cama y que me compensaban por ella al mismo tiempo, nos hemos equivocado, Mercedes, yo me he equivocado, nunca debimos mandar a Nino al cortijo de las Rubias, nunca, yo no podía imaginar que fuera a pasar esto, pero ya ves, está cada día más raro, más rebelde, no parece el mismo, todo el día encerrado en casa, leyendo, sin salir ni a jugar con los otros chicos… Pero ¿qué dices, Antonino? Mi padre tenía razón, pero mi madre no quiso dársela, claro que sale, y claro que juega, lo que pasa es que estamos en enero, no sé si te has enterado, y en este maldito pueblo hace un frío de mil demonios, así que deja de decir tonterías y tengamos la fiesta en paz.
La tuvimos. Ella no había querido tomarse en serio mi renuncia a cualquier celebración que no incluyera a Elena, y me estaba esperando con el mismo chocolate, los mismos picatostes de todos los años. Los invitados llegaron casi al mismo tiempo que yo, Paquito con un cartón impreso que traía el parchís por una cara y la Oca por la otra, Miguel con una caja de madera con dados, cubiletes y fichas de varios colores, y Alfredo, con una bomba de bicicleta casi nueva.
—Gracias —le dije, menos sorprendido por la novedad de que apareciera con un regalo que por la inutilidad de aquel objeto—. Está muy bien, aunque no tengo bicicleta.
—Ya, pero así, cuando la tengas, no tienes que comprártela.
Aquella mañana, antes de ir a la escuela, mi madre me había dado un cazamariposas que me gustó mucho, porque como lo usaba para coger cangrejos, en la malla del que tenía ya no cabía ni un solo remiendo más, y una cartera nueva que no me hacía ilusión, pero sí falta desde que a la vieja se le rompió la correa y tuve que empezar a llevarla colgando de un cordel. No esperaba más regalos, pero después de merendar, mientras la ayudaba a limpiar la camilla de platos y tazas para poder estrenar el parchís con mis amigos, que nunca habían leído a Julio Verne y despreciaban el juego de la Oca, me dijo que tenía otra cosa para mí. Señaló una esquina con los ojos y vi en ella un paquete plano, rectangular y envuelto en papel de estraza, pero no adiviné lo que había dentro y ella no me lo quiso contar. Luego, me prometió, cuando estemos los de la familia a solas… Mi padre llegó pronto, mientras todavía nos estábamos persiguiendo los unos a los otros por aquel modesto laberinto de pasillos de colores, y celebró aquella escena tan tranquilizadoramente vulgar con una sonrisa que interpreté sin dificultad. Estaba contento, y después del postre lo estaría mucho más.
—¡Nino! —y a pesar de todo, me dejé arrastrar por su entusiasmo—. ¡Mira cuánto has crecido! Es increíble. Mercedes, trae el metro, que quiero medirlo, a ver… Un metro y cuarenta y seis centímetros, qué barbaridad, este año has crecido más que los dos anteriores juntos, y eso que todavía tienes once años…
En realidad, medía un metro y cuarenta y cuatro centímetros y medio. La chapa que remataba la cinta métrica que madre usaba para coser ocultaba quince milímetros que él me regaló al pisarla con el zapato, pero no quise corregirle porque me cogió por el hombro y me abrazó para volver a entrar en casa, como si nunca hubiéramos discutido antes de Navidad. Tampoco reparé en el sentido de su última advertencia. No pude pensar en eso, ni en nada, desde que madre dejó caer al suelo el envoltorio de papel de estraza, y me entregó su último regalo con un gesto solemne y una sonrisa que no le cabía en la boca.
—Toma. Y enhorabuena, hijo.
«La academia Morales de Mecanografía y Secretariado acredita que don Antonino Pérez Ríos ha superado con éxito las pruebas académicas de Taquigrafía y Mecanografía, y para que conste a todos los efectos expide este diploma en Jaén, el 2 de noviembre de 1948». Eso era lo que había dentro del paquete, en un marco barato de listones dorados, muy estrechos. Después de leerlo, miré a mis zapatos, al techo, al suelo, a la puerta por la que no lograría escapar de mi propia casa, y por fin a ella, tan exultante de felicidad que me dio vergüenza que me diera vergüenza, y sin embargo no lo pude evitar.
—Pero, madre… —dije solamente, y ella me abrazó con tanta fuerza que a punto estuvo de romper el cristal al estrecharme entre sus brazos.
—¿A que te gusta? Ya puedes estar orgulloso, hijo, porque yo estoy muy orgullosa de ti. ¿Sabes que eres el primero, Nino? —cuando se separó de mí, tenía los ojos inexplicablemente húmedos, como si estuviera a punto de echarse a llorar—. El primero de toda la familia, de la de tu padre y de la mía, el primero que tiene un diploma de algo.
—Pero, madre —repetí, mientras mi vergüenza se trocaba en una culpa sin límites—, ¿dónde vamos a poner esto?
—Pues aquí mismo, en cualquier pared, para que se vea bien.
—Eso —y mi padre intervino por fin—. Para que lo vea el teniente y a mí se me caiga el pelo. Hay que ver, Mercedes, parece mentira…
—Bueno, pues que lo ponga en su cuarto.
—Que no, en ninguna parte es donde lo va a poner, ¿es que no lo entiendes?
—¿Y para qué me he gastado yo el dinero, para esconderlo en un armario?
—Pues sí, y si no, haberlo pensado antes.
Yo asistí a su discusión sin decir nada, en un estado de ánimo confuso, donde la culpa y la vergüenza se fueron complicando con sentimientos más difíciles, porque mi padre tenía razón, y a mí me convenía que su razón triunfara, y sin embargo, mi madre estaba a punto de llorar otra vez, pero de pena, y su decepción me parecía tan cruel, tan injusta, que al mismo tiempo me sentía dispuesto a enarbolar aquel patético diploma como una bandera para pasearlo por las calles. Quizás por eso, y porque no podía consentir que el mejor cumpleaños de mi vida terminara tan mal, fui yo quien encontró la solución.
—Callad un momento —les pedí, y por una vez me complacieron—. Ya sé lo que vamos a hacer. Vamos a colgar el diploma en la puerta de mi armario, pero por dentro. Así, madre podrá verlo todos los días, podrá enseñárselo a quien ella quiera, y lo veré yo también, pero el teniente no lo verá nunca.
—Me parece bien —él asintió con la cabeza mientras ella corría hacia mí, para apretar mi cara entre sus manos.
—Pero qué listo eres, hijo mío.
Aquella misma noche, antes de irnos a la cama, padre clavó dos puntillas en el travesaño que reforzaba la puerta de mi armario y el diploma se quedó allí, escondido y expuesto al mismo tiempo. Antes de dormirme, pensé que para estrenar mis once años sólo me había faltado Pepe el Portugués, que llevaba un par de días en Úbeda, donde habían operado a su madre de urgencia. Volveré lo antes que pueda, le había prometido a Paula, pero pasaron casi dos semanas antes de que pudiera dejar a sus padres en su casa para volver a la suya. Él también me trajo un regalo, que me habría encantado si no hubiera llegado tan tarde.
—Pero ábrelo, que parece que estás atontado…
Había venido a buscarme a la escuela, y después habíamos ido al café de la plaza, territorio neutral entre la taberna de Cuelloduro y el Casino que presidía don Carlos Mariamandil, el hermano de don Justino. Entonces puso un paquetito alargado encima de la mesa y me quedé mirándolo como si no supiera qué hacer con él. Dentro, en un estuche de cartón granate, había una pluma estilográfica de esmalte negro, con el borde dorado. Era muy bonita y yo nunca había tenido una ni siquiera fea, pero aquella tarde, ningún regalo habría conseguido animarme.
—Muchas gracias —dije de todas formas, como un niño bien educado—. Es preciosa.
—Ya está usada, ¿sabes? Se la compré a un chamarilero de Úbeda, para qué te voy a engañar, pero escribe muy bien, él la cargó delante de mí, y… —en ese momento se cansó de hablar para que yo no le escuchara—. ¿Qué te pasa, Nino?
—Que todo se ha ido a la mierda, me pasa.
—¿Todo? —y me cogió de la barbilla para obligarme a mirarle—. ¿Qué todo?
—Pues todo —contesté—. Absolutamente todo.
Mi padre había dejado pasar más de una semana antes de darme la noticia, igual que había hecho el año anterior. Como entonces, no había querido hablar conmigo hasta que mis hermanas estuvieron acostadas, pero aunque se paseó varias veces la mano por la cabeza, desde la frente hasta la nuca, como siempre que le costaba trabajo encontrar las palabras que necesitaba, aquella vez me habló más claro, sin rodeos.
—Mira, Nino, yo quería decirte… Bueno, este año has crecido mucho, ¿no?, y yo antes estaba preocupado, la verdad, porque veía que te quedabas retrasado, que siempre eras más bajo que los demás, pero ahora ya has cogido a tu amigo Miguel, estás casi igual que él, y por eso… Creo que de mayor darás la talla, que podrás entrar en el Cuerpo y tendrás la vida resuelta, así que…
—Yo no quiero ser guardia civil, padre.
—Eso no lo sabes todavía, Nino. Eres demasiado pequeño. Cuando crezcas…
Me di cuenta de que no le había dado importancia a mis palabras y le interrumpí para repetirlas en un tono más firme, seco, casi desafiante.
—No voy a ser guardia civil.
Sólo en aquel momento empezó a escucharme, y levantó la cabeza para mirarme con una expresión indefinible, en la que se mezclaban la dureza y el fracaso, la comprensión y el deseo de hacerse comprender al mismo tiempo.
—Muy bien —continuó en un tono sereno, controlado—, eso es asunto tuyo, pero siempre tendrás esa oportunidad. Yo he tenido muchas menos en la vida, ¿sabes? Y por eso… El mes pasado, el teniente nos comunicó que, por fin, vuelve al ejército. Le han asegurado que antes del verano le ascenderán y le trasladarán, para que Sanchís ocupe su puesto de oficial responsable de la línea, que es rarísimo, pero bueno, como es un héroe de guerra y el mando le come en la mano… Eso significa que Izquierdo será sargento y Carmona, cabo. Significa también que pasarán muchos años antes de que me asciendan a mí, si es que me ascienden alguna vez, y nosotros somos pobres, Nino, ya lo sabes. Con lo que gano, llegamos por los pelos a fin de mes, y cada vez tenemos más gastos. Tu madre cree que ha vuelto a quedarse embarazada. No queríamos decíroslo hasta estar seguros, pero… —ella, que estaba sentada a su lado y no había abierto la boca, acercó su silla a la de su marido y le apretó la mano en silencio—. El caso es que hasta ahora hemos ahorrado con mucho trabajo para pagarte las clases de máquina, y luego las de francés, pero… Vas a tener que dejarlas, Nino.
—No me hagas esto, padre.
Le había oído y todavía no había comprendido del todo lo que me había dicho, no había tenido tiempo para calibrar la magnitud de aquel desastre, Elena, su abuela, los libros, la libertad de ir y volver del cruce, de subir y bajar a mi antojo, y el futuro ilimitado, neutro, desprovisto del color de cualquier uniforme, que acababa de esfumarse ante mis ojos. Todavía no me había dado tiempo a medirlo, a calcularlo, a analizarlo, y sin embargo no necesité ni un solo segundo más para comprender que aquello era lo peor que podría haberme dicho nadie aquella noche.
—No puedes hacerme esto —y busqué en su mujer una dudosa aliada—, díselo tú, madre, tú, que dices que estás tan orgullosa de mí, dile que no me haga esto, que no puede, que no…
—Lo que no podemos es hacer otra cosa, hijo —pero ella no quiso ponerse de mi parte.
—Padre —por eso me volví hacia él—, por favor, puedo dar menos horas a la semana, buscarme un trabajo para después de la escuela, puedo…
—A mí me gustaría, Nino —él seguía estando sereno, y sonrió, aunque no se esforzó en disimular que mis palabras le estaban haciendo daño—. Me gustaría que hablaras francés, inglés, que fueras a la Universidad, que le dieras la vuelta al mundo, que te leyeras todos los libros que se han escrito. Me encantaría, de verdad, pero no puedo. No puedo gastarme en ti más dinero que en tus hermanas, porque si dentro de cinco o de seis años, Dulce me dice que quiere casarse… ¿Qué le voy a contar yo? ¿Que ha habido dinero para que tú dieras clase de lo que se te antojara, pero que no queda ni una peseta para su ajuar? Eso no sería justo, ¿verdad? Y no va a hacer falta esperar tanto. El 26 de marzo, Marisol se casa con Pedrito, el de don Justino. El teniente nos ha hecho la faena de invitarnos a la boda, así que tu madre tendrá que comprarse un corte para un vestido nuevo, tendremos que hacer un buen regalo, y… Tienes que comprenderlo, Nino, ya sé que no es fácil, pero… Yo, a tu edad, ni siquiera iba a la escuela, las cosas son así y no tienen remedio. Febrero ya lo hemos pagado, marzo podemos pagarlo todavía, pero en abril… En abril, las deudas nos van a llegar hasta el cuello. Díselo a doña Elena. Dile que lo siento mucho, pero que, de momento, en abril dejarás las clases. Y cuando pase el tiempo, pues… Ya veremos.
Asentí con la cabeza, me froté los ojos con los dedos y le miré. Me habría gustado creer que no me estaba diciendo la verdad, que había vuelto a enfadarse conmigo sin motivo, que sólo quería alejarme de la mala influencia del cortijo, intentar que volviera a ser como antes, cuando no leía libros y estaba todo el día jugando al fútbol con Paquito. Me hubiera gustado creerlo, pero no pude, no pude desconfiar de él, no pude consolarme pensando que me mentía, que estaba siendo injusto conmigo por un capricho, para vivir más tranquilo, para no tener que oír chismes que no le hacían ni puta gracia, para no pasar miedo por mí, ni por sí mismo. Eso habría sido mejor, y no se habrían apagado de un soplo todas las luces, no se habrían cerrado a la vez todas las puertas, y yo estaría furioso, no vencido, furioso, no desolado, furioso, no conmovido por la expresión de aquel hombre vestido de verde aceituna que había tenido menos oportunidades que yo y que me estaba diciendo la verdad, la única verdad que podía contarme, la única que me privaba hasta del pobre consuelo de la furia y me abocaba a una ternura extraña, una compasión torpe, indeseable, lástima por mí y por él, lástima por él y por mi madre, lástima por sus padres, por sus hijas, por el hermano que me iba a nacer, tanta lástima, demasiada lástima y toda inútil, tan mezquina como mis ambiciones e igual de inservible, el miserable patrimonio de un hombre al que todo le había salido mal, la herencia que acababa de descargar sobre mis hombros y que ya no podría ignorar nunca, porque al final, después de todo, iba a dar la talla y ya no haría falta que hablara francés, ni que escribiera a máquina, ni que trabajara en una oficina para que nadie se riera de mí.
—¿Puedo irme a la cama, padre?
—No —y su voz tembló mientras tendía sus manos abiertas hacia mí—. Dame un abrazo primero.
Le abracé como no le había abrazado nunca, como nunca había abrazado a nadie, como si fuera de aquel abrazo no hubiera nada, sólo el vacío, y tras él, el mundo de los que habían nacido con suerte, de los que podían escoger su propia vida, los que no tenían que vivir en la casa cuartel de Fuensanta de Martos, en la Sierra Sur, en Jaén, en 1949. Ese mundo no era el mío, nunca sería para mí, jamás podría llegar hasta él, salvar de un salto el vacío que lo aislaba de mis brazos, fundidos con los brazos de mi padre en un nudo apretado y caliente, una tristeza sin luz y sin remedio. Eso fue lo que intenté que entendiera el Portugués tres días después, pero tampoco lo conseguí del todo.
—Pero bueno, Nino, tampoco es para ponerse así —me dio una palmada en el hombro y le miré, y vi que sonreía, pero no fui capaz de imitarle—. Anímate, hombre, que ya encontraremos una solución. Seguro que a Elena no le importa seguir dándote clases sin cobrar.
—Sí, pero ya nada será lo mismo.
Eso fue verdad. Todo estaba a punto de cambiar, y cambió en muy poco tiempo para que ya nada fuera lo mismo, ni en mi vida ni en la de los demás, porque antes de que se cumpliera el plazo de mi última clase de francés, nuestro mundo pequeño y miserable se puso del revés por última vez, y Fuensanta nunca volvió a ser el pueblo que había sido.
El 26 de marzo, cuando se paseó ante nosotros para que la viéramos con su vestido nuevo, ya era evidente que madre estaba embarazada. Pastora, que nunca lo había conseguido, la miró con envidia cuando vino a casa, vestida también de punta en blanco, para ir con ellos a la boda de Marisol, que iba a celebrarse en un hotel de la capital porque su suegro había tirado la casa por la ventana. Sanchís insistió en que no le importaba quedarse solo en el cuartel, de guardia, así que todos los demás fueron a la boda, los hombres de uniforme, para ahorrar, las mujeres más elegantes que nunca. Y aquella madrugada, mientras todos bailaban y brindaban por los recién casados, un coche que después nadie lograría identificar, porque sólo lo vio un cortijero analfabeto, que no sospechó nada y tampoco habría sabido leer la matrícula si hubiera querido, llegó hasta Fuensanta de Martos de vacío y con las luces apagadas, para marcharse cargado con cuatro mujeres, Filo la Rubia, Fernanda la Pesetilla, que se llevó con ella a sus dos hijos, María Cabezalarga e Isabel Mariamandil, aquella especie de voluntaria monja de clausura por la que Curro había suspirado en vano durante tanto tiempo, y que quizás fuera la única chica del pueblo de quien jamás nos habríamos atrevido a esperar algo parecido. La boda fue un éxito, la fuga también, porque los Mariamandiles, como otros parientes ricos de don Justino, se quedaron a dormir en Jaén, en el mismo hotel donde se celebró el banquete, y no echaron de menos a su hija hasta el lunes, día 28.
Por la mañana temprano, la muchacha que ayudaba a Isabel a cuidar de su abuela, fue a verlos para avisar de que no había podido entrar en la casa. Se había encontrado la puerta cerrada con llave y a la anciana en camisón, aporreando la ventana con los nudillos mientras lloraba como una Magdalena. Doña Felisa, más asustada por su hija que por su suegra, fue corriendo pero no encontró ni rastro de Isabel, sólo la casa recogida, varias fuentes con comida sobre la mesa de la cocina y una nota escrita a mano que decía, papá, mamá, me voy, no me busquéis, siempre habéis sido muy buenos conmigo pero tengo que vivir mi propia vida, vuestra hija que os quiere, Isabel.
—Con esto no podemos hacer nada, doña Felisa —el teniente intentó desanimarla con toda la delicadeza de la que era capaz, después de leer la nota y de mandar a Curro a la taberna, a traerle una tila—. Su hija ya es mayor de edad. Puede usted denunciar la desaparición, si quiere, pero…
—¡Claro que quiero! Tienen que encontrarla, Salvador, tienen que encontrarla y traérmela aquí, a su casa, yo no sé, no entiendo… —los sollozos no la dejaban hablar y estaba tan nerviosa que derramó en el suelo más tila de la que fue capaz de beberse, tanto le temblaba la mano que sostenía la taza—. Esto no puede ser, es imposible, ¿es que no lo entiende? La han raptado, la han secuestrado, eso es, han tenido que secuestrarla, porque por su propia voluntad, mi hija nunca habría hecho una cosa así, una niña tan buena, tan religiosa, tan dócil… ¡Si no quiso ni venir a la boda de su prima! Ya la conoce usted, y además, últimamente estaba tan despistada, tan metida en sus cosas, tan mística, en una palabra, que su padre hasta tenía miedo de que acabara metiéndose en un convento, no le digo más. De vez en cuando, tenía… No sé cómo llamarlo, una especie de raptos, que le subían los colores a la cara y le brillaban los ojos igual que a las imágenes de las iglesias. Mi marido me lo decía siempre, mírala, parece una santa… Y eso parecía, la verdad, tendría que haberla visto, todo el día encerrada en casa, abrazada a un cojín, sonriendo para sus adentros, sin hablar con nadie. Si ya ni siquiera salía, todo el pueblo lo sabe, que nunca iba al baile ni al cine con sus amigas, y no quería oír hablar de ningún chico, eso desde luego. A mí déjame de novios, madre, me decía, que no estoy para tonterías, y era verdad, no me diga que no, ella, nada, ella todo el tiempo con su abuela. Pobretica, me decía, está tan mayor, cualquier día de estos se nos muere, y se alegra tanto de verme, le gusta tanto que le haga compañía, que me quede a dormir con…
Al llegar a ese punto, el teniente levantó las cejas y doña Felisa se calló de pronto, como si hasta entonces no hubiera tenido en cuenta dónde estaba aquella finca, el cortijo que su suegra siempre se había negado a abandonar aunque estuviera más allá del cruce, y por mucho que sus hijos llevaran años insistiendo en que debería vivir en la casa que tenía en el pueblo.
—¡Ay, Dios mío! —y se puso una mano en el escote como si quisiera tapar un agujero por el que se le estuviera escapando la misma vida—. ¡Ay, Dios mío, Dios mío! ¡Asesinos, asesinos!
—Hombre —terció el teniente—, asesinos… No le digo que no, pero yo diría que a Isabel no se la han llevado para matarla, precisamente. Por ese lado, puede usted estar tranquila.
—Bueno, pues criminales… —insistió la madre de aquella dudosa víctima—. ¡Criminales, bandidos! ¡Ay, mi pobre niña!
Cuando consiguió que doña Felisa accediera a volver a casa con su marido, Michelín se quedó mirando a Curro con los brazos en jarras y una sonrisa cargada de sorna entre los labios.
—A saber con quién dormiría Isabelita cuando decía en casa que se iba a dormir con su abuela… Así no te quería a ti, claro, ya me gustaría a mí saber quién se la estaba beneficiando. ¡Joder con los raptos! Y que estaba pensando en meterse a monja, sí, seguro… Desde luego, con las mujeres no hay quien pueda. No hay manera de fiarse de ninguna.
Después, y aunque sabía perfectamente que las familias de las otras tres no iban a denunciar, porque lo más seguro era que hubieran estado en el ajo desde el principio, pidió a sus hombres que le llevaran al cuartelillo, al menos, a una persona de cada casa, y cursó una denuncia por la desaparición de Isabel, más por quedar bien con don Carlos, el hermano pequeño de don Justino, que por otra cosa. A aquellas alturas, estaba seguro de que las mujeres se habrían separado para no llamar la atención, a no ser que estuvieran ya en Francia, o en Portugal, o que hubieran cruzado el Estrecho desde Algeciras, o desde Málaga, o desde Almería. Si no habían parado, y no lo habrían hecho, en un día y dos noches les había dado tiempo a llegar a cualquier sitio con su propia documentación, porque nadie las estaba buscando todavía. El teniente, que estaba convencido de que Isabel había sido el cerebro de una fuga organizada por amor, y no por ideas políticas, reconoció desde el principio que la Mariamandil había sabido escoger la mejor fecha, había medido tan bien los tiempos y había calculado los detalles con tanta exactitud, que la búsqueda más exhaustiva no representaría más que una pérdida de tiempo.
Esa fue su única conclusión. Nunca averiguaría nada más, ni siquiera después de la espontánea comparecencia de don Bartolomé, que aquella misma mañana se presentó por su cuenta para declarar que le daba tanta rabia ver cómo todas las rojas del pueblo se acercaban a Filo para pasarle la mano por la barriga cuando se la encontraban por la calle, que un par de semanas antes se había atrevido a hacerle una advertencia. Si estás pensando en llamar a tu hijo Tomás, le dijo en voz alta, no te lo pienso bautizar. No se preocupe, le había contestado la Rubia mientras acariciaba su propia tripa, que éste se va a llamar Tomás, pero no lo va a bautizar ni usted ni nadie. Entonces no podrá vivir en España, había replicado él, y Filo se había echado a reír, ¿y quién le ha dicho a usted que mi hijo va a vivir en España?
—¿Y qué me quiere decir con eso? —le preguntó el teniente a don Bartolomé.
—¡Pues que tenía preparado el viaje de antemano! —respondió el cura, muy ufano—. ¿Es que no lo entiende?
—Ya, ya, claro que lo entiendo —y sin perder la poca paciencia que le quedaba, le acompañó hasta la puerta—. Muchas gracias, don Bartolomé, y no hace falta que vuelva por aquí. Ya le llamaremos nosotros si le necesitamos.
Los interrogatorios fueron igual de inútiles, pero cuando se cansó de que Chica, y Paula, y Julián Cabezalarga, y Remedios Saltacharquitos contestaran a sus preguntas con otras preguntas, ¿y yo qué sé?, ¿y a mí qué me cuenta?, ¿cómo voy a saber yo con quién se acostaba mi hermana?, ya era mayorcita, ¿sabe?, ¿y a mí me lo iba a contar, que soy su suegra?, ¡pregúntele usted a su madre!, reunió a sus hombres para contarles lo que todos sabían desde el principio.
—Tenemos que estar alerta, y preparados para cualquier cosa. Los del monte se han llevado a sus mujeres y eso sólo puede significar dos cosas. O que han querido ahorrarles las represalias de antemano porque están preparando algo muy gordo, no lo permita Dios, o que se van.
Se iban. Diez días después, mientras patrullaban de noche, cerca del molino viejo, Curro y Sanchís distinguieron una silueta que bajaba del monte, y le dieron el alto para escuchar una voz conocida.
—No disparéis, voy desarmado, no disparéis.
Era Juan el Pirulete, el primo de Elías, que se había echado al monte con él tres años antes. Quería hacer un trato. Los de arriba se iban a Francia, él quería quedarse en España, y estaba dispuesto a contarlo todo, cuántos eran, qué armamento tenían, cuándo querían salir y por qué ruta.
Pero no llegó a traicionar ninguno de esos secretos, porque antes de que pudiera decir una sola palabra más, Miguel Sanchís le metió una bala entre las cejas, y después se suicidó con su pistola reglamentaria.
* * *
Al abrir los ojos, no comprendí por qué me había despertado. El corazón me latía muy deprisa, como si estuviera asustado por algo, aunque en mi cuarto no había nada nuevo, extraño o fuera de su lugar. Creí que había sido una pesadilla, pero cuando estaba a punto de darme la vuelta para volver a atrapar el sueño, escuché el repiqueteo violento, casi frenético, de unos nudillos en las tablas de la persiana, encendí la lamparita enganchada con una pinza en el cabecero de mi cama, y me levanté. A la luz de la diminuta bombilla que usaba para leer, no fui capaz de reconocer la cara que estaba pegada al cristal.
—¡Por fin! —pero al abrir la ventana me encontré con Curro, tan nervioso que ni siquiera su voz parecía suya—. Ya creía que no te ibas a despertar nunca.
—¿Qué pasa? —le pregunté, mientras le veía desabrocharse el botón del cuello de la camisa para aferrarse después a su propia garganta como si le faltara el aire—. ¿Qué quieres?
—Ve a buscar a tu padre —y debería haber sido una petición, pero sonó como una orden—. Despiértale, dile que se levante y que me abra la puerta sin hacer ruido.
—¿Y por qué no llamas al timbre?
—Porque no. Haz lo que te digo, corre.
Mi padre estaba tan dormido como lo había estado yo hasta hacía sólo un momento, pero su mujer tenía el sueño más ligero y me ayudó a zarandearle hasta que entre los dos conseguimos provocar un estallido de furia que le despejó del todo.
—¿Pero se puede saber qué coño ha pasado? —me preguntó, después de encadenar un par de blasfemias de las gordas.
—No lo sé, no ha querido decírmelo —y volví a repetir lo poco que sabía—. ¿Quieres que vaya a abrir?
—Sí, anda, ve.
En un solo instante, su tono había cambiado tanto que antes de darle la espalda para ir hacia la puerta, ya me había dado cuenta de que estaba asustado. El mal humor se había disipado sin llegar a desfruncirle el ceño, que ahora presidía una expresión distinta, un gesto de preocupación que no entendí del todo pero que perdió importancia cuando abrí la puerta para encontrar a Curro tan pálido como si estuviera muerto.
—Pasa —le dije, y ya estaba dentro cuando me levantó la mano del picaporte para empujarlo él muy suavemente, sin hacer ruido.
Después, tambaleándose como si estuviera borracho, o herido, o ambas cosas a la vez, bajó la persiana de la ventana que daba al patio antes de desplomarse sobre una silla y dejarse caer de bruces sobre la mesa. Así le encontró mi padre cuando salió, vestido de uniforme, la pistola bien visible a un lado del cinturón.
—¿Tú no tendrías que estar de guardia? —Curro levantó la cabeza para mirarle con los ojos rojizos, dilatados, como un indicio sangriento en la amarillenta palidez de su piel.
—Sí, estaba de guardia, pero… —se frotó la cara con las dos manos, se la destapó, negó con la cabeza como si no supiera por dónde empezar—. No te vas a creer lo que ha pasado, Antonino. No me lo puedo creer ni yo, todavía.
—¿Queréis que haga café? —mi madre, que se había entretenido en peinarse, pero se había contentado con echarse una toquilla de lana gruesa encima de un camisón largo hasta los pies y no más sugerente que el hábito de una carmelita, entró en ese momento para acercarse a ellos con pasos cautelosos.
—Sí —su marido aceptó sin mirarla.
—Yo prefiero una copa —Curro insistió antes de que su compañero pudiera llevarle la contraria—. Aunque esté de servicio, lo que me vendría bien es una copa, de verdad, Antonino, necesito beber algo para aclararme, todavía estoy temblando, ¿es que no lo ves?
—Bueno, bueno —mi padre se levantó, se acercó al aparador, y al darse la vuelta, con una botella distinta en cada mano, debió de verme, pero no me miró—. Coñac hay, pero queda poco. Orujo…
—Lo que sea —Curro alargó el brazo para coger uno de los vasos limpios que estaban en el escurridor y vació la botella de coñac en su interior—. Me da lo mismo.
Yo estaba apoyado en la puerta de mi cuarto, esperando a que me mandaran a la cama de un momento a otro, pero ninguno lo haría antes de que Curro terminara de contar lo que había sucedido aquella noche. Él era el único que podía verme, pero hablaba con los ojos clavados en los de mi padre, que estaba sentado frente a él, de espaldas a mí, sin desviarlos siquiera hacia su derecha, desde donde le miraba mi madre. Ella tampoco pareció advertir que yo seguía allí, de pie, sin hablar, sin moverme, sin darme apenas cuenta de que respiraba, pendiente sólo de los labios de Curro, de sus palabras, de sus pausas, las frases que iban hilando aquella historia extraordinaria, confusa y caliente, misteriosa y turbia, extraña e increíble, increíble, increíble sobre todo, de principio a fin, porque era imposible creer que fuera cierta, porque ni siquiera Curro, que había estado allí, comprendió qué estaba pasando, qué había pasado cuando Juan el Pirulete cayó al suelo con un tiro entre las cejas. Yo estaba allí y lo vi, lo vi y no lo entendí, lo vi y no me lo creí, te lo juro, Antonino, que estaba allí delante y no me pude creer lo que había visto, que lo que acababa de pasar fuera verdad…
Las manos le temblaban cuando apuró el coñac, le temblaban cuando agarró la botella de orujo, le temblaron mientras se llevaba el vaso a la boca para contar que al principio había pensado que era una trampa, que había otro hombre, un tercer tirador como el que forzó la muerte de Comerrelojes, pero no, allí no había nadie más, allí estaban sólo Sanchís y él, Sanchís todavía con la pistola en la mano, moviéndola muy despacio hacia su compañero, porque había sido él, Antonino, él había disparado, él acababa de matar al Pirulete y yo no lo entendía, no sabía por qué, si venía a proponernos un trato, si estaba dispuesto a cantar, a contárnoslo todo, y se lo pregunté, le dije, ¿qué has hecho?, ¿por qué le has matado?, ¿te has vuelto loco, Miguel…? Pero Miguel Sanchís, «el ángel de las mujeres», el sargento de la Guardia Civil, el hijo de guardia civil, el nieto de guardia civil, el hermano, y primo, y sobrino de guardias civiles que acababa de matar al Pirulete, no estaba loco.
Eso habría sido mejor para Curro, para mi padre, para el teniente, habría sido más sencillo, más fácil de contar, de entender, más fácil sobre todo de olvidar, pero Sanchís no estaba loco y quiso aclararlo inmediatamente. Las manos quietas, Curro, me dijo, tira esa pistola al suelo si no quieres que te mate aquí mismo, hazme caso porque no merece la pena que mueras tú también, ¿sabes?, y no estoy loco, pero si no tiras el arma al suelo ahora mismo, te dejo igual que a éste… Y yo no sé si hice bien, bueno, sé que hice mal, pero estaba cagado de miedo, esa es la verdad, que me cagué de miedo y tiré la pistola, porque él tenía la suya en la mano, porque me estaba apuntando, porque me miraba con una cara que creí que me iba a matar a mí también, te lo juro, Antonino, te juro que pensé que me iba a matar, pero no lo hizo, yo creo que sólo quería hablar, que quería estar seguro de que iba a escuchar todo lo que quería decirme, aquí abajo estoy yo solo, eso fue lo primero que me dijo, aquí abajo estoy yo solo pero arriba hay muchos más…
Entonces fue mi padre quien cogió la botella de orujo, fue él quien se la llevó a los labios, le vi inclinar la cabeza mientras bebía y después a mi madre, con las dos manos cruzadas sobre la boca, como siempre que se llevaba un susto, levantarse para rodear la mesa e ir hasta el fregadero, y creí que iba a coger un vaso, pero cogió dos, y le quitó la botella a su marido para rellenarlos, y le pegó un trago al suyo, y yo nunca había visto beber a mi madre, y menos embarazada, pero despachó en un instante medio vaso de orujo y ni siquiera me extrañó, eso me dijo, Antonino, y yo debería haber comprendido, pero no quise, no pude comprender, es que no me cabía en la cabeza, ¿que estás tú solo en qué?, no te entiendo, Miguel, ¿qué estás diciendo?, a eso ya no quiso contestarme, dile a Pastora que la quiero, me pidió a cambio, dile que la quiero mucho, muchísimo, como no he querido nunca a nadie, que la quiero más que a mi vida, y entonces se le quebró la voz como si estuviera a punto de llorar, parecía a punto de echarse a llorar pero sonrió, tú no lo vas a entender, añadió, pero ella sí lo entenderá, y en ese momento ya era él y no era él, eso dijo Curro, y mi padre no le preguntó nada, era él y otro distinto, mi madre tampoco quiso interrumpirle, era como si se le hubiera cambiado la cara, ¿sabéis?, porque ellos no podían saber de lo que estaba hablando Curro pero yo sí lo sabía, era como si se le hubieran cambiado los ojos, el gesto, la expresión de la boca, yo había visto una vez a un arcángel que se llamaba Miguel Sanchís, fue muy raro, muy extraño, no os lo puedo explicar bien, había visto la cara de estatua clásica, serena, luminosa, que ocultaba bajo una máscara cruel, pero le vi y no le reconocí, porque era él pero no se le parecía, había visto el rostro inocente, joven y terso, que respiraba bajo la impecable máscara de un impostor implacable, y ya sé que no os lo vais a creer, que no podéis entenderlo, porque hace más de dos años que Sanchís era mi compañero y sin embargo fue como si no lo hubiera visto nunca, y no entendía nada, no sabía lo que estaba pasando, por qué estaba pasando, pero él seguía apuntándome con la pistola y pidiéndome cosas con una voz muy suave, una voz amable que tampoco era su voz, dile a las Rubias que lo siento mucho, eso me dijo, me lo pidió por favor, él, que nunca le había pedido nada por favor a nadie, y aunque a lo mejor Fernanda ya lo sabe, pídele también a su madre que me perdone, cuéntale que yo sabía que aquella noche Saltacharquitos estaba en el desván de su casa con un balazo en el hombro, y que tenía que distraeros, alejaros de allí, así que hice lo que era necesario, lo hice porque era necesario, eso me pidió, y otras cosas, y al final, que hablara con Nino…
¿Con Nino? Esa fue la única vez que mi padre le interrumpió, sin ocultar su alarma pero sin volverse tampoco a mirarme, ¿con Nino por qué? Bueno, es que, desde la noche que nos llevamos a Fernanda a mi casa… Curro no quiso hacer más precisiones y nadie se las pidió, la verdad es que era muy antipático con él, no le dejaba en paz, y esa era la verdad, que era muy antipático conmigo, que no me dejaba en paz, pero en ese momento, no sé por qué, sentí que se me llenaban los ojos de lágrimas, en ese momento sentí una pena enorme por Miguel Sanchís, que era un atravesado, y un cabrón que disfrutaba maltratando a la gente, un cabrón que se divertía amenazando a las mujeres con violarlas, el mismo cabrón que sin embargo no había querido delatarme cuando me vio con Elena en la puerta de la churrería, aquella tarde de domingo, quizás por eso tuve ganas de llorar por él, por eso y porque adiviné que no llegaría vivo al final de aquella historia, de su historia, porque supe que estaba muerto antes de que Curro terminara de contarla, todo eso me dijo y al final me preguntó si me acordaría de todo, y le dije que sí, y me dio las gracias, y yo estaba tan aturdido, tan confundido todavía, que no comprendí lo que iba a pasar, no fui capaz de adivinarlo, no pude impedirlo, sólo mirarle, le miré y vi que se le caían dos lágrimas de los ojos, sólo dos lágrimas muy grandes que le resbalaron despacio por la cara mientras se llevaba la pistola a la cabeza, mientras se apoyaba el cañón en la sien, y ya tenía el dedo en el gatillo cuando gritó, ¡Viva el Partido Comunista de España!, y un instante después volvió a gritar, ¡Viva la República!, y se mató.
Luego, los cuatro estuvimos callados mucho tiempo. Todavía necesitaríamos mucho más para comprenderlo todo, para poder aceptarlo, para recordar e interpretar lo que recordábamos. Mi padre y Curro liquidaron el orujo en silencio mientras mi madre seguía sentada a su lado, con los hombros encogidos, los brazos muertos hasta que fui yo hacia ella, y me senté en sus rodillas, y me abrazó sin mirarme, sin decir nada, como movida por un resorte, un impulso mecánico, inconsciente.
Entonces pensé lo mismo que estarían pensando ellos, empecé a ordenar los episodios de una larguísima cadena de coincidencias que cobraba sentido de repente, y descubrí por qué a Sanchís le gustaba tanto chillar, amenazar, disparar al aire, por qué parecía disfrutar al exhibir tanta violencia, tanta crueldad, tanto odio acumulado, innecesario. Él sabía que, por mucha inmunidad que le garantizara su pasado, hasta el teniente le tenía miedo, sabía que siempre habría alguien encargado de estar a su lado para sujetarle la mano, y siempre hubo alguien, siempre menos la noche en la que mató a Comerrelojes y a su primo Pilatos, porque nunca había sido tan rápido, nunca excepto, quizás, cuando se desabrochaba el cinturón, tan deprisa que nadie se daba cuenta de que jamás hacía siquiera el ademán de desabrochar el primer botón de sus pantalones.
Miguel Sanchís era sargento y no tenía por qué hacer guardias, pero en los momentos difíciles, siempre había sabido convencer al teniente de que lo mejor era que en el cuartel se quedara él, que tenía más autoridad, más experiencia que los demás.
Por eso estaba solo cuando rodearon a Cencerro en Valdepeñas, cuando Elías se subió al monte mientras su madre y sus hermanas velaban el cadáver de su padre, cuando se fugaron las mujeres, pero nunca cuando había redada. Michelín no quería correr el riesgo de que aquel fanático, aquel loco sanguinario, incontrolado, acabara matando a golpes a quien no debía, y lo alejaba de los calabozos con cualquier excusa. Mi padre y Curro estarían recordando ahora cómo se le habían escapado los Fingenegocios, por un pelo, por un puto pelo, dijo él al volver al cuartel, cagándose en Dios, mientras Carmona, su compañero de aquella noche, al que él mismo había enviado en otra infructuosa dirección, le consolaba diciendo que no se preocupara, que a cualquiera se le puede encasquillar una pistola en el momento menos oportuno. Miguel Sanchís nunca le había aplicado la ley de fugas a nadie. Y nadie llegaría nunca a saber cuántos hombres, cuántas mujeres le debían la vida o la libertad, a cuántos habría salvado antes de salvar a muchos más con su propia muerte, aquella noche.
—¡Joder! —mi padre estrelló el puño cerrado sobre la mesa mientras yo recordaba, además, la imprenta de los del monte, el registro irregular del cortijo de las Rubias, el rollo de pleita que le había requisado a Filo para salvar la máquina escondida en el altillo de doña Elena, la escena del calabozo y el miedo que pasé, puro teatro aquella vez, por fin y de verdad una película—. ¡Joder, joder, joder!
—Ay, Nino, siéntate ahí, anda… —mi madre me obligó a levantarme, como si mi peso hubiera empezado a molestarla, y arrimó una silla a la suya sin dejar de mirar a su marido—. Pero no lo entiendo, la verdad es que no lo entiendo —y se volvió hacia Curro—. ¿Por qué no te dijo que se le había disparado el arma?
Él la miró como si no hubiera oído bien la pregunta, y tardó algunos segundos en contestar.
—¿Por accidente? —mi madre asintió—. ¿Pero cómo iba a decirme eso, Mercedes, si acababa de hacerle un agujero entre las cejas a un blanco que estaba a doscientos metros a las tres de la mañana? Es imposible. Sabía que yo no me lo iba a creer, nadie se lo hubiera creído.
—Pero, de todas formas, si era comunista… Es eso, ¿no? Que era comunista, parece mentira, Sanchís comunista, es que me pongo mala sólo de decirlo… ¿Por qué no te mató también a ti? ¿Por qué no se escapó?
Curro la miró como si no se le hubiera ocurrido pensar en eso hasta aquel mismo momento, pero mi padre negó con la cabeza antes de hablar, y ya era el más tranquilo de los tres.
—¿Adónde, Mercedes? No lo tenía fácil, ¿sabes? No tenía muchas oportunidades… —se quedó un momento pensando y sonrió con tristeza—. En realidad, no tenía ninguna. Él trabajaba en secreto, tenía que trabajar en secreto. Los del monte no sabían nada, estoy seguro, porque no lo sabían en el pueblo. Todo el mundo le odiaba, no sólo los rojos, todos, todos le tenían miedo, ya lo sabes, así que, ¿adónde iba a marcharse? Si hubiera intentado irse para arriba con el uniforme, le habrían matado los suyos antes de que pudiera abrir la boca, y si le hubiera dado tiempo a explicarse, le habrían matado igual, porque no se fiarían de él, ellos no pueden fiarse de nadie. ¿Y qué otra cosa podía hacer? Venir aquí, vestirse de paisano, llevarse a su mujer… ¿Adónde? Al monte desde luego no, con las piernas de Pastora no iban a llegar muy lejos. Y si se hubiera marchado él solo, cuando encontráramos los cuerpos… Ya lo has oído, a nadie se le dispara por accidente un arma capaz de abrirle un boquete entre las cejas a un hombre, y menos a dos, porque habría tenido que matar a Curro antes de huir, así que habríamos descubierto lo que había pasado más pronto que tarde, y… ¿Quién habría pagado por él?
—Pastora —fue su compañero quien contestó a esa pregunta—. Ya lo he pensado. Si hubiera huido, lo primero que habrían hecho sería detenerla.
—Detenerla, encerrarla, incomunicarla, y… —mi padre no quiso seguir, tampoco hacía falta—. Quién sabe qué más.
—Y él la quería —afirmó mi madre.
—Claro que la quería —Curro lo aseguró, aunque no hiciera falta, porque esa era la única verdad que conocíamos de Miguel Sanchís—. La quería mucho. Muchísimo.
—Por eso no tenía ninguna oportunidad, ¿lo entendéis? No podía correr el riesgo de que el Pirulete contara nada, eso era lo más importante para él, proteger a los de arriba, por eso le cerró la boca con un tiro mortal de necesidad, y después… No podía irse al monte, no podía volver aquí, no podía llevarse a Pastora ni marcharse sin ella. Lo único… —y volvió a quedarse pensando—. Lo único habría sido esconderse en casa de su enlace, correr el riesgo de que le viera alguien, ponerle a él, o a ella, o a ellos, también en peligro, pero…
—Sanchís me dijo que estaba solo aquí abajo. Lo repitió varias veces.
—Ya, pero eso no puede ser, Curro —mi padre sonrió—. Ya sé que te lo dijo, te lo diría para encubrir a quien sea, pero es imposible. Alguien tenía que saberlo, alguien tenía que darle información y tenía que recibirla, ¿no lo entiendes? Si no, ¿para qué querrían tenerle dentro, de qué les serviría? No podía trabajar solo, en secreto sí, pero no completamente solo, lo que pasa… Seguramente, su enlace no vive aquí, eso sería demasiado arriesgado. Vivirá cerca, pero en otro pueblo, en Martos, quizás, en Los Villares, o… Vete a saber. Le vería una vez a la semana, o cada diez días, una vez aquí, otra allí, en una venta, en la otra, o tendrían un sistema para comunicarse sin verse siquiera. Eso explicaría por qué no intentó huir. Habría necesitado un coche, y aquí no tenemos ninguno. Matarte, venir al pueblo, robar un motocarro, o el coche de don Justino, recoger a Pastora, llegar a otro pueblo, deshacerse del coche… Era demasiado complicado. Le habría visto alguien y no podía arriesgarse a que le cogiéramos vivo, eso no, eso, de ninguna manera. Si le hubiéramos cogido vivo… En fin, él sabía lo que le habría pasado y que lo habrían fusilado al final, aunque hubieran tenido que sacarlo en una silla, con la columna rota en dos mitades, que tampoco sería el primero. Aunque le hubieran torturado hasta matarle, aunque antes le hubieran obligado a ver cómo moría Pastora de una paliza, después habrían fusilado a su cadáver, y él lo sabía.
—Por eso me perdonó la vida —concluyó Curro—. Al fin y al cabo, estoy vivo por…
—Estás vivo para que puedas contarlo —pero mi padre seguía siendo el único capaz de ver las cosas con claridad—. Estás vivo porque muerto no le servías de nada. Tampoco tenía motivos para matarte, desde luego, pero todo lo que te dijo, lo de las Rubias, lo de Carmela, todo lo que te contó que había sabido, que había hecho… Para él, eras mucho más útil vivo que muerto, porque gracias a ti sabemos la verdad, que teníamos un comunista dentro, que seguramente no será el único, que no podemos saber cuántos son, ni dónde están, ni estar seguros de nada, nunca. Sanchís sabía que podía acabar así, estoy seguro de que lo sabía, de que lo tenía planeado. Y escogió la muerte que más le convenía, una muerte instantánea, sin dolor, buena para él y buena para los suyos, porque la convirtió en un acto de propaganda. ¿Para qué te crees que gritó, si no?
—¿Y qué va a pasar ahora?
Mi madre miró a mi padre, a Curro, mientras ellos se miraban entre sí, como si fueran incapaces de responder a esa pregunta.
—Pues no lo sé —su marido volvió a reaccionar primero—. No tengo ni idea, nunca ha pasado nada parecido, así que… Pero, de momento, tendríamos que recuperar los cuerpos, ¿no? Son las cinco y cuarto de la mañana, dentro de una hora empezará a amanecer. ¿Dónde están?
—Donde cayeron, en la cuesta del molino. Los puse juntos, los tapé con la capa de Sanchís y les eché unas ramas por encima —y entonces, Curro hizo un gesto de extrañeza, como si le pareciera ridículo lo que acababa de decir—. No sé, me pareció que era lo mejor.
—Sí, sí —mi padre se levantó, cogió su guerrera del respaldo de la silla, se la puso—. Vamos.
—Habrá que despertar al teniente, ¿no?
—Hombre, claro. Al teniente y a los demás, a todo el mundo —se despidió de mi madre con un beso y me cogió por los hombros para mirarme a los ojos, antes de irse—. Y tú, ahora, a la cama, ¿entendido? Y, mañana, por mucho sueño que tengas, a la escuela. Y ni una palabra a nadie, ¿está claro? A nadie. Ni a Paquito, ni al Portugués, ni a nadie. Aquí, esta noche, no ha pasado nada.
Negué con la cabeza y le abracé, le estreché con mucha fuerza sin saber muy bien por qué, como si necesitara abrazarle, simplemente, y cuando se separó de mí, sonreía.
—No tengas miedo, Nino —me dijo, y yo no tenía miedo, pero tampoco me importó que lo pensara—. Los muertos no hacen daño, hijo.
Y sin embargo, cuando nos quedamos solos, le pregunté a madre si podía acostarme en su cama y ella me dijo que sí, aunque no creía que fuera a dormir en lo que quedaba de noche. Eso mismo pensaba yo, pero me dormí enseguida.
A la mañana siguiente, cuando fuimos juntos a la escuela, Paquito no me contó nada, no me hizo ninguna pregunta ni me animó a que se las hiciera, y el resto de la mañana fue igual, rutinaria, aburrida, tan tranquila como si nadie hubiera matado a nadie de madrugada, en la cuesta del molino. Cuando volvimos a casa para comer, me di cuenta de que en la taberna de Cuelloduro ya sabían algo, pero no pude adivinar de qué se habían enterado exactamente, porque casi todos estaban dentro, y en la puerta, dos hombres nos miraron muy mal al pasar. No lo entendí. Deberían estar contentos, me dije, porque el Pirulete era un traidor y Sanchís uno de los suyos, el héroe que había impedido que la traición se consumara antes de suicidarse por la causa. Eso era lo que había pasado en realidad, y sin embargo, antes de llegar a casa, ya pude respirar en el aire una verdad distinta.
Mi hermana Dulce, que al cumplir catorce años había abandonado la escuela sin pena ninguna, para entrar en un taller donde recibía por las mañanas clases de corte y confección a cambio de coser gratis por las tardes, siempre llegaba antes que yo, y aquel día me estaba esperando con la mesa puesta, mi plato cubierto con otro para que conservara el calor.
—Madre no va a venir a comer. Está en casa de Pastora. Han matado a Sanchís.
—¿A Sanchís? —pregunté, con los ojos muy abiertos, y ella, hasta entonces más pendiente de Pepa, que se ponía perdida cada vez que había sopa, que de mí, me miró con atención.
—Sí. Madre me ha dicho que lo sabías.
—Claro, pero estaba tan dormido… Anoche vino Curro, y… —mi padre me había pedido que no le dijera nada a nadie, pero Dulce era mi hermana, y además, todo eso le daba igual—. ¿Qué pasó? No me acuerdo.
—Pues nada… —y volvió a limpiar a Pepa, a regañarla, antes de seguir—. Que anoche los del monte les estaban esperando, y en la emboscada, Sanchís mató al Pirulete pero otro le pegó un tiro en la tripa, y cuando Curro volvió, ya se había desangrado, y estaba moribundo, tan mal, y con tantos dolores, que le pidió que le matara.
No me lo puedo creer, me dije, no es verdad, no puede ser verdad, no me lo creo. Y sin embargo, esa fue la verdad oficial, la que empezó a circular por el pueblo a mediodía, la que acaparó todas las conversaciones en la taberna de Cuelloduro, la que publicaron los periódicos del día siguiente. Había sido una decisión del alto mando, del mismísimo teniente coronel, porque aquella mañana, cuando fue a Jaén a informar y a pedir instrucciones, el jefe de mi padre había planeado algo distinto. Había mandado a Carmona a custodiar el cadáver del Pirulete, para que nadie lo descubriera antes de tiempo, y se había llevado a Sanchís a la capital dentro de una ambulancia, como si siguiera estando vivo. Tampoco le había contado nada a Pastora, porque habían salido antes de las siete y el turno de su marido no terminaba hasta las ocho.
—Yo he pensado que lo mejor sería decir que los bandoleros le asaltaron por sorpresa, que los combatió valientemente pero quedó malherido, y que se ha muerto por el camino, en la misma ambulancia —le dijo el teniente a su jefe inmediato, delante de Izquierdo y de mi padre, a quienes había escogido como escoltas—. Podríamos enterrarlo aquí mismo, sin prensa ni ceremonia, no hay que temer ninguna filtración, su compañero, el único que sabe lo que pasó en realidad, es mi yerno, el novio de mi hija mayor…
Al comandante le pareció un buen plan, astuto, discreto, y lo dijo en voz alta, pero no se atrevió a aprobarlo sin consultar con la superioridad. El jefe de la Comandancia llegó a su despacho a las diez en punto, pero no perdió más de dos o tres minutos en decirle a su subordinado que era un gilipollas, un inútil al que no se le podía dejar solo.
—Tráigame al jefe del puesto de Fuensanta —ordenó luego.
Michelín, que lo había escuchado todo desde el pasillo, entró solo en el despacho, y mi padre no oyó lo que dijo, aunque supuso que había repetido la historia de principio a fin porque, al terminar, pudo escuchar los insultos del teniente coronel, a un volumen más alto que antes.
—Usted ya no piense más, teniente, déjelo, que no hace falta… Ya le voy a decir yo a usted lo que va a hacer —y en ese instante, su voz creció, se encrespó, traspasó la frontera de los gritos—. ¡Ahora mismo!, ¿me oye?, pero ahora mismo… ¡Se lleva usted ese cadáver por donde lo ha traído, le monta una capilla ardiente en la sala de banderas de la casa cuartel, con honores de caído por Dios y por España, congrega a todos sus hombres, a sus familias, a las fuerzas vivas del pueblo, para que lo velen como es debido, y mañana me lo entierra por todo lo alto, de uniforme, con el tricornio en la cabeza y las medallas encima del corazón! ¿Está claro?
—Sí, señor, pero… —Michelín acató la orden sin entenderla—, no sé si usted ha comprendido… Al parecer, Miguel Sanchís era republicano, comunista, mi teniente coronel, era un traidor, ¿y le vamos a enterrar…?
—¡Naturalmente que sí! Como a un héroe, pero de los nuestros —y en el pasillo, nadie se atrevía ya a levantar la vista de las baldosas del suelo—. ¿O qué es lo que quiere usted? ¿Que todos los rojos de esta provincia lleven flores a su tumba los domingos por la mañana, como si fuera un héroe? ¡En España ya no hay héroes comunistas, teniente, a ver si se entera de una puta vez! Ni siquiera existen los comunistas, no existen los socialistas ni los anarquistas, no queda ni un solo republicano, hemos acabado con ellos, con todos los rojos, héroes o cobardes, parece mentira que tenga que repetírselo…
—No, no, señor —y Michelín, que ya temblaba por dentro al pensar en su ascenso, se hizo un lío—, o sea, sí, señor…
—¿Qué habré hecho yo, Dios mío? —el jefe del puesto de Fuensanta de Martos abrió la puerta para escapar de aquella fiera, e Izquierdo y mi padre vieron al teniente coronel Marzal mirando al techo con las manos abiertas, como si fuera un cura oficiando una misa—. ¿En qué te habré ofendido para que me obligues a trabajar siempre rodeado de imbéciles, de cretinos, de…? ¡Cierre usted esa puerta, coño!
Al recibir aquella última orden, que su jefe subrayó pegándole un puñetazo a la mesa, concluyeron todas las dudas, las vacilaciones de Michelín, y se puso en marcha la solemne maquinaria de la mentira, la segunda muerte heroica de Miguel Sanchís.
—Por lo visto, antes de morir, le pidió a Curro que le pusiera la medalla en los labios, para besarla, como hace Alfredo Mayo en las películas —me contó mi hermana cuando yo, sin saber qué había pasado en Jaén por la mañana, ya me imaginaba lo que iba a pasar en Fuensanta de Martos por la tarde—. A mí, cuando estaba vivo, me caía muy mal, pero cuando me he enterado… Qué pena, ¿verdad? Con lo guapo que era.
Eso mismo debieron pensar los directores de los periódicos, porque todos publicaron su foto muy grande, y dedicaron el resto de la página a resumir una biografía ejemplar. Miguel Sanchís Rodríguez había nacido en 1916, en Toledo, donde su padre, miembro de una larga y honorable estirpe de guardias civiles, servía a las órdenes del Delegado Provincial de Orden Público. El joven Miguel ingresó en el Cuerpo en 1934, pero cuando se produjo el Glorioso Alzamiento Nacional estaba completando su formación en la Comandancia de Ciudad Real, permaneciendo en zona roja hasta el final de la contienda. La liberación de la ciudad le halló en la cárcel, salvándole del fusilamiento inminente al que había sido condenado en los primeros días de marzo de 1939. Porque sólo entonces, los criminales rojos lograron desenmascararle, descubrir que, durante los tres años que duró la Cruzada, había realizado, con tanto riesgo como coraje, una magnífica labor de enlace entre la quinta columna de Ciudad Real y la de Madrid, donde su trabajo, arriesgado y fecundo, le valió el sobrenombre de «ángel de las mujeres», por el que todavía es recordado con especial admiración y afecto. Por este motivo, don Miguel Sanchís Rodríguez fue distinguido tras la Victoria con la Medalla Militar con distintivo rojo, una condecoración de Sufrimientos por la Patria, y otra destinada a premiar sus Méritos contraídos en zona roja. Pero, como un auténtico soldado y un verdadero patriota, no se resignó a disfrutar de la paz en la retaguardia, y renunciando a ingresar en la Academia de Oficiales del Ejército de Tierra, siguió trabajando por ella en primera línea. Destinado por petición propia a nuestra provincia, combatió a los bandoleros en la sierra de Cazorla desde 1940 hasta 1942, cuando pidió el traslado al puesto de Fuensanta de Martos, para convertirse en la pesadilla de los forajidos de la Sierra Sur, capitaneados por aquel delincuente de infausta memoria que tuvo por mal nombre el de Cencerro. Recientemente promovido a teniente, aunque por desgracia su ascenso nunca llegará a hacerse efectivo, en la madrugada del pasado martes fue vilmente asesinado por los criminales del monte, en una emboscada donde también resultó muerto el peligroso pistolero Juan Sánchez López, conocido como «El Pirulete». Descanse en paz don Miguel Sanchís Rodríguez, escoltado por la gratitud y el reconocimiento de todos los jiennenses.
—¿Te has enterado? —cuando nos encontramos en la puerta de la casa cuartel para volver a la escuela, Paquito estaba excitadísimo por la noticia.
—Sí —contesté—, ya me lo ha contado mi hermana.
—¿Y sabes que Curro tuvo que darle el tiro de gracia? Mi padre me lo ha contado, que Sanchís estaba malherido, que le habían metido dos balazos en la tripa y sabía que estaba listo. Por eso le pidió a Curro que le disparara en la cabeza, le dijo que no quería sufrir más, y él tuvo que hacerlo, claro, mi padre dice que lloraba como un niño. Qué horror, ¿verdad? —se paró de pronto, me cogió del brazo, me miró con los ojos muy abiertos—. ¿Te imaginas que a nosotros, de mayores, nos pase algo así?
—No —contesté después de unos segundos—. La verdad es que no me lo imagino.
Al llegar a la escuela, don Eusebio nos dio el pésame y nos dejó tranquilos, sin preguntarnos ni sacarnos al encerado durante toda la tarde. Luego, cuando volví a casa, me encontré a mi madre vestida de luto, con el velo ya puesto, a punto de salir. Ella fue la que me contó lo que había pasado por la mañana, y que Michelín estaba furioso, no tanto por la humillación que le había infligido su superior, como por la sospecha, muy bien fundada por cierto, de que el suicidio de Sanchís, y los enormes errores de apreciación que había cometido antes y después de que se produjera, le iban a costar el ascenso, ese anhelado traslado a la capital con el que su mujer soñaba desde hacía tantos años.
—Te he dejado ropa limpia encima de la cama —y señaló la puerta de mi cuarto con el dedo, para no tener que mirarme—. Tu padre quiere que vengas a la capilla ardiente. Dulce ya está allí.
—No pueden hacer esto, madre —le dije en un murmullo, para no asustarla más de la cuenta—. No tienen derecho.
—Claro que pueden, hijo, claro que pueden —ella vino hacia mí y me abrazó muy fuerte, como hacía siempre que tenía miedo de que alguien nos oyera—. Mira, Nino, ellos pueden hacer lo que quieran, ¿comprendes?, lo que quieran, siempre, lo que les dé la gana, y nosotros vamos a pasar esto lo mejor posible, por favor te lo pido. Sanchís se lo buscó, es culpa suya, él sabía de sobra el riesgo que corría, y… Tú no digas nada, hijo, no hables con nadie de lo de anoche, tú ahora vas, le das un beso a Pastora, te estás un rato, dices que te tienes que venir a hacer los deberes, y mañana será otro día, ¿de acuerdo?
—Pero esto no está bien —insistí, y ella me apretó todavía más—. No es justo, madre.
—Nino, por Dios, por lo que más quieras, te lo pido por lo que más quieras, por favor, no hagas… La justicia sólo aprovecha a los vivos, hijo. A los muertos, ya todo les da lo mismo.
—No te preocupes —y renuncié a aclararle que había hablado pensando en los vivos, no en los muertos—. No te preocupes, que me voy a portar muy bien. Te lo prometo.
Cumplí esa promesa. Me porté muy bien porque no hubiera podido hacer, decir ninguna otra cosa. Al entrar en la sala de banderas, me encontré con una escena imponente, el ataúd en alto, sobre una tarima, rodeado por los grandes candelabros de metal labrado de la parroquia, que don Bartolomé no había dudado ni un segundo en aportar. Los cirios encendidos, tres a cada lado, proyectaban una luz fantasmagórica sobre el cadáver de Miguel Sanchís, amortajado con su uniforme y envuelto de cintura para abajo en la bandera nacional, sus tres condecoraciones prendidas sobre el lugar del corazón, sus dedos entrecruzados, sosteniendo un rosario. El tricornio dejaba ver a medias un vendaje muy aparatoso que cubría la mitad de la frente, como si pretendiera disimular la exacta trayectoria de la bala suicida, pero a pesar de todo, su rostro tenía una expresión serena, plácida, ni rastro de la rigidez que solía agarrotarle las mandíbulas, tensarle los labios en aquella fabulosa representación de la ira. Miguel Sanchís era un muerto tranquilo rodeado de vivos muy nerviosos, porque el teniente, mi padre, sus compañeros, estaban desencajados, muy pálidos, muy asustados, y todos permanecían en sus puestos sin hablar, sin moverse, sin mirarse entre sí, tan tiesos como una hilera de soldados de plomo, una actitud que contrastaba con la naturalidad de los civiles, don Justino, don Carlos y doña Felisa, el boticario, el alcalde y unos pocos más, que hablaban entre ellos, y se levantaban, salían, fumaban, volvían a entrar, sonreían, y hasta contaban un chiste de vez en cuando con una copa de vino en la mano, como suele hacer todo el mundo en todos los velatorios.
Pastora estaba sola, sentada justo detrás de la cabecera del ataúd, y tampoco se parecía a las viudas que yo había visto en otras ocasiones, porque no chillaba, no sollozaba, no maldecía a los asesinos de su marido, no se agarraba al ataúd ni se llevaba las manos a la cabeza sin dejar de moverse, como las demás. Ella también parecía tranquila, tan serena como si estuviera muerta, a no ser por las lágrimas que se caían de sus ojos muy despacio, sin perturbarla, sin alterar su inmovilidad, las piernas juntas, las manos abandonadas sobre el regazo, la mirada perdida, fija en alguna baldosa del suelo, la cabeza tan quieta que ni siquiera la levantó cuando empecé a andar hacia ella.
—Pastora… —le dije, y entonces me miró, dejó caer los párpados, los volvió a levantar, asintió apenas—. Lo siento.
Madre me había enseñado que en los velatorios había que decir una cosa distinta, más fina, te acompaño en el sentimiento, pero a mí no me salió, porque al mirar a Pastora de cerca, encontré que tenía los ojos líquidos, tan transparentes como si me permitieran mirar en su interior, y comprendí cómo estaba sufriendo, cuánto le quedaba por sufrir, y que sólo la muerte pondría fin a un sufrimiento tan largo como su existencia, porque ella lo sabía, tenía que saberlo, ella lo sabía todo, menos que su marido le había pedido a Curro que le dijera que la quería más que a su vida, que había pensado en eso antes de quitársela.
Ella lo entenderá, eso había dicho, y ella lo entendería, ella comprendería aquel sinsentido, la amorosa preocupación de un suicida, y podría descansar si alguien le contara la verdad. Pero nadie iba a hacerlo, porque no sobreviviría otra verdad que aquel ataúd, aquel uniforme condecorado, aquel rosario entre los dedos de Miguel Sanchís, el guardia civil al que ella debía de haber conocido en Ciudad Real cuando aún se llamaba Ciudad Leal, en plena guerra o antes incluso, el hombre que nunca la había sacado de ningún prostíbulo, porque ella no había sido puta, sino roja, tan roja como él, y por eso la habrían detenido tantas veces, por eso le habría tocado entrar y salir de tantas comisarías, por eso le había asombrado tanto a aquel criador de caballos que la conocía de vista que hubiera acabado viviendo en una casa cuartel.
Y todo para esto, leí en sus ojos líquidos, casi transparentes, todo para acabar presidiendo el duelo de un caído por Dios y por España, para enterrarle envuelto en la bandera del enemigo, para no poder llorarle de verdad, ni maldecir en voz alta al traidor que había precipitado su muerte, ni refugiarse en el orgulloso consuelo de ser la viuda de un héroe. Pastora no sabía nada de lo que había pasado, no sabía cómo, ni por qué había muerto su marido, y ya nadie le pintaría de rojo las uñas de los pies, nadie volvería a besarla en el empeine de aquel pie deforme, al borde de sus dedos torturados, raquíticos, nadie le daría a beber de su copa de coñac ni bucearía en su boca con la lengua a la luz de las bombillas de una noche de verbena, y ni siquiera sabría por qué, dónde, cuándo, cómo había perdido todo eso, quién era el culpable de que él ya no pudiera volver a cogerla del brazo sin hablar, para llevársela hasta una cama donde harían cosas que nadie era capaz de imaginar. Todo eso pensé al verla allí, hundida y humillada, sola y engañada, más muerta que viva, condenada de por vida a la angustia de una pregunta que nunca tendría respuesta.
—Lo siento mucho, Pastora —y lo sentía de verdad, inundado de pena, inundado de rabia, cuando le cogí una mano y se la apreté para comprobar que estaba helada, no mucho más caliente que aquellas manos que ya no la acariciarían jamás—. De verdad que lo siento.
Me incliné hacia ella, la besé y ella me devolvió el beso moviendo apenas sus labios resecos. Y me fui para mi sitio pensando que no había derecho, que no era justo, que no podían hacer lo que estaban haciendo, traicionar de aquella manera la última voluntad de un hombre que le había perdonado la vida a uno de ellos antes de morir, porque aquello era peor que traer una banda de música, peor que tocar pasodobles, peor que salir a bailar alrededor de un muerto, peor que subirse encima de un cadáver a llevar el ritmo. Era peor, pero mi padre ni siquiera me miró cuando pasé delante de él.
—¡Qué aburrimiento!, ¿no? —Paquito me habló al oído cuando ya llevaba un buen rato sentado a su lado—. Es un velatorio muy raro, el más raro de todos en los que he estado.
Por una vez, él no sabía nada y yo lo sabía todo, y sin embargo, el hijo de Romero tenía razón. Estábamos en un velatorio muy raro, respirando un ambiente ominoso, un aire turbio, tóxico como el de una charca, porque aquello no sólo era duro para Pastora, también era duro para los demás, esos hombres uniformados que cumplían con la inconcebible obligación de rendir honores al enemigo, tan inmóviles, tan marciales, tan bien formados, un orden impecable que se estrellaba con la confusión de sus sentimientos, de sus recuerdos, de sus sospechas.
Quizás, aquella ceremonia no fuera tan humillante para ellos como para Pastora, pero lo estaban pasando mal, y no había más que mirarles para descubrirlo, para adivinar lo que estaban pensando, la leyenda de Sanchís, el héroe de la quinta columna, aquella condena a muerte tan oportuna, aquella liberación tan milagrosamente puntual, esa tontería de que los rojos no le habían matado porque no les había dado tiempo, como si ellos no conocieran el brevísimo plazo en el que se puede matar a cualquiera, las condecoraciones que llevaba prendidas en el pecho y la muerte de Martínez, que era su compañero, que siempre había sido su compañero y siempre había sido falangista, el único falangista de la casa cuartel. Y tal vez no le hubiera matado él, sino la gente de Cencerro, pero lo más seguro era que lo hubiera matado él en nombre de la gente de Cencerro, eso ya no llegarían a saberlo nunca, como nunca sabrían desde cuándo habían tenido al enemigo en casa, a cuánta gente habría matado Miguel Sanchís antes y después del fin de la guerra, cuántos habrían pagado con sus vidas todas las vidas que había logrado salvar. Y de momento, allí estaban, vestidos de verde, con las botas brillantes, los botones relucientes y el tricornio bien encajado sobre la frente, cumpliendo con su deber, porque también les habían prohibido hablar, comentar siquiera entre ellos la verdad de aquella muerte asombrosa, y la estrategia del teniente coronel, la orden terminante de fingir dolor y admiración por un traidor, un impostor, un comunista, no hacía más que incrementar su angustia, la asfixiante incertidumbre que apenas se aliviaba recelando de todo, recelando de todos, aquella noche y al día siguiente, y al otro, y después, por siempre y para siempre. En eso, Miguel Sanchís se había salido con la suya, y hasta Paquito, que no lo sabía, se dio cuenta a su manera.
—Vámonos —le dije—. Mi madre me ha dicho que con estar media hora era suficiente, y ya debemos llevar aquí más tiempo.
—¿Se lo digo a Alfredo?
—Sí, pero vamos a salir de uno en uno, para no llamar la atención.
A la mañana siguiente, sin embargo, todos fuimos al entierro juntos, como si perteneciéramos a la misma familia. Era una orden. Las mujeres de todos los guardias esperaron con sus hijos en el centro del patio a que llegara Pastora, que no salió de su casa, sino de la oficina. El teniente, que ya la había interrogado el día anterior, volvió a interrogarla a primera hora, y cuando la vi salir, flanqueada por mi padre y por Romero, pensé que la habían detenido, pero no era así. Ellos la escoltaron hasta el cementerio para que no fuera sola, y aquello, que también había sido una orden, evitó que se cayera al suelo un par de veces, porque andaba sin mirar dónde ponía su pie sano, su pie enfermo, sin mirar al suelo, ni al cielo, sin mirar la calzada, las aceras, los edificios, como si ella no pretendiera en realidad mover las piernas, como si no fuera una mujer, sino una muñeca, una autómata que caminaba porque le habían dado cuerda, y tenía los ojos abiertos porque nadie había activado el mecanismo preciso para cerrarlos, y estaba estropeada, rota, desajustada, y por eso andaba así, sin disimular su cojera, sin tirar de su pierna derecha, sin esforzarse por equilibrar con el resto de su cuerpo el desnivel de sus caderas irregulares. Aquella mañana se había equivocado al ponerse los zapatos. Llevaba la cuña que solía usar con los de tacón, pero se había calzado una zapatilla corriente en el pie izquierdo. Nunca había hecho eso antes, y su dejadez me conmovió tanto como el gesto exhausto de su rostro sin lágrimas, porque ya le daba igual quién la mirara, porque ya no quedaba nadie en el mundo para mirarla.
Recorrimos muy despacio, al ritmo de Pastora, y en silencio, las calles del pueblo, vacías de gente, todos los niños encerrados en casa sin salir ni al patio y ropas negras colgando en algunos balcones para llorar al Pirulete, porque en la taberna de Cuelloduro no se sabía otra verdad que la que se había inventado en un despacho de la Comandancia de Jaén. Carmela la Pesetilla estaba apoyada en el quicio de su puerta para vernos pasar, como hacía siempre, pero no se dio cuenta de que Curro y mi padre volvían la cabeza al mismo tiempo para no tener que verla. Yo sí la miré, y volví a sentir mucha rabia, mucha pena por ella, por mí, por nuestra mierda de vida.
La iglesia, donde don Bartolomé dirigió un responso por el eterno descanso de Miguel Sanchís, estaba casi vacía. Las fuerzas vivas habían decidido ahorrarse el entierro, porque con el velatorio habían tenido bastante, y sólo habían acudido los chivatos, los soplones de la Guardia Civil. Pepe el Portugués estaba también, solo, en el último banco. Tenía muy mala cara y me dio miedo vérsela al pasar a su lado, pero él mismo la justificó después de la oración, al acercarse al teniente para darle el pésame y excusar su presencia en el cementerio.
—Creo que he cogido la gripe —le dijo también a mi padre, con esa voz pequeña y vacilante que le hacía parecer un pobre hombre—. Me encuentro fatal. Siento la cabeza como si la tuviera llena de agua, y me duelen las piernas.
—Ya se ve —asintió la mujer de Izquierdo, tocándole la frente—. Yo creo que tienes fiebre y todo.
—Pues vete a casa y métete en la cama, Pepe —sentenció su marido, y cuando ya se alejaba, después de estrechar la mano de Pastora, murmuró para sí—. Hay que ver, qué mirado es este hombre…
Después del entierro, los niños fuimos a la escuela aunque eran ya casi las once, porque era otra orden. Tres horas después, cuando volvimos, el único taxi de Valdepeñas, porque en mi pueblo no había ninguno, estaba aparcado en la puerta del cuartel, y su dueño acomodando media docena de bultos entre el maletero y la baca. Mi madre estaba en el patio, con las demás mujeres, pero antes de tener tiempo para preguntarle qué pasaba, vi a Pastora, sin sombrero pero con el abrigo puesto, en el zaguán de su casa, abierta de par en par, y ni rastro de aquella cortina de chapas que me gustaba tanto. Era lo único que se había llevado consigo, aparte de su ropa, su colección de zapatos desparejados, su costurero y poco más, porque hasta un par de días después no llegaría un camión para trasladar los muebles.
—¿Se va ya? —susurré al oído de mi madre, y ella asintió con la cabeza—. ¿Tan deprisa?
No llegó a repetir aquel gesto, porque en ese momento la viuda de Sanchís cerró los ojos, se acercó al umbral de la puerta, inclinó la cabeza muy despacio hacia el marco de madera y lo besó, aplastó los labios contra él y mantuvo la presión un segundo, quizás dos, para besar el tiempo que había vivido en aquella casa, la felicidad que había conocido en aquellas habitaciones prestadas, o quizás sólo el rastro de su marido, su olor, sus huellas, el aire que habían respirado juntos. Aquel beso tristísimo e inútil, cargado de un amor que la madera no podía apreciar, nos trastornó a todos, pero apenas tuvimos tiempo para interpretarlo, porque Pastora apoyó un instante la mano izquierda en la pared, como si se hubiera mareado de repente, abrió los ojos, dejó escapar las últimas lágrimas que veríamos en ellos, se puso el sombrero y, moviendo apenas la mano en el aire para despedirse de nosotros, se fue muy deprisa, forzando el ritmo asimétrico, desigual, de sus dos piernas como solía hacer antes, sin molestarse ya en disimular que estaba escapando en lugar de marcharse. Los que nos quedamos en el patio escuchamos el ruido de la puerta del coche al cerrarse, el estrépito del motor que arrancaba, el chirrido de las ruedas deslizándose sobre el empedrado, y seguimos quietos, callados, mirándonos los unos a los otros sin atrevernos a decir, a hacer nada, como si la huida de Pastora nos hubiera atrapado en una maldición imprevista.
—Bueno —dijo por fin la mujer de Carmona, en voz alta—. Pues ya está.
—Sí —mi madre le dio la razón mientras cogía a Pepa de la mano—. Esto ya se ha acabado.
—Eso —la madre de Paquito también se puso en marcha—. Todos a casa, que es hora de comer.
Tenían razón, pero no la tenían. Sanchís estaba muerto y enterrado, Pastora había desaparecido tras él, pero las consecuencias de aquella muerte, los efectos de su verdad y sus mentiras, durarían mucho más tiempo, para sobrevivir incluso al final que se avecinaba.
Los compañeros de Miguel Sanchís nunca le olvidarían. Seguirían recordándole muchos años después de que se hubiera desvanecido en su memoria el rostro de sus auténticos caídos, el nombre de sus viudas, de la viuda de Martínez, que estaría cobrando una pensión inferior a la que Pastora recibiría todos los meses, con el complemento reservado a quienes han sufrido mucho por la patria, a quienes contrajeron en la zona roja méritos que consintieron a Franco ganar la guerra desde dentro, a las viudas de los titulares de medallas militares pensionadas. Eso fue lo que todos los habitantes del reducido mundo de la casa cuartel creyeron que iba a pasar, porque las órdenes de la superioridad habían sido tajantes, y no habían tomado en cuenta la justicia o la injusticia, las dudas o las hipótesis, los sentimientos ni los rencores de nadie. En la Sierra Sur ya había habido demasiados héroes rojos y no hacía falta ninguno más. El mando estaba dispuesto a pagar cualquier precio a cambio de enterrar la verdad sobre la heroica muerte de Miguel Sanchís.
Muchos años después, yo acabé enterándome, por caminos que jamás podría revelar a mi madre, y mucho menos a mi padre, de que en realidad no había sido así. Pastora llegó a Madrid, se instaló en casa de su hermana, y vivió tranquila poco más de tres meses, hasta que recibió una notificación de la Dirección General de la Guardia Civil que le informaba de que había sido investigada en orden a confirmar su derecho a percibir los haberes que se le habían venido abonando hasta entonces. Dicha investigación había determinado que su conducta previa al Glorioso Alzamiento Nacional, no sólo la hacía indigna de seguir percibiéndolos, sino que la obligaba a devolver todo lo que había recibido hasta entonces, incluida la liquidación de Socorros Mutuos, por la que su marido había cotizado todos los meses de todos los años que sirvió en el Cuerpo. La viuda de Sanchís vendió todo lo que tenía para saldar la deuda económica, con sus correspondientes y ruinosos intereses, pero nunca terminó de pagar la otra. Condenada sin juicio a una inhabilitación civil que la impedía trabajar, poseer bienes o abrir una cuenta en cualquier banco, sujeta a la obligación de presentarse todos los días en la comisaría de policía de Lavapiés, obligada a vivir siempre en la misma casa, sin derecho a moverse de Madrid ni siquiera para ir a comer al campo los domingos, Pastora, presa en el número 16 de la calle Buenavista, vivió una vida muy diferente de la que le envidiaban las mujeres de los guardias de Fuensanta, aunque nunca escribió a ninguna para contárselo. El comisario, de cuya buena voluntad dependía hasta para dormir por las noches, le había advertido expresamente que pagaría muy caro el menor indicio de semejante clase de comunicación, y a Pastora ya no le quedaba nada con que pagar, excepto una verdad que jamás traicionaría.
Michelín la había interrogado antes del entierro pero no se había atrevido a hablar claro, no había podido preguntarle qué sabía, y ella se había limitado a decir que no a todo, que no tenía noticias de que Miguel estuviera envuelto en ninguna actividad irregular, que nunca había sospechado que pudiera morir en un ajuste de cuentas, que no conocía ningún dato de la actuación de su marido durante la guerra que no figurara en su hoja de servicios, la carpeta en la que constaba que ambos habían pertenecido al Partido Comunista a partir de 1937, papel mojado, porque esa había sido la imprescindible cobertura del «ángel de las mujeres», la coartada que le había permitido moverse a su antojo entre Ciudad Real y Madrid, llevar a cabo planes arriesgadísimos, organizar fugas improbables, conectar entre sí a grupos tan precarios, tan amenazados, tan aislados, que a nadie le extrañaba que acabaran cayendo. Por eso había sido tan valioso que Sanchís hubiera logrado salvar a tantas personas, tantas inofensivas esposas y viudas de militares rebeldes de alta graduación a las que lograba pasar al otro lado o cobijar en alguna embajada para granjearse la eterna gratitud de los compañeros de armas de sus respectivos maridos, mientras los grupos armados, los falangistas, los francotiradores, los oficiales rebeldes emboscados en el Ejército Popular y los civiles que cobijaban sus redes, eran descubiertos y fusilados sin compasión, uno tras otro.
—¿Y qué iba a declarar Pastora? —le dijo mi padre a su mujer aquella noche, en la cama, sin sospechar que yo estaba escuchando al otro lado de la pared—. Si ella lo sabrá todo, si conocerá al enlace de su marido, a los miembros de su grupo, si será tan comunista como él… ¿Qué iba a decir? Pues que no, claro está.
—Pero esto no puede ser, Antonino, esto no puede acabar así.
—Pues así va a acabar, Mercedes. Lo único que les importa es que no se sepa la verdad. ¿Te acuerdas del pobre Sempere, que lo enterraron de mala manera para que nadie se enterara de que se había muerto, porque no les convenía declarar bajas? Pues esto, igual.
Pero no fue igual, porque ni la Dirección General de la Guardia Civil, ni el teniente coronel Marzal, ni los oficiales que trabajaban a sus órdenes en la Comandancia de Jaén, podían contar conmigo. Ninguno de ellos sabía que aquella noche, mientras escuchaba la conversación de mis padres, el ejemplar de La isla del tesoro que doña Elena me regaló cuando cumplí once años, ya estaba roto. No podían saber que yo había recortado con mucho cuidado una tira de la guarda posterior para escribir un nombre, una dirección que recuerdo todavía.
A la hora de comer, cuando mi padre trajo aquella nota, como un indicio cierto de que nunca llegaría a saberse la verdad, mi madre la guardó en un cajón con otras parecidas, nombres y direcciones de otras viudas del Cuerpo que habían perdido a sus maridos en acto de servicio, en Fuensanta de Martos, en los años cuarenta. Cuando volví de la escuela, ella estaba en la azotea, tendiendo la ropa, y Pepa, que pintaba con sus lápices, ni siquiera me preguntó qué estaba haciendo. No me arriesgué a pedir permiso para salir, porque sabía que madre me iba a decir que ni al patio, pero antes de que volviera con el cesto vacío, cogí uno de los lápices de mi hermana, las tijeras de la cocina, y recorté con mucho cuidado aquella tira del único papel del que nadie en mi casa descubriría jamás que faltaba un trozo. No me importó estropear el libro, porque sabía que Jim Hawkins era un niño valiente, y que lo habría entendido. Después de copiar su contenido, volví a dejar la nota en su sitio, le devolví el lápiz a mi hermana, las tijeras al cajón, me tiré en la cama a leer otra vez la historia del pirata Flint y su tesoro escondido, y volví a pensar que Elena, a la que echaba tanto de menos desde que había dejado de subir a la casilla vieja tres días a la semana, no tenía razón. Ya se lo había dicho una vez, una de aquellas tardes en las que nos quedamos juntos y solos, hablando de novelas de aventuras, en casa de su abuela. Todos los libros tratan del amor, aunque no haya chicas, ni besos, ni boda al final. Todos los libros tratan del amor, aunque el amor no sea más que la fascinación, la difícil lealtad de un niño bueno y valiente hacia un valiente y codicioso pirata con una pata de palo y un loro en el hombro.
Al día siguiente, a madre hasta le pareció buena idea que le hiciera una visita a Pepe el Portugués al salir de la escuela, y me dio cuatro limones para que se los llevara a cambio de todos sus regalos. Dile que se haga un zumo, me dijo, que le sentará bien. Cuando empecé a subir la cuesta, pensé que aquella tarde sería fácil encontrar a Elena en el cortijo, porque a ella también le habría afectado la resaca de los dos entierros sucesivos, pero ni siquiera sentí la tentación de cambiar de rumbo, porque había decidido servir a otro amor, y en aquel momento comprendí que era más fuerte. El Portugués estaba en su casa, sentado a la izquierda del muelle que sobresalía del centro del sofá, y seguía teniendo muy mala cara, peor quizás que la del día anterior.
—Mi madre me ha dado unos limones —anuncié, sacándomelos de los bolsillos—, para que te hagas zumo.
—Qué bien —pero su acento desmintió esa fingida alegría—. Llévalos a la cocina, y luego…
—No —dejé los limones en la mesa y me senté en el sofá, al otro lado del muelle—. No he venido por eso. Yo…
Me callé de pronto, pero no porque tuviera miedo, ni porque me costara arrancar, escoger las palabras justas para reventar un secreto que tanto esfuerzo, tanta rabia, tanto dolor había causado ya, sino más bien por lo contrario, porque me asombró estar tan tranquilo, no tener la boca seca, no escuchar los latidos de mi corazón, no dudar ni por un momento de lo que iba a hacer, ni de que era exactamente lo que tenía que hacer.
—Juan el Pirulete era un traidor —y Pepe, que estaba derrumbado sobre el respaldo, mirando a la pared como si allí hubiera algo que ver, se enderezó de repente para volverse hacia mí, con los ojos muy grandes, la boca abierta—. El martes, a las tres de la mañana, Sanchís y Curro estaban patrullando cerca de aquí, y se les presentó diciendo que quería hacer un trato. Les dijo que los del monte se iban a Francia, y que estaba dispuesto a contárselo todo a cambio de quedarse en España y de que le dejaran en paz, pero Sanchís no le dejó hablar. Le metió un tiro entre las cejas y le dijo a Curro que aquí abajo estaba él solo, pero que arriba había muchos más. Después gritó viva el Partido Comunista y viva la República, y se suicidó.
Dije todo eso de un tirón, con los ojos fijos en el Portugués, que ya no me miraba. Inclinado hacia delante, con los codos apoyados en las rodillas y las manos sobre la cara, como si yo no hubiera hablado, como si él no me hubiera oído, como si se le hubiera olvidado que yo estaba allí, hablando a su lado, no quiso acusar mi pausa ni las palabras que la sucedieron, y me dejó seguir hasta el final. Sólo entonces, cuando ya conocía la historia completa con su colofón de mentiras y silencios oficiales, se destapó la cara muy despacio, se echó para atrás con tanto esfuerzo como si tuviera que obligar a su espalda a ponerse derecha, y me dirigió una mirada turbia, empañada por unas lágrimas que nunca llegarían a rebasar la frontera de los párpados, antes de hacerme la pregunta que yo esperaba desde el principio.
—¿Y por qué me cuentas todo esto? —en su voz comprendí que estaba emocionado.
—Porque yo no puedo escribir a Pastora —yo también me emocioné al verle, al escucharle, pero había preparado muy bien aquella respuesta—. Porque tengo once años, porque soy hijo de un guardia civil, porque vivo en una casa cuartel y no puedo mandarle una carta, pero alguien tiene que hacerlo, alguien tiene que contarle la verdad, ¿no lo entiendes? —asintió con la cabeza varias veces, pero aún no quiso decir nada más—. Sanchís le pidió a Curro antes de morir que le dijera que la quería muchísimo, más que a su vida. Le dijo que él no lo entendería pero que ella sí lo iba a entender, y nadie se lo ha dicho. Pastora no lo sabe, y no sabe cómo murió su marido, por qué murió, y cuando la vi en el entierro… Yo creo que no hay derecho, que no tienen derecho a hacer lo que han hecho. No está bien, no me parece justo, pero yo no puedo decírselo. Tú sí, tú puedes, Pepe, y por eso… —me saqué del bolsillo de la camisa la tira de papel que le faltaría para siempre a uno de los dos únicos libros que había tenido en mi vida—. Mira, esta es su dirección. Se ha ido a vivir a Madrid, a casa de su hermana, Carmen Bueno Carbonero se llama, ella se apellidará igual, digo yo, vive en la calle Buenavista número 16, Madrid. Arranz, que ha vivido allí, dice que está por Lavapiés, pero no creo que eso haga falta ponerlo…
Le tendí el papel y él lo cogió con cuidado, lo leyó, volvió a doblarlo, se lo guardó en un bolsillo y no me atreví a decirle que, si no sabía escribir, podía escribirle la carta yo en un momento, porque los dos acabábamos de traspasar esa línea, yo con mis palabras, él con su silencio, y los dos nos habíamos dado cuenta al mismo tiempo. Por eso, no me costó trabajo seguir hablando.
—Lo que no puedes hacer, Pepe, es hablar a las Rubias, ni contarle a Carmela que Sanchís sabía que Saltacharquitos estaba en su casa la noche que fue a detener a Fernanda y todo eso, porque entonces sabrían que he hablado yo. Bueno, podría haber sido la mujer de otro guardia, pero de todas formas…
—No te preocupes —me interrumpió, y sonrió para volver a ser el de siempre, el mismo que había sido desde que llegó a Fuensanta de Martos al molino, a mi vida—. Aparte de Pastora, nadie se va a enterar de nada. Te lo prometo.
Luego se levantó, se estiró, se sacudió los pantalones con las manos como si así pudiera desprenderse también del momento que acabábamos de vivir, y cuando me miró estaba sonriendo, enseñándome todos los dientes, una paleta partida, quebrada en diagonal como un cuchillo.
—Bueno, pues vamos a hacer limonada, ¿no?
—Claro —yo también sonreí, y le seguí hasta la cocina para decirle lo único que aún no sabía—. Mi padre está seguro de que Sanchís no trabajaba solo, de que tenía que tener un enlace con su partido.
Él dejó de mover el limón a un lado y al otro sobre el exprimidor de vidrio y se quedó quieto, los ojos clavados en la corteza de la fruta.
—Pero dice que no puede vivir aquí, en este pueblo, porque sería demasiado peligroso. Está seguro de que vivirá en otra parte, en Martos, dijo, o en Los Villares.
Su mano volvió a estrujar, muy lentamente, medio limón en el que ya no quedaba ni una gota, y cogió la otra mitad para volver a empezar, más deprisa.
—Dijo que igual ni se veían, que lo más fácil era que tuvieran un sistema para comunicarse sin llegar a verse, pero no tiene ni idea. Vete a saber, eso fue lo que le dijo a Curro, que fuera a saber… —e hice una pausa antes de dar el paso definitivo—. Yo creo que él ni siquiera sabe cuánto le gustaba la miel a Pastora.
El Portugués recopiló todas las cortezas, las colocó una dentro de otra como si quisiera hacer una torre, las tiró a la basura, sirvió el zumo en dos vasos, los rellenó con agua fría, y por fin se volvió a mirarme.
—¿Quieres azúcar? —sonreía.
—Sí, por favor —yo también sonreí.
—¿Tres cucharadas? —me dijo mientras las ponía en mi vaso.
—O cuatro, me gusta muy dulce.
—Es fatal para los dientes, ¿sabes? —y los dos nos echamos a reír.
Después, como si no hubiera pasado nada, salimos al porche y nos tomamos el zumo al sol. Me preguntó si había visto a Elena últimamente, en qué había quedado con su abuela, y le conté que ella me había dicho que no me preocupara, que ya encontraríamos una manera de seguir con las clases, y que no le importaba no cobrar, aunque después de la marcha de Filo, las cosas en el cortijo habían cambiado. Ahora, Chica hacía la recova, Paula seguía ocupándose del esparto, Manoli se había convertido en la encargada del huerto, y ella iba a tener que echarle una mano a quien la necesitara. La primavera es mala fecha, me había dicho, pero después del verano, ya hablaremos.
—De todas formas, subo a verla de vez en cuando, para charlar un rato y para coger libros, aunque de Julio Verne ya no puedo, porque me los he leído todos —le devolví el vaso y me puse el jersey, el sol ya se había escondido—. Tengo que irme, Pepe. Gracias por el zumo.
—No —él se acercó a mí y me abrazó, apretándome fuerte con las dos manos—. Gracias a ti, Nino. Muchas gracias por todo.
Asentí con la cabeza, le miré y no le dije nada. Al volver al pueblo, lo encontré todo muy tranquilo, poca gente en las calles y nadie en las puertas de las tabernas, tampoco en el patio de la casa cuartel. Todos necesitábamos descansar, y eso hicimos, porque Pepe el Portugués cumplió todas sus promesas con una sola excepción. Al día siguiente, cuando subí a la casilla vieja por la tarde, me di cuenta de que a Paula sí le había revelado nuestro secreto, pero aunque estuvo todo el tiempo con nosotros, mirándome con unos ojos distintos, casi dulces, comprendí que ella tampoco me traicionaría nunca.
Sin embargo, la paz duró poco tiempo, ni una semana. A mediados de abril, Michelín recibió una comunicación oficial que anulaba las anteriores, dejando sin efecto los ascensos prometidos. El documento, que no daba explicaciones, se limitaba a anunciar la llegada de un nuevo sargento, José Luis Mariñas, para restablecer la cadena de mando del puesto de Fuensanta de Martos, a cuya cabeza seguiría estando él, con el empleo de teniente, hasta nueva orden. No figuraba la menor alusión al carácter extraordinario de su cargo, ni a su provisionalidad, ni a su condición de responsable de un área a la que también pertenecían los cuarteles de Los Villares y Valdepeñas de Jaén, y por primera vez sus superiores se dirigían a él como teniente de la Guardia Civil, y no del Ejército de Tierra en comisión de servicio.
Era una represalia tan previsible como injusta, porque Miguel Sanchís era un héroe de guerra, porque había llegado al pueblo con esa intocable aureola, porque no había sido Michelín quien le había condecorado, quien le había distinguido y mimado, quien no había recelado de que solicitara un puesto tan humilde, tan insignificante en relación con sus posibilidades, quien había interpretado aquel aparente sacrificio como una muestra excelsa de su valor y su patriotismo. El jefe del puesto de Fuensanta no era más responsable de la traición de Sanchís que los hombres que acababan de arruinar su carrera, pero, como dijo mi padre, así son las cosas y así van a seguir siendo. Eso mismo pensaron Carmona, cuando se enteró de que no iba a ser cabo, e Izquierdo, al saber que tampoco llegaría a sargento, pero ninguno de los dos tenía en casa a doña Concha, abanicándose como una fiera de la mañana a la noche, sus mujeres no les llamaban fracasados a todas horas, no les acusaban de haber convertido su vida en un infierno ni les obligaban a dormir en un sofá. Y sin embargo, ni siquiera eso bastó para explicar el acceso de furia que convirtió a aquel hombre generalmente tranquilo, resignado a la tiranía de su mujer, en el monstruo que desató una violencia indiscriminada, brutal, que Fuensanta de Martos no había conocido jamás, ni siquiera en vida del primer Cencerro.
—Ha enloquecido —dijo mi padre cuando vino a cenar, después de haber contribuido a llenar los calabozos, repletos como nunca habían estado—. Se ha vuelto loco, no hay otra explicación. Le ha dado un ataque de algo raro, una locura transitoria de esas. Y esto no va a servir de nada, de nada, sólo para que las cosas se pongan peor de lo que están, para que bajen una noche los del monte y nos maten a todos…
—¡Ay, Antonino, no digas eso, por Dios!
—¿Y qué quieres que te diga, Mercedes? Que no me esperes despierta.
El 19 de abril, doce días antes de que el sargento Mariñas se incorporara a su nuevo destino, Salvador Michelín ordenó la detención de todos los vecinos del pueblo, hombres, mujeres, ancianos, adolescentes, que hubieran estado relacionados por cualquier motivo y en cualquier momento con la partida de los dos Cencerros, el viejo o el nuevo. Aquella misma mañana había recibido la visita del jefe del puesto de Los Villares, que ya no tenía muy claro si el teniente seguía siendo su superior o había dejado de serlo, pero en cualquier caso prefirió traer las malas noticias en persona.
Aniceto Gómez Gutiérrez, más conocido como Burropadre porque, aparte de la apicultura, se ganaba la vida con dos asnos sementales a los que los dueños de yeguas de toda la provincia solían acudir para que las cubrieran y criaran mulos, había fallecido de muerte natural a mediados de marzo. Por eso había faltado a su cita con Pepe el Portugués, quien se presentó voluntariamente en la casa cuartel para hacer la declaración que desencadenaría la redada que pretendía evitar. Antes vino a casa a buscarme y me pidió que cogiera mi cazamariposas nuevo. ¿Vamos al río?, le pregunté. Sí, bueno, ya veremos, ahora lo primero es ir a ver al teniente, me contestó. Y entonces, ¿para qué quiero esto? Le enseñé el cazamariposas levantándolo en el aire, y ni siquiera lo miró.
—Es que yo no me doy mucha maña con las colmenas silvestres, ¿sabe, teniente?, y como por aquí no hay nadie que se dedique a eso, el sargento me dijo que ya había hablado él con ese hombre, y que ya vendría por el molino a venderme la miel a mí, porque entre su mote y el oficio que tenía… Porque, anda que el tío, también, menudo trabajito. Por lo visto, cuando los burros no atinaban solos, él los ayudaba con la mano, así que…
Al entrar, me había dejado plantado en la puerta de la oficina, como si pretendiera que contemplara desde allí, sin intervenir para nada en aquella escena, cómo le largaba a Michelín aquel discurso de un tirón, con su mejor cara de tonto y esa vocecilla de jilguero desorientado que hacía brotar de su garganta a su antojo. Sin embargo, en aquel momento, se volvió a mirarme y bajó la voz.
—Ya sabe usted a lo que se dedicaba el pájaro, ¿no? Es que hablar de esto con el niño ahí delante… —el teniente asintió con la cabeza sin mirarme—. Total, que a la que le gustaba la miel era a la señora del sargento, pero él no quería que ella tratara directamente con él, que es natural, ¿no?, y como además me dijo que era una mala persona, un delincuente con quien prefería que tampoco le vieran los vecinos… Yo le dije que bueno, porque a mí me daba igual, la verdad, a mí, aquí, como estoy soltero y a mi familia no la conoce nadie… —y se encogió de hombros antes de arriesgar su verdadera apuesta—. Total, que el mes pasado quedamos para vernos antesdeayer, y no vino a la cita. Hoy tampoco ha venido, y como el guardia Carmona me dijo que les informara por favor de cualquier novedad o cosa rara que pudiera estar relacionada con el sargento Sanchís, que era muy importante, pues… Se me ocurrió que a lo mejor él… No digo yo que lo matara, ni nada, válgame Dios, pero… Como el pobre sargento, que en gloria esté, decía siempre que era un indeseable, un canalla, será una tontería, pero se me ha ocurrido… Es una tontería, ¿verdad? —y en ese instante se levantó, muy apesadumbrado, y echó a andar hacia mí, pero se dio la vuelta antes de alcanzarme—. Perdóneme, teniente, que con todas las cosas importantes que tendrá usted que hacer, no tendría que haber venido yo a molestarle con esto. Lo siento mucho.
Michelín estuvo de acuerdo en que era una tontería, pero por si acaso llamó a Los Villares, y le extrañó que no quisieran decirle nada sobre la marcha. Cuando tuvo delante el expediente de Burropadre, un abrumador historial de detenciones por actividades subversivas en el que había debutado a los doce años para concluir hacía sólo dos, al salir de la cárcel por última vez, entendió la discreción de sus subordinados. Sin embargo, se negó a aceptar que en aquella carpeta, junto con la identidad del enlace del sargento traidor que el Portugués le había servido en bandeja, estuviera enterrado para siempre su futuro, su ascenso a capitán, su reingreso en el ejército, su recompensa en un cuartel tranquilo, un buen empleo con mando de tropa en cualquier agradable capital de provincia. Y aquel hombre apocado, casi pusilánime, que nunca había sido valiente, ni capaz de la serenidad con la que Sanchís había elegido la muerte, sabiendo, entre otras cosas, que iba a llevarse su carrera por delante, reaccionó con una rabia feroz y universal, como una bestia herida, prisionera en la jaula de su propio futuro miserable. Se juró a sí mismo que, ya que no podía entregar vivo al compinche de Sanchís, ofrecería algo, lo que fuera, al precio que fuera, en su lugar, y en lugar de comunicar a Jaén el frustrante hallazgo que acababa de realizar, guardó el expediente de Burropadre en un cajón. No lo soltaría, volvió a jurarse, hasta que pudiera envolverlo en la información que el Pirulete había querido venderle, los planes de huida de los bandoleros que alguien, por fuerza, tenía que conocer en Fuensanta de Martos. No tenía mucho tiempo, porque la incorporación de Mariñas consolidaría una situación que después sería mucho más difícil cambiar, y desde luego, no perdió un segundo.
Pepe el Portugués, aquel alarde de sangre fría que congeló la mía en mis venas mientras le escuchaba mentir, fingir con una maestría que dejaba corto el concepto que tenía Paquito de su cobardía, sólo pretendía cerrar aquella crisis, escribir un epitafio sin violencia y sin víctimas para la doble muerte de Miguel Sanchís. Pero su treta no sólo no sirvió para que el teniente olvidara al traidor, sino que avivó furiosamente su recuerdo, y lejos de mejorar las cosas, las empeoró.
La redada duró casi una semana, porque como los sospechosos eran tantos que no cabían en los calabozos, hubo que detenerlos por turnos, y en el monótono infierno de cinco noches iguales, mi hermana Pepa, que ya había cumplido seis años, sólo vino a mi cama una vez, como si quisiera prepararse para el papel que dentro de otros seis le tocaría desempeñar con el hermano que nos iba a nacer al final del verano. Cuando se agotaron los golpes, los gritos, los insultos y las amenazas, Salvador Michelín no parecía él. Había adelgazado varios kilos y tenía los ojos dilatados, la mirada perdida, le temblaban las manos y sudaba como si tuviera fiebre. Había cosechado, además, un odio infinito, y mucha más información de la que le convenía, una maraña de datos contradictorios donde las mentiras se mezclaban con las verdades en una proporción tan inescrutable como el número y la brutalidad de los golpes que le habían permitido obtenerlas. Y aunque sabía de sobra que la información que facilita la tortura nunca es fiable, lo apuntó todo en una libreta que llevaba siempre encima y consultaba a cada paso, mientras paseaba por el pueblo sin cesar, pendiente de cualquier dato, por nimio que fuera, que pudiera confirmar alguna declaración.
Así empezó la última semana de abril de 1949, que sería la última semana de tantas cosas, de la vida, del mundo, de la realidad que habíamos conocido hasta entonces. El domingo por la tarde soltaron a los últimos detenidos, con una sola excepción. Vida, la hija de Cuelloduro, a la que en el pueblo todo el mundo seguía llamando así, por más que don Bartolomé la hubiera bautizado diez años antes con el nombre de Patrocinio de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María y toda su mala hostia, fue a preguntar por su marido, que era el único que no había vuelto a casa, y le dijeron que estaba bien, que no se preocupara, que lo pondrían en libertad en cualquier momento. Ella no se lo creyó, y acertó, porque mi padre, que fue quien salió a decírselo, no estaba muy seguro de que Joaquín Fingenegocios llegara vivo al día siguiente.
Aquella noche, Michelín consintió por fin en que llamaran a un médico, y el primero que encontraron fue uno muy jovencito, que acababa de llegar al pueblo con la carrera recién terminada y ni la menor idea de lo que le esperaba, aunque cuando logró tranquilizarse lo suficiente como para reconocer al enfermo, fue un poco más optimista. Joaquín no tenía más que veinticuatro años, dijo, y era muy fuerte. Si había aguantado hasta entonces, se podía esperar que sobreviviera. Después, pidió yodo, alcohol y trapos para hacer vendas, porque con las que había llevado no le iba a alcanzar, y cuando se quedó a solas con Fingenegocios, le dijo que tenía roto el brazo derecho, que no le iban a dejar escayolárselo pero que iba a colocárselo bien, que le iba a doler, que no lo moviera, que mandara a alguien a buscarle en cuanto volviera a casa, y que le pondría una escayola en condiciones para que pudiera seguir trabajando normalmente. Lo de las costillas no tenía más arreglo que la cama y el tiempo, y eso valía también para la herida de la cabeza, y para la de la rodilla, aunque esas sí se las iba a coser en un momento, porque cuando se las vendara, el teniente no iba a darse ni cuenta. Del ojo izquierdo no quiso decirle nada aunque se dio cuenta enseguida de que nunca volvería a ver por él, porque el derecho estaba tumefacto pero entero. A la mañana siguiente, volvió al cuartel para cambiarle los vendajes, le dio más calmantes, le preguntó si creía que aquella tarde ya estaría en condiciones de volver a su casa, pronosticó que cuanto antes mejor, y su paciente le contestó que sí.
Y aquella tarde, cuando volvíamos de la escuela, Alfredo, Paquita y yo vimos correr a Vida por la calle y corrimos tras ella para quedarnos todos parados al mismo tiempo, nosotros en la acera, ella en el centro de la calzada. Joaquín Fingenegocios acababa de salir del cuartel y avanzaba de frente, muy despacio. Tenía una venda en la cabeza, un ojo cerrado, un brazo en cabestrillo, una pernera del pantalón cortada a la altura de la rodilla, vendada también, y heridas en la cara, en el cuello, en una oreja, en las dos manos, en el pecho, en las piernas. Su cuerpo entero era una herida, una herida inmensa fragmentada en muchas pequeñas heridas conectadas entre sí por la hinchazón de la piel, por la sangre coagulada de los hematomas, por las gotas de un rojo más vivo que salpicaban su ropa. Yo nunca había visto a nadie así, Paquita jamás se había enfrentado con nada parecido, Alfredo tampoco había llegado a contemplar un destrozo semejante, pero ellos salieron corriendo y yo no, porque cuando Vida intentó imitarles, su marido la detuvo con una voz pastosa y extraña, la huella cavernosa, gutural, de las muelas que también había perdido, las mejillas, las encías inflamadas por los golpes.
—No corras, Vida.
Eso le dijo, y ella, que parecía una niña porque era todavía más joven que él, baja, menuda, con la cara muy redonda y el pelo aún recogido en una trenza, le miró como si no le entendiera, pero le hizo caso, y se paró para seguir escuchando aquella voz que le hacía daño en los oídos.
—Y no llores, por favor, Vida, no llores. No les des a esos hijos de puta el gusto de verte llorar.
Yo seguía en la misma baldosa de la acera donde me había quedado cuando vi a Joaquín, y distinguí a lo lejos la silueta de Michelín, que había salido a la puerta con Izquierdo para despedir a su último prisionero, tan claramente como ellos me estaban viendo a mí.
—Muy bien —cuando volví a mirar a Fingenegocios, su mujer ya se había limpiado las lágrimas con las manos—. Ahora levanta la cabeza, mírame, ven hacia mí, andando, despacio, muy bien… Ponte a mi izquierda, así, te voy a coger por el hombro, cógeme tú por la cintura, pero ten cuidado porque tengo las costillas rotas, no, no me pongas la mano ahí, pónmela más abajo, muy bien. Ahora mírame, y sonríe —ella le sonrió con los ojos llenos de lágrimas—, como yo te sonrío a ti, ¿ves? Bésame, Vida, bésame con cuidado, en la cara —y Vida le besó, y él la besó a ella—. Lo estás haciendo muy bien, y ahora vamos a echar a andar, vamos a andar despacio, los dos juntos, pero tú no dejes de sonreír, tú sonríe, Vida, y cuéntame algo, lo que sea, lo que hiciste ayer, lo que has hecho esta mañana, sonríe, y háblame, porque esto es lo único que me ha hecho aguantar, esto ha sido lo único —y mientras Vida le miraba, y le sonreía, y le besaba de vez en cuando, fue él quien empezó a llorar—, yo pensaba que iba a llegar hasta aquí, y que íbamos a hacer exactamente esto, lo que estamos haciendo ahora mismo, y me acordaba de mi padre, de mi tío Lorenzo, de mis primos, que se van a ir, que se tienen que ir, que tienen que llegar a Francia, me cago en la hostia puta una y mil veces… Pero sobre todo pensaba en ti, Vida, y sabía que iba a aguantar, que no iban a poder conmigo, y no han podido, Vida, no han podido…
Joaquín Fingenegocios ya era huérfano de madre cuando su padre murió en el frente de Córdoba, en los primeros meses de la guerra. A partir de aquel momento, y hasta que le aplicaron la ley de fugas, su tío lo había tratado como si fuera un hijo más, y desde que tenía once años, Lorenzo y Enrique habían sido sus hermanos mayores sin haber dejado nunca de ser sus primos, pero el Pirulete también se había criado en casa de Pesetilla, y su infancia no le había estorbado para intentar vender a Elías. Eso fue lo que pensé cuando ya estaban muy cerca, y por eso no me moví, y seguí mirándole como si nunca hubiera llegado a pagar la deuda que tenía con él, como si no le hubiera devuelto nunca aquellos cincuenta céntimos con los que invité a Elena a merendar aquellos churros que le gustaron tanto.
—Adiós, Joaquín —le dije cuando pasó por mi lado, y él se detuvo, se volvió a mirarme, y me sonrió.
—Adiós, Canijo.
Después seguí mirándoles, vi cómo él se negaba a torcer a la izquierda para ir a su casa, cómo se empeñaba en seguir adelante, vamos a ir a la taberna de tu padre, Vida, eso es lo que vamos a hacer, hazme caso, quiero que me vean, que vean que se puede aguantar, y además me apetece mucho tomarme una caña… Ella se resistió, intentó tirar de él, le preguntó si se había vuelto loco, pero les perdí de vista cuando doblaron la segunda bocacalle a la derecha, y sin embargo, no tardé mucho en enterarme de lo que había pasado porque al día siguiente en mi pueblo no se hablaba de otra cosa.
Al llegar a la taberna, Joaquín se apoyó en el mostrador, le pidió a su suegro una cerveza, y Vida le dijo que no, que no se la pusiera, pero su yerno le miró a los ojos, asintió con la cabeza y él comprendió, y cogió un vaso, lo llenó, y se lo puso delante.
A Antonio Cuelloduro no le había gustado nada aquella boda, y si no la había prohibido era solamente porque para él no había nada más sagrado que sus principios, y no estuvo dispuesto a violarlos ni siquiera cuando su única hija decidió casarse por amor, a los diecinueve años, con el hijo de un comunista. A él le gustaba presumir de que nunca había tenido que prohibirles nada a sus hijos, pero habría dado cualquier cosa a cambio de que Vida siguiera en casa, pelando la pava con otro cualquiera, un buen muchacho de familia anarquista a ser posible, como las novias de sus dos hermanos. Que lo prohíban ellos, dijo, ellos, a los que les gusta tanto reglamentar, y mandar, y prohibirlo todo, que para eso son como los fascistas, exactamente iguales… Pero en casa de los Fingenegocios ya no quedaba ningún hombre comunista aparte de Joaquín, y él no iba a prohibirse a sí mismo su propia boda.
Por eso, a Cuelloduro no le quedó otro remedio que aceptarla, y sin embargo, aquella tarde, cuando su yerno se llevó el vaso a la boca y le dio un sorbo, se sintió orgulloso de él, orgulloso de Vida. Y cuando le vio tambalearse, intentar apoyar el codo izquierdo en el mostrador, advertir en voz alta, un segundo antes de desmayarse, que no sabía lo que le pasaba pero que las piernas no le sostenían, fue él quien lo cogió en brazos, él quien lo llevó a casa, él quien lo acostó en su cama, él quien fue corriendo a buscar al médico. Los que le vieron aquel día contaron que iba llorando por la calle a lágrima viva, y en Fuensanta de Martos, nadie, nunca, había visto llorar a Antonio Cuelloduro. Quizás por eso, él siempre lo negó, aunque a Joaquín, a quien trató desde aquel día como a cualquiera de sus hijos, le gustaba mucho recordárselo para tomarle el pelo.
Pero aquella tarde, cuando yo entré por fin en la casa cuartel, aquel final feliz estaba muy lejos y mi madre fuera de sí, furiosa y aterrada al mismo tiempo.
—¿Qué te crees, que no nos lo van a hacer pagar? Un día de estos me matan a tu padre, como si lo viera, a tu padre o al que sea, a cualquiera menos a ese cabrón, sádico de mierda…
Yo nunca la había oído hablar así del teniente, y sin embargo, no me sorprendió. Tenía razones para tener miedo, aunque aquella vez la represalia de los guerrilleros sería muy diferente.
Los Fingenegocios no abandonaron a Joaquín. Durante mucho tiempo, todo el que hizo falta, le fueron mandando poco a poco una pequeña fortuna, el dinero necesario para que le reconstruyeran la dentadura, para que volvieran a ponerle el tabique nasal en su sitio, para que lo operaran de la rodilla y para que fuera varias veces a Valencia, donde un oftalmólogo especializado en ojos de cristal, y tan rojo como ellos, le fabricó a la medida uno perfecto y perfectamente coordinado con el derecho, hasta el punto de que nadie que no conociera su origen llegó a apreciar jamás la diferencia.
Así, lograron desmentir lo que había sucedido, eliminar sus huellas, imponer su voluntad sobre la del enemigo con tanta energía como la que la Guardia Civil había derrochado en el entierro de Miguel Sanchís.
Pero no mataron a nadie, porque ya no tenían tiempo ni siquiera para eso.
* * *
Eran las cinco y media de la tarde, y hacía mucho calor. Las calles estaban desiertas, las puertas cerradas, las persianas bajadas como una protesta silenciosa e inútil contra el calor de agosto, que no había cedido ni un ápice de su ferocidad aunque los calendarios hubieran entrado ya en la tercera semana de septiembre. Por eso nadie me vio entrar. Dentro, cuatro abuelos jugaban al dominó y ninguno desatendió la partida para mirarme. Las cosas habían cambiado mucho, y ya no hacía falta mirar, escuchar, espiar, vigilar, calcular, advertir, proteger y protegerse, controlar a todos para llegar a controlarlo todo. Eso ya había dejado de ser importante.
—Hola, Canijo —Cuelloduro se limpió las manos con un trapo antes de apoyarlas en el mostrador—. ¿Quieres algo?
—Sí. Me gustaría ver la foto.
Se volvió sin decir nada, la sacó del marco del espejo donde estaba encajada, y me la dio.
Lo que más me impresionó fue su parecido con aquella vieja fotografía que mi madre guardaba en un cajón para sacarla de vez en cuando y cerrar los ojos en vez de mirarla. Sólo después me di cuenta de que en realidad no se parecían tanto, porque aquella había sido tomada al aire libre y esta no. En aquella, mi madre sostenía en brazos a un bebé recién nacido al que no se le veía la cara, como un bulto entre mantillas, y el niño que aparecía en esta estaba recostado en el regazo de su madre, con los ojos abiertos, aunque no podía tener más de tres meses. En el retrato familiar que dormía entre la ropa de la cómoda, mi padre estaba inclinado hacia delante, el brazo izquierdo apoyado en un velador, para posar con la cara pegada a la de su mujer, pero en el que tenía entre las manos, el hombre se había sentado en el brazo de un sillón, curvando el cuerpo como un arco protector sobre la mujer y el niño. Sin embargo, las sonrisas eran idénticas, idéntica la expresión de placidez, de felicidad, de aquellas dos parejas separadas por el tiempo y por la historia, mis padres en su casa de aquel pueblo de Granada que se llamaba Valderrubio, antes de la guerra, con mi hermana Dulce, Elías y Filo en su casa de Toulouse, hacía sólo unos días, con su hijo, que se llamaba Tomás aunque no lo hubiera bautizado ningún cura.
En el pueblo había dos copias de aquella foto, que habían llegado al cortijo de las Rubias en un sobre que no trajo ningún cartero, pero Carmela la Pesetilla se guardó la suya y no se la enseñó a nadie. Paula, en cambio, le llevó la otra a Cuelloduro al día siguiente, y él la encajó en el espejo que tenía detrás del mostrador, para que todo el mundo pudiera contemplar el pequeño éxito que había coronado aquel largo y terrible fracaso.
—Gracias —le devolví la foto y él volvió a ponerla en su sitio.
—De nada —me dijo después.
Al salir a la calle, me crucé con Rodillaspelás y la saludé, adiós, adiós, sin inmutarme ante el espanto de sus cejas, el asombro que agrandó sus ojos al verme salir de un lugar prohibido. Los lugares prohibidos ya eran sólo leyenda, igual que el monte, pero había algo más. Mi padre no iba a decirme nada. No podía castigarme, ni regañarme, nunca se atrevería a hacerme ningún reproche después de lo que habíamos vivido juntos, antes de que amaneciera el último miércoles de abril de 1949.
Aquella noche, la segunda que Joaquín Fingenegocios pasaba en su cama después de la paliza, me acababa de acostar cuando oí que alguien llamaba a la puerta. Madre, que se había quedado cosiendo en la cocina, como siempre que se disponía a esperar despierta el regreso de su marido, se quedó quieta, una mano sosteniendo la aguja, la otra en la tela, y no movió ni un músculo durante un instante más de lo que parecía razonable, antes de levantarse para ir a abrir. En los segundos de silencio absoluto que transcurrieron entre su repentina parálisis y el nervioso repiqueteo de sus pies sobre las baldosas, pude absorber su miedo, su angustia, el negro presagio que los inspiraba, y me levanté yo también, para esconderme detrás de la puerta.
—¡Nino! —mi hermana Dulce se incorporó en la cama para regañarme, pero no se atrevió a levantar la voz—. ¿Adónde crees que vas?
—¡Calla!
Yo tampoco me atreví a hablar en voz alta, pero me volví hacia ella con un dedo sobre los labios, y al girar la cabeza de nuevo, vi a Michelín vestido de uniforme, con su libreta en la mano y esos ojos de loco que tenía desde que se enteró de que no iba a ser capitán. En ese instante, al verle así, pensé lo mismo que estaba pensando mi madre, que los Fingenegocios se habían vengado, que el guardia Pérez ya no era más que un cadáver al borde de un camino, su mujer otra viuda y yo el único hombre de mi casa, pero el teniente se apresuró a desmentir nuestros temores.
—A Antonino no le ha pasado nada, Mercedes, te lo juro —ella se llevó las dos manos a la boca igual, pero tuvo que darse cuenta de que el teniente estaba diciendo la verdad, porque me di cuenta yo, que estaba mucho más lejos—. No he venido por eso, puedes estar tranquila.
Ella necesitó de nuevo algún tiempo para reaccionar, para recobrar la calma que había perdido tan deprisa, para apartar sus manos de la boca, y llevárselas a la tripa, y acariciársela despacio con movimientos lentos, circulares, como si la criatura que llevaba dentro lo necesitara más que ella, pero por fin sonrió, miró al teniente, le ofreció asiento con la mano, y no quiso registrar la expresión sombría de un hombre que no se atrevió a mirarla a los ojos, ni a declarar sin rodeos el verdadero propósito de su visita.
—He venido a verte porque… Necesito que Nino me haga un favor.
—¡Ah, pues muy bien! —mi pobre madre respiró, aliviada—. Voy a llamarle, todavía debe estar despierto —y cuando ya venía hacia mí, se dio la vuelta—. Perdóneme, Salvador, no le he ofrecido nada, me he asustado tanto al verle, la verdad. ¿Quiere tomar algo? Un café, una copa… Tengo un aguardiente casero muy bueno, de uvas con anís.
—No, nada, muchas gracias, Mercedes, estoy de servicio.
La aplazada cortesía de mi madre me dio tiempo de sobra para volver a acostarme, pero no apagué la luz ni me hice el dormido, y cuando la vi aparecer al otro lado de la cortina verde, ya estaba sentado en el borde de la cama, con los pies en el suelo.
—Nino, ahí fuera está el teniente, que quiere hablar contigo, pero cálzate, por Dios, hijo, que cualquier día de estos te vas a coger una pulmonía.
Al ponerme las zapatillas estaba tan tranquilo como ella, y sin embargo, para comprender mi error, y sobre todo el suyo, me bastó con mirar a Michelín a la cara.
—Bueno, pues… —él me miró a mí, luego a madre y a mí otra vez, como si hubiera perdido la habilidad de fijar los ojos en un solo objeto—. Acabo de recibir una denuncia esta noche, es decir… —miró el reloj, después a madre, a mí, a ella—. Mejor dicho, esta tarde, porque todavía no eran las diez, y… El caso es que en el cuartel estoy yo solo. No tengo efectivos, porque sospechábamos que los bandoleros estaban a punto de ponerse en marcha, o sea, de huir, ¿no? Eso ya lo sabréis, supongo, porque como nos han traído un jeep de la Comandancia de Jaén, y todo… Pero lo que no podíamos imaginar era que fuera a pasar tan pronto, que fueran a salir esta misma noche, y todos mis hombres están patrullando… —volvió a mirarnos por turnos, en plazos cada vez más breves, sus ojos oscilando frenéticamente entre mi madre y yo—. Acabo de enterarme de que ya han empezado a marcharse, de que se están yendo en grupos de tres, de cuatro, con intervalos de una media hora, y por la información que acabo de recibir, me he dado cuenta de que estábamos equivocados, de que no hemos sabido relacionar…
Hizo una pausa para buscar refugio en su libreta, y se concentró en sus anotaciones, moviendo sin cesar las mismas hojas de delante hacia atrás y de atrás hacia delante, como si allí fuera a encontrar algo que no supiera o la inspiración que no lograba reunir por mucho que la necesitara. Luego resopló, inspiró aire ruidosamente un par de veces, y siguió hablando.
—En fin, Izquierdo y Carmona están en el monte, en el cerro de los Pajaritos, vestidos de bandoleros, Curro y Arranz igual, pero en la otra punta, porque yo creía que iban a salir por el alto del Moreno, estaba seguro, y por eso he mandado a Antonino, con Romero y con el jeep, al cruce, que es el punto intermedio más cercano al cuartel, porque pensaba… —negó con la cabeza varias veces, como si no quisiera acordarse de lo que había pensado—. Cada pareja lleva una radio, para poder comunicarse entre sí. Si Izquierdo y Carmona veían algo, cualquier movimiento por pequeño que pareciera, tenían orden de comunicarlo inmediatamente. Entonces, Curro y Arranz tomarían posiciones mientras el jeep regresaba al cuartel con su radio, para que yo pudiera pedir refuerzos y avisar a la Comandancia de las posibles rutas de escape. Era un buen plan, un buen plan, en Valdepeñas estaban avisados, en Los Villares también, en Jaén tienen las tropas acuarteladas, el único riesgo, el único, porque todo lo demás estaba previsto, todo, yo lo había estudiado, lo había analizado todo y era un buen plan, un buen plan, aunque tenía un riesgo, uno solo, porque si pasaba algo, que no podía pasar, porque quién iba a imaginar…
Por fin se atrevió a cerrar su libreta, y la puso encima de la mesa para mirar a madre, pero enseguida se volvió hacia mí, para empezar a estudiarme con tanta ansiedad, tanta dedicación como la que invertía en sus notas.
—El caso es que no tengo radio. No puedo comunicarme con mis hombres. Sólo tenemos tres aparatos, y se los han llevado ellos, y todos están en un sitio equivocado, en una posición donde no van a ver nada, donde no van a enterarse de nada, porque, por lo visto, el hijo de puta de Cencerro va a salir dando un rodeo, ha ordenado retroceder en lugar de avanzar, se va a desviar hasta el cortijo de la Bizca, va a cortar hasta la laguna, y va a bajar por la cuesta de la Mona para torcer luego a la derecha e intentar cruzar la comarcal por el camino viejo de Torredonjimeno. Eso es lo que quiere hacer, y si le sale bien, puede llegar a Jaén antes de que amanezca, y si logra llegar a Jaén, y puede esconderse unos días para que sus hombres vayan saliendo de uno en uno, o por parejas, hacia lugares distintos, entonces, ya… Lo más fácil es que no los encontremos en la vida. Nosotros, por lo menos, no.
Nos miró al dar por concluido su discurso, y madre levantó las cejas, encogió los hombros, frunció los labios como si no comprendiera dónde estaba el problema, la emergencia que había llevado al teniente a nuestra casa a aquellas horas, en aquellas condiciones.
—Pues llame a Jaén —su voz, clara, tranquila, desprovista aún de cualquier intuición de peligro, sonó como un latigazo de cordura sobre un tiro de caballos desbocados.
—¿Qué? —pero Michelín se volvió hacia ella con la mirada perdida, como si no la hubiera entendido.
—Que llame por teléfono a Jaén, a la Comandancia, ¿no? —repitió, antes de mirarme con una interrogación en los ojos a la que yo asentí enseguida con la cabeza, porque su sugerencia, simple, precisa, era además transparente para cualquiera—. Que manden tropas a la comarcal, a la altura del camino viejo de Torredonjimeno, y que los esperen allí.
El teniente esquivó su mirada, cerró los ojos, negó con la cabeza.
—No puedo hacer eso.
—¿Por qué?
—Porque no, Mercedes. Porque no tengo suficiente información, porque no sé hasta qué punto puedo confiar en la denuncia, porque la persona que ha venido a hablar conmigo se lo ha oído decir a Jesús el del Machillo, el hermano de Asun, ya sabes, la mujer de Cabezalarga, y no me fío. No puedo montar un operativo de esas características, involucrar a tantas fuerzas, sin estar seguro de lo que está pasando ahí arriba. Si esto es una trampa… —había empezado a sudar, y se frotó la cara, el cuello, la nuca, con las dos manos, hasta lograr que su cabeza entera reluciera de humedad—. Si es una trampa, después de lo de Sanchís… No puedo hacer eso.
En ese momento, volví a mirar a madre para descubrir que ella ya me estaba mirando a mí y que los dos estábamos pensando lo mismo, que Michelín no estaba persiguiendo a Cencerro, que no estaba persiguiendo a sus hombres, que no perseguía a la guerrilla, ni el comunismo, ni la subversión, tanto como su ascenso. Eso era lo que más le importaba, mantener la ilusión de que en el hilo fragilísimo que conducía a un chalet con jardín, en las afueras de una plácida capital de provincias, aún quedaba una hebra intacta, alimentar la fantasía de que todavía existía un futuro para él, más allá de los muros de la casa cuartel de Fuensanta de Martos, en eso estaba pensando, sólo en eso.
Eso le había llevado a llenar los calabozos de gente, a dejar a Joaquín medio muerto, y a tragarse la información que Cencerro acababa de colocarle a través de una denuncia tan oportuna que, naturalmente, no podía ser otra cosa que una trampa. Él mismo, que no conocía el monte ni la mitad de bien que yo, y yo lo conocía incomparablemente peor que los hombres que llevaban diez años viviendo allí, se había dado cuenta, aunque no quisiera admitirlo. Que Cencerro hubiera ordenado retroceder en lugar de avanzar, era verosímil. Que pretendiera salir dando un rodeo por donde menos se lo esperaban, también. Pero que hubiera organizado a un centenar de hombres, quizás incluso más, en grupos pequeños, de dos o tres, para cruzar una carretera por uno de sus puntos más transitados, eso era tan increíble como que todos fueran a llegar hasta allí por la misma ruta, el cortijo de la Bizca, la laguna, la cuesta de la Mona. Michelín nunca había estado en ninguno de esos lugares, no conocía sus características, los senderos, las distancias que los separaban, ni siquiera entendía lo que estaba diciendo. No sabía nada, excepto que después de la denuncia, sabía todavía menos que antes, y que esa hebra solitaria, enfermiza, que le conectaba con el dorado sueño de su futuro, estaba empezando a resquebrajarse.
—Entonces… —madre intentó sacarle del ensimismamiento en el que le había sumido su última reflexión—. ¿Qué va a hacer?
—Necesito una radio. Necesito comunicarme con mis hombres, informarles de la situación. Tienen que abandonar sus posiciones y desplazarse a lugares más favorables, puntos desde donde puedan confirmar o desechar la información que acabo de recibir. Necesito una radio y necesito el jeep —hizo una pausa para mirarme—. Necesito que vayas al cruce a avisar a tu padre, Nino.
—¡No! —madre se levantó, se inclinó sobre la mesa, acercó su cabeza a la del teniente y volvió a chillar—. ¡No, no y no! ¿Me oye? No lo voy a consentir, mi hijo no va a salir esta noche de casa para ir a ninguna parte.
—Tiene que hacerlo, Mercedes —él no levantó la voz—. Es la única…
—¡No! —ella estrelló los puños sobre la mesa, furiosa como nunca, una sombra oscura, tenebrosa, acechando en sus ojos por detrás de la cólera—. Vaya usted. Vaya usted a por su jeep, y a por su radio, con mil pares…
—Eso no puede ser. Las ordenanzas…
—¡Y una mierda las ordenanzas! —y esa sombra creció, se hizo más negra, más compacta—. Las ordenanzas no pueden mandar que se juegue la vida un niño de once años.
—¡Yo también sé chillar! ¿Sabes, Mercedes? —Michelín se levantó con tanta brusquedad que la mesa se tambaleó, y cayeron al suelo su libreta y un dedal que rodó por todo el cuarto, tintineando con la inerte alegría de una campanilla hasta que se topó con una pared—. Yo también sé chillar y yo soy el que manda aquí.
—En mi hijo, no —ella aún conservaba intacta su firmeza.
—En tu hijo también, porque soy el jefe de su padre. Supongo que no hace falta que te explique lo que significa eso.
—Me da lo mismo.
—¡Ah! ¿Sí? Pues…
Y mientras el teniente escogía una amenaza que pudiera expresarse en voz alta, yo entré por fin en aquella conversación.
—Déjame ir, madre —y me acerqué a ella, le cogí de la mano, apoyé la cabeza sobre su tripa abultada—. A mí no me va a pasar nada.
—Ni hablar —me miró con ojos que echaban chispas, y frunció el ceño al ver que yo estaba tan tranquilo—. Tú no vas a ir a ninguna parte.
—Pero si a mí nadie me va a hacer nada —insistí, apretando su mano con la mía—. A mí no, madre.
—Ya le estás oyendo, ¿no? —Michelín aprovechó mi intervención para cambiar de tono hacia una blandura más persuasiva—. Si él se pasa la vida en el monte, si va al molino viejo cada dos por tres, si hasta hace nada subía y bajaba él solo desde mucho más allá del cruce, para ir a echarle una mano al Portugués. Nino es casi más de allí que de aquí, así que… ¿A quién le va a extrañar verle salir del pueblo por el camino de siempre?
—¿De siempre? Mi hijo nunca está fuera de casa a estas horas.
—¿Y qué? Tampoco es tan tarde. Las farolas todavía están encendidas, y es un trayecto corto, veinte minutos.
—Pues vaya usted. Llame a don Justino, a don Miguel, a alguien que tenga coche. Que venga a recogerle y que le lleve al cruce. O que vayan ellos. Si es tan corto, seguro que…
—No puedo pedirle eso a ningún civil, Mercedes.
—Mi hijo es un civil.
—Ya, pero es distinto. Nino vive aquí, es de los nuestros, como si dijéramos… —su acento aún conservaba un equívoco rastro de suavidad, tan inestable como el que había impregnado las últimas frases de mi madre—. Y ya te he dicho que yo no puedo abandonar el cuartel.
—¡Claro que no! —ella estalló antes que él, y me apartó de su cuerpo para abalanzarse sobre Michelín con una violencia renovada y aún más pura—. Porque es usted un cobarde, por eso no puede salir, porque no se atreve, porque sabe que ahí fuera, solo, no iba a durar ni cinco minutos —estaba chillando a un palmo de su cara, tan cerca que él tenía que sentir su aliento, la furia de aquella mujer acorralada, desarmada y frágil, que le estaba diciendo lo que nadie se había atrevido a decirle todavía—. Porque si saliera de noche y sin escolta, cualquier vecino le mataría por la espalda, que es lo que se merece, después de haberle hecho lo que le hizo al pequeño de los Fingenegocios. ¡Por eso no puede ir usted! —y mi madre me dio miedo, me dio miedo verla, escucharla, me dio miedo entender lo que estaba diciendo—. Y por eso manda a un niño de once años, porque para matar de una paliza a una criatura es usted muy valiente, ¿no? Para eso sí, pero para salir a la calle en una noche como esta no, para eso, mejor que vaya mi hijo. Y si me lo matan, ¿qué? ¿Me van a pagar una pensión, me van a dar una medalla, me…?
—A mí no me va a matar nadie, madre —y ya sólo quería que se callara, que no siguiera hablando, pero no me hizo caso.
—¡Cállate! —me gritó, un instante antes de que pasara lo que tenía que pasar.
—¡No, cállate tú, Mercedes! —Michelín, el rostro acartonado, lívido, pálido como el de un muerto, recogió su libreta del suelo, se irguió, se ajustó el uniforme, se peinó con la mano—. Tú no sabes lo que estás diciendo, no sabes lo que te estás jugando. A este niño no le va a pasar nada, pero como digas una sola palabra más, al que llevas en la tripa lo vas a parir debajo de un puente —hizo una cruz con el índice y el pulgar de la mano derecha, y la besó—. Por estas te lo juro. No sabes lo nerviosos que están los jefes después de lo de Sanchís. No tienes ni idea de cómo nos están presionando para que les entreguemos información, cualquier cosa que tenga que ver con la guerra. Y hay una ley, muy famosa, por cierto, la 12 de 1940, la conoces, ¿no? Esa ley ordena investigar los antecedentes de todos los miembros del Ejército Nacional y de la Guardia Civil, para procesar a cualquiera cuyo comportamiento, o el de su familia, resulte dudoso durante los años previos al Alzamiento. No te puedes imaginar lo útil que les está resultando últimamente para llenar los calabozos. Franco no quiere sospechosos en el Cuerpo y… No te digo más.
Mi madre volvió a sentarse. Se dejó caer en la silla muy despacio, dejó caer los hombros, los brazos, las manos yertas a los lados del cuerpo y no dijo nada, no miró al teniente, no me miró a mí. Miraba hacia la cocina, como si estuviera intentando leer los números del calendario que tenía colgado al lado del fogón. No podía estar haciendo eso, y sin embargo, seguía mirando al calendario como si aquel rectángulo de papel fuera una ventana, como si ella supiera mirar a través de él, ver otra casa, otro paisaje, quizás otro tiempo, luminoso o cruel, yo no lo sabía, pero la miraba como si también pudiera ver yo a través de ella, y veía su pueblo, en Almería, las casas blancas, mis primos huérfanos, sus madres enlutadas, veía a aquel hombre que se alegraba de no ser mi padre y a mi abuelo, Manuel el Carajita, tocando el acordeón con una camisa blanca en la que se abría una mancha de sangre que al principio era bonita, como una flor, y un instante después ya lo había teñido todo de rojo, la ropa, las teclas, su rostro, mi imaginación y mi conciencia, todo eso podía ver, una mancha de sangre roja, inmensa, los fusiles humeantes, el frío de las madrugadas, los tacones presurosos de las mujeres que corrían hacia los cementerios, todo eso veía a través de mi madre, y la veía a ella, que entonces tenía treinta y seis años y me parecía muy mayor, como si fuera mucho más joven, una niña perdida, desamparada, una muchacha sola que lloraba como si no supiera por qué lo hacía, como si no necesitara un motivo, una razón concreta para llorar, o como si le sobraran tantas que no supiera con cuál quedarse, hasta que apartó la vista del calendario, me miró, volvió a sollozar, y miró al teniente.
—Déjeme ir con él —y hablaba con la voz de mi hermana Pepa, una niña asustada, presa en una trampa de la que no pudiera escapar.
—No —la voz de Michelín era otra vez blanda, su acento comprensivo daba asco—. Llamaríais demasiado la atención. Si os viera alguien, sería peor para vosotros, mucho más peligroso. Hazme caso, Mercedes, que sé lo que me digo.
Y después, hasta se atrevió a alargar el brazo para posar la mano en su hombro.
—No me toque.
Madre se sacudió entera, se levantó, me abrazó, me apretó contra ella.
—Vamos, Nino. Tendrás que vestirte.
Empezamos a andar despacio hacia mi cuarto y él avanzó unos pasos detrás de nosotros, pero no se atrevió a seguir porque en el umbral de la puerta estaba mi hermana Dulce, y tenía los ojos llenos de lágrimas aunque siempre nos hubiéramos llevado fatal. Al pasar a su lado, le cogí de la mano y me la apretó, pero ni siquiera eso me conmovió tanto como ver a Pepa llorando sin consuelo, sentada en la cama.
—¿Y tú por qué lloras? —fui hacia ella, me senté a su lado, la abracé.
—No lo sé —me dijo con la nariz llena de mocos, como siempre.
—Pues si no lo sabes, no llores, Pepica —y la cogí en brazos, la abracé muy fuerte, le di muchos besos seguidos para hacerle cosquillas al final, hasta que se rio—. Duérmete, tonta.
Luego le dediqué una sonrisa a cada una, recogí mi ropa, empecé a vestirme y me di cuenta de que tenía que hacerlo deprisa, porque si tardaba un segundo más de lo imprescindible, yo también iba a echarme a llorar, pero no de miedo, sino de pena, una pena oscura, tan tenebrosa como la negra luz que encharcaba los ojos de mi madre, y no podía llorar porque mi llanto no iba a servir de nada, porque mis lágrimas no tenían poder para detener tanta violencia, las lágrimas no iban a evitarnos aquella humillación, una tortura que dolía más que los golpes, la tristeza de aquel cuarto de paredes desnudas, mi diploma de taquigrafía y mecanografía encerrado dentro de un armario y la angustia sin nombre de mi hermana Pepa, aquella vida de mierda de la que ninguno de nosotros podía escapar.
Nosotros no, pero ellos sí, pensé, y miré al teniente, que me miraba desde más allá de la puerta. Y si aquella misma noche no hubiera entendido por fin cómo pudo mi padre matar por la espalda a Pesetilla, si no hubiera comprendido la exacta dimensión de la violencia, de la humillación y la tristeza a la que todos estábamos sometidos, en el cuartel y en el pueblo, en mi casa y en las de los demás, si no hubiera identificado el origen del terror que se expandía de arriba abajo para infectarlo todo, todo acto y todo pensamiento, como un virus venenoso del que sólo se podía huir por un camino, creo que aquel hombre hasta me hubiera dado un poco de pena, la guerrera tensa sobre la barriga, los botones a punto de explotar, el poco pelo despeinado, untado de sudor, más Michelín que nunca y la mirada vacía de los cobardes, que son crueles porque son cobardes, que son torpes porque son cobardes, que son mezquinos porque son cobardes.
Así no se puede vivir, decía mi madre, pero así vivíamos, así vivía ella, así vivía yo, y mi padre, y mis hermanas, así vivían todos los que no se habían atrevido a escoger el camino del monte para sobrevivir como animales, sí, pero con sus propias reglas humanas. Nosotros no podíamos escapar porque habíamos aceptado aquella mierda de vida, habíamos bajado la cabeza para ofrecerle el cuello a aquella violencia infinita, nos habíamos acostumbrado a soportar todos los días aquella humillación, tanta tristeza, pero ellos tenían una oportunidad. Entonces me acordé de Joaquín Fingenegocios, porque se van a ir, porque se tienen que ir, me cago en la hostia puta una y mil veces, y me di cuenta de que su enemigo y el mío, el hombre que estaba haciendo llorar a mi madre, eran el mismo. Joaquín había aguantado, le había pedido a Vida que levantara la cabeza después de mantener la suya erguida, había escogido su propio camino por encima del dolor, del sufrimiento, y no habían podido con él, pero a mí ni siquiera iba a pegarme nadie. Yo no iba a poder escapar, pero ellos sí. Así logré serenarme, contener la violencia sobre la violencia, la humillación sobre la humillación, la tristeza sobre la tristeza, y no llorar.
—Ya voy —dije, y el teniente asintió con la cabeza—. No tardo nada.
Madre también se volvió a mirarle, y después se acercó a mí para hablarme en un murmullo.
—No vayas a ninguna parte, Nino, ¿me oyes? No salgas del pueblo, anda un poco por la calle, busca un sitio donde esconderte, espera media hora y vuelve. Voy a dejar la ventana de tu cuarto abierta, así…
—No, madre —yo también susurraba, oculto tras su cuerpo mientras me vestía—. Tengo que ir a buscarles. Si me quedo en el pueblo, será peor, mucho más peligroso. Entonces sí que me puede pasar algo, pero no te preocupes. Lo voy a arreglar todo, madre, ya lo tengo pensado.
—Tú no pienses —y me cogió de las muñecas y me las apretó muy fuerte—. No pienses, Nino, no hagas nada, tú…
—Que no. Que yo sé lo que tengo que hacer. Mira… —cogí La isla del tesoro, que estaba en la mesilla, y se lo di—. Léete esto, madre, lee este libro. Así te darás cuenta de que no me va a pasar nada. Porque yo soy amigo de Silver el Largo. John Silver el Largo es mi amigo, madre, y todos lo saben.
—¿Pero qué estás diciendo, Nino? —y mi madre ignoró el libro que le había puesto entre las manos para mirarme como si me hubiera vuelto loco.
—No lo entiendes porque no lo has leído. Léelo, hazme caso. En Fuensanta también tenemos un John Silver, y nadie lo sabe. Todos confían en él, pero es de los otros, de los piratas, madre, aunque no es malo. Él es bueno y cuida de mí. Se ocupará de que nadie me haga daño, los del monte no me van a tocar, madre.
—No digas tonterías, hijo, yo…
—¿Ya estás listo, Nino? —la voz de Michelín se impuso sobre nuestro cuchicheo.
—Sí —contesté, y besé a madre en los labios, como cuando era pequeño—. Ya voy.
Intenté salir sin mirar atrás, pero antes de alcanzar la puerta escuché el eco de un llanto ruidoso, los sollozos descontrolados, impúdicos, de una mujer embarazada que lloraba sentada en una cama, mientras apretaba contra su pecho un libro de tapas azules, y no pude gobernar mi cabeza.
—Ve con ella, dile que no se preocupe —le pedí a mi hermana cuando pasé a su lado, aunque sabía que madre no estaba llorando sólo por mí, sino por todo, por lo mismo que había estado a punto de provocar mi propio llanto un poco antes—. No me va a pasar nada, Dulce, te lo juro.
El teniente intentó ponerme una mano en el hombro pero la esquivé a tiempo, y mantuve la puerta de mi casa abierta hasta que le vi salir por delante de mí. Después, me marché sin decir nada.
Jim Hawkins rescató la Hispaniola sin la ayuda de nadie, me recordé a mí mismo cuando perdí de vista la casa cuartel. El solo se subió al barco, se enfrentó con un par de marineros traidores, los venció, y pilotó la goleta hasta ponerla a salvo. Ya eran más de las once y en las calles de mi pueblo no había nadie, pero las tabernas estarían abiertas y por si acaso, las fui esquivando una por una. Eso hizo Jim Hawkins en una isla repleta de piratas violentos, asesinos armados hasta los dientes, y las farolas se apagaron de golpe, todas a la vez, antes de que dejara atrás las últimas casas. Y si él solo hizo todo eso, no se me había ocurrido coger una linterna pero había luna, ¿no voy a ser capaz yo de llegar al cruce?, y conocía tan bien aquel camino que podría haberlo hecho con los ojos vendados, ¡venga ya, hombre…!
Pero en ese momento, antes de terminar de pensar que en el fondo había sido una suerte que doña Elena no tuviera más que quince novelas de Julio Verne y no sus Obras Completas, porque de lo contrario quizás no hubiera llegado a leer a Stevenson a tiempo, me di cuenta de que lo que estaba viviendo no pasaba en un libro, sino en la realidad, una noche de abril de 1949, España, Andalucía, la provincia de Jaén, un pueblo llamado Fuensanta de Martos, una sierra ocupada por la guerrilla y sus hombres en marcha, armados, dispersos, avanzando sigilosamente en grupos de dos, de tres, por una ruta que apenas ellos mismos conocían. Sólo entonces lo entendí, entonces comprendí que estaba viviendo en otro libro, El diecinueve de marzo y el dos de mayo, aquella guerra sucia de civiles mal armados y mamelucos a caballo, y eché a correr sin pensar en nada más, y corrí, y corrí, y seguí corriendo, corrí tan deprisa que no tardé más de seis o siete minutos en distinguir la silueta del jeep en lo alto de la cuesta, y a su lado, el débil e inquieto resplandor de la brasa de un cigarrillo encendido.
Me detuve al borde del camino, me doblé sobre mí mismo para recuperar el aliento, y después, al mirar hacia atrás, descubrí que también se puede arder de vergüenza a solas, sin testigos. Era de noche y no tenía linterna, pero reconocía cada piedra, cada mata, cada árbol, podría haberlos descrito con tanta seguridad como si fuera de día y Pepe el Portugués me estuviera esperando sentado en una peña. Ya no entendía qué podía haberme impulsado a correr de aquella manera sin haber visto nada peligroso, sin haber escuchado ningún sonido amenazador, sin haberme cruzado con nadie, ni conocido ni desconocido, pero hasta sin entenderlo, sabía que había llegado corriendo porque estaba muerto de miedo. En teoría, ya había contado con eso, pero nunca me habría atrevido a imaginar que la realidad desbordara de tal manera mis cálculos. Y sin embargo, en ese instante la vergüenza se transformó en aplomo, porque al fin y al cabo yo sólo era un niño, porque sólo tenía once años, porque acababa de comprobar en mí mismo, y más allá de mi propia astucia, hasta qué punto la noche, el silencio, la soledad, el monte, asustan a los niños de once años, que se ponen nerviosos, y se olvidan de lo que saben, y dudan, se confunden, se equivocan.
Mi madre me había pedido que no pensara, pero no había dejado de pensar desde que Michelín me pidió aquel favor que era una orden. Mi primera idea coincidía con las instrucciones que ella me había susurrado, dar una vuelta, esconderme, volver a casa sin avisar a nadie, pero enseguida me di cuenta de que no era buena. En una noche como aquella, todos los vecinos que tuvieran algún contacto con los de arriba estarían encerrados en casa, esperando con los dedos cruzados a que amaneciera, pero los demás, los que no supieran nada, harían su vida normal, y entre los adúlteros, los borrachos, los que no tenían a nadie esperándoles y los que tuvieran que hacer algo a escondidas, cualquiera podía verme y contarlo al día siguiente. Mi pueblo era pequeño. Los únicos escondrijos seguros que se me ocurrían estaban al borde del monte y no eran menos peligrosos que el cruce, pero además, si yo no veía a mi padre aquella noche, lo más lógico era que el teniente se enterara por él mismo cuando volviera al cuartel, y que todos, él, mi madre, mis hermanas y yo, pagáramos las consecuencias. Yo también conocía la ley 12 de 1940, nadie que viviera en una casa cuartel podía dejar de conocerla. Tampoco me gustaba la idea de que Paquito fuera contando por ahí que yo era un cobarde, pero, por encima de todo, si me quedaba en el pueblo, no podría hacer otra cosa que frustrar los planes del teniente.
Podía hacer mucho más, y ya lo había pensado antes de que mi madre me pidiera que no pensara, antes de acordarme de la solitaria hazaña de Jim Hawkins, antes de que al verme solo, a oscuras, lejos de la última casa, mis piernas decidieran prescindir de la teórica protección de Pepe el Portugués para echar a correr sin consultarme. Porque yo sí conocía el monte, y aunque no supiera por dónde quería marcharse Cencerro, sabía de sobra por dónde nunca se le ocurriría hacerlo, y cómo evitar un peligro que nos acechaba a todos por igual, a ellos, pero también a nosotros, porque si los guerrilleros lograban escapar sin tener ningún encuentro con la Guardia Civil, mi madre no tendría por qué recibir nunca una bandera, una pensión, una medalla.
—¡Padre! —y nadie diría nada, porque los niños de once años se ponen nerviosos, se asustan, se equivocan—. ¡Padre, no te preocupes, que soy yo!
—¿Nino? —vi cómo se movía la figura asociada a la brasa del pitillo.
—¡Sí, soy Nino! Voy para allá.
—¿Pero ha pasado algo? —entonces se encendió una linterna.
—No. Bueno, en casa no, ahora te lo cuento…
Él ya había empezado a bajar cuando yo me puse en marcha, y nos encontramos a mitad de camino, antes de lo que había calculado.
—¿Pero qué haces tú aquí? —el haz de luz que dirigía con la mano derecha me alumbraba a mí, y sin embargo, su resplandor fue suficiente para descubrirme a un hombre casi tan asustado como había estado yo aquella noche.
—Me ha mandado el teniente.
—¿El teniente? —de pronto me abrazó, me besó en la mejilla como si acabara de darse cuenta de que se le había olvidado hacerlo antes, y me soltó enseguida—. ¿Y por qué?
—Bueno, es que parece… —hice una pausa—. No me he enterado muy bien, no creas, porque madre se ha puesto nerviosa y ha empezado a chillarle que no, que no, que yo no iba a ir a ninguna parte… —me echó un brazo sobre los hombros, empezamos a subir la cuesta y enseguida distinguí a Romero, que nos alumbraba con su propia linterna—. Se ha liado una buena, ¿sabes?, pero él me ha obligado a venir al final, porque por lo visto alguien ha ido al cuartel a denunciar, a avisar de que Cencerro se quería ir esta noche. Y como no tiene radio, no podía deciros nada. Y entonces…
—No me digas que, entonces, ha decidido que vinieras tú a buscarnos —Romero acabó la frase por mí y yo le di la razón con la cabeza—. ¡Qué hijo de puta!
No esperaba aquella reacción, pero el silencio de mi padre, concentrado y absorto, los ojos perdidos en el horizonte mientras me guiaba hasta su compañero como si llevara un fardo, un bulto ajeno, insensible, y no a su hijo, me sorprendió todavía más.
—Es increíble, desde luego —Romero seguía desmenuzando su asombro en voz alta cuando nos reunimos con él—. Mandar a un niño de once años y quedarse en el cuartel, tan fresco… ¿Qué te parece, Antonino?
Él apretó los dientes y no contestó. Siguió mirando a ninguna parte con una expresión neutral, imperturbable, hasta mucho después de que el padre de Paquito empezara a reaccionar.
—¿Y qué te ha dicho?
—Que se van a ir por la cuesta de la Bicha —mentí sin dificultad, porque, total, entre Bizca y Bicha no hay más que dos letras, pero cortijos y cuestas había tantos—, para intentar subir por el camino viejo de Torredonjimeno.
—¿Qué? —Romero no se lo podía creer, y no me extrañó, porque el itinerario que me acababa de inventar era disparatado, mucho más inverosímil que el que se había tragado Michelín—. ¿Pero cómo van a ir por ahí? ¿Qué pretenden, cruzar la sierra por las crestas?
—Pues no lo sé, pero eso ha dicho.
—Y por el camino viejo de Torredonjimeno… ¿Adónde piensan llegar?
—A Jaén.
—¿A Jaén? ¿Por ahí? —y de repente se echó a reír—. Éste se ha creído que Cencerro es tan tonto como él. ¿Has oído, Antonino?
Miré a mi padre, esperando a que hiciera cualquier gesto de asentimiento para equivocarme por última vez. Tenía pensado terminar diciéndoles que Michelín quería que avisaran por radio a los demás, que los recogieran para irse todos juntos a la cuesta de la Bicha, que estaba a bastantes kilómetros y en dirección opuesta a cualquier camino que llevara a Jaén, y que esperaran allí a recibir refuerzos. Al día siguiente, diría que me había hecho un lío, que con el susto se me había olvidado lo de la radio, que sólo me acordaba de la ruta que nos había contado el teniente y había confundido cortijo con cuesta, Bizca con Bicha, porque estaba muerto de miedo. Eso pensaba decir, pero no hizo falta, porque mi padre nunca llegó a asentir a la pregunta de Romero.
—No —esa fue su respuesta—. No lo he oído y no voy a oír nada más.
Entonces hizo una pausa, encendió un cigarrillo y siguió hablando en un tono sereno, casi pacífico, indiferente a la expectación, la inquietud con la que le escuchábamos.
—Dime una cosa, Paco. ¿Tú cuántos hijos tienes?
Me volví hacia él para mirarle con asombro, casi con miedo, porque aquella pregunta no tenía sentido. Él sabía perfectamente cuántos hijos tenía Romero, los había visto nacer, aprender a hablar, a andar, los seguía viendo por las mañanas, por las tardes, por las noches, todos los días. Y sin embargo, y aunque su compañero tenía que saber igual de perfectamente lo que mi padre sabía, vi cómo afirmaba con la cabeza antes de contestar.
—Los mismos que Sempere —tampoco entendí esa alusión—. Tres.
—Yo, dentro de nada, cuatro —el guardia Pérez seguía pareciendo tranquilo, un hombre cuerdo, seguro de lo que sabía, de lo que pensaba, de lo que decía—. ¿Y cuánto ganas tú, Paco?
—Lo mismo que tú —Romero sonrió—. Una puta mierda.
Mi padre se acercó a él, le encendió el pitillo que tenía entre los labios, y siguió hablando como si yo no estuviera delante.
—Y por una puta mierda… ¿vamos a dejar dos viudas y siete huérfanos, ahora que lo único que quieren es marcharse?
—Yo, desde luego, no —al escuchar eso, fue mi padre quien asintió con la cabeza—. Por mí, que se vayan y que les vaya bien, que lleguen muy lejos y que no vuelvan nunca.
—Y a ver si algún día podemos volver a vivir como personas.
—Todos.
—Sí. Ellos y nosotros.
Y sólo después de rematar aquella conversación inesperada y extraña, que acababa de reunirme con ellos en un punto al que jamás habría pensado que pudiéramos llegar juntos, mi padre dio una palmada en la espalda de su compañero y por fin se volvió hacia mí.
—Tú has llegado aquí pero no nos has visto. ¿De acuerdo?
Y de repente me abrazó, pero no como me había abrazado antes, como solía abrazarme siempre, sino como solía hacerlo mi madre, rodeándome del todo con los brazos, apretando bien las manos contra mí, hablando con los labios en mi pelo.
—Eso es lo que tienes que decir, que llegaste y no encontraste a nadie, sólo el jeep, y como estaba abierto, te metiste dentro porque hacía frío, y como nosotros no llegábamos, te tapaste con una manta y te quedaste frito, ¿entendido? —se separó de mí, cogió mi cabeza entre sus manos, me miró.
—Sí, padre.
—Muy bien —y mientras yo me dejaba invadir por una paz sigilosa y completa, muy parecida al cansancio, me besó en la cabeza—. Pues hala, a dormir.
Me acompañó hasta el jeep, me ayudó a acomodarme en el asiento trasero, me arropó con una manta y me dio las buenas noches, antes de encender la radio para contactar con Curro y preguntarle si no acababan de oír tiros en el monte. Recuerdo que al quedarme solo sentí que las piernas todavía me temblaban, y después de eso, nada hasta que me despertó el traqueteo del jeep en marcha. Cuando Romero lo aparcó en el patio del cuartel, le pregunté a mi padre qué hora era.
—Son las cinco y cuarto de la mañana —y sonrió—. A la cama, vamos.
Madre le advirtió que nunca le perdonaría por no haber encontrado una manera de avisarla durante las seis horas que yo había pasado fuera de casa, pero él volvió a sonreír, y al verle, ella dejó de abrazarme, de besarme como si fuera una máquina averiada, incapaz de hacer otra cosa, para ir hacia él, y besarle, y abrazarle con la misma intensidad, lo siento, Antonino, no debería haberte dicho eso, de verdad que lo siento, perdóname, pero es que he pasado tanto miedo, pero tanto, tanto miedo… Cuando él nos dejó solos para ir con Romero a ver al teniente, ella me abrazaba ya de otra manera, el ceño fruncido de preocupación, pero no le di la oportunidad de preguntar primero.
—¿Y el libro? —porque eso fue lo primero que pensé al volver a casa—. El libro que te di anoche, ¿lo has leído?
—¿Qué ha pasado, Nino?
—Que si has leído el libro, madre —insistí, porque más allá del miedo y de la rabia, latía mi propia preocupación por el destino del Portugués.
—Pues no —contestó al fin, y sonreí, aliviado—. ¿Cómo iba a ponerme yo a leer, hijo, con la que se me había venido encima?
En aquel momento, mi padre y Romero estaban declarando que unos minutos antes de las once habían escuchado un tiroteo, que les había parecido que provenía de las inmediaciones del alto del Moreno y que habían contactado por radio con Curro y Arranz, quienes al parecer no habían escuchado nada, pero les advirtieron que el viento estaba soplando en contra de su posición. Entonces, antes de que yo tuviera tiempo de llegar hasta el cruce, comunicaron a sus compañeros que iban a subir a investigar, y dejaron el jeep abierto porque a ninguno de los dos se le ocurrió sospechar que el otro no lo hubiera cerrado antes. Subieron hasta muy arriba sin ver nada extraño, y cuando ya estaban a punto de bajar, a Romero le pareció distinguir una sombra a su derecha, así que se entretuvieron en reconocer el terreno exhaustivamente, aunque sin resultado, pero si habían tardado tanto en volver, era porque no se habían dado cuenta de que yo estaba dormido dentro del jeep hasta que se quedaron sin tabaco, y cuando me despertaron, lo único que fui capaz de decirles fue que el teniente me había mandado a buscarles.
Michelín se puso como una fiera, insistió en que tenían orden terminante de no alejarse de la radio, les recordó que para ellos estaba vigente el estado de guerra que no se había hecho público para no alarmar a la población civil, les amenazó con un expediente disciplinario por abandono del puesto de combate y ellos lo aceptaron con mucha tranquilidad. Muy bien, dijo mi padre, que Izquierdo nos tome declaración cuando vuelva. E Izquierdo se la tomó, anotando con mucho cuidado que el teniente don Salvador Rodríguez Blanco, jefe del puesto de Fuensanta de Martos, de cuarenta y nueve años de edad, había decidido permanecer en el cuartel después de encomendar, en contra de la expresa voluntad de su madre y tutora, a un civil de once años de edad, el niño Antonino Pérez Ríos, la peligrosa labor de enlace con la posición de los agentes denunciados. Después, firmaron todos menos Michelín, que guardó aquella declaración en el mismo cajón donde el historial delictivo de Burropadre seguía durmiendo mucho tiempo después de que Elías y Filo posaran con su hijo en su casa de Toulouse.
El día que vi su foto, no habían pasado ni cinco meses desde aquella noche, y sin embargo todo era ya tan distinto como si Fuensanta de Martos no fuera mi pueblo, ni sus habitantes nosotros mismos. Aquella guerra que no iba a acabar nunca, se había acabado, y se había llevado tantas cosas consigo que apenas podíamos reconocernos. De momento, las redadas se habían terminado, se habían terminado los paseos de madrugada por el campo y el sueño ligero de quienes se despertaban cada vez que escuchaban pasos en la calle. Todos deberíamos celebrarlo, en el fondo yo estaba seguro de que todos lo celebrábamos, y sin embargo, en la taberna de Cuelloduro también se habían acabado los conciertos a dos voces y las rondas a cuenta de la casa. Cada uno pagaba lo suyo, Carmela ya no se apoyaba en el quicio de su puerta para vernos pasar, y nadie encerraba a sus hijos en casa sin dejarles salir ni al patio. La paz, esa paz que don Eusebio llevaba una década celebrando en vano y en ciertas fechas señaladas, había llegado por fin hasta nosotros. Todos deberíamos estar contentos y seguramente todos lo estábamos, pero quienes ahora tenían un hijo, un hermano, un padre, un amigo en Francia, antes tenían una esperanza, una luz frágil, pequeña, inservible y raquítica, pero una esperanza, y la habían perdido.
Poco a poco, a lo largo del verano, fueron llegando dos clases de noticias, buenas y malas, de los que habían huido en primavera, porque muchos habían caído por el camino, pero otros habían llegado hasta Toulouse. Estos últimos inundaron el pueblo de cartas, fotos y recortes de periódicos desconocidos, pero hechos en español, por españoles, que publicaban retratos de grupo o de familia, donde hombres limpios, sonrientes y bien vestidos, posaban bajo un titular que les identificaba como bravos guerrilleros andaluces que habían logrado escapar de las garras del fascismo asesino. Pero así y todo, hubo gente, y de los dos bandos, que se negó a aceptar aquella realidad.
—Que ésos no han salido de aquí, hombre —Paquito fue de los más insistentes—, que siguen en España y les cogerán cualquier día, ¿que no? ¿Tú no te has fijado en la foto esa que Carmona le incautó a Julián Cabezalarga? ¿No la has visto?
Sí que la había visto, no habría podido no verla porque estaba en una pared de la oficina, clavada con cuatro chinchetas. Era un retrato de grupo, unos quince hombres vestidos de paisano, entre los que se reconocía muy bien a Elías, por el flequillo, a Celestino, por esa frente tan ancha que había dado lugar al mote de su familia, a los dos Fingenegocios, y a algunos más, posando con tres o cuatro mujeres, entre ellas Fernanda la Pesetilla, que llevaba un uniforme blanco, como de cocinera, y estaba colgada del brazo de su marido, Nicolás Saltacharquitos. En aquel retrato había también dos desconocidos, uno altísimo, con el pelo rizado y unas gafas que debían de estar muy sucias, porque de sol no eran, pero tampoco dejaban ver bien sus ojos, y otro que no lo era del todo, porque medía un metro ochenta, tenía el pelo claro, los ojos de color miel, y era muy, muy guapo, aunque en mi opinión no tanto como Sanchís. Todos ellos estaban plantados en una acera, delante de la puerta de un bar, o un restaurante, en cuyo toldo aparecía un nombre que cualquiera de nosotros sabía leer de un tirón, «Casa Inés, la cocinera de Bosost». No se veía nada más que eso, ni coches, ni otras personas, ni placas con el nombre de la calle, ningún indicio de que aquella foto hubiera sido tomada en el extranjero. Por eso, porque todo en ella era inconfundiblemente español, Paquito no era el único habitante de Fuensanta de Martos que desconfiaba de que los guerrilleros hubieran logrado huir, aunque nadie sabía qué pintaba una palabra tan rara, Bosost, en todo aquello.
—Será el nombre de un plato, ¿no? —decía mi madre, apoyándose la labor en la tripa—. Como torrijas, o algo por el estilo, la especialidad de la casa…
—Seguro —la mujer de Romero asentía con la cabeza—, y luego será un potaje de judías, o algo así de corriente, no creas.
—No sé —terciaba la mujer de Carmona—, a mí, con tantas eses, me suena más a nombre de dulce, ¿no?, como si fuera un pastel, o un postre, algo así.
—Puede ser —concedían las otras dos, mientras seguían haciendo ganchillo a la sombra—, sí, como los petisús…
Yo las escuchaba sin decir nada, pero no desperdiciaba ninguna ocasión de llevarle la contraria a Paquito cuando nadie podía escucharnos.
—¿Pero no te acuerdas de que ese nombre era el que llevaba escrito en un papel aquel guerrillero que se suicidó a finales del año pasado? Y la dirección era de una calle de Francia, acuérdate…
—Sí, pero allí no aparecían los bosost por ninguna parte —me respondía él—. ¡Y anda que no debe haber «Casas Inés» en el mundo! Pero un montón, y además… ¡Joder, Nino! Cualquiera diría que te alegras de que se hayan escapado.
—No, si no es eso —reculaba yo—. ¿Cómo me voy a alegrar? Es sólo que, me guste o no, creo que no lleváis razón…
Al final, le hice una visita a doña Elena para mirar el significado de Bosost en la enciclopedia, pero ella me ahorró el trabajo con una sonrisa.
—Dile al animal de tu amigo Paquito —anunció, mientras yo todavía estaba pasando páginas— que Bosost es el nombre de un pueblo del valle de Arán, que, aunque él no lo sepa, está en Cataluña, en la provincia de Lérida.
Pero yo no quise decírselo, ni a él ni a nadie, y no tanto por precaución sino porque aquel dato sólo serviría para afirmarles aún más en la esperanza, o en el temor, de que Regalito volvería a Fuensanta de Martos con los pies por delante en cualquier momento. Hasta que, a finales de agosto, empezó a estallar, de mano en mano, una bomba que disipó hasta el último recelo de los más recalcitrantes.
Lo que llegó entonces a casa de Joaquín Fingenegocios y Vida Cuelloduro, no fue un recorte, sino una página de periódico entera, con una cabecera escrita en español, Nuestra Bandera, que no sólo era bien conocida para la mayoría de los adultos que la vieron, sino que además llevaba debajo, y bien clarita, una inscripción inequívoca, París, 2 de agosto de 1949. Pero ni siquiera eso resultó tan concluyente como su contenido, un reportaje que ocupaba toda la página bajo el titular Una historia de película.
«A mí, él siempre me había gustado, la verdad, desde que éramos niños, aunque sólo podíamos mirarnos de lejos, porque los dos sabíamos que mi familia jamás habría tolerado nuestra relación. Y aquella noche, cuando los perros ladraron, y salí tras ellos, y me lo encontré detrás de un matorral, con la pierna ensangrentada, y tan débil… Me dio igual que estuviera apuntándome con una pistola, porque ni por un momento pensé en entregarle, sólo en la alegría de estar con él. Así que le dije, guárdate eso, anda, no vaya a ser que me dispares sin querer y vayas a matarme precisamente ahora, que es cuando podemos estar juntos sin que se entere nadie. Y él me sonrió y se guardó la pistola, claro está».
Quien hablaba así, con un desparpajo que le costó a doña Felisa unas fiebres imaginarias que le impidieron volver a salir a la calle hasta después de Navidad, era ni más ni menos que Isabel Mariamandil, o mejor dicho, la mujer desconocida y mundana, nueva y resplandeciente, hermosa, que había resultado de aquella jovencita mística y sin color a quien habíamos creído conocer cuando no teníamos ni idea de que Enrique Fingenegocios ya había entrado en su vida como un elefante en una cacharrería.
«Yo sabía adónde tenía que ir», declaraba él en la misma entrevista, «aquella tarde, cuando me hirieron, tenía más cerca otro cortijo de confianza, pero me arrastré como pude para llegar al de la abuela de Isabel. Sabía que ella estaba allí porque me gustaba vigilarla desde arriba, mirarla con unos prismáticos». Ella le arrastró hacia la casa, le encaramó en la mesa de la cocina, le lavó la herida, le sacó la bala con el mango de una cuchara, y hasta le cosió, siguiendo las instrucciones que le iba dando el propio herido. «Fue el peor momento de mi vida, el peor, tener que hurgarle en la herida y cosérsela después… No quiero ni acordarme, ¡tenía tanto miedo de que se infectara! Pero tuve mucho cuidado, todo salió bien, y subí un colchón al desván, le hice la cama allí, y le tuve… No sé, más de un mes, ¿no?, hasta que se puso bien del todo».
Para saber lo que había pasado en aquel desván, bastaba con ver la foto que ilustraba aquel reportaje y en la que, como si presintiera el regocijo que sería capaz de levantar durante un instante el ánimo de los suyos, Enrique Fingenegocios había posado un brazo sobre los hombros de Isabel Mariamandil, aunque su mano derecha, mucho más abajo de lo necesario, se apoyaba descaradamente en uno de los pechos de aquella mujer florecida, irreconocible en su vestido ceñido, escotado, en los rizos de su pelo suelto, en la vivacidad de su sonrisa de labios pintados, tan semejante a la del hombre feliz que la acompañaba.
—Y pensar que la he tenido tan cerca todos estos años… —se lamentó el Portugués una tarde mientras bajábamos juntos desde el cortijo de las Rubias, porque me había pedido que le acompañara a ver a Manolo el Sereno, un hombre de Frailes al que quería comprarle aceite para el restaurante de una conocida suya—. Pero ahí mismo, ¿eh?, al alcance de la mano, como quien dice, y que no me haya dado cuenta de nada, hay que joderse… ¡Qué tía!, ¿no? Qué lista, qué valiente, y lo buena que se ha puesto, además, menudo par de tetas, ¿de dónde habrán salido, si antes no se le veían por ninguna parte? Joder con Fingenegocios, qué ojo clínico tuvo el muy cabrón, ya me habría gustado a mí…
—¿Qué? —y Paula, que había bajado corriendo detrás de nosotros, porque se había olvidado de decirle a su novio que se había quedado sin tabaco, irrumpió en nuestra conversación dándole un capón en la cabeza—. ¿Qué te habría gustado a ti, Pepito?
—¡Coño, Paula, qué susto me has dado! —al principio, él se conformó con llevarse la mano a la coronilla—. Y me has hecho daño, encima.
—¿Daño? Una brecha es lo que tendría que hacerte, por golfo, así que contéstame de una vez, ¿qué es lo que te habría gustado a ti?
—¿Y a ti? —Pepe el Portugués se revolvió, rodeó a su novia con los dos brazos para inmovilizar los suyos, la levantó en vilo, inclinó su cabeza hacia ella—. ¿Qué es lo que te gusta a ti, Paulita?
—Ni se te ocurra, Pepe —Paula intentaba zafarse, movía las piernas en el aire, los brazos en el reducido espacio que la presión de los brazos de su novio le consentía, y le dio una patada, luego otra, hasta que él cruzó las piernas y ella ya no pudo mover más las suyas—. Que está el niño delante…
—¡Ah!, claro, para darme de hostias no importa que esté el niño aquí delante, pero ahora que te tengo trincada… —y yo creía que se estaban peleando, parecía que se estaban peleando, pero justo en ese instante, ella se echó a reír como si nunca se hubiera divertido tanto—. Pues no te vas a ir de rositas, ¿sabes? Lo menos que puedo hacer es chuparte la nariz.
—No, no, no, no… —Paula seguía riéndose, echaba la cabeza para atrás, se apartaba de él tanto como podía y no podía dejar de reír—. No me chupes la nariz, por favor, por favor, ni siquiera la punta, que me da mucho asco.
—Con que te da asco, ¿eh? —él se reía tanto como ella, y si yo no lo hubiera sabido ya, la forma en que la miraba habría bastado para demostrarle a cualquiera por qué aquella cabra montesa le había gustado siempre más que su hermana Filo, más que aquella lancha neumática de Jaén, más que cualquier retrato de Isabel Mariamandil—. Joder, Rubia, eres muy chulita tú, ¿no?, para tener tantos ascos. Bueno, pues te chupo un ojo, qué le vamos a hacer…
—¡Que no! Un ojo, menos, por lo que más quieras, no me chupes un ojo… —y cuando Pepe sacó la lengua, la risa apenas le consentía articular lo que estaba diciendo—, por favor te lo pido, que eso sí que no lo soporto…
—Pues vamos a tener que hacer un trato —su novio la besó en los labios y no la soltó, aunque dejó que sus pies se posaran de nuevo en el suelo—. A ver, ¿por qué me lo cambias?
—Te lo cambio…
Paula movió la cabeza hacia arriba y se quedó mirando al cielo con su propia lengua apoyada en el filo de los dientes. Estaba pensando, pero antes de que llegara a avanzar una oferta, Pepe se volvió hacia mí.
—Vete, Nino, que eres muy pequeño.
—¿Y el aceite? —le pregunté, para intentar alargar mi papel en aquella escena.
—¿Qué aceite?
En ese momento, Paula escondió la cara en su cuello y le dijo algo al oído que yo no pude oír, pero que a él le encantó, a juzgar por la risita que dejó escapar mientras levantaba la cabeza para que ella sembrara su piel con muchos besos pequeños y repetidos, lentos y húmedos, desde el hombro hasta la mandíbula.
—¿Te parece bien? —le preguntó después con una voz distinta, salvaje y mansa a la vez.
—Sí —contestó él, con la misma súbita ronquera—, me parece muy bien.
—Pues el aceite que íbamos a comprar en Frailes —insistí yo, a riesgo de ponerme pesado—, para esa amiga tuya que tiene un restaurante.
—Pero estarás en deuda conmigo —ella le miró y se echó a reír como si ninguno de los dos me hubiera oído—. Lo sabes, ¿no?
—¿Cómo que en deuda? Joder, tú sí que eres lista, Paulita. Yo no sé cómo haces las cuentas, que siempre acabo debiéndote algo…
—¿Has visto? —y volvió a reírse.
—Que qué pasa con el aceite… —insistí, y no esperaba que ninguno de los dos me respondiera, pero me equivoqué.
—Que te largues, Nino —porque Pepe rodeó la cintura de su novia con un brazo para devolverle los besos uno por uno mientras extendía el otro con el índice tieso, señalando al camino que llevaba al pueblo—. Pero cagando hostias, ya, vamos…
Levantó la cara del cuello de la Rubia para mirarme y me hizo un gesto con la cabeza que era una amenaza, pero me regaló al mismo tiempo una risa tan tonta, tan frenética como las suyas. No había entendido el sentido de las palabras que acababa de oír, y sin embargo, lo había entendido, porque aquella escena me había excitado más que los dos únicos besos en la boca, el de Sanchís y Pastora, el de Filo y Elías, que había logrado ver en mi vida. Por eso no me resistí, y eché a andar hacia el pueblo con un humor mejor que bueno, un júbilo físico, puntiagudo, placentero y doloroso a la vez, que no me estorbó para comprender que una vez más, y ya había perdido la cuenta, el Portugués acababa de salirse con la suya. A pesar de las secretas ventajas que lograra extraer de la aritmética, Paula no volvería a mencionar a Isabel aquella tarde, estaba tan seguro de eso como de que algún día tendría que morirme, pero de todas formas, al llegar a la primera curva conté hasta diez, retrocedí un par de pasos sin hacer ruido, y pude verles al fin también a ellos, besándose en la boca en medio del camino.
Aunque ningún otro vecino de Fuensanta sabría explotar con tanta astucia esa debilidad, Pepe no fue el único hombre del pueblo que pensó en Isabel Mariamandil de una sola manera durante las últimas semanas del verano de 1949. Pero aquella historia de película tuvo una consecuencia mucho más importante, porque ni el más desconfiado de los fuensanteños, de un bando o del otro, se atrevió a sospechar que un periódico español, ni siquiera clandestino, pudiera publicar una entrevista tan descarada, una foto tan impúdica como aquella, que bien se veía que no podía ser más que francesa. Así, la leyenda de Cencerro se escurrió sin remedio, para lo bueno y para lo malo, por el canalillo del escote de Isabel, un esplendor que al menos devolvió una efímera malicia a las sonrisas apagadas de quienes no tenían más remedio que conformarse con una paz que no era más que otra derrota, un fracaso menor y sin embargo más cruel tal vez que el primero, porque era el último, el definitivo. Y al día siguiente, cuando volví a casa a la hora de cenar después de acompañar al Portugués a Frailes, donde por fin le compró al Sereno noventa litros de aceite virgen que vendría a recoger un camión de una empresa de transportes de Madrid, la página de Nuestra Bandera ya había circulado incluso por la casa cuartel, para que los hombres respiraran aliviados mientras las mujeres sacaban sus propias conclusiones.
—Claro —fue la de mi madre—, así dice la pobre doña Angustias que desde que se fue Isabelita no ha vuelto a dormir bien. Como que la atiborraría de pastillas mientras estaba arriba, con el otro, dale que te pego.
Pero no se acabaron ahí las consecuencias de aquel episodio, que en la casa cuartel hizo feliz a otra mujer que se lo merecía.
—No es que ahora nos corra prisa, ni nada, no penséis mal —le dijo Curro a mis padres, anticipando la hipótesis de un embarazo de su novia para desviar la atención de su propio despecho, como si ninguno de los tres supiera que en la taberna de Cuelloduro se consolaban del final de La vaca lechera haciendo coplas todas las noches sobre su infortunado amor por Isabel—, pero Sonsoles y yo vamos a casarnos en cuanto don Bartolomé nos eche las amonestaciones.
—¡Qué bien! —contestaron ellos a coro—. Enhorabuena.
—Sí, bueno, no va a ser una boda como la de Marisol, vamos a celebrarlo aquí mismo, en el pueblo, una ceremonia sencilla, pero el caso es casarse, ¿no?
—Claro —asintió mi madre, y apenas le vio salir por la puerta, se volvió a mirar a su marido con una cara de lástima que apenas aguantó el embiste de la primera carcajada—. Qué pena, pobrecillo…
—Sí —mi padre asintió, procurando reírse sin hacer ruido—, pero yo creo que esto va a ser peor… Por lo de las coplas, digo, que hay que ver la gracia que tienen algunas, además.
Sus pronósticos se cumplieron, porque Cuelloduro, lejos de renunciar a hacer rimas a costa de la vida sentimental de Curro, intensificó su producción, pero a Sonsoles eso le dio lo mismo. El día de su boda amaneció feo, con el cielo encapotado, amenazando lluvia, pero ella hizo todas las tonterías que hacían las protagonistas de esas novelas que le gustaban tanto, obligó a Curro a salir del cuartel dos horas antes, se puso una mantilla de su abuela, unos pendientes de su madre, algo nuevo, algo viejo, algo azul, algo prestado, dejó escapar unas lagrimitas al salir de su cuarto de soltera, escogió un ramo de florecillas blancas, que parecían baratas, campestres, pero tenían un nombre francés y eran lo más elegante que podía llevar una novia, según ella, y llegó un cuarto de hora tarde a la iglesia. Y cuando salió de allí, por fin casada, el sol salió también, como si no quisiera estropear el día más feliz de la vida de la novia más romántica y tontorrona que jamás se hubiera casado en Fuensanta de Martos.
Sin embargo, no todas las historias de amor de aquel año tuvieron un final feliz. A finales de septiembre, Elena me escribió para contarme que había convencido a su abuela y se quedaba a vivir con sus tíos, en Oviedo. Te voy a echar de menos, Nino, decía en la última línea, escríbeme, por favor, un beso. Nunca lo hice porque no habría sabido qué contarle, excepto que cuando se marchó, en junio, ya me imaginaba que iba a pasar algo así. Por eso, la última tarde que pasamos juntos, le pedí que me besara, por si no nos volvíamos a ver. Ella aplastó su boca contra mi mejilla y me atreví a pedirle más. No, así no, bésame en los labios, anda. ¡Ay, Nino, no seas pesado!, me contestó, y subió la cuesta corriendo, sin volverse a mirarme. No contesté a su carta y no me envió ninguna más, pero tampoco me importó demasiado. Ella había vuelto a decirme que no le gustaba el monte, ni vivir en un cortijo, y que era una pena, pero que al final seguro que acababa casándose con un médico o un abogado de Oviedo. Yo ya había decidido que quería ser como Pepe el Portugués, y mientras fantaseaba por mi cuenta, a solas y en secreto, con el desván del cortijo de doña Angustias, me daba cuenta de que, por mucho que me gustara, una chica como Elenita, con sus lazos, y sus leotardos, y sus melindres, no pegaba bien en una vida como la que yo quería vivir. Mejor una cabra montesa, a la que trincar en la mitad de una trocha para proponerle tratos que sólo se podían hacer al oído, a cambio de no chuparle la punta de la nariz.
—No sé cómo voy a arreglármelas para vivir sin ella —me dijo doña Elena, sin embargo, cuando volvió de Asturias, sola, a primeros de octubre—. Era lo único que tenía, y ahora…
Entonces pensé que antes o después acabaría marchándose ella también, pero me equivoqué. Doña Elena fue la única que se quedó, lo único que conservé de aquellos años intensos y terribles. Y cuando fui yo quien se marchó, ella siguió estando en el mismo sitio, aquella casa pequeña y limpia, bonita y pulcra, que tanto se le parecía, y en la que siguió invitándome a merendar pestiños y vino de Málaga, en las mismas copitas talladas de cristal de colores, cada vez que volvía a un pueblo que para mí ya era sólo ella, la casa de mis padres y la engorrosa obligación de todas las vacaciones.
Porque Pepe el Portugués también se fue, con sus dos piernas enteras y ningún loro en el hombro. Me lo anunció él mismo, una de esas tardes en las que el otoño se hacía invierno, porque el aire se afiló de pronto, y se volvió más limpio, y luego viento. Aún no había terminado octubre, pero aquel año, el hielo también sabría burlarse de los calendarios.
—Deberíamos dejarlo, ¿no? —estábamos en el río, pescando—. Hace frío.
—Sí —me levanté y me abroché la chaqueta—. Me parece que este año se ha acabado lo bueno.
—Se ha acabado lo bueno, sí —repitió, con un acento misteriosamente grave, y empezó a recoger sus aparejos muy despacio—. Me voy, Nino.
Al escucharle, a pesar del frío, la humedad que nos había calado hasta los huesos, volví a sentarme a su lado.
—¿Adónde?
—A Sevilla, creo —me miró y se echó a reír, como si ni siquiera él creyera lo que me iba a decir—. Me voy a llevar a Paula, voy a casarme con ella, a tener hijos, a trabajar en una fábrica y a vivir de otra manera, en un piso, en un barrio obrero, en fin… Sé que Sevilla no me va a gustar tanto como esto, pero ¿qué quieres? Así es la vida.
Me quedé en silencio, mirándole, esperando a que me mirara, pero no lo hizo, y mientras le veía enrollar el sedal, asegurar el carrete, recoger las cajas de los anzuelos, de los cebos, intenté echarle la culpa a Paula, convencerme de que aquella vida absurda que lo iba a apartar de mí era sólo un proyecto, una idea pasajera, un simple propósito sin plazo ni certeza alguna, pero no lo logré.
Pepe el Portugués se marchaba, me dejaba solo, huérfano con padre y madre, huérfano de río, de monte, de tardes perezosas y baños en las pozas, de meriendas memorables y conversaciones íntimas, tontas o trascendentales. Se marchaba, y era la persona más importante de mi vida, un amor más fuerte que el amor, pero se marchaba, y sin embargo se quedaba en mí, porque yo sería otro niño, otro Nino, si no le hubiera conocido a los nueve años, cuando sólo era un canijo al que nunca le había pasado nada más importante que ver el mar, haberse quitado los zapatos para que sus primos se los robaran mientras jugaba al fútbol en la playa. Él me había convertido en alguien distinto, en alguien mejor, me había enseñado qué clase de hombre quería llegar a ser, a quién me gustaría parecerme. En aquel momento, la vida sin él me pareció tan imposible que comprendí que yo también me marcharía, que algún día me iría de Fuensanta de Martos para aplicar lejos del río, de ese monte que se había quedado desnudo, vacío y yermo, todos los trucos de hombre solo que el Portugués me había enseñado. Porque Pepe se marchaba, era verdad, y yo sabía por qué, y aunque no quisiera ni pensarlo, llevaba meses esperando su partida.
—Aquí ya no tienes nada que hacer —nunca se me había ocurrido que la paz pudiera llegar a ser tan amarga también para mí—. Es eso, ¿no?
—Justo —entonces por fin me miró, y en su boca se dibujó una sonrisa indecisa, melancólica—. Eso es lo que pasa.
Porque viniste a sacar al primer Cencerro, seguí hablándole con los ojos, los labios cerrados, viniste a enlazar con Sanchís, a organizar aquella huida que no salió bien, y te quedaste para ayudar a los que seguían arriba, para encargarte de las muertes de Comerrelojes y de Pilatos, para supervisar el trabajo de la imprenta, para escribir los textos, consultando esos libros que tienes tan bien escondidos, para que el segundo Cencerro lograra terminar lo que apenas llegó a empezar el primero. Para eso viniste y por eso te vas, porque tu trabajo ha terminado, porque el monte está vacío y aquí ya no haces falta.
No necesitaba hablar para que me entendiera, y él tampoco necesitó palabras para darme la razón. Los dos nos levantamos a la vez, y no sé cuál fue el primero en abrazar al otro, sólo que los dos nos abrazamos con la misma fuerza, y que yo estaba llorando, él no.
—Acabarás siendo más alto que yo, Canijo.
—Te voy a echar mucho de menos, Pepe.
—Y yo a ti, camarada —pero en esa palabra se le quebró la voz—, y yo a ti…