1948
Marisol siempre hablaba de sí misma completando su nombre con sus dos apellidos, Rodríguez Peñalva, pero en el pueblo todo el mundo la conocía como Mediamujer. El mote se lo había puesto Cuelloduro, en una de esas tardes tontas en las que cultivaba la malevolencia mientras mataba el tiempo recostado contra la puerta de su taberna. La pereza solía afinar su ingenio, nunca tanto como en aquel momento, mientras Marisol bajaba la cuesta con su hermana, las dos muy tiesas, cogidas del brazo y apresurando el paso a duras penas sobre sus zapatos de tacón altísimo, estiletes pensados para las lisas aceras de las ciudades y no para los chinos redondos que atribulaban las calles de mi pueblo, donde no los llevaba nadie excepto ellas, tambaleándose siempre con más riesgo que elegancia. Yo no las vi, pero me las puedo imaginar, avanzando como si pisaran huevos, vestidas, supongo yo, de color crema, o rosa pálido, o azul celeste, cada una con su rebeca de punto fino y botones de nácar echada sobre los hombros, un collar de perlas diminutas, otras tantas en las orejas, y la barbilla alta, la cara vuelta hacia fuera para no dar facilidades al enemigo. Aquel día, él no las necesitó para fulminarlas.
—Ahí van las mediasmujeres. Con las dos, todavía se hace una tía buena.
Al escuchar su mote, Marisol apretaba los párpados con tanta fuerza como si alguien le hubiera exprimido un limón encima de los ojos, y escupía sus dos apellidos apretando los dientes para recalcar muy bien cada sílaba, Ro-drí-guez-Pe-ñal-va, me-lla-mo-Ma-ri-sol-Ro-drí-guez-Pe-ñal-va, pero todos seguíamos llamándola Mediamujer, porque en Fuensanta de Martos nadie había inventado aún el remedio capaz de desactivar un mote bien puesto, y aquel, además de afilado, era certero.
Las señoritas Rodríguez Peñalva, Sonsoles y Marisol, nombres cuidadosamente escogidos en el santoral para distinguirlos de los que se repetían entre las muchachas corrientes, sólo se llevaban once meses, pero eran tan diferentes que apenas parecían hermanas. La mayor era alta, bastante fea de cara y delgada sólo en apariencia, porque tenía el pecho y las caderas tan bien marcadas que cuando se arreglaba parecía el maniquí de un escaparate. La menor se parecía a su padre, jefe del mío y origen del cuerpo corto y rechoncho, culibajo, de la más guapa de sus hijas, esbelta y plana hasta la cintura pero inmensa a partir de ahí. Eso era lo que había visto Cuelloduro y lo había visto muy bien, porque con el cuerpo de Sonsoles y la cara de Marisol habría salido una mujer estupenda, pero como eran dos, cada una tenía que conformarse con su mitad y el mote correspondiente.
Doña Concha la Michelina, quinta hija de una familia de la burguesía malagueña venida muy a menos por la desmedida afición del padre a los tapetes verdes de las mesas del casino, se había criado en un hogar muy distinto de las habitaciones que regentaba con ínfulas burguesas en la casa cuartel. Le gustaba contar que no podían mudarse a una vivienda independiente y más confortable porque lo prohibían las ordenanzas, pero no era verdad. Si la parte que había heredado de las rentas que su madre logró arrebatar de las viciosas garras de su marido hubiera dado para tanto, no habría dudado en cambiar de alojamiento con sus hijas, dejando allí al teniente, que era el único sujeto en realidad a las normas que ponía como pretexto. Así que, para su desgracia, las Mediasmujeres vivían en la casa cuartel, igual que los hijos de los demás, aunque tenían el doble de espacio, y hasta una criada que doña Concha había aportado al matrimonio junto con un comedor de caoba, un aderezo de coral y dos mantones de Manila que, en conjunto, eran la única cosa de este mundo que hacía palidecer de envidia a mi madre. Áurea no, porque estaba tan viejecilla ya, que cualquier día iba a tener que dejar de cuidar a sus señoritos para meterse en la cama a que la cuidaran a ella, aunque de momento, eso sí, la Michelina no tenía que hacer la compra ni lavar la ropa, como las mujeres de los otros guardias.
—Cualquier día se nos muere esta pobre en el lavadero —decía mi madre cuando llegaba a casa con un barreño lleno de ropa húmeda, tan pesado que ya no sabía en qué cadera ponérselo—, y esas tres, ahí siguen, la madre dándole al abanico, y las hijas, que no tienen ni veinte años, tocándose…
Nunca terminaba de decir lo que se estaban tocando, pero eso también me lo podía imaginar, aunque no sabía casi nada de la vida de las Mediasmujeres, sólo que se lavaban el pelo con manzanilla en el vano intento de volver a tenerlo tan claro como cuando eran niñas y rubias de verdad, y que, aparte de ser castañas, emprendían constantemente empeños que nunca llegaban a culminar, siempre, en su opinión, por culpa del provinciano erial donde les había tocado vivir. Así habían conseguido llenar su casa de trastos inútiles, un piano, un arpa, un maniquí, una caja para hacer bolillos, una máquina de coser, bastidores de varias clases y tamaños diferentes, y una colección de partituras, libros de patrones y literatura francesa que nadie sabía leer. Su afán principal, sin embargo, era encontrar un marido mejor que el alférez del ejército con el que había tenido que conformarse su madre.
Para lograrlo, doña Concha las enviaba todos los años a pasar el verano a Málaga, a casa de su hermana mayor, la única a la que le había dado tiempo de casarse bien. Allí, Sonsoles había tenido mucha más suerte que Marisol de entrada, y mucha menos de salida, porque el estudiante universitario al que pescó en su primera visita, la dejó por carta un par de años después, cuando Áurea ya había empezado a bordarle el ajuar, airosas iniciales de hilo blanco que tuvo que deshacer con la punta de la aguja y mucho cuidado, sin poder evitar que su memoria perviviera sobre la tela en primorosas capitulares de minúsculos agujeros. En el ánimo de Sonsoles, las cicatrices fueron más hondas, duraderas. Al enfrentarse a la triste estampa de su hermana, Marisol espabiló, aprendió la parte de la lección que le correspondía, y a espaldas de su madre, empezó a mirar a su alrededor durante todo el año, sin esperar a los veranos malagueños.
—Oye, Nino… —y aunque la había visto venir de frente, cruzar el patio en línea recta desde el trozo de porche que estaba delante de su casa hasta el que correspondía a la mía, me pilló por sorpresa, porque no recordaba que nunca antes se hubiera dirigido a mí, y menos por mi nombre—. Ése que se ha venido a vivir al molino viejo, Pepe se llama, ¿no? Tengo entendido que te has hecho muy amigo suyo.
—Sí —contesté con orgullo—. Somos muy amigos.
—Ya. Me han contado que tiene una cicatriz muy grande en un costado, porque es un héroe de guerra, ¿no?
—Pues… No sé.
Yo había visto muchas veces aquella cicatriz, y sabía que habían tenido que operarle a vida o muerte durante la guerra, pero no quise reconocerlo en voz alta porque cuando intentaba averiguar dónde había estado él en abril de 1939, siempre me contestaba lo mismo, ¿pues dónde iba a estar?, en el frente, como todo el mundo, y no había manera de hacerle pasar de ahí.
—No sabes, ¿qué? —Marisol me miró como si acabara de descubrir que era tonto.
—No sé si es un héroe —precisé, porque lo que opinara de mí, me importaba mucho menos que lo que pudiera llegar a pensar del Portugués—. Una cicatriz sí que tiene, pero igual es de una apendicitis, vete a saber.
—Sí, bueno, eso da igual, porque… —se quedó un instante pensando, como si quisiera convencerse a sí misma, antes de hacer la única pregunta cuya respuesta no le daba igual—. ¿Y tú sabes si tiene novia?
—No —me tragué la risa a duras penas, pensando en la cara que estaría poniendo doña Concha si pudiera descubrir las asombrosas aspiraciones de su hija al mismo tiempo que yo—, creo que no tiene. Vive solo.
—¡Ah! Pues nada… Era sólo curiosidad.
Cuando se lo conté al Portugués, él se rio conmigo, aunque luego se quedó pensándolo y me dijo que, de las dos Mediasmujeres, ella era la que le gustaba más. Claro que eso fue antes de que una tarde de verano, a esa hora infernal en la que Curro solía advertirme que cualquier día me iba a derretir mientras suspiraba en vano por Isabel Mariamandil, Marisol se hiciera la encontradiza conmigo en la puerta del cuartel, con un sombrero de paja en la cabeza y una toalla en la mano. ¡Uy, qué casualidad!, me dijo, estaba pensando yo también en ir a bañarme, con este calor… Así que me acompañó hasta arriba, nos encontramos con Pepe en la mitad de la cuesta, y allí mismo empezó a ponerse muy pesada, desparramándose en una catarata de risitas que armonizaban fatal, la verdad, con la silueta de su cuerpo en bañador.
—¡Joder, menudo culo tiene! —Pepe el Portugués me habló en un susurro cuando ella, que se había tumbado boca abajo a tomar el sol, no podía oírnos—. Guapa de cara sí es, pero ese culo da para forrar lo menos cuatro o cinco balones…
Me reí tanto que tragué agua y me dio un ataque de tos en medio de la poza. Eso sucedió unos días antes de la muerte de Cencerro. Inmediatamente después, gracias a que Sonsoles se negó a volver a Málaga sin novio y doña Concha no se decidió a enviarla a ella sola, Marisol enganchó por fin a un hijo de don Justino, al que nadie se atrevía a llamar Mariamandil desde que el resultado de la guerra le convirtió en el olivarero más rico del pueblo, aunque fuera tan hijo de doña Angustias como el padre de Isabel. Pedrito estudiaba Derecho en Sevilla y sólo volvía a Fuensanta durante las vacaciones, pero la madre y la hija estaban tan entusiasmadas con él incluso en sus ausencias, que pensé que Mediamujer iba a dejarnos tranquilos para siempre, y no volví a ocuparme de ella hasta que unos días después de mi décimo cumpleaños, mi padre me anunció que me había encontrado una profesora de mecanografía.
—¿Quién? —cuando lo escuché, no me lo quise creer—. ¿Mediamujer?
—No, Mediamujer no, Nino —y levantó el dedo índice en el aire para dejar claro que estaba hablando en serio—. Marisol. Se llama Marisol. No la llames nunca de otra manera.
—¡Pero si ésa no sabe hacer nada, padre! —protesté, sin mucha convicción—. ¿Qué va a enseñarme Mediamujer a mí?
Al final, aquella pregunta, aparte de retórica, resultó premonitoria. Marisol nunca llegó a enseñarme nada, porque cuando su padre llegó a casa diciendo que le había encontrado un trabajo fácil y cómodo, con el que podría sacarse unas pesetas para sus caprichos, su mujer le preguntó si se había vuelto loco. Ahora, precisamente ahora que la niña se ha prometido con Pedrito, ¿ahora pretendes que se ponga a trabajar?, le preguntó, mientras se abanicaba con un brío impropio del mes de enero, ¿y qué va a decir don Justino, eh, es que no has pensado en eso? Ni que fuera una muerta de hambre, ni que pasara necesidades, vamos, Salvador, por Dios, qué cosas se te ocurren… Pero, mujer, Michelín intentó defenderse como pudo, si es casi una obra de caridad, enseñar a un niño a escribir a máquina, aquí mismo, en el cuartel, con la de la oficina. No tiene por qué enterarse nadie…
Después, con la humillación atravesada en la garganta todavía, le contó aquella escena a mi padre para servirle la crisis con solución incluida, pero omitió un dato fundamental, porque la que se había matriculado en un curso por correspondencia, la que había pasado dos semanas tonteando con la máquina de la oficina, la que lo había abandonado todo enseguida con la excusa de que en un agujero como Fuensanta de Martos no había profesores, ni academias, ni negocios en los que colocarse con un buen sueldo, había sido Marisol, no Sonsoles. Y era Sonsoles, mediamujer equivocada y sin novio, quien iba a ser mi profesora.
—Dale un par de días, para que se repase el método, y listo —le pidió el teniente a mi padre—. En verano, tienes al niño escribiendo a máquina como si disparara con una ametralladora.
A aquellas alturas, lo de menos era la velocidad que mis dedos pudieran alcanzar sobre un teclado. Para Salvador Michelín, que sabía inspirar miedo, pero no respeto, y en su vida conseguiría que nadie en Fuensanta le pusiera el don por delante, mis clases de mecanografía no significaban otra cosa que un conflicto de autoridad, el enésimo, con su mujer, doña Concha la Michelina, a la que, más allá del mote matrimonial, nadie en Fuensanta se atrevió nunca a apearle el tratamiento. Él se había ofrecido a resolver el dilema de mi padre, que no tenía dinero para pagarme un curso en condiciones, ni recursos para llevarme y traerme de la academia más cercana, que estaba en Martos, por un confuso instinto paternalista, nacido de una conciencia de superioridad que no expresaba en voz alta, como su mujer, a la que le gustaba referirse a los guardias como los subordinados de su marido, pero que le impulsaba a solucionar los problemas de sus hombres con una magnanimidad que, a la larga, lo único que solía provocar eran más problemas. Eso fue lo que pasó con mis clases, en las que él había empeñado una palabra que estaba dispuesto a cumplir por encima de todo, aunque ese todo incluyera no sólo la impericia de Sonsoles sino también la desaparición de aquel método que Áurea debía de haber empleado para encender el fogón cualquier día, y del que Marisol recordaba apenas las primeras lecciones, y no mucho.
—Bueno, pues… Vamos a empezar haciendo planas.
Así me recibió su hermana una lluviosa tarde de febrero, más triste aún porque a las cinco y cuarto ya era de noche. No había pasado ni un mes desde que padre me midió por última vez, y yo todavía estaba malhumorado por aquella extravagancia que me había obligado a salir de la escuela corriendo para merendar de pie, mientras madre me atusaba con agua y un peine nervioso que su prisa hincaba en mi cabeza como si pretendiera arar el cuero cabelludo, pero al llegar a la oficina me di cuenta de que ella estaba más incómoda, más asustada que yo.
—¿Planas? —le pregunté, como si fuera tonto de verdad, para que me respondiera con la primera de una larga serie de muecas de impaciencia—. Perdona, pero es que no sé cómo se hacen planas con esto.
—Pues haciéndolas, ¿cómo va a ser? —y por fin se acercó a la máquina, pero no se sentó a mi lado—. Tú vas poniendo los dedos en las teclas, así, ¿ves?, el meñique en la el anular en la W, el corazón en la E, el índice en la R, y en el otro lado, pues lo mismo… Vas pulsando las teclas de una en una con los cuatro dedos de cada mano hasta que llenes la hoja. Eso es una plana.
—¿Y no dejo espacios en medio?
—No. O sí, espera… —y se quedó pensando—. Sí, mejor deja un espacio entre la última letra que escribas con la mano izquierda y la primera que escribas con la derecha.
—¿Así? —le pregunté cuando terminé un renglón, pero ya se había marchado.
En eso consistieron mis primeras clases de mecanografía. Durante tres cuartos de hora, tres tardes a la semana, estaba solo en la oficina haciendo planas por orden, la primera línea, la segunda, la tercera, con la mano izquierda y con la derecha, o con una sola, según improvisara aquella tarde una profesora siempre ausente, porque cuando no aprovechaba el rato para irse a hacer recados, se sentaba en una silla a leer novelitas rosas, el otro género literario que servía Matilde la Piriñaca, excepto cuando a mi padre le tocaba estar de guardia. Entonces sí se sentaba a mi lado, muy diligente, para corregirme sin necesidad y sonreír al guardia Pérez, a quien le gustaba acercarse para ver qué tal íbamos.
—Muy bien —mentía con mucha soltura—, la verdad es que vamos muy bien. Nino es listo y avanzamos muy deprisa.
Desde el mostrador, que estaba en la entrada, él tenía que oír a la fuerza el eco de mis dedos torpes, lentos como el fuego de un artillero manco, pero le devolvía la sonrisa a Sonsoles en silencio y se iba sin decir nada. Mi padre sabía leer y escribir, pero apenas había podido ir a la escuela y mostraba un respeto reverencial por cualquier clase de conocimiento que sólo pudiera adquirirse en los libros, una admiración, alimentada por su complejo de inferioridad y el temor a meter la pata, que le habría impedido apreciar la ineptitud de mi maestra incluso en el caso de que yo se la hubiera señalado. Y yo nunca habría hecho una cosa así, porque la ingenuidad de mi padre me daba menos pena que la deslucida melancolía de aquella chica fea y con buen tipo, que se pasaba las tardes suspirando, deshaciéndose en un risueño y eterno lamento con los ojos entornados, esmaltados de felicidad ajena.
—¿Qué estás leyendo? —le preguntaba algunas veces, cuando la veía cerrar los ojos para apretar el libro con las dos manos contra su pecho, como si su corazón fuera a explotar, incapaz de albergar ya ni un gramo más de emoción.
—Una novela.
—Ya, pero ¿de qué trata?
—Es muy bonita, preciosa, una historia preciosa de una chica joven que se ha quedado viuda con un niño pequeño, y se gana la vida dando clases de inglés, y un millonario la contrata para que se haga pasar por la esposa de su hijo, que está muy enfermo… Bueno, y se va al extranjero, y se enamora del padre, y los dos sufren mucho, claro, porque como el hijo se va a morir y cree que ella es su mujer, pues no pueden demostrarse lo que sienten. Es muy bonita.
Todas eran muy bonitas, preciosas, y todas acababan bien, muy bien, en una boda por amor con mucho dinero de por medio, más o menos como la que le esperaba a su hermana Marisol, aunque en los primeros capítulos las protagonistas siempre malvivieran gracias a empleos miserables, floristas, costureras, institutrices, antes de conocer a los propietarios de una gran fortuna internacional, hombres maduros, seductores, políglotas y elegantes que no podían parecerse mucho al hijo de un terrateniente de pueblo como don Justino. Pero eso lo pensaba yo, no Sonsoles, que ya no podía ponerse sus vestidos de cintura de avispa con falda acampanada para salir de paseo con su hermana sobre aquellos tacones imposibles, porque como Marisol ya estaba prometida, no convenía que se dejara ver demasiado por la calle, y tampoco estaba bien visto que saliera ella sola, así que la pobre Mediamujer se pasaba las tardes encerrada en el cuartel, leyendo novelas de amor y dándole pena a un niño de diez años que leía libros mucho más largos y exigentes, más verosímiles en su delirante fantasía que aquellos copos de algodón de azúcar donde los ricos buenos se casaban con las pobres guapas y vivían felices y comían perdices, un lector de Julio Verne que escribía cada vez más deprisa palabras sin ningún sentido, qwer y poiu, asdf y ñlkj, sin saber por qué, ni para qué le iba a servir.
Y sin embargo, mis lecturas y las de Sonsoles no eran tan diferentes. Ella leía novelas rosas para cobrar por adelantado con una imaginación exaltada, casi física, una felicidad de la que tal vez nunca disfrutaría. Yo leía otra clase de novelas, relatos de naufragios y tormentas, crónicas de monstruos y cadáveres, historias de caballeros de honor intachable y mercenarios ruines, traicioneros, memorias de hombres sabios o recluidos por sus propias culpas en una misantropía radical y benéfica, para soportar la calamitosa aventura de vivir en la casa cuartel de Fuensanta de Martos en 1948. Los muertos de papel son leves, su agonía breve, su memoria corta, y en los libros que me conseguía Pepe el Portugués, sus nombres además ajenos, tan extraños que sonaban a falsos. Los muertos de papel nunca dejan viudas, ni huérfanos que lloren más de dos líneas, por eso me gustaban aquellos libros, y por eso nunca habría podido denunciar a Sonsoles, contarle a mi padre la verdad. Así, unidos en la complicidad de una fuga destinada al fracaso, entregado cada uno a su propio desaliento, llegamos hasta una soleada tarde de marzo en la que Sanchís interrumpió abruptamente una de aquellas clases que nunca llegaron a serlo en realidad.
La razón remota, como siempre, estaba en el monte. Con el presentimiento de la primavera, la partida del nuevo Cencerro, al que todos llamábamos ya Cencerro a secas, aunque nadie hubiera logrado resolver el enigma del rostro que se ocultaba tras ese nombre, había multiplicado su actividad, elevándose a niveles que no se recordaban. No se trataba sólo de los golpes económicos, ni de los billetes firmados, sino de cosas más serias, sobre todo propaganda. A mediados de febrero, algunos cortijos abandonados habían amanecido pintados de arriba abajo con consignas revolucionarias, y a principios de marzo ya circulaba un boletín con textos tan bien escritos que hasta los más escépticos terminaron por ver en ellos la mano de Elías el Regalito. A partir de entonces, la Guardia Civil no tuvo otra prioridad que encontrar la imprenta de donde habían salido aquellos folletos cuyo contenido era mucho menos importante que su propia existencia, transparente hasta para quienes sólo sabían firmar con una cruz. Aunque en teoría habrían debido mantener su propósito en secreto, todo el mundo estaba enterado de todo, como de costumbre, y yo aún mejor informado, porque mi padre se quejaba sin cesar de la presión que recibían desde arriba, aunque me limité a seguir el ritmo de sus registros a distancia hasta que un día le oí contar en la mesa que aquella tarde no le iba a quedar más remedio que ir con Romero a casa del Portugués.
—El mando ha ordenado una investigación exhaustiva y sin excepciones —aclaró, torciendo el gesto—. Ya veis, como si ellos conocieran a los que viven aquí, como si supieran más que nosotros, menuda pérdida de tiempo…
Entonces le pedí a madre que me diera la merienda al mismo tiempo que el postre, y aquella tarde de martes, libre de Sonsoles, me fui corriendo al molino al salir de la escuela, con cartera y todo, pero al llegar arriba sólo encontré a Pepe, recostado sobre la barandilla del porche y muy sonriente.
—¿Y mi padre? ¿Se ha ido ya?
—No, está abajo, con Romero, revisando la maquinaria del molino. Se van a poner perdidos, pero no podrán decir que no les he avisado.
—Están buscando la imprenta de los de arriba —murmuré en voz baja, como si le estuviera contando un secreto.
—Ya, ya me lo imagino —él me contestó sin bajar la voz—. Pero aquí no la van a encontrar. Total, que si acabaran pronto, podríamos irnos a coger cangrejos, que el otro día encontré un sitio donde hay muchos, aunque no creo, porque han venido en un plan…
Al final, tuvo razón en todo, como casi siempre. El registro duró más tiempo del que habría parecido razonable, nos quedamos sin cangrejos, y mi padre y Romero volvieron con las manos vacías, pero empapados de barro, de agua y de hierbajos, desde el cuello hasta la punta de las botas.
—Sentimos el trastorno, Pepe —se disculpó mi padre antes de despedirse—. Pero ya sabes, órdenes son órdenes, y hay que cumplirlas. Vamos, Nino…
—Yo me quedo un rato.
—No, tú te bajas conmigo, que luego tu madre se enfada y el que se lleva la bronca soy yo.
No me quedó más remedio que obedecer, y mientras caminaba a su lado, me dije que seguramente yo no era tan listo como Elías, pero que si estuviera en su lugar, el último sitio donde se me ocurriría esconder la imprenta sería en un lugar tan evidente como una casa aislada, habitada y en la falda del monte. Entonces volví a ver aquel papel escrito a lápiz, el nombre completo del traidor, una prueba que nunca aparecería porque yo la había destruido, porque yo la había roto en ocho pedacitos que había ido arrojando en ocho agujeros diferentes, «Sotero López Cuenca, Comerrelojes», un mensaje destinado a los Cabezalarga o no, nunca lo sabría. Me habría gustado preguntarle a mi padre si en casa del Portugués habían encontrado libros. A él, a quien le extrañaba tanto mi afición a la lectura, no le habría extrañado esa pregunta, pero no abrí la boca, y los guardias siguieron registrando, exhaustivamente y sin excepciones, esas casas donde a cualquiera de los militares que trabajaban en un despacho les parecería más lógico que estuviera escondida la imprenta, y donde, precisamente por eso, la imprenta no estaba. Pero no siempre fueron tan amables.
—Tira…
Aquella tarde, Sonsoles había dejado su novela en el alféizar de la ventana para ir a hacer uno de aquellos recados que siempre la mantenían ocupada hasta las seis en punto, cuando volvía para recogerlo y despedirse de mí, y yo estaba solo en la oficina, haciendo planas, sdfg y lkjh, cuando Sanchís entró detrás de Filo.
—¡Ah! —la Rubia se revolvió como una fiera—. ¿Pero vas a tener la poca vergüenza de meterme en el calabozo?
—He dicho que tires —y la empujó—. Adentro, vamos.
Aquella tarde, y aunque no estuviera previsto, Sanchís, que para eso era sargento, había ido con Curro a registrar el cortijo de las Rubias por segunda vez en diez días. El primer registro había sido tan minucioso, y tan estéril al mismo tiempo, que estaba convencido de que Catalina habría bajado la guardia. Confiaba en encontrar la imprenta y creyó que lo había conseguido, porque cuando llegó, las mujeres se pusieron nerviosas y empezaron a mirarse las unas a las otras, levantando las cejas y escondiendo las manos detrás del cuerpo, como si pretendieran hacerse señas, muy lejos de la media sonrisa irónica, cargada de soberbia, con la que se habían limitado a mirarle trabajar unos días antes. Eso le pareció un indicio prometedor, y las obligó a esperar fuera mientras se repartía la casa con Curro, que salió con las manos vacías, antes que él. Catalina, que no se había rebajado a dirigir ni una sola palabra a su compañero, le dijo que era inútil, que por mucho que buscaran no iban a encontrar la imprenta allí. Entonces escucharon un estrépito de cristales rotos, los vasos que había en la cocina estrellándose contra el suelo como una rencorosa, torpe represalia, y luego un silencio largo, prolongado, mucho más temible. Al rato, Miguel Sanchís salió por la puerta con los brazos ocupados, cargando algo que no era una imprenta, pero sí un gran rollo de pleita que había encontrado escondido al fondo de la despensa, debajo de un montón de patatas.
—¿De quién es esto? —preguntó mirando a las mujeres, para saber a cuál se iba a llevar detenida.
—Mío —Filo fue la primera en responder.
—No —Catalina la corrigió—. No es suyo, es…
—Es mío, madre —pero su hija pequeña avanzó hacia el sargento—. Yo lo he cogido, yo lo he trenzado, yo lo he cosido. Es mío.
—Pues si es tuyo, lo llevas tú —y tiró el rollo al suelo para que la Rubia se agachara a recogerlo—. Vamos, al cuartelillo…
Hacer pleita, trenzas de esparto que una vez terminadas se cosían entre sí con una aguja curva y afilada como un garfio, hasta formar una especie de estera rudimentaria que los artesanos compraban para despiezarla y trabajarla como les viniera bien, no estaba prohibido, pero sólo se podía coger esparto con una licencia que expedía la Guardia Civil, porque su venta estaba regulada.
Las razones por las que había podido llegar a prohibirse la cosecha espontánea de un junco que crecía solo en medio del monte, sin que lo hubiera plantado nadie, y que servía para hacer objetos de primera necesidad que casi todos los vecinos sabían fabricar con sus propias manos, eran más complejas que las que habían impulsado la ilegalización de la recova. Para comprobarlo, bastaba con saber quiénes tenían licencia para cosechar y vender pleita al Servicio Nacional del Esparto, al que todo el mundo tenía que acudir para comprarla. En Fuensanta de Martos eran don Justino, su hermano, Carlos Mariamandil, y dos o tres más, que ganaban dinero con cada par de alpargatas, con cada serón, con cada alforja y con cada persiana que se vendieran en el pueblo, porque quienquiera que los hubiera hecho, había tenido que comprarle el esparto antes a ellos, aunque no fuera suyo, sino del monte.
Hasta mi madre decía en voz alta que aquello era una vergüenza. A ella, incluso si no hubiera sido la mujer de un guardia civil, no le habría quedado más remedio que contribuir a la riqueza de quienes se ponían una camisa azul y una chaqueta blanca para presidir las procesiones, porque era de Almería y no sabía hacer pleita, pero los demás seguían cogiendo esparto en el monte y trabajándolo por su cuenta, para fabricar lo que necesitaran y vender el resto en el mercado negro, aun a riesgo de correr la misma mala suerte que cayó sobre Filo aquella tarde. Cuando eso sucedía, lo habitual era que les requisaran el rollo, un perjuicio más que suficiente si se tenía en cuenta la cantidad de horas de trabajo que habían invertido en él, que les llevaran al cuartelillo para tomarles declaración, y que los soltaran después de echarles una bronca. Pero aquella tarde, a Filo no la soltaron.
—Mis tatarabuelos cogían esparto en el monte…
Cuando Sanchís la empujó, estuvo a punto de caerse pero no entró en el calabozo. Cerró la puerta por fuera apoyándose en ella, se agarró a los barrotes con las dos manos, estiró el cuello para mirar al guardia con una expresión feroz y le habló como si escupiera las sílabas una por una, sin desviar los ojos ni por un instante hacia Curro, que se había quedado en el umbral, o hacia mí, que estaba sentado ante la máquina con las manos quietas.
—Mis bisabuelos cogían esparto en el monte —pero yo sí la miraba, y nunca me había parecido tan guapa como entonces, mientras la rabia la iluminaba por dentro para transformar en una máscara trágica de afiladas aristas su rostro redondo, armonioso, que reunía la gracia morena y chispeante de las gitanas con la claridad de una piel de manzana recién cogida—. Mis abuelos y mis padres lo han seguido cogiendo. ¿Y ahora me vas a encerrar tú a mí por hacer lo mismo que ellos?
—Sí —el sargento torció los labios para dibujar algo parecido a una sonrisa a la que se asomaba ya la risa gorda de un sapo—. Mira tú por dónde…
—¿Y por qué?
—Porque es un delito, y lo sabes de sobra.
—Un delito, ¿no? —ella se echó a reír, moviendo la cabeza como si no pudiera creer lo que estaba oyendo, y sus ojos echaron chispas—. Ya. ¿Y quién lo dice?
—¡Mis cojones lo dicen! —Sanchís estaba perdiendo la paciencia, y Curro se estaría dando cuenta, porque me daba cuenta yo, pero los dos seguíamos mirándoles sin hacer nada—. Entra de una vez, Filomena, y no me busques porque me encuentras. ¡Te juro que me encuentras!
Hasta madre dice en voz alta que esto es una vergüenza. Eso pensé mientras les miraba, Filo agarrada a los barrotes todavía, con la barbilla levantada todavía, la risa pintada en los labios todavía, pero Sanchís cada vez más cerca, más furioso, resoplando por la nariz con la mano derecha apoyada en la hebilla del cinturón, y ya no pude pensar nada más que una cosa, entra, Filo, entra, repetirla muchas veces con los labios cerrados, entra Filo, por Dios y por la Virgen, como si rezara para salvarme a mí, y no a ella, entra, por favor, entra de una vez…
—No me da la gana de entrar —pero Filo no me miraba, no me escuchaba, no me hacía caso—. Yo no he hecho nada malo. No soy una ladrona ni una criminal, para que me encierres en un calabozo.
—¿No, eh? Pues a lo mejor es que quieres otra cosa —Sanchís se desabrochó la hebilla del cinturón y Curro no hizo nada, yo no hice nada, pero las manos de Filo se aflojaron, sin soltar del todo los barrotes—. ¿Quieres que entre yo contigo? ¿Es eso, Filo?
Están poniendo películas, Nino, aquella noche yo me había dormido pronto, estábamos cerca de Navidad, hacía frío, pero mi hermana Pepa me despertó tocándome la cara, otra vez están poniendo películas y no me puedo dormir, entonces me espabilé y lo oí yo también, mucho más cerca que de costumbre, ven aquí, le dije, acuéstate a mi lado, que vamos a cantar, y empecé a cantar mientras ella se acurrucaba contra mí, pero les oía demasiado alto, demasiado cerca, la voz de Sanchís, la voz de Curro, estaban en su casa, tenían que estar en su casa, al otro lado de la pared, entonces canté más alto, y pensé que iba a despertar a mis padres, pero quizás eso fuera lo mejor, porque aquella escena, fuera la que fuese, tendría que estar pasando en los calabozos y no en el cuarto de al lado, mira, ésa que habla ahora, mi hermana Pepa lloraba y no atendía a la canción, es Fernanda la Pesetilla, ¿no?, no, qué va a ser, le dije, y pensé que ya era casualidad, y desgraciada, porque Fernanda despachaba en la carnicería de su suegra desde que su marido se echó al monte, es una actriz, lo que pasa es que te has confundido porque tienen una voz muy parecida, y por eso, porque todos los días mi madre la llevaba con ella a la compra, la suya era una de las pocas voces que mi hermana podía reconocer sin equivocarse, hace casi dos años que no veo a Nicolás, ya lo sabéis, ¿estás seguro, Nino?, claro que sí, tonta, ¿cómo va a ser Fernanda?, pero era Fernanda y yo abracé a Pepa de otra manera, la apreté contra mí cruzando el brazo izquierdo sobre su oído para ahorrarle los diálogos de aquella verdadera y cierta película de terror, ¿y cómo es que estás embarazada, entonces?, porque el niño no es de mi marido, y seguí cantando hasta que noté que su cuerpo se ablandaba, ¿y de quién es el niño?, pues de uno, hasta que dejó de llorar, ¿y cómo se llama ese uno?, no me acuerdo, hasta que su respiración se hizo más regular, ¿y cómo puedes no acordarte?, es que no es de aquí y le vi sólo esa vez, más profunda, ¿forastero, no?, sí, forastero, ya, como siempre, y cuando Pepa se había dormido, Curro le cedió el turno a Sanchís, pues te voy a decir una cosa, Fernanda, no me lo creo, pero yo no dejé de cantar, yo creo que lo que ha pasado ha sido distinto, seguí cantando para que mi hermana siguiera durmiendo, yo creo que tu marido baja a vuestra casa a echar un polvo de vez en cuando, y seguí cantando sólo por cantar, mientras nosotros estamos en el monte muertos de frío, y de sueño, y de cansancio, pero aquella vez mi canción no sirvió de nada, ¿a ti te parece justo eso, Fernanda?, porque estaban muy cerca, demasiado cerca, ¿te parece bien que Saltacharquitos esté follando contigo, tan a gusto, mientras nosotros las pasamos putas buscándole por todas partes?, y les oía demasiado bien, oía la voz de Sanchís, pues no es justo, ¿sabes?, los lamentos de Fernanda, no me peguéis en la tripa, en la tripa no, por favor, el silencio de Curro, que me caía bien, que no era un chivato, no te preocupes, Fernanda, que aquí no te va a pegar nadie, hoy no, ya te lo he dicho al principio, Curro, que era un buen chico y estaba allí, sin hacer nada, lo que vamos a hacer es mucho más divertido, Curro, que estaba enamorado de una chica que parecía una monja y lo estaba viendo todo, ahora que sabemos que te gusta tanto que lo haces con el primero que llega, ¿quieres follar, Fernanda?, igual que lo estaba oyendo todo yo, si no nos dices dónde está tu marido, será que te apetece, el llanto de Fernanda, el ruido metálico de la hebilla del cinturón de Sanchís, y por fin su voz, la voz de Curro, apagada, débil como el piar de un pájaro recién nacido, miserable de puro blanda en el vértice de aquella dureza, ya está bien, Miguel, déjalo ya, y otra vez a Sanchís, mucho más fuerte, más seguro, más risueño, ¿por qué, si ya has visto cómo le gusta?, entonces decidí que no iba a oír nada más, y desembaracé con cuidado el brazo con el que rodeaba a mi hermana para estrellar la palma de la mano contra la pared, una vez, y otra, y otra, y otra, y otra, y otra, y otra más, hasta que llegó mi padre, muy asustado, ¿qué pasa, Nino, qué hace Pepa en tu cama?, en la casa de Curro, le dije, tienen a Fernanda la Pesetilla, y están chillando, no podemos dormir…
Él se fue corriendo y volvió enseguida, cuando ya no se oía más que silencio. No ha sido nada, me dijo, has debido tener una pesadilla, porque en casa de Curro sólo está él, durmiendo, duérmete tú también. Y habría tenido que preguntarle, ¿por qué los tapas, padre?, ¿por qué me mientes?, ¿por qué mañana no vas a ir a contarle nada de esto al teniente, ni a Izquierdo, que es cabo, ni a nadie? Pero no dije nada de eso. Sí, padre, ahora me duermo. Eso fue lo único que le dije, y él me dio un beso, y yo se lo devolví.
Eso era la vida, la única vida que yo conocía, una pesadilla rojiza y espesa, salpicada de gritos, salpicada de golpes, salpicada de sangre, que se desvanecía con cada amanecer, cuando salía el sol para que el teniente volviera a ser un pobre hombre manejado por su mujer, y Curro un buen chico, y mi padre un hombre bueno, que nos quería y cuidaba de nosotros, mientras Sanchís siguiera cargando con todas las culpas. Eso era la vida en mi pueblo, donde las mujeres se levantaban pronto para encontrarse en la cola de la compra, y Fernanda despachaba en su carnicería y las saludaba a todas por igual, buenos días, ¿qué te pongo?, con los ojos hinchados y las manos temblando todavía. Esa era mi vida, una vida casi normal mientras el sol viajaba por el cielo, aunque mi hermana Pepa no entendiera por qué algunas niñas no querían jugar con ella, por qué le daban la espalda sin saludarla, por qué madre le decía siempre lo mismo, pues déjalas, si se han ido corriendo a su casa, será que las han llamado… Eso era la vida cuando la muerte no se cruzaba por medio, y la muerte llegaba siempre de noche, en las horas oscuras, las horas largas y feroces de los cerrojos y la luz eléctrica, las horas despiadadas de las vocales interminables y los hombres sin corazón, porque lo habían dejado en medio del pijama, doblado bajo la almohada, para recuperarlo sólo de madrugada, cuando volvían a ser lo que eran antes, pobres hombres, buenos chicos, hombres buenos. Eso era la vida y padre tenía razón, el llanto de Fernanda había sido una pesadilla, y una pesadilla había sido la muerte de su hermano Laureano, y la del padre de los dos, otra pesadilla de la que Fuensanta de Martos se despertó al día siguiente y ellos nunca. Ellos nunca.
Esto no puede seguir así, Antonino, decía mi madre, así no se puede vivir, pero así vivíamos, así seguíamos levantándonos por la mañana, así nos quejábamos del frío o del calor, y cuando no habíamos podido dormir, no lo decíamos, porque la noche era una pesadilla, pero después de la noche llegaba el día, y salía el sol para iluminar la vida de un pueblo corriente, donde vivían gentes corrientes que hacían las cosas corrientes de todos los días. No se podía vivir así, pero había que vivir, y se vivía, los hombres madrugaban para trabajar en el campo, las mujeres despertaban a sus hijos, los lavaban, los vestían, los peinaban, les obligaban a terminarse la leche, cuando había leche, y los mandaban a la escuela después, y cada uno se ponía la máscara de sí mismo para interpretar su papel como si la noche no les hubiera partido el corazón, como si no les hubiera arrebatado para siempre un pedazo, como si no tuvieran que llevarlo a cuestas, eternamente roto, eternamente pesado, y maltrecho, y doloroso como una herida abierta que no quería cerrarse, y así se mezclaban con los demás, con los que no sufrían, los que dormían sin despertarse cada vez que sonaban pasos en la calle, los que no desayunaban miedo, ni comían miedo, ni cenaban miedo, en la fabulosa representación de la normalidad, la apacible envoltura cotidiana del odio, de la rabia, del terror, la farsa agonizante de los desesperados, y esas mujeres de luto que habrían preferido estar muertas, pero vivían, y seguían levantándose para vestirse de negro todas las mañanas.
No se puede vivir así, pero así vivíamos, y los paréntesis de tranquilidad, los meses sin redadas, sin detenciones, sin entierros, no tenían más sentido que la espera, los minutos, los días, las semanas que faltaban para que todo empezara otra vez, para que regresaran los camiones, y las patrullas, y la ruleta rusa de las visitas inesperadas, unos nudillos tocando de noche en la puerta de al lado, quizás en la propia, y nos llevamos a su marido a declarar, señora, pero no se preocupe que se lo devolvemos enseguida, y ya te puedes ir, pero echa por ahí delante, que te veamos bien, y los tiros de madrugada, porque su marido intentó escapar, señora, salió corriendo y no nos dejó otra salida que disparar sobre él, siempre las mismas palabras, los mismos verbos, los mismos adjetivos, la repugnante sintaxis burocrática del terror, el comedido vocabulario de los falsos pésames, la cortesía templada de los asesinos y las ropas teñidas de oscuro que retornarían sin falta a los balcones antes o después, mientras durara aquella guerra que nunca se iba a acabar porque nadie pensaba todavía en rendirse, por más que don Eusebio se empeñara en contar en voz alta los años de paz en algunas fechas señaladas.
No se podía vivir así, y sin embargo, hasta aquella torpe simulación de la vida tenía sus reglas, riesgos y certezas bien delimitados, espacios seguros pactados de antemano, como esas paredes en las que los niños podíamos poner una mano y gritar, ¡salvo!, cuando jugábamos a pillarnos los unos a los otros. En las horas del día, estábamos a salvo. Mientras el sol viajase por el cielo, a nadie le podía pasar nada más grave que perder un rollo de pleita o una cesta de huevos, pesadillas pequeñas, diurnas, que no disputaban a la noche el monopolio del miedo y del dolor. Por eso, aquella tarde, en la oficina del cuartel, cuando Sanchís se desabrochó el cinturón y acercó su cara a la de Filo hasta que sus narices casi se rozaron, sentí un miedo desconocido, un escalofrío distinto a los que me estremecían de noche en mi cama y aún más intenso, porque lo que estaba viendo no podía estar pasando, no mientras la luz del sol entrara por la ventana, mientras las ventanas estuvieran abiertas de par en par, mientras respiráramos a través de ellas el aroma manso y templado del campo en una precoz tarde de primavera. Aquello no podía estar pasando, era imposible, y por eso temí que además, y sobre todo, fuera peor.
—¿Qué pasa? —el tono de Sanchís, grave, ronco, susurrante, era el mismo que había escuchado una vez al otro lado de la pared de mi cuarto—. ¿Te lo estás pensando?
Entra, Filo, entra, entra de una vez, por favor, por Dios y por la Virgen, entra ya, por tu madre, Filo, entra, entra… Entonces miré a Curro. Haz algo, le dije con los ojos, ¿por qué no haces algo?, y él me entendió, sé que me entendió porque giró la cabeza para no volver a mirarme, para no volver a enterarse de lo que le estaban diciendo mis ojos. En ese gesto comprendí que estaba solo, completamente solo, y me levanté. No sabía qué iba a hacer a continuación, pero me levanté, y las patas de la silla chirriaron al deslizarse sobre las baldosas. Los ojos negros de Filo me miraron con asombro, me miraron con recelo los ojos verdes de Sanchís, y pensé que podía elegir entre ponerme a gritar o salir corriendo. Cualquiera de esas dos acciones bastaría para que dejara de pasar lo que no debería estar pasando, o quizás no, quizás sólo lo aplazaría, porque los demás taparían a su compañero, le ampararían como antes, como siempre, acabarían diciéndome que había soñado despierto, otra vez con pesadillas, Nino, ni que fueras un crío chico… Todo eso me dio tiempo a pensar en un segundo, de pie ante la mesa, hasta que escuché la voz de Sonsoles, y todo estalló como un globo cuando roza la punta de un alfiler.
—¿Ya te ibas? Lo siento, me he retrasa… —y sólo entonces se dio cuenta de que no estábamos solos—. ¡Uy, cuánta gente hay aquí!
Cuando terminó de decirlo, Sanchís ya no estaba encima de Filo, y ella había soltado al fin los barrotes para que yo sintiera algo parecido al alivio que hacía mi cama más blanda, más cómoda, más caliente, cada vez que despertaba de una pesadilla en la familiar oscuridad de mi cuarto.
—Sí, ya ves —el sargento cogió a su detenida del brazo, la separó de la puerta, la abrió y la Rubia entró por fin, dócilmente.
—Bueno, pues… —Sonsoles cogió su novela y no se atrevió a preguntar nada—. Yo ya me voy.
—Yo también —añadí, pero Sanchís me detuvo con un gesto de la mano cuando ya había empezado a andar hacia la puerta.
—No, Canijo, tú te quedas.
—¿Por qué? —él, que me había dado la espalda para ir a buscar algo en un archivador, no me contestó—. Mi clase ya se ha terminado.
—Sí —y vino hacia mí con un papel en la mano—, pero ya que eres tan servicial, tan decidido para tus cosas, seguro que no te importa hacerme un favor, ¿verdad? Y así, de paso, practicas un poco, que siempre conviene…
Cabrón, cabrón, cabrón, le llamé sin despegar los labios, porque Alfredo y Paquito estarían esperándome ya para jugar al fútbol, cabrón, cuando me enseñó la denuncia que iba a tener que escribir yo en su lugar, cabrón, mientras me decía que era muy fácil, cabrón, que tenía que poner Filomena Rubio donde ponía nombre, cabrón, luego la dirección donde ponía dirección, cabrón, la fecha donde ponía fecha, cabrón, y en el motivo, hallado un rollo de pleita en su domicilio, cabrón, careciendo de licencia del Servicio Nacional del Esparto, cabrón, cabrón y cabrón.
—Cuando hayas acabado, me la traes a mi casa para que la firme. ¿Está claro?
—Sí —pedazo de cabrón.
Y se fue.
Curro se marchó tras él sin atreverse a decir nada, y me quedé a solas con Filo y con su denuncia, un impreso que había visto rellenar un montón de veces y que de lejos parecía muy fácil, pero de cerca no lo era tanto porque, por mucho que girara los rodillos, nunca conseguía situar el papel a la altura exacta de la letra impresa. Al final, me resigné a escribir en un renglón sólo aproximado y fui pulsando las teclas despacio, con mucho cuidado, para no equivocarme, f, u, e, n, s, a, n, t, a, porque esta vez no estaban todas juntas. Sonsoles sólo me había enseñado a hacer planas, pero ni todas las cuartillas rellenas de qwer y poiu que había rellenado en un mes y medio juntas, me ayudaron a escribir el nombre de mi pueblo como si disparara con un simple fusil.
—¿Y tú estás dando clases de máquina?
Estaba tan concentrado en encontrar las teclas y pulsarlas sin confundirme, tan aterrado por la posibilidad de estropear el impreso y tener que ir a casa de Sanchís a pedirle otro, que ni siquiera me había dado cuenta de que Filo se había levantado y se había acercado a la puerta del calabozo para mirarme.
—Sí —dije, levantando las manos del teclado para no correr el riesgo de escribir una letra equivocada sin querer.
—¿Con quién? —la expresión de incredulidad de su cara no impedía que su voz fuera dulce—. ¿Con Mediamujer?
—Sí, con ella.
—Pues no adelantas mucho, por lo que veo —me sonrió, y yo le devolví la sonrisa, y fue como si ella me diera las gracias por haberme levantado antes, y como si yo sintiera que sólo por eso había valido la pena.
—Bueno, es que todavía no hemos empezado en serio, me parece, porque llevo casi mes y medio, pero sólo hago planas.
—¿En mes y medio?
—Sí —y mi confirmación acentuó el arco atónito de sus cejas—. Por cierto, Filo, ¿cuál es tu segundo apellido?
—Martín. Pero así no vas a escribir a máquina en tu vida, Nino.
La miré y me pareció que estaba hablando en serio, y eso quería decir bastante, porque Filo sabía muchas cosas, y madre decía que hacía cuentas de cabeza, sumas, restas, multiplicaciones y hasta reglas de tres en un periquete.
—¿Tú sabes? —le pregunté.
—Más o menos. Empecé un poco cuando Elena, la amiga de mi madre, se vino a vivir a casa. Ella trajo una máquina, pero el año pasado tuvimos que empeñarla, porque como heló en primavera, se nos echó todo a perder, y no hemos podido rescatarla todavía, así que…
En ese momento escuchamos el ruido asimétrico, inconfundible, de los pasos de Pastora, la pisada leve a la que sucedía siempre la pesada huella de su tacón ortopédico como en el ritmo de una canción mal cantada, una alerta involuntaria que animó mis dedos sobre el teclado mientras Filo se apartaba de la puerta para ir a sentarse en el banco de su celda.
—¿Has terminado ya? —me preguntó desde la puerta.
—No, pero me falta poco —mentí, y ella asintió con la cabeza antes de dirigirse a la detenida.
—Toma —le tendió un paquete envuelto en papel de periódico—. Me he encontrado por la calle con tu hermana Paula, que venía a traerte esto.
Era un bocadillo de panceta, y olía muy bien, pero la Rubia retuvo a la mujer del sargento antes de darle el primer mordisco.
—Oye una cosa, Pastora… ¿Y el rollo? ¿Sabes lo que ha hecho tu marido con él?
—No te molestes, Filo —Pastora sonrió con suficiencia mientras seguía andando hacia la puerta—. Mi marido no es de ésos.
Yo ya lo había oído contar, se rumoreaba de Izquierdo, sobre todo, aunque Paquito me había asegurado que Carmona también lo hacía, su padre no, decía él, ni el mío. Nuestros padres entregaban el rollo en la oficina del Esparto, que era lo que había que hacer, pero ellos dos le revendían la pleita que hubieran requisado a su propietario original, a cambio de la mitad del dinero que consiguiera sacar por ella. Yo no me lo había creído, porque a Paquito le gustaba hacerse el enterado conmigo, presumir de que sus padres hablaban de todo delante de él, y no como los míos, que andaban siempre a vueltas con la ropa tendida y dándose golpecitos en los labios con el dedo índice cuando nosotros andábamos cerca. Estaba seguro de que se inventaba la mitad de las cosas sólo por farolear, pero acababa de descubrir que aquella era verdad, una verdad que arrojaba tanta vergüenza sobre la vergüenza, que no medí unas palabras que no debería haber dicho jamás.
—¿Quieres que lo busque yo, Filo? ¿Quieres que mire…?
—¿Tú? —y al mirarla, vi en sus ojos más miedo que sorpresa—. ¿Pero cómo vas a hacer tú…? ¡Anda, anda, termina de una vez, que a este paso vamos a dormir los dos aquí!
No entendí del todo si se refería a la lentitud de mi trabajo o a la naturalidad con la que le había propuesto algo que, y sólo entonces me di cuenta, era un delito, y me puse tan colorado como si hubiera metido la pata, como si me hubieran descubierto infringiendo una ley sagrada, como si yo, sólo por ser hijo de un guardia civil, no pudiera opinar sobre lo que era justo y lo que era injusto, lo que estaba bien y lo que estaba mal, lo que estaba aprendiendo en los libros porque la realidad se negaba a enseñármelo. No quería pensar en eso, y así terminé de rellenar la denuncia antes de lo que pensaba.
—Voy a llevársela a ése… —le dije a Filo—. Ahora vuelvo.
Ella asintió con la cabeza y salí corriendo sólo para tropezarme en la puerta con la barriga de Michelín, que acababa de enterarse de que tenía una prisionera porque se lo había contado Romero, que estaba de guardia. Ya habían dado las siete, y eso significaba que el sargento había terminado ya su jornada, pero no me atreví a dejar la denuncia en la oficina para que la firmara al día siguiente.
Me acerqué a su casa muy despacio, meditando sobre la mejor manera de abordarle. Tenía pensado anunciarme con los nudillos en la puerta, pero la encontré entreabierta, y no chirrió cuando la empujé. Nunca había pasado más allá del zaguán, un pasillo estrecho y diminuto, pero allí no había nadie. Sanchís y Pastora estaban al otro lado de la cortina que ella misma había confeccionado atando tapones de botellas de todos los colores, unos planos y otros de canto, en unos cordeles blancos. Era muy bonita, mucho más que la que teníamos en casa. Madre, que había comprado en una tienda aquellas hileras de tubos de pasta marrón que parecían macarrones quemados, decía que ella no tenía tiempo para perderlo en trabajos manuales y que el caso era que no entraran moscas en la cocina, pero aquella tarde, cuando vi a Sanchís, y vi a Pastora, y vi lo que estaban haciendo, pensé que todo era justo, que era lógico, aunque sólo fuera porque en cualquier otro lugar aquella escena sería diferente, y al otro lado de una cortina como la nuestra, yo nunca habría tenido la sensación de que un enjambre de hadas pequeñas, graciosas, transparentes, estuviera a punto de posarse sobre mi cabeza.
Lo que vi parecía un espejismo dentro de otro espejismo, pero no lo era. Un viento suave, cómplice, mecía las tiras para que aquellas medallas baratas de metal pintado brillaran a la luz de un sol exhausto como monedas preciosas de oro de colores, destellos amarillos, naranjas, rojos, blancos, que tintineaban con la delicadeza de una orquesta de campanillas. No eran más que chapas, tapones de cerveza, de limonada, de gaseosa, pero en aquel momento resplandecían como las joyas de un mundo oculto, un paraíso secreto en el que yo me hubiera colado por azar y sin permiso. Eso sentí cuando les vi entre los reflejos dorados de aquella ondulante marea de hojalata, él sentado en un escabel, ella enfrente, en una silla alta. Pastora estaba descalza y en sus dos pies, el sano y el enfermo, el blanco de las bolitas de algodón que separaban los dedos contrastaba con el rojo furioso del esmalte con el que su marido le pintaba las uñas. Eso era lo que estaban haciendo. Entonces pensé por segunda vez en el mismo día que estaba viendo algo que no podía ser cierto, y sin embargo, y aunque el protagonista de las dos escenas imposibles fuera el mismo hombre, esa imagen no me produjo miedo, sino calor, y más allá del asombro, una extraña alegría, un júbilo fronterizo con un placer que pude sentir, pero no entender.
En Fuensanta de Martos las mujeres no se pintaban las uñas de los pies. Las de las manos, sólo para las grandes ocasiones y siempre de colores claros, nacarados, propios de señoras decentes. Quizás por eso, las chicas solteras eran más atrevidas. Mi hermana Dulce iba cada dos por tres con sus amigas a la droguería con unos frasquitos vacíos y muy bien lavados, para eliminar hasta el último rastro del jarabe que habían contenido en origen, y los rellenaba con veinte céntimos de pintura rosa, pálida o chillona, según el humor del que estuviera, que escondía en su armario al volver a casa. Pero no lo hacía porque madre le prohibiera pintarse las uñas, que eso no le parecía mal aunque cuando empezó tuviera sólo doce años, sino porque luego, para hacerse el pincel, tenía que arrancar un manojillo de cerdas del cepillo de la ropa, que ya tenía más calvas que una compañía de veteranos. De eso se quejaba madre al regañarla, pero después, cuando se acercaban las fiestas, ella también usaba los pinceles que mi hermana y sus amigas apañaban con un palito y un poco de alambre.
En septiembre, para las fiestas del pueblo, don Justino contrataba todos los años a la misma orquesta de Jaén, y su cantante sí llevaba las uñas de las manos pintadas de rojo. Yo me había fijado porque don Bartolomé, el párroco, solía dedicar el sermón de ese domingo a las argucias del diablo, que corrompía a las muchachas inocentes con la falsa tentación de una belleza que los maquillajes y la ropa ceñida, en su muy desautorizada opinión, arruinaban en lugar de fomentar. Todos sabíamos que estaba censurando por anticipado a la cantante de la orquesta, y por eso nos regodeábamos luego en mirarla bien, estudiándola de arriba abajo, pero ni aun advertidos como estábamos de que aquella rubia teñida se había dejado seducir por el diablo, la habíamos visto nunca con las uñas de los pies pintadas de rojo.
El rojo, en los labios, en las uñas, en la ropa, era el color de las putas, y por eso, cuando vino Eva Perón, un año antes, mi madre y sus amigas se fijaron en sus uñas largas y oscuras, y dijeron que bien claro estaba. Sin embargo, lo que estaba sucediendo al otro lado de la cortina, en la cocina de la casa de Sanchís, no tenía nada que ver con el pecado, ni con el diablo, ni con los sermones de don Bartolomé, ni con el pasado de Eva Perón. Era algo distinto, y pertenecía a un mundo distinto, desconocido, ajeno al mío, ese mundo en el que nunca había visto ningún color en las uñas del pie sano que Pastora enseñaba en verano, cuando se ponía una sola sandalia. Si alguien me hubiera contado que un hombre de mi pueblo hacía lo que estaba haciendo Miguel Sanchís delante de mí, habría pensado que era marica. Si alguien me hubiera contado que una mujer de mi pueblo se dejaba hacer lo que se estaba dejando hacer Pastora delante de mí, habría pensado que era una puta. Pero Sanchís le estaba pintando las uñas de los pies a su mujer, y nada era lo que parecía, sino más bien lo contrario, la expresión de una armonía perfecta, cargada de dulzura, de sentido.
Él se echó un momento hacia atrás para ver el efecto de su trabajo, y se dio una palmada en la rodilla para que ella volviera a pisarla con su pie deforme, más pequeño que el otro, más torcido que nunca frente a la belleza de su igual, blanco y desnudo. El pincel parecía demasiado frágil, demasiado dificultoso entre los toscos y grandes dedos del hombre, pero Sanchís sabía usarlo, y repasó de rojo cada una de las uñas que crecían al borde de unos dedos torturados, encogidos y raquíticos, con una rapidez, una precisión asombrosas. Cuando terminó, cogió aquel pie entre sus manos y lo besó en el empeine, una, dos, tres veces, para que Pastora sonriera y dejara caer su cabeza hacia atrás, descubriéndome por fin.
—Hola —dije yo, anticipándome a cualquier pregunta.
El sargento volvió la cabeza para mirarme, y por un instante, vi a un hombre al que no había visto nunca, ni siquiera aquella noche de verbena en la que se besó con Pastora delante de todo el mundo, aunque quizás, aquella noche, antes de que sus bocas se fundieran, tenía también esa cara de arcángel que alcancé a contemplar durante un instante, y que sólo había visto en las figuras del retablo de la iglesia de Alcalá la Real. Porque sólo pude compararle con ellas cuando atravesé la cortina que nos separaba para descubrir a un hombre distinto al que conocía desde siempre, un hombre joven, risueño y relajado, iluminado y terso como una estatua antigua de carne y hueso.
—¿Qué haces tú aquí? —escuché su voz, áspera, conocida, y ya era él y no lo era, era él y otro, el de antes, el de siempre.
—He venido a traerle…
Levanté el papel en el aire y movió la cabeza en un gesto furioso.
—Pues te lo vuelves a llevar a la oficina, que pareces tonto, joder… Déjalo allí que ya lo firmaré yo mañana.
Durante un segundo, no me moví. Me quedé quieto, dividido entre el reproche y la nostalgia, sin atreverme a decir que había venido sólo porque él me lo había mandado ni querer renunciar todavía al misterio luminoso y caliente de aquella cocina.
—Vamos, lárgate ya, que pareces memo… ¿A qué estás esperando?
Crucé el patio muy despacio, abrumado por la escena que acababa de contemplar, aquel prodigio al que no sabía ponerle un nombre y que desmentía todas las cosas que yo creía saber sobre Miguel Sanchís, todas las que había aprendido y podía recordar, aunque fueran tan verdaderas como aquella insospechada sutileza. Al llegar a la oficina, me encontré la puerta del calabozo abierta. Romero me contó que el teniente había soltado a Filo, y me pregunté qué clase de hombre sería capaz de hacerle a dos mujeres cosas tan distintas como las que había hecho Sanchís en una sola tarde pero, por más que busqué en mi memoria, y en los personajes de todos los libros que había leído, todas las películas que había visto, todas las historias que me habían contado, no logré encontrar ninguna respuesta para aquel enigma, y al día siguiente, como de costumbre, los pequeños acontecimientos de la rutina cotidiana se impusieron a aquella enormidad que por una vez no era deforme, no era dolorosa, no era sangrienta, sino una extraña, misteriosa formulación de la belleza.
Lo que yo viví como un regalo de la suerte, un privilegio caprichosamente otorgado por el azar, intensificó la animadversión que Sanchís mostraba hacia mí desde la noche en que le interrumpí golpeando la pared con la mano. Hasta entonces, me miraba mal. A partir de aquel día, como si pudiera perdonarme antes mi condición de testigo de su brutalidad que mi intromisión en la extravagante intimidad que ocultaba a los ojos de todos, me miró peor, y aunque no le había contado nada a nadie, porque ni siquiera habría sabido escoger las palabras precisas para hacerlo, procuré esquivarle mientras mi vida seguía igual que antes, la escuela, los amigos, las clases con Sonsoles y mi devoción por Pepe el Portugués. Sin embargo, me costó trabajo olvidar las uñas de Pastora. Quizás no lo habría logrado si aquella primavera no hubiera traído hasta mi vida un suceso auténticamente grande, casi del tamaño de los que solían suceder en las vidas de los demás.
—Oye, Pepe…
A finales de marzo, la imprenta del monte seguía funcionando, aunque no habían vuelto a hacer un folleto, sino unas octavillas que circulaban en tales cantidades que hasta Miguel había conseguido una, pero los guardias ya no sabían dónde buscarla, y así, el Portugués pudo enseñarme por fin un recodo del río donde había tantos cangrejos que bastaba con hundir un cazamariposas en el agua para sacarlo lleno hasta arriba.
—Dime…
Luego los metíamos en una cesta con tapa y los llevábamos al molino. Él los cocía en agua con sal, una cebolla, una hoja de laurel y unos granos de pimienta, y nos los comíamos enseguida, la cabeza primero, después la cola de carne dura, apretada y caliente, exquisita.
—Si tú estuvieras loco por una mujer, pero mucho mucho, muchísimo, enamorado como en las películas… —sólo entonces, al sentir la necesidad de hacer en voz alta aquella pregunta, empecé a entenderlo, pero él, pendiente de tapar bien la cacerola para que no se le escapara ningún cangrejo vivo, asintió sin mirarme—. ¿Tú le pintarías las uñas de los pies?
—¿Yo? —y menos mal que el agua ya había empezado a hervir, porque se dio la vuelta con la tapa en la mano para mirarme con ojos de alucinado—. ¡Pero qué dices! ¿Cómo iba a hacer yo una cosa así? ¡Ni que fuera maricón!
—Ya —no esperaba otra respuesta, pero me quedé pensando igual—. Porque tú crees que una cosa así sólo puede hacerla un maricón.
—Pues claro. Hay que ver, Nino, qué cosas tienes…
Estaba equivocado. Yo sabía que por una vez estaba equivocado, pero tampoco lograba entender cómo, si Sanchís estaba tan enamorado de Pastora que le pintaba de rojo las uñas de aquel pie encogido y deforme, podía divertirse amenazando a otras mujeres con violarlas. Si yo había entendido bien, el pincel que Sanchís sostenía en la mano era una especie de garantía de amor incondicional, una manera de decirle a Pastora que no le importaba que fuera coja y aún más, que le gustaba su pie torcido. Pero a lo mejor yo no había entendido bien, a lo mejor no había entendido nada. A lo mejor, madre tenía razón, y él era solamente un atravesado, un tío siniestro que hacía cosas raras. Eso cuadraba mejor con lo que sabía de él, con su estilo, con sus aficiones, con esa manera suya de retorcer los labios al sonreír, y por eso, y aunque estaba seguro de que maricón no era, no lo dije, ni volví a sacar el tema mientras los dos nos hartábamos de cangrejos.
—Parece que hoy nos hemos pasado de listos, ¿no? —cuando nos rendimos, quedaban en la fuente casi tantos como los que nos habíamos comido—. Espera, que te voy a dar un cacharro para que se los lleves a tu madre. Después de este atracón, no voy a volver a probar los cangrejos en una semana.
Le entendí muy bien, sumido como estaba en los efectos de la misma saciedad, un placer equívoco, a medio camino entre la intoxicación y la felicidad, pero cuando metió los que sobraban dentro de una tartera de aluminio, añadió algo que se me escapó.
—Pero tráemela al cruce pasado mañana, ¿eh? Que no tengo más que esta y me viene muy bien cuando no puedo venir a casa a comer.
—¿Al cruce? —le pregunté—. ¿Y por qué vamos a ir…?
Al ver la cara con la que me miraba, renuncié a terminar una pregunta que se quedó sin respuesta.
—¡Ah! ¿Pero no te ha dicho nada tu padre?
—¿De qué?
—No, no… Mejor que te lo cuente él.
En el camino de vuelta me encontré con Sanchís, que al verme se cabreó, y dijo que si el cretino del Portugués me hubiera dado a mí la miel que tenía encargada, él habría podido ahorrarse la cuesta. Quitando lo de cretino, en lo demás tenía razón, pero yo ni se la di ni se la quité, demasiado ocupado en calcular qué tendría que hacer yo con Pepe dos días después, en el cruce donde la carretera vieja cortaba una cañada muy antigua, a la que don Eusebio, y sólo él, llamaba la calzada romana.
Aquel camino, que no conducía más que a unos cuantos cortijos diseminados por la falda del monte, era la frontera tácita entre el territorio de sus hombres y los dominios del llano, un paraje peligroso al que yo, por supuesto, tenía prohibido acercarme. Quizás por eso el Portugués iba a venir conmigo, pero seguía sin saber adónde, y sin embargo, mientras bajaba la cuesta, mi preocupación inicial se fue disolviendo a favor del risueño optimismo de todos esos excelentes muchachos que se embarcaban con rumbo desconocido hacia la aventura más extraordinaria de sus vidas, mientras yo envidiaba, página a página, desde la inmóvil ansiedad de mi cama, la travesía accidentada, erizada de peligros, que ni ellos mismos serían capaces de creer que habían vivido cuando retornaran a la plácida seguridad de sus hogares.
Y así, como si el mar llegara a Fuensanta de Martos, llegué yo a la casa cuartel aquella tarde.
* * *
En el cortijo de las Rubias vivían seis mujeres y tres niños.
Catalina, alta y corpulenta, con un esqueleto concebido para sostener unas carnes que ya no conservaba, había tenido nueve hijos, aunque uno, el más pequeño, había muerto antes de llegar a adulto. En el pueblo contaban que de joven había sido muy guapa, más que cualquiera de sus hijas, y aún era posible adivinarlo al contemplar su rostro anguloso, de nariz elegante y ojos almendrados, sumidos sin embargo entre los pliegues de una piel quebradiza, seca como el cartón, arruinada por el tiempo y la indiferencia con la que miraba todas las cosas. Esa expresión de desdén, en la que no siempre había tanta fatiga como arrogancia, la hacía más vieja que el pelo cano, desgreñado alrededor de un moño que le salía distinto cada día, un garabato mal hecho que se venía abajo sin ayuda de nadie en los tormentosos estallidos de furia que la sacudían como un rayo, desde la cabeza hasta los pies. Catalina tenía muy mal carácter, pero sólo cuando empeoraba aparentaba su verdadera edad, cincuenta años escasos, al precio de parecerse a las brujas que venían dibujadas en los cuentos.
De sus hijas, Paula, la mediana, era la que más se le parecía. Hosca y callada, perpetuamente absorta en sus asuntos, era muy orgullosa, casi altiva, y la única que había heredado de su madre la capacidad de abandonarse a la cólera por completo, aunque sus estallidos fueran más breves. Catalina, la mayor, a la que llamaban Chica, era más tranquila, a ratos hasta dulce, quizás porque pasaba mucho tiempo con su novio, que había nacido en la capital y trabajaba en Martos, en unas condiciones muy distintas al opresivo ambiente de aquel cortijo alzado en pie de guerra contra el mundo que Filomena reflejaba mejor que ninguna, aunque su rabia era más limpia, más sincera, más inocente en definitiva, tal vez porque no reaccionaba tanto a las cosas que había vivido como a las que le habían contado.
—A mí, la vida me ha pegado mucho.
Eso decía Catalina para justificarse, y era verdad, aunque en Fuensanta había otras que estaban peor. Su primogénito había sido uno de los últimos muertos del frente, su marido, uno de los primeros fusilados de la posguerra, y antes de que acabara el mes de abril de 1939, como si todavía no hubiera tenido bastante, su hijo Nicolás, que durante diez años se había criado tan sano como sus ocho hermanos, se le murió en los brazos entre convulsiones de una fiebre altísima, mientras ella lo llevaba por el pueblo de puerta en puerta, suplicando una ayuda que nadie quiso prestarle. En cincuenta días, Catalina la Rubia vivió una tragedia que muchas personas no acumulan en una vida entera, y esos cincuenta días la arrasaron por dentro y por fuera, la convirtieron en una roca de granito, un bloque de metal, una piedra distinta de la mujer que había sido hasta entonces. Nunca pudo olvidar aquellas casas cerradas a la agonía de su hijo, nunca quiso olvidar aquellas puertas que no cedieron al dolor de un niño ni a la desesperación de su madre, y nunca, ni por un instante, olvidó a Nicolás expirando en la calle cuando ella se derrumbó, cuando ya no supo qué hacer, adonde ir, a quién acudir, cuando ya lo había intentado todo, el médico, el boticario, el alcalde, el párroco, el veterinario, y se sentó en la plaza para mecerle como cuando era un bebé, para abrazarle, y cantarle, y acariciarle, y llorar con él, por él, hasta que sus hijas fueron a buscarla y le arrebataron de los brazos el cuerpo ya templado de su hermano muerto, al que su madre seguía meriendo, y cantando, y acariciando, y por el que nunca podría ni querría dejar de llorar.
No había cuartel. Eso fue lo que Catalina aprendió aquel día, que no había cuartel. En Fuensanta de Martos, en la Sierra Sur, en la provincia de Jaén, en toda Andalucía, en España entera no había piedad, no había esperanza ni futuro para una mujer como ella. Sin embargo, conservaba a sus tres hijas y le vivían cuatro varones más, desperdigados por el mundo, eso sí, uno en México, otro en Argelia, y otros dos, los más jóvenes, en Francia, adonde llegaron después de haber vivido en el monte una buena temporada.
—A mi Francisco lo sacaron en abril del año pasado, y a mi Anselmo en julio, una semana antes de lo de Valdepeñas —y entonces, sólo entonces, sonreía—. A ésos ya no los cogen, no señor.
Nunca decía quién los había sacado, pero de vez en cuando, por el mismo misterioso conducto sin nombre, recibía carta de uno o de otro, a este o al otro lado del mar, y el buen humor le duraba varios días, aunque a veces daba la impresión de que la salud o la prosperidad de sus hijos no la alegraban tanto en sí mismas como por la victoria que entrañaban para una mujer que tampoco estaría jamás dispuesta a dar cuartel. Porque no era que Catalina siguiera siendo roja, sino que ahora era más roja que antes, más roja que nunca, roja de verdad, tanto como Cuelloduro, o más. Rojo había sido Lucas, su marido, y rojo Blas, el hijo que había perdido cuando su muerte ya no iba a servir de nada, roja era Manoli, la otra viuda, que al salir de la cárcel de Sevilla se fue a vivir al cortijo de su suegra con dos niños de mi edad que ya eran rojos, como los hijos de su tío Bernardo, rojos en México, como la hija de su tío Lucas, roja en Orán, como los hijos que tendrían sus tíos de Toulouse, rojos también, todos rojos perdidos por más que siempre les hubieran llamado los Rubios, haciendo un mote de su apellido.
—¿Y usted? —le pregunté a doña Elena cuando creí que tenía la confianza suficiente para hacerlo—. ¿Usted también es roja?
Ella se echó a reír y movió la cabeza antes de contestarme.
—Por supuesto que no, Nino, ¿cómo puedes pensar eso? —y su risa se deshizo en una sonrisa tierna, melancólica—. En la España del Caudillo ya no hay rojos, ¿es que no te has enterado?
—Pero Catalina…
—Catalina nada. Catalina es una patriota y una buena española, católica, apostólica y romana, como todo el mundo. ¡Pues no faltaría más!
Entonces me di cuenta de que doña Elena también era roja, aunque no se pareciera a las Rubias en ninguna otra cosa.
Para empezar, ella ni siquiera era andaluza. Había nacido en Salamanca, porque su padre, asturiano, era catedrático de Fisiología en esa universidad. Ella estudió Magisterio mientras tonteaba con uno de sus ayudantes, un sevillano que le hacía mucha gracia. Le hizo tanta que se hicieron novios, y se casaron cuando él consiguió una plaza en Carmona, donde ella también trabajó como maestra en dos etapas, antes de tener a sus hijas y mucho después, cuando las niñas ya habían crecido. La mayor no quiso hacer el bachiller, la pequeña sí, y al empezar el curso 1935/36, se fue a Madrid a estudiar Bellas Artes en contra de la opinión de su madre pero con todas las bendiciones de su padre, que sentía debilidad por aquella muchacha rebelde y modernísima, tan diferente de su primogénita, que se había empeñado en casarse por la Iglesia antes de cumplir veinte años. Su marido era un primo segundo de la rama asturiana, formal, católico y tan reaccionario que un par de días después de la boda dejó de hablarse con su suegro, con quien había tenido una bronca monumental a propósito de Darwin, los monos y el libro del Génesis.
Cuando la sublevación militar partió España en dos mitades, las opiniones científicas que el marido de doña Elena había sostenido en el casino durante toda su vida con apasionado ardor, le llevaron directamente, por ateo, a la cárcel de Carmona, en la que ingresó con la cabeza muy alta y casi de buen humor, convencido de que aquello iba a durar un par de días. Ella se quedó sola, incomunicada con su hija pequeña, que se lo pasaba tan bien de vacaciones en Madrid que había ido retrasando su vuelta hasta el primer día de agosto, y con la mayor, que estaba en Oviedo, la única ciudad asturiana que había caído en manos de los rebeldes, y cuyo cerco la mantenía aislada del resto de la zona de Franco. Cuando por fin recibió una carta suya, encabezada por el mismo ¡Arriba España! que mantenía a su padre en prisión, casi lo lamentó, porque eso significaba que era verdad que había caído el Frente Norte. Su marido seguía estando bien. Era un hombre fuerte, optimista, que irradiaba una benéfica serenidad sobre sus compañeros, a los que curaba cuando enfermaban a base de remedios caseros que ella hacía según sus instrucciones y dejaba todos los días a su nombre en la puerta de la cárcel. Así fue hasta el final de la guerra. El día que cayó Madrid, doña Elena no pudo verle, pero cuarenta y ocho horas después encontró a un hombre distinto, que ya no tenía fuerzas para sonreír y escogió un tono sospechoso, de puro solemne, para preguntarle si estaba segura de saber cuánto, cómo la había querido. Dos semanas más tarde, sin ningún síntoma, ninguna causa aparente, murió de madrugada. Aquella noche, antes de que apagaran las luces, se lo avisó a sus compañeros de celda, creo que voy a morirme, y todos le rodearon, le acompañaron, le secaron el sudor, le dieron ánimos, pero no pudieron hacer nada por él.
Tu padre se ha muerto de pena, escribió doña Elena a su hija mayor, que parece una muerte tonta, pero es la peor de todas, y ella le contestó que sólo podían esperar que Dios, en su infinita misericordia, se apiadara de su alma errada y pecadora. Aquella respuesta le pareció tan cruel que se dijo que no iba a volver a escribirle una carta nunca más, pero lo hizo enseguida, porque todas sus gestiones para localizar a su hija pequeña fueron infructuosas, y pensó que su hermana, mucho mejor situada para pedir favores, tendría más suerte. La que tuvo se agotó al localizar en un hospicio del Auxilio Social a una niña de dos años que se llamaba Elena González Manzano, aunque en su partida de nacimiento, que todavía no habían tenido tiempo de reescribir, seguía constando que era hija legítima del matrimonio formado por Felipe Ballesteros Sánchez, artillero de la IV Brigada Mixta, y Marina González Manzano, dibujante afiliada al sindicato de Artes Gráficas de UGT. De su madre no lograron averiguar nada, aparte de que la niña había llegado al Hospicio desde una guardería de la JSU donde se ocupaban de los huérfanos que dejaban los bombardeos. Cuando doña Elena fue a Madrid a recogerla, intentó averiguar el paradero de aquel yerno a quien nunca conocería, pero le dijeron que sólo informaban a los parientes. En ese momento, pensó que su marido había hecho bien en morirse y que más le valdría a ella hacer lo mismo, pero cogió a la niña en brazos, se volvió a Carmona y enseguida se alegró de haber sobrevivido.
Durante casi dos años, su nieta fue su única familia y un bien capaz de compensarla por todo lo que había perdido, pero en el invierno de 1941, una de las amigas que había hecho en la cola de la cárcel, le habló de la angustiosa situación de una presa de Sevilla que estaba viuda y había ingresado con sus dos hijos. Cuando la cogieron, el menor todavía mamaba y el otro tenía tres años. Ahora, y aunque ella siempre había contado con poder conservar al pequeño también hasta los cinco, habían decidido quitarle a los dos, y su hermano le acababa de contestar por carta que él, desde luego, no podía ir a recogerlos. Doña Elena, que iba tirando porque todavía le quedaban cosas que vender, no se lo pensó. Se hizo cargo de los niños y los tuvo en su casa más de veinte días, hasta que Catalina la Rubia recibió una carta de su nuera, consiguió dinero para el viaje y llegó por fin a Carmona.
Allí, por alguna razón que yo nunca alcanzaría a entender, porque desbordaba todos los límites conocidos de la solidaridad y de la gratitud, se hicieron amigas íntimas. En septiembre, Catalina volvió con sus nietos a casa de doña Elena y ella le acompañó a Sevilla el día de la Merced, el único del año en el que los niños podían entrar en las cárceles a ver a sus madres. En Carmona aún hacía tanto calor que, al despedirse, Catalina invitó a su amiga a pasar el verano siguiente en Fuensanta de Martos, donde el aire de la sierra refrescaba todas las noches. A doña Elena le gustó mucho el cortijo y volvió todos los veranos, hasta que en 1945 soltaron a Manoli, que antes de caer presa nunca se había interesado por la política que absorbía por completo a su marido. Blas el Rubio había participado en el asalto al cuartel donde los guardias civiles y los falangistas de Fuensanta se sublevaron sin éxito el 18 de julio de 1936 y, durante una semana escasa, la que transcurrió antes de que decidiera alistarse en las Milicias con tres de sus cuatro hermanos, fue el presidente del comité que tomó el poder en el pueblo después de ejecutar a los cabecillas de la sublevación. En otoño, ese mismo comité decidió ofrecer a Manoli el puesto que su cuñado Anselmo dejó libre al alistarse también, como un gesto de cortesía hacia una de las familias que más estaba arriesgando en defensa de la República, una deferencia que al final de la guerra le costó una pena de muerte, conmutada más tarde por veinte años de cárcel que la redención por el trabajo, docenas de mantelerías y juegos de sábanas bordados a mano para el ajuar de las señoritas sevillanas, dejó en seis.
Al volver a Fuensanta, Manoli, una chica de aspecto insignificante, baja, menuda, que cuando se fue del pueblo tenía un carácter tan apacible que la distanciaba de sus cuñadas tanto o más que su físico, demostró que había salido de la cárcel convertida en una Rubia más. A la luz del día, delante de todos, fue derecha a casa de su hermano, escupió en la puerta, y se instaló en el cortijo de su suegra, con sus hijos. Doña Elena y su nieta llegaron con ella y se quedaron allí también, como si fueran de la familia. Cuando yo las conocí, ya lo eran. Elenita tenía un acento cortijero tan cerrado como el de los hijos de Manoli. Blas y Pedrito la trataban como si fueran sus primos, y enseguida los tres empezaron a esquivarme con el mismo ahínco.
Aquella situación, incomprensible para muchos de los habitantes del pueblo, era una fuente constante de chismes y murmuraciones, casi nunca inocentes. Algunos decían que doña Elena era rica y que Catalina la tenía en su casa para servirla como criada, con la intención de heredar algún día. Otros contaban la historia al revés, convencidos de que la Rubia le estaba sacando poco a poco a su huésped el dinero que le quedaba a cambio de alojarla en su cortijo. Por supuesto, había versiones más retorcidas, que especulaban con la hipótesis de que ambas fueran lesbianas o con la posibilidad de que alguno de los hijos fugitivos de Catalina fuera el padre de Elenita. Nadie regala nada, decían, nadie da algo a cambio de nada, y tenían razón pero no la tenían, porque doña Elena no le pagaba alquiler a Catalina, pero Catalina disponía del poco dinero que le quedaba a doña Elena. Ninguna de las dos cobraba pensión y las dos trabajaban lo mismo, muchísimo, aunque la viuda del médico, las manos ásperas, callosas de hacer pleita, conservaba trazas de una vida distinta, la memoria de un antiguo bienestar.
—Es que la gente, ahora, no entiende esas cosas —Pepe el Portugués me fue contando esta historia mientras me acompañaba al cortijo—. Antes sí, antes, cuando la República, lo entendía todo el mundo, porque había huelgas, cajas de resistencia y sindicatos que prestaban dinero sin interés, que socorrían a las viudas y construían colegios para los huérfanos, pero ahora… Es como si aquello nunca hubiera pasado, como si nadie se acordara de nada, y por eso… Ahora nadie está dispuesto a dar nada por nadie, y ya ves, estas dos mujeres, que lo único que hacen es ayudarse, hacerse compañía la una a la otra, intentar sacar el cortijo adelante para criar a sus nietos lo mejor posible, y lo que va diciendo la gente…
Aquella tarde yo había llegado al cruce antes que él, tan nervioso que sólo al verle me di cuenta de que me había dejado la tartera de aluminio encima de la mesa de la cocina.
—No importa —él estaba tranquilo, sonriente y de buen humor—. Luego bajo contigo y la recojo.
—Sí —dije yo, por decir algo—, mejor… Porque…
Entonces, alertado por el temblor de mi voz, me cogió de los hombros para mirarme mejor.
—¿Qué te pasa? —y volvió a sonreír—. No me digas que tienes miedo.
—Un poco —admití.
—¿De qué? —no fui capaz de explicárselo, pero él lo entendió—. ¡Vamos, Nino! Sólo son unas pobres mujeres, ninguna te va a comer, te lo garantizo…
Entonces, para tranquilizarme, me contó quién era doña Elena y por qué vivía con Catalina, pero yo seguí estando nervioso, y tan asustado como un soldado que penetra en campo enemigo.
—¡Pero, Antonino, por Dios!
Dos días antes, cuando llegué a mi casa con los cangrejos, padre ya me estaba esperando en la cocina, pero no quiso explicarme los motivos de la cita que me había anunciado el Portugués hasta que mis hermanas estuvieran acostadas, y al escuchar su susurro, entrecortado y sigiloso como el de quien transmite un terrible secreto, su mujer se llevó las manos a la cabeza.
—Desde luego, no te entiendo —y no quiso bajar la voz para expresar mejor su escándalo—. Ni que fuera…
—Será lo que yo diga —mi padre se puso serio—. Hazme caso, Mercedes, y no me des consejos.
Así sólo consiguieron que empezara a ponerme nervioso yo, tanto que cuando madre se lanzó a hablar, a contarme que se había encontrado por casualidad con Filo por la calle, que le había dicho que iba a recoger unas madejas de lana que le había encargado a la Piriñaca, que como ella también tenía que ir a la tienda habían hecho el camino juntas, que entonces Filo le había contado que coincidió conmigo en la oficina el día que la detuvieron, que allí se había dado cuenta de que mis clases no iban bien, y que ya se imaginaba ella que Mediamujer no tenía ni idea porque mi propio padre se lo había contado, que me oía cuando estaba de guardia y le parecía que seguía escribiendo demasiado despacio para el tiempo que llevaba, y que esto, y que lo otro, y que lo de más allá, estuve a punto de zarandearla para pedirle que fuera al grano de una vez.
—No se puede enterar nadie, Nino —mi padre fue más directo—, porque, entre otras cosas, no quiero que el teniente se ofenda. Eso no estaría bien. El sólo pretendía hacernos un favor, ya lo sabes, tenía la mejor intención del mundo, pero… —y cuando parecía que se estaba empezando a contagiar de la verborrea de su mujer, por fin me dijo algo que yo no sabía—. Le he dicho que vas a dejar la máquina, que no vales para eso, que estás cansado, en fin…
—¡Qué bien! —proclamé, y me puse tan contento al pensar que iba a recuperar mis viejas tardes libres, que no me paré a pensar qué pintaba el larguísimo prólogo de mi madre en mi flamante liberación.
—No —él me desanimó enseguida—, no vas a dejar de dar clase. No quiero que lo dejes, porque me parece importante, muy bueno para ti, para tu porvenir, ya te lo dije en enero. Es sólo que… Vas a cambiar de profesora.
—¿Filo?
—No, Filo no, pero… Una por el estilo —y se llevó la mano a la frente para pasearla después por toda su cabeza, como si quisiera enseñarme cuánto trabajo le había costado tomar aquella decisión—. Yo no puedo hacer otra cosa, hijo. No tengo dinero para pagarte una academia, ya lo sabes, y… Tienes que ser responsable, Nino, tienes que prometerme que no hablarás de esto con nadie, ni siquiera con Paquito, ni con tus amigos, prométemelo.
—Lo prometo —y lo hice sin saber a qué me estaba comprometiendo.
—Yo soy guardia civil. Y no debería hacer esto, sé que no debería, pero… Es que le he dado muchas vueltas y no se me ocurre qué otra cosa podría hacer. Los pobres no podemos elegir, ya lo sabes. Así que le he contado a Romero, y al teniente, que vas a ir a echarle una mano a Pepe el Portugués para acondicionar una tierra que ha arrendado más allá del cruce, que prefieres trabajar en el campo, ganarte un dinerillo, a estar encerrado en la oficina con Sonsoles, y ellos lo han entendido, claro, el teniente hasta se ha alegrado, creo que le he quitado un peso de encima, pero la verdad… La verdad es que vas a ir al cortijo de las Rubias a aprender a escribir a máquina, Nino.
Entonces me miró, y yo le miré, y lo entendí todo.
—Bueno, ¿y qué? —mi madre intervino cuando ninguno de los dos la esperábamos—. Es un cortijo, como los demás, donde viven personas, como las demás. No pasa nada, creo yo. Dar clases de máquina no es un delito, y recibirlas tampoco, que yo sepa. Los profesores cobran por su trabajo y los alumnos lo pagan, como es natural y lo más normal del mundo, ¿o no?
Madre tenía razón. Era natural y lo más normal del mundo, pero las cosas no siempre son lo que parecen o, al menos, no solían serlo para quienes vivíamos en la casa cuartel de Fuensanta de Martos en 1948. Por eso, antes de acostarme, volví a prometerle a mi padre que no le diría ni una palabra a nadie, y él me lo agradeció.
—Todo esto es culpa mía —dos días después, cuando ya veía el cortijo de Catalina al final del sendero, llegué en voz alta a mis propias conclusiones—. Todo esto pasa porque soy un canijo.
—No digas tonterías, Nino —Pepe el Portugués me regañó con una sonrisa en los labios—. Primero, aquí no pasa nada, y segundo… Tú todavía tienes mucho tiempo para crecer.
Sí, y para acabar trabajando de oficinista en la Diputación, estuve a punto de añadir, pero no le dije nada porque no se lo merecía. Pepe nos había prestado el dinero que las Rubias necesitaban para rescatar la máquina de escribir de doña Elena. Cuando mi padre fue a verle, a contarle cómo estaban las cosas, él no sólo se ofreció a servirme de tapadera, acompañándome al cortijo los primeros días para que cualquiera que pudiera vernos pensara que me estaba guiando hasta el terreno que acababa de arrendar. También le dijo que era una barbaridad que empeñara las cuatro alhajas que tenía mi madre para sacar del monte de piedad lo que las Rubias habían empeñado un año antes. No seas terco, Antonino, insistió, yo te lo presto, tú pagas por adelantado con mi dinero, me lo vas devolviendo poco a poco, como si pagaras las clases del niño, y en seis meses, todos contentos. Parecía que padre nunca iba a acabar de darle las gracias, pero él se encogió de hombros. ¿Por qué?, preguntó después, si yo no tengo gastos. Estoy soltero, vivo solo, así que… Para tenerlo en la cartilla, con la mierda de intereses que pagan, la verdad es que lo mismo me da, y me ahorro los viajes al banco. Por eso, y porque lo que él estaba haciendo por mí se parecía mucho a lo que doña Elena y la Rubia hacían la una por la otra en un pueblo, en una época, en un país en el que nadie hacía nada por nadie, no quise llevarle la contraria mientras recorríamos los últimos metros que nos separaban de la casa donde seis mujeres, una tras otra, fueron saliendo al porche para vernos llegar.
Hasta aquel día, yo las conocía sólo de vista con la única excepción de Filo, con la que ya había hablado algunas veces antes de la tarde que pasamos juntos en el cuartel, porque era la única que bajaba al pueblo a vender huevos y a hacer la compra. Sin embargo, poco después de aquel día, me encontré con Chica por la calle, ella con su novio, yo solo, y me saludó. No me dijo nada más que hola, pero viniendo de cualquiera de ellas, eso era bastante, tanto que no habíamos pasado de ahí. Manoli ni siquiera me miraba cuando venía a recoger a Pedrito a la escuela, y sin embargo, aquella tarde estuvieron mucho más simpáticas conmigo de lo que me habría atrevido a calcular, quizás porque yo estaba en su terreno y no al contrario, quizás porque se alegraban de haber podido recuperar la máquina y de los pequeños ingresos que podía proporcionarles, o quizás, simplemente, porque quien me había llevado hasta allí era Pepe el Portugués.
—¡Hombre, el niño perdido y hallado en el templo! —Catalina se levantó para darle un abrazo nada más verle—. Ya era hora de que vinieras a hacernos una visita, bribón…
—Pero si no tengo tiempo para nada, Rubia, ya lo sabes —y la abrazó con una sonrisa y un gesto zalamero que yo jamás habría pensado que nadie pudiera dirigir a semejante fiera—. Tú, aquí, tienes braceras de sobra, pero yo… Tengo que hacerlo todo solo.
Después, una mujer bajita, que conservaba una sombra de su antigua gordura que la distinguía de las demás, aunque todas estuvieran igual de flacas, se acercó a él para abrazarle en segundo lugar. Yo no sabía quién era, y por eso, y por la pulcritud que la envolvía como una segunda piel, limpia y transparente, la identifiqué enseguida como doña Elena.
—Pues tienes contenta a alguna que yo me sé —le dijo luego, muy sonriente.
—Es que a alguna le gusta mucho hablar —el Portugués también sonrió—, pero no creo que pueda tener queja de nada.
—Tú verás —insistió doña Elena, y las tres hijas de Catalina se echaron a reír al mismo tiempo.
Mientras tanto, yo las miraba, por primera vez juntas y de cerca, con la absoluta impunidad de los seres invisibles, porque nadie parecía haber reparado todavía en que el Portugués no había llegado solo al cortijo.
Las Rubias eran muy parecidas, pero no de la manera en que suelen parecerse los hermanos, porque daba la impresión de que sus padres habían ido ensayando en las dos mayores para triunfar al fin con la pequeña. No podía saber si con los varones pasaba lo mismo porque no había llegado a conocer a ninguno, pero ellas tenían rasgos muy semejantes, los mismos gestos en la cara, las mismas formas en el cuerpo, y sin embargo era imposible confundirlas ni siquiera de lejos. A primera vista, Chica era tan guapa o más que Filo, aunque al mirarla con atención se descubría que en su rostro había algo que fallaba, algo que estaba medio milímetro más arriba o más abajo, más a la izquierda o a la derecha de donde tendría que estar. Su cuerpo tenía las mismas proporciones que el de su madre en cuatro dedos menos de estatura, como una versión achaparrada del que su hermana Paula, la más alta de todas, paseaba sobre unas piernas larguísimas. Ella tenía el mejor tipo de las tres pero también era la menos guapa, porque había heredado la dureza de los rasgos de Catalina sin la dulzura que la templaba en los ojos de sus hermanas. Filo reunía las mismas dosis de lo mejor que les había tocado a las dos mayores en un solo esplendor, aunque con Chica a un lado y Paula al otro, tal y como la vi aquella tarde, su belleza parecía más lógica, menos deslumbrante, al menos hasta que deduje del comentario de doña Elena que el Portugués estaba tonteando con una de ellas, y pensé que no podía ser más que Filo.
—¡Buah! —y sin embargo fue Paula la que hizo un mohín antes de girar sobre sus talones para entrar en la casa sin mirar hacia atrás—. No creo que este vaya a ver hoy gran cosa…
—Aquí os dejo a Nino —él sí se volvió a mirarme antes de ir tras ella, mientras todas se reían—. Tratádmelo bien, que es un buen chico.
Y se marchó, dejándome a solas con una perplejidad que no había parado de crecer desde que vi cómo Catalina lo estrechaba entre sus brazos. Temí que conmigo hiciera algo parecido, pero fue la única que se comportó como si yo no existiera. Doña Elena, en cambio, vino hacia mí con una sonrisa.
—Así que tú vas a ser mi alumno, ¿no?
—Sí —y avancé una mano insegura que ella apretó con decisión.
—Encantada de conocerte. Manoli ha hecho pestiños para merendar. Le salen muy ricos. ¿Quieres un agua de limón?
—Sí, muchas gracias —cuando me senté en la silla que me estaba indicando con el dedo, tenía la sensación de que en aquella casa todo era al revés de como debería ser—. ¿Pero no vamos a dar clase?
—Hoy no —y sin embargo, en ese instante empezó a caerme bien—. Hoy vamos a merendar, para empezar a conocernos. Me han contado que te gusta mucho leer, ¿no?
Los pestiños estaban tan buenos que me comí media docena, y Filo me rellenó dos veces el vaso de limonada para que terminara de sentirme a gusto en aquel porche, pero todavía estaba muy lejos de descubrir lo mejor que me pasaría aquella tarde.
—Uy, si son ya las cinco y media —doña Elena se levantó como si tuviera mucha prisa de repente—. Ven conmigo, Nino, voy a enseñarte mi casa.
—¿Su casa? —ella no perdió el tiempo en responderme, y tuve que correr un trecho para ponerme a su altura—. ¿Pero usted no vive aquí?
—No. Yo vivo en la casilla vieja, la primera que hubo en el cortijo —y señaló un sendero que parecía perderse entre los árboles—. Luego fue un establo, y más tarde un granero, pero estaba demasiado lejos de la casa grande, así que… Cuando yo llegué aquí, Catalina la usaba para guardar trastos. A mí me gustó, aunque estaba hecha una ruina, la verdad. Habían cegado las ventanas y sólo entraba luz por dos ventanucos que dan al altillo, el tejado estaba medio caído, el suelo era de tierra, pero la arreglamos entre todas con la ayuda de algunos amigos, y ahora vivo allí, con mi nieta. Siempre he sido muy independiente, ¿sabes?, y de paso, ellas tienen más sitio, que es algo que nunca sobra.
La casa de doña Elena era blanca, bonita, pequeña y limpia, igual que ella. Escondida entre los árboles y rodeada de macetas, tenía una sola habitación cuadrada, tan resplandeciente de cal como la fachada. El suelo estaba alfombrado con esteras de esparto, tan bien rematadas y encajadas entre sí que no dejaban adivinar el pavimento que recubrían, y había que acercarse mucho a las ventanas para descubrir que sus marcos, bajo sucesivas, minuciosas capas de pintura azul, estaban fabricados con distintos fragmentos de madera, a veces muy pequeños, pulidos y encolados para formar listones uniformes. Un trabajo tan primoroso sólo podía ser obra de Lorenzo Fingenegocios, que antes de subirse al monte había sido el mejor carpintero de los alrededores, aunque siguiera cargando con el mote de su abuelo, un vago que se ponía todos los días un traje y una corbata para pasearse por el pueblo de taberna en taberna, con un maletín en la mano, como si fuera un banquero muy atareado.
A la izquierda de la puerta había una cocina que su propietaria no utilizaba, porque comía y cenaba en la casa grande, y justo enfrente, entre dos mesillas con encimeras de mármol blanco, una cama de matrimonio con cabecero de hierro forjado, cubierta por una colcha de terciopelo rojo oscuro y flecos de seda que parecía haber llegado de otro mundo, igual que la mesa y las sillas de madera tallada que ocupaban el centro del cuarto. Pero ninguno de estos muebles valía nada en comparación con el tesoro que se extendía sobre la pared frontera a la puerta, debajo de un altillo corrido, tan profundo que dos ventanucos no bastaban para iluminar su contenido, y en el que doña Elena había almacenado todos los trastos que encontró desperdigados por el suelo al llegar. Debajo del voladizo de madera, encajadas contra él como si formaran una biblioteca hecha a medida, cuatro hileras contiguas de cajas de fruta, a las que les había arrancado los tablones del fondo para apilarlas una sobre otra por su lado más largo, contenían, limpios y ordenados, más libros de los que yo había podido imaginar jamás que poseyera una sola persona.
Cuando los vi, no pude decir nada. Sentí que las piernas se me doblaban solas al acercarme a ellos, y avancé los dedos de la mano derecha para acariciar con el borde de las yemas los lomos de piel y de papel, desgastados los primeros, suaves como el cuero viejo, estriados los segundos como si los hubieran abierto muchas veces. El origen de las especies, Don Quijote de la Mancha, Novelas Ejemplares, Persiles y Segismunda, La rebelión de las masas, España invertebrada, El príncipe idiota, Sin novedad en el frente, El Lazarillo de Tormes, Robinson Crusoe, Flor de leyenda, Don Juan Tenorio, Lope de Vega Teatro, Rojo y negro, La Divina Comedia, Romancero gitano, Los papeles póstumos del Club Pickwick, La Celestina, Azul, La Comedia Humana, Cumbres borrascosas, Campos de Castilla, Antonio Machado Poesía completa, Anna Karenina, La montaña mágica, La Regenta, El sentimiento trágico de la vida, San Manuel Bueno, mártir, Veinte poemas de amor y una canción desesperada, El árbol de la ciencia, Rimas y Leyendas, Edgar Allan Poe Cuentos, Diario de un poeta recién casado, Benito Pérez Galdós Obras Completas, Episodios Nacionales, Tomo I, Tomo II, Tomo III, Tomo IV, Novelas, Tomo I…
Leí todos estos títulos saltando de un cajón a otro, de una fila a otra, casi sin fijarme en las letras que descifraba a toda velocidad, como si temiera que fueran a desaparecer de un momento a otro, fruto de un ensalmo, un hechizo, una ilusión perversa que se desvanecería en el aire sin haber llegado a existir jamás. Hasta que logré cerrar la boca, y volví a respirar por la nariz, y mi corazón recuperó el gobierno de sus propios latidos. Entonces moví la cabeza y vi que doña Elena me miraba, muy sonriente.
—Usted debe de ser muy feliz —le dije, sin pensar muy bien en el significado de las palabras que pronunciaba.
—Pues no —y me pasó un brazo por el hombro, como si mi comentario la hubiera conmovido—. No soy muy feliz. ¿Por qué lo dices?
—No sé, teniendo tantos libros… —moví las manos en el aire para ganar tiempo, mientras buscaba unas palabras que no logré encontrar—. Yo nunca he visto tantos juntos en mi vida.
—Pues en Carmona tenía muchísimos más, y en unas librerías muy buenas, por cierto, con puertas de cristal y todo —pero acarició con ternura los lados bastos, astillados, de la caja de naranjas a la que le había correspondido custodiar lo que yo aprendería algún día que se llamaba el Siglo de Oro de la literatura española—. Aquí tengo poco más de trescientos, pero llegamos a tener casi cinco mil.
—¿Sí? —y volví a jadear sin darme cuenta—. ¿Y los ha dejado allí? Pues es una pena, porque podríamos…
—No —negó con la cabeza sin dejar de sonreír—. Allí ya no queda nada. Lo vendí todo, la casa, los muebles, los libros de medicina de mi marido, que eran los que más valían… No saqué gran cosa, desde luego, pero tuve que aceptar lo que me ofrecieron y dar las gracias, encima. Sólo me quedé con mi cama, con mi mesa, mi butaca favorita, los libros sin los que no podría vivir y los que pensé que ayudarían a vivir a mi nieta, pero, ya ves… A Elenita no le gusta leer. No hay manera de que coja un libro.
—¿No? Pues a mí…
—Ya, ya lo sé, me lo ha contado Pepe. Pero todavía no has mirado donde más te conviene. Yo, en tu lugar, me fijaría en el tercer estante de los que están al lado de la escalera.
Cinco semanas en globo, Viaje al centro de la Tierra, La vuelta al mundo en ochenta días, De la Tierra a la Luna, Escuela de Robinsones, Un capitán de quince años, Miguel Strogoff, Los quinientos millones de la Begún, Las tribulaciones de un chino en China, El testamento de un excéntrico, Por un billete de lotería, El dueño del mundo, Las aventuras del capitán Hatteras, los dos tomos de La isla misteriosa que yo ya había leído, y Veinte mil leguas de viaje submarino en la misma edición forrada en tela y con una ilustración a color pegada en la portada, mucho más bonita que la mía.
—No sé qué decir —tenía los ojos turbios y la sensación de estar tambaleándome, como si hiciera equilibrios en la cubierta de un barco o en el vértice de una inmensa borrachera—. Es increíble.
—No —ella se echó a reír—. Es una colección, nada más. A mí también me gustaba mucho Verne, de jovencita, y lo sigo leyendo de vez en cuando, no creas, aunque me sé de memoria casi todas las novelas. Así que puedes coger la que tú quieras.
—¿De verdad? —y de golpe, el corazón trepó por mi garganta para latir contra mi paladar.
—Claro —pero ella no le dio ninguna importancia a aquella milagrosa sucesión de acontecimientos extraordinarios—. Ahora nos vamos a ver mucho, ¿no? Cuando la termines, me la devuelves y te llevas otra. Porque me puedo fiar de ti, ¿verdad? Los hijos del capitán Grant la presté el año pasado y todavía no me la han devuelto…
Cuando escuché su último comentario, me dije que no tenía tiempo para pensar en eso, y después de mucho dudar, decidí empezar por el principio. Escogí Cinco semanas en globo y no lo solté ni un instante mientras ella ponía encima de la mesa una funda de cartón azul marino cuyo objeto no logré identificar hasta que la abrió para dejarme ver una máquina de escribir pequeña, más antigua pero también más liviana, más graciosa que la de la oficina.
—Aquí la tienes. Si te parece bien, le dedicaremos sólo la mitad de las clases. Durante la otra mitad, te enseñaré taquigrafía, porque saber una cosa sin la otra no sirve para nada.
Todavía me estaba explicando en qué consistía aquel sistema de escritura abreviada del que yo nunca había oído hablar, cuando Pepe el Portugués tocó con los nudillos en la puerta.
—¿Ya son las seis? —le preguntó doña Elena.
—Y veinte —contestó, mirándome a mí—. Nos tenemos que ir, pero vamos a bajar por un camino distinto, que llega directamente hasta aquí sin pasar por delante del cortijo. Así, cuando yo no pueda venir contigo, coges por allí —entonces se dirigió a mi profesora, tuteándola con una naturalidad que me devolvió a una extrañeza que ya se me había olvidado—. ¿Te parece?
—Sí, sí, mucho mejor. Por atrás nunca pasa nadie —ella me acarició la cabeza para despedirse—. Hasta pasado mañana entonces, Nino.
El camino por el que volvimos apenas merecía ese nombre. Era un sendero estrecho, casi borrado por la hierba, que apenas se distinguía por los árboles que lo flanqueaban. El Portugués me los fue señalando, orientándome para que pudiera encontrarlo yo solo, y tuve que prestarle tanta atención que no me dio tiempo a preguntarle nada. Al llegar al cruce, vimos venir a Auxi, mejor conocida por Rodillaspelás, porque se pasaba las horas muertas encogida sobre un reclinatorio, frente al altar mayor, aunque la piedad no la estorbaba para estar al acecho de cualquier chisme que pudiera repartir después, de puerta en puerta, y pensé que mi padre había hecho bien en tomar tantas precauciones. Cuando pasó de largo, ya había tenido tiempo para pensar además que, por muy extraña que me resultara la familiaridad de Pepe con Catalina, y por más que nunca hubiera querido contarme una palabra de nada, el libro que llevaba apretado contra el pecho me había puesto, una vez más, en deuda con él. Sin embargo, antes de que llegáramos al pueblo, la curiosidad pudo más.
—Tú te pasas la vida en el cortijo de las Rubias, ¿no?
Le solté la pregunta de sopetón, pero él se rio como si llevara toda la tarde esperándola.
—Hombre, la vida no… Pero sí es verdad que últimamente voy bastante.
—¿A ver a Paula? —asintió con la cabeza sin mirarme—. Pues Filo es mucho más guapa.
—Sí, pero a mí me gusta más su hermana.
—Pues es la que peor leche tiene.
—Ya —entonces sí me miró—. Por eso me gusta.
Era una respuesta tan lógica y tan absurda al mismo tiempo que los dos nos echamos a reír a la vez, y cuando llegamos a la casa cuartel todavía se nos debía notar, porque madre se nos quedó mirando con una sonrisa.
—Vaya, parece que estamos contentos…
Así, exactamente, estaba yo, contento, y contento seguí estando durante toda la primavera, abril, mayo y veinticinco días de junio, doce semanas enteras de la mejor vida que había tenido jamás, días de libros, de palabras, de risas, días cómplices de los amores del Portugués, de la casa de doña Elena, del futuro de un niño de diez años que se sintió tan mimado, tan arropado, tan seguro, que llegó a creer que nunca sería secretario de Ayuntamiento ni oficinista en ninguna Diputación, por mucho que llegaran a mejorar sus pulsaciones. Fueron días emocionantes aquellos, días aventureros y secretos, casi clandestinos, en los que me pasaron muchas cosas que no podía compartir con nadie, que no podía contarle ni siquiera a Paquito, mientras él seguía presumiendo de saber siempre más que yo, cuando nunca había sabido menos. Si tú supieras, pensaba, y él seguía hablando, que si cómo no me había enterado de que había aparecido otro billete firmado en Torredonjimeno, que si los bandoleros habían atracado la oficina de Correos en Castillo de Locubín, que si su padre estaba seguro de que la imprenta no podía estar en Fuensanta, ¡hay que ver, Nino, no te enteras de nada! Yo sonreía y le decía que no, pero de vez en cuando le daba algún susto.
—Comment allez-vous?
—¿Qué?
—Digo que comment allez-vous?
—¿Y eso qué es?
—¡Pues francés! ¿Qué va a ser? Es que no te enteras de nada, Paquito.
Doña Elena sabía muchísimas más cosas que taquigrafía y mecanografía. Yo nunca había conocido a nadie que supiera tanto como ella, ni siquiera don Eusebio, que nos enseñaba Historia a base de nombres de batallas y cuando nos preguntaba Literatura siempre decía, dando golpes en la mesa como si estuviera enfadado, ¡apellido del escritor, fecha, lugar de nacimiento y obras más importantes! Ella no era así. Ella contaba historias, y se sabía tantas que nunca se agotaban, historias verdaderas e inventadas, alegres y crueles, cómicas y tristísimas, historias completas que parecían grandes y luego eran pequeñas, porque siempre formaban parte de una historia mayor, una historia infinita que muchos adultos como ella y muchos niños como yo habían fabricado juntos a lo largo de los siglos, la historia de la sabiduría y de la curiosidad, la historia del conocimiento y del hambre de conocer, la historia que quien sabe mucho entrega a quien no sabe nada para que, en lugar de dividirse, crezca más y viva para siempre.
Doña Elena me enseñó mucho más que taquigrafía y mecanografía en la primavera dorada de mi ignorancia, y después, cuando dejé de ser inocente, me enseñó más cosas todavía. Me descubrió quién había sido Ulises y quién había sido Newton, quiénes fueron El Cid y Almanzor, por qué había habido una guerra que había durado cien años y que un músico llamado Wolfgang Amadeus Mozart terminó una misa de réquiem en la última noche de su vida. Me enseñó poemas y romances, canciones y letrillas, refranes y adivinanzas, y muchas palabras en muchos idiomas distintos pero, sobre todo, me enseñó un camino, un destino, una forma de mirar el mundo, y que las preguntas verdaderamente importantes son siempre más importantes que cualquiera de sus respuestas.
—How do you do, Paquito?
—¡A mí déjame de francés!
—Que no es francés, que es inglés, animal…
—Desde luego, Canijo, es que ya no se puede ni hablar contigo, de lo raro que te estás volviendo.
Era verdad que me estaba volviendo raro, y lo más raro era que me gustaba. Nunca me había sentido tan bien como en aquellos días, cuando no hacía falta que madre me castigara sin salir ni al patio, porque yo mismo prefería quedarme en casa leyendo si no podía ir al molino a ver al Portugués, ni recorrer, solo o con él, por un camino o por otro, la distancia que me separaba de la casilla vieja. Entonces, mientras ascendía por el espacio atravesando nubes de estrellas, o descendía hasta el magma incandescente de las profundidades del planeta, las novelas de Julio Verne que doña Elena me prestaba eran mucho más que libros, toda una garantía de la privilegiada condición de un niño muy bajito que nunca antes había tenido motivos para sentirse afortunado, un elemento de continuidad entre mis dos vidas, el túnel secreto que vinculaba las desnudas paredes de mi habitación de la casa cuartel con las cajas de fruta que albergaban una biblioteca viva y escogida en una pobre casilla de paredes encaladas.
Además, muchas veces, las novelas de Verne también eran el pretexto que me consentía empezar a preguntar sobre lo que no sabía, historia, geografía, física, los sextantes, los globos aerostáticos, los submarinos, las rutas de navegación, las proezas de los descubridores, las rutinas de los laboratorios, el origen asombroso, frenético y cambiante de todos aquellos científicos locos y cuerdos a la vez que acertaban al equivocarse, al cometer largas cadenas de errores que les iban aproximando poco a poco, por caminos insospechados, a los grandes hallazgos de sus vidas. Así, aquellos libros me irían llevando hacia otros libros, otros autores a quienes leería con la misma avidez, porque me descubrían mundos distintos pero igual de fascinantes, que terminaba de explorar haciendo preguntas sobre asuntos cuya existencia había ignorado siempre, a una mujer que siempre sabía cómo contestarme. Estoy preocupada, Nino, me decía ella de vez en cuando, con tanta charla no vamos a avanzar… La verdad era que yo no quería avanzar, porque no quería que aquello se acabara.
—Admirose un portugués, de ver que en su tierna infancia, todos los niños en Francia, supiesen hablar francés…
—¡Que me dejes ya, joder!
Aquella tarde, mientras Paquito cruzaba el patio muy enfadado, padre se echó a reír, pero por la noche me dijo que, cuando dominara la máquina y si podíamos ajustar un precio, quizás doña Elena pudiera enseñarme también esa lengua que los niños franceses aprenden desde la cuna. Sus palabras, que tenían el eco de una promesa, agotaron mi resistencia, y desde entonces avancé más que antes, más que nunca, tanto que don Eusebio, en la escuela, empezó a mirarme con cara de miedo, como si el destino le estuviera castigando con una inesperada reedición de Regalito.
Cuando terminó el curso, ya era capaz de escribir a una velocidad razonable textos con sentido, palabras verdaderas en el lugar de aquellas absurdas cadenas de letras, qwer y poiu, que Sonsoles me había enseñado sin decirme ni una sola vez que lo fundamental era que memorizara el teclado. En taquigrafía iba un poco más atrasado, pero de vez en cuando tomaba nota de algunas de las frases que habían dicho mis padres y mis hermanas en la comida, y les enseñaba después el cuaderno para dejarles con la boca abierta. Esperaba que mis notas de fin de curso reflejaran un progreso que a mí mismo me parecía asombroso, pero el maestro fue tan cicatero como cuando me ponía un cinco pelado por haber intentado soplarle a Paquito la tabla de multiplicar.
—Perdone, don Eusebio —unos meses antes jamás me habría atrevido a protestar, pero lo hice con naturalidad, sin medir las consecuencias, cuando me dio el libro escolar, con una columna de aprobados aún más humillante en comparación con los notables y los sobresalientes que florecían en todas las demás páginas—, pero no estoy de acuerdo con mis notas. No sé por qué me ha puesto un cinco en Historia, porque hice el examen muy bien.
Cuando estaba preparando aquel examen, doña Elena había sacado por primera vez, de su correspondiente cajón de fruta, uno de esos tomos gordos, encuadernados en una piel roja, suave, que de lejos parecía terciopelo, sus lomos blandos, suavísimos como la piel de un niño al que hubieran acariciado muchas veces.
—Ten —me dijo después de acariciarlo una vez más, mientras lo abría por el lugar exacto, como si se supiera de memoria su contenido—, El dos de mayo. Llévatelo si quieres, y aparte de divertirte, seguro que te ayuda a comprender mejor lo que pasó.
—No —intenté resistirme—. No hace falta, si me lo sé muy bien…
—Que sí, tonto, cógelo —y me lo puso entre las manos—. Te va a gustar, ya lo verás.
Acepté su ofrecimiento sólo por no quedar mal, pero cogí aquel libro con muchas precauciones. Primero, porque debía de ser muy caro y me daba miedo estropearlo. Después, porque no me parecía una lectura tan atractiva como las novelas de aventuras que me seguían tentando desde el tercer estante que estaba al lado de la escalera. Y por último, porque el nombre de su autor no me inspiraba ninguna confianza. Julio Verne sí que tenía un nombre de escritor, bonito y exótico a la vez, un apellido singular, elegante, que no se parecía a ninguna palabra de las que yo usaba todos los días, pero ¿Benito? Benito era nombre de campesino, o de obrero, porque el herrero de mi pueblo se llamaba justo así, y apellidarse Pérez… Yo me apellidaba Pérez, sin ir más lejos.
—Ya me lo he leído —le anuncié a doña Elena sin embargo, dos días después.
—¿El qué? —me preguntó ella, mientras apilaba las hojas de papel blanco alineando los picos para que ni uno solo sobresaliera de los demás, con la milimétrica meticulosidad de todas las tardes.
—El diecinueve de marzo y el dos de mayo —y con sólo pronunciar su título, me pareció que el aire olía a pólvora, a sangre, a la piel perfumada de las majas con trabuco, y escuché los gritos de los vecinos, los cascos de los caballos, el llanto de las madres, las arengas de los héroes, el eco de los besos antes de la batalla—. Me ha encantado, de verdad. Se me han saltado las lágrimas y todo. Y varias veces, no crea.
—¿A que sí? —entonces se volvió a mirarme, me sonrió—. Es muy emocionante.
—Es… —me paré a buscar las palabras que necesitaba, pero las encontré enseguida—. Es como una novela de aventuras, ¿no?, pero más real, más auténtica, porque en una historia inventada, que al final los buenos pierdan sería un problema, ¿no?, lo echaría todo a perder, pero aquí, saber que los personajes existieron en realidad, en una ciudad de verdad, en aquel momento… No sé, me ha impresionado mucho, aunque termine mal, con tantos muertos. Por eso me he quedado con el libro. Quería preguntarle si no le importa que me lea Cádiz.
—¡Claro que no me importa! Y léete luego Zaragoza, si quieres, que eso sí que es una novela de aventuras, con Agustina disparando el cañón, hecha una jabata —y se echó a reír, como si sus propias palabras le hicieran mucha gracia—. ¡Qué prodigio de mujeres, madre mía! Cómo se nota que en la vida le gustaban peleonas…
—¿A quién?
—Pues a don Benito —y ni siquiera se tomó la molestia de añadir sus apellidos, como si tomara café con él todas las tardes—, ¿a quién va a ser?
Por eso, cuando don Eusebio me dio las notas, me encontré con fuerzas más que de sobra para discutir con él, y tan cargado de razón que ni siquiera me arrugué al detectar los signos externos de su cólera.
—¿Muy bien? —porque hizo descender el puente de sus gafas sobre la nariz para dedicarme una mirada incrédula y furiosa, mientras apretaba los puños, los brazos rígidos, pegados a las piernas—. ¿A usted le parece que hizo el examen muy bien?
—Sí —contesté con un aplomo desafiante.
—Pues ya puedes estarme agradecido, botarate, porque con ese examen debería haberte suspendido, y a punto he estado, por cierto. Nunca he leído tantas insensateces juntas sobre el 2 de mayo de 1808. El pueblo en armas, los motivos de los afrancesados, el patriotismo de Jovellanos, la Revolución Francesa… ¿Es que yo había preguntado la Revolución Francesa?
—Pues no. Pero Galdós explica muy bien que la política de Napoleón…
—¿Galdós? —y escuchar ese nombre le sorprendió tanto, que por un instante hasta se olvidó de lo enfadado que estaba conmigo—. ¿Es que yo te he pedido que leas a Galdós?
—Pues no. Pero lo he leído.
—¡Pues muy mal hecho!, ¿me oyes? —y recobró en un instante el furor que en aquel momento equivalía a su compostura—. ¡Muy mal hecho!
—No sé por qué, yo no creo…
—¡Porque lo digo yo! ¡Galdós nada, y Napoleón nada, y las Cortes de Cádiz nada, y la Constitución de 1812, nada de nada! Yo no os he explicado eso, yo no había preguntado eso, yo…
Durante un instante se quedó callado, temblando de rabia. No sabía por dónde seguir y yo no quise interrumpirle, porque nunca le había visto tan enfadado, nunca había tenido tantas razones para enfadarme con él, y sin embargo, en aquel momento, con su chaleco y su levita, sudando como si tuviera fiebre bajo el despiadado sol de junio, con los ojos hirviendo, los puños apretados y los labios temblando de indignación, me pareció un hombrecillo patético, un pobre tonto solemne, tanto más tonto cuanto más solemne.
—No sé de dónde ha sacado usted todos esos disparates, pero ya puede darme las gracias por haber roto su examen, porque la próxima vez lo guardaré en un cajón para comentarlo con el inspector. Está usted advertido.
Aquella tarde, para que no me equivocara al juzgar a mi maestro, doña Elena me contó la historia de la reválida de Elías y los pantalones de Severino el Potajillo.
—En las personas valientes, el miedo es sólo consciencia del peligro —añadió—, pero en las cobardes, es mucho más que ausencia de valor. El miedo también excluye la dignidad, la generosidad, el sentido de la justicia, y llega incluso a perjudicar la inteligencia, porque altera la percepción de la realidad y alarga las sombras de todas las cosas. Las personas cobardes tienen miedo hasta de sí mismas, y eso es lo que le pasa a don Eusebio. Él no es una mala persona. Es un hombre culto, amable y considerado siempre que serlo no entrañe ningún riesgo, pero al mismo tiempo es tan cobarde que, ante la menor crisis, el miedo le domina hasta el punto de hacerle parecer tonto a los ojos de un niño de diez años. A ti, que eres valiente, tiene que hacerte más listo, más astuto, más consciente del peligro que, por ejemplo, correrás si sigues poniéndole a don Eusebio en los exámenes lo que yo te cuento aquí, donde no nos oye nadie, ¿de acuerdo?
Asentí con la cabeza y me sonrió, como si ella tampoco se hubiera dado cuenta de lo que significaba aquel cinco injustísimo que el maestro me había plantado en el examen de Historia.
—¿Pero la verdad? —le pregunté luego—. ¿Qué pasa con la verdad?
—¿Con qué verdad? —y volvió a sonreír—. Sin movernos del Dos de Mayo, por ejemplo… ¿Manolita Malasaña fue una heroína, una patriota que luchó hasta la muerte contra los extranjeros que pretendían invadir su país? Evidentemente sí. ¿Y los afrancesados? Todos esos liberales que estaban convencidos de que lo mejor que podía pasarle a España era que la invasión napoleónica acabara para siempre con una monarquía absoluta sostenida por una dinastía de déspotas corruptos y medio imbéciles… ¿Ellos no eran patriotas? ¿No querían lo mejor para su patria? Evidentemente también. Y Jovellanos, y Quintana, y Goya, y todos esos liberales que empezaron siendo afrancesados y dejaron de serlo enseguida, al comprobar que el ejército francés no venía a traer libertad, igualdad y fraternidad, sino a imponer la ambición desmedida de otro tirano a quien no le importaba asesinar inocentes, arrasar sus casas, destruir un país entero con tal de ocuparlo, y que se quedaron solos en medio de ninguna parte con sus ideales intactos, soñando con una libertad, una igualdad y una fraternidad que no les iba a traer nadie, que sólo ellos podrían fabricar con el ejemplo de sus propias vidas, ¿acaso no fueron los más patriotas de todos?
No nos habíamos movido del Dos de Mayo, y sin embargo, tan lejos como estábamos de aquel remoto día de 1808, a doña Elena se le habían llenado los ojos de lágrimas.
—Perdóname —se secó la cara deprisa, con los dedos—. Lo que quiero explicarte es que la verdad es toda la verdad, y no sólo una parte. La verdad es lo que nos gusta que haya sucedido y, además, lo que ha sucedido aunque nos guste tan poco que daríamos cualquier cosa por haberlo podido evitar. Para aceptar eso también hay que ser valiente, y como don Eusebio no lo es, no admite la parte de verdad que corresponde a hombres como Jovellanos, y seguramente no porque no la valore, sino porque sabe que reconocerla sería peligroso para él. Sin embargo, hasta las personas más valientes, las más justas, las más honradas, interpretan la realidad de acuerdo con sus propias ideas sobre lo que es bueno y lo que es malo, lo que desean, lo que temen, lo que creen, lo que detestan. Y al hacerlo, fabrican su propia verdad.
—Porque lo bueno y lo malo no son lo mismo para todo el mundo —estaba pensando en voz alta, pero ella me dio una respuesta que no le había pedido.
—Desde luego que no. Y por cierto, Nino, ahora que te han dado las vacaciones en la escuela… ¿No prefieres que también te las dé yo aquí?
Si hubiera respondido que sí, todo habría seguido estando en su lugar durante algún tiempo, tal vez para siempre. Si hubiera respondido que sí, la verdad habría seguido siendo, a lo sumo, un tema de conversación interesante para las perezosas tardes de aquel verano. Si hubiera respondido que sí, quizás habría podido seguir viviendo en aquella frágil y sonrosada burbuja que flotaba, de clase en clase, de libro en libro, sobre la erizada cordillera de espinas que la codiciaban, que asomaban a las miradas de piedra de Catalina, a la patética indignación de don Eusebio, a las exacerbadas precauciones de mi padre y al rigor de las hojas de los calendarios. Mis notas fueron el primer aviso, pero yo no lo quise registrar, porque en el dorado paréntesis de aquella primavera, me acostumbré a vivir como si no viviera en la casa cuartel de Fuensanta de Martos, en el mes de junio de 1948.
Y sin embargo, era entonces y era allí donde yo vivía. Agazapados tras mi humilde felicidad, el tiempo y el espacio me perseguían, me acechaban, constantes, sin que me diera cuenta, esperando a la menor oportunidad para someterme, para arrinconarme en el lado del mundo que me correspondía, para quitarme la manía de soñar que yo podía elegir mi propia vida y saltar cuando me apeteciera el muro imaginario que dividía los llantos y las culpas. De todas las respuestas que he dado a todas las preguntas que me han hecho en mi vida, ninguna tan errada, tan triste como aquella.
—No —pero yo, por supuesto, tenía diez años y no podía saberlo—. Prefiero seguir dando clase.
—¿Estás seguro?
—Sí.
La verdad es toda la verdad y no sólo la parte que nos conviene. El 25 de junio no pasó nada en Fuensanta de Martos. Los del monte no se hicieron notar, los del llano se comportaron como si no los conocieran, y los guardias civiles se limitaron a cumplir con sus tareas rutinarias. El cartero también, y por eso, porque aquel sobre era oficial, porque traía un membrete de la Capitanía General de La Coruña, antes de empezar el reparto de todas las tardes subió expresamente hasta el cortijo de las Rubias para entregárselo a Catalina. Dentro, una cuartilla escrita a máquina informaba en unas pocas frases ásperas, concisas, del fallecimiento de Francisco Rubio Martín, natural de Fuensanta de Martos, provincia de Jaén, hijo de Lucas y de Catalina, de 28 años de edad, que carecía de documentación en vigor por haber entrado en España por conductos ilegales y que, en la tarde del 19 de junio de 1948, conducía un automóvil que no respondió al alto de un puesto de control de la Guardia Civil instalado en la carretera de salida de El Barco de Valdeorras, en dirección Ponferrada. En el tiroteo consiguiente, resultaron muertos un guardia civil y tres de los ocupantes del vehículo, el citado Francisco Rubio Martín y dos conocidos bandoleros de la provincia de Orense. El cuarto, gravemente herido, identificó a sus compañeros antes de intentar darse a la fuga y ser abatido a tiros por la autoridad.
—A ésos ya no los cogen, no señor…
Paco el Rubio, que había hecho feliz a su madre por última vez sólo dos semanas antes, cuando le mandó desde Toulouse una copia de la foto de su boda, había vuelto a España recién casado para morir en la otra punta de la península, un paisaje verde y mullido, húmedo y dulce, que nadie de su familia había pisado jamás. Quizás era la primera vez que lo hacía, quizás no. Quizás había pasado los Pirineos campo a través, quizás había venido como un señor, en tren o en coche, con documentación falsa, francesa, española o de cualquier otra nacionalidad, el caso es que había vuelto, con una pistola, un coche y el dinero suficiente para cumplir el encargo de sacar del país a tres guerrilleros gallegos, igual que otro hombre con cualquier otro acento, cualquier otro pasaporte, y otra pistola, otro automóvil, otra cartera llena de dinero de curso legal, le había sacado a él de la Sierra Sur un año y medio antes. Eso había durado la suerte de Paco el Rubio, un año y medio.
Hizo lo que tenía que hacer, madre, su hermano Anselmo también escribió a casa al conocer la noticia, aunque su carta, sin membrete, sin sellos, sin remite, no la trajo el cartero. No podía negarse a ayudar a unos camaradas que estaban en peligro y que podían poner en peligro a muchos más si caían, ni siquiera se le pasó por la cabeza la idea de renunciar a la misión, y eso que estaba recién casado. Él sabía qué era lo que tenía que hacer, y eso hizo. Puedes estar orgullosa de Paco porque ha muerto por la libertad de España, como un luchador, como un héroe del pueblo, igual que vivió, madre…
Aquella carta endulzó el duelo de Catalina, la ayudó a tragarse la amargura de una muerte tan cruel como la de su hijo Nicolás, la caprichosa muerte de un superviviente, un ser elegido, escogido, seleccionado para vivir, un hombre que podría haberse quedado en Francia o haber emigrado a América, que podría haber disfrutado de su luna de miel, haber encontrado un empleo, haber tenido hijos y una vida feliz, hasta morir de viejo y rodeado de niños en una cama grande de sábanas limpias, ese hombre que había malbaratado el regalo de su propia suerte en un acto fatal de generosidad o de locura. Paco el Rubio había llegado muy arriba en el organigrama político de la guerrilla. Por eso, y porque el precio de su cabeza era muy alto, había tenido el privilegio de salir en una fuga organizada, apoyada desde fuera, unas garantías con las que no contaban muchos otros hombres que, antes o después, se sentían abandonados por la dirección del partido por el que luchaban, por el que se jugaban la vida un día tras otro, por el que ya no se la jugarían más a partir de la noche en la que echaban a andar con los dedos cruzados para intentar llegar a Francia por su cuenta. Pero Paco no. Paco mandaba, y mandaba tanto que logró organizar la salida de Anselmo. Las mismas razones que mantenían a su hermano pequeño sano y salvo en Toulouse, le habían impulsado a volver para morir en España.
Con el tiempo, Catalina escogería la versión del único Rubio que quedaba en Francia, la generosidad sobre la locura, el heroísmo de otro hijo entregado a una causa noble y sin futuro, pero el 25 de junio de 1948, cuando yo llegué a la casilla vieja por el camino de atrás y la encontré desierta, sólo había recibido una carta, y nada, ni siquiera la suma de los seis que le quedaban, le compensaba por la muerte del que acababa de perder. Yo no lo sabía, y tampoco encontré ningún indicio de lo que estaba pasando. El segundo día que estuve en casa de doña Elena, ella me advirtió que de vez en cuando tenía que ir a echarle una mano a Catalina, acompañarla al médico o a hacer gestiones, y que procuraría liberar nuestras horas de clase o avisarme antes, a través del Portugués, pero que, por si acaso, siempre debería fijarme en una mata de tomillo que crecía justo al borde de los escalones que llevaban a su casa. Un pañuelo atado en cualquier rama significaría que había tenido que salir, que no había podido avisarme y que no merecía la pena que la esperara, porque nuestra cita se trasladaba automáticamente al día siguiente, a la misma hora. Así había ocurrido ya dos veces, pero el 25 de junio de 1948, por mucho que miré, no vi ningún pañuelo atado en ninguna rama de aquella mata. La puerta de la casilla estaba cerrada con llave y sin embargo, cuando empecé a bajar hacia la casa grande, vi que las contraventanas estaban abiertas, y por eso, aunque nadie me había dicho nunca que lo hiciera, se me ocurrió que lo más fácil era acercarme a preguntar.
No había vuelto por allí desde que Pepe me acompañó por primera vez. Habíamos subido juntos muchas otras tardes, pero yo siempre me desviaba antes de llegar a la casa grande para coger un atajo que desembocaba en el sendero que iba derecho a la casilla, y siempre me volvía, solo o con el Portugués, por la cuesta de atrás. Aquella tarde, en cambio, desanduve el camino por el que doña Elena me había guiado después de invitarme a merendar pestiños con limonada, y llegué hasta la casa de Catalina sin ver a nadie, aunque escuché algunos gritos, un rumor confuso de quejas y de llantos que provenía de la fachada delantera. Aquel sonido debería haberme inspirado una prudencia que no sentí porque yo no iba a hacer nada malo, porque sólo quería preguntar por mi profesora, porque era amigo de Pepe el Portugués y estaba seguro de ser bien recibido en aquella casa. Cuando comprobé que estaba equivocado, ya era tarde.
No vi lo que pasaba en el porche hasta que estuve dentro, mis pies clavados en las tablas del suelo, mis ojos incapaces de devolver la atención de todas las miradas que se volcaron en ellos a la vez. Todo pasó muy deprisa, pero yo sólo puedo recordarlo despacio, como si en mi memoria el tiempo se hubiera detenido de pronto para avanzar de detalle en detalle, atropellándose a sí mismo en una intermitente sucesión de imágenes bruscas, secas, violentas como golpes, y tan quemadas por el sol que se confunden con una vieja colección de fotografías abandonadas a la intemperie.
Recuerdo los ojos de Chica, húmedos y blandos, rojizos de haber llorado mucho, y recuerdo cómo se abrieron al encontrarse con los míos, y su expresión cambiante, que viajó del asombro al miedo, del miedo a la cautela en un segundo. Recuerdo que Chica estaba apoyada en la pared, en la misma esquina por la que yo entré, y que por eso la vi antes que a las demás, pero allí estaban todas, Manoli sentada en una mecedora con Pedrito encima, Paula junto a la puerta, inmóvil, abandonada contra el cuerpo del Portugués, que la rodeaba con sus brazos como si temiera que fuera a derrumbarse si la dejaba sola un solo instante, y Catalina sentada en el centro del banco de mimbre que ocupaba a su vez el centro del pequeño mundo del cortijo, Catalina muy pálida, su cabeza desmayada en el respaldo, las piernas separadas y los brazos abiertos, las manos apoyándose sin fuerza en sus rodillas, un papel arrugado en el regazo, Catalina quieta y vacía, fría y exhausta, como muerta, doña Elena a un lado, Filo al otro, y las dos mirando sus ojos húmedos y blandos, rojizos de haber llorado mucho, con sus propios ojos rojizos de llanto, tan blandos, tan húmedos como los de Manoli, como los de Paula, como los de Elenita, que al verme escondió la cara en la falda de su abuela para acabar de componer una imagen tan perfecta de la desolación que parecía ensayada, casi teatral, como si en el cortijo de las Rubias no vivieran ya personas, sino personajes, actores y actrices que representaran un papel o posaran para un cuadro, una Trinidad doliente, desgarradora, en aquel banco de mimbre, Catalina sin vida entre su amiga y su hija, que lloraban por ella y por ellas mismas, por ella y por los demás, y los demás llorando el mismo llanto propio y ajeno, desprendido y egoísta, generoso e inútil, todo eso vi yo hasta que Catalina abrió los labios, y nunca había visto una escena semejante, nunca tanta tristeza en tan poco espacio, tanta intensidad, tanto exceso, pero Catalina me señaló con el dedo mientras su nieto Blas avanzaba hacia mí al mismo tiempo, y él, que tenía doce años, ya había terminado de llorar.
¿Qué hace este aquí? Entonces comprendí que lo que estaba viendo no era un cuadro ni una foto, que no era teatro, ni una película, porque Catalina, el dedo extendido todavía en mi dirección, repitió aquella pregunta, ¿qué hace este aquí?, y Filo cerró los ojos, doña Elena movió la cabeza en el aire para pedirme que me marchara, Blas dio otro paso y Pepe cruzó el porche sin soltar nunca a Paula, llevándola siempre entre los brazos como a una rehén, os he dicho que no quería verle, Catalina siguió hablando en un tono seco, preciso, pronunciando cada palabra muy despacio, diciendo todas las eses con una serenidad, una calma inauditas, ¿os lo he dicho o no os lo he dicho?, y yo tendría que haber salido corriendo, tendría que haber obedecido las señales de aquellas cabezas que se movían rítmicamente de izquierda a derecha, de arriba abajo, para pedirme, para rogarme, para ordenarme que me marchara, doña Elena, Paula, Filo, el Portugués, tendría que haberme largado de allí pero Catalina hablaba en un tono casi hipnótico, pronunciaba muy bien cada palabra, y todo era muy lento, muy tranquilo, yo sentía que tenía los pies clavados en aquel suelo de madera y no podía imaginarme lo que me estaba jugando, el precio que tendría que pagar por cada segundo de inmovilidad, os he dicho que no quería volver a verle, pero esa frase ya no sonó como la primera vez que la escuché, ni hoy ni mañana ni nunca jamás, porque Catalina me miraba como si pretendiera taladrarme con los ojos, ya os lo advertí, os lo dije bien claro, ¿o no os lo dije?, porque Catalina apretaba los dientes para helar cada sílaba que salía de sus labios, os dije que no me gustaba que viniera por aquí, porque Catalina se apretaba las rodillas como si pretendiera hundirlas con sus propias manos, que no me gustaba y no me gusta, porque Catalina se levantó y me pareció de pronto mucho más grande que antes, más grande que nunca, aterradoramente inmensa y fuerte y poderosa como si fuera mucho más que una simple mujer, que no me gusta su dinero, que no necesitamos el dinero de un…
¡Cállate, Catalina! Entonces, doña Elena también se levantó, se acercó a ella, la agarró de un brazo, tan blanca, tan pequeña, tan pulcra, tan bien peinada, ¡no me pienso callar!, la Rubia la apartó de un manotazo y quizás le hizo daño, pero ella volvió a insistir, sí que te vas a callar, y entonces me miró otra vez, vete, Nino, me dijo, vete, por favor, vete, vete ya, y había tanta angustia en su voz, tanta angustia en sus ojos, que sin saber todavía lo que iba a pasar, lo supe al fin, y al fin mis pies obedecieron, y obedecieron mis piernas a aquella orden desesperada y benéfica que llegó muy tarde, demasiado tarde, y me puse en marcha sin pensar muy bien adónde iba, y en lugar de volverme por donde había venido, avancé unos pasos por el camino principal, y mi corazón latía tan deprisa como si quisiera prepararse para lo que se avecinaba y sin embargo pareció que no iba a pasar nada, nada pasó hasta que escuché de nuevo a Catalina, su voz mintiendo siempre una serenidad que no podía sentir mientras pronunciaba muy bien cada palabra, eso, vete tranquilo, que aquí nadie te va a matar por la espalda, como mató tu padre a Fernando el Pesetilla…
El suelo se hundió bajo mis pies, eso fue lo que sentí, que la tierra se abría y yo caía, caía, caía entre rocas incandescentes que ardían dentro y fuera de mí, y tenía los ojos cerrados, los párpados apretados como si nunca más pudieran despegarse, pero notaba el calor, un fuego sin llama, un fuego espantoso, mineral, metálico, un fuego informe y total que me mordía, que me quemaba hasta los huesos como si pretendiera devorarme por entero, no sé cómo puedes ser así, Catalina, y muy lejos, en la orilla templada de aquel abismo tan parecido al infierno, escuché la voz de doña Elena, no sé cómo puedes ser tan dura, tan cruel, y aquella voz me llamaba aunque no hablara conmigo, si no es más que un niño, ¿es que no lo ves?, me devolvía a una realidad de la que nunca me había movido, ¡un niño, sí, qué pena me da!, Fuensanta de Martos, 1948, un lugar desde el que escuchaba muy bien la cuidadosa dicción de Catalina, yo tuve nueve niños, ¿sabes?, porque ya no había elección para mí, no había ningún camino, ninguna puerta, ningún agujero por el que escapar a la verdad, yo crie a nueve niños, los vi crecer, hacerse hombres, que es toda la verdad y no sólo la parte que nos conviene, ¿y sabes para qué?, lo primero que vi al abrir los ojos fue a Blas muy cerca, jadeando a mi lado, pues para que me los vayan matando unos hijos de puta como el padre de éste, Catalina seguía pronunciando todas las eses con un cuidado exquisito, así que no me vengas ahora con que no es más que un niño, como si el odio afilara la punta de su lengua, es el hijo de un asesino, y cuando crezca, será un asesino igual que su padre, como si la adiestrara, y la estilizara, y la ennobleciera, no sé cómo puedes ser así, Catalina, la voz de doña Elena era más ronca, sorda, casi opaca, no sé cómo no te das cuenta de que eres tan injusta, tan cruel como ellos, entonces escuché mi propia voz y su sonido me asombró tanto como si ya no contara con oírla nunca más, mi padre no es un asesino, como si creyera haberla perdido para siempre en mi fabuloso viaje a las profundidades, ¡ah!, ¿no?, pregúntaselo a Carmela, anda, Catalina me estaba hablando a mí, pregúntale quién la dejó viuda, y yo levanté la voz, y la cabeza, para mirarla, mi padre no es un asesino, y lo repetí a gritos, ¡no es un asesino, no es un asesino, no es un asesino!, hasta que Blas me derribó de un puñetazo, ¡sí que lo es!, y era más alto, más grande que yo, pero me levanté enseguida, le embestí con la cabeza y le hice daño, ¡no lo es!, y él me dio un puñetazo, y yo se lo devolví, y unos brazos más fuertes nos separaron, ¡ya está bien!, Pepe el Portugués intentó retenerme pero yo salí corriendo, ¡Nino!, corrí y corrí sin pararme nunca a volver la cabeza, ¡Nino, espérame!, y seguí corriendo, corrí hasta el cruce y corrí después, porque no podía hacer otra cosa, sólo correr, correr hasta agotarme delante de la verdad, que era más veloz que yo, que era más fuerte que yo y ya me había alcanzado.
—¿Qué te ha pasado, hijo? —madre se asustó al verme llegar con la cara magullada, la camisa arrugada, las piernas llenas de rasguños—. ¿Qué has hecho?
—Nada —respondí, sin mirarla a los ojos—. Es que he venido corriendo y me he caído.
—¿Seguro?
—Sí.
—¿Y la clase? Todavía no son las cinco y media.
—Doña Elena no estaba. Tendría algo que hacer.
No se lo creyó. Me limpió las heridas, me las curó y no me dijo nada, pero yo me di cuenta de que no se lo creía. Luego le dije que me iba a la cama, que aquella noche no iba a querer cenar, que me dolía mucho la barriga, y ella me miró, asintió con la cabeza y me miró, y en sus ojos leí que lo sabía todo, que sin necesidad de saber lo que me había pasado aquella tarde, sabía que yo había descubierto que no había cuartel.
Que en Fuensanta de Martos, en la Sierra Sur, en la provincia de Jaén, en toda Andalucía, en España entera, no había cuartel, no había piedad, no había esperanza ni futuro para un niño como yo.
* * *
El río me pareció más manso, más turbio, los árboles polvorientos como troncos de leña vieja, y los rayos de sol que acertaban a filtrarse entre sus ramas para dibujar sombras de luz sobre la superficie del agua, un truco barato, sin gracia.
—¿Quieres que nos sentemos aquí?
Pepe el Portugués me miró y yo me encogí de hombros. Me daba lo mismo. Todo me daba lo mismo, y no tenía ganas ni de mover los labios para decirlo en voz alta, pero cuando se sentó, me senté a su lado.
—¿No vas a volver a hablarme en tu vida, o qué?
Cuando vino a buscarme, llevaba más de un día sin hablar con nadie, aparte de madre, que entraba en mi cuarto de vez en cuando para preguntarme cómo me encontraba. Yo me agarraba la tripa con las manos, ponía cara de enfermo, le decía que muy mal, y no mentía. Era verdad que me encontraba muy mal, peor que en cualquier otro momento que pudiera recordar, porque el golpe, durísimo, no había sido más grave que sus consecuencias, la devastación fulminante, radical, de todo lo que me rodeaba, la muerte prematura de cuanto había brotado, de cuanto había crecido y madurado en mí gracias a la alegría de aquella primavera. Eso era lo que más me dolía mientras pasaba las horas muertas tendido en la cama, mirando al techo como si el techo fuera un espejo que me reflejara por dentro, que me enseñara al idiota que no había sabido quedarse en su sitio, al idiota que no había querido comprender cuáles eran sus deberes y sus lealtades, al idiota que había desafiado al tiempo y al espacio para escoger un camino ficticio, ilusorio, irreal, una vida al margen de las hojas de los calendarios, al idiota que era yo, y no era como Paquito, ni como Alfredo, ni como Miguel, no porque fuera diferente, sino porque era un idiota. Así me sentía, y vacío, hueco por dentro.
—Que si no vas a volver a hablarme en tu vida —el Portugués me dio un codazo para obligarme a mirarle.
—No —y volví a mirar al río—. Tú y yo ni siquiera deberíamos estar juntos aquí.
—¿Por qué? —le conocía tan bien, que no necesité ver su sonrisa para adivinar que estaba sonriendo—. Somos amigos, ¿no?
—No. Ya no.
—¿Y por qué? —volvió a preguntar—. ¿Porque a mí me gusta Paula y tú eres hijo de un guardia civil?
—Justo.
Entonces se echó a reír. Se echó a reír y se volvió hacia mí, me cogió por los hombros, me obligó a mirarle, y al verle, con el pelo quemado por el sol, la piel tostada, los dientes blanquísimos y una paleta partida, quebrada en diagonal como un cuchillo para completar el modelo de hombre que yo habría querido ser, sentí una punzada de nostalgia por todo lo que estaba a punto de perder, Julio Verne, doña Elena, una historia infinita de preguntas y respuestas, el verdadero origen de los cincos pelados que me ponía don Eusebio, ciertos recodos del río donde bastaba meter un cazamariposas en el agua para sacarlo lleno de cangrejos, los bocadillos de pan con tomate y cualquier cosa, y una casilla en la falda del monte, con un huerto, un olivar pequeño, unos pocos animales, unos pocos amigos, y muy pocas cosas muy bien ordenadas, para que todo pareciera limpio sin haber tenido que limpiarlo nunca. Todo eso iba a perder, todo eso estaba perdiendo ya, y se me partía el corazón sólo de pensarlo. Por eso no quería pensar en nada, no quería hablar de nada, ni con él ni con nadie.
—Pues si es eso lo que has entendido, Nino —su voz era risueña todavía—, es que no has entendido nada.
No era la primera vez que me hablaba como si tuviera el don de leer mis pensamientos, pero yo estaba seguro de que ninguna cosa que me dijera aquella tarde podría convencerme. Estuve a punto de decírselo en voz alta, de pedirle que me dejara en paz, porque mi padre había matado por la espalda a Pesetilla y eso ya no tenía remedio. La verdad es también lo que ha sucedido aunque nos guste tan poco que habríamos dado cualquier cosa por haberlo podido evitar. Yo habría dado cualquier cosa por evitar aquella muerte, pero no existía ningún remedio, ninguna solución a mi alcance, y sólo un camino para mí.
Tenía que aprender a pensar, a hablar, a llamar a las cosas con otros nombres. Tenía que aprender que un guardia civil llamado Antonino Pérez se había limitado a aplicar la ley de fugas a un delincuente que pretendía escapar, y que su hijo Elías se había fugado al monte después de faltarle al respeto al maestro, porque no era más que otro delincuente. Tenía que aprender que eran delincuentes las mujeres que vendían huevos de recova, delincuentes las que los compraban, y delincuentes los vecinos que cogían esparto en el monte, los que hacían pleita, los que traficaban con ella sabiendo que estaba prohibido. Sólo así podría aprender después que Cencerro había sido un delincuente, aunque fuera el hombre más listo, el más fuerte, el más valiente al que había llegado a admirar en su vida un idiota como yo, y que delincuente había sido su mujer por quererle, por acostarse con él, por decir la verdad y que el hijo que estaba esperando era suyo. Delincuentes eran sus amigos, sus hermanos, sus vecinos por ampararle, delincuentes los taberneros que fingían haber perdido los billetes con su firma cuando se los pedía la Guardia Civil, delincuente Cuelloduro por pagar una ronda cada vez que aparecían, y delincuentes sus parroquianos por aceptarla mientras cantaban a coro La vaca lechera. Fernanda la Pesetilla era una delincuente por no haber querido entregar a su marido, su madre, otra delincuente por ir vestida de luto y colgar sus ropas en el balcón cada vez que mataban a un bandolero, y ellos, los hombres del monte, más delincuentes que nadie, delincuentes hasta cuando un requeté bailaba encima de sus cadáveres. Todo eso tenía que aprender yo, todo eso tenía que meterme para siempre en la cabeza, y que los chivatos eran ciudadanos ejemplares, los traidores, ejemplares partidarios de la legalidad, los cobardes, personas tranquilas y honestas, amigas de la paz y el orden, todo eso tenía que pensar aunque no lo entendiera, aunque no lo sintiera, aunque me repugnara pensarlo, y que la verdad es sólo la parte de la verdad que nos conviene, y como ningún libro iba a querer enseñarme esa clase de cosas, también tendría que dejar de leer.
—Si tu padre se hubiera negado a disparar sobre Pesetilla —pero Pepe el Portugués había venido a buscarme para hablar conmigo, y estaba dispuesto a hacerlo por encima de todos mis silencios—, le habrían formado un consejo de guerra por insubordinación. Es posible que le hubieran condenado a muerte. Quizás le habrían ejecutado, quizás no, pero ahora estaría en una prisión militar, cumpliendo una pena muy larga, veinte, treinta años, y tu madre viviendo de alquiler, sin pensión, sin economato, sin ningún derecho a nada. Tendría que matarse a trabajar para que Pepa lograra comer mal todos los días y poder llevarle algo a tu padre a la cárcel. En el mejor de los casos, Dulce estaría sirviendo en una casa y tú, seguramente, sirviendo también en un cortijo, levantándote a las cuatro de la mañana para dar de comer a las mulas, trabajando por la comida y dando las gracias encima.
Dijo todo eso de un tirón y se me quedó mirando. Ya no sonreía, ni se burlaba de mí. Cuando le miré, me di cuenta de que nunca le había visto tan serio, pero todavía no fui capaz de decir nada.
—Tu padre no es un asesino, Nino. Eso es lo que tienes que entender. La muerte de Pesetilla fue un asesinato, pero tu padre no es un asesino, no mató porque quiso, no le salió de dentro, no actuó por su cuenta. Le dieron una orden y la cumplió. La cumplió porque él sí sabía todo lo que te he contado hace un momento, porque él pensó en todo eso, hizo sus cálculos, sus números, y disparó.
—¿Y tú cómo lo sabes? —al preguntárselo, me di cuenta de la barbaridad que estaba haciendo, porque él parecía defender a mi padre y yo cuestionar sus argumentos, pero lo que había pasado era mucho más grande que yo, y no sabía cómo manejarlo, cómo interpretarlo, cómo absorberlo, y echármelo a los hombros, y arrastrarlo conmigo para siempre—. ¿Cómo puedes saber lo que él estaba pensando, lo que él…?
—Yo sé muchas cosas, Nino —me interrumpió—. No me preguntes por qué las sé, porque no te lo voy a decir, pero sé muchas cosas. Por ejemplo, que a dos hermanos de tu madre los fusilaron en Almería, en abril de 1939. Y que a tu abuelo, y a un hermano, y a dos primos de tu padre, los fusilaron por las mismas fechas en las tapias del cementerio de Castillo de Locubín, que es adonde llevaban a los de Valdepeñas. Se dieron tanta prisa que tu padre no se enteró a tiempo, no pudo hacer nada por evitarlo, porque los que mataron a tu abuelo no sabían que uno de sus hijos llevaba el mismo uniforme que ellos. Todo eso me lo contó él mismo la tarde que vino a pedirme que os ayudara, que le dijera a todo el mundo que te había contratado para que nadie sospechara la verdad si te veían cerca del cortijo de Catalina. Yo no entendía por qué tenía tanto miedo de que se supiera, y tampoco por qué no se atrevía a pedir un anticipo de ciento treinta pesetas, por qué no podía pedírselas prestadas a nadie. Él me lo explicó, me contó lo que había pasado cuando acabó la guerra, que por eso no ha querido volver a Valdepeñas, y que sabe que nunca va a llegar a cabo, como Romero, o como Carmona, que será el próximo, ni le van a conceder un cambio de destino por mucho que lo pida. Prefieren ponérselo difícil, tenerlo aquí, bien vigilado, por si tropieza, porque no acaban de fiarse de él, y él lo sabe. Tu padre es guardia civil porque el 18 de julio de 1936 estaba en un pueblo donde triunfó el Alzamiento, porque allí nadie conocía los antecedentes de su familia, ni los de la familia de su mujer, porque pensó que alistarse era la mejor manera de que no os pasara nada a ninguno de vosotros si en algún momento llegaban a conocerse, y porque hizo la guerra entera en el bando que la ganó. Si tu padre hubiera estado en su pueblo… Bueno, él era un jornalero sin tierras, y todos los jornaleros sin tierras lucharon en el mismo bando.
Hizo una pausa y se quedó pensando, como si necesitara tiempo para escoger sus próximas palabras con cuidado, pero yo, que aún no lograba comprender el alcance de sus revelaciones, avancé el único dato que conocía de aquella historia.
—En el que perdió la guerra.
—Sí, pero él la ganó. La ganó contra sus padres, contra sus hermanos, contra sus primos, contra sus cuñados, contra sus amigos. La ganó y es posible, me figuro yo, que hasta hubiera preferido perderla, pero la ganó, y le destinaron aquí, a dos pasos de Valdepeñas de Jaén, donde todos los vecinos se acuerdan de quiénes eran los Carajitas, de que estaban afiliados al sindicato de jornaleros y de que todos votaron al Frente Popular. Tu abuelo Manuel era, además y para su desgracia, íntimo amigo de Pelegrín, el alcalde vitalicio, ¿no has oído hablar de él alguna vez?
—Sí, pero…
El desconcierto no me dejó seguir. No había oído hablar ni una, ni dos, ni tres veces del alcalde vitalicio, porque mi padre se refería a él constantemente. Eso fue en tiempos del alcalde vitalicio, decía, igual que mi madre hablaba de la Tarara, de los años, de la época, de los tiempos de la Tarara, como si fueran el Pleistoceno, una era remota, prehistórica, que no tenía más sentido que el de remitir a ella todas las cosas antiguas, los bailes, las canciones, las tradiciones irrecuperables. Eso era el alcalde vitalicio para mí, una gigantesca oficina de objetos perdidos de la que nunca había vuelto nada, ni nadie.
—Sí que lo he oído —intenté explicárselo a Pepe, resolver la interrogación que planteaba el arco de sus cejas—, pero yo creía que era un dicho, una manera de hablar… Mi padre le nombra mucho al hablar del pasado, en los tiempos del alcalde vitalicio, dice siempre. Nunca se me había ocurrido pensar que existiera alguien que se llamara así de verdad.
—Pues existió —el Portugués sonrió al escucharme—, bueno, y sigue existiendo, aunque ya no sé si se podrá llamar vida a lo que le queda… Pero al menos, está vivo, eso sí. Yo llegué a conocerle en tiempos mejores, y no hace tanto, no creas… Pelegrín Martos Peinado era el alcalde más famoso de toda la provincia de Jaén, porque fue el único del Frente Popular que siguió en su cargo desde que ganó las elecciones hasta que acabó la guerra. Tampoco es que eso fuera mucho tiempo, poco más de tres años, pero como por aquí, todos los demás duraban dos días, empezaron a llamarle así, el alcalde vitalicio. Ningún comité se atrevió a destituirle, ni siquiera lo intentaron, y cuando ganaron los franquistas, se vistió de alcalde, con traje y corbata, se fue al Ayuntamiento, como todos los días, se sentó en su silla, y allí esperó sentado a que vinieran a detenerle. Los vecinos le respetaban mucho. También le querían, porque, aparte de haber fundado el Partido Socialista en Valdepeñas, tocaba muy bien el violín, y como en ese pueblo son todos músicos… —me miró, me sonrió—. Eso sí lo sabrás, ¿no?
Asentí con la cabeza porque lo sabía, lo había sabido desde siempre, aunque nunca me había preguntado por qué. Los pueblos de la Sierra Sur estaban tan aislados, tan hundidos cada uno en su valle, que habían ido desarrollando costumbres propias, distintas, a veces incluso opuestas a las de otros pueblos de los que apenas les separaban una docena de kilómetros. Así, en Castillo de Locubín ceceaban, en Alcalá la Real, seseaban, y los que «remanecían» de Valdepeñas de Jaén, porque allí se las arreglaban para hablar español sin usar el verbo ser, sabían tocar algún instrumento.
—Tu abuelo Manuel era anarquista —siguió contándome el Portugués, como si aquella fuera la historia de su familia y no la de la mía—, pero se juntaba con Pelegrín desde chico y tocaban en las bodas, en las fiestas, y ellos solos, muchas tardes, por el simple gusto de hacer música. Siempre estaban juntos, el alcalde con su violín, tu abuelo con su acordeón, y otro, que le decían el Silbido, con una flauta travesera, de esas buenas, metálicas, que se tocan de lado —y sostuvo con los dedos una flauta imaginaria—. Sabes, ¿no? —asentí con la cabeza, sin fuerzas para contar en voz alta que mi padre me había explicado algunas veces cómo se tocaban aquellas flautas que en mi pueblo nadie había visto nunca—. Por eso, cuando acabó la guerra, no se lo pensaron dos veces. A Pelegrín lo detuvieron y lo metieron en la cárcel para juzgarlo públicamente, porque era famoso, un símbolo de la República, y les convenía hacerle fotos, sacarlas en los periódicos. Eso le salvó la vida, porque le condenaron a muerte, pero no quisieron matarlo. Les pareció mejor humillarlo para siempre, mantenerlo preso, como aviso para navegantes, así que le conmutaron la pena por cadena perpetua y ahí sigue, y ahí seguirá hasta que se muera, que tampoco creo que tarde mucho, posando ante los fotógrafos todos los años con su uniforme de presidiario, en la cárcel provincial. Pero al Silbido y a tu abuelo… A ésos los mataron sin juicio, deprisa y corriendo. Les obligaron a ir tocando pasodobles por la calle hasta la plaza, los subieron en un camión, y nadie los volvió a ver, aunque alguien contó después que habían seguido tocando hasta el final, que murieron con sus instrumentos en las manos.
Pepe calló, me miró, y yo no supe qué decir, no supe qué pensar, qué creer, qué aprender y qué olvidar, pero él aún no había terminado y no necesitaba mis respuestas todavía.
—Y la noche en que alguien, y eso es lo único que no sé, lo único que seguramente nunca sabré, fue al cuartel a vender a Regalito, a denunciar que escondía armas en el desván de su casa, tu padre no había matado a nadie todavía, así que le tocó matar a Pesetilla. El teniente decidió que tenía que matarlo, igual que Carmona había matado a Chapines, igual que Romero mató a Fingenegocios, igual que él mismo mató a Laureano cuando le tocó. Era la mejor manera de asegurarse su lealtad, de hacerle cómplice de los demás, de convencerle de que nunca podría bajarse del barco al que la guerra le había subido. De convertirle en un asesino, sí, pero a la fuerza, porque él era un Carajita, seguía siendo un Carajita, hijo y nieto de Carajitas, y no podía elegir no matar a Pesetilla sin arriesgarse a que lo mataran a él. ¿Lo entiendes ahora, Nino? Tu padre no mató por deporte, no mató por placer, ni por gusto, ni porque estuviera convencido de que Fernando el Pesetilla tenía que morir. Tu padre mató porque no podía negarse a matar, mató porque estaba muerto de miedo.
—Pero él… —y sólo en ese momento pude volver a pensar, a razonar por mi cuenta—. Si las cosas son como tú dices, si los suyos habían fusilado a gente de su familia, de mi familia… —un escalofrío me heló la espalda cuando comprendí el sentido de aquel posesivo, y que yo también era un Carajita aunque acabara de escuchar ese nombre por primera vez—. Él podría haberse salido de la Guardia Civil, ¿no? Podría haber trabajado en otra cosa, mudarse a un sitio donde nadie le conociera, donde…
—Sí —pero el Portugués seguía pensando mucho más deprisa que yo—, podría haber hecho eso, desde luego, pero es difícil, ¿sabes? Tomar una decisión así es muy difícil, porque España se ha convertido en un país de asesinos y de asesinados, un país donde se detiene a la gente por capricho, y se la tortura después de detenerla, y luego, se la mata o no, según le dé al que mande en cada lugar, en cada momento. Un país donde ya no hay tribunales que merezcan ese nombre, ni jueces imparciales, ni abogados que defiendan a los procesados, ni derechos, ni garantías, nada, sólo fosas abiertas en las tapias de los cementerios —entonces se detuvo, me miró con un gesto cauteloso, se pensó lo que iba a decir a continuación—. La guerra no ha terminado, ¿lo entiendes? Esto todavía es una guerra, y la gente sigue luchando en el bando que le ha tocado en suerte. Cuando Catalina la Rubia dice que la Guardia Civil es un nido de asesinos, tiene sus razones, porque también fusilaron a su marido, porque acaban de matarle a un hijo. Pero no debería haberte dicho nunca que tu padre es un asesino, porque no lo es. Si tu padre hubiera podido elegir, habría escogido una vida distinta, pero en España ya nadie puede escoger su propia vida.
—Por eso tú y yo no deberíamos estar juntos aquí.
Eso fue lo que sentí, que el Portugués había dado un rodeo larguísimo para llegar a la misma conclusión que a mí me había partido por la mitad en un instante, que me había contado historias que yo habría debido saber y nadie me había querido contar sólo para llevarme a un callejón sin salida, un punto sin retorno, un pozo oscuro y hondo, de paredes lisas, desnudas, sin asideros en los que apoyarse para trepar hacia la luz. Y ahora entendía mejor algunas cosas, desde luego. Entendía por qué mi madre se empeñaba en proteger a Elías a su manera, entendía por qué mi padre había vuelto a casa llorando aquella noche, y por qué ella había tardado tantos años en llevarnos a su pueblo, por qué él no nos había llevado nunca, por qué mis primos de Almería me habían robado los zapatos, por qué un desconocido de sonrisa torcida me había dicho en la puerta de una iglesia que se alegraba de no ser mi padre, y la ruina de mi propia casa, la tragedia de no poder llorar, de no poder hablar, de no poder compartir con nadie la memoria de un padre, de tres hermanos muertos, la trágica obligación de tragárselo todo, las lágrimas, las palabras, las culpas, todo dentro, siempre adentro, mi padre y mi madre cuchicheando cuando andábamos cerca, dándose golpecitos en los labios con el dedo índice, y cállate, Mercedes, que te pueden oír, y calla, Antonino, que te puede oír alguien, aquella vida mala, sórdida, insana como un sótano húmedo y sin ventilar donde florecía el moho de un miedo perpetuo, un grumo polvoriento y gris, tan espeso como si fuera sólido, que taponaba su boca para que los secretos les horadaran por dentro, para que perforaran su garganta, su estómago, sus intestinos, porque las palabras que no se dicen hieren, golpean, pinchan, queman, destruyen los tejidos del cuerpo y del espíritu. Pero eso no cambiaba nada. Yo podía aceptar la versión del Portugués, podía incluso agradecérsela, comprender a mi padre y hasta compadecerle, convencerme de que había matado a un hombre desarmado por la espalda en defensa propia, de que lo había hecho por él y por nosotros, por su supervivencia, por nuestro bienestar, pero en España nadie podía escoger su propia vida, él mismo lo había dicho, y esa había sido mi apuesta, ese mi error, esa mi tragedia.
Y sin embargo, volvió a sonreír al escucharme. Luego escogió una piedra plana, la tiró al río, y cuando la vio saltar por cuarta vez, antes de hundirse en el agua, se me quedó mirando, muy tranquilo.
—Eso sólo depende de ti, Nino, tú tendrás que decidirlo. Tendrás que pensar cómo quieres vivir a partir de ahora y calcular bien las consecuencias, ¿no?
—No te entiendo, Pepe —y era verdad, no entendía sus palabras, apenas las mías, no sabía qué pensar, qué decir, qué hacer en ese momento ni en el resto de mi vida.
—Mira… Tomar decisiones, en una situación como la nuestra, la tuya, la mía, la de todos, es muy difícil, ya te lo he dicho antes. Porque eres hijo de un guardia civil y vas a dar clase tres días a la semana a casa de una mujer a la que unos compañeros de tu padre acaban de matarle a un hijo. Y porque has tenido mala suerte, Nino, todos la hemos tenido, Paco el Rubio la peor, pero… Si ayer no hubieras tenido clase, si Elena se hubiera acordado de avisarte a tiempo de que no subieras, si hubieras llegado dos horas antes o después del minuto en que llegaste, si te hubieras marchado en lugar de quedarte allí parado como un pasmarote, o si yo hubiera adivinado lo que iba a pasar, en vez de seguir en la puerta, mirándote, tan pasmado como tú, pues… No habría pasado nada, ¿no? Estaríamos aquí sentados, eso sí, pescando, cogiendo cangrejos, bañándonos o haciendo el tonto, tan tranquilos.
—Pero ha pasado —tampoco supe exactamente por qué fue en ese instante, y no antes ni después, cuando se me llenaron los ojos de lágrimas.
—Ha pasado, sí… —entonces se acercó a mí, me pasó el brazo derecho por los hombros, apretó mi cuerpo contra el suyo un momento, antes de seguir hablando, y me di cuenta de que me estaba abrazando, y de que era la primera vez que me abrazaba—. Y es una putada, Nino, una putada enorme, no creas que no me doy cuenta. Porque no eres más que un niño, porque sólo tienes diez años, porque no sabías nada, ni eres responsable de nada. No te mereces lo que te acaba de pasar, pero te ha pasado, eso es verdad, y ahora tienes que pensar en ti y en los demás.
—En ti… —arriesgué, porque todavía no entendía adonde quería llegar.
—No, en mí no —me soltó, y volvió a sonreír, y a comportarse como siempre—. Yo no tengo nada que ver con esto. A mí me gusta Paula, sí, y me gusta estar contigo, igual que me gustaba estar con mis sobrinos, en Torreperogil, y si decides que ya no quieres que seamos amigos, pues… Te echaré de menos cuando esté solo, aquí, en el río, pero no me pasará nada peor. Sin embargo, si le dices a tu padre que no quieres volver al cortijo de las Rubias nunca más, él se preguntará por qué, te lo preguntará a ti, y antes o después, se enterará de lo que ha pasado. Se sentirá muy mal, peor que nunca, porque él no mató a Pesetilla por gusto, ya te lo he dicho, porque no está orgulloso de haberlo matado, porque estoy seguro de que se siente culpable aunque se diga a sí mismo que lo único que hizo fue cumplir con su deber, y aunque eso también sea verdad, porque matar a la gente por la espalda es ahora el deber de muchos españoles. Pero él habría preferido no hacerlo, y sobre todo que tú nunca hubieras llegado a enterarte, y se sentirá tan mal, tan hundido, que es muy posible que decida vengarse de Catalina, registrar su casa todos los días, acosarla, humillarla, hacerle la vida imposible… Él puede hacerlo, tú lo sabes, y algunos de sus compañeros colaborarían con él de mil amores y sin hacer preguntas, eso también lo sabes. Y quizás pensarás que la Rubia se lo merece, que si ha sido tan mala contigo, merece que le paguen con la misma moneda, pero el problema es que entonces también cobrarán Chica, y Paula, y Filo, cobrará Manoli y cobrarán sus hijos, y Elena, y su nieta, porque todos viven juntos, ya lo sabes, y todos viven de lo mismo. Pero ni siquiera eso es lo más importante, Nino.
Hizo una pausa para mirarme y yo le devolví la mirada como pude, porque nunca le había visto tan grande, ni a mí mismo tan pequeño, tan endeble, tan inútil para sostener la inmensa carga que acababa de depositar sobre mis hombros, que me pesaba ya como un fardo insostenible, una roca tan brutal como aquella que los dioses habían condenado a transportar durante toda la eternidad a un griego cuyo nombre no podía recordar, aunque estaba seguro de que doña Elena lo había repetido varias veces al contarme su historia.
—Ahora tienes que pensar sobre todo en ti —y siguió hablando, tan fuerte, tan seguro, tan implacable como si me mirara desde la cumbre del Olimpo—. Eso es lo más importante, qué va a pasar contigo, qué clase de persona quieres ser, si vas a acatar la voluntad de los que mandan, o vas a ser capaz de no tenerla en cuenta. Hay personas que creen que en España las cosas son como deben ser, que la Guardia Civil no tiene por qué dar explicaciones a nadie de sus actos, que no hace falta ningún juicio para decidir que una persona es culpable, que toda ley debe cumplirse, aunque sea injusta, sólo porque es la ley. Otras personas, muchas más, no lo creen, pero no se atreven a decirlo en voz alta porque tienen miedo, y les gustaría vivir en un país diferente, con leyes diferentes, una policía diferente que cumpliera otra clase de deberes, pero encogen los hombros y se callan para que no les pase nada malo, porque saben la clase de cosas que pasan, y hasta qué punto puede ser peligroso llevarle la contraria a los que tienen el poder. Y hay algunas personas, pocas, que piensan por su cuenta, y dicen lo que piensan, y actúan de acuerdo con sus ideas, y no porque no conozcan el riesgo que corren, sino porque creen que correr ese riesgo merece la pena. ¿Y tú?
Volvió a detenerse, y volvió a mirarme con una atención, una intensidad que yo no creía haber inspirado jamás en nadie, pero no le contesté, porque intuí que él mismo iba a darme la respuesta a todas sus preguntas.
—¿Qué clase de persona vas a ser tú? ¿A quién quieres parecerte? Eso es lo más importante de todo, porque tú, ahora mismo, tienes la facultad de decidir sobre la suerte de mucha gente, tu padre, tu madre, seguramente también tus hermanas, y todas las Rubias, y eso es mucho para un niño de diez años, lo sé, es demasiado, pero lo peor es que no vas a tener siempre diez años, Nino. El año que viene tendrás once, y al otro doce, y luego veinte, y después veinticinco, y todos los días de esos años, y de los que vengan más tarde, te acordarás de la decisión que vayas a tomar ahora, te alegrarás o te arrepentirás, y esa clase de persona serás, un hombre valiente, que a los diez años fue capaz de cargar con un secreto terrible, que hizo de tripas corazón, y apretó los dientes, y siguió adelante para no hundir a su padre, a su madre, a cinco mujeres que no se lo merecían y a una que tal vez se lo había buscado, o un hombre cobarde que prefirió lloriquear, darse pena a sí mismo, que se escondió en su cuarto diciendo que le dolía la barriga y que no quiso hacerle mal a nadie, pero tampoco hizo nada por evitarlo. Eso es lo que tienes que pensar muy bien, Nino.
—Bueno, pero ahora… —le miré, y vi en sus ojos una sombra de preocupación que me conmovió tanto como sus palabras—. Ahora tengo ganas de llorar.
Pepe el Portugués volvió a abrazarme, y yo me abandoné a su abrazo y lloré, lloré un rato muy largo, sin preguntarme por qué, por quién lloraba, sabiendo sin embargo que lloraba por mí y por mi padre, por mi madre, que nunca más iba a volver a Almería, y por mi padre, por mi abuelo Manuel el Carajita y por mi padre, por Fernando el Pesetilla y por mi padre, por los tíos a quienes no había llegado a conocer y por mi padre, por mi padre, por mi padre, por mi padre, que era un asesino y un pobre hombre, un asesino y un hombre bueno, un asesino y un desgraciado, un asesino y su propia víctima, un asesino y ni rastro del hombre feliz que sonreía en la vieja fotografía en blanco y negro de los buenos tiempos que nunca volverían. Lloré, y mientras lloraba creí no pensar en nada, y sin embargo, tuve tiempo de pensar en muchas cosas antes de aburrirme de llorar. Pensé que no era tan difícil decidir, que fingir era fácil, que llevaba toda la vida fingiendo, mintiendo, mintiéndome a mí mismo y a los demás desde que Dulce me enseñó a mentir por mí, y por ella, y por Pepa, desde que me explicó por primera vez que los gritos que nos despertaban por las noches no eran gritos verdaderos de verdaderas personas, sino gritos de mentira de actores y de actrices que chillaban en una película. No era tan difícil decidir, porque mi padre, mi madre, sabían mentir en un instante, sin vacilar, sin descomponerse, duérmete, que no ha sido nada, has debido tener una pesadilla, y sonreían, pues deja a los niños que se vayan, tendrán algo que hacer, sus madres les estarán llamando, y sonreían. Sonreír era fácil, era fácil mentir, fingir, ocultar la verdad a los demás, ocultársela a uno mismo, estáis castigados sin salir ni al patio, y por qué, porque lo digo yo, llevaba toda la vida oyendo lo mismo, diciendo lo mismo, haciendo lo mismo. Eso no era difícil. Tampoco comprender que mi vida, nuestra vida, era una vida de mierda, una vida fea, áspera, pestilente, en la que sin embargo yo sabía vivir, porque desde que nací, no había hecho otra cosa que aprender a vivir en mi mierda de vida.
Así que decidir no era tan difícil. Cuando me cansé de llorar, me aparté del Portugués sin levantar la cabeza, me limpié la cara con las manos antes de volverla hacia él, y comprendí que cuando me había preguntado a quién quería parecerme, conocía de sobra la respuesta.
—¿Vas a ir luego a ver a Paula?
—Pues no pensaba, la verdad… —su voz era cautelosa todavía—. ¿Por qué lo dices?
—Para que le digas a doña Elena que mañana, a las cinco, estaré arriba.
Al escucharme, Pepe el Portugués sonrió, cerró los ojos un instante, y en la levedad de ese mínimo movimiento, se aflojó todo su cuerpo, se relajaron sus hombros, sus brazos, su espalda, en un grado casi imperceptible, tanto que ni siquiera estoy seguro de haberlo visto, pero sí estoy seguro de que lo noté, de que lo atrapé por los pelos con la punta de unos dedos imaginarios, como si su instantánea, brevísima transformación, acabara de activar algún sentido nuevo y desconocido para mí, una facultad distinta de las que había creído tener hasta aquel momento.
—Bueno, pues vámonos —y hablaba como siempre, sonreía como siempre, me miraba como siempre y hasta me dio una palmada en la espalda, como solía hacer siempre que estaba contento conmigo, y yo sabía que se alegraba por mí, pero había algo más y no lograba descubrir qué era—. Te acompaño hasta el cruce y luego tiro para arriba, ¿de acuerdo?
—Vale.
Y me levanté, me sacudí los pantalones, me emparejé con él y echamos a andar al mismo ritmo, pero seguí preguntándome si sería cierto que mi respuesta le había aliviado más de lo que demostraba, y por qué lo disimulaba entonces, y qué estaba en juego en realidad cuando vino a buscarme a casa aquella tarde, aparte de mi propio futuro, el horizonte inmediato de mis diez años y medio, el remoto territorio que alguna vez habría colonizado un hombre llamado Antonino Pérez Ríos y de quien yo aún lo ignoraba todo excepto su nombre. Yo confiaba en el Portugués, y no dudaba de que se preocupaba por mí, igual que yo me había preocupado por él otras veces, porque en Fuensanta de Martos, en 1948, la preocupación era el indicio más certero de la amistad, del cariño, pero no podía desprenderme de la sensación de que había algo más, otro interés oculto en aquel discurso impecable, tan bien armado, tan bien estructurado, tan sabiamente dosificado desde el principio hasta el final. Entonces, por un instante, sospeché que Pepe no me lo había contado todo, pero no logré darle una forma siquiera aproximada a esa sospecha, porque él desbordó enseguida todos los márgenes de mi imaginación.
—Pero que conste que subo al cortijo sólo por ti. No veas la que me va a caer encima si Paula está arriba y me ve aparecer —porque él sabía cómo hacer hablar a la gente, y distraerla, y despistarla, y conseguir que atendiera solamente a lo que a él le convenía—. No sé si te has dado cuenta, pero hace diez días que no me habla.
—¿De verdad? —porque sabía que, a pesar de todo, yo me iba a dar cuenta de que hacía más de una semana que no subíamos juntos al cortijo—. Pues antesdeayer, cuando os vi en el porche, no me pareció… Estabais abrazados y eso, ¿no?
—Sí, antesdeayer sí, porque había muerto su hermano y cuando me enteré subí enseguida, y fue como una especie de tregua, pero ayer volvió a las andadas, que anda que no sois chismosos por aquí, ¿eh? —porque sabía contarle a cada uno lo que le apetecía escuchar en cada momento, sin decir ni una palabra más de las imprescindibles—. Y eso que el mes pasado, cuando fui a Jaén a comprar pienso, no tenía intenciones de hacer nada, en serio, lo último que pensaba… Pero en el almacén me encontré con uno de mi pueblo que se empeñó en invitarme a una copa, natural, ¿no?, y luego tuve que invitarle yo a otra para no quedar mal, total, que entre una ronda y otra, ya se sabe, acabamos a las tantas en una venta de las afueras que parecía normal, bueno, normal más o menos, porque dentro había unas tías que… ¡Uf, tendrías que haberlas visto! Claro que mejor… No, mejor no te lo cuento.
—¿Pero qué es lo que tendría que haber visto? —porque sabía cómo hacer que cualquier pez mordiera en su anzuelo sólo con tirar la caña al aire.
—No, que eres muy pequeño —porque sabía tirar de la cuerda ni mucho ni poco, con la fuerza justa.
—¡Que no soy pequeño, joder! —porque sabía cómo mantener a sus presas enganchadas, boqueando fuera del agua todo el tiempo que hiciera falta—. Eso no se hace, Pepe. Cuando se empieza a contar una historia, hay que terminarla.
—Eso es verdad —porque sabía que, cuando daba el último tirón, ya no había remedio, ni salvación posible—. En eso llevas razón, sí señor, pero tienes que prometerme que no se lo vas a contar a nadie.
—Te lo prometo —y todo lo demás, mi padre, mi abuelo, el Pesetilla, empezó a alejarse, a hacerse más pálido, más pequeño, más borroso sin que yo llegara siquiera a darme cuenta.
—Pues nada, que en el mostrador había una tía rubia, ¿sabes? Pero no como mi novia, que la llaman así y es castaña oscura, sino rubia de verdad, bien teñida de amarillo, y… Bueno, parecía una lancha neumática, la cabrona —empezó a dibujarla con las manos y yo ya no tenía memoria, ni cabeza, ni atención para nada que no cupiera en el hueco de sus palmas abiertas—, porque tenía el culo así, pero así, te lo juro, como una pera gigantesca —y extendía los dedos hacia delante para acariciar la silueta de aquella fruta imposible—, y las tetas como dos sacos de arena, duras y blandas al mismo tiempo, elásticas, redondas —y curvaba los dedos hacia arriba como si soportaran un peso imaginario—, estupendas, de verdad, y las piernas… En fin, que me sacó a bailar, ¿qué te parece? Me sacó a bailar y, claro, yo, pues tuve que salir, y se me pegó… Pero como una lapa, en serio —y se contoneaba muy despacio, abrazando el aire—, se me apretó tanto que se lo notaba todo, y de repente, me metió una pierna entre los muslos, te lo juro, Nino, yo no le estaba haciendo nada y ella me metió la pierna, empezó a moverla, y… ¿Qué iba a hacer yo, aunque no tuviera la culpa de nada? Pues lo que tenía que hacer, eso hice, que no te lo voy a contar porque eres muy pequeño, pero al salir… ¿A que no sabes a quién me encontré apoyado en el mostrador al salir?
—¿Te acostaste con ella? —ni siquiera Paquito, por mucho que alardeara, sabía muy bien en qué consistía aquello, pero hasta yo sabía que, de todo lo que se podía hacer con una mujer, lo más importante era acostarse.
—Que no me preguntes eso, que te he preguntado yo primero, ¿estamos? ¿A quién crees que me encontré apoyado en el mostrador? —negué con la cabeza porque no tenía ni idea, aunque ya estaba seguro de haber elegido lo mejor al elegir parecerme a Pepe el Portugués—. ¡Al Putisanto! Nada más y nada menos que al Putisanto, ¿qué me dices?
Entonces empecé a reírme como si no pudiera parar nunca, y me reí mucho, durante mucho tiempo, hasta que el estómago me dolió de tanto reírme, de doblarme sobre mí mismo de carcajada en carcajada, mientras me imaginaba el encuentro entre Pepe el Portugués y Emeterio el Putisanto, el capillitas más ferviente que jamás ha paseado tantos escapularios, tantas estampas de Vírgenes y Cristos, tantas medallas y cordones de seda y fajines morados, por las camas de las casas de putas de toda la provincia de Jaén.
—Y ya ves tú —él seguía hablando, exagerando, haciendo muecas sin dejar de mover las manos—, el Putisanto, que se pasa la vida yendo de la cofradía a la casa de putas y viniendo de la casa de putas a la cofradía, que cuando paga a las chicas, les mete una estampita de la Virgen entre los billetes, que sólo sabe ir de procesión en procesión, de día y de noche, con los pantalones subidos o con los pantalones bajados, porque no hace otra cosa, el hijoputa… ¿Qué tendrá él que ver con Paula? ¿Dónde pueden haberse encontrado? En ninguna parte, ¿no? Porque a su mujer no se lo habrá contado, por la cuenta que le trae, digo yo, así que… ¡Bueno, pues Paula se ha enterado!
—¿En serio? —y estaba claro que a él no le parecía gracioso, pero yo no podía parar de reír.
—Como coja al que le ha ido con el cuento, le arranco los huevos, te lo juro —y me reía tanto, que me miró y se rio conmigo—. Total, que el lunes de la otra semana, subí al cortijo a verla, como si tal cosa, y en cuanto me vio aparecer por la cuesta… ¡Zas! Se metió para dentro. Y Filo, que estaba en el porche, me dijo al verme pasar, mira, el compadre del Putisanto, ten cuidado, Pepito, no vayas a equivocarte hoy de puerta… Que ésa, también, hay que ver…
—Y te marchaste, claro.
—¿Quién? ¿Yo? —y se señaló a sí mismo con el dedo—. No, señor. Yo me arrimé, estuve muy torero y no me sirvió de nada, esa es la verdad, pero me arrimé, entré a buscarla. ¿Qué pasa, Paula?, le dije, poniendo cara de angelito, ¿por qué me ha dicho Filo no sé qué del Putisanto? Ella estaba doblando ropa, como si tal cosa, pero tiró el cesto al suelo y se vino para mí. ¡Te voy a matar, cabrón! Eso me dijo, y después, todo lo que se sabe, el catálogo completo, de cabo a rabo…
—¿Y tú qué hiciste? ¿Le pediste perdón?
—¿Yo? —volvió a apoyarse el dedo en el pecho, pero levantó las cejas mucho más que antes, como si mi última pregunta le hubiera llevado hasta el último límite del asombro—. Ni hablar. Yo lo negué todo, pero todo, de principio a fin, pues no faltaría más… Le dije que era mentira, que yo no me había encontrado con el Putisanto en ninguna parte, que sería otro que se me parecía, y ella que sí, que sí, que hasta le había dicho adiós y todo, y yo que claro, que ese otro le habría dicho adiós, que si el Putisanto le había saludado, ¿qué quería ella que le dijera? Pues adiós, claro está. Y que yo no estaba allí, que yo no sabía nada, que yo no había hecho nada con ninguna rubia, y que no, que no y que no —volvió a extender el dedo, lo dirigió hacia mí y lo movió un par de veces, como si quisiera subrayar la importancia de lo que estaba a punto de decirme—. A las mujeres siempre hay que decirles que no, Nino. Hay que negarlo todo, siempre, todo, acuérdate bien de lo que te digo, aunque te pillen con las manos en la masa, tú di que no, y si alguna te dice, ¡pero si te he visto!, tú contestas que no, que no me has visto, y si te dice, ¡pero si yo estaba allí!, tú que no, que no estabas allí… Me lo enseñó el hermano pequeño de mi padre cuando yo tenía tu edad, y nunca me ha fallado. Siempre hay que negarlo todo, decir que no, que no y que no, porque además, luego, ellas te lo agradecen… Claro que Paula es dura de pelar, primero, porque es como es, y luego, porque, a ver, se ha hecho mujer sin padre, sin ningún hombre en la casa, igual que sus hermanas. Ella sólo tenía catorce años cuando mataron al Rubio, y entre eso, y el carácter de su madre, y que nadie la ha metido nunca en cintura, pues… Es una fiera, sí, aunque, qué quieres que te diga, cuando se pone así es cuando más me gusta, es que me vuelve loco. Por eso, aquel día, antes de que terminara de insultarme, la cogí por los brazos, la trinqué bien, empecé a besarla, y le dije la verdad, que ninguna mujer me ha gustado en mi vida ni la cuarta parte de lo que me gusta ella, pero estaba tan cabreada que cuando vio que no podía soltarse, empezó a chillar, ¡Chica, tráeme las tijeras del pescado, que le voy a cortar la polla a éste en tres trozos! No seas animal, Paula, le dije, adónde vas a ir tú si me cortas la polla, pero nada, que no hubo manera. Y yo pensé, vamos a esperar un par de días, a ver si con el tiempo se amansa un poco. Estuve tres sin subir, pero cuando volví a aparecer, Chica salió a la puerta, se me puso en jarras, y me dijo, yo que tú no entraría, Pepe, la que avisa no es traidora. Yo entré de todas formas, y… ¡Buah! Más de lo mismo, para qué te voy a contar. Hasta que pasó lo de su hermano, y creí que ya, con el disgusto, se habría olvidado del Putisanto. Total, que esta mañana subí arriba otra vez, a llevarle una cajetilla, porque a Paula le gusta mucho fumar, ¿sabes?, aunque su madre se lo tenga prohibido, le encanta, y yo siempre compro tabaco para ella cuando compro para mí, pero llevaba las tijeras del pescado en el bolsillo del delantal, y las sacó nada más verme. ¿Qué?, me preguntó, mientras las abría y las cerraba, haciéndose la modosa, encima, ¿querías algo? Intenté hablar con ella, hacerla razonar, le dije que los dos sabíamos que me iba a perdonar antes o después, que no tenía sentido que me hiciera esperar tanto, pero ella se lio a gritos conmigo, y Catalina salió enseguida a echarme de allí, diciendo, a gritos ella también, que en aquella casa estaban de luto. Llevaba razón, claro, así que… —se metió la mano en el bolsillo de la camisa y sacó una cajetilla de tabaco sin abrir—. Aquí la tengo todavía, y lo peor es que, a este paso, me la acabaré fumando yo, más pronto que tarde.
Hacía ya un rato que habíamos llegado al cruce, y yo habría seguido allí, de pie, escuchando al Portugués, todo el tiempo que él hubiera querido seguir hablando, pero el paquete que tenía en la mano había puesto punto final a la última historia de aquella tarde.
—Trae, anda —le pedí, extendiendo la mano—. Dámelo a mí, y yo se lo daré a doña Elena mañana para que se lo dé a Paula de tu parte.
—Eso —y sus ojos se iluminaron para brillar de malicia en un instante—. Y dile también que le diga que estoy fatal, ¿eh? Cuéntale que tú me ves muy mal, muy pálido, que no hablo, que no como, que ando arrastrando los pies… Dile que tienes la impresión de que estoy a punto de caer enfermo, ¿te acordarás?
—Sí —me metí el paquete en el bolsillo, me eché a reír y empecé a andar de vuelta a casa.
—Mañana vengo a buscarte al cruce y me lo cuentas, ¿estamos? —el Portugués seguía de pie, en medio del camino, sonriendo con sus dientes blanquísimos—. Lo importante es que exageres mucho…
—Ya —y me di la vuelta para andar hacia atrás, sin dejar de mirarle—. Le digo que te estás muriendo, si te parece.
—¡Pero si es verdad que estoy fatal! Te lo juro, Nino, en serio… La rubia aquella estaba buenísima, pero yo me estoy poniendo malo…
Al doblar la curva, dejé de verle, pero aún pude escucharle.
—De verdad que estoy muy mal, cada vez peor…
Y cuando me encontré con mi padre y con Romero, a la altura de las primeras casas del pueblo, todavía me estaba riendo.
—¡Hombre, hijo, me alegro mucho de verte tan repuesto! —me dijo con su sonrisa de hombre bueno, antes de besarme en la mejilla—. ¿Ya estás bien?
—Sí —yo también le besé, como le había besado siempre, y fue fácil—. Ya no me duele la barriga.
—A saber qué habrás comido, todo el día vagabundeando por ahí, en el río. Te habrás dado un atracón de moras verdes, por lo menos…
Cuando llegamos a casa, cada cosa estaba en su sitio, igual que siempre, Dulce cuchicheando con Encarnita en el patio, madre con el delantal puesto, removiendo el puré de verduras que alternaba invariablemente para la cena con pisto o sopas de ajo, a despecho del clima y de las estaciones, y Pepa esperándome para que la ayudara a pegar estampas en su álbum. Nos pusimos las manos perdidas de engrudo, nos las restregamos por la cara y nos reímos mucho, y madre se enfadó, y nos volvimos a reír. Cuando terminamos de limpiarnos en la pila de la cocina, ya era la hora de cenar, y cenamos, y luego nos fuimos a la cama, y estuve leyendo un rato muy largo, pero no conseguí desembarcar en la India con Phileas Fogg, porque un par de páginas antes de llegar, Dulce me obligó a apagar la luz, diciendo que conmigo no había quien durmiera en aquella casa.
Entonces intenté atraerme a la oscuridad, ponerla de mi parte, obligarme a pensar en el cuerpo de aquella rubia que parecía una lancha neumática, verla con los ojos cerrados, bailando con Pepe, pegándose a él, metiéndole la rodilla entre las piernas, pero fue inútil, e inútil fue pensar en Paula, imaginar su furia, sus insultos, sus vanos intentos por escapar de los brazos del Portugués. Las dos imágenes me gustaban, me parecían excitantes, divertidas, pero no logré atraparlas, no pude retenerlas ni instalarlas en el lugar de mi mente donde, al ritmo de un pasodoble, un hombre flaco, calvo, tembloroso, avanzaba de espaldas hasta que se escuchaba el eco del disparo que le derribaba, que le hacía caer una vez, y otra, y otra más, con los brazos separados del cuerpo, con las manos abiertas, con una camisa a cuadros que nunca había visto y unos pantalones pardos, anchos y remendados, que tampoco había visto jamás.
El Pesetilla murió muchas veces aquella noche, y moriría muchas otras veces, muchas otras noches, por implacable decreto de la oscuridad enemiga, la oscuridad hostil que siempre le vestiría de la misma manera, reservando para mi abuelo, a quien no había visto nunca, ni siquiera en foto, una camisa blanca, inmaculada, donde una bala hacía florecer una mancha de sangre, una mancha redonda, irregular, que al principio era bonita, como un clavel cuando se abre, pero luego crecía, se deformaba, se expandía tan deprisa que ya lo había teñido todo de rojo, la tela, el fuelle del acordeón, las teclas que aún apretaban sus dedos ensangrentados, cuando el cuerpo se desplomaba bruscamente sobre la espalda, el estrépito seco del golpe incapaz de imponerse al chirrido de un acorde interrumpido, inacabado, sólo aire y ya no música. Pero yo seguía oyendo el mismo pasodoble que mi abuelo y el Silbido estaban tocando antes de morir, una canción alegre y machacona cuyo título no conocía, pero que escuchaba todos los años, cuando don Justino contrataba a un torero muerto de hambre y compraba dos novillos para las fiestas, escuchaba esa música y veía a parejas endomingadas bailando sobre los adoquines, alrededor de un cadáver tirado en una plaza, y era Cencerro, pero era mi abuelo, y era Crispín, pero era el Silbido, y la música sonaba y sonaba, las teclas del acordeón goteaban sangre, hasta que volvían a matar a Manuel el Carajita, hasta que volvían a matar a su amigo el flautista, y sus manos soltaban sus instrumentos por fin, pero aquel pasodoble nunca dejaba de sonar.
A los fusilados los matan de frente, y por eso, y aunque no quisiera, yo veía a mi abuelo con la cara de su hijo, y era mi padre quien moría con un acordeón entre las manos, al lado de un hombre que sostenía una flauta y a quien no le veía la cara. Mis tíos, el hermano de mi padre y sus dos primos, tampoco tenían rostro, sólo él, que era mi abuelo y a la vez su hijo, mi padre, el guardia Antonino Pérez, cuando disparaba un instante después sobre otro hombre flaco, calvo, desarmado, que siempre se ponía la misma camisa de cuadros para morir. La oscuridad, que no quería ser mi cómplice, trabajaba con ellos, para ellos, los traía hasta mi cama cada noche y me los tiraba encima, vivos aún, como si acaso pudiera yo salvarlos, como si pudiera evitarles cada una de las muertes que iban a morir en mí, que les matarían muchas veces sólo por mí y para mí, en esa y en otras muchas noches pintadas de rojo.
Y sin embargo, mientras los veía caer, y levantarse para caer otra vez, también pensaba. Recordaba lo que me había dicho Pepe el Portugués y lo que yo ya sabía, lo que había sabido siempre, los gritos que escapaban de los calabozos, la voz de Laureano rompiendo el silencio de una noche cualquiera, el terror de Fernanda tras la pared de al lado, los camiones llegando por la carretera vieja, el miedo de mi madre, el de mi padre, y su estampa triste, encogida de frío, cuando entraba en la cocina de madrugada, la capa almidonada por la escarcha de otra madrugada estéril. Pensaba, y mientras mi cabeza se iba llenando de palabras, de razones, de argumentos, la sangre se iba volviendo más pálida, más clara, menos sangre, para convencerme de que, en realidad, las cosas no habían cambiado tanto. Yo siempre había sabido lo que temía saber, y nunca había querido preguntar para no correr el riesgo de descubrirlo. Ahora había descubierto algunas cosas más, que Regalito escondía armas en el desván de su casa, que mi padre no había llegado a tiempo de salvar a su propio padre, y por qué estaban viudas las madres de los ladrones de zapatos a los que había conocido en Almería, pero eso no cambiaba mucho las cosas porque yo estaba vivo, y vivía en Fuensanta de Martos, en 1948, porque tenía ojos, oídos y curiosidad, imaginación y una vida de mierda en la que dos y dos siempre sumaban cuatro, y los guardias civiles disparaban de noche sobre oscuros hombres desarmados. Yo no era como Paquito, no era como Alfredo ni como Miguel, y no sabía por qué, pero después de hablar con Pepe, había decidido pensar por mi cuenta, y eso me hacía menos idiota que ellos. Pensar era bueno, porque el pensamiento ahuyentaba a los cadáveres, transformaba en palabras y números a los asesinos y a sus víctimas, me obligaba a pensar en mí, ya no en los demás, y me imponía la necesidad de prometerme que yo nunca, jamás, por ninguna razón, ningún motivo, colaboraría, ni de cerca ni de lejos, en la desgracia, en el dolor, en la cárcel o en la muerte de nadie.
Aquella promesa me serenaba, me daba calor y confianza, y así, sin sospechar que no pasaría demasiado tiempo antes de que se convirtiera en algo más que una enfática cadena de palabras solemnes, logré por fin dormirme aquella noche. Me desperté muy tarde, casi a las once. El sol picaba ya detrás de los cristales, y el paisaje negro, sombrío, de los cuerpos sin vida desplomándose ante una tapia, parecía una ilusión hueca y tramposa, la dramática cáscara de una pesadilla incompatible con la realidad de una mañana de verano. Mientras el sol viajara por el cielo, todos estábamos a salvo, y por eso me levanté, me vestí, me zampé en un momento dos rebanadas grandes de pan con manteca y me fui a buscar a Paquito para estrenar un día corriente, un día semejante a muchos otros días, con su cartucho de pipas, y su baño en el río, y su partido de fútbol, y su propio despiste, tan parecido a los que, casi siempre, nos obligaban a volver a casa corriendo para sentarnos en la mesa cuando nuestras madres estaban ya sirviendo la comida. Sin embargo, la cuesta que subía hasta la casilla vieja se me hizo más dura que nunca aquella tarde.
Cuando llegué arriba, comprendí por qué. La puerta estaba abierta, como de costumbre, y doña Elena sentada a la mesa, esperándome. Tampoco allí parecía haber cambiado nada y sin embargo, todos los elementos que integraban aquella escena familiar, conocida, estaban tan perfectamente dispuestos que parecían falsos, como objetos pintados sobre un telón.
El tapete estampado que doña Elena utilizaba para proteger el tablero de madera barnizada, ocupaba el centro de la mesa con tanta exactitud como si hubiera medido con una cinta métrica los centímetros que lo separaban de cada extremo, y la misma sensación daba la máquina, que ocultaba el motivo central de la guirnalda de flores impresa sobre la tela en una posición escrupulosamente equidistante. A su izquierda, tres lápices recién afilados reposaban sobre una libreta como tres líneas paralelas sobre un rectángulo impecable. A su derecha, las cuartillas estaban apiladas con tanto cuidado que no parecían hojas, sino un libro blanco y sin portada, cuyo lomo, cosido con hilo transparente, no pudiera apreciarse a simple vista. Doña Elena, erguida en la silla, los brazos flexionados, las manos abiertas sobre el tapete como custodios de la máquina de escribir, parecía la suma sacerdotisa de un templo consagrado a la armonía geométrica, la expresión más pura de esa pulcritud que siempre había formado parte de ella misma y sin embargo nunca la había envuelto con tanta precisión como aquel día, desde la cabeza, donde había recogido en la disciplina de un moño severísimo hasta el más rebelde de sus cabellos, hasta los pies, que parecían uno solo, tan bien alineados estaban en sus zapatos de piel usada, brillante y muy limpia.
Todo eso vi hasta que me miró. Cuando levantó la cabeza y me miró, dejé de calcular cuántas veces habría colocado, corregido, retocado y revisado cada objeto para estrellarme con una luz oscura, caliente, sucia, que era inexacta, y torpe, y desordenada, y que nunca antes había visto en sus ojos.
—Desde que te marchaste el otro día, he estado pensando en qué podría decirte, Nino —aquella voz apagada, sin brillo, también era nueva para mí—. Desde que te fuiste, ando buscando una historia que contarte, en mi cabeza, en los libros, en todas partes… Pero no la encuentro. Eso es lo que pasa con España, ¿sabes? Este país… Lo que pasa aquí ya ha pasado otras veces en otros sitios, pero no es igual, porque nosotros siempre llegamos a todo más tarde o más temprano que los otros, nunca a tiempo, y por eso… La verdad es que no sé qué decir. Que siento mucho lo de la otra tarde. Lo siento de verdad, Nino.
Yo tampoco supe qué decir. Me quedé parado a unos pasos de la mesa, sin atreverme a avanzar ni a retroceder, preguntándome qué hacer, cómo ir hacia ella, cuando doña Elena se levantó, y al hacerlo, lo desbarató todo, la exactitud matemática, inhumana, del tapete, la máquina, las cuartillas y los lápices, y en la reconfortante tibieza de aquel desorden, vino hacia mí, abrió los brazos para que yo me metiera dentro y eso hice, apretarme contra su cuerpo, aferrarlo con las dos manos, abrazarlo y dejarme abrazar, respirar con ella, la cabeza apoyada en su pecho, hasta que los dos nos serenamos por completo. Cuando nos separamos, doña Elena tenía los ojos húmedos, yo no. Yo ya había llorado todas mis lágrimas.
—Gracias —le dije. Ella asintió con la cabeza y no quiso añadir nada, pero yo había encontrado ya una solución para romper el silencio que nos abrumaba a los dos por igual—. ¿Usted se acuerda…? Me contó una vez la historia de un griego al que los dioses condenaron a cargar con una roca inmensa por una cuesta…
—Claro —me sonrió—. Sísifo.
—¡Eso, Sísifo! —y como si ese nombre actuara como un interruptor, una palanca capaz de ponernos en marcha, empezamos a andar hacia la mesa con una naturalidad aún titubeante—. Ayer intenté acordarme de su nombre, y no pude, y tampoco me acuerdo bien de su delito, el pecado por el que le castigaron.
—Bueno, pues te lo cuento otra vez —ella ocupó su lugar en la mesa, yo el mío, y entre los dos volvimos a estirar el tapete, a apilar las cuartillas, a colocar los lápices sobre la libreta—, pero luego damos clase, ¿eh?
Aquella clase fue el final de la historia, el broche que cerró el paréntesis de horror y conocimiento que se había abierto en el porche de las Rubias apenas dos días antes, y el principio de una vida nueva para mí, una vida donde ya no cabían la imprudencia, la inconsciencia y la sinceridad que me había permitido cultivar hasta entonces, privilegios infantiles que se habían extinguido bajo el peso de un secreto y de su precio, tan alto, tan insoluble, tan duradero como la condena de Sísifo. Pero en aquel momento, ni siquiera me di cuenta, tan contento estaba de haber vuelto a lo que yo aún creía que era mi vida de antes.
—Si quieres, mañana podemos recuperar la clase de antesdeayer —doña Elena me acompañó hasta la puerta, la abrió, y vimos venir a Paula, que apresuró el paso al comprender que ya habíamos terminado.
—¿Te vas, Nino? —me preguntó cuando aún le faltaba un trecho.
—Sí —y sólo entonces me acordé de que llevaba un paquete de tabaco en el bolsillo.
—Espérame, que quiero pedirte un favor.
La miré con atención y la vi como siempre, ni de mejor ni de peor humor que otras veces, pero tranquila, menos parecida a la protagonista del cuento de las tijeras del pescado de lo que yo esperaba.
—Cuando vuelvas a casa, si no te importa —lo único extraño era que me hablara con tanto miramiento—, pasa por la de Sanchís y dile de mi parte, por favor, que no hay miel.
—Que no hay miel —repetí—. Eso le digo, ¿no?
—Justo. Que al hombre del que me habló el Portugués no le quedaba ni un tarro, que la había vendido toda, ¿te acordarás?
—Claro —y me dije que no era un mal momento para debutar como Celestino—. ¿Pero por qué no se lo dices a él?
—¿A quién, a Pepe? —asentí con la cabeza y ella sonrió con un gesto que expresaba más satisfacción que otra cosa—. Porque ése no tiene cojones para subir aquí.
—¡Paula, por favor! —doña Elena la regañó sin demasiado énfasis mientras yo celebraba con una carcajada aquella prueba del amoroso infortunio del Portugués—. No hables así.
—¿Por qué? Si digo la verdad, sólo la verdad, ni más ni menos. Que no hay cojones.
—A lo mejor no —intervine, y me llevé a los labios dos dedos entreabiertos, como si sostuviera con ellos un pitillo—, pero sí que hay un regalo para ti.
Asentí con la cabeza a la interrogación que flotaba sobre sus cejas, y cuando me despedí de doña Elena, ella me siguió por el camino trasero con una docilidad insólita.
—Mira —cuando estuve seguro de que mi profesora no podía vernos, me saqué el paquete del bolsillo y lo sostuve en el aire.
—¡Ay, qué bien! —ella me lo quitó de entre los dedos sin darme tiempo a entregárselo—. ¡Qué alegría más grande!
—Ayer por la mañana vino a traértelo, pero como estás tan enfadada con él…
No estaba muy seguro de que me estuviera oyendo mientras la veía abrir el paquete, sacar un pitillo y llevárselo a los labios para encenderlo enseguida con una cerilla de la caja que tenía escondida en el sostén. Yo nunca había visto fumar a una mujer y creía que sería un espectáculo raro, hasta desagradable, pero Paula inhaló el humo con ansia, y cuando dejó escapar la primera bocanada, en su cara se pintó un placer tan intenso que sonreí sin darme cuenta, y seguí hablando sin pensar muy bien en lo que decía.
—Y le gustas mucho cuando te enfadas, ¿sabes?, eso dice, pero…
—Que le gusto cuando me enfado, ¿no? —pero ella sí era capaz de fumar y de interrumpirme al mismo tiempo—. Pues dile de mi parte que no sabe la suerte que tiene.
—Pero si está muy mal, Paula, en serio, lo está pasando fatal. No come, no habla, yo creo…
—Que se va a poner malo, ¿no?
—Sí, eso es —admití, descolocado por aquel alarde de perspicacia—. Bueno, ya se ha puesto, está malísimo, pero… ¿Cómo lo has adivinado?
—¡Ay, ay, ay! —me cogió del cuello y me zarandeó en broma, sin hacerme daño—. ¿A ti no te da vergüenza ser tan canijo y tan embustero ya? ¡Anda que, con bueno te has ido a juntar, qué barbaridad! Todos sois iguales, desde pequeñitos, lo mismo de caraduras, que es que no tenéis remedio… Ea, me voy —apuró el pitillo y aplastó la colilla contra el suelo—, que no se te olvide lo de la miel, ¿de acuerdo?
—Sí, pero… —y cuando ya se estaba marchando, hice un último intento—. ¿Y al Portugués qué le digo?
Mientras bajaba la cuesta, iba pensando que lo mejor para él sería que no acudiera a la cita, pero al llegar al cruce, me lo encontré sentado en una piedra, esperándome.
—¿Qué? —y me sonrió, como si esperara grandes cosas de mi embajada.
—Que si te gustan las gordas —pero no me quedó más remedio que repetir el mensaje de Paula palabra por palabra—, que te las pagues.
—¡Joder! —se levantó y empezó a sacudirse los pantalones a manotazos de rabia—. ¿Eso te ha dicho?
—Tal cual. ¡Ah! Y que si te gusta tanto cuando se enfada, no sabes la suerte que tienes, porque va para largo.
—¡Pues sí que estamos bien! —entonces se paró a pensar un instante y me miró con el ceño fruncido—. Pero entonces la has visto…
—Claro.
Se lo conté todo, y sobre todo, la alegría con la que Paula había recibido su regalo, el placer con el que la había visto fumar. Pretendía animarle, darle esperanzas, pero apenas prestó atención al argumento principal de mi relato.
—Así que no hay miel, ¿eh? —concluyó por su cuenta, y lo repitió despacio, como si quisiera aprendérselo bien—. No hay miel. Qué raro.
—Pues eso me ha dicho, que el hombre que le dijiste ya no tenía —no se movía, ni me miraba, como si se hubiera perdido en la inmensidad de una noticia tan pequeña—, que la había vendido toda.
—Ya, lo que pasa es que me extraña, porque… —pero enseguida sacudió la cabeza, sonrió y echó a andar hacia el pueblo—. Me habían contado que él compraba toda la miel de por aquí, que por eso nunca le faltaba, pero qué le vamos a hacer. Vamos, te acompaño a casa.
—¿Sí? Qué bien, porque así, si no te importa, hablas tú con Sanchís, mejor.
—Si quieres… Tampoco tengo otra cosa que hacer. Pensaba acercarme al cortijo, pero…
—Paula dice que no tienes cojones.
—Pues no, la verdad. Ya comprenderás que no están las cosas como para asomar los cojones por allí —movió los dedos en el aire como si fueran las hojas de una tijera imaginaria, y nos echamos a reír—. Anda, que si no me gustara tanto, le iban a ir dando a esa bestia…
Pero le gustaba mucho, le gustaba tanto como decía en voz alta y todavía más, porque cumplió sin rechistar una penitencia tan larga como el mes de julio, más de treinta días de cautelosas aproximaciones y decepcionantes resultados en los que casi siempre anduve yo metido de por medio, porque era yo quien subía los regalos y yo quien bajaba las respuestas, yo quien sembraba ruegos y recogía negativas, yo quien transmitía palabras de amor en ambas direcciones. Las de Paula no lo parecían, pero ella casi siempre se las arreglaba para merodear alrededor de la casa de doña Elena a las seis en punto, y sonreía, complacida por la intensidad de mis súplicas antes de decirme que no, que todavía no quería volver a verle, pronunciando con mucho cuidado el acento de aquel adverbio cruel, pero esperanzador al mismo tiempo.
—Llévale esto mañana, anda, a ver si se ablanda —y a veces era un mechero, y otras, una bolsa de caramelos, un cartucho de bombones, un pañuelo, un frasco de colonia—, porque yo ya no sé…
—¿Pero tú no me dijiste a mí que los hombres como nosotros no se casan nunca?
—Pues sí, te lo dije, pero ¿qué quieres? Estoy tonto perdido, no creas que no me doy cuenta. Y lo peor es que además me estoy arruinando, que me gasto en estas chuminadas todo el dinero que me devuelve tu padre, y el mes que viene termina de pagármelo.
Al final, lo resolvió él solo, y lo resolvió a su manera, arrimándose.
—¿Sabes lo que te digo? —me advirtió cuando le conté que con la colonia tampoco había habido nada que hacer—, que ya está bien. Mañana mismo subo contigo y que Dios reparta suerte.
Al día siguiente, al coronar la cuesta, nos encontramos con que Paula había llegado antes que nosotros, y estaba sentada en la puerta de la casilla, haciendo pleita con doña Elena. Cuando nos vio llegar, se levantó, se nos plantó delante y cruzó los brazos, pero el Portugués no se arrugó.
—Mira, Paula, ya he perdido demasiado tiempo con esto, así que, o te arreglas conmigo o me vuelvo a mi pueblo, tú verás.
Ella no movió ni un músculo de la cara. Se quedó quieta, callada, mirándole sin pestañear, como si quisiera calibrar si aquella advertencia iba en serio o su novio acababa de tirarse un farol. Estaba dispuesta a estirar la incertidumbre hasta donde diera de sí, pero él no se lo consintió.
—Bueno, pues me voy —Pepe se acercó a ella y le estrechó la mano como si se despidiera de una simple conocida—. Podría haber sido mejor, pero desde luego, ha sido un placer.
A ella le gustó aquella despedida, porque sonrió como si se relamiera, pero él ni siquiera llegó a verlo. Antes había girado ya sobre sus talones para dar un paso, dos, tres, y seguir andando a buen ritmo, con los pulgares enganchados en los bolsillos del pantalón. En ese momento, creí que acababa de contemplar el final de aquella historia, pero escuché a tiempo la voz de Paula.
—¡Quieto ahí, tontopollas! —un acento risueño aligerando el insulto.
—¿Qué me has llamado? —preguntó él, volviéndose a mirarla pero sin moverse del lugar donde se había parado.
—Tontopollas —la Rubia se rio y empezó a bajar la cuesta—. Te he llamado tontopollas…
—¡Qué barbaridad! —al oírla, mi profesora cabeceó, me pasó el brazo derecho por los hombros—. ¡Cuánta tontería!, ¿te das cuenta, Nino?
Pero doña Elena también sonreía, siguió sonriendo cuando les vimos abrazarse en medio del sendero, sonrió hasta que Paula levantó los brazos, cogió la cabeza del Portugués con las dos manos y la acercó a la suya para amenazarle en un susurro mientras él la rodeaba con sus brazos, mientras la pegaba contra sí y la mantenía tan apretada como si pretendiera comprobar la consistencia de su cuerpo, o como si sus manos la hubieran echado tanto de menos que no supieran estarse quietas.
—Y te voy a decir algo más…
—¿Qué me vas a decir, a ver? —y aunque procuraba estar torero, hasta yo me di cuenta de que no las tenía todas consigo.
—No me lo vuelvas a hacer si quieres que pueda seguir insultándote… —quizás por disimularlo, decidió aprovechar aquella pausa y lanzó la cabeza hacia delante sin avisar, pero ella siguió sosteniéndola con la firmeza suficiente para mantenerse a salvo de su boca—, porque si vuelvo a pillarte, te la corto en tres trozos y se acabó lo que se daba.
A doña Elena eso ya no le hizo gracia, y en el preciso instante en que la Rubia soltaba la cabeza de Pepe, y cerraba los ojos para ofrecerle sus labios entreabiertos, me obligó a entrar en casa y tuve que imaginarme todo lo que no pude ver.
En aquel momento, pensé que el Portugués había sido el vencedor de aquella batalla, pero antes de que terminara el verano dejé de estar tan seguro de quién la había ganado, porque lo que había entrado en crisis siendo un amorío, salió de la reconciliación convertido en todo un noviazgo. Esa novedad no alteró mi amistad con Pepe, porque Paula se fiaba de mí, y prefería que su novio estuviera conmigo a que anduviera solo por el pueblo, de bar en bar. Así, el peor verano que había estrenado en mi vida, terminó siendo un buen verano de días tan largos y agotadores que a veces me bendecían con el don de un cansancio irresistible, sobre todo en agosto, cuando me dediqué a ir con el Portugués a coger esparto, la obligada contribución a la economía del cortijo que Paula le había impuesto entre otras condiciones.
La guerrilla seguía funcionando, su imprenta también, y mi padre y sus compañeros estaban demasiado ocupados como para andar a la caza de recolectores furtivos. Por eso, cuando pasaba el día entero en el monte, cortando juncos, haciendo gavillas, llevándolas al molino, me quedaba dormido después de leer un par de páginas, sin tiempo para ver nada, para escuchar nada, para pensar en nada. Otras noches eran peores, pero cuando empezó a refrescar, me di cuenta de que me estaba acostumbrando a mis propias pesadillas, a las visitas de esos sangrientos fantasmas que, con cada repetición, parecían menos reales, menos dolorosos y terribles. Al principio me sentí incómodo, casi culpable por abandonarles, por dejarles cada vez más solos, por caer dormido un poco antes cada noche mientras ellos seguían muriendo una y otra vez dentro de mi cabeza, pero luego recordé que también las viudas sobrevivían, y sobrevivían los huérfanos, y todos desayunaban, y comían, y cenaban, se levantaban por la mañana, se acostaban por la noche, y hasta se divertían a veces. Así no se puede vivir, pero así se vivía, así vivíamos todos, y yo no tenía ganas de morirme mientras me quedaran tantos libros por leer, tantas historias por escuchar, tanto monte y tanto río por explorar con el Portugués.
Parecía que todo seguía igual, pero todo estaba empezando a cambiar aunque yo no me diera cuenta. En septiembre, cuando el calor aflojó y la luz de los atardeceres empezó a envolver el cielo en una gasa de oro pálido, templado y tierno, Pepe me compensó por todo el esparto que habíamos cogido juntos con largas sesiones de pesca y de pereza. Y una de aquellas tardes, igual en todo a las demás, de pronto se me quedó mirando con un interés para el que no encontré explicación, sobre todo porque en el rato que llevábamos en el río, ninguno de los dos había tenido suerte.
—¿Qué pasa? —le pregunté, y él frunció el ceño, pero tardó un buen rato en reaccionar.
—A ver, ponte de pie…
Me levanté, y siguió mirándome con tanta extrañeza que empecé a mirarme yo también, pero no encontré nada raro en mi ropa, en mis piernas, en mis manos, en mis zapatos. El Portugués, sin embargo, asintió con energía, como si quisiera darse la razón a sí mismo, y se levantó enseguida para colocarse a mi lado, tan pegado a mí como si fuéramos soldados en una formación.
—Estás creciendo, Nino —me explicó al fin, e inclinó la cabeza para calibrar desde arriba la distancia que separaba mi hombro del suyo—. Pero un montón…
—No puede ser —objeté, y sin embargo, al mirar yo también nuestros hombros, los encontré más cerca que de costumbre—. Los niños crecen en verano.
—¿Sí? Bueno, al de este año todavía le quedan unos días.
—Ya, pero Paquito siempre crece en julio y en agosto, cuando hace mucho calor.
—Pues Paquito crecerá en verano, pero tú vas a crecer en otoño, mira lo que te digo…
Era verdad. Aquella noche, antes de entrar en casa, me apoyé en el poste donde padre marcaba con su navaja mi estatura de cada año, y coloqué un dedo justo encima de mi cabeza. Cuando me aparté, vi que el espacio que lo separaba de la última muesca era más del doble del que mediaba entre las dos últimas señales. Me puse muy contento, pero después de pensarlo mucho, decidí que lo mejor sería no contarle nada a nadie, y esperar a que, en mi próximo cumpleaños, una alegría inesperada fulminara la desilusión de todos los catorces de enero que yo podía recordar. Quedaban casi cuatro meses, y pensé que se me harían eternos, pero todo, dentro y fuera de mi cuerpo, estaba empezando a cambiar, y pasarían muchas cosas graves, importantes, antes de que llegara a cumplir once años. La primera ocurrió a principios de octubre, cuando doña Elena me dijo que ya no podía enseñarme nada más.
—¿Qué? —le pregunté, como si estuviera hablando en un idioma incomprensible, y ella sonrió al verme con la boca abierta.
—De taquigrafía y mecanografía no, desde luego —cerré la boca, y volvió a sonreír—. Ya hemos completado el método y escribes muy bien, muy deprisa, así que, si te parece, vamos a dedicar este mes a preparar el examen. La señorita Rosa tiene un conocido que trabaja en una academia de Jaén donde están dispuestos a examinarte por libre. No te podrás sacar un título de secretariado, eso no, ni falta que hace, pero sí un diploma elemental, que te acredite como taquígrafo y mecanógrafo. Tampoco creo que, a tu edad, eso vaya a servir de mucho, pero los títulos nunca estorban. Así, tu padre estará contento, comprobará que te he enseñado bien, y yo me podré ir tranquila.
—¿Adónde?
—A Oviedo —y sus labios se fruncieron en una mueca que no pude interpretar, un gesto complejo de tristeza y de fastidio, de deber y de resignación—. Tengo una hija allí, ya lo sabes, y cuatro nietos, nada menos, a los que no conozco. Mi nieta tampoco conoce a sus primos, así que… Antes o después, teníamos que ir, porque yo soy su madre, siempre seré su madre, y… Tú ya sabes cómo son las cosas que pasan cuando se cruza la guerra con las familias, ¿no?
Asentí con la cabeza, pero no perdí ni un segundo en decir lo que sabía, porque en aquel momento, ni siquiera mi propia tragedia familiar me angustiaba tanto como la posibilidad de perder a doña Elena.
—Pero, entonces… —sus libros, sus clases, sus historias—. ¿Se va a ir a vivir a Asturias?
—No, no —y se echó a reír, como si hubiera algo divertido en todo aquello—. Como mucho, voy a estar allí un mes, nada más. Mi hija quería que me quedara a pasar la Navidad con ellos, pero… —y se puso seria para decir algo que me conmovió más de lo que habría podido calcular—. No lo voy a hacer. A principios de diciembre quiero estar de vuelta. Yo ya soy de aquí. Ahora, vosotros sois mi familia.
En aquel pronombre personal cabían tantas cosas que después de escucharlo sentí que no podía defraudarla. El diploma me importaba todavía menos que a ella, y sin embargo, preparé el examen lo mejor que pude, me aprendí de memoria la ortografía de una lista larguísima de palabras difíciles, y me esforcé por aplicar todos los recursos mnemotécnicos que me fue enseñando mientras hacíamos dictado tras dictado. Doña Elena no quiso acompañarme a Jaén. Me dijo que sería mejor que me llevara mi padre, y la eché tanto de menos al enfrentarme a una prueba mucho más sencilla de lo que esperaba que, apenas volví al pueblo, subí corriendo a la casilla vieja para contárselo.
—Ya está. Me han corregido el examen sobre la marcha y me han dicho que he aprobado con buena nota. La verdad es que ha sido muy fácil.
—¡Qué bien, Nino! —abandonó sobre la cama una maleta a medio hacer para abrir una botella de vino de Málaga que tenía preparada en una bandeja, con dos copitas y una fuente de pestiños de Manoli—. Eso hay que celebrarlo.
Me sirvió un dedo escaso de vino, para brindar es más que suficiente, dijo, y lo equilibró con tres pestiños dorados, crujientes.
—Se va usted mañana temprano, ¿verdad? —me limpió con una servilleta las comisuras de la boca, nevadas de azúcar, mientras asentía con la cabeza—. Y le importaría mucho… ¿Puedo llevarme unos pocos libros para leer este mes, hasta que vuelva? Todavía no he terminado Escuela de Robinsones, pero…
—¡Claro que puedes llevártelos! Los que tú quieras, aunque… Tampoco hace falta. Ven, voy a enseñarte un secreto.
Se levantó para dar la merienda por terminada y la seguí en silencio hasta el exterior de su casa, pero no entendí qué estaba haciendo mientras la veía acariciar con el dedo índice, muy despacio, el contorno del marco de la ventana más próxima a la puerta.
—Mira, fíjate bien, ¿lo ves? —entonces se volvió para enseñarme un trocito del revoco de la fachada cuya ausencia revelaba un hueco entre la madera y la pared—. Aquí siempre hay una llave. Ven, trae el dedo… —volvió a componer el muro y guio mi índice con el suyo hasta que noté una pequeña protuberancia de la que pude tirar sin dificultad—. ¿Lo notas? A ver, hazlo tú solo —y volví a tapar y a destapar el escondrijo, a coger y a dejar la llave sin su ayuda—. Muy bien. Cuando me vaya, esta llave se quedará aquí. Así que, cuando te acabes el libro, vienes, la coges, entras, te llevas el que quieras, cierras la puerta, eso sí, y vuelves a dejar la llave en el agujero, ¿de acuerdo? También podrías colarte por el ventanuco de la derecha, que no cierra bien, pero ¿para qué vas a trepar, pudiendo entrar andando, como las personas?
De todas formas, antes de despedirme, me llevé Un capitán de quince años. Creí que sería suficiente para llenar su ausencia, pero me equivoqué. Aquel noviembre, frío y lluvioso, se me hizo mucho más largo de lo que había calculado. El río se helaba cada noche para convertir sus riberas en un lodazal donde no se podía andar sin hundirse en el barro hasta las rodillas, y cuando salíamos de la escuela, apenas había luz suficiente para jugar en la calle. Poco después, empezaba a llover y ya no se podía hacer nada, sólo terminar los deberes y leer, o jugar a las cartas con Paquito y Alfredo y leer, o pegar cromos en el álbum de Pepa y leer. Por eso aprovechaba los días secos para ir al molino, a ver al Portugués, y hasta cuando no le encontraba, volvía a casa contento de haber hecho por lo menos eso. También subí a la casilla vieja un par de veces, la primera para dejar Escuela de Robinsones en su lugar de la estantería, y la segunda para nada, sólo por dar una vuelta y mirar los libros que aún no había leído. La casa estaba helada y el frío me echó enseguida. Me habría gustado coger otro tomo de los Episodios Nacionales, porque estaba ya cansado de mares, de navíos y de islas que parecían desiertas y no lo estaban nunca en realidad, pero me dio miedo llevarme sin permiso un libro tan caro, y me conformé con Miguel Strogoff, cuyo argumento, al menos, no sucedía en un barco.
Quizás por eso me gustó tanto la historia del correo del Zar, un relato interior de estepas inmensas y heladas salvajes, donde las traiciones y las lealtades, los caballos y sus jinetes, dibujaban un paisaje que me resultaba mucho más familiar, más verosímil que aquellas fantásticas travesías que no podía comparar con nada que hubiera vivido. Quizás por eso me lo leí en cuatro días, y faltaban más de siete para que doña Elena volviera de Oviedo cuando lo terminé. Al día siguiente, al salir de la escuela, me encontré con que ya estaba chispeando, pero me dio lo mismo. Le dije a mi madre que don Eusebio me había mandado mirar un montón de palabras en una enciclopedia, que doña Elena tenía una en su casa, que Filo me estaba esperando para acompañarme arriba y que volvería enseguida, y subí a la casilla con la conciencia tranquila porque, con la única excepción de la compañía de Filo, lo que le había dicho era casi verdad. Necesitaba un libro de doña Elena con urgencia porque no podía estar una semana entera metido en casa sin nada que leer. Además, y aunque yo todavía no lo supiera, Filo también iba a hacerme compañía aquella tarde.
La llave no estaba en su sitio. Por más que la busqué dentro y fuera de su agujero, no pude encontrarla. La puerta estaba cerrada, las contraventanas también, y sin embargo, cuando empecé a darle la vuelta a la casa, tuve la sensación de que pasaba algo extraño, algo distinto que no había percibido las otras dos veces. No tuve que esforzarme mucho para descubrirlo, porque enseguida vi el hilo de humo, muy débil ya, o todavía, que escapaba por la chimenea. Entonces, instintivamente, llamé a la puerta una vez, dos veces. En la tercera, el miedo paralizó mi brazo antes de que mi mano se posara en la madera. Salí corriendo sin saber por qué, y al doblar la esquina, me quedé pegado al muro, esperando, pero nadie salió a abrir. Sólo cuando me convencí de que la casa estaba vacía, me serené lo suficiente como para empezar a burlarme de mí mismo.
No tenía ningún motivo para comportarme igual que un niño pequeño, un niño tonto y cobarde, porque la dueña de aquella casa me había dado permiso para entrar allí, y las Rubias lo sabían, y tenía que haber sido alguna de ellas, y no precisamente Catalina, quien había encendido el fuego. Aquel edificio formaba parte de su cortijo, y habrían ido hasta allí para algo, para esconder un rollo de pleita o cocinar cualquier cosa, para estar a solas, lejos del barullo de la casa grande, o hasta para fumar, si la intrusa había sido Paula. Pensé en todo esto muy despacio, vi que ya no salía humo por la chimenea, y volví a la puerta, llamé con la mano y con la voz, pero nadie me abrió. Quien hubiera estado allí se había ido ya, y se había llevado la llave o la había dejado dentro, pero también se podía entrar por el ventanuco de la derecha, doña Elena me lo había dicho, que estaba estropeado y no cerraba bien.
Rodeé la casa para estudiar la fachada trasera y me pregunté cuál de los dos ventanucos habría querido señalar ella al identificarlo como el de la derecha. Entonces me acordé de haber visto otras veces, bajo el que en aquel momento estaba a mi izquierda, los restos de unos viejos travesaños de madera empotrados en la pared, que los Rubios habrían utilizado para subir la paja hasta el altillo en la época en la que el edificio se usó como granero. Pensé que lo más lógico era que doña Elena se refiriera a ese hueco, porque no había manera de llegar hasta el otro sin una escalera, y nunca había visto ninguna por allí. Tampoco tenía otra opción, así que me metí el libro dentro de la camisa y empecé a trepar.
Me costó mucho trabajo, porque ya era de noche, estaba lloviznando y no veía bien. Mis suelas de goma resbalaban continuamente sobre los peldaños húmedos, recubiertos de cal mojada, pero cuando llegué hasta arriba, me bastó con empujar el ventanuco para colarme dentro. La casa estaba caliente y en penumbra porque quien hubiera encendido el fuego, había prendido también dos velas que ardían en un candelabro, sobre la mesa, aunque su luz apenas me permitía identificar los contornos de los bultos que me rodeaban. Así, antes de disponer del tiempo suficiente para recuperarme del esfuerzo de haber llegado hasta allí, comprendí que mi escalada no iba a servirme de nada. En aquella penumbra, lo más fácil sería que me partiera una pierna antes de lograr llegar a la escalera y bajar por ella, pero recordé a tiempo que en alguna novela de Julio Verne había leído que los ojos se acostumbran a ver en la oscuridad, y decidí confiar en los míos. Con la espalda apoyada en la pared, las piernas extendidas entre algo que parecía un trillo y un bulto grande metido en un saco, esperé unos minutos, pero cuando creía estar empezando a distinguir los filos de las piedras clavadas de canto en la madera, escuché el ruido de una cerradura, el chirrido de las bisagras de la puerta que se abría y se cerraba a toda prisa, y enseguida vi a Filo con toda la potencia de la lámpara que acababa de encender.
Intenté echarme para atrás, pero ya estaba apoyado en la pared y no tenía margen para retroceder. Ahora lo veía todo muy bien, a mi izquierda la trilla, más allá unos baúles, cajas de madera al fondo, y a mi derecha, bajo una pila de sacos vacíos, un bulto muy grande, de forma más o menos cuadrada y paredes metálicas, que no supe identificar. Estaba casi seguro de que Filo no podía verme, porque desde abajo yo nunca había visto los sacos, ocultos por varias cajas de cartón con una bicicleta rota encima, pero de todas formas cogí el primero, dejando a la vista una palanca de metal con una empuñadura redonda de baquelita negra, y me lo eché por encima para poder mirar a Filo sin que ella me descubriera. Lo primero que vi, cuando se quitó el abrigo para mirarse en el espejo, fue que se había puesto muy guapa. Llevaba un vestido de lunares de colores sobre fondo blanco, escotado y con tirantes, un vestido de verano que le sentaba muy bien pero era completamente absurdo en una noche de lluvia de finales de noviembre, y se había adornado el pelo, largo y rizado, brillante, con una cinta verde. Estuvo mirándose un rato, se pellizcó las mejillas, se pintó los labios y, cuando empezó a tiritar, volvió a ponerse el abrigo y se sentó en una silla, cerca de las velas. Estaba esperando a alguien, y no hizo otra cosa durante cinco minutos, diez, más de un cuarto de hora, hasta que en el silencio absoluto que nos rodeaba, escuchó algo que yo no llegué a oír. Entonces, a toda prisa, volvió a pellizcarse las mejillas y empezó a hacer cosas raras con los labios, sumiéndolos hacia dentro para sacarlos después, como si quisiera besarse uno con otro, y la puerta se abrió, dejó ver el perfil de una figura oscura y presurosa, volvió a cerrarse. En ese instante, Filo se levantó y yo me quise morir.
—Te parecerá bonito —ella se quedó junto a la mesa, de espaldas a mí, y aunque no podía verle la cara, me di cuenta de que se estaba haciendo la ofendida—. Vine ayer, vine antesdeayer, y hoy estaba ya a punto de irme.
Elías el Regalito, que a pesar del flequillo se había convertido en un hombre maduro, grande y musculoso, como si hubiera crecido diez años en los dos que habían pasado desde que le vi por última vez, apoyó en la pared un fusil que me pareció más alto que yo, y se acercó a ella sonriendo, muy despacio.
—Eso, tú sigue metiéndote conmigo… —Filo se quitó el abrigo y lo dejó caer al suelo, para que él pudiera cogerla por la cintura cuando llegó a su lado—, que como se enteren arriba de que he bajado a verte, me fusilan.
Luego besó a la Rubia muchas veces, en el cuello, en el pelo, en la cara, por fin en la boca, y yo lo vi todo, porque tuvo el detalle de girarla para sentarla encima de la mesa y cuando se apretó contra ella, los dos estaban de perfil frente a mis ojos, pero esa fortuna se agotó muy pronto.
—Anda que… —Filo se separó un momento para mirarle—, menudo Cencerro estás tú hecho.
—Tolón, tolón —contestó él, recorriendo con las manos abiertas los pechos, las costillas, la cintura más deseada de Fuensanta de Martos, y mientras su propietaria se estaba riendo todavía, giró la cabeza y se quedó absorto un instante, antes de hablar como para sí mismo—. No sé si voy a saber hacerlo en una cama, a estas alturas.
—Pues sí que estamos bien —Filo le cogió la cabeza con las manos para obligarle a mirarla—. Si no vas a servir ni para eso…
Elías se echó a reír, la cogió en brazos, se la llevó a la cama, que estaba situada justo debajo del borde del altillo, y ya no vi nada más.
Siempre igual, pensé, mientras recordaba a Sanchís y a Pastora besándose en la verbena, mientras volvía a verlos en su casa, él pintándole de rojo las uñas de los pies, mientras imaginaba al Portugués reconciliándose con Paula delante de la puerta cerrada tras la que doña Elena me dictaba sin desmayo que don Wenceslao el quiropráctico había hecho una visita terapéutica a don Eustaquio, el otorrinolaringólogo, que se había roto el esternocleidomastoideo haciendo espeleología, siempre igual, siempre lo mismo, la misma suerte traidora que me llevaba hasta el borde del único pecado interesante para dejarme allí, colgado en el aire, abandonado a la condena de una curiosidad sin recompensa.
El vestido de Filo voló por el aire para caer en el suelo y empecé a oírles. Sus cuerpos hacían chirriar el colchón al rodar sobre la cama y los muelles crujían, el cabecero golpeaba la pared, yo escuchaba sus besos, sus palabras, sus risas, un escándalo que haría imposible que me oyeran, pensé, si me movía con cuidado, si me tumbaba boca abajo, si asomaba un poco, sólo un poco, la cabeza. Agarré aquella extraña palanca con mango de baquelita por la base, intenté moverla, y comprobé que estaba asegurada. No cedió mientras me apoyaba en ella para incorporarme con tanto sigilo que ni siquiera yo alcancé a oír mis propios movimientos, y cuando logré ponerme de rodillas, lo demás fue fácil. También inútil. Tendido boca abajo, con el saco sobre la cabeza y la nariz entre dos cajas de cartón, a unos pocos centímetros del borde del voladizo, lo único que pude ver fue una esquina de la colcha roja, luego un pie, después dos y al final ninguno, pero cuando el desaliento me impulsó a mover la cabeza de un lado a otro, lo que sí contemplé, con una abrumadora claridad, fue el fusil de Regalito apoyado en la pared.
En algún momento debía de haberme vuelto loco, y ni siquiera me había dado cuenta. Ni a un loco de atar se le habría ocurrido hacer lo que yo estaba haciendo, y al comprenderlo, empecé a sudar y sentí que me congelaba al mismo tiempo. Elías y Filo seguían a lo suyo, haciendo cada vez más ruido, y yo estaba donde no tenía que estar, porque si alguno de los dos me descubría, mi cadáver era el único que iban a encontrar en aquella casa. Eso pensé, y nada más, porque ya ni siquiera hizo falta que siguiera recomendándome precaución a mí mismo.
Mientras los amantes descansaban, y ronroneaban, y se reían, y empezaban a cansarse otra vez, no hice ruido ni ninguna otra cosa, apenas respirar. Tenía los ojos cerrados, los brazos pegados al cuerpo, las palmas de las manos me sudaban como si se me estuviera yendo la vida por ellas, me había vuelto loco, estaba haciendo algo que ni siquiera un loco de atar se habría atrevido a hacer, y pasaba el tiempo y no pasaba nada, y cada posibilidad que se me ocurría en aquella inmovilidad tan parecida a la muerte era peor que la anterior, porque ya serían las siete, y le había dicho a madre que iba a volver enseguida, y ya eran las siete y no había vuelto, y no faltaría mucho para que empezaran a buscarme, y cuando lo hicieran, el primer lugar donde me buscarían sería la casa de doña Elena, y allí me encontrarían, con Filo, con Regalito y con su fusil, y no iban a dejarle escapar, no querrían dejarle escapar ni intercambiar mi vida por la suya, nunca lo habían hecho cuando otros inocentes habían tenido la mala suerte de asomar la nariz donde nadie les esperaba, así que moriríamos todos, moriría yo, que me había jurado solemnemente a mí mismo que nunca jamás haría nada para buscarle una desgracia a nadie, y morirían ellos, el Cencerro de Fuensanta con su novia, una de las chicas más guapas de la comarca, parecía una novela, parecía una película, pero no lo era, porque todos íbamos a morir, los de dentro y quizás también los de fuera, quizás también mi madre, o mi padre, si era él quien subía a buscarme, porque Elías tenía un fusil y tendría que usarlo, yo podía comprender eso, podía comprenderlo todo, pero no podía hacer nada, nada, no podía avisarles, no podía escapar, no podía moverme, no podía salvarles ni salvarme con ellos, sólo seguir allí, boca abajo, imaginando mi propia muerte mientras escuchaba cómo se cansaban, cómo descansaban, cómo volvían a cansarse, hasta que en uno de los silencios que se abrieron después del estrépito, Elías se salvó la vida, y se la salvó a Filo, y me la salvó a mí en un solo instante.
—Tengo que irme —cuando le escuché, me entraron ganas de reírme y de llorar a la vez—. Ya deben ser más de las siete. Si tardo, empezarán a preguntarse dónde me he metido, pensarán cosas raras y será peor. Arriba, andan las cosas muy revueltas.
—No te vayas, Elías, por favor —la voz de la Rubia, ronca y caliente, era difícil de resistir—. Todavía no, por favor…
—No me digas eso, no te pongas así, Filo… —pero él, por fortuna para todos, estaba decidido a marcharse—. Por mi gusto, me quedaría aquí toda la vida, ya lo sabes. ¿O no lo sabes?
Yo lo sabía, él lo sabía, ella también tenía que saberlo, pero así y todo, tardaron casi media hora en despedirse, y yo ya estaba más pendiente de los ruidos de fuera que de los de dentro, cuando los muelles del somier crujieron por última vez y pude ver de nuevo a Regalito, ya vestido, listo para marcharse.
—Espera… —Filo saltó desnuda de la cama, se abrazó a él, y yo nunca había visto a una mujer desnuda, quizás ninguna de las que podría llegar a ver en mi pueblo sería tan hermosa como ella, pero tenía tanto miedo que ni siquiera me fijé, la vi desnuda y no me fijé, estaba desnuda y yo nunca había visto a una mujer desnuda, pero la vi sin mirarla, sin darme cuenta de lo que estaba viendo, como si me estorbara, como si sobrara, porque en aquel momento no deseaba nada, no me importaba nada excepto verla vestida otra vez—. Me visto y salgo contigo.
—No —Elías la besó mientras se deshacía de su abrazo con delicadeza—. Conmigo no. Vístete tranquilamente y espera a oír un silbido. Cuando lo oigas, vete a tu casa derecha sin mirar para atrás, ¿de acuerdo?
Filo asintió con la cabeza, recogió su vestido del suelo y se quedó de pie mientras le veía marchar. Ya le había dado tiempo a vestirse y a calzarse, a ponerse el abrigo y a sentarse en una silla, a apoyar los codos en la mesa y la frente entre las manos como si estuviera a punto de echarse a llorar, cuando escuchamos un silbido agudo, potente y muy largo. En aquel instante se levantó, apagó las velas, giró el interruptor, salió y cerró la puerta con llave. Yo todavía conté hasta cien. Luego, volví a ponerme de rodillas, me agarré a la palanca con fuerza para levantarme, puse el saco en su sitio, abrí el ventanuco, lo cerré y bajé tan deprisa que me caí, pero no rompí las rodilleras. Había dejado de llover y me sentía tan bien, tan feliz de seguir vivo, de que todos siguiéramos vivos, que no dejé de correr hasta ver mi casa, y sólo entonces me di cuenta de cuánto me dolía la pierna derecha. Cuando me detuve para tomar aliento, el reloj de la iglesia dio las ocho en punto. No tenía tiempo que perder, pero me peiné un poco con los dedos, me saqué el libro de la camisa y entré en mi casa como si viniera de dar un paseo.
—¿De dónde sales tú con esa pinta? —mi hermana Dulce estaba sola, sentada a la mesa.
—¿Y madre? —allí no había nadie más, pero por gordo que fuera el castigo que iba a caerme, ya me daba igual que hubieran salido a buscarme—. ¿Y padre? ¿Dónde están?
—Han ido con Pepa a casa de Rodillaspelás, que se les ha muerto la abuela, pero ya deben estar a punto de llegar, así que más te vale ir lavándote bien, que hay que ver qué manos traes, a saber dónde habrás estado metido.
Me miré las manos y vi que la izquierda estaba sólo sucia, pero la palma de la derecha, la que había usado para agarrarme a aquella palanca tan rara, estaba completamente negra, recubierta por una mancha seca y compacta que parecía pintura y apenas transparentaba el relieve de la piel. Creí que no sería más que mugre, pero por si acaso la escondí en el bolsillo antes de llenar la pila, y cuando la metí dentro, vi que el agua se teñía inmediatamente de gris al entrar en contacto con mis dedos, de los que chorreaban unos hilos negruzcos que manchaban la piedra del fregadero y se volvían más negros cuando intentaba limpiarlos con la palma.
Cogí el jabón de lavar y me embadurné muy bien las dos manos antes de frotarlas entre sí como si pretendiera desollármelas. Vacié la pila, volví a llenarla, y mientras el agua que escapaba de ellas era cada vez más limpia, más espumosa y transparente, más agua y menos negra, pensé en doña Elena, en su casa blanca y bonita, tan pequeña, tan limpia como su dueña, y la boca se me llenó del sabor del vino de Málaga y esos pestiños que Manoli sabía freír mejor que nadie, y todos los personajes de todos los libros que había leído me hablaron al mismo tiempo, y vi la cara del Portugués, su pelo dorado por el sol, la piel tostada, los dientes tan blancos y uno partido, el rostro del hombre a quien yo había elegido parecerme.
Entonces, a salvo, en casa, con las manos limpias, me acordé de Elías, que también estaría en su casa, dondequiera que estuviese aquel lugar, tranquilo y a salvo, igual que Filo, atareada en los preparativos de la cena en la cocina del cortijo, y volví a verla desnuda, como si su cuerpo se hubiera grabado en los ojos de mi memoria a despecho del miedo que me había cegado los de la cara, volví a verla desnuda y sonreí, aunque de eso tampoco podría presumir nunca con Paquito, aunque nunca podría contárselo, como no le había contado ni una palabra de todas las cosas buenas que me había dado el monte a cambio de nada. Así, me aclaré las manos por última vez y las encontré limpias, a salvo ellas también de aquella mancha que no era mugre, que no era polvo, que no era grasa, que no era aceite, que no era carbón, ni óxido, ni sangre, aquella mancha que no era más que tinta negra, ni más ni menos que tinta de imprimir.
—Mira —me volví hacia Dulce con las manos cerradas—, nada por aquí —y abrí la izquierda—, nada por allí —después la derecha, para que la imprenta de la guerrilla, aquella caja tan grande, cuadrada, de paredes metálicas, que no había sido capaz de identificar cuando la había tenido delante, desapareciera con el agua que se escurría por el sumidero, dejando espacio de sobra para todos los libros que me quedaban por leer, todas las historias que me quedaban por aprender, todos los parajes que me quedaban por explorar mientras siguiera recorriendo el río con Pepe el Portugués.
No está mal, pensé luego, al darme cuenta de que había descubierto yo solo, sin la ayuda de nadie, la identidad de Cencerro y la imprenta de sus hombres en menos de tres horas, y comprendí que aquella noche iba a dormir de un tirón.
Me encontraba tan bien que, cuando Dulce volvió a preguntarme dónde había estado, ni siquiera le dije que se metiera en sus asuntos.