I

1947

La gente dice que en Andalucía siempre hace buen tiempo, pero en mi pueblo, en invierno, nos moríamos de frío.

Antes que la nieve, y a traición, llegaba el hielo. Cuando los días todavía eran largos, cuando el sol del mediodía aún calentaba y bajábamos al río a jugar por las tardes, el aire se afilaba de pronto y se volvía más limpio, y luego viento, un viento tan cruel y delicado como si estuviera hecho de cristal, un cristal aéreo y transparente que bajaba silbando de la sierra sin levantar el polvo de las calles. Entonces, en la frontera de cualquier noche de octubre, noviembre con suerte, el viento nos alcanzaba antes de volver a casa, y sabíamos que lo bueno se había acabado. Daba igual que en uno de esos viejos carteles de colores que a don Eusebio le gustaba colgar en las paredes de la escuela, pudiéramos leer cada mañana que el invierno empieza el 21 de diciembre. Eso sería en Madrid. En mi pueblo, el invierno empezaba cuando quería el viento, cuando al viento se le antojaba perseguirnos por las callejas y arañarnos la cara con sus uñas de cristal como si tuviera alguna vieja cuenta que ajustar con nosotros, una deuda que no se saldaba hasta la madrugada, porque seguía zumbando sin descanso al otro lado de las puertas, de las ventanas cerradas, para cesar de repente, como empachado de su propia furia, a esa hora en la que hasta los desvelados duermen ya. Y en esa calma artera y sigilosa, a despecho de los libros y de los calendarios, aunque no estuviera escrito en ningún cartel, la primera helada caía sobre nosotros. Después, todo era invierno.

El hielo cubría el patio con una gasa blancuzca y sucia, como una venda vieja sobre los raquíticos troncos de los árboles que flanqueaban el pozo, y a la luz aún imprecisa del amanecer, otorgaba una misteriosa relevancia a cada guijarro, perfiles nítidos que se destacaban del suelo encrespado, erizado de frío. También a mi nariz, que se despertaba en mi cara como un apéndice helado, casi ajeno, antes que yo mismo. Entonces sacaba una mano para tocarla, como si me extrañara encontrarla allí, entre mis ojos y mi boca, y el contraste de temperatura me dolía al mismo tiempo en la nariz y en la punta de los dedos. Para evitarlo, metía la cabeza entera bajo las sábanas calientes, ablandadas de calor, y me volvía a dormir, y ese sueño era mejor que el primero, pero, como casi todo lo que es mejor en esta vida, duraba poco. La puerta del cuarto que compartía con mis hermanas quedaba en su mitad, al otro lado de la cortina verde, pero la ventana me correspondía a mí, y por eso madre me despertaba siempre antes que a ellas. Al mismo tiempo que la luz, percibía su voz, vamos, Nino, arriba, que ya es hora, y un instante después, sobre la frente, el beso leve, apresurado, que inauguraba sin remedio la mañana.

Todos los días comenzaban igual, los mismos pasos, las mismas palabras, el pequeño ruido de sus dedos al abrir las contraventanas y aquel beso también pequeño, la piel de mi madre rozando mi piel apenas, una delicadeza que nacía de la prisa y no se parecía a la estruendosa, repetida presión de los labios que me daban las buenas noches como si quisieran quedarse impresos para siempre en mis mejillas. Todos los días comenzaban igual, pero la primera helada, sin cambiar nada, lo cambiaba todo. En otras casas del pueblo, empezaban a mirar al monte con el ceño fruncido, un solo gesto de preocupación en muchos rostros diferentes. En la mía, que no era tal, sino tres habitaciones de la casa cuartel de Fuensanta de Martos, todos nos portábamos mejor, porque sabíamos que al empezar el invierno, mi madre dejaba de estar para bromas.

—Quién me mandaría a mí casarme con éste, a ver, quién me lo mandaría, con lo bien que estaba yo en mi pueblo, joder…

Eso era y no era verdad. Ella había nacido al borde del mar, en un caserío de pescadores, tan cerca de Almería que casi parecía un barrio de las afueras de la ciudad. Allí nunca hacía frío. Yo lo sabía porque su hermana pequeña se había casado a principios de marzo, y nos había invitado a la boda. De entrada, la noticia no me impresionó, porque habíamos recibido otras ofertas semejantes y siempre habían sido en vano, pero aquella vez fue distinta a las demás. Primero, porque madre decidió ir, volver a su pueblo después de más de diez años de ausencia. Después, porque decidió llevarnos con ella. En 1947, aquel viaje representaba todo un acontecimiento para cualquier familia de la Sierra Sur.

—¿Y padre por qué no viene? —me atreví a preguntar cuando ya estábamos sentados en el coche de línea que nos llevaría desde Fuensanta hasta Martos, mientras le miraba por la ventanilla, plantado en la acera, diciéndonos adiós con la mano.

—Porque no.

—¿Y por qué no?

—Porque no puede.

—¿Tiene que trabajar?

—Claro.

Aquella mañana, mi pueblo había amanecido con un palmo de nieve. En Martos, la nevada no había cuajado, pero hacía mucho frío. Lo sé porque el autobús nos dejó al lado de la estación con más de veinte minutos de retraso, y llegamos al tren corriendo, pero a pesar de la carrera, de los sudores y el ajetreo de los bultos en los que llevábamos regalos para la novia y su familia, no entramos en calor.

Madre nos arreaba como si fuéramos ovejas mientras avanzaba por los pasillos, buscando a la pareja de la Guardia Civil que viajaba en el convoy con un papel escrito a máquina en la mano. Era la primera vez que me montaba en un tren sin mi padre, y aunque procuraba disimularlo, porque su ausencia me había convertido en el único hombre de la familia, tenía miedo de todo. Cuando venía él, era distinto. Cuando él iba por delante con su uniforme, el tricornio y el arma reglamentaria, los pasajeros nos abrían paso y los revisores, en lugar de pedirnos el billete, se apresuraban a levantar a quien hiciera falta para que pudiéramos sentarnos todos juntos, pero esta vez padre no venía, y yo no acababa de confiar del todo en los dos papeles escritos a máquina que nos había dado dentro de un sobre al despedirse de nosotros en la puerta del coche de línea. Sin embargo, todo salió bien. Madre conocía a uno de los dos guardias que viajaban en aquel tren, un cabo que había pasado por Fuensanta antes de ser trasladado a la Comandancia de Jaén, y él ni siquiera necesitó leer el papel para llamar al revisor, explicarle que éramos la familia de un compañero, acomodarnos a todos y darme un puñado de caramelillos de menta, muy fuertes, de esos que pican a la vez en la lengua y en el paladar.

—Para que los repartas con tus hermanas —me dijo sonriendo, pero Dulce escupió el primero un segundo después de metérselo en la boca, y Pepa ya se había dormido en los brazos de madre cuando intenté darle uno, así que me los fui comiendo todos yo solo.

Fue un viaje plácido, tranquilo, muy distinto del que haríamos a la vuelta, pero cuando el tren arrancó, yo seguía tiritando de frío. Una hora después, el cielo estaba azul, el sol brillaba, y me desabroché el abrigo casi sin darme cuenta. Al rato, ya no lo aguantaba.

—Estoy sudando, madre —le dije, mientras me quitaba también el jersey—. ¿Esto es por las calderas del tren, o…?

—No —contestó ella, sonriendo como si acabara de quitarse un peso de encima.

—Pues hace calor.

—Y más que va a hacer.

Entonces empezamos a ver flores, flores en invierno, enormes matas verdes salpicadas de manchas rojas, rosas, blancas o moradas, flores grandes y bonitas, como las que se compran en las tiendas, creciendo solas al borde de la vía del tren. Madre las iba señalando con el dedo, pronunciaba sin dudar sus nombres soleados, misteriosos, y mientras la escuchaba, adelfa, hibisco, buganvilla, yo pensaba en las amapolas, en las margaritas y en esas otras flores azules, tan diminutas que ni siquiera tenían nombre, que eran todas las que había en mi pueblo, y sólo en primavera. En las estaciones, la gente iba a cuerpo, en mangas de camisa o con una chaqueta fina, sin abrochar, y yo los miraba, miraba aquel jardín, un verano perpetuo, y de repente lo entendía todo, el mal humor de mi madre, sus juramentos de renegada sin esperanzas, aquel asombro amargo que la llevaba a preguntarse en voz alta, todos los años, cuando llegaba el hielo y con él los días de la vida difícil, qué pintaba ella en Fuensanta de Martos. Pero las cosas no siempre son como parecen y eso también lo descubrí en aquel viaje.

Adelfas, hibiscos, buganvillas. Cuando tres días después volví a verlas, tan bellas, tan inútiles, creciendo solas junto a la vía del tren que me devolvía a Jaén, a Martos, a las nieves de la sierra, había aprendido que los nombres no se mastican, que las flores no se pueden comer. Había visto el mar, pero también cómo las olas se iban llevando, de una en una, la alegría de mi madre. Había descubierto que ella no exageraba al decir que en su pueblo un hombre tenía bastante para trabajar con un tomate y un racimo de uvas al día, y que había pobres mucho más pobres que nosotros. Padre nos estaba esperando en el andén de la estación, muy abrigado. Me alegré tanto de verle que bajé la ventanilla para gritar su nombre, moviendo mucho los brazos en el aire, y no sentí la bienvenida del frío, que se cebó en mi nariz, en mis orejas, para celebrar mi retorno a sus dominios. Madre ni siquiera le preguntó cómo es que estaba allí y no en el pueblo, en la parada del coche de línea, donde esperábamos encontrarle. Él le dijo que nos había echado mucho de menos, y ella se abrazó a él como si todavía fueran novios, como si aún no se hubieran casado, como si nosotros no hubiéramos nacido y no estuviéramos allí delante, mirándoles, oyendo a mi madre decir que no, que no, que no vuelvo, Antonino, te juro que no vuelvo…

—¿Y tú qué, Nino? —mi padre dejó a mi hermana Pepa en el suelo, me cogió por los hombros, me besó—. ¿Te ha gustado el mar?

—Mucho, padre, es tan grande… Es enorme.

Eso le dije y él sonrió como si fuera exactamente lo que estaba esperando escuchar. Entonces comprendí que ya no iba a decirle nada más. Que no iba a contarle que mis primos me habían robado los zapatos, que me los había quitado para jugar descalzo, como ellos, en la playa, y no los había vuelto a ver hasta que madre se enteró, y en lugar de regañarme, salió a la calle hecha una fiera para traerlos enseguida, cada uno con su calcetín dentro, igual que los había dejado yo al lado de una barca. Que no iba a contarle que la tía María del Mar vendía los huevos que ponían sus gallinas porque eran demasiado caros para que se los comieran sus hijos, ni que madre nos daba pan con queso a escondidas para que no le pidiéramos la merienda a la abuela. Que no iba a contarle que el día de la boda, en la puerta de la iglesia, se me había acercado un hombre moreno y delgado, como todos los de por allí, para preguntarme si yo era el hijo del guardia civil, y aclararme luego que no me lo había preguntado por nada, sólo porque se alegraba de no ser mi padre. Aquel hombre, un viejo pretendiente de madre, se me había quedado mirando con una sonrisa atravesada, tirante, que parecía más alta por un lado que por el otro y daba miedo, pero eso tampoco se lo conté a nadie.

El hombre que había viajado con nosotros en el tren de vuelta, también era moreno y delgado, pero estaba muy sucio. Llevaba la camisa desgarrada por un costado y una herida vieja, marcada por un reguero de sangre seca, en una esquina de la frente. Iba de pie, con la vista fija en el suelo, aunque volvía la cabeza de vez en cuando hacia su izquierda para mirar por la ventanilla con una expresión de tristeza muda, reservada, como si se estuviera despidiendo de aquel paisaje pero no quisiera que nadie se diera cuenta. De vez en cuando, sacaba un pitillo del bolsillo del pantalón con la mano izquierda, se lo llevaba a la boca, pedía fuego con un gesto de la cabeza al guardia que iba sentado al lado de madre, y al mirarle me daba cuenta de que todo le temblaba, la mano, el brazo, los labios al chupar de la boquilla. No dijo nada en todo el viaje. Tampoco miró nunca al guardia que iba de pie, a su lado, su mano derecha esposada a la mano izquierda que asomaba bajo una manga de color verde aceituna.

Era un preso, o quizás no todavía, quizás acababan de detenerle y no había entrado aún en ninguna cárcel. Yo lo sabía porque una vez, yendo con padre a Jaén, había visto una escena parecida, aunque el preso era entonces una mujer que iba sentada, llorando sin hacer ruido, la cabeza escondida entre los brazos. Por eso me impresionó menos que aquel hombre. Por eso, y porque aquella vez a nadie le habían entrado ganas de mear.

—Necesito ir al servicio, Macario, no puedo más.

El guardia esposado interrumpió a su compañero, que iba charlando tranquilamente con mi madre, las manos libres, y él respondió moviendo la cabeza con un gesto de desánimo, para insinuar un contratiempo que no alcancé a comprender.

—Aguanta un poco, hombre —al hablar, lo hizo en un tono casi suplicante—. En la próxima estación…

—Que no, Macario, que no. Que me voy a mear encima.

—Anda que… ¡Hay que joderse! Claro, tanta agua, tanta agua…

—¿Y qué quieres, si me lo ha dicho el médico? —era un guardia joven, simpático, y su emergencia, a juzgar por la expresión de angustia que se le estaba pintando en la cara, muy auténtica—. Me conviene beber mucho porque tengo piedras en el riñón.

—¿Sí? Pues con una te daba yo en la cabeza —Macario, en cambio, era de la edad del teniente de Fuensanta, calvo y barrigón, aunque ni siquiera tenía insignias de cabo—. A ver, tú me dirás qué hacemos. Como no te lo lleves al baño…

—¿Yo? Ni hablar. Pues sí, era lo que me faltaba, que me viera éste a mí las vergüenzas.

Entonces, Macario miró a su alrededor y sus ojos se detuvieron en mí.

—Yo no puedo sustituirte —le dijo a su compañero—, ya sabes lo que dicen las ordenanzas, aunque… En fin, si no puedes más, y al chaval no le importa…

—¡Qué le va a importar! —mi madre me miró, sonrió, y yo no entendí ni sus palabras ni su sonrisa—. Con lo amables que han sido con nosotros. Anda, Nino, ve…

—¿Adónde? —le pregunté, pero ella me empujó hacia delante sin decir una sola palabra más y antes de que pudiera darme cuenta, el guardia mayor ya había liberado a su compañero de sus ataduras para esposarme al hombre que temblaba.

—No debería hacer esto, ¿sabe? —Macario se volvió hacia mi madre mientras yo empezaba a sudar como nunca en mi vida—. Pero, en fin, en los servicios…

—No se preocupe, no hace falta que nos explique nada —madre seguía sonriendo, y yo sudaba, oía la respiración del prisionero y sudaba, notaba el tacto de su mano, el roce del puño de su camisa, y sudaba, me parecía escuchar los latidos de su corazón y sudaba, sudaba tanto como si me estuviera secando por dentro—. Mi hijo ha nacido en una casa cuartel y no ha vivido nunca en otro sitio.

—Ya se le nota, no crea, tan formalito, tan obediente… Y así se foguea, ¿no? —sólo entonces, Macario empezó a hablar conmigo—. Porque tú, de mayor, querrás ser guardia civil, como tu padre, ¿o no?

Yo de mayor voy a ser guardia civil, decía siempre Paquito, el hijo de Romero. Menuda suerte, tenerlo todo gratis, montar en el tren sin pagar, entrar en el cine sin comprar entrada, y en el fútbol, ya no digamos, ¿o no? Pues anda que los toros, ver las corridas en los burladeros del callejón, como los apoderados, y sin pagar un duro… Yo, desde luego, guardia, afirmaba con la cabeza y tanta seguridad como si tuviera ya el tricornio encajado sobre la frente, para poder llevarle a mi mujer de vez en cuando unos kilos de patatas, o un par de melones de esos que dejan los vecinos en la puerta de la casa cuartel, y que se ponga tan contenta como mi madre, y para no tener que gastarme ni un duro en la feria, mientras mis hijos montan gratis en todos los cacharritos y a mí me invitan a las consumiciones, que anda que no se ahorra, como dice mi padre…

—Todavía no sé lo que quiero ser de mayor —le respondí yo a Macario aquel día, y me di cuenta de que algo en mi manera de decirlo, quizás la entonación o el volumen, muy bajo, casi un susurro, hizo que el hombre esposado a mi izquierda me mirara. Yo también le miré, y me di cuenta de que era tan joven como el guardia que había ido al baño. Tenía los ojos oscuros, la nariz aguileña, la piel blanca, sonrosada en las mejillas, los labios muy finos, tensos, tirantes, y una alianza que brillaba tanto como si fuera nueva en el dedo anular de la mano esposada a la mía.

—¡Pues guardia, hombre! —Macario se echó a reír, su prisionero cerró los ojos antes de volver a mirar por la ventanilla, y yo miré todavía el perfil de su cabeza, el pelo manchado de barro, pegado a la nuca, el cuello de su camisa blanca, tan sucia que parecía gris—. ¿Dónde vas a estar mejor?

Su compañero volvió del baño, y un instante después, yo volví a estar sentado entre mis hermanas, él esposado a su prisionero, como si no hubiera pasado nada. Sí había pasado, pero ya no importaba, porque estábamos en Jaén, porque habíamos vuelto a casa, y por eso, tampoco se lo conté nunca a mi padre.

En Almería había aprendido que las cosas no son como parecen y en las primeras estribaciones de la sierra, mientras el paisaje se iba ondulando, acatando de olivo en olivo la voluntad de las montañas que se elevaban al fondo, volví a pensarlo. La Pava, porque ya estábamos en casa y podíamos llamar al coche de línea por su nombre, avanzaba siempre cuesta arriba. Yo miraba por la ventanilla, recordaba la explosiva belleza de las flores que bordeaban un desierto llano, pedregoso, donde nada más crecía, y me alegraba de haber nacido tan lejos del mar. Desde la carretera, los montes parecían sólo piedra y arbustos, rocas yermas bajo un cielo inclemente, pero quienes habíamos nacido entre ellos los conocíamos bien, y conocíamos la riqueza que escondían para quien fuera capaz de encontrarla.

Porque en los montes no brotan las adelfas, no hay hibiscos tropicales, ni buganvillas con racimos de flores rojas, rosas, blancas o moradas, pero hay perdices y conejos, liebres y codornices, patos que vuelan o nadan en los lagos. Los arroyos que bajan de las cumbres con tanta prisa como si la nieve los persiguiera, acunan truchas que engordan en su agua dulce, fría, y a veces, en las pozas donde a la fuerza se remansan, se instalan tumultuosas familias de cangrejos. En las orillas, crecen caracoles entre algunas hierbas que curan enfermedades, y por todas partes espárragos silvestres que al final de la primavera están maduros, como las moras en verano, antes de que el otoño siembre el suelo de setas comestibles. El invierno es peor, pero en invierno bajan los jabalíes que huyen del hielo, y los ciervos se desorientan, se alejan de la manada y, con suerte para los cazadores, se pierden de vez en cuando. En los montes hay cuevas donde resguardarse del frío, sotos umbríos donde escapar del calor, colmenas repletas de miel en los huecos de los árboles, y agua de sobra para beber, para lavar y hasta para bañarse. Hay muchas cosas en el monte para quien sepa encontrarlas. Por eso, y aunque por una razón o por la contraria nadie lo dijera nunca en voz alta, todos sabíamos que los montes de mi pueblo estaban llenos de gente.

Fuensanta de Martos era bastante más pequeño que el pueblo de mi madre, y sin embargo, allí no había más Guardia Civil que un cabo y dos guardias, que vivían mejor que nosotros porque tenían más espacio. Nuestra casa cuartel no era mucho más grande que la suya, pero el mando había ido ordenando que se levantaran tabiques y más tabiques, para hacer cada vez más pequeños los cuartos, pero también la oficina, los calabozos y la sala de banderas. Así había conseguido meter en ella a ocho familias, cinco guardias, un cabo, un sargento y el teniente, que era el jefe de todos ellos y también de los guardias de Los Villares y de Valdepeñas de Jaén, porque mi pueblo no era el más grande ni el más importante de la sierra, pero ocupaba el centro geográfico de la comarca.

En teoría, don Salvador era todo un personaje y una de las máximas autoridades militares de la Sierra Sur, pero en Fuensanta nadie se lo tomaba muy en serio. Su señora se daba mucho pisto, y aprovechaba cualquier oportunidad para aclarar que su marido no era guardia, sino teniente del Ejército de Tierra, y que le habían destinado allí para poner orden. En cuanto acabe con los bandoleros, añadía, nos volvemos a Málaga capital a vivir como unos señores, en un chalet con jardín y vistas al mar. Nadie se atrevía a reírse de ella en su cara, pero sus delirios tampoco impidieron que Cuelloduro bautizara a su marido como Michelín, porque era bajo y rechoncho, igual que el muñeco de los neumáticos. Yo había sabido todo esto desde siempre, pero hasta que no fui al pueblo de mi madre, no hice la cuenta de que en el mío había un guardia civil por cada doscientos habitantes, y sin embargo, ni siquiera eso estropeó mi alegría por haber vuelto a casa.

Cuando me bajé de la Pava tenía hambre y sueño, el cansancio acumulado en muchas horas de viaje, pero me fijé en que la nieve estaba sucia. De la deslumbrante perfección de aquel blanco infinito que me había despedido unos días antes, apenas sobrevivían algunos parches oscuros, condenados a convertirse en barro contra los muros orientados al norte, donde nunca daba el sol. Todavía nevaría un par de veces más, pero el frío fue aflojando lentamente, con una delicadeza que jamás nos concedía al regresar, a favor de un verano que resultó largo, caluroso y seco. Lo recuerdo bien, como recuerdo todos los acontecimientos de un año que inauguró la que, durante mucho tiempo, sería la época más importante de mi vida. Como si también pudiera presentirlo, o quizás para hacerse perdonar por haberme enfrentado tan pronto a la crueldad de las paradojas, 1947 me hizo un regalo antes de perderse en el limbo de los calendarios.

El hielo no esperó a diciembre, pero mi madre sí lo esperaba a él. Cuando entré en la cocina, tiritando no tanto por la temperatura como por el desconcierto, el estupor que sucedía a su primer zarpazo, me la encontré sentada al lado del fogón, refunfuñando como de costumbre, con el ceño fruncido. Se había envuelto en una capa vieja de mi padre y no pude ver qué estaba haciendo, pero cuando llegué a su lado, me sonrió. Sostenía en las manos una funda nueva, dos trozos de manta superpuestos, cortados a la medida de una botella de gaseosa y cosidos por el borde con una hebra de lana en puntadas muy seguidas y apretadas. De la base colgaba una pieza redonda, a modo de tapa, que iría rematada con un ojal hecho a la medida del botón que permitiría cerrarla por abajo, para conservar el calor del agua hirviendo sin riesgo de quemaduras.

—Mira, ¿te gusta? —la sonrisa de madre se hizo más grande y encontró una manera de brillar también en sus ojos.

—Sí, es muy bonita —y sólo entonces lo entendí—. ¿Es para mí?

Cuando la vi asentir con la cabeza, sentí una alegría salvaje que también era orgullo, gratitud y una expectativa de felicidad, el anticipo de la que sentiría al llegar a la escuela con mi propia botella metida en su funda. No encontré palabras para expresar una emoción tan compleja, y por eso me abalancé sobre ella, la abracé con todas mis fuerzas y la besé tantas veces que estuve a punto de tumbar la silla con nosotros dos encima.

—¡Suéltame, Nino, que nos vamos a caer! —pero se reía.

—Gracias, madre —acerté a decir por fin—. Gracias, gracias, millones de gracias…

—Nada de eso. En enero cumplirás diez años, ¿o no? Eres mayor, y mucho más responsable que tu hermana, y a ella se la hice cuando tenía tu edad, así que… Pero tienes que prometerme que cuidarás bien de ella. No la pierdas de vista, no la dejes tirada en cualquier parte para irte a jugar y no la pongas en ningún sitio de donde se pueda caer. Si la rompes, o te la roban, hasta el año que viene no te daré otra. Los cascos cuestan dinero, ya lo sabes.

—No te preocupes, madre, que la cuidaré muy bien. ¿Dónde está?

—Todavía no la he comprado, ni siquiera me ha dado tiempo a terminar la funda. No he hecho el ojal, ni he cosido el botón, pero si quieres, puedes estrenarla esta noche. Y de momento, para ir a la escuela…

Señaló la chimenea con la cabeza y miré por última vez, sin rencor y sin nostalgia, la piedra negra, plana, que certificaba el final de mi verdadera infancia.

—No, no merece la pena. Seguro que hoy no hace tanto frío.

Los alumnos de la escuela de mi pueblo sólo reconocíamos dos grupos de niños, los pequeños y los mayores, clasificados según un criterio muy distinto al que empleaba don Eusebio para dividirnos en cursos y grados. Piedras y botellas, esa era la ley suprema que imperaba sobre edades, estaturas o conocimientos. Los niños pequeños eran todos los que salían de casa apretando contra su pecho con las dos manos una piedra caliente, liada en trapos. Los mayores, en cambio, habían merecido la confianza de tutelar una botella de gaseosa rellena de agua hirviendo, que la funda casera, fabricada con un resto de manta gruesa, suavizada por el uso, convertía en una fuente de calor muy agradable. Las botellas conservaban la temperatura durante mucho más tiempo que las piedras, y al sentarse en el pupitre, daba gusto colocárselas sobre las piernas, hacerlas rodar arriba y abajo o ponerlas en el suelo para sujetarlas con los tobillos. Yo lo había visto hacer muchas veces, mientras intentaba apurar sin resultado el calor de la piedra apenas tibia que volvía a llevarme a casa cada tarde, para que madre la desnudara, la pusiera de nuevo a la orilla del fuego, y volviera a liarla en tiras de sábanas viejas para entregármela en el mismo momento en que me mandaba a la cama, el otro lugar donde los mayores se distinguían de los pequeños según la ley de la piedra y la botella.

Aquel día estaba tan excitado ante la perspectiva de cambiar de categoría, que salí de casa con las manos metidas en los bolsillos, y ni siquiera tuve frío en la escuela, pese a que don Eusebio consideró que había llegado el momento de encender la estufa pequeña y única con la que contábamos, para sentarse a su lado después de advertirnos, como de costumbre, que no pensáramos mal, porque el egoísta no era él, sino sus huesos, que presentían la vejez en el empeño de no calentarse nunca. Y aquella noche, por primera vez en mi vida, me alegré al abandonar el paraíso de la cocina, que madre había aprendido a calentar combinando la chimenea con los rescoldos del fogón y el brasero, que manejaba mejor que nadie, porque llevaba mi botella nueva entre las manos. Ella la había rellenado con un embudo, había metido a presión el tapón de corcho que padre había tallado con su navaja para que encajara perfectamente, y había sellado la unión haciéndola girar bajo una vela encendida. Después, cuando la cera ya se había vuelto blanca y sólida alrededor del gollete, la metió en la funda, la abrochó, me la dio y casi la dejé caer al suelo, tan ardiendo estaba que la puse entre las sábanas antes de desnudarme, y cuando me reuní con ella, toda la cama estaba caliente.

Y sin embargo, aquella noche no pude dormir. Quizás fueron los nervios, la novedad de no sentir el grito helado de mis pies al final de las piernas, quizás fuera el destino, pero cuando mis padres se levantaron de la mesa camilla, todavía estaba despierto. Escuché cómo apagaban la luz, cómo cerraban la puerta y cómo entraban en su cuarto, contiguo al mío, porque habían movido los tabiques tantas veces que las paredes de la casa cuartel eran muy finas, porosas como esponjas, y no sabían guardar secretos. Por eso me enteré de que mi madre se había metido en la cama vestida, y escuché una por una las confusas instrucciones que mi padre ejecutaba con resignación, antes de que él dijera algo que yo no debería haber oído.

—A ver, Antonino, ponte boca arriba que te voy a coger… No, así no, hombre. Así, muy bien… Hay que ver, hijo mío, qué suerte tienes, es que eres como una estufa, ahora los pies… No, dobla las rodillas…

—¡Ay! Los tienes helados, Mercedes.

—Pues claro. Si no, de qué te crees que iba a hacer yo tanta gimnasia. Aguanta un poco, hombre… Bueno, voy a empezar a desnudarme.

—Ya era hora.

—¿Y qué quieres? Yo lo paso muy mal, Antonino, soy de Almería, ya lo sabes, si te molesta, haberlo pensado antes.

—¿Qué, puedo apagar ya la luz?

—Ea, apágala, sí.

En el silencio que se abrió a continuación, mi cama empezó a hacerse más blanda, más mullida, y yo sentí que me iba hundiendo en ella como si mi cuerpo estuviera relleno de una espuma tibia, sonrosada. Mis ojos, cerrados por fuera, empezaron a cerrarse también por dentro, pero antes de que se igualaran del todo, mi padre volvió a hablar, y yo a escucharle.

—Mercedes —él estaba muy despierto.

—Qué —ella le respondió sin embargo con una voz pastosa, rescatada del sueño.

—Me preocupa Nino —y a partir de ese momento, ninguno de los tres pudimos dormir.

—¿Nino? ¿Por qué? Don Eusebio dice que va muy bien en la escuela.

—No, si el chico listo sí es, muy despejado, eso ya lo sé. Pero crece muy poco.

—Ya crecerá más.

—O no. Y lo que me da miedo… Si sigue así, no va a dar la talla, Mercedes. Y si no da la talla, no va a poder entrar en el Cuerpo.

—¿Pero qué estás diciendo, Antonino? Te recuerdo que tu hijo todavía tiene nueve años.

—¿Y qué? Más vale prevenir que curar, ¿no? Si de mayor mide más de uno sesenta, puede ser guardia civil, pero si no llega… Por eso he pensado que lo mejor es que aprenda a escribir a máquina.

—¿Qué?

—Escribir a máquina, Mercedes, y luego que estudie francés, y al acabar la escuela… Pues no sé, Contabilidad, o algo por el estilo. Así podría hacer oposiciones para secretario de Ayuntamiento, o de oficinista, en la Diputación. Si es bajito pero listo, aunque no dé la talla, nadie se reirá de él, y podrá ganarse la vida mejor que yo, ¿o no?

—Mira, Antonino, yo no sé quién te ha metido a ti esas ideas en la cabeza, pero te voy a decir…

—No me digas nada, Mercedes. Tú hazme caso y no me des consejos.

La sentencia rotunda, fulminante, con la que mi padre ponía fin a todas las discusiones, instauró en su dormitorio un silencio que tardó mucho tiempo en conquistar mi interior, estrujado por media docena de ideas agridulces y contradictorias, el frío de unas esposas atenazando mi mano izquierda y, un poco más allá, la respiración de un hombre moreno y delgado, sucio y herido, un reguero de sangre seca en la frente, una alianza de recién casado en la mano derecha.

En los malos tiempos, los niños crecen deprisa. Los de mi infancia fueron los peores, y a los nueve años yo ya tenía muy claro que no quería ser guardia civil, que no quería volver a viajar esposado a un prisionero, que no quería vivir en una casa cuartel, que no quería darle miedo a la gente, ni saber que escupían al suelo en cuanto les daba la espalda, ni que me hicieran la pelota el alguacil y el boticario, ni tener que hacérsela yo a don Justino y al alcalde, ni aguantar la chulería de ningún sargento borde y malencarado, y no digamos ya que mi mujer tuviera que aguantar los humos de la señora de un teniente gordo al que le olieran los pies. Yo no quería ser guardia civil, no quería compartir un único retrete con todos los culos de otras siete familias, ni detener a mis vecinos, ni llevarlos esposados por la calle, ni preguntar a mis hijos al día siguiente qué tal les había ido en la escuela y escuchar cómo me decían que bien, muy bien, y que fuera mentira.

A los nueve años, yo quería conducir coches de carreras, mudarme a Granada, o a Madrid, y si no, vivir como Pepe el Portugués, tener una casilla pequeña, al pie de la sierra, y una huerta, un caballo, unos pocos animales, unos pocos amigos y estar lejos, lejos del pueblo, lejos del teniente y de su señora, lejos del alcalde y de don Justino, lejos del alguacil y del boticario, lejos, para subir al monte a pescar truchas y a coger setas a la luz del día y cuando yo quisiera, y no volver a casa de madrugada, con la capa tiesa de hielo, escarcha en el bigote y un catálogo de juramentos entre los labios, o no volver. Eso quería yo, y sin embargo, nunca se me había ocurrido que no tuviera la oportunidad de elegir no ser guardia civil.

Romero, el compañero de mi padre, era hijo de guardia. Sanchís, el sargento que se quedaría como jefe de puesto cuando Michelín se volviera a Málaga y que no me caía nada bien, porque era un atravesado que disfrutaba amenazando a la gente con la impunidad que le garantizaba su pasado de héroe de guerra, también se había criado en una casa cuartel. En la misma situación estaba Curro, que sólo tenía veintidós años y como le sobraba sitio, porque aún no se había casado, me dejaba ir a estudiar a su casa, tres habitaciones contiguas a las nuestras. Pero la historia de mi padre era distinta.

Él había nacido en Valdepeñas de Jaén, muy cerca de Fuensanta de Martos, y no se había movido de allí hasta que le tocó hacer la mili en Melilla. Fue entonces cuando empezó a escribirse con la hermana de otro recluta que se llamaba casi igual que él, Antonio, y a la que al principio le cayó en gracia por un malentendido. Ella creía que sólo había un pueblo llamado Valdepeñas en el mundo y pensó que allí, con tantas viñas, tantas bodegas, nunca faltaría trabajo. Por eso, y aunque desde el primer momento él le confesó que era jornalero sin tierras, igual que su padre, y que su abuelo, y que su bisabuelo, y así hasta Adán y Eva poco más o menos, ella se dijo que con él no estaría mal. Al terminar la mili, mi padre volvió a la península en el Melillero, y con la excusa de recibir a su hermano, que venía en el mismo barco, mi madre fue al puerto de Almería para conocerle. Cuando se enteró de la verdad, y fue Jaén y no Ciudad Real, y fueron olivos y no viñas, y almazaras en lugar de bodegas, él ya la había besado y a ella le había gustado, así que se casaron y para no tener que elegir entre el mar y la sierra, se fueron a vivir a un lugar equidistante y ajeno, igual de nuevo para los dos.

Hasta ahí, me sabía la historia. Había visto muchas veces una fotografía que madre guardaba en la cómoda, padre y ella vestidos de domingo, muy jóvenes los dos, muy sonrientes, con mi hermana Dulce recién nacida y envuelta en mantillas a pesar de la luz, el sol que se filtraba a través de una parra en un patio cuadrado, pequeño y limpio. Cuando me la enseñó por primera vez, madre me explicó cómo era aquella casa que habían alquilado en Valderrubio, un pueblo de Granada rodeado de plantaciones de remolacha, con varias fábricas de azúcar que pagaban el trabajo de un obrero serio y cumplidor mejor que los terratenientes de Valdepeñas, y sin necesidad de capataces que fueran todos los días a la plaza del pueblo a humillar a los hombres señalándoles con el dedo, hoy trabajas tú, hoy tú no trabajas… La primera vez que vi aquella foto, madre me lo explicó todo muy bien y que allí habían sido muy felices, más que en ningún otro lugar, en ningún otro momento. Quizás por eso, y porque aquella felicidad duró muy poco, dos años escasos, nunca volvió a darme detalles, y cuando sacaba la foto para mirarla, decía solamente, qué bien nos fue allí, qué felices éramos entonces, y cerraba los ojos un instante, como si quisiera apreciar mejor aquel recuerdo, o porque le dolía el tiempo que había vivido después.

Hasta ahí, me sabía la historia. De lo que pasó más tarde, apenas conocía frases a medias, razonamientos inconclusos que no llegaban a la categoría de enigmas pero que tampoco tenía recursos suficientes para resolver. Había estallado una guerra que había partido España en dos mitades, y mis padres estaban en una, y sus dos familias en la otra. Él se alistó voluntario para que no le pasara nada a su mujer ni a su hija pequeña, fue a parar a una compañía de la Guardia Civil y luego, ya, allí se quedó. En medio de la guerra y en aquella casa de Granada de la que no conservaba ningún recuerdo, nací yo, hijo fortuito, inoportuno, de un permiso. Y padre, que me conoció con más de un año, habría dado cualquier cosa a cambio de que le destinaran lejos de su pueblo, pero no había podido evitar que sus superiores se enteraran de que conocía la Sierra Sur como la palma de la mano, así que le habían mandado a Fuensanta de Martos, a dos pasos de Valdepeñas de Jaén, donde la guerra no había terminado todavía por más que don Eusebio se empeñara en contar en voz alta los años de paz en algunas fechas señaladas.

Mi padre era guardia civil por casualidad, no porque mi abuelo lo hubiera sido antes que él, y por esa misma razón, nunca se me había ocurrido pensar que estuviera esperando que yo siguiera sus pasos, pero tampoco imaginaba que se preocupara tanto por mí. Su inquietud, conmovedora y angustiosa a la vez, me desorientó por dentro, como si al escucharle hubiera mordido el relleno ácido de un pastel dulce, el corazón podrido de una fruta verde. Él no podía dormir porque pensaba en mí, y yo no dormía porque en el centro de sus desvelos latía la decepción de ser mi padre, de haber engendrado a un niño que crecía muy poco, menos que su hermana, menos que los hijos de los otros guardias, menos que sus compañeros de la escuela.

Yo no tenía la culpa. A mí me habría gustado ser tan alto como Paquito, el hijo de Romero, que había acabado el verano anterior con pantalones de dos colores, porque a mitad de agosto su madre ya le había sacado el dobladillo y tuvo que echarle una pieza, empalmando una tira de una capa vieja de su padre, para conseguir que los bajos se le acercaran a las rodillas. Los míos apenas se movieron del sitio durante todas las vacaciones. Madre decía que era una suerte, y sonreía, pero los dos sabíamos que a ella le habría encantado rematar con un trozo de tela verde mis pantalones grises, y a mí, ir hecho un mamarracho de dos colores, igual que Paquito.

Yo no tenía la culpa, pero aquella noche me sentí culpable, y sin embargo, igual que la grandiosidad del mar había afirmado mi alegría de ser de tierra adentro, la amargura de hacer sufrir a mi padre vino envuelta en la certeza de su amor, todo el amor que cabía en aquel hombre serio y taciturno, que no era aficionado al pan milagroso de los besos y abrazos que su mujer repartía sin que se agotaran nunca, y que sonreía poco, jamás como en la fotografía que le hicieron en aquellos tiempos en los que fue feliz.

El intrincado hallazgo del amor de mi padre, la llama secreta que ardía entre las tinieblas de su preocupación y mis centímetros, me calentó la cama cuando la botella no conservaba ya otra temperatura que la de mi cuerpo. Entonces, por fin me dormí, y al despertarme, comprobé que aquella noche había vuelto a helar. Paquito entró en mi casa corriendo cuando todavía no me había dado tiempo a terminar el desayuno, para enseñarme su botella nueva, en una funda gris, jaspeada, que era más fea que la mía, de rayas azules y blancas. Si un día antes hubiera podido contemplar aquella escena por un agujero, si hubiera podido verme en el instante en que respondí al desafío del hijo de Romero levantando mi propia botella con las manos y la arrogancia de un pistolero más veloz que su enemigo, me habría estremecido de orgullo y de placer. Pero la noche anterior había escuchado algo que nunca debería haber oído, y aquella mañana, todo lo que estaba derecho había amanecido torcido.

Yo era bajito, muy bajito, canijo, como dijeron mis primos de Almería antes de robarme los zapatos, hasta sin saber que así era como me llamaban mis amigos. Incluso ellos, que nunca comían carne, eran más altos que yo. Mi padre lo sabía sin que nadie se lo hubiera contado, y lo sabía mi madre, que me había concedido la gracia de ascender desde la piedra hasta la botella cuando aún no lo esperaba. Y por más que intenté convencerme de que las confidencias de uno y la decisión de la otra habían coincidido por azar, no logré desprenderme de una sospecha incómoda, humillante, y cuando me fui a la escuela con Paquito, estaba seguro de que la botella que apretaba entre los brazos no era un galardón que yo me hubiera ganado, sino una amorosa treta con la que madre intentaba que no me sintiera inferior a los demás.

Hasta aquel día, el futuro no había existido para mí. Desde entonces, tuvo la forma exacta de una barra graduada, rematada por un tope que iba subiendo y bajando de cabeza en cabeza cuando la usaban en el cuartel para medir a los quintos. ¿Dónde estás hoy, Nino?, me preguntó el maestro varias veces. Yo me enderezaba contra el respaldo de la silla, levantaba la cabeza, miraba al encerado y le pedía perdón por haberme distraído, pero no me atrevía a decirle la verdad, a contestarle que estaba atrapado sin remedio en el futuro.

—Don Francisco Romero, levántese —el hombre más sabio de Fuensanta de Martos sólo nos trataba de usted cuando presentía que no íbamos a estar a su altura—. ¿Siete por cinco?

—Treinta.

—No.

—¿Treinta y seis?

—Cero.

—No, no, espere, porque entonces tienen que ser treinta y cinco.

—A ver, qué remedio… ¿Y siete por seis…? ¿Siete por seis? —don Eusebio se impacientaba, se desesperaba, perdía la compostura mientras hacía estallar sus puños sobre la mesa—. ¡No cuentes con los dedos, animal, que te estoy viendo! Las manos a la vista, ¿siete por seis? Don Antonino Pérez, deje de soplar a su compañero y ayúdelo en voz alta. ¿Siete por seis?

—Cuarenta y dos.

—¿Siete por siete?

—Cuarenta y nueve, siete por ocho, cincuenta y seis, siete por nueve, sesenta y tres, y siete por diez, setenta.

—Muy bien. Pero no crea que no me he dado cuenta de que lleva toda la mañana en Babia. ¿Qué pasa, que sólo nos espabilamos a la hora de delinquir? Pues le voy a poner un cinco pelado, para que se entere…

Paquito no se sabía las tablas de multiplicar, pero daba igual, porque era muy alto, y daría la talla, y sería guardia civil como su padre, como su abuelo. Miguel, el hijo del boticario, no era ni tan burro ni tan alto como él, tampoco tan estudioso como yo, pero heredaría la farmacia, y le llamarían don Miguel, y viviría tranquilo, despachando aspirinas. Y yo… Yo no quería ser secretario del Ayuntamiento, ni oficinista en la Diputación, yo quería conducir coches de carreras, y si no, arrendar un molino, como el Portugués, y tener un huerto, y un caballo, y vivir lejos del pueblo para subir al monte cuando me diera la gana, a coger setas y a pescar truchas, y sin embargo iba a tener que aprender a escribir a máquina, y a hablar francés, y las matemáticas se me daban bien, se me daban bien la gramática y las ciencias naturales, pero no sabía si iba a poder con la máquina, y sin embargo sabía que tenía que poder, porque lo que no podía era decepcionar a mi padre dos veces seguidas, y si diera la talla y dijera que no quería ser guardia, probablemente no pasaría nada, pero como no la iba a dar, tendría que trabajar en una oficina aunque no quisiera, y a lo mejor me llamarían don Antonino, y mi padre estaría orgulloso de que me ganara la vida mejor que él, pero me la ganaría peor, porque las cosas nunca son como parecen.

Cuando salí de la escuela, creí que la cabeza me iba a estallar, tantas horas llevaba pensando en lo mismo. Estaba seguro de que al volver a casa, madre me sonreiría, me besaría tanto como siempre, más quizás, me anunciaría que padre había tenido una idea y luego llegaría él, lo despacharía todo con un par de frases, yo haría como que no sabía nada, diría que todo me parecía muy bien, le daría mucho las gracias, y estaría sentado delante de una máquina de escribir antes de darme cuenta. Eso era lo que iba a pasar, y sin embargo, no pasó nada, excepto que el mundo se puso boca abajo.

Había pasado otras veces, tantas que casi pude respirarlo en el aire antes de leerlo en algunos rostros, sonrisas que no veía desde antes del verano, y la taberna de Cuelloduro llena y vacía al mismo tiempo, los parroquianos en la calle, cada uno con su vaso en la mano, pagando rondas por turnos. No necesitaba saber nada más, porque la madre de Paquito salió a buscarnos, y nos cogió a cada uno de la mano para tirar de nosotros como si todavía fuéramos críos chicos, sin molestarse en darnos ninguna explicación.

—A casa, vamos, deprisa, y sin rechistar.

—¿Pero qué ha pasado, madre?

—¡He dicho que sin rechistar!

El mundo se había puesto boca abajo, y aquella noche, padre no volvió a casa hasta mucho después de la hora de cenar. No hubo conversación, ni máquina de escribir, ni promesas ni disimulo, sólo el rumor constante de las quejas de madre, por una vez olvidada del frío.

—Y quién me mandaría a mí casarme con un guardia civil, a ver, quién me lo mandaría, con lo bien que estaba yo en mi pueblo para que me dejen viuda con tres hijos cualquier día de estos…

Aquella tarde ni siquiera nos dejó salir a jugar al patio. Estuve todo el tiempo sentado a la mesa de la cocina, haciendo los deberes y ninguna pregunta, porque sabía de sobra que mi madre no iba a ser más elocuente que la de Paquito, pero mi hermana Dulce, que se había enterado de todo, me lo contó en un susurro.

Que a la una de la tarde, con la cara descubierta y a plena luz del día, como en los buenos tiempos, los del monte habían cortado la carretera para asaltar al alcalde de Alcaudete.

Que alguien les había avisado de que llevaba encima veinticinco mil pesetas para pagar al contratista que le estaba haciendo una casa nueva a su suegro.

Que cuando acababan de quitarle el dinero, vieron venir por la carretera a un hombre con pinta de muerto de hambre, y al preguntarle qué hacía por allí, les explicó que venía de buscar un jornal, pero que no habían querido cogerle en ninguna cuadrilla de las que ya habían empezado a varear la aceituna.

Que al mirarle bien, las alpargatas reventadas, los dedos gordos al aire, la piel quebradiza, amarillenta, los de arriba comprendieron que nadie quería darle trabajo porque estaba enfermo.

Que su jefe hizo entonces lo que tantas veces había hecho Cencerro, sacar cuarenta duros del fajo de billetes del alcalde, pedirle a aquel hombre que recordara lo que estaba a punto de pasar, y darle doscientas pesetas después de reconocer en voz alta que las necesitaba más que ellos.

Que cuando el jornalero se fue, encerraron al chófer y a su pasajero dentro del coche, tiraron las llaves al suelo, les advirtieron que les dejaban con vida para que pudieran contarlo, gritaron ¡Viva la República!, y no tardaron ni cinco minutos en desaparecer.

Que cuando llegaron los guardias de su pueblo, el alcalde había dicho, como todos, como siempre, que no había reconocido a ninguno de los hombres que le habían robado y que, por el acento, no debían de ser de por aquí.

Que por supuesto, los guardias de Alcaudete no se lo habían creído.

Y que hacia las cinco y media, cuando estaba recogiendo las mesas de la comida, el dueño de una venta de Castillo de Locubín, había encontrado en una esquina un billete de veinte duros debajo de una piedra, y en él, escrita a pluma, para que no pudiera borrarse nunca, una frase que se había hecho famosa en toda la provincia de Jaén, «Así paga Cencerro».

* * *

—Pero Cencerro está muerto, Pepe, y tú lo sabes.

—¿Muerto? No, qué va a estar muerto… —estábamos los dos solos y nadie podía escucharnos, pero miré hacia atrás una vez más, porque no podía creer que estuviera hablando en serio—. ¿Es que no te has enterado de que antesdeayer cortó la carretera y consiguió dinero de sobra para pasar el invierno? ¿No te han contado todavía que volvió a dejar una propina de las de antes en una venta de su pueblo?

—Pero no pudo ser él —insistí, con el aplomo que prestan sólo unas pocas certezas, la muerte siempre.

—Claro que fue él. Firmó el billete, ¿o no? —sólo entonces se echó a reír, y justificó su risa como si me estuviera haciendo un favor—. Cencerro es mucho más que un nombre, Nino, es un símbolo. Tomás Villén Roldán está muerto, sí, lo sé, sé lo mismo que tú, que se suicidó el 17 de julio, en Valdepeñas, y lo llevaron muerto a su pueblo, y todos los vecinos vieron su cadáver. Eso es verdad, pero sólo eso. Tomás Villén Roldán era Cencerro, pero ahora Cencerro es más grande que él. Seguirá vivo mientras haya alguien en el monte que lleve su nombre, y por lo visto lleva dos días resucitado, ya lo sabes.

—Cualquiera diría que te alegras.

—¿Yo? —y se volvió hacia mí con el índice apoyado en el pecho, las cejas arqueadas como dos signos de interrogación—. ¿Cómo voy a alegrarme yo de una cosa así, con la que se nos va a venir encima?

En eso llevaba razón, pero, de todas formas, con él nunca podía estar seguro de nada. Pepe el Portugués era la persona más especial de todas las que conocía, aunque a mi alrededor nadie más pareciera darse cuenta. Al principio, creía que era portugués de verdad, porque el nombre de su pueblo, Torreperogil, me sonaba rarísimo, hasta que padre me dijo que no, que si lo pensaba bien me daría cuenta de que ese nombre significaba Torre de Pedro Gil, y que estaba en la provincia de Jaén, igual que el nuestro, aunque hacia el norte, más allá de Úbeda. Descontando a los guardias y al maestro, que no podían escoger un destino, semejante distancia le convertía en el único forastero permanente de Fuensanta de Martos, pero no era especial sólo por eso.

—¿Y a ti por qué te llaman el Portugués? —le pregunté una de las primeras veces que hablamos los dos solos.

—¡Ah! Eso no lo sé, es el mote de mi familia. La gente dice que mi abuelo sacó una vez a bailar en las fiestas del pueblo a una chica que venía con un feriante y era portuguesa… O igual el portugués era él, vete a saber, ya no me acuerdo. El caso es que al feriante le sentó mal, se pelearon, y mi abuelo se quedó con ese mote.

—Pero entonces sí que lo sabes —objeté, muy sorprendido.

—No —hizo una pausa para mirarme y echarse a reír, en uno de esos quiebros repentinos a los que era tan aficionado—. Sólo sé lo que dice la gente, pero eso no siempre es la verdad.

Pepe había visto mucho mundo. Nunca había estado en Portugal, pero sí en Francia, y en Madrid, y en Valencia, y en Barcelona, y en Marruecos. Había visto el mar muchas veces, aunque no le gustaba hablar de eso porque decía que todos los sitios son iguales. Yo sabía que no tenía razón, pero tampoco le llevaba la contraria, porque cuando decía que no le gustaba hablar de algo, no había manera de sacarle ni una sílaba. Eso lo había aprendido yo enseguida, el mismo día que le conocí.

—¡Alto! ¡Manos arriba!

Paquito y yo estábamos sentados en la orilla del río, con los pies en el agua. Habíamos ido hasta allí andando, los dos solos, después de la procesión del Corpus, porque aquel día no había clase y hacía, a cambio, mucho calor. El molino viejo era uno de nuestros sitios favoritos precisamente porque estaba abandonado. La dueña, doña Angustias Mariamandil, una de las vecinas más ricas del pueblo, vivía en un cortijo aislado, un poco más arriba, y nunca se había preocupado de alquilarlo porque no necesitaba el dinero. El camino desde el pueblo era una cuesta muy empinada, mucho más incómoda que los senderos que llevaban a otras pozas, y como nunca había nadie, podíamos bañarnos desnudos y volver a casa con la ropa seca. No habíamos hecho nada más grave, más peligroso que eso, y sin embargo, cuando nos volvimos muy despacio, con las manos en alto, nos encontramos con un hombre que estaba apuntándonos con una escopeta.

—¿Pero qué hacéis vosotros aquí? —Pepe el Portugués bajó el arma al darse cuenta de que sólo éramos unos niños—. ¡Largo! Esto es propiedad privada.

—¡Mentira! —dije yo a voces, para que se diera cuenta de que no era el único que sabía gritar—. El molino está abandonado, pero es de los Mariamandiles. Y el río, de todos.

—¡Ah! ¿Sí, eh?

Y en ese momento, aunque había abandonado las amenazas junto con la escopeta que dejó apoyada en una piedra, Paquito salió pitando. Yo, en cambio, me quedé a esperarle, porque ya había montado en tren, y había visto el mar, y tenía una reputación que defender, aunque fuera muy bajito o precisamente por eso.

—¿Y el otro? —Pepe miró a su alrededor cuando llegó a mi lado, pero mi amigo había escapado a tal velocidad que ya no se le veía.

—Es un cagado.

—Ya… —sonrió como si le hubiera divertido mucho mi respuesta—. Y tú no, ¿verdad?

—Pues no.

—¿Cuántos años tienes?

—Nueve.

—Nueve… —me midió con los ojos, desde la cabeza hasta los pies—. No eres muy alto para tu edad.

—No, pero tampoco soy un cagado.

—Está bien, está bien… —y levantó las manos en el aire, como si ahora fuera yo quien le estuviera apuntando con un arma—. De todas formas, siento mucho haberos dado un susto, pero en los tres días que llevo aquí, desde que arrendé el molino, no había visto a nadie. Y como dicen que la sierra está llena de bandoleros…

—Es verdad, aunque en el pueblo hay gente que no los llama así.

—¡No me digas! —abrió mucho los ojos, como si nunca se le hubiera ocurrido que pudiera existir otro nombre para ellos—. ¿Y cómo los llaman?

—Pues guerrilleros. O maquis. Pero eso lo dicen los rojos.

—Y en tu casa no sois rojos, supongo.

—¡No, qué va! —me eché a reír ante tamaño disparate—. Yo vivo en la casa cuartel. Mi padre es guardia civil.

—Mira… —volvió a sonreír—, qué buen amigo me he echado. ¿Y cómo te llamas tú?

—Antonino, pero me dicen Nino para no confundirme con mi padre, que se llama igual —no pensaba decirle nada más, pero pensé que iba a enterarse enseguida, porque en mi pueblo nadie llamaba a nadie por su nombre—. Aunque también me dicen el Canijo.

—Yo me llamo Pepe —me ofreció la mano, como si estuviera presentándose a una persona mayor, y al estrecharla, mis dedos encontraron que era grande y fuerte, la piel áspera, como la de los hombres acostumbrados a trabajos duros—. Y ahora que nos hemos conocido, me vuelvo arriba. Tengo mucha faena por delante.

—Puedo ayudarte, si quieres —ya había empezado a subir hacia su casa, pero se paró y se volvió a mirarme—. Hoy no hay clase, no tengo nada que hacer.

Estuve con él más de dos horas, clasificando los trastos amontonados en la vivienda y en el molino, quemando en una hoguera los muebles viejos, apolillados, y poniendo cristales nuevos en las ventanas. No nos había dado tiempo a arreglar más que una cuando Paquito vino corriendo a buscarme, y me dijo que me preparara para la bronca que me iba a caer por haber estado toda la tarde fuera de casa. Por el camino, me preguntó qué había hecho, y se lo dije, y me preguntó por qué, cómo se me había ocurrido desperdiciar una tarde libre trabajando a cambio de nada, y no fui capaz de contestarle. Tampoco pude contarle mucho más. Mientras estaba con él, había tenido la sensación de que no parábamos de hablar, pero las preguntas de Paquito me hicieron comprender que había sido yo quien había hablado casi todo el tiempo. Pepe sólo me había dicho que le gustaba el monte, que no le importaba vivir aislado, lejos del pueblo, y que había decidido cambiar de aires porque había tenido un disgusto muy gordo con su novia, pero que no le gustaba hablar de eso. Y yo no había podido sacarle ni una palabra más.

La bronca que me echó madre hizo los honores a las advertencias de Paquito. Antes de mandarme a la cama, me advirtió que estaba castigado sin salir hasta que a ella le pareciera bien decidir lo contrario, y sin embargo, el domingo siguiente volví a subir a casa de Pepe. Padre había ido con Romero a hacerle una visita de rutina, la misma que hacían un par de veces por semana a todos los vecinos que vivían fuera del pueblo, y el nuevo habitante del molino le había caído en gracia.

—Es un chico muy serio, muy formal —tenía ganas de hablar, y empezó a hacerlo antes de probar el gazpacho—, y sin embargo simpático, no creas. Está preocupado por ti, Nino, porque como Paquito te dijo que madre se había enfadado… Parece que tiene buena mano con los olivos, las olivas, como él dice. A eso se dedicaba en su pueblo, y cuenta que le iba bien, pero tenía una novia, y por lo visto, cuando ya les habían echado las amonestaciones, la tía fue y se casó con otro.

—Por algo sería —replicó mi madre, que era mucho más desconfiada que su marido aunque no llevara un tricornio sobre la cabeza.

—Pues sí, por las perras, como siempre. ¿Qué te crees, que no hemos pedido informes? Y no se le ha olvidado, no, que se acuerda de todo como si ella le hubiera dejado plantado anoche mismo. Por eso se marchó de su pueblo, y ahora lo que quiere es vivir tranquilo. Le hemos dicho que esté con los ojos muy abiertos, que se fije en todo, en fin, lo de siempre, que informe de las huellas, de los cambios, de los restos de hogueras que pueda encontrar… ¡Y teníais que haberle visto, el susto que se ha llevado el pobrecillo! A lo mejor no ha sido buena idea venir aquí, nos ha dicho al final —e improvisó una mueca compungida que sus propias carcajadas deshicieron en un instante—, tendría que haberlo pensado mejor.

—¿Y qué quieres? —madre también sonrió—. Si os dedicáis a meterle miedo a la gente…

—No es miedo, Mercedes, es precaución, y ya le hemos dicho que tampoco es para tanto, que estamos seguros de que la base de Cencerro está por la parte de Valdepeñas, y el molino viejo tan apartado que igual se tira allí la vida entera sin ver a nadie. Y a propósito, Nino… Me ha dicho también que, si quieres ir a buscarlas, igual el domingo te puede dar un par de truchas para madre, ¿eh? —me guiñó un ojo y yo le devolví una sonrisa a cambio—, para que le perdone por haberte entretenido el día del Corpus. Me dijo que le habías ayudado mucho y la verdad es que necesita ayuda, pobre hombre.

—Pues que se la busque en otro sitio —su mujer intentó resistirse—. Nino está castigado.

—¡Pero, madre, si me va a dar unas truchas!

—Sí, claro… Truchas de esas he visto yo muchas, pero lo que es comerlas, todavía no le he hincado el diente a ninguna. Así que, si es por eso…

—Mercedes, déjale ir.

—Que no, Antonino, que no, que no sabes el susto…

—¡Mercedes! —él levantó la voz y ella renunció a terminar la frase—. Hazme caso y no me des consejos.

—¡Ea! Pues lo que tú digas.

Mi madre se enfadó, mi padre siguió comiendo, y yo me callé porque me convenía, pero ya entonces pensé que el Portugués parecía cualquier cosa menos un pobre hombre. Con el tiempo descubriría que, igual que sabía hacer hablar a la gente sin revelar nada de sí mismo, también tenía el don de decirle a cada uno lo que quería oír. Que no hubiera querido contarme a mí la historia de su novia y a padre se la hubiera relatado después con pelos y señales no me extrañaba tanto, porque yo era un crío y él no, pero nadie que hubiera crecido en la casa cuartel de Fuensanta de Martos podía aceptar sin atragantarse que un cobarde recibiera a los extraños con una escopeta cargada entre las manos. Cobardes en mi pueblo había muchos, y cuando se tropezaban con un desconocido, lo que hacían era encerrarse en su casa, echar la tranca de la puerta, levantar los colchones de las camas para apoyarlos contra las ventanas, y apagar todas las luces. Luego, los que sabían rezar, rezaban, y los que no sabían, también. Pepe el Portugués no tenía mucha pinta de saber rezar, y tampoco necesitaba que la Guardia Civil fuera a avisarle de que en el monte había bandoleros. Ya me lo había dicho él a mí sin que yo le preguntara nada.

El domingo, sin embargo, empecé a dudar de mis propias dudas al encontrármelo en misa de doce, repeinado y vestido de limpio. Me extrañó tanto verle así que me volví varias veces para que mi extrañeza creciera al comprobar que estaba muy atento y respondía al cura cuando tocaba, sin hacer mucho caso de los susurros y las miradas de las mozas, que celebraban en grupitos, como si fueran tontas, la aparición de un nuevo soltero. Luego, madre me dio un capón y ya no me volví más, pero cuando salimos, me estaba esperando.

—Ayer cogí cuatro truchas, y bien gordas —me dijo, cuando volvió a ponerse la gorra que se había quitado, con demasiada ceremonia para mi gusto, al saludar a mi madre—. Vente como a las siete, o las siete y media, y te las llevas.

—Puedo ir antes —me ofrecí—, después de comer, y así te ayudo.

—No, ¿para qué? —entonces se dio la vuelta y echó a andar, como si no tuviéramos nada más que hablar—. Ya lo tengo todo arreglado, y antes hará mucho calor.

Intenté ir tras él, pero madre, ganada para su causa por la metamorfosis de aquellas truchas de piel resbaladiza y carne sonrosada que, contra todos sus cálculos, acababan de dejar de ser una hipótesis, no me lo consintió.

—Mira que eres cansino, hijo mío… ¿No te ha dicho que vayas a las siete? Pues a esa hora vas y ya está.

—¿Y qué, llevas mucho tiempo esperándome?

A las siete menos cuarto, cuando me encontró sentado en el porche de su casa, llevaba allí casi dos horas.

—No —le mentí—. Acabo de llegar.

—Ya —él se rio—. Me alegro. Entra conmigo, anda, y te doy eso.

Las truchas estaban dentro de un barril de agua fría, al fondo de una despensa larga y sombría como una cueva. Mientras él escogía las tres más gordas, les sacaba las tripas y las iba ensartando en un alambre, me dio tiempo a recorrer la casa y a descubrir que estaba tan arreglada por dentro como me había parecido desde fuera, mientras curioseaba por las ventanas para matar el tiempo entre baño y baño.

—¿Quién te ha limpiado esto?

—Nadie.

—¿Nadie?

—Pues no, porque no está limpio… —se secó las manos con un trapo y me tendió el alambre, las truchas tiesas y brillantes como tres cuentas en el collar de una giganta—. Sólo está ordenado. Es un truco de hombre solo, ¿sabes? Si tienes pocas cosas y siempre están en orden, todo parece limpio y no hace falta limpiar… —entonces recorrió con un dedo la superficie del aparador, uno de los pocos muebles que habíamos salvado del fuego el día del Corpus, lo miró, me enseñó el cerco oscuro que surcaba la yema, y se echó a reír—. ¿Lo ves?

En ese instante, mientras me reía con él, empecé a pensar que tal vez vivir en Granada, o en Madrid, conduciendo coches de carreras, no fuera un plan tan bueno como parecía. En ese instante, se me ocurrió que quizás yo fuera más feliz viviendo como un hombre solo con muy pocas cosas, teniéndolas siempre en orden y no limpiando jamás. Cuando le conocí, Pepe el Portugués aún no había cumplido treinta años. Era delgado pero fuerte, flexible y ágil, y se pasaba los días al aire libre, trabajando sin camisa en el huerto, en los olivos, o andando por el monte. Los dedos del sol habían dibujado hebras amarillas, caprichosas, en su pelo castaño, que brillaba a la luz tanto como su piel morena y lisa, y cuando sonreía, enseñaba unos dientes blanquísimos, que serían perfectos si una de las paletas no estuviera partida, quebrada en diagonal como la hoja de un cuchillo, pero hasta eso le sentaba bien.

—Espérame un momento, ¿quieres? Me lavo un poco, me pongo una camisa limpia y me bajo contigo al pueblo.

El primer día que estuve allí me había fijado en la única cosa cara que había en aquella casa, una maleta buena, grande, de cuero marrón, que seguía estando en el mismo sitio, cerca de la cama. Cuando echó a andar, creí que iba hacia ella, pero le vi levantar el colchón y escoger una de las dos camisas que estaban acostadas encima del somier, antes de volver a ponerlo todo en su sitio, estirando las sábanas con mucho menos cuidado del que puso en colocar la colcha para que pareciera que la cama estaba hecha.

—Otro truco de hombre solo, ¿no?

—Justo. No es que así las camisas queden bien, pero tampoco quedan mal del todo, y no tengo que plancharlas.

Mientras bajábamos juntos la cuesta, le comparé con mi padre, con los otros guardias, con los hombres que conocía, y comprendí que no se parecía a ninguno, y algo más. Nunca en mi vida me había sentido tan cerca de nadie como me sentí aquella tarde de Pepe el Portugués, pero lo que me pasaba era todavía más grande, y tan confuso que no sabía qué nombre ponerle. Era la primera vez que me enfrentaba a la distancia que separa a los ídolos de los modelos, y si alguien me hubiera preguntado si admiraba al hombre que caminaba a mi lado, habría contestado que sí, pero no habría dicho la verdad completa. Yo admiraba a otros hombres, desde lejos y en secreto, aunque me habría dejado matar antes de reconocerlo en voz alta, aunque ni siquiera me atrevía a afirmarlo ante mí mismo porque sabía que estaba mal, que no debía hacerlo, que era peor que un pecado. Les admiraba, pero no cambiaría mi vida por la suya. Y sin embargo, mientras Pepe me contaba que no tenía mujer porque los hombres como él no se casan nunca, yo no quería parecerme a él, sino ser él, abandonar mi vida para instalarme en la suya, y vivir en el molino viejo, y planchar la ropa durmiendo encima, y pasarme los días al sol y sin camisa, y sonreír con un diente partido, y no tener que preguntarme siquiera de dónde venía mi habilidad para fascinar a la gente, para hacerles hablar a mi antojo y lograr que se fiaran de mí hasta quienes desconfiaban de su propia sombra.

—Mírame ahora —Pepe se paró delante de la primera casa del pueblo y se señaló el cuerpo con un dedo—. ¿A que parece que se me ha arrugado por el camino?

Me eché a reír, él correspondió invitándome a tomar una gaseosa, nos sentamos en la puerta del bar de la plaza como dos amigos, dos iguales, dos camaradas disfrutando en paz de la última luz de un domingo de mayo, y cuando volví a casa con las truchas, el jubiloso recibimiento de mi madre me importó menos que la memoria de aquella alegría. Pepe el Portugués ya se había convertido en una de las personas más importantes de mi vida, un deslumbramiento que desbordó todos los límites para imponerme una distancia casi temerosa. Por eso, aunque aquel verano fui muchas veces, y siempre solo, al molino viejo, nunca le llamé, ni entré en su casa sin avisar. Esperaba a que él me encontrara, y cuando no había suerte, me conformaba con imitarle delante de mis amigos.

—Miguel, dile a tu hermana que salga…

Paquito, que ya había cumplido diez años con su correspondiente estirón, se había enamorado de Encarnita, que tenía doce, más o menos la misma estatura, y ninguna sensibilidad hacia las pretensiones que cada tarde ardían hasta consumirse, para renacer intactas de sus cenizas al día siguiente.

—Que no, que ya me ha dicho que no quiere ni verte.

—Díselo tú, Canijo, que salga con tu hermana y con las otras, y jugamos a algo todos juntos.

—A mí déjame en paz, Paquito.

—¿Sí? Pues cuando te guste a ti alguna, te vas a enterar…

—¿Yo, de qué? —y entonces, sin levantarme del suelo, conseguí mirarle desde muy arriba—. Los hombres como yo no nos casamos nunca.

—¡Mira tú que también, el tontopollas éste!

Todavía estaban riéndose de mí cuando Pepe el Portugués apareció al final de la calle y se acercó despacio, con los pulgares enganchados en los bolsillos del pantalón, la barbilla alta.

Parecía uno de esos pistoleros que salían en las portadas de las novelas que vendía la Piriñaca y que siempre prometían mucho más de lo que daban, porque aunque Curro, que las compraba todas, no quisiera prestármelas, de vez en cuando conseguía despistarle para coger una, meterla dentro de mis libros, y leerla mientras hacía que estudiaba. Entonces buscaba ansiosamente las descripciones de mujeres en corsé que su dueño usaba como pretexto para no dejármelas, y nunca las encontraba, sólo tiros y más tiros, emboscadas y duelos que siempre parecían uno solo contado muchas veces. Pero aunque el Portugués se pareciera en su manera de andar a esos aventureros que se llamaban Jack o Billy, no era igual que ellos, porque no me defraudaba nunca.

—Te estaba buscando, Nino. ¿Tienes algo importante que hacer?

—No —contesté enseguida, y me levanté del suelo como impulsado por un muelle, sin tomarme la molestia de volver la cabeza para contemplar la mirada de envidia que compartían Paquito y Miguel—, qué va.

—Pues vente conmigo, anda. Tengo una cosa para ti… Pero despídete de tus amigos, ¿no?

—Adiós —dije, y por fin les miré, y ya no se reían.

Cuando habíamos andado un trecho, se volvió y me dijo que no me hiciera ilusiones.

—Es sólo una cesta de brevas, para tu madre, pero se me ha ocurrido que igual preferías que ellos no se enteraran de tan poca cosa.

Aquel día era 15 de julio de 1947, víspera de la Virgen del Carmen, y todo estaba en su sitio todavía. Lo recuerdo porque ningún habitante de la Sierra Sur olvidará jamás lo que pasó al día siguiente, ni aquella noche, ni el día que llegó después, y recuerdo que al llegar al molino viejo, vi una sábana blanca, seca, tiesa ya de sol, colgada en el tendedero, y a cambio, en cada ventana, una sombra de oscuridad desconocida.

—¿Y eso?

—¡Ah! —contestó mientras abría la puerta sin mirarme—. He puesto cortinas.

—¿Cortinas? —volví a preguntar, como si fuera la primera vez que oía esa palabra—. ¿Para qué quieres cortinas, si vives aquí tú solo?

—Porque a veces no estoy solo, y no me gusta que nadie me espíe.

Entró delante de mí y fue derecho a la cocina como si quisiera dejarme a solas con mi sonrojo, el violento incendio de la vergüenza que devoró en un instante toda mi cabeza, de oreja a oreja y desde la frente hasta la nuca, para publicar mi culpa, porque yo le había espiado alguna vez, por casualidad, sin mala intención, me había quedado un rato mirándole por la ventana, nada más que eso, sólo por ver qué hacía, a qué se dedicaba cuando estaba solo en casa, y tampoco es que hubiera descubierto gran cosa. Una tarde le vi sentado a la mesa, de espaldas a mí, escribiendo en un papel mientras consultaba de vez en cuando un par de libros abiertos ante él. Otra vez le había visto con dos personas a las que no conocía, un hombre y una mujer, pero apenas había podido fijarme en ellos, porque cuando llegué se estaban despidiendo y tuve que echar a correr para que no me pillaran. En aquella época, a los fuensanteños, valientes o cobardes, no nos gustaban mucho los desconocidos, pero no me quité de en medio por eso, sino para evitar que el Portugués me descubriera agazapado detrás de una piedra, igual que una vecina chismosa.

Quizás, después de todo, me había visto aquel día, quizás nunca, pero cuando volvió de la cocina con una cesta de mimbre llena de brevas, no quiso apreciar en mí los intensos colores del pecado, y para demostrarlo, dejó la fruta en la mesa, fue hacia una ventana y levantó un pico de la cortina con los dedos para que la luz del día se apagara al estrellarse en el grueso tejido azul marino.

—Bueno, dime por lo menos si te gustan.

—Sí —de mi garganta brotó la voz de otro, apenas un hilo débil, atormentado, pero al verle sonreír, carraspeé y seguí adelante—. No están mal, pero son muy oscuras.

—De eso se trata, ¿no?

—¿Las has hecho tú?

—¿Yo? ¡No, yo no sé coser! Me las ha hecho Filo.

—¿Filo? —el asombro me congeló con tanta eficacia que antes de terminar de pronunciar aquel nombre, mi rostro había perdido hasta la memoria del calor—. ¿Filo la Rubia?

—Claro, ¿cuál iba a ser si no?

—¡Ah! ¿Pero tú la conoces?

—Pues no mucho, pero sí, la conozco… Viene por aquí a ofrecerme huevos, y a veces se los compro, o se los cambio por otra cosa. Como me dio la impresión de que con la recova no saca mucho, le pregunté si sabía coser, me dijo que sí, y le encargué las cortinas.

—Es guapa, ¿verdad?

—¡Joder! —se echó a reír y yo me reí con él—. Sí que lo es…

Filo la Rubia tenía el pelo negro, una melena como una cascada de bucles oscuros que brillaban como si estuvieran empapados en aceite y le llegaban hasta la cintura. Tal vez por eso, o porque todavía era una niña, o porque a los doce años ya tenía los ojos tan grandes, el cuello tan largo, la nariz tan fina y los labios tan llenos que daba miedo tocarla, cuando acabó la guerra no le afeitaron la cabeza, como hicieron con su madre, con sus hermanas, con su cuñada, con sus tías, con sus primas. Entonces, al cortijo donde vivía le llamaban aún el de los Rubios, aunque ya no vivía allí ningún hombre, todos muertos o huidos, alguno, decían, hasta en América. Pero donde no había hombres, estaba Filo, que al día siguiente se paseó por el pueblo con la cabeza pelada y llena de trasquilones que se había hecho ella misma con las tijeras de la cocina, para que nadie se confundiera, o para no tener que agradecerle nada a ningún falangista metido a peluquero, aunque lo único que consiguió fue que la sentaran en una silla, en medio de la plaza, y la raparan del todo, de verdad. Las Rubias, viudas y huérfanas que a fuerza de estar solas le habían cambiado el nombre a su cortijo, eran así, fuertes, valientes y orgullosas de su desdicha.

Y todas tenían muy mala leche, pero a Filo daba gusto verla.

Mi madre le compraba huevos a escondidas por más que mi padre se lo tuviera prohibido, pero a él le gustaba tanto comérselos que cuando mojaba el pan en la yema y veía su color, y el de la clara, hinchada como un buñuelo blanco alrededor del cráter anaranjado, espeso, meneaba la cabeza con un gesto de satisfacción que desmentía sus protestas. Has vuelto a comprarle huevos a Filo, Mercedes, decía solamente, y mi madre lo confirmaba sin inmutarse, pues sí, porque no tienen ni punto de comparación con los de la Piriñaca, y además, de alguna manera tendrá que ganarse la vida la muchacha, ¿o no?, para que mi padre insistiera con la boca llena, lo que tú digas, pero yo soy guardia civil y un día de estos vamos a tener un disgusto… Filo vendía los mejores huevos que podían comprarse en Fuensanta de Martos porque se levantaba de noche y andaba durante toda la mañana, kilómetros y más kilómetros de cortijo en cortijo, comprando lo que acababan de poner las gallinas para revenderlo en el pueblo por las tardes. Por eso, porque sus yemas eran naranjas y no amarillas, porque sus claras se recogían sobre sí mismas en lugar de desparramarse al caer en el aceite hirviendo, porque su sabor era tan diferente como si no vinieran del mismo animal, era muy fácil distinguir los huevos que traía Filo de los que se vendían detrás de un mostrador.

Y por eso a mi padre no le quedaba más remedio que tolerar que su mujer tuviera tratos con una roja.

La recova, el modesto negocio de los más pobres, los que no tenían más que sus piernas y el campo para subsistir, había existido siempre. Sin embargo, con la resaca de la victoria y la excusa de que era difícil distinguir a las recoveras de los extraperlistas, alguien que trabajaba en algún despacho de la capital y pretendía hacer todavía más imposible la vida de las mujeres rapadas, decidió prohibirla cuando todavía andaban afeitándole la cabeza a las rezagadas. Los cortijeros protestaron, porque si nadie les compraba los huevos, se echarían a perder los que no pudieran consumir ellos mismos. Todo el mundo sabía que no podían dejar abandonadas las tierras, los animales, para salir a venderlos, pero la Guardia Civil siguió deteniendo a las mujeres que llevaban cestas por la carretera, volcando en el suelo lo que no les cabía en los bolsillos, llevándoselas a dormir al calabozo, y durante algún tiempo, los huevos se pudrieron en los gallineros. Hasta que un día, el hambre y la desesperación pudieron más que el miedo.

Ese día, Catalina la Rubia se sentó a descansar a media tarde al lado de la Fuente de la Negra. Llevaba una cesta cubierta con un paño, y en ella, dos docenas de huevos que había conseguido de fiado. Y no recorrió el pueblo, no voceó su mercancía por las calles, no alardeó de su calidad, ni de su precio, como antes, pero en un rato los había vendido todos, y al día siguiente pudo pagar su deuda y comprar otro tanto. Entonces ya había corrido la voz, y las mujeres se acostumbraron pronto a andar dando rodeos para asegurarse de que nadie las seguía, de que nadie podría ir luego a denunciarlas por el delito de comprar seis huevos de recova, pero todo era más difícil, más complicado que antes, porque había que esquivar las carreteras, andar campo a través y sentarse cada tarde en una piedra distinta. Por eso, y aunque muy pronto los del monte empezaron a dar tanta guerra que los guardias tuvieron que aflojar en el asunto de los huevos, Catalina le pasó pronto el negocio a su hija pequeña, Filomena, que se convirtió en la recovera más próspera de Fuensanta de Martos porque aceptaba encargos, y de un día para otro, traía patatas, o tomates, o brevas, como las que me dio aquella tarde Pepe el Portugués.

—Tu madre me dijo que le gustan mucho y mis higueras van muy retrasadas, así que… Pero ven mañana a traerme la cesta, que tengo que devolvérsela a Filo.

Aquella vez no me acompañó al pueblo. Se quedó en la puerta, como si quisiera estar seguro de que me marchaba, y entonces volví a ver la sábana.

—¿Quieres que te la quite de la cuerda? —me ofrecí, cuando pasé a su lado—. Está seca.

—No, no —y avanzó unos pasos hacia mí, como si quisiera reforzar su negativa—. Déjala ahí. Ya no me cabe más ropa debajo del colchón.

Sonreí, y me marché a casa muy contento, porque tenía un motivo para volver a verle. Al día siguiente, me llevé la cesta a la procesión, pero cuando la Virgen estaba todavía muy lejos de la ermita, Sanchís, que se había quedado de guardia en el cuartel, se cruzó en su camino y paró a la comitiva sin contemplaciones. Luego, pasó todo muy deprisa. Mi padre no tuvo tiempo de cambiar más de dos frases con él, pero a mi madre le bastó escuchar una de su marido para cogernos a los tres y obligarnos a volver corriendo a casa.

—Estamos acuartelados —nos advirtió mientras se quitaba el pañuelo, los zapatos, con un gesto de cansancio prematuro, como quien se prepara para un largo asedio—. Está terminantemente prohibido salir de la casa, ni al patio, ¿entendido?

—¿Qué pasa, madre? —Dulce se me adelantó, y pensé que, pasara lo que pasara, no nos enteraríamos hasta el día siguiente, como de costumbre, pero esa vez me equivoqué.

—Han encontrado a Cencerro. Estaba en las afueras de Valdepeñas con otro al que llaman Crispín, en casa de un amigo suyo, uno que le dicen Gregorete, por lo visto.

—Se escapará —la noticia me había sorprendido tanto que ni siquiera me di cuenta de que estaba hablando en voz alta—. No pueden cogerle.

Cuando vi cómo me miraba mi madre, cómo me miraba mi hermana, las dos con la boca abierta, mudas de asombro, comprendí que más me habría valido guardarme mis profecías para mí mismo.

—Lo que quiero decir —intenté arreglarlo— es que ojalá le cojan, pero que no creo, porque se escapa siempre, ¿no?

—Nada es para siempre, Nino —respondió madre, con un acento que me persuadió de que no iba a llevar las cosas más lejos—. Cencerro sólo es un hombre, igual que padre, que cualquier otro. Y ningún hombre puede escapar eternamente.

Él sí, pensé, pero no dije nada más.

Cuando a padre le tocaba subir al monte a dar una batida, madre no se acostaba hasta que volvía. Esas noches, yo tampoco dormía. Me quedaba despierto, boca arriba en la cama, con los ojos abiertos, mirando al techo y escuchando el silencio, al acecho de cualquier ruido, hasta que reconocía sus pasos, su voz apagada, ronca de cansancio, dándole las buenas noches a Romero, y después, el repiqueteo de los besos entreverados de quejas con los que le recibía su mujer, yo ya no puedo más, una noche de estas me voy a morir de angustia, esto no puede seguir así, Antonino… A veces me levantaba y les miraba por la rendija de la puerta. Él, tiritando en invierno, empapado en otoño o sudando en verano, pero agotado de cansancio en cualquier estación del año, se desplomaba encima de una silla para que ella le quitara las botas y contaba siempre lo mismo, nada, que no hay manera, me cago en la puta que parió a Cencerro y en toda su parentela, y yo sabía que tenía razones para hablar así, sabía que tenía razones para maldecirle, y un destino de mierda, un sueldo de mierda, una vida de mierda, como decía después, pero cuando volvía a la cama, me quedaba dormido enseguida porque habían sobrevivido los dos, mi padre y su enemigo, y sabía que lo que hacía estaba mal, muy mal, que no debería pensar, sentir así, pero no podía evitarlo.

Yo admiraba a Cencerro. Le admiraba porque era el más poderoso, el más listo, el más valiente de todos los hombres que conocía. Le admiraba porque todas las mujeres de la Sierra Sur suspiraban por él, tan rubio, decían, tan guapo, tan fuerte. Le admiraba porque hacía lo que le daba la gana, porque entraba y salía de su casa, de su pueblo, del mío y de los demás, cuando le venía bien, porque los guardias no podían con él, porque no podía el ejército, porque su cabeza era la más cara de toda la provincia de Jaén y él, en lugar de achantarse, acusaba el incremento de su precio subiendo la cantidad de sus propinas, esos billetes de cincuenta, de cien, y hasta de quinientas pesetas que firmaba con su nombre y que nunca aparecían, porque sus dueños los escondían para guardarlos como si fueran un tesoro, o se los vendían a alguien dispuesto a pagar más de lo que valían por la firma del más grande, la pesadilla de los civiles, la leyenda del monte, «Así paga Cencerro». Y así pagaba, así compensaba el sufrimiento, el acoso y las palizas que sufrían los suyos, las redadas y los golpes que soportaban sin despegar los labios o abriéndolos solamente para mentir, sí, es él, y al día siguiente los periódicos de la capital traían en la portada la fotografía de un hombre muerto, «Peligroso bandolero abatido a tiros por la Guardia Civil», para que mi padre se desesperara, para que se desesperaran Romero y Sanchís mientras el imbécil del teniente, que era malagueño y nunca había visto la cara de Tomás Villén, ni la de sus hermanos, ni la de su mujer, ni la de su hija Virtudes, que se disfrazaba de pastor para subir y bajar del monte cuando le daba la gana a ella también, igual que su padre, se paseaba por Fuensanta de Martos sonriendo como un imbécil, como lo que era, porque todos los que sabían algo, sabían que le habían vuelto a engañar y que el hombre del periódico no era Cencerro, que aquel muerto ni siquiera se le parecía, y no es que eso fuera muy gracioso, pero los parroquianos de Cuelloduro se partían de risa mientras cantaban a dos voces la canción prohibida, aquella inocente melodía de letra tontorrona que estaba de moda en toda España, pero en la Sierra Sur era más subversiva que La Internacional.

—A ver —el tabernero carraspeaba antes de levantar las manos en el aire, para dirigir el coro desde detrás del mostrador—. A la de tres. Una, dos y tres, tengo una vaca lechera…

—Lechera —respondían los que se encargaban de la segunda voz.

—No es una vaca cualquiera…

—Cualquiera.

—Se pasea por el prado, mata moscas con el rabo, tolón, tolón —y ahí se juntaban todos—, tolón, tolón…

A veces, ni siquiera les daba tiempo a acabar la segunda estrofa, la que había convertido aquella letra tan tonta en un arma, un himno, una canción de amor para un hombre legendario.

—Un cencerro le he comprado…

—Comprado.

—A mi vaca le ha gustado…

—Gustado.

—Se pasea por el prado, mata moscas…

El tiempo que tardaba un chivato en ir corriendo desde la taberna de Cuelloduro hasta la casa cuartel, la distancia más frecuente entre las carreras populares de Fuensanta de Martos, no daba para más. Por eso, a aquellas alturas, el primero que se hubiera enterado, Michelín o Sanchís, Romero o mi padre, solía entrar en la taberna hecho una furia, con la mano sobre la culata de la pistola y los labios temblando de rabia.

—¡Silencio! —y miraba a su alrededor como si los cantantes representaran una temible amenaza.

—Con el rabo…

—¡He dicho que silencio! ¿No me habéis oído?

Una vez, antes de subirse al monte, Enrique Fingenegocios llegó hasta el tolón, tolón, y Sanchís desenfundó la pistola para incrustar una bala en el techo de la taberna. Desde entonces, y aunque Cuelloduro se había negado a reparar lo que él llamaba la herida de guerra de su local, el oído de todos sus parroquianos había mejorado mucho.

—¡Esta canción está prohibida y lo sabéis de sobra!

—¿Pero cómo va a estar prohibida —terciaba el director del coro, tras el parapeto del mostrador—, si la ponen en la radio a todas horas?

—A mí, la radio me toca mucho los cojones. Y como vuelva a oír esta puta letra una sola vez, el coro entero va derecho al calabozo. Estáis avisados.

Después, aunque se marchara andando de espaldas para no perderlos de vista, las sonrisas volvían a florecer discretamente en los labios que, unos minutos más tarde, empezarían a difundir por todo el pueblo aquella escena sombría y ridícula, toda la Benemérita en pie de guerra contra La vaca lechera, aquella bobada musical que muchos fuensanteños seguirían silbando, tarareando y canturreando, solos o en compañía, mientras se reían a carcajadas, aunque sólo fuera porque estaban hartos de llorar, y lo daban todo por bien empleado mientras Cencerro estuviera vivo y en el monte, escupiendo desde arriba.

A veces hacía algo más que escupir, eso también lo sabía, porque me tocaba ir al funeral, y los guardias muertos dejaban huérfanos como yo, viudas como mi madre. Pero no sólo morían guardias, y entonces ella nos encerraba en la casa y no nos dejaba salir ni siquiera al patio, porque había otro entierro, y yo jamás le preguntaba si padre había tenido algo que ver con él. Prefería no pensarlo porque los suyos eran más, porque caían como moscas con un tiro en la espalda, porque siempre estaban desarmados y siempre los mataban por la espalda, y siempre decían luego que habían intentado escapar, pero eso nunca lo había visto nadie, nunca lo había escuchado nadie, nunca podía probarlo nadie. Era mejor no pensar, porque en las novelas que Curro le compraba a la Piriñaca, yo había aprendido ya que los hombres valientes siempre matan de frente, que matar a personas desarmadas es de cobardes, y matarlos por la espalda todavía peor, pero en mi pueblo a todos los mataban así, a todos menos a Laureano, el hijo de Pesetilla, que no tenía más que diecisiete años y ningún arma aparte de su garganta, pero se dio la vuelta y se lio a dar gritos para que tuvieran que matarle mirándole a la cara, como si supiera que le iban a matar igual.

Eso lo sé porque estábamos cenando y oímos los gritos, una voz ronca de hombre maduro, desfigurada por la rabia, Viva la República, Muera Franco, Abajo la Falan… Entonces sonó un tiro, luego otro, después nada. Padre se levantó para averiguar qué había pasado y madre empezó a murmurar para sí misma, como si rezara, ése no era de aquí, no era de aquí, no conozco esa voz, no puede ser de aquí… Pero cuando volvió, él tenía la cara blanca y un nombre en los labios, Laureano, y ella dijo que no, que no, que no podía ser, que Laureano no era más que un crío y que no podía acordarse de la República, apenas de la guerra, que era imposible… Padre la miró y se calló de pronto. Estaría pensando lo mismo que él, lo mismo que Dulce, lo mismo que yo, que no hacía ni un año que a Pesetilla lo habían matado por la espalda mientras intentaba escapar, y que aquella misma noche, su hijo Elías se había subido al monte con su primo Juan el Pirulete, con Arturo Salsipuedes y con Nicolás Saltacharquitos, que era el marido de su hermana Fernanda. Eso sí lo habría recordado Laureano, y lo recordaban Dulce y mi padre, y lo recordaba yo. Madre lo recordó también cuando miró a su marido para decir algo que me impresionó de verdad.

—Esto no se va a acabar nunca, Antonino, ¿me oyes?, nunca. Por cada uno que matáis, se van para arriba siete, y cuando matéis a esos siete, ya habrá en el monte catorce…

Él le pidió que se callara, pero ella negó con la cabeza porque no había terminado de hablar.

—Esto es una guerra peor que la guerra, Antonino, y moriremos todos, mira lo que te digo. Nos matarán a todos y esto no se habrá acabado todavía.

Luego nos marchamos a Almería y poco después, cuando llegó el deshielo, la partida de Cencerro mató en una emboscada al compañero de Sanchís, un cabo que se apellidaba Martínez y tenía mujer, dos hijos, y un carné de Falange del que todos los guardias, excepto el sargento, opinaban que le gustaba demasiado alardear. Y el día del funeral, al ir hacia la iglesia, vimos a la madre de Laureano apoyada en la puerta de su casa sin hombres, vestida de negro de arriba abajo, con los brazos cruzados debajo del pecho, mirándonos, y cuando volvimos, allí seguía, tan quieta que parecía que no respiraba, que ni siquiera había pestañeado en el tiempo que había durado la misa. Y no nos dijo nada, no hizo el menor gesto, no despegó los labios, sólo nos miraba, apoyada en la puerta de su casa, con los brazos cruzados debajo del pecho, sin llorar, sin sonreír, sin moverse nos miraba, y en sus ojos quietos, tan serenos como los de una estatua, cabía todo, un mundo entero de amor y de odio, de dolor y de rencor, de debilidad y de firmeza, de desesperación y de convencimiento, de fe, de venganza. Entonces, antes de que llegara Izquierdo a sustituir a Martínez, pensé que madre tenía razón, que aquello era una guerra y que no se iba a acabar nunca, porque sólo terminaría el día que Cencerro bajara del monte, y no iba a bajar para que lo mataran igual que a Laureano, y a todos los que habían muerto antes, y a los que morirían después que él.

Esto es una guerra y no se va a acabar nunca. El 16 de julio de 1947, festividad de la Virgen del Carmen, mientras yo remoloneaba tirado en la cama sin saber qué hacer, cómo matar el tiempo, las horas que faltaban para que Cencerro se escapase de una vez y yo pudiera ir por fin al molino viejo, a devolverle la cesta de Filo a Pepe el Portugués, dos hombres atrincherados dentro de una casa de Valdepeñas de Jaén, a solas con sus armas y las ciento cincuenta mil pesetas que habían reunido para poder marcharse a Francia con sus camaradas, libraban una batalla feroz contra una compañía entera de la Guardia Civil. Se llamaban Tomás Villén Roldán y José Crispín Pérez, pero hacía muchos años, más de ocho, que nadie les llamaba por sus nombres de pila.

—¡A cenar! —cuando abrí los ojos, me encontré con los de madre, que me zarandeaba suavemente—. ¿Pero cómo has podido quedarte dormido, si no son ni las nueve y media?

—Y yo que sé, cómo no me dejas salir, ni hacer nada… ¿Y padre?

—No ha vuelto todavía.

El tiroteo había empezado a la hora de la siesta. Los guerrilleros habían bajado del monte al amanecer, a la misma hora y por la misma trocha que el traidor que los vendió había indicado a la Guardia Civil, y se habían colado en la casa por un ventanuco abierto en la fachada trasera, que daba al río. Al cruzarlo, habían visto a lo lejos a dos molineros, vestidos con mono azul, desatrancando la rueda de ramas y hojarasca, pero su presencia no les alarmó, porque estaban acostumbrados a verlos, a dejarse ver por ellos, y nunca había pasado nada. Los hombres que vieron aquel día no eran molineros, sino guardias civiles disfrazados con la ropa de los auténticos, que ya estaban detenidos. Sin embargo, fueron pasando las horas y no pasó nada hasta que, a eso de las cuatro de la tarde, un guardia llamó a la puerta y nadie le abrió. Entonces empezó el jaleo. Los guardias tomaron posiciones, rodearon la casa, intentaron acercarse, pero no pudieron. Dentro sólo había dos hombres, fuera, cada vez más, porque empezaron a llegar refuerzos, policías locales, somatenes, falangistas armados, y por fin un destacamento militar, pero la tarde fue cayendo y nada cambió. Los guerrilleros disparaban a su antojo sobre cualquiera que se atreviera a cruzar la calle, y el teniente coronel Marzal, que había venido desde Jaén, muy ufano, para ponerse al mando de las operaciones, advirtió a sus subordinados que se estaba poniendo de un humor de perros.

—¿No quieres postre?

—No, no tengo hambre.

—¡Pues, ea, a la cama!

—Pero, madre, ¿cómo voy a irme a la cama, si me acabo de levantar? Deja que me quede un rato…

Cuando empezó a anochecer, los sitiadores ya lo habían intentado casi todo, hasta enviar una embajada con bandera blanca, formada por cuatro enlaces de la guerrilla que habían sido delatados por el mismo traidor que entregó a Cencerro, y que entraron sólo para escuchar que sus ocupantes preferían morir a rendirse. Ellos mismos lo anunciaron a gritos, desde dentro, mientras los parlamentarios comprendían que había llegado su hora, que al menos se iban a ahorrar el paseo nocturno por los alrededores de su pueblo, porque los de fuera les disparaban cada vez que intentaban abrir la puerta, por más que asomaran el trapo blanco antes que el cuerpo. Poco después, la casa explotó. Los asaltantes habían hecho rodar hasta la fachada bidones de gasolina armados con dinamita, pero cuando empezaron a avanzar entre escombros y cadáveres, los recibieron a tiros. No entendían nada. Tardaron demasiado tiempo en comprender que Cencerro y Crispín habían hecho un agujero en la pared para refugiarse en la casa de al lado, y entretanto, se hizo de noche.

—Acuéstate, Nino, ya está bien… Es casi la una de la mañana.

—¿Y padre?

—¡Y yo qué sé! Deja de preguntarme de una vez.

Estaba muy nerviosa y mis preguntas no la ayudaban a tranquilizarse, pero yo también estaba nervioso, y por primera vez, asustado. Tenía tanto miedo de lo que pudiera pasar, que me arriesgué a preguntar una vez más.

—Bueno, pero dime sólo una cosa. ¿Está en Valdepeñas?

—No, gracias a Dios… El teniente ha tenido que ir, claro, con Sanchís y con Izquierdo, que para eso son jefes, pero creo que tu padre se ha librado. Parece que está por aquí, patrullando en la carretera vieja.

El 17 de julio, madrugó la batalla. Al amanecer, los asaltantes volvieron a amontonar bidones de gasolina y cargas de dinamita contra la fachada de la segunda casa, y todo volvió a empezar, las explosiones, las llamas, los escombros. También los tiros, y con ellos el estupor, la incredulidad, la lentitud de reflejos que había consentido a Cencerro escaparse tantas veces. Al fondo de aquella casa había un corral, y en él, una cueva sin salida hasta la que llegaba un río de papelitos verdes. Eso tampoco lo entendieron al principio, y cuando lo lograron, les costó trabajo creerlo. Estaban pisando ciento cincuenta mil pesetas, ciento cincuenta billetes de banco partidos en dieciséis trozos cada uno, el pasaporte que no iba a llevar nunca a Francia a Cencerro y a Crispín, pero que tampoco serviría para pagar al hijo de puta que los había vendido, ni para celebrar su muerte con champán.

—Que dice madre que te levantes, que son más de las once.

—Ahora voy —intenté darme la vuelta en la cama, pero Dulce siguió sacudiéndome—. Bueno, que sí, que ya me levanto… ¿Se sabe algo?

—No, todavía no. Padre vino muy tarde, casi a las cuatro, se acostó, durmió hasta las ocho y se volvió a ir, pero de Cencerro no se sabe nada.

El tiroteo aún duró un par de horas, pero cesó de pronto, cuando ya estaban otra vez a vueltas con la gasolina, con la dinamita. El camino parecía por fin despejado, pero nadie se atrevió a avanzar. Estaban seguros de que los hombres de la cueva seguían vivos y creyeron que era una trampa. En eso también se equivocaron. ¡Viva la República!, chillaron al unísono dos voces desde allí, antes de empezar a cantar, arriba, parias de la Tierra, en pie, famélica legión… Cuando Cencerro y Crispín entonaron a gritos La Internacional, el teniente coronel Marzal se cagó en Dios. En ese momento, se dio cuenta de que antes de ganar aquella batalla, ya la había perdido, porque hay muertes que valen más que muchas vidas juntas. Y comprendió que Cencerro y Crispín iban a morir, que se estaban despidiendo, pero que no había logrado acabar con ellos, con todos esos niños que seguirían llamándose Tomás, y que tendrían hermanos que se llamarían José Crispín, y que antes o después sabrían por qué se llamaban así. No debería haber permitido que sus enemigos eligieran su muerte, pero tampoco había podido impedirlo, y por eso hizo lo único que podía hacer, ordenar fuego a discreción, aunque midió mal el tiempo. Él nunca había cantado aquel himno y se precipitó al ordenar un alto el fuego prematuro, que le consintió escuchar todavía el último verso del estribillo, y después, aún dos tiros más, que resonaron dentro de la cueva y no fuera, porque ya no estaban destinados a sus hombres.

—Pues yo tengo hambre, madre.

—Pues te aguantas, y si no, haberte levantado antes.

—Dame un poco de pan. Aunque sea sin manteca ni nada…

—¡Que no! Ya está hirviendo el puchero, ¿es que no lo ves? Si te hartas ahora, no comerás luego, y tienes que comer porque estás en edad de crecer. Así que tómate la leche y andando.

—¿Sí? Pues no sé adónde voy a ir andando, si no me dejas salir ni al patio…

Los cadáveres de Tomás Villén Roldán y José Crispín Pérez estaban juntos, apoyados en la pared del fondo de la cueva. Los dos se habían abrazado antes de suicidarse disparándose un tiro en la sien con las últimas balas que les quedaban. La Guardia Civil no pudo rescatar nada más que sus cuerpos, rodeados de billetes rotos y cargadores vacíos, pero, a falta de algo mejor, se dispusieron a sacar partido de sus despojos. Primero llevaron los cadáveres a la plaza de Valdepeñas, y allí, a la vista de los vecinos, lavaron las cabezas con una manguera, para que nadie se atreviera a desmentir su identidad. En ese momento, y ante la mirada complaciente de los guardias, uno de los falangistas del pueblo registró los bolsillos de Cencerro para ver si era verdad lo que decían, que siempre llevaba encima un reloj de los buenos. Era verdad, porque lo encontró, y se lo quedó. Después, cuando los cadáveres ya no dieron más de sí, echaron a cada uno en un camión, y el primero fue a Castillo de Locubín, el pueblo de Cencerro, y el segundo a Martos, el pueblo de Crispín. Por el camino, los militares y los civiles que los acompañaban fueron cantando La vaca lechera.

Para entonces, ya habían dado las dos de la tarde y a alguien se le ocurrió que habría que convocar también a las fuerzas vivas de los pueblos de los alrededores. A los de Valdepeñas, Alcaudete y Alcalá la Real, les tocó ir a Castillo de Locubín. Los de Torredonjimeno, Los Villares y Fuensanta, tendrían que ir a Martos, y era una orden. Cuando mi padre se enteró, no me había dado tiempo ni a acabarme la sopa.

—¡Antonino! —al verle entrar en casa, mi madre se levantó con tanto ímpetu que tiró la silla al suelo y ni siquiera se paró a levantarla—. Gracias a Dios…

Pero él apenas le devolvió el abrazo. Tenía la cara desencajada, los labios apretados y una mirada extraña, turbia, casi líquida. Y tenía mucha prisa.

—Fuera de aquí todo el mundo —murmuró mientras nos miraba por turnos, primero a mi hermana mayor, luego a mí, por fin a la pequeña—. Largaos ahora mismo. Dulce, tú vete a casa de Encarnita, que a nadie le extrañará, porque no sales de allí. Y tú, Nino, te llevas a Pepa.

—¿Pero adónde? —pregunté, tan estupefacto como si en aquel momento la Tierra hubiera decidido empezar a girar en sentido contrario.

—Yo qué sé, al molino, al río, a casa del maestro, a donde sea, ahora mismo, vamos.

—Pero, padre, si no he acabado de comer, y tengo mucha hambre…

Hasta aquel momento, no me lo había tomado en serio, no había podido, porque aquella escena no era sólo insólita, sino también estrictamente opuesta a la que se había repetido tantas veces sin ninguna variación, ningún cambio. Entonces recordé que no era la primera vez que mi padre desobedecía una orden.

Hacía poco más de un año que a Romero y a él les habían asignado un servicio de cuatro días, cuatro noches durmiendo fuera de casa, en los cortijos más alejados del pueblo, un destino rutinario, también el más peligroso que podía encomendarse a una pareja en aquella época, en aquel lugar. Pero ellos no podían elegir y les había tocado, así que cuando me levanté, estaban ya preparados para salir, con sus morrales, sus cantimploras y unos bocadillos para el viaje. Tenían que llevar también, aunque yo no lo vi, un formulario oficial que los cortijeros, obligados a alojarles y a darles de comer durante el servicio, debían completar con su firma, la fecha y la hora, para justificar su estancia en todos los puntos del itinerario. Aquel día era lunes. Lo sé porque, antes de marcharse, padre me dio un beso y se despidió de mí hasta el viernes. Lo que no sé, porque nadie me lo contó, fue cómo lo hicieron, pero cuando volví de la escuela, a la hora de comer, me lo encontré escondido en su dormitorio, con todas las persianas bajadas. Madre me dijo que como se me ocurriera abrir la boca, me echaba de la casa para siempre y se hacía a la idea de que no me había parido. Yo me asusté porque nunca la había oído hablar así, y le prometí que no iba a decir nada. Ni a Paquito, insistió ella. Ni a Paquito, respondí yo, pero ¿y su padre? Su padre está igual que el tuyo, así que punto en boca, ¿entendido? Y no pasó nada más hasta que el viernes, de madrugada, padre se vistió, se puso el tricornio, la capa, cogió el morral y el fusil, y se fue de casa a las seis de la mañana. A las nueve menos cinco, cuando Paquito y yo salimos de la casa cuartel para ir juntos a la escuela, nos los encontramos en la puerta, con la capa perdida de polvo, y mientras nos besaban, nos dijeron que estaban bien, pero muy cansados.

Aquello había ocurrido más de un año antes, en una temporada de calma, de esas en las que a los guerrilleros no se les ocurría dar señales de vida, y yo había guardado el secreto tan bien que hasta se me había olvidado, quizás porque quedarse en casa, con todas las persianas echadas, no representaba mucho en comparación con los tiroteos que arruinaban mi cena, los chillidos que me habían desvelado tantas, demasiadas veces. En las novelas del oeste, los pistoleros que se escondían en el dormitorio de alguna de las chicas que bailaban can-can en el Saloon, no eran cobardes, sólo astutos, y mucho mejores que los que disparaban a la gente por la espalda. Pero el día que Cencerro se mató, en el instante que tardé en soltar la cuchara y ponerme de pie, recordé de golpe aquella misteriosa insubordinación de mi padre y me di cuenta de que todo era distinto.

En mi pueblo, cuando algo se movía en el monte, por muy lejos que empezara el movimiento, las mujeres buscaban a sus hijos, los encerraban en casa y no los dejaban salir ni al patio hasta que hubiera transcurrido, al menos, un día entero de normalidad. En todas las casas sucedía lo mismo, en las de los falangistas y en las de los comunistas, siempre igual, los niños encerrados sin salir, por lo que pudiera pasar, porque aquello era una guerra que no se iba a acabar nunca. Madre nunca nos había dado explicaciones, y sin embargo, aquella vez su marido habló, y lo hizo en serio.

—No os pueden encontrar aquí. Por vuestro propio bien. ¿Está claro?

Le miré a los ojos y encontré en ellos una pesadumbre desconocida no sólo por su intensidad, sino también por su naturaleza confusa, híbrida de tristeza, de rabia, de vergüenza. Mi padre nunca me había parecido tan pequeño, y nunca tan grande, nunca tan humillado, ni tan orgulloso, y jamás había ejercido una autoridad semejante a la que aquella tarde me arrancó al mismo tiempo, ni un segundo, la curiosidad de los labios y el cuerpo de la silla.

—Por la puerta no podéis salir, mejor por la ventana. Voy a ver si hay alguien fuera.

Cuando le vi entrar en su dormitorio, cogí a Pepa de la mano y me acerqué a madre, le tiré de la manga, me puse de puntillas para hablarle al oído, e improvisé con cautela un acento cómplice para avanzar una hipótesis descabellada, que sin embargo era la única que me ayudaba a comprender lo que estaba pasando.

—¿Es que padre es rojo, madre?

Ella, distraída hasta entonces de puro asustada, se volvió deprisa, abrió mucho los ojos, levantó la mano en el aire, como si fuera a darme un cachete, y me habló en un susurro brusco y frenético, sin levantar la voz.

—¡No digas tonterías, Nino! ¿Cómo va a ser rojo padre, si es guardia civil?

Aquella idea absurda, que durante un instante había iluminado mi entendimiento con un resplandor temible y salvaje, se desvaneció tan deprisa como había nacido, aunque aquella tarde escapamos de nuestra casa como si fuéramos los hijos de un rojo, por la única ventana que no daba al patio común, sino al trasero. Allí estaban el almacén y los corrales, a los que sólo se podía acceder a través de un portillo que comunicaba con el patio grande, y de dos ventanas. Una pertenecía a la vivienda contigua a la nuestra y estaba en un cuarto que Curro apenas usaba. Padre nos ayudó a saltar por la otra desde su dormitorio, y luego salió con nosotros, para abrir con su llave la puerta que daba a la calle.

—¿Y eso? —cuando me dio un beso para despedirse de mí, se fijó en la cesta que llevaba en la mano.

—Es del Portugués —le contesté—. Me la dio el otro día, con unas brevas para madre, y tengo que devolvérsela.

—Pues si alguien te pregunta, se lo dices. Cuida de tu hermana, y no os mováis hasta que vayamos a buscaros.

—¿Y si Pepe no está en casa?

—Os quedáis allí de todas formas.

La cuesta del molino viejo nunca me pareció tan empinada como aquella tarde. Pepa, que sólo tenía cuatro años, andaba muy despacio y se paraba para quejarse a cada rato, pero no era sólo eso. La muerte de Cencerro, que en aquel momento me parecía el fin del mundo, el final de la vida que había vivido, de cuantas cosas había conocido, me pesaba más que el cuerpo de mi hermana, que a mitad de camino se plantó para obligarme a llevarla en brazos, pero no tanto como el enigmático comportamiento de mi padre que, rojo o no, actuaba como si se hubiera vuelto loco, y ni siquiera eso era lo peor. Hacía mucho calor, el sol hervía sobre mi cabeza y mis tripas hacían ruido, tenía hambre, y sed, Pepa lloriqueaba y se removía entre mis brazos porque no sabía adónde íbamos, no entendía lo que pasaba, y sin embargo, nada era tan pesado, nada tan oscuro, tan terrible como el presentimiento de que no encontraríamos a Pepe el Portugués al final del camino.

—¿Nino? —al escuchar su voz, dejé a mi hermana en el suelo, sonreí y cerré los ojos—. Nino, ¿eres tú?

—¡Sí, soy yo!

Apareció en lo alto de la cuesta, con la escopeta entre las manos, y ya no entendí por qué había dudado, por qué había temido por él. Quizás porque era forastero, porque vivía solo, porque no tenía las mismas raíces que nosotros, aunque eso tampoco significaba nada. En ese mismo momento, en casas viejas de familias numerosas, en mi pueblo y en los pueblos vecinos, habría gente, sobre todo hombres pero también alguna mujer, recogiendo cuatro cosas, una muda limpia, algo para comer, una foto o un libro. Algunos, los que más miedo tuvieran, aprovecharían quizás el sopor de la siesta, las calles desiertas, el sol hirviendo, furioso, sobre las puertas y las ventanas cerradas. Otros esperarían a que atardeciera, pero por la noche, cuando fueran a buscarlos, no encontrarían a ninguno en su casa.

Siempre era así, siempre igual, el monte y el llano respiraban a la vez, un solo aire, y cuando las cosas se torcían arriba, los de abajo pagaban las consecuencias si no eran lo bastante rápidos, lo bastante audaces y valientes como para subir una cuesta que ya nunca volverían a bajar. La vida en el monte era dura, pero en el llano podía ser peor o dejar de ser en cualquier momento, porque los que huían todavía no eran guerrilleros, pero los guerrilleros no podían vivir sin ellos y los guardias lo sabían, sabían que les daban comida, cobijo, medicinas, y por eso iban a buscarlos de noche, les decían que sólo los llevaban a declarar, y luego les animaban a adelantarse, a alejarse unos pasos, ya puedes irte pero echa por ahí, que te veamos bien, y entonces los mataban por la espalda, y al día siguiente decían que habían intentado escaparse. Yo sabía todo eso, como lo sabía Paquito, como lo sabía Miguel, y sus padres, y sus madres, sus hermanos, sus vecinos, todos lo sabíamos, todos hacíamos como que no sabíamos nada y yo el que más, pero lo sabíamos todo, también que aquella noche habría redada, que al día siguiente la guerrilla tendría algunos apoyos menos en el llano y, a cambio, algunos hombres más en el monte. Sin saber por qué, yo temía que Pepe el Portugués fuera uno de ellos, y sin embargo estaba en su molino, y muy contento de vernos.

—¿Y esta niña tan guapa? —vino a nuestro encuentro con las manos vacías, y cogió a Pepa en brazos para subir el último tramo de la cuesta.

—Es mi hermana pequeña. Mi padre me ha obligado a traerla.

—¿Sí? —volvió la cabeza para mirarme con el ceño fruncido—. ¿Y por qué?

—Pues no sé… Él tenía que ir a Martos pero no quería que nos quedáramos en el cuartel. Sabes lo de Cencerro, ¿no?

Pepe estaba en su casa, tan tranquilo, con mi hermana en brazos, pero de todas formas le miré con atención y vi que en su cara no se movía ni un músculo más de los imprescindibles para contestarme.

—Que lo han matado en Valdepeñas. Sí, ya me he enterado.

—No lo han matado —cuando le corregí, fue el Portugués quien me miró con atención—. Se ha matado él, que no es lo mismo.

Se quedó un momento callado, estudiando mi cara como si no la conociera, en la suya una expresión que estaba a punto de ser risueña aunque sus labios ni siquiera llegaron a curvarse.

—Eso lo has dicho tú.

Entonces, mi hermana se quejó de que tenía mucha hambre, y no tuve tiempo de añadir que sí, que lo había dicho yo, y que volvería a decirlo todas las veces que hiciera falta, que Cencerro había muerto igual que había vivido, con más cojones que Dios y que el Diablo juntos. Seguramente, luego me habría arrepentido, porque todas las palabras que estuve a punto de decir cuando Pepa me interrumpió, las escuché algunas veces, y las imaginé muchas más, al pasar por delante de la taberna de Cuelloduro. De todas formas, aquella tarde me faltaron ánimos para insistir, porque yo también estaba muerto de hambre.

—¿No habéis comido? Yo tampoco. Ahí dentro tengo un pan y una ristra de chorizos. Podemos asarlos aquí fuera, si queréis. Creo que alcanzarán para los tres.

Luego, muchos años después, comprendí que pretendía provocar exactamente lo que estaba a punto de ocurrir, pero en aquel momento, y aunque me di cuenta de que antes de encender el fuego quitaba de la cuerda una manta roja que no pintaba nada tendida a secar a mediados de julio, sólo pensé que el Portugués era el único al que podía habérsele ocurrido una idea tan estupenda. Cuando entré en la despensa a buscar leña, vi que tenía patatas, un poco de tocino y, sobre la mesa de la cocina, aliñada ya, una fuente de pipirrana que él mismo sacó enseguida, para compartirla con nosotros mientras el fuego se convertía en brasas. Nos la ventilamos tan deprisa, que aún tuvimos que esperar un buen rato hasta que la primera tanda de chorizos estuvo a punto. Cuando íbamos a empezar con la segunda, escuchamos el ruido de un motor que se acercaba, y un grito.

—¡A ver! —un capitán del Ejército de Tierra nos apuntaba con una pistola—. ¿Qué está pasando aquí?

Bajó el arma al calibrar el enemigo con quien se enfrentaba, un hombre desarmado y dos niños que comían chorizos asados con pan.

—Nada —Pepe se levantó, se acercó a él—. Bueno, estamos asando…

—Chorizos, ya lo veo —enfundó el arma y empezó a refunfuñar—. Pues ya podrían estar comiendo otra cosa, porque hoy no es día para hacer hogueritas. Les hemos tomado por bandoleros.

—Lo siento, yo… No se me ha ocurrido —el Portugués parecía la imagen misma de la inocencia—. Los niños tenían hambre, yo no había preparado nada, y…

—¿Son hijos suyos?

—No, son de un amigo, Antonino Pérez, que es guardia civil, del cuartel de Fuensanta. Han venido a pasar el día. Este sitio es muy tranquilo, y ahí abajo hay unas pozas muy buenas para bañarse.

El capitán se nos quedó mirando y volvió a gritar.

—¡Sempere, ven un momento!

El único camino por el que un coche podía llegar hasta allí terminaba abruptamente al otro lado de un repecho. Por él apareció un guardia de Castillo de Locubín al que yo no recordaba haber visto nada más que una vez, pero que me sonrió como si me hubiera visto muchas más.

—A sus órdenes, mi capitán.

—¿Tú conoces a estos niños?

—Claro, son los hijos de Antonino…

—Muy bien —el capitán levantó la mano para mandar callar a Sempere y se dirigió a Pepe en un tono distinto, casi amable—. Pues nada, a seguir comiendo, pero no me vuelva a hacer esto, ¿de acuerdo? Si la cosa está tranquila, no pasa nada, pero cuando se tuerce, si vemos humo en el monte, aunque sea tan abajo, nos ponemos muy nerviosos. Yo he preguntado pero, a lo peor, el próximo no pregunta.

—Descuide, capitán. No se me olvidará.

—Eso espero. Y que aproveche.

—Si ustedes gustan…

Ya se habían alejado un par de pasos cuando la oferta del Portugués les animó a girar sobre sus talones.

—Pues, hombre, ganas me dan —y el capitán sonrió por primera vez—. Alimentan sólo con olerlos, pero… No, mejor no. No vamos a dejar a los hijos de un compañero sin comer, ¿eh, Sempere?

Sempere asintió con la cabeza y ningún entusiasmo.

—Bueno —celebró Pepe cuando volvimos a quedarnos los tres solos—, pues menos mal que han dicho que no, ¿verdad?

Después de reírnos, seguimos comiendo chorizos hasta hartarnos, y cuando madre vino a buscarnos, habíamos pasado una de las mejores tardes de nuestra vida. Para adivinar que la noche sería peor, no hacía falta nada más que mirarla a la cara.

De aquella noche eterna y espantosa, recordaría después sólo el final, que también fue malo, amargo, triste, pero no tanto como lo peor, porque las paredes de la casa cuartel no sabían guardar secretos, y en el silencio absoluto de las horas del miedo, las gargantas encogidas de terror, sus paredes delgadas, casi porosas, se empapaban de gritos, protestas afiladas, inútiles, y ruidos de cuerpos chocando contra las esquinas y más gritos, voces conocidas que aún podían pronunciar frases con sentido y luego sólo alaridos, vocales despojadas de significado, letras largas, elásticas, salvajes como gruñidos de animales de otro mundo, nada más que ruido, y más golpes de cuerpos derrumbándose, un estrépito de cuerpos cayendo como fardos, como muebles, como piedras, piedras que chillaban, que se quejaban, que sólo eran capaces de emitir una vocal sola, larga, interminable, y un instante de silencio, el espejismo de paz que rompía la voz del teniente, llevaos a éste y traedme al de antes, la finura de su acento atravesando la pared, impregnando mis oídos como una maldición, una amenaza, una promesa del infierno que volvería a renacer en un instante, y más gritos, más golpes, más ecos de un dolor cada vez más desnudo, más exhausto, más dolor, y no me peguéis más, si yo no sé nada, ya os he dicho que no sé nada, no me peguéis más, entonces escuché un ruido distinto, liviano, dulce y todavía más terrible, el ruido de los pies de mi hermana Pepa sobre las baldosas, ¿qué está pasando, Nino?, ¿qué hacen, qué es esto?, no puedo dormir, las lágrimas temblaban en su voz pequeña, apenas una hebra aterrorizada y sucia que hizo crecer la mía, no es nada, Pepica, una película como las que ponen en la plaza esos hombres que vienen con el camión, todos los veranos, y mi voz sonaba mejor mientras mentía, sólo están poniendo una película, igual que me había mentido Dulce a mí unos años antes, ven, límpiate los mocos, para entonces ya había escuchado tantos golpes que era capaz de distinguir unos de otros, ¿de verdad es una película, Nino?, pues claro, ¿qué iba a ser si no?, y sabía cuándo les pegaban puñetazos y cuándo eran patadas, ¿puedo acostarme aquí, contigo?, cuándo se caían y cuándo los tiraban, sí, anda, ven, y hasta percibía el roce de la tela arrastrándose sobre el suelo, pantalones o faldas que se escurrían hasta encontrar un muro, un rincón que ya no les dejaba retroceder más, vamos a cantar, ¿quieres?, mi hermana lloraba y yo seguía escuchándolo todo, sabiéndolo todo, ahora que vamos despacio, y era imposible porque los calabozos no estaban lejos pero había paredes, puertas cerradas, ahora que vamos despacio, y ya no sabía lo que oía y lo que me imaginaba, vamos a contar mentiras, tralará, pero cuando empezaba a dudar de mis oídos, vamos a contar mentiras, tralará, todo volvía a empezar, vamos a contar mentiras, no me peguéis más, si yo no sé nada, por favor, por vuestra madre, no me peguéis más, por el mar corren las liebres, y por el mar corrieron, por el monte las sardinas, hasta que mi hermana se quedó dormida, pegada a mí, abrazada a mi cuerpo como un náufrago se abraza a una tabla, pero yo seguí cantando bajito la canción más larga que conocía, salí de mi campamento, para escuchar mi voz, salí de mi campamento, y no la de mi padre, con hambre de seis semanas, tralará, ¿y tú qué te crees, que tu hermano no sabe lo que está pasando aquí?, con hambre de seis semanas, tralará, si a él le importara, no permitiría que te pasara esto, ¿o no?, con hambre de seis semanas, entonces, ¿por qué le proteges?, me encontré con un ciruelo, ¿por qué no nos dices lo que sabes?, me encontré con un ciruelo, ¿por qué no nos cuentas de una vez dónde está?, cargadito de manzanas, tralará, ¡tu puta madre te lo va a contar, cabrón!, cargadito de manzanas, tralará, y más ruido, más cuerpos cayendo, más voces ahogándose, cargadito de manzanas, y aquella vocal sola, larga, interminable, empecé a tirarle piedras, una vez, y otra, y otra más, hasta que todo se acabó, empecé a tirarle piedras, las lágrimas y las canciones, y caían avellanas, tralará, las verdades y las mentiras, y caían avellanas, tralará, la resistencia de los que pegaban y la de los que recibían los golpes, y caían avellanas, y yo no me había dormido todavía.

Después, oí que alguien estaba vomitando en el patio, al pie de mi ventana, y creí que era mi padre, aunque debía ser Curro porque poco después se abrió la puerta, y oí sus pasos, lentos, pesados, pero no los de mi madre, que le esperaba sentada en la mesa de la cocina, como siempre, aunque aquella noche no se levantó a recibirle, ni se arrodilló ante él para quitarle las botas.

—Estarás contento —dijo solamente, en un tono tan áspero, tan seco como el esparto.

—No me digas nada, Mercedes, por favor. Esta noche no me digas nada.

—¿Quieres comer algo?

—No.

—No se puede vivir así, Antonino, así no se puede vivir, porque mañana es fiesta, pero pasado habrá que ir a la compra, y me tocará hacer cola con las mujeres, con las madres, con las hermanas de ésos a los que les acabáis de romper todos los huesos, y no tendré valor para mirarlas a la cara, ¿me oyes?, me faltará el valor, y tus hijos saldrán a la calle, a jugar, y los otros niños no querrán ni rozarse con ellos, les tratarán como a unos apestados, y tú no te enterarás de nada, claro, tú, como llevas uniforme, pues…

No era la primera vez que escuchaba aquel discurso, aquella voz monótona que se deshilaba en cada sílaba, porque apenas llegaba entera al final de cada palabra pero conservaba las fuerzas justas para pronunciar la primera sílaba de la palabra siguiente y agonizar de nuevo, muy despacio. Había escuchado otras veces discursos semejantes pero ninguno había terminado como aquel.

—¿Qué te pasa, Antonino? —porque de repente, madre volvió a ser ella, a hablar como ella, y sus pies a resonar veloces sobre el suelo—. ¿Qué tienes?

No hubo respuesta, sólo un sonido ronco, gutural, anacrónico, como si el tiempo se hubiera vuelto loco, como si el ruido de los calabozos hubiera resucitado por su cuenta para instalarse en la cocina de mi casa, donde nadie acompañaba a mis padres. Por eso me levanté, por eso pasé por encima de mi hermana Pepa, la empujé luego hacia la pared, para que no se cayera, y fui de puntillas hasta la puerta, que por fortuna o por desgracia no estaba cerrada del todo. Así, por primera, por última vez en mi vida, vi llorar a mi padre.

—Tú no has estado en Martos, Mercedes, tú no lo has visto… —levantó la cara, hasta entonces escondida en el hueco de sus brazos, cruzados sobre la mesa, y los surcos que las lágrimas habían dejado en su cara sin afeitar me impresionaron más que la caverna de la que brotaba su voz—. Pero yo estaba allí, quieto, callado, sin hacer nada, como la mierda de hombre que soy…

—Calla, Antonino —mi madre levantó la vista y miró a su alrededor como si temiera que pudieran brotar orejas en la pared, pero no me vio—. Que te pueden oír.

—En aquella plaza había dos hombres con cojones, sólo dos, y yo no era ninguno de ellos.

—Baja la voz, Antonino, por Dios.

—Sólo había dos hombres con cojones, y uno estaba muerto, y el otro era el capitán que mandó parar la música…

—Cállate, Antonino, calla, calla…

Madre se las arregló para amordazar a su marido envolviéndole entre sus brazos, y así, como si fuera uno más de sus hijos, se lo llevó a la cama. Yo me resigné a volver a la mía, y aunque pegué el oído a la pared, no logré descifrar más que palabras sueltas de un susurro entrecortado que aún no se había agotado cuando me quedé dormido. Por la mañana, no vi a mi padre, y mi madre, con los ojos hinchados de las noches peores, se comportó como si no hubiera pasado nada del otro mundo. Estaba seguro de que aquella mañana tampoco nos dejaría salir, si acaso al patio, pero no le quedó más remedio que vestirnos de domingo para llevarnos a misa, porque aquel día, 18 de julio, era fiesta nacional, el undécimo aniversario del Alzamiento.

—Lo que te perdiste ayer, Canijo.

Madre salió de casa con el tiempo justo, y nos llevó a la iglesia casi corriendo, para no tener que saludar a ningún conocido. Habría dado lo mismo que fuéramos más despacio, porque las calles estaban desiertas, la mitad de las casas cerradas a cal y canto, y nadie a quien esquivar en las aceras. Algunas fachadas, sin embargo, gritaban sin palabras, porque aquel día, Fuensanta de Martos habría tenido que ser de dos colores, el rojo y el amarillo de las banderas de papel que bailaban en el aire por todas partes, expandiéndose desde la plaza como los hilos de una tela de araña bulliciosa y festiva, pero era de tres. Todas las familias que tenían motivos para estar de luto habían decidido hacer la colada precisamente esa mañana, y las ropas negras puestas a secar en los balcones combatían la alegría de los papeles de colores con el duelo, público y clandestino al mismo tiempo, por los héroes de Valdepeñas de Jaén.

—Y usted… —Romero se paró delante de la mujer de Pesetilla, que era la única que se había atrevido a salir a la puerta de su casa para vernos pasar—. ¿No sabe que hoy es fiesta, señora? ¿No ha encontrado nada mejor que tender en la cuerda esta mañana?

—No —ella contestó con voz serena, como si esperara esa pregunta y tuviera preparada la respuesta desde hacía mucho tiempo—. Bastante sabéis vosotros que en mi casa ya no hay ropa de ningún otro color.

—Pues le voy a decir una cosa…

Pero no le dijo nada, porque Sanchís la cogió de un brazo y la obligó a seguir adelante. Al verle, me di cuenta de que tenía que haber pasado algo muy grave, y creí que no me iba a enterar nunca, pero Paquito se puso detrás de mí en la fila de la comunión y murmuró, lo que te perdiste ayer, Canijo, lo que te perdiste… Le pregunté si él había estado en Martos y me contestó que sí, con sus padres y sus hermanos. Lo demás me lo contó por la noche, en la verbena.

—Cuando estábamos todos allí, formados, o sea, mi padre formado con el tuyo y con los otros guardias, y mi madre y nosotros cerca, en primera fila, llegó un camión y dejó caer al Crispín en el centro de la plaza. Es una pena que no nos tocara ir a Castillo de Locubín, porque allí hicieron lo mismo con el Cencerro, que por cierto, el teniente le dijo a mi padre que tirando a rubio sí era, pero ni guapo ni nada, un hombre corriente, bajito, y de casi cincuenta años, así que, ya ves, lo que son las mujeres, como para fiarse… La verdad es que a mí me hubiera gustado más verle a él, pero nos tocó ir a Martos, a ver al Crispín. Total, que cuando su cadáver ya estaba en el suelo, el comandante hizo una señal con la cabeza y empezó a sonar la música. Habían llevado a la banda y se lio a tocar pasodobles, ¿sabes?, y la gente salió a bailar alrededor del bandolero, mujeres, niños, nosotros no porque mi madre no nos dejó, no sé por qué, le parecería mal, estando mi padre allí, de pie, al sol, no sé… Y entonces, un tío que llevaba el uniforme de los requetés, se subió encima del Crispín, a llevar el ritmo, y no veas qué risa, era muy gracioso… Pero enseguida, otro, con uniforme también, pero de capitán del Ejército de Tierra, salió al centro de la plaza moviendo los brazos y ordenó que la música se parara, y gritaba tanto que el director de la banda le hizo caso. El comandante se cabreó, claro, porque él no era nadie para mandar allí, por muy capitán del ejército que fuera, que estaba de vacaciones, además, ni siquiera de servicio, y se fue para él, y el muy gilipollas le dijo que aquello era indigno, un espectáculo miserable, que éramos todos unos cobardes y que no iba a permitir que siguiéramos divirtiéndonos de esa manera, y se liaron los dos a gritos y, no veas, se echó todo a perder, porque, claro, se llevaron al capitán detenido, y la música volvió a sonar, pero ya no fue lo mismo… Ahora, que me ha dicho mi padre que a ése se le va a caer el pelo. ¡Pues no llegó a decirle el tío a un comandante de la Guardia Civil que respetaran el cadáver del bandolero, ya que ni siquiera habían sido capaces de matarlo! Le van a echar del ejército, eso por descontado. El sargento va diciendo además que lo más seguro es que lo metan en la cárcel porque es que, parece mentira, pero la verdad es que sigue habiendo rojos por todas partes…

Aquella noche, las lágrimas de mi padre me picaron en los ojos, porque yo tampoco fui capaz de decirle nada a Paquito, como nunca me atreví a darle las gracias a él por el espectáculo que había querido ahorrarnos. Al día siguiente, nos enteramos de que la función de Castillo de Locubín había tenido un epílogo distinto y ejemplar, de una dignidad pequeña, trágica, a la altura del mito que la vida y la muerte habían labrado en el destino de un hombre corriente. Las dos hijas mayores de Tomás Villén Roldán, Rafaela, de veinte años, y Virtudes, de diecisiete, cavaron con sus propias manos la tumba de su padre en el corralillo de los ahorcados, fuera de los muros del cementerio. Antes le lavaron, le besaron y le amortajaron con una sábana blanca que les dio una vecina. Luego lo cubrieron de tierra, le pusieron unas flores silvestres encima, se cogieron del brazo y se fueron a su casa, tan frescas, sin acercarse al cura que las había mirado con los brazos cruzados mientras trabajaban, esperando la ocasión de negarles el permiso para enterrar al difunto en la tumba de la familia. Los curiosos que le rodeaban tenían la misma esperanza, pero las hijas de Cencerro no les dieron ese gusto, y escogieron por su propia voluntad la compañía de los suicidas, como si la tierra consagrada no fuera lo bastante buena para su padre.

—Valor, desde luego, tienen —comentó el mío cuando nos lo contó.

—Y a quién salir, también —remató mi madre, con el cazo en la mano.

Después, el verano fue largo, caluroso y seco, bueno para los del monte y para los del llano. Tres muertes sucesivas, la de Cencerro y las de los compinches del hombre que le había entregado, trajeron consigo lo que de verdad parecía el fin del mundo, de todas las cosas que habíamos conocido siempre, de los encierros sin salir ni al patio y de las ropas negras sobre las fachadas de las casas, de las palizas en los calabozos y de las sonrisas de los que ya estaban hartos de llorar. Así pasó el verano y llegó el otoño. Así pasó el otoño y llegó el hielo. Así estrené mi primera botella de agua caliente, un casco de gaseosa dentro de una funda hecha con dos trozos de una manta a rayas azules y blancas. Y fue ese mismo día cuando el mundo se puso boca abajo para volver a ser el de antes, el de siempre.

En eso, Pepe el Portugués tenía razón, Cencerro había resucitado. Daba igual que ya no se llamara Tomás Villén Roldán, que tuviera otra cara, otro nombre, otra edad, otro aspecto, que nadie supiera quién era ni de dónde había salido. Era Cencerro y estaba vivo, el alcalde de Alcaudete lo sabía, y el dueño de una venta de Castillo de Locubín, también. Lo sabía la madre de Paquito, que había venido a la escuela a buscarnos para llevarnos al cuartel de la mano como si fuéramos críos pequeños, y lo sabía la mía, que nos tuvo un día y medio encerrados en casa.

Cuando me dejó salir, lo primero que hice fue ir a buscar al Portugués para enseñarle mi botella nueva. Me lo encontré en las afueras del pueblo y le acompañé a casa del herrero, a recoger un azadón que tenía encargado. Luego, me propuso que volviéramos dando una vuelta por el camino viejo y nos sentamos en una peña, a mirar el monte, como si desde allí pudiéramos resolver el enigma de la segunda vida de Cencerro, pero lo que vimos fue algo muy distinto.

Una caravana de vehículos militares se acercaba muy despacio por aquella carretera abandonada, llena de socavones y de baches, como si pretendiera darnos a todos, por sorpresa, la noticia macabra de que aquello seguía siendo una guerra y nunca se iba a acabar.

—Sabes lo que significa esto, ¿no? —Pepe el Portugués lo preguntó sin mirarme, con el ceño fruncido.

—Pues no —admití—. ¿Lo sabes tú?

—Claro. Vamos, te acompaño al cuartel. Dentro de un rato, nadie va a poder andar por la calle. Si han venido aquí es porque alguien les ha ido con el cuento de que el nuevo Cencerro es de Fuensanta.

Sentí un escalofrío al escucharle, y fue tan intenso que ni siquiera me pregunté cómo se las arreglaría para saberlo todo, siempre, y parecer un pobre hombre al mismo tiempo.

* * *

Los camiones llegaron a mediados de noviembre, desembarcaron a una veintena de hombres de tres cuerpos armados diferentes, y se marcharon de vacío cuatro días después. La redada fue tan brutal como la del 17 de julio, pero esta vez la violencia no dio resultado más allá de las ventanas rotas, de las puertas destrozadas, de los huesos astillados y de los cuatro vecinos, los dos hermanos Fingenegocios, Lorenzo y Enrique, que se le escaparon a Sanchís por un pelo, y una pareja de recién casados, Celestino Cabezalarga y Asun la del Machillo, que Fuensanta de Martos perdió para que los ganara el monte. Una vez más, Pepe el Portugués tenía razón. El mando estaba convencido de que su principal enemigo, el hombre que había asumido el apodo y el estilo de Cencerro para que Cuelloduro invitara a tres rondas seguidas de vino y torreznos en un alarde de esplendidez sin precedentes, era fuensanteño, y necesitaba descubrir su identidad para poner un precio a su cabeza. Sin dinero no había traidores, y sin traidores no había caídas, pero no se puede confesar lo que no se sabe, y en mi pueblo nadie sabía nada de nada, más allá de las conjeturas a las que mi padre se entregaba en todos sus ratos libres.

—Tiene que ser Regalito. Tiene que ser él, porque si no…

—¡Qué va a ser él, hombre, qué va a ser! Si no es más que un crío.

—¡Y dale, Mercedes, tú siempre igual, siempre con lo mismo! Más crío era su hermano Laureano, ¿no?, y acuérdate. Elías debe tener ya veintiún años, y es el único… Porque el Pirulete es espabilado, pero no tiene cabeza para que se le ocurra algo así, y Salsipuedes, ya no digamos. Saltacharquitos… No sé. Ése es bragado, sí, y tiene muy mala hostia, pero el listo es Regalito, siempre lo ha sido, ¿o no?

—Pues yo creo que será ese nuevo que le dicen Antonio el Guapo, mira lo que te digo.

—¡Antonio el Guapo, Antonio el Guapo! —mi padre imitaba a mi madre con una vocecilla burlona, los ojos en blanco, porque la sola mención de aquel nombre le sacaba de quicio—. ¡Mira que sois tontas las mujeres, Mercedes, que es que no tenéis remedio! Antonio el Guapo no puede ser Cencerro porque Antonio el Guapo no existe, a ver si te enteras de una vez.

—Ea, porque tú lo digas. Pero a mí, Paquita Miracielos me ha contado que una conocida suya le vio la otra noche, en un cortijo, y que es… —y arracimaba todos los dedos de la mano derecha, se la llevaba a la boca, se besaba las yemas—, para que te enteres.

—¡Ah! ¿Sí? ¿Y quién ha sido la afortunada, si puede saberse?

—¡A mí me lo iba a decir! Sólo faltaba que yo te lo contara a ti y fueras con Romero a detenerla…

—Mira, te voy a decir una cosa —y al ponerse serio, el guardia Pérez echaba la silla hacia atrás, para que el chirrido de las patas sacara a su mujer de quicio antes incluso que sus palabras—. Lo que pasa en este pueblo es que faltan hombres jóvenes, eso es lo que pasa. Que como la mitad está en el monte, y las de izquierdas no se acuestan con los de derechas, andan todas removidas y viendo visiones. Y que el día menos pensado, Paquita Miracielos se va a morir de un calentón, ni más ni menos.

—¡Antonino! —mi madre era incapaz de reprimir una expresión de escándalo antes de soltar la contraseña que, en teoría, debería advertir a mi padre de que había niños delante sin que nosotros nos enteráramos, aunque hasta mi hermana Pepa la había descubierto ya—. Que hay ropa tendida…

Pero él seguía a lo suyo, como si fuera el único que no hubiera descifrado la alusión de su mujer.

—Y además, que Cencerro es Regalito y punto final. Porque no puede ser otro…

Cuando los expertos que habían venido de Jaén se rindieron al súbito fracaso de sus técnicas tradicionales y hasta de las más sofisticadas, comprendieron que se enfrentaban a una situación nueva en aquella guerra nueva y vieja. Entonces vinieron otros de Madrid, y hasta un comisario de la Brigada Político-Social que por lo visto era muy famoso. Será por las orejas, comentó mi madre, porque las tenía tan grandes como si llevara una chuleta de ternera pegada a cada lado de la cara, pero mi padre dijo que no, que se había ganado un montón de medallas desarticulando grupos comunistas. Eso habría sido en la Puerta del Sol, porque con los de mi pueblo, desde luego, no pudo.

El monte y el llano respiraban a la vez el mismo aire, y los de arriba bajaban a ver a sus mujeres, a sus hijos, a dormir en su cama de vez en cuando, y subían los de abajo, ellas vestidas de hombre para que nadie las conociera, y todos, por una razón o por la contraria, declaraban en voz alta que esos encuentros eran mentira, chismes, pura leyenda, pero todos sabíamos lo que ocurría, y llevábamos la cuenta de los milagrosos embarazos de las mujeres sin hombre que no salían de su casa, todas esas mujeres decentes que se ponían coloradas al improvisar un desparpajo que no tenían, y tartamudeaban como si la lengua les estorbara dentro de la boca mientras le contaban a sus vecinas que un día no habían podido aguantar más y se habían acostado con un vendedor ambulante. Todas, menos Carmen la Rosa, la mujer de Cencerro, que cuando se quedó viuda ya llevaba seis años en la cárcel por decir la verdad.

—Que esa es otra —mi madre tampoco dejaba pasar la ocasión de recordarlo en voz alta—, meter presa a una mujer por ser decente.

—No está presa por eso, Mercedes, sino por hacer propaganda subversiva.

—¿Propaganda subversiva? ¿Decir que te acuestas con tu marido es hacer propaganda subversiva? Y ponerle los cuernos, ¿qué es? ¿Apoyar a Franco? Pues sí que, tanto cura y tanta misa, y luego…

—Que te calles, Mercedes, que no sabes de lo que hablas.

—Pues no me callo porque no me da la gana, ea. Lo único que hizo la Rosa fue decir que la había dejado embarazada su marido. ¿Eso es para ir a la cárcel? ¿Ser decente, y querer al marido de una, y acostarse con él es para ir a la cárcel, Antonino? —mi padre no se atrevía a contestar y su silencio la envalentonaba todavía más—. Y muy bien que hizo la muchacha, primero por decir la verdad, y luego porque habría que haberos oído, llamándole cornudo sin necesidad…

Hacía varias semanas que Carmen la Rosa no se dejaba ver por el pueblo cuando, en 1941, la Guardia Civil de Castillo de Locubín la detuvo en una redada. Estaba embarazada de ocho meses, y cuando le preguntaron en el cuartelillo, declaró con la cabeza muy alta que el niño era de Cencerro. ¿De quién si no?, añadió, y desde entonces no había vuelto a poner los pies en la calle. Parió a su único hijo varón en la cárcel y luego, por si aún no habían tenido bastante, le puso de nombre Tomás, igual que su padre, pero ninguna otra había llegado tan lejos. En mi pueblo, todas preferían pasar por adúlteras y sostenerlo contra viento y marea, aunque unos meses después acabaran pariendo un niño con la mismísima cara de su marido.

En 1947, en la Sierra Sur, todos sabíamos cómo eran las cosas, lo supimos hasta que aquel comisario de Madrid se marchó de vacío, igual que los camiones que le habían precedido. No se puede contar lo que no se sabe, y si en mi pueblo no se sabía nada, era porque en el monte nadie había podido irse de la lengua. Por eso, porque sólo alguien muy inteligente podía combinar semejante alarde de chulería con la extrema prudencia de no darse a conocer ni siquiera entre sus compañeros, mi padre siempre estuvo convencido de que el Cencerro de Fuensanta de Martos era Elías el Regalito.

—Y escogió al alcalde de Alcaudete, claro —mientras más lo decía, más se convencía—. No le valía otro, porque tenía que vengar la matanza de Navidad del año pasado. El dinero era lo de menos, podrían haber asaltado a otro, a cualquiera que tuviera perras, pero no. Tenía que ser alguien de Alcaudete, y el alcalde, mejor que mejor, para que nos enteremos bien de que en el monte vuelve a haber un jefe.

—¿Y ése que le dicen el Pleitista? —descartado Antonio el Guapo, mi madre insistía a la desesperada, con una terquedad que yo apenas podía explicarme al recordar que a Carmela la Pesetilla sólo le vivían dos de los cinco varones que había parido, Regalito y Fernando, su primogénito, que estaba preso cerca de Sevilla, trabajando en el canal del Guadalquivir—. ¿No decías tú que tenía mucho mando ése?

—Sí, pero es de Alcalá.

—¿Y qué? ¿Por qué tiene que ser de Fuensanta? ¿Si no saben nada, por qué saben que es de este pueblo?

—Porque lo saben.

—Ya… Pues también podría ser Cristobita, que se crio aquí, aunque naciera en Lopera.

—¿Quién? —mi padre fruncía el ceño, como si ya no supiera identificar a los vecinos por sus nombres propios—. ¡Ah, Pocarropa! No, quita, qué va a ser… Ése es valiente, pero muy atolondrado, y además, lleva arriba mucho tiempo, desde el principio, y nunca nos ha llamado la atención. No, tiene que ser Regalito, que te lo digo yo, porque además, fue él quien estuvo…

—¿Quién estuvo dónde?

—No, nada, nada.

Don Eusebio, el maestro, siempre decía que Elías Sánchez Sánchez, hijo de primos segundos, era al mismo tiempo el mejor y el peor alumno que había tenido en su vida. El mejor porque poseía una cabeza tan rápida y habilidosa como los dedos de un prestidigitador, y era capaz de asimilar conocimientos a gran velocidad pero sólo después de desmenuzarlos y comprenderlos perfectamente. El peor porque era el único al que había tenido que echar de la escuela, y de la manera más tonta, solía añadir, que a él no le habían dado ninguna vela en aquel entierro.

Don Eusebio había llegado a Fuensanta en los días de las mujeres rapadas y el baile de los cementerios, cuando a los de mi pueblo se los llevaban a fusilar a Martos, y a los de Martos a Torredonjimeno, y a los de Torredonjimeno a Los Villares, y a los de Los Villares los traían a mi pueblo. Él venía del suyo, una aldea de Palencia donde sólo se habían enterado por los periódicos de que en el resto de España había una guerra. Quizás por eso le resultó tan fácil no ver, no oír, no saber nada de lo que pasaba de madrugada, los camiones que se cruzaban en la carretera, las descargas de los fusiles contra las tapias, el resonar apresurado y silencioso de los zapatos de las mujeres que llegaban después para intentar recuperar los cuerpos, y casi nunca los encontraban ya, y volvían a sus casas más cansadas, más despacio, más muertas que vivas. Eso fue lo que le reprochó Elías, que había perdido a un hermano en aquel viaje, y el maestro le dijo que no volviera más.

En aquella época, Regalito no era sólo el mejor alumno que tenía, sino también el más raro, el más especial de todos. El hijo de Pesetilla sólo había ido a la escuela durante unos años, de pequeño, pero después había empezado a asistir por las tardes a las clases gratuitas que el maestro de antes de la guerra daba en la Casa del Pueblo, hasta que los dos comprendieron a la vez que así no hacía más que perder el tiempo. Desde entonces estudiaba por su cuenta. El maestro le daba libros, hablaba con él, resolvía sus dudas, le ponía a prueba, y todos los años, en junio, le acompañaba a Jaén, donde su alumno se examinaba por libre en el instituto y aprobaba siempre con buena nota. Hasta que se acabó todo, al maestro lo fusilaron en el cementerio de Martos, como a los demás, y Elías cometió el error de intentar salvar algún mueble de aquel naufragio.

Cuando le abordó un domingo, a la salida de misa, don Eusebio se sorprendió tanto que apenas logró reaccionar. No se lo esperaba, nadie habría esperado algo así de un muchacho como él, un invisible, de una familia de invisibles, la flamante casta de los que sólo aspiraban a vivir como si fueran sombras, hombres y mujeres borrosos, corpóreos a su pesar, que habrían dado cualquier cosa por adquirir la feliz sustancia de los camaleones y volverse pared al pasar junto a una pared, y hacerse madera con los troncos de los árboles, aire al cruzar una calle, para que nadie les reconociera, para que nadie se acordara de que existían, para que a nadie se le ocurriera pronunciar sus nombres en ciertas casas, ciertas noches sombrías que se iban espesando, volviéndose rojizas, ásperas, puntiagudas, alrededor de una sola palabra, escarmiento. Nadie habría esperado algo así, pero Elías esperó a don Eusebio, se presentó ante él, y le dijo que quería sacarse el bachillerato, y que no podía hacerlo solo. No me dejan matricularme por mi cuenta, le explicó, como si el maestro no lo supiera, pero si usted me presentara… En aquel momento, ya se había formado un corro considerable de vecinos atónitos y expectantes, entre los que estaba mi madre conmigo en brazos. Ella lo recordó en voz alta después, muchas veces, que don Eusebio se quedó callado, que miró a su alrededor, y luego a Elías, y otra vez a la derecha, a la izquierda, al suelo, al cielo, y salió de aquel atolladero por una puerta que nadie imaginaba y que nadie entendió, salvo aquél que se hallaba al otro lado.

La guerra de los treinta años, dijo solamente, y según mi madre, Elías se la contó de cabo a rabo, cuándo empezó, cuándo terminó, y por qué, y quiénes lucharon, y un montón de nombres de batallas. Luego, siempre según ella, le preguntó qué era ene a dos no sé qué, y Elías contestó que la fórmula de algo muy raro, y después le recitó los ríos de España y un montón de cosas más, incluso algo de San Anselmo, y eso que en su casa eran ateos, que Elías nunca había ido a la catequesis ni había hecho la comunión cuando le tocaba, pero hasta a eso supo contestar. Don Eusebio era maestro, tenía delante a un muchacho de catorce años que se lo sabía todo y no podía negarse, no podía decir que no. Bueno, accedió por fin, pásate por mi casa mañana por la tarde, a ver qué podemos hacer. Durante unos meses hicieron mucho, hicieron tanto que don Eusebio le puso el mote que desplazaría ya para siempre al de su padre, Regalito, y cuando alguien le preguntaba por qué, contestaba que Elías era un regalo, sí, pero relativo, y los dos se echaban a reír.

Los vecinos se acostumbraron a verlos al caer la tarde, en la carretera vieja, recorriendo siempre el mismo tramo, arriba y abajo, con un libro que iba cambiando de manos al ritmo de las preguntas y las respuestas, don Eusebio, que tendría ya más de cincuenta años, con traje y corbata, Elías limpio y bien peinado, con una camisa distinta de la que usaba para trabajar en el campo, y era como si nunca se cansaran de andar y de hablar, de hablar y de andar, porque a veces la noche les sorprendía como si hubieran perdido la facultad de medir el tiempo.

Don Eusebio había encontrado a su mejor alumno y Regalito al maestro que necesitaba, pero aquellos eran días de dos caras, complicados días de sonrisas hipócritas y silencios de piedra, días de sálvese quien pueda, en los que levantarse de la cama por la mañana era un triunfo, y volver a ella sano y salvo por la noche, una hazaña similar. Para culminarla, la regla de oro consistía en acatar la voluntad del terror, reducir la vida al mínimo y no hacer nada, no saber nada, no decir nada, mirar sin ver, escuchar sin oír, y no comprender. Quizás en las ciudades fuera distinto, pero en un pueblo como Fuensanta de Martos, ese vivir apenas, vivir sin sentir, era el único recurso al alcance de quienes aspiraban a una supervivencia que nada ni nadie podía garantizarles. Quizás, en una ciudad, un adolescente como Regalito habría tenido algún futuro. Quizás habría podido seguir estudiando, sacarse el bachillerato, ir a la universidad, hacerse con un título, quizás, pero en mi pueblo eso era imposible y él lo sabía, aunque seguramente, el día que escogió para echarlo todo a perder ni siquiera se paró a pensarlo.

Se acercaba el verano de 1941 y hacía mucho calor, eso lo sé porque también me lo contó mi madre. Lo demás lo aprendí después, cuando empecé a ir al cortijo de Las Rubias tres tardes a la semana. Doña Elena lo sabía porque se lo había contado la señorita Rosa, que seguía siendo la maestra de la escuela de las niñas, y estaba presente cuando Elías se revolvió en la silla como si acabara de picarle una avispa. Don Eusebio no se dio cuenta porque todavía estaba regañando al hijo de la Potajilla, que aquel día había ido a clase con el uniforme de verano de los pobres de mi pueblo, unos pantalones cortos con un tirante atravesado en diagonal, sólo sobre un hombro, y sin camisa, porque su madre ya la había guardado para que durara más, y tener algo que ponerle el invierno siguiente.

¿A usted le parece bien venir a la escuela así, medio desnudo, señorito? Severino el Potajillo era muy pequeño. No tendría más de seis o siete años y no entendía por qué el maestro le llamaba de usted, ni por qué le estaba regañando. Pues dígale a su madre que si a ella no le importa traerle presentable, a mí sí que me importa, y con esta indumentaria, no voy a volver a admitirle en mi clase, ¿está claro? No podía estar claro, porque como el crío no se estaba enterando de nada, se echó a llorar. Entonces, Regalito ya había descubierto algo que no sospechaba. El nunca iba a la escuela porque por las mañanas trabajaba en el campo, pero ya faltaba muy poco para la fecha del examen, y don Eusebio había convencido a Pesetilla de que le diera el día libre, y le había colocado en un pupitre alejado del resto, junto a su mesa. La señorita Rosa había conseguido las preguntas del examen de reválida del año anterior y había entrado en el aula de los niños para explicarle a Elías la forma de contestarlas, pero no le dio tiempo a terminar, porque el mejor alumno de don Eusebio se levantó, se acercó a su maestro, y sin levantar la voz, sin chillar, sin enfadarse, le preguntó por qué estaba diciendo esas cosas. Usted conoce a este niño, sabe cómo viven en su casa, y que a su padre lo fusilaron, que su madre trabaja como una mula y no da abasto, porque tiene cuatro más. ¿Por qué le maltrata, si usted no es así, si yo le conozco y sé que usted es un buen hombre, un buen profesor, una persona decente?

Doña Elena, que también era maestra aunque ya no la dejaran dar clase, decía que eso fue lo que don Eusebio no pudo perdonarle nunca a Elías. Que si en lugar de hablarle así, con tanta serenidad, hubiera salido en defensa del Potajillo a gritos, le habría mandado callar, le habría dicho que volviera al pupitre y no habría pasado nada. Pero el candor de Elías, la decepción que no evitaba la cortesía de sus preguntas, la limpia condición de su censura, resultaron demasiado humillantes para un hombre que no se atrevía a mostrarse en público tal y como era en realidad, un hombre débil, pequeño, que en la carretera vieja, por las tardes, escogía sus propias palabras para hablar de historia y de filosofía, de poesía y de ética, con un chico muy inteligente que sin embargo no había podido adivinar la naturaleza ambigua, parcial, tramposa, de las verdades que aprendía en cada paseo. Don Eusebio no pudo sostener la mirada de Elías. No podía hacer otra cosa que echarle de la escuela y eso hizo, con el rostro menos coloreado por la indignación que por la vergüenza. No vuelvas más por aquí, le advirtió al final, y Regalito le miró a los ojos y le dijo que no se preocupara, que no pensaba volver nunca más. Después, como ya estaba matriculado, se fue a Jaén, hizo el examen y contestó bien a todas las preguntas, pero nunca salió su nota.

Desde entonces, cuando coincidían en algún sitio, don Eusebio procuraba esquivar a su antiguo alumno, y si no lo lograba, los dos se cruzaban sin saludarse, como si nunca se hubieran conocido. Hasta que una noche de primavera de 1946, los guardias fueron a buscar a Elías, y como no lo encontraron en casa, se llevaron a Pesetilla. Esa misma noche, su hijo se subió al monte, y allí seguía.

—Tiene que ser él —decía mi padre a todas horas, un año y medio después—. Tiene que ser Regalito, porque además fue él quien estuvo…

De ahí no pasaba, en ese punto se quedaba atascado, y si madre le preguntaba, movía la mano derecha en el aire, para dejar claro que no pensaba decir nada más. Pero casi nunca le preguntábamos, porque sabíamos en qué estaba pensando y todos teníamos motivos para cambiar de conversación, aunque yo no podía contarle los míos a nadie.

Los hijos del capitán Grant. Era un libro gordo, encuadernado en tela roja, con una ilustración en colores pegada sobre la portada, unos niños rubios, un señor con aspecto de sabio despistado, un capitán de barco y dos marineros andando sobre el hielo con unos artilugios de hierro pegados a los zapatos, en un paisaje imposible con palmeras al fondo, una playa con gaviotas y un barco a lo lejos, ante una montaña sobre la que asomaban unos indios con plumas en la cabeza.

—¿Qué es esto? —pregunté, y hablaba para mí, pero a mi espalda, Pepe el Portugués había vuelto a entrar en su casa.

—Un libro.

La gente siempre dice que en Andalucía hace buen tiempo, pero en mi pueblo, en agosto, nos asábamos de calor. El sol caía sobre nosotros como el instrumento de una vieja venganza, y era algo más que la luz que rebotaba en las paredes encaladas como si pretendiera deshacerlas gota a gota, más que la temperatura que desataba los chorros de sudor que nos empapaban la ropa en el instante en que nos atrevíamos a asomar un pie a la calle, era algo duro, sólido, metálico, como un martillo de llamas sobre la cabeza, un invisible baño de fuego que ardía con la misma crueldad por encima y por debajo de la piel. Ese era el martirio que madre procuraba evitarnos cuando nos prohibía salir después de comer, pero yo ya pasaba bastantes días encerrado sin pisar ni el patio gracias al ratón de los del monte y al gato de los del cuartel, así que en cuanto la oía roncar, abandonada a las delicias de esa siesta a la que yo nunca le había visto la gracia, esperaba un cuarto de hora y me escapaba por la ventana, que para eso estaba en mi mitad del dormitorio.

—¿Adónde vas?

Cuando estaba libre de servicio, Curro era el único que me veía salir. Él estaba enamorado sin remedio de Isabel Mariamandil, la nieta de doña Angustias, una chica muy rara, callada y discreta, con un aire monjil que la hacía parecer mayor de lo que era y que jamás le había dado esperanzas. Isabel tenía veinte años, pero vivía como si fuera una anciana, porque se pasaba la vida en el cortijo, cuidando de su abuela, y apenas paseaba por el pueblo, no salía con sus amigas, no llevaba tacones, ni lazos en el pelo, y nunca iba a bailar, ni al cine. Todos creíamos que le traía sin cuidado seguir soltera de por vida, y por eso, su enamorado solía quedarse suspirando por las tardes en la casa cuartel, y sacaba partido del calor que recluía al teniente en su dormitorio para atentar contra el decoro de la vivienda común colgando una hamaca de dos clavos, uno en la fachada de su casa y otro en un pilar del porche que recorría todo el patio. Luego se tumbaba allí, a la sombra, para leer novelas de pistoleros, y levantaba la vista con pereza al verme pasar a su lado.

—Voy a bañarme en el río —contestaba yo en un susurro, para que no me oyeran en mi casa.

—Un día de estos te vas a derretir, Canijo.

—¡Shhhh! —yo pedía silencio con un dedo sobre los labios y, aunque sabía que no era un chivato, apresuraba el paso—. Ya verás como no.

No me derretía, pero, a veces, al llegar a la mitad de la cuesta sentía algo parecido, porque ya no sabía qué hacer conmigo mismo, y la camisa me daba calor, pero si me la quitaba, me mataba el sol, y los tobillos me pesaban, los empeines de mis pies hinchados se clavaban en el borde de las alpargatas para convertir cada paso en un suplicio, y la tentación de no llegar hasta arriba, de tumbarme a la sombra de un árbol y esperar a la fresca allí tirado, sin hacer nada, era cada vez mayor, pero me resistía pensando en el placer que sentiría al entrar en el río, la imaginaria cortina de vapor que se desprendería de mi cuerpo apenas rozara el agua fría que bajaba de la sierra, y así, con la imaginación más que con las piernas, lograba llegar hasta arriba. Entonces sólo tenía que bajar, recorrer unos metros de pendiente favorable a la sombra de los árboles y desnudarme en un segundo. Me metía en el agua muy despacio y reservaba la cabeza para el final, porque me gustaba tocarla, tan caliente, con las manos húmedas y heladas, antes de zambullirme del todo para brindarle el toro imaginario de aquella felicidad a los que preferían perder el tiempo durmiendo en un charco de sudor. De vez en cuando, como si pretendiera demostrarme a tiempo que los dos éramos de la misma clase, Pepe el Portugués aparecía en calzoncillos, con una toalla al hombro y una sonrisa en los labios que quería decir que aquellas pozas eran suyas, pero que no le importaba compartirlas conmigo. Aquella tarde, sin embargo, él ya estaba en remojo cuando yo llegué al río.

—Desde las dos de la tarde llevo aquí —me dijo, y sentado en una piedra oculta por el agua, con la espalda apoyada en una losa plana y las piernas estiradas, parecía un emperador en su trono—. Tengo los dedos arrugados como garbanzos, pero cualquiera sale, con la que está cayendo…

Cuando salimos, yo también parecía una legumbre recién cocida y, lo que era aún mejor, estaba tiritando de frío. Por eso me tumbé al sol, tan furioso todavía que no necesitó más de diez minutos para achicharrarme, pero esperé cinco más, y volví a bañarme, y volví a salir, hasta que el Portugués interrumpió aquel círculo verdaderamente vicioso con una de sus buenas ideas.

—Tengo hambre —y al escucharle, escuché el sonido de mis propias tripas—. ¿Subimos a comer algo?

Desde que compartimos aquellos chorizos que atrajeron sobre nosotros la atención de toda una patrulla del ejército, las meriendas formaban parte del protocolo de mis visitas al molino viejo, aunque la oferta de Pepe no había vuelto a ser tan suculenta. Sin embargo, trucos de hombre solo, en su despensa siempre había embutidos, pan, y con suerte, algún tomate maduro. Con estos ingredientes y un poco de aceite, el Portugués hacía unos bocadillos exquisitos de pan con tomate y cualquier cosa, según la receta que le había enseñado en la mili un sargento catalán. Aquella tarde fueron de queso curado, y estaban tan ricos que me comí el mío y la mitad del suyo, antes de sentarme a hacer la digestión en el sofá que Pepe había rescatado de la basura de la parroquia. Cuando nos lo encontramos en la calle, le dije que sólo iba a servir para hacer leño, porque estaba desvencijado y le faltaba un brazo, pero él había arreglado las patas y habían quedado bastante bien. El muelle saltado en medio del asiento no tenía remedio, pero dejaba dos plazas aprovechables a los lados, y total, como vivo solo, concluyó él, me sobra una. Era muy cómodo además, porque al recostarme junto al único brazo superviviente, sucumbí a un sopor dulce y delicioso, del que me despertó el eco impertinente de unos nudillos en el cristal.

—¿Quién coño tendrá que venir…? —la voz del Portugués, empastada de sueño, se recuperó enseguida cuando Sanchís, el compañero de mi padre, nos dedicó un saludo militar desde el otro lado de la ventana—. ¡Joder, y qué querrá este ahora!

Levantó una mano en el aire, para pedirle que esperara, y fue a la cocina a lavarse la cara, antes de ponerse una camisa que podía llevar varios días enganchada por el cuello al respaldo de una silla, pero no estaba sucia del todo.

—No me gusta este tío —murmuró para sí mismo mientras se la abrochaba.

—A mí tampoco —pero eso sólo era una parte de la verdad. La que me callé era que le tenía tanto miedo que si hubiera seguido viéndole al otro lado de la ventana, ni siquiera me habría atrevido a abrir la boca.

—Tú quédate aquí —antes de salir, me miró como si lo supiera—. Lo más seguro es que sólo tenga ganas de joder un poco.

Asentí con la cabeza aunque no pudiera verme, porque en eso también estaba de acuerdo con él.

Miguel Sanchís era hijo de un guardia civil y se había criado en una casa cuartel, pero no se parecía a sus compañeros. A los treinta y un años, ya era sargento y todo el mundo estaba seguro de que llegaría mucho más arriba, porque aunque no había pasado por ninguna Academia, tenía una hoja de servicios apabullante, dos Medallas Militares individuales con distintivo rojo, otra con distintivo blanco, una condecoración de Sufrimientos por la Patria, y un sobrenombre, «el ángel de las mujeres», que se había ganado en Madrid, donde salvó a muchas mientras trabajaba para la quinta columna, durante la guerra. Más alto que mi padre, y más apuesto que ninguno de sus compañeros, Sanchís era el hombre más atractivo de Fuensanta de Martos.

Quizás por eso, porque Paquita Miracielos y sus amigas no podían soportar la idea de que el galán oficial del pueblo fuera un guardia civil, había corrido tanto la leyenda de Antonio el Guapo, un guerrillero que había llegado de Madrid al final del verano, después de que una bailaora de la que estaba perdidamente enamorado le hubiera tenido escondido durante años en un tablao, al ladito de la Puerta del Sol, donde trabajaba el comisario de las orejas grandes. Cuando Dulce me lo contó, pensé que padre tenía razón, porque cambiando el tablao de Madrid por un Saloon de, digamos, Wichita, lo que contaban de aquel hombre parecía copiado del héroe de una novela del Oeste. Dicen que sólo con mirarle, se le corta a una la respiración, me explicaba la tonta de mi hermana mientras apretaba la almohada contra su cuerpo como si pretendiera asfixiarla, yo no quiero ni pensar en encontrármelo una noche por ahí, con el fusil, ¿te lo imaginas? ¡Ohhh! Qué horror, qué miedo, ¿no? La sonrisa de boba que se le pintaba en la cara al decirlo, sólo se explicaba porque ni siquiera ella, que vivía en la casa cuartel, podía celebrar que el hombre más guapo fuera también el más atravesado de Fuensanta de Martos, y el único que, pese a su legendario heroísmo, encajaba de cerca, y como un guante, con la terrorífica imagen que la Guardia Civil proyectaba de lejos.

Yo, que siempre había vivido entre ellos, llevaba la cuenta de sus debilidades, las contradicciones de quienes se dedicaban a cultivar el miedo de la gente igual que un panadero hace pan o un hortelano siembra patatas para recogerlas después, y sabía que en las noches de redada, Curro vomitaba al pie de mi ventana antes de acostarse, y que mi padre agachaba la cabeza cuando mi madre le preguntaba si se había quedado contento, y que Carmona, tan delgadito, tan poca cosa, se había cagado encima la noche en que vio al teniente aplicarle la ley de fugas a Laureano, y que a partir de aquella noche, ese mismo teniente se ocupaba de que a Carmela la Pesetilla la dejaran en paz. Yo vivía con ellos, era uno más en el cuartel, y les había oído hablar muchas veces, repetirse los unos a los otros los mismos consejos, las mismas frases que circulaban de boca en boca sin desgastarse jamás, no tengas remordimientos, no hay que tener remordimientos, nosotros no tenemos la culpa, la culpa es suya, son ellos los que están fuera de la ley, pero seguían vomitando, y agachando la cabeza, y cagándose encima, y es que esto no se puede tolerar, a ver, si no fuéramos nosotros, serían otros, qué le vamos a hacer, ¿quiénes son los que dan las órdenes?

El teniente se emborrachaba casi todas las noches, Arranz, absolutamente todas, Romero les seguía de cerca, Izquierdo fumaba grifa que le pasaba un primo suyo que era legionario, y los demás se consolaban con la idea de que ellos sólo cumplían órdenes, de que la responsabilidad era de otros, de los que vivían en Madrid, los que trabajaban en grandes despachos con calefacción en invierno y ventiladores en verano, los que nunca se destrozaban los pies de peña en peña ni se manchaban las manos de sangre. Esos podían contar la historia como les conviniera, podían celebrar los años de paz que se cumplían cada mes de abril recordando las iglesias en llamas, los curas destripados, las monjas violadas, el terror de las hordas marxistas que habían precipitado su intervención sagrada y salvadora. En Madrid habría gente que creería que en 1939 se había acabado la guerra, pero en mi pueblo todo era distinto. En mi pueblo, los hombres se echaban al monte para salvar la vida, y la autoridad perseguía a las mujeres que intentaban ganársela con la recova, a las que recogían esparto en el monte, a las que lo trabajaban y hasta a las que vendían espárragos silvestres por las carreteras, porque para ellas todo estaba prohibido, todo era ilegal, todo un delito y la supervivencia de sus hijos un milagro improbable. Así eran las cosas en mi pueblo, donde te podían matar por la espalda cualquier noche por haber dado de comer a tu hijo, a tu padre, a tu hermano, sólo por eso, eso bastaba para legalizar cualquier muerte, eso convertía a cualquiera en un bandolero peligroso, un enemigo público feroz, aunque no hubiera cogido un fusil en su vida. Esa era la ley y era una ley injusta, una ley odiosa, una ley atroz y bárbara, pero la única ley, y los guardias civiles quienes la aplicaban.

Ellos sólo cumplían órdenes, pero sabían la verdad, y que si algún día se daba la vuelta la tortilla, los que legislaban desde un despacho iban a tener preparado un avión para salir huyendo, mientras que a ellos no les esperaba otro destino que las tapias del cementerio y con razón, la razón de una guerra que no iba a terminar nunca. Lo sabían, y además de remordimientos, tenían miedo, miedo de las represalias, de la venganza que podía cebarse en ellos, dejarles secos en cualquier momento. De ese miedo nacía el odio que les hacía crueles, pero que no dejaba de convivir con un miedo diferente, semejante a su vez al de los vecinos a quienes hostigaban, el miedo que les impedía rebelarse contra las órdenes que recibían, detener en algún punto la espiral de terror en la que ellos también estaban atrapados sin remedio, negarse a apretar el gatillo mientras una persona temblorosa y desarmada les ofrecía la espalda un instante antes de caer muerta en el suelo. Ese era el miedo que se convertía en vergüenza ante el insólito espectáculo de cualquier hombre valiente, como aquel capitán del ejército que mandó parar la música en Martos mientras un requeté bailaba encima del cadáver de Crispín, y que, y hasta yo me daba cuenta de eso, no tenía por qué ser un rojo, pero sí era, sin duda, admirable, mucho más valioso que todos los que se quedaron mirándole sin hablar, sin hacer nada aparte de aguantarse las náuseas hasta el final del espectáculo. Mi padre solía decir que daría cualquier cosa por cambiar de destino, y todos sabíamos que era verdad. Todos sus compañeros habrían preferido vivir en otro pueblo, en otra provincia llana y tranquila, sin sierras, sin montes, sin guerrilla. Todos menos Martínez, hasta que lo mataron. Todos menos Sanchís.

Él, con el pelo muy negro, los ojos muy verdes, su cuerpo de atleta, la piel bronceada y un perfil que parecía copiado de una estatua griega, disfrutaba de su trabajo hasta tal punto que había logrado convertirse en un hombre feo. El secreto estaba en su boca, el gesto mecánico, violento, que tensaba sus labios gruesos, bien dibujados, para desfigurarlos en una línea sutil que expresaba un desprecio incondicional por todas las cosas. Sanchís no respetaba nada y nada le daba miedo, pero le entusiasmaba que le temieran los demás, y sabía cómo hacerlo. Y si ahora me voy sin pagar, ¿qué pasaría?, preguntaba en los bares donde siempre acababan invitándole, y paraba a cualquiera en medio de la calle sin motivo alguno, para mandarle a comprar tabaco, como si todos los vecinos fueran sus criados, o para señalarle con el dedo y hacerle una advertencia que no significaba nada en realidad, tú, ándate con ojo… Se partía de risa cuando le veía salir corriendo, pero su risa también era desagradable, gruesa y pellejuda como la de un sapo. Los demás guardias no tenían más remedio que respetarle porque era sargento, pero el teniente no le perdía de vista y siempre estaba temiendo que se pasara de la raya. Chulerías, las justas, Sanchís, le decía siempre, y él acataba esa recomendación con un gesto de la cabeza, pero en cuanto la autoridad le daba la espalda, volvía a las andadas, tú, tráeme un botellín, tú, límpiame los zapatos, tú, ven aquí ahora mismo si sabes lo que te conviene… Miguel Sanchís sólo tenía una debilidad, que se llamaba Pastora y era tan singular, tan especial como él.

—Pues está un rato buena… —decía mi padre a veces, cuando la veía cruzar el patio, y mi madre se ponía tan nerviosa que hasta le pegaba en el brazo un puñetazo blando, exasperado.

—¡Pero cómo va a estar buena, Antonino, no digas tonterías! Si es coja, ¿te enteras?, ¡coja!

—¿Y eso qué tiene que ver?

—¿Que qué tiene que ver? ¡Pues que tiene una pierna más larga que la otra, hombre! ¿Te parece poco?

—Será, pero está muy buena.

Pastora no era guapa de cara, aunque tenía unos ojos preciosos, negros y enormes, que brillaban como el agua mansa de un pozo muy hondo, porque su nariz era fina pero muy larga, y su boca también grande, de labios desproporcionadamente delgados para su tamaño. El pelo oscuro, liso y sin gracia, que llevaba siempre recogido en un moño, enmarcaba un rostro demasiado afilado, de mejillas hundidas y pómulos salientes, que sin embargo la hacían misteriosamente bella cuando giraba la cabeza no del todo. Pero el gancho que tiraba de los ojos de todos los hombres de Fuensanta cuando Pastora pasaba por delante, no estaba en su cabeza, sino en su cuerpo, que tampoco era perfecto, sino mejor, porque mi madre tenía razón pero esa razón no servía de nada.

La mujer de Sanchís había nacido con dos piernas estupendas, aunque una fuera más larga que la otra, y puede que, para el gusto de un escultor, el resto de sus medidas también discreparan en exceso, los pechos demasiado grandes, la cintura demasiado estrecha, las caderas demasiado redondas, el culo demasiado musculoso por el perpetuo esfuerzo de tirar de su pierna derecha, ese pie en el que siempre llevaba el mismo tipo de zapato negro y feo, con una cuña que lo igualaba con la zapatilla que se calzaba en el izquierdo a diario o con el zapato de tacón que se ponía cuando se arreglaba, pero así y todo, tenía algo que no poseía ninguna otra mujer de Fuensanta de Martos, ni siquiera Filo la Rubia, o Milagros, la hija del alcalde, a pesar de su belleza.

A los nueve años, yo era muy pequeño para explicarlo, pero me daba cuenta de que a Filo, a Milagros, se las podía mirar como se mira un cuadro, como se escucha música, como se saborea un dulce, como un placer amable, exquisito y sin embargo apacible, limpio, luminoso. Pero mirar a Pastora era distinto, y eso era lo que mi madre no entendía. Pastora cruzaba el patio con ese bamboleo que no podía evitar, y yo la miraba, porque tampoco podía evitarlo, y sentía calor, un sonrojo repentino y culpable, como si verla moverse fuera pecado, y me daba cuenta de que ella no hacía nada para provocar esa reacción, de que no se teñía de rubia y se pintaba rabillos, como, Ana la Doble, ni se ponía blusas de una talla más chica de la que le convenía, como la hermana mayor de Paquita, Solé Miracielos, a la que habíamos visto con los botones a punto de estallar un montón de veces, porque como era la dependienta de la panadería, nunca elegíamos un bollo a la primera y la mareábamos con el dedo encima de la vitrina, este, no, aquel, no, mejor una rosca, para que se agachara a la izquierda, y a la derecha, y a la izquierda otra vez, con la tela tirante sobre el pecho y las pinzas en la mano. Pastora no hacía ninguna de esas cosas. Ella no necesitaba teñirse, ni pintarse, ni llevar ropa ceñida, para producir un efecto oscuro, caliente, que daba gusto y vergüenza al mismo tiempo.

—Y a ver de qué un hombre tan guapísimo ha tenido que casarse con una coja que no puede tener hijos, encima —rezongaba mi madre cuando se cansaba de discutir con su marido—, como si no hubiera tenido donde elegir. Pues porque es un atravesado, por eso, un tío siniestro, más raro que… A saber lo que harán esos dos cuando estén solos.

—Mujer —decía mi padre—, eso me lo supongo.

—Pues no estaba pensando en lo que tú crees, Antonino.

—Puede, pero lo otro también me lo supongo.

Sanchís le regalaba a su mujer montones de zapatos de tacón, abiertos y cerrados, de todas las formas, de todos los colores, y se le caía la baba cuando iba con ella por la calle. Pastora era la única cosa de este mundo capaz de relajar su rostro, de arrancar de las esquinas de su boca el perpetuo rictus de mala hostia que le inspiraba todo, que le inspirábamos todos menos ella. Y cuando iba con él, ella también cambiaba, y se convertía en una mujer sociable, que hablaba y sonreía como las demás, porque en la casa cuartel siempre estaba sola, y no le gustaba mezclarse con las familias de los otros guardias. Mi madre quedaba con la de Paquito, y con la mujer de Carmona, para ir a la compra o al mercadillo, o para dar un paseo por la tarde cuando llegaba el buen tiempo. La mujer de Izquierdo, que tenía seis críos y a su suegro enfermo, se apuntaba cuando podía, y la del teniente, delirando de grandeza, tenía otras amigas más representativas, como la alcaldesa y la mujer del médico. Pero Pastora siempre estaba en casa, y rechazaba muy cortésmente cualquier invitación a abandonarla si su marido no iba con ella. Tampoco tenía amigas en el pueblo.

—Claro —decían mi madre y las demás, dándose codazos, cuando salía el tema—, como ella, de soltera…

Yo recordaba vagamente el día en que Sanchís y Pastora llegaron a Fuensanta, cuatro, quizás cinco años antes de que llegara el Portugués. Unos meses después, un criador de caballos que vino al pueblo a entregar un animal, le contó a su cliente que conocía a Pastora desde niña, porque era de un pueblo cercano al suyo, en Ciudad Real, y le preguntó cómo había venido a parar aquí. Él le contó que era la mujer de un guardia civil, y el hombre se quedó con la boca abierta por el asombro. Hay que ver, murmuró luego, lo que es el destino, pasarse la vida entrando y saliendo de una comisaría, llegar a dar con los huesos en la cárcel, y todo para acabar viviendo en una casa cuartel… No quiso añadir nada y tampoco volvió por el pueblo, pero no hizo falta más. La mujer de Carmona ató cabos, y no tuvo que decirlo dos veces para que todas sus amigas estuvieran de acuerdo con ella en que Pastora había sido puta y por eso le daba vergüenza mezclarse con las mujeres decentes.

Puta o no, Pastora rezumaba sexo, lo desprendía como un halo invisible al ritmo cojitranco de sus pasos, pero con su marido tenía bastante. Unos pocos días antes de que apareciera en el molino viejo por sorpresa, para amenazar con echarnos a perder la tarde, yo les había visto besarse como nunca había visto besarse a nadie, y fue en plena verbena, a la luz de las bombillas encendidas, hileras de luz amarilla que alternaban con el revoloteo de las banderas de papel. Paquito acababa de contarme lo que había pasado en Martos y yo, por no mirarle, me fijé en ellos, apoyados en una pared, muy juntos, quietos, callados. Sanchís tenía una copa de coñac en la mano y bebió, se la pasó a su mujer y ella también bebió, un trago largo, antes de devolvérsela. Eso me llamó mucho la atención, porque las mujeres en mi pueblo no bebían, vino en las comidas quizás, las más atrevidas, como mucho, una caña de cerveza los domingos, al salir de misa, pero coñac no, jamás. Sanchís vació la copa, se giró para dejarla en el alféizar de una ventana y al volverse otra vez, vio que Pastora le estaba mirando. Entonces, él también la miró, se miraron en silencio y, sin cruzar una palabra, cada uno inclinó la cabeza hacia delante y sus bocas se acoplaron entre sí, como si nunca hubieran tenido otro destino ni más sentido que aquel beso que les mantuvo absortos, dedicados por completo a él, durante mucho tiempo, minutos enteros devorándose con los ojos cerrados, los brazos abandonados a su propio peso, el cuerpo inmóvil, olvidado de todo lo que no fuera la boca, su boca en otra boca, y el cuello de Pastora estirado, su cabeza ladeada en su mejor perfil, el relieve de la lengua de su marido tensando y destensando su mejilla, exhibiendo su impúdico buceo a través de la piel y de la carne. Yo nunca había visto a nadie besarse así. Tampoco, a plena luz, delante de la gente, una mano como la que Sanchís avanzó hacia el cuerpo de Pastora y que la recorrió entera sin que ella hiciera nada por evitarlo, desde el muslo hasta el pecho sobre el que se cerró en el instante en que yo sentí sobre la cabeza una mano distinta.

—¿Qué miras tú, sinvergüenza? —mi madre me levantó por la axila después de darme un capón—. ¡Ea, a bailar!

Cuando me levanté, ellos se marchaban ya, cogidos del brazo, y pensé que, fuera lo que fuese lo que iban a hacer a continuación, ni mi padre ni mi madre serían capaces de suponerlo en su vida.

Aquella noche, mientras se besaba con su mujer, Sanchís casi me cayó bien, pero cuando vino a buscar a Pepe el Portugués, Pastora no estaba con él, y Curro, que era su pareja desde que mataron a Martínez, tampoco. Había venido al molino él solo, y los guardias civiles siempre iban de dos en dos. Por eso, cuando me despejé lo suficiente como para pensarlo, me asusté. Mi padre decía siempre que Sanchís era un fanático, un loco incontrolado y peligroso, pero cuando me levanté del sofá y fui hasta la ventana dando un rodeo para ver qué estaba pasando fuera, comprobé enseguida que me había asustado en vano. Pepe me daba la espalda pero debía de estar hablando y no para defenderse, porque el guardia asentía con la cabeza y una expresión serena, los labios relajados, las manos en los bolsillos. Entonces vi una mancha roja encima de los retales de tela azul que habían sobrado de las cortinas y que el Portugués guardaba en un cesto por si alguna vez servían para algo. Lo cogí, y al darle la vuelta, leí un nombre, Julio Verne, y aquel título, Los hijos del capitán Grant, estampado en letras doradas sobre una ilustración a color que mostraba a una extraña comitiva en un paisaje imposible, helado y tropical al mismo tiempo. Aquella imagen me intrigó tanto que seguía mirándola cuando Pepe volvió a entrar en una casa donde nunca había habido libros a la vista.

—¿De dónde lo has sacado?

—Eso… —y se acarició la barbilla con la mano, como si necesitara pararse a pensar—. Creo que se lo dejó aquí uno de Torredonjimeno con el que he ajustado las olivas. Se le debió caer del morral, porque me lo encontré tirado ahí fuera, el otro día.

—¿Y qué tal?

—¿Qué tal qué?

—El libro —insistí, mientras él seguía mirándome como si no me entendiera—. Que qué tal es, que si es bueno…

—¡Ah! —sonrió—. Y yo qué sé. No lo he mirado bien, yo… Bueno, apenas sé leer, ¿sabes? Junto las letras, eso sí, pero con mucho trabajo, y por eso no me gustan los libros.

Eso no era verdad. Yo sabía que no era verdad, porque en los tiempos en los que su casa no tenía cortinas, le había visto una vez por la ventana, escribiendo en un papel con algo que parecía una estilográfica, y tenía varios libros abiertos sobre la mesa, los consultaba deprisa, cogía uno, pasaba las páginas hasta encontrar lo que buscaba, escribía y lo volvía a dejar, y seguía escribiendo hasta que buscaba otro con los ojos, y lo cogía, y volvía a consultarlo, y a escribir otra vez. Eso no puede hacerlo nadie que no sepa leer, que no sepa escribir perfectamente, mejor de lo que podía hacerlo yo a los nueve años, y lo sabía, pero no quise pillarle en aquella mentira porque con él nunca estaba seguro de nada, y me dio miedo calcular lo que podría llegar a contarme si le obligaba a decirme la verdad. Por eso, y porque yo no vivía en Madrid, sino en Fuensanta de Martos, porque mi padre era guardia civil, porque estábamos en agosto de 1947, seguí mirando aquel libro como si de verdad creyera que su propietario accidental era analfabeto.

—Es una novela —dije solamente—. Y tiene buena pinta. Me gustaría leerla.

—¿Sí? —y me miró como si nunca hubiera oído nada tan raro—. ¿Con lo gorda que es? —asentí con la cabeza y nos echamos a reír—. Bueno, pues llévatela. Si alguien la reclama, con decir que no la he encontrado… Pero antes, trae, que quiero ver una cosa.

Me quitó el libro de las manos, lo puso boca abajo sosteniéndolo por las tapas y lo movió de un lado a otro, como si creyera que de su interior podría caer algo valioso.

—Nada —me lo devolvió con un gesto ambiguo, que parecía una sonrisa pero no terminaba de serlo—. A la gente le gusta esconder dinero en los libros. Se me había ocurrido que igual llevaba dentro algún billete de mil pesetas, pero no ha habido suerte.

Y sin embargo, en aquel libro estaba escrita la suerte de varias personas, buena y mala suerte para conocidos y desconocidos, aunque yo sólo la descifraría al llegar al final de la historia que iba a empezar a leer aquella misma noche.

—¿Y qué quería el sargento? —le pregunté al Portugués antes de despedirme de él.

—Miel —me contestó, y ya estaba tan tranquilo como siempre.

—¿Miel?

—Sí. Por lo visto, a su mujer le gusta mucho.

Un excéntrico científico francés, llamado Jacques Panagel visita a Mary y Robert Grant, hijos de un famoso capitán británico al que se creía muerto en un naufragio, para entregarles un mensaje hallado dentro de una botella descubierta en la barriga de un pez gigantesco. El documento, escrito por el propio capitán Grant, aporta una prueba de que sigue vivo en algún lugar de América del Sur. Por eso sus hijos, asesorados por el profesor y exultantes de esperanza, organizan una expedición de salvamento a bordo de un magnífico barco, el Duncan, que estaba a punto de zarpar del puerto de Bristol a las órdenes de Lord Glenarvan cuando escuché la voz del Portugués en la cocina de mi casa.

—Buenas noches, Mercedes, venía a ver a su marido.

—¡Pepe! —mi madre se alegró mucho de verle aunque no le trajera ningún regalo—. Pasa, siéntate, por favor. Antonino no está, pero ya no puede tardar mucho. ¡Nino! Ven, mira quién ha venido…

Hacía dos días que no le veía pero apenas pude hablar un momento con él, porque cuando le estaba contando el principio del libro, llegó mi padre. Pepe se le acercó, le dijo en un susurro algo que no pude interpretar y se marcharon enseguida, juntos y muy serios. Lo que pasó después me lo contó Paquito, como siempre, y sin embargo, gracias a Verne lo comprendí mejor, con más color, más intensidad, más detalles que otras veces. Con la misma exactitud con la que veía, gracias a unos ojos sagacísimos que no estaban en mi cara, las peleas y tempestades que habían agitado por dentro a un hombre tranquilo que había estado en la Patagonia o en Australia las mismas veces que yo. Ninguna.

Pepe el Portugués había venido a contarle a mi padre que aquella misma tarde, mientras recorría el monte de árbol en árbol, buscando alguna colmena con la que complacer a Pastora, había visto a dos hombres armados, solos, en un paraje escarpado, más o menos a la altura de las cuevas de la Virgen pero mucho más arriba. Como había sido él quien le había pedido que le informara de todo, a él era a quien había venido a buscar, pero mi padre le llevó inmediatamente a ver al teniente, que reunió a los siete hombres que estaban a su mando, le animó a que repitiera la historia con todos los detalles que pudiera recordar, y pidió voluntarios. Sanchís e Izquierdo, sargento y cabo, fueron los únicos que dieron ejemplo y un paso al frente, así que el teniente escogió a los demás, y decidió que sólo Carmona y Arranz, un guardia mayor al que le faltaba poco para jubilarse, tendrían la suerte de quedarse en el pueblo. Él iría a la cabeza y el Portugués les acompañaría para guiarlos. Antes de salir, el sargento le dio un fusil, por si las moscas, y él torció el gesto. Preferiría no llevar nada, dijo, porque es que yo… Yo no sé… No tengo experiencia en estas cosas… Estaba muerto de miedo, y los guardias se rieron de él, y le dieron palmadas en la espalda y un trago de coñac, antes de prometerle que no tendría que disparar.

Aquella noche de agosto, quieta, tranquila, la luna estaba en cuarto creciente y se veían muchas estrellas. Su luz ayudó al Portugués a orientarse. Él era un hombre de monte, y no necesitaba senderos para ascender con seguridad. Les llevó muy deprisa y sin contratiempos, ningún tropezón, ninguna caída, ningún ruido que pudiera alertar al enemigo, hasta un lugar donde pudieron ver las sombras de dos hombres armados, sentados en el suelo. Los guardias tomaron posiciones, empuñaron los fusiles, se concentraron en el objetivo y en ese instante, como si pudiera olerlos, detectar su presencia con alguna remota facultad animal, uno de los dos hombres se levantó, escopeta en mano, sin saber muy bien en qué dirección mirar, hacia dónde apuntar, de qué defenderse.

Luego, todo se hizo veloz, frenético y confuso, difícil de entender, como la densidad del aire cuando empieza a oler a muerte. El teniente dio el alto y recibió a cambio un tiro que no le acertó, pero le pasó cerca. Entonces, Sanchís, que competía con Carmona por el título de mejor tirador del cuartel de Fuensanta, disparó y mató en el acto, de un disparo en la cabeza, al hombre que estaba de pie. Michelín quiso dejar constancia de que le debía la vida, pero en un instante, el que tardó en volverse y decir dos palabras, gracias, Miguel, volvió a arriesgarla, porque sus hombres recibieron dos tiros más, muy seguidos. El sargento disparó de nuevo, y de nuevo a la cabeza del otro, que cayó con las manos abiertas, levantadas en el aire. Y cesó el tiroteo.

Sólo unos segundos después, cuando el oxígeno volvió a llenar del todo sus pulmones, y la sangre recuperó la calma con la que solía fluir dentro de sus venas, y dejaron de escuchar los latidos de su corazón en el hueco de su cabeza, empezaron a comprender lo que habían visto, lo que habían hecho, lo que había pasado. Romero fue el primero en decirlo en voz alta, hay otro tirador, tiene que haber, como poco, un tercer tirador. Los que no se habían dado cuenta todavía, comprendieron en ese momento que el padre de Paquito tenía razón, pero no se movieron. El primer muerto podría haber hecho fuego sobre el teniente, pero el segundo había caído con las manos en alto, y eso significaba que había alguien más arriba, en un puesto tan ventajoso que había podido elegir el momento para disparar sobre ellos a placer.

¿Qué pasa?, Pepe el Portugués estaba muy nervioso pero nadie podía perder el tiempo en darle explicaciones. ¿Qué ha pasado?, insistió, ¿por qué estamos aquí parados? ¡Calla de una puta vez!, le gritó el teniente, y cuando su voz se apagó, todos oyeron un rumor pequeño y muy lejano ya, como una cascada de piedrecitas desprendiéndose del suelo batido por la carrera de unos pies, o de unas patas, y podría ser un conejo, o una liebre, pero ellos pensaron en otra clase de presa, y aunque se les estaba escapando, aunque se les había escapado ya, el teniente ordenó fuego y todos dispararon sus fusiles a la vez sin saber muy bien hacia dónde apuntar, sobre qué o sobre quién estaban tirando, con la única excepción de mi padre, que juró y perjuró durante toda su vida que él giró la cabeza a la derecha y vio una silueta, un hombre joven, rápido y con flequillo, que se perdía detrás de una peña, donde los demás no pudieron ver absolutamente nada.

Puede ser y puede no ser, pero no te preocupes, Antonino, le dijo el teniente, estamos todos muy nerviosos, en estos casos suelen pasar cosas así… Pero es que yo le he visto, mi teniente, insistió él, le juro por mis hijos que le he visto. Y yo te creo, Antonino, te creo, pero estaba mirando al mismo sitio que tú y no he visto nada. Mi teniente, por favor, Pepe el Portugués intervino de nuevo en una conversación donde nadie le esperaba, ¿puedo irme ahí detrás, a mear? Todos se le quedaron mirando a la vez, y Sanchís se echó a reír. ¿Qué pasa, necesitas ayuda?, le dijo, y Michelín no le regañó por burlarse de un vecino, como otras veces, porque aquella noche, hubiera pasado lo que hubiese pasado, aquel indeseable le había salvado la vida. Pues claro que puedes ir a mear, Pepe, a donde quieras, el monte es tuyo… Luego, sin esperarle, avanzaron por fin, examinaron los dos cadáveres y reconocieron al último en caer. La víctima desarmada de Sanchís era un zapatero de Valdepeñas que se llamaba Sotero, aunque todo el mundo le conocía por Comerrelojes, porque siempre iba con prisas y llegaba con antelación a cualquier cita. Al verle, el teniente respiró, porque era un hombre de Cencerro, uno de sus íntimos, de los que se fueron al monte con él en el 39. Y ya no dejé que Paquito me contara nada más.

—Eso es mentira —le interrumpí, muy ofendido.

—¿Mentira? —él se ofendió tanto como yo—. Pregúntale a tu padre, a ver si es mentira, anda.

—Lo de los bandoleros y el tiroteo sí, eso me lo creo, pero lo del Portugués, que no quisiera coger el fusil, y que pidiera permiso para mear y todo eso…

—Pues es verdad.

—No puede ser. Yo le conozco mucho mejor que tú, para que te enteres, y no es ningún cobarde.

—Pues lo parece.

Y en ese momento, cuando estaba a punto de insistir con los puños en su cara, una misteriosa prudencia me indujo a ceder.

—No, si… Al final tendrás tú razón y será un cobarde. Lo que pasa es que, como en el molino anda siempre con la escopeta y eso…

—Ya, pero una cosa es cazar conejos y otra es luchar con bandoleros, ¿no?

—Sí —admití, con la cabeza muy lejos—. Claro que sí.

La verdad era que no me había gustado nada enterarme de que Pepe el Portugués se había comportado como un chivato, aunque el teniente le diera las gracias por su colaboración y dijera que era un vecino ejemplar, y todo eso. Él era un hombre solitario, que hacía su vida y no se metía en la de los demás, y me costaba mucho trabajo aceptar que de verdad hubiera visto a dos hombres en el monte y, en lugar de seguir su camino, hubiera venido al cuartel a denunciarlos. Él no era así, y mucho menos como lo habían dibujado las burlas de Paquito. El Portugués era mi amigo, y yo le había visto hablar con aquel capitán, el día de los chorizos, y con Sanchís, unos días antes del tiroteo, sin descomponerse, sin romper a sudar ni lanzarse a hablar a lo tonto, gimoteando con los hombros encogidos, como hacían los cobardes de mi pueblo. Pero eso era sólo una pequeña parte del misterio. La más grande, y la más complicada de resolver, era la presencia del tirador que había precipitado las muertes de Sotero Comerrelojes y de su primo Fermín Pilatos, los hombres del monte que habían quedado atrapados entre dos fuegos de los cuales uno, por fuerza, tenía que venir de su lado. Mi padre y sus compañeros se resistieron a reconocer que les hubieran tendido una trampa, pero no tardaron más de un día y medio en comprender que eso era exactamente lo que había pasado.

—¡Me cago en vuestra puta madre y en todos vuestros putos muertos, cabrones! —antes de que padre llegara a casa, nos asomamos a la puerta para ver al sargento fuera de sí, chillando como un energúmeno en medio del patio—. ¡Hijos de la gran puta, os vais a enterar! Voy a acabar con todos vosotros, con todos, os voy a reventar la cabeza uno por uno…

Entonces disparó su fusil al aire, tres veces. Cuando lo bajó, Izquierdo se lo quitó y mi padre le dijo que se fuera a su casa a tranquilizarse, que ya no había nada que hacer. Luego, entró en la nuestra.

—Hala, Mercedes, deja salir a los niños, que no les va a pasar nada. En la taberna de Cuelloduro ya están cantando La vaca lechera, y todas las viudas han decidido ponerse a la vez de alivio de luto.

—Pero ¿qué…?

Mi madre no entendía una palabra, y yo tampoco, excepto que en casa de Pesetilla, y en la de Chapines, en la de Fingenegocios, en la del Machillo y en alguna más, habría ropa morada, del color de la República, puesta a secar en los balcones de la fachada, donde otras veces era toda negra.

—Habéis visto a Sanchís, ¿no? —continuó mi padre—. Pues eso. Nos acabamos de enterar de que lo que hizo antesdeanoche fue ejecutar a dos compinches del hombre que entregó a Cencerro y a Crispín. Por encargo de los propios bandoleros, claro.

—¿Comerrelojes? —mi madre, que conocía la identidad de una de las víctimas del sargento, abrió mucho los ojos mientras mi padre asentía con la cabeza—. Pero no puede ser… Si yo me acuerdo, cuando vinimos a vivir aquí… ¿No era amigo de Cencerro?

—Sí, y no sólo eso. Dicen que, después de Hojarasquilla, aquél que mataron en Frailes con los pantalones bajados, porque no se le ocurrió mejor idea que ir de putas y una de ellas le denunció, arriba no había otro más antiguo.

—Pero, entonces…

—Entonces… A ver cómo te lo cuento, porque es complicado, Mercedes… —mi padre se sirvió un vaso de vino, se sentó a la mesa y, mientras bebía, siguió hablando con mucha calma, como si lo que estaba contando no le gustara, pero tampoco tuviera mucho que ver con él—. Verás, el primer traidor, el auténtico, como si dijéramos, no fue Comerrelojes, sino uno de Castillo de Locubín que trabajó como enlace durante muchos años y se subió al monte hace unos meses, Toribio el Carambita se llama. Dicen que Cencerro confiaba en él más que en su padre, porque habían vivido puerta con puerta desde niños, para que veas cómo son las cosas. ¿Y qué pasó? Pues lo de siempre, que Comerrelojes y él andaban liados con la misma mujer. Como el marido está preso, el Carambita casado, y el otro en el monte, ella se las apañaba para que no coincidieran nunca, claro, pero se ve que le gustaba más el de arriba, y por eso, cuando Toribio le contó que iba a vender a Cencerro a cambio de una pila de dinero y de quedarse limpio para poder marcharse lejos los dos juntos, ella fue y se lo contó a Comerrelojes. Pídele la mitad a cambio de no abrir la boca y nos vamos juntos tú y yo, debió decirle…

—Anda que… Carmen la Rosa en la cárcel por ser decente, que es lo que yo digo, porque a ver…

—¡Mercedes! No empieces con eso, que así no acabamos nunca.

—Ya, ya, si no digo nada, sólo que hay que ver, la tía esa, también…

—Pues sí, pero esto es lo que hay. Total, que Comerrelojes habló con un primo suyo, le ofreció una parte o a lo mejor ni eso, a lo mejor el primo se enteró y se la exigió a él a cambio de tener la boca cerrada, vete a saber… —mi padre rellenó el vaso y siguió hablando en un tono tan relajado como si estuviera contando un chiste—. El caso es que se fueron a por Carambita, le pillaron a solas en un olivar, monte arriba, le amenazaron con denunciar sus planes en el campamento, que era lo mismo que condenarle a muerte, y le pidieron la mitad de la recompensa a cambio de estarse callados. Carambita hizo como que aceptaba el chantaje, pero había hecho un trato con el mando a través de los guardias de su pueblo y no dijo ni mu, porque tonto no es, claro… Total, que el día del Carmen ya estaba quitado de en medio pero con la mitad del dinero encima, por lo visto. Después, cobraría el resto en alguna parte, que de eso no nos han contado nada porque, oficialmente, no se ha pagado ni un céntimo, como comprenderás, pero lo que importa es que desapareció de Castillo de Locubín, y hasta hoy. No fue a buscar a su querida porque se olería el pastel a tiempo, y Comerrelojes se quedó en la estacada. Todo esto lo ha ido contando la mujer de su primo, el otro al que mató Sanchís con él, que le decían Pilatos.

—¿Pilatos? —ella sonrió—. Hay que ver, la cabeza que tienen algunos… Porque eso se lo habrán puesto ahora, ¿no?

—Pues no, Mercedes, eso era de toda la vida. Si le hubieran puesto el mote ahora, le llamarían Judas, digo yo…

—¡Ay, es verdad! Tienes razón.

—¿Sí? Pues no me interrumpas más, anda… —y padre completó la crónica del otro gran acontecimiento del verano de 1947—. La mujer de Pilatos ha contado también que, muerto Cencerro, no sabían dónde meterse. A nosotros no podían venir a pedirnos protección, desde luego, pero tampoco podían volver a su campamento, porque después de lo que había pasado, habrían sospechado de ellos, y con razón, claro está. Total, que decidieron esconderse durante el verano para marcharse luego por su cuenta… —al llegar a ese punto, se quedó callado y miró a su mujer, como si la invitara a poner el punto final.

—Y los del monte los descubrieron enseguida.

—Digo yo, porque buenos son ésos para enterarse de algo después que nosotros… Así que los localizarían al mismo tiempo, antes quizás. Carambita se les había escapado, eso sí, a ése no creo que lo cojan ya, pero a estos dos debían de tenerlos vigilados, esperando un buen momento para cargárselos. Estaban bien situados para hacerlo, desde luego. Y cuando nos vieron llegar, se dijeron, pues estos van a hacernos el trabajo… Bueno, eso se diría uno solo, porque yo creo que no había más. Y creo que fue el Regalito, porque le vi correr a lo lejos, y fue sólo un momento, pero le reconocí por el flequillo.

—Eso no lo sabes, Antonino. Tú crees que le viste, pero igual sólo te lo imaginas porque, a saber, tan lejos, y de noche, y corriendo…

—Le vi, Mercedes.

—O no, porque de los que estaban contigo no le vio ninguno más.

—Te digo que le vi, y le vi.

—Mira, Antonino…

—No miro nada, Mercedes. Tú hazme caso y no me des consejos.

—Ea, pues lo que tú digas.

En aquel momento, a mediados de agosto, aquella discusión que mis padres liquidaron con sus respectivos estribillos, no tuvo ninguna importancia porque yo no había llegado ni a la página cincuenta de un libro que tenía casi setecientas, y porque aquella misma tarde, al salir a la calle, aprendí que nadie llora jamás por un traidor. Las muertes de Comerrelojes y Pilatos se convirtieron enseguida en un simple contratiempo que no iba a amargar el verano ni a los del monte ni a los del llano, ni siquiera a Sanchís, que sanó muy deprisa de una herida por la que, al fin y al cabo, sólo había sangrado su orgullo.

Dos menos. Eso era lo que pensaba, lo que decía todo el mundo, por una vez de acuerdo los parroquianos de Cuelloduro con los habitantes de la casa cuartel. Dos traidores menos, dos bandoleros menos, y todos tan contentos. Por una vez, la cuenta cuadraba, los números tenían el mismo valor en todos los cálculos, y los guardias lamentaban tan poco como sus enemigos la muerte de dos hombres a quienes ni siquiera les debían la entrega de Cencerro, porque nunca habían hecho un trato con el mando de Jaén. Comerrelojes no era más que un chantajista frustrado, un desmañado proyecto de traidor, pero él o su primo muy bien podían haber matado a alguien en una escaramuza o en una represalia. Y hasta si no había sido así, y aunque no hubieran llegado a disparar un tiro en su vida, el mundo sería un lugar más limpio sin dos hombres capaces de negociar con quien se disponía a vender por dinero a su mejor amigo.

—¿O no? —le pregunté al Portugués cuando me lo encontré por la calle.

—Puede ser, pero ya sabes lo que dicen tu padre y sus compañeros, sin dinero no hay traidores…

—Y sin traidores, no hay caídas, ya, ya lo sé… —lo había escuchado tantas veces—. Pero yo creo que no hay nada peor, nada más sucio en el mundo que un traidor.

—¿Aunque sirva para cazar a Cencerro?

—Aunque sirva para eso.

—Bueno, hombre… —sonrió, me miró con atención, ensanchó la sonrisa—. Eso lo has dicho tú.

Llevaba en la mano un tarro de miel y le acompañé a entregárselo a Sanchís, que todavía estaba de muy mal humor pero cambió de cara al ver lo contenta que se ponía Pastora, y acabó pagándoselo mejor de lo que había previsto. Me invitó a una gaseosa para celebrarlo, y en la puerta del bar de la plaza, mientras le veía sonreír, saludando a unos y otros, pensé que era una suerte que el mejor tirador de la patrulla a la que habían engañado los del monte fuera precisamente Miguel Sanchís, porque así nadie podría sospechar nunca de Pepe el Portugués. Y ya me había enterado de que el teniente le había dado las gracias, de que le había dicho que era un vecino ejemplar y todo eso, pero de todas formas era él quien les había guiado hasta la trampa y yo no sabía qué era mejor, saber o no saber, pensar o no pensar, creer que Pepe era de verdad un cobarde que juntaba las letras con dificultad, o empezar a sufrir por él.

Aquella tarde no decidí nada porque aún me lo podía permitir. Todavía no llevaba ni cincuenta páginas de un libro que tenía casi setecientas, y aunque me gustaba mucho leer, en verano no adelantaba tanto como en invierno, porque tenía que bañarme en el río, ir a pescar, jugar al fútbol con mis amigos por las tardes y sentarme en el patio con Paquito, después de cenar, para disfrutar del tonto pero extraordinario placer de estar fuera de casa por la noche. Por eso, la travesía del Duncan fue casi tan larga como el resto del verano, y ya estaba mediado septiembre cuando Robert y Mary Grant pudieron por fin abrazar a su padre. Asistí a su reencuentro con tristeza, la sensación de orfandad que siempre me dejaban los libros que me habían gustado mucho, sobre todo porque no sabía de dónde iba a sacar otro parecido, si Curro sólo leía novelas de pistoleros, mi madre novelitas rosas, y mi padre nada de nada. Don Eusebio sólo le prestaba los libros que había en la escuela a los mayores, para que los demás no nos distrajéramos a la hora de los deberes, pero yo sacaba buenas notas, ya no era de los pequeños, y a lo mejor, si hablaba con él, podría leer algún otro ejemplar de la lista de obras de Julio Verne que estaba repartida entre las dos solapas, La isla misteriosa, De la Tierra a la Luna, La vuelta al mundo en ochenta días

Mientras examinaba la cubierta que antes apenas era el soporte de la historia donde había sido tan feliz, me pareció que la tapa posterior era más gruesa que la delantera, como si tuviera algo dentro. Abrí el libro con cuidado sobre la cama, y vi que la guarda de papel blanco, amarillento ya por el paso del tiempo, que estaba pegada en el cartón, tenía una esquina levantada. Metí la punta de un dedo y la despegué con facilidad. Estaba tocando un papel y pensé en el Portugués, imaginé la cara que pondría cuando le dijera que iba a ser yo quien le invitara a lo que quisiera, cuando le enseñara el billete de mil pesetas que había sido capaz de recaudar donde él no había sabido encontrar nada. Pero lo que saqué del libro no era dinero, sino un papel blanco, rectangular, doblado por la mitad, y en su interior, cuatro palabras escritas a lápiz, «Sotero López Cuenca, Comerrelojes».

Pero el libro no es suyo, fue lo primero que pensé, y ya había empezado a sudar, y tenía frío en una noche cálida, veraniega aún. El libro no es suyo, se le cayó a uno de Torredonjimeno con el que ha ajustado las olivas, y puede ser de otro, de cualquiera, incluso de algún bandolero al que le hubiera dado por bajar a dormir cerca de allí, y seguía sudando, y sentía cada vez más frío, y de golpe calor, y frío a la vez, como si mi cuerpo se hubiera vuelto loco, y el libro no era de Pepe el Portugués, porque Pepe el Portugués no tenía libros en casa, pero los tuvo una vez y yo lo sabía, yo lo había visto, y las manos me sudaban, mis dedos estaban dejando una huella húmeda en la tela roja de la contraportada, entonces solté el libro, pero el papel seguía ahí, abierto sobre la cama, con el nombre de uno de los traidores, sus dos apellidos, su apodo, y yo no podía dejar de mirarlo, y no estaba muy seguro de lo que significaba porque sólo era un papel escrito a lápiz, pero sabía que no era bueno, que nada que vinculara a un habitante del llano con los hombres del monte sería nunca bueno para él, aunque los nombres no hirieran, no mataran, aunque sólo fueran el rastro de un lapicero sobre un trozo de papel y nada en el mundo fuera peor, tan sucio, tan digno de desprecio, como los actos de un traidor.

Cuando lo recordé, empecé a comprender, respiré hondo y rompí aquel papel en ocho trozos sin ser consciente siquiera de estar eligiendo un bando. Un amigo es un amigo, y un bien precioso, un tesoro por el que merece la pena correr riesgos y yo no iba a correr ninguno. El Portugués tampoco, porque además el libro no era suyo, no era suyo y no era suyo, y si lo era, nadie se iba a enterar. Asunto concluido, me dije a mí mismo con palabras de mi madre, y volví a pegar con saliva la guarda de papel amarillento sobre la cubierta de cartón, y me metí la culpa de Pepe en el bolsillo, muy al fondo, para repartirla al día siguiente, pedacito a pedacito, en ocho agujeros diferentes, y al desprenderme de cada uno de ellos, pensaba que no estaba haciendo nada malo, porque no es malo creer en los amigos, aceptar que son cobardes, chivatos, analfabetos.

Así era el mundo, mi mundo, el lugar donde yo había crecido, donde había vivido durante nueve años, una ciénaga donde los valientes, los leales, los inteligentes, tenían que dejar de serlo si no querían morir jóvenes, y la autoridad se apoyaba en la traición, y los traidores lo eran siempre por dinero, y los héroes vivían como animales mientras los cobardes, los chivatos, los analfabetos, comían caliente y dormían en sus camas, amparados por el respeto de las personas decentes. Así era el mundo, o al menos así era para mí, que no tenía la suerte de ver las cosas claras, como Paquito, al que le parecía divertido que la gente bailara encima de los cadáveres, y juraba que Laureano había gritado mientras intentaba escaparse, y estaba tan convencido de que cada uno de los muertos de mi pueblo se había merecido ese final, que ni siquiera se preguntaba si su padre habría tenido algo que ver con sus muertes. Yo debería haber sido como él, debería haber pensado, haber sentido lo mismo que él, pero no podía, y no sabía por qué, pero sí que era peor para mí, y que Paquito vivía mejor, más tranquilo, más feliz, aunque sólo fuera porque, en las noches de jaleo, su padre llegaba a casa tan borracho que ni siquiera tenía fuerzas para echarse a llorar sobre la mesa de la cocina.

Así era el mundo, y yo no tenía la culpa. Tampoco conocía otro y sólo podía elegir entre lo peor y lo peor, que Pepe el Portugués fuera de verdad el pobrecillo que aparentaba ser delante de los otros y sobreviviera, o que fuera en realidad el hombre a quien yo conocía y muriera joven, cualquier día, porque en mi pueblo, y más que los olivos, se cultivaban las traiciones, las delaciones, el miedo y los fusiles. Vivíamos en el centro de una guerra que no se iba a acabar nunca y eso parecía bastar para explicarlo todo, para justificarlo todo, para convertir una ciénaga en un lugar habitable. Cuando tiré el último papelito, apenas dos trazos ilegibles, en el buzón de correos, me dije que no estaba haciendo otra cosa que acatar la ley del único mundo que conocía. Pero las cosas no siempre son como parecen y con Pepe el Portugués nunca podía estar seguro de nada.

—Oye, Nino… —el primer día de clase, al salir de la escuela, me lo encontré en la puerta, esperándome—. Aquel libro que te llevaste de casa, hace un mes y medio, ¿te acuerdas?

—Sí —le dije, y me cogió del brazo para apartarme de los demás, antes de seguir hablando en un murmullo.

—¿Lo tienes todavía?

—Claro.

—Bueno, pues me lo vas a tener que devolver… —le miré con las cejas fruncidas y no me hizo esperar—. Ya sé de quién es. Ayer, María Cabezalarga vino a preguntarme si lo había visto. Me dijo que era de su hermano, que se lo había dejado el maestro antes del verano y lo habían estado buscando por todas partes porque tenía que devolverlo. Por lo visto, Julián se lo prestó a un amigo, y ése a otro amigo, y… Total, que el último que lo tuvo lo perdió al lado de mi casa, pero le dio vergüenza contárselo a Cabezalarga, y ya ves. La pobre María estaba tan angustiada que le prometí que se lo devolvería hoy mismo. ¿Te lo has acabado?

—Sí —y sonreí enseñando todos los dientes, mientras sentía que mi estómago se vaciaba, como si el bulto que me acompañaba a todas partes desde que leí el nombre de Comerrelojes en aquel papel, se hubiera desvanecido en un instante—. Me ha gustado mucho. Pensaba quedármelo para leerlo otra vez, pero si me acompañas a casa, te lo doy ahora mismo.

—Vale —el Portugués también sonrió—. Y si te ha gustado tanto, a lo mejor puedo conseguirte otro, ¿eh?

Una semana después, mi padre me dijo que subiera al molino al salir de la escuela, porque se había enterado de que allí había algo para mí.

—Pero cuídalos bien, que me los ha prestado Filo y se los tenemos que devolver.

Era La isla misteriosa, dos tomos encuadernados en tela azul con unas ilustraciones chulísimas en la portada, pero ni siquiera la emoción que prometían la silueta de un volcán humeante y la astuta expresión de unos hombres que parecían oler el peligro mientras avanzaban por el laberinto verde de la selva, llegó a representar para mí un regalo comparable a la incertidumbre que me permitió seguir pensando todo, y nada, y lo mejor de Pepe el Portugués, aunque ya nunca volví a defenderle en voz alta cuando Paquito se reía de él. Ni siquiera cuando cayó la primera helada, y resucitó Cencerro, y llegaron los camiones, y se marcharon de vacío sin impedir que Celestino Cabezalarga, el hermano mayor de Julián y de María, que nunca había pisado la taberna de Cuelloduro, se echara al monte por sorpresa con su mujer, para impregnar de coherencia la historia del libro perdido y recuperado. Para aquel entonces, en Fuensanta de Martos nadie se acordaba ya de las extrañas muertes de Comerrelojes y Pilatos, el tenebroso epílogo de un mundo que parecía haberse extinguido para siempre cuando resucitó de pronto con la terquedad de esos olivos viejos que no se pueden arrancar sin que dejen en la tierra una raíz pequeña, desdeñable en apariencia, pero capaz de brotar y rebrotar una, y otra, y otra vez, sin rendirse jamás. Nadie excepto mi padre, que tampoco cejaba.

—Yo te digo a ti que Cencerro es Regalito —y todas las noches arremetía de la misma manera contra la silenciosa censura de su mujer—, y que fue él quien nos tendió la trampa en agosto, él y sólo él, que yo le vi y le reconocí por el flequillo, me acuerdo perfectamente…

En noviembre, su terquedad tenía otro significado, y quizás por eso, mi madre ya no le llevaba la contraria en voz alta. A Cencerro muerto, Cencerro puesto, y desde el asalto al alcalde de Alcaudete ninguna otra cosa tenía importancia. En el monte, la disciplina no era la misma que en los cuarteles, y los jefes siempre iban por delante de sus hombres. Por eso, y aunque todos prefirieran ahorrarse el margen de error que asumirían si le dieran la razón ante los demás, los compañeros de mi padre se fueron convenciendo poco a poco de que quizás él llevara razón, porque si había sido Elías quien les había engañado en verano, Elías tenía que ser quien les desafiaba al borde del invierno. Yo esperaba que en cualquier momento alguien se preguntara por el papel que hubiera podido jugar el Portugués en todo aquello, pero algunos nombres valen por sí mismos más que el hombre que los lleva, y el prestigio del viejo Cencerro, del Cencerro auténtico, jugaba a favor de Pepe y en contra de mis temores. Si habían tardado ocho años en coger al primero, no iban a acabar con el segundo tan fácilmente. Los camiones se habían ido de vacío, los del monte tenían dinero de sobra para pasar el invierno, los días cada vez eran más cortos y el hielo levantaba cada madrugada una muralla invisible que el sol del mediodía no era capaz de derribar. Hasta que sus poderes se invirtieran, la partida estaba en tablas. Así había sido antes y así volvería a ser ahora, porque el mundo se había puesto boca abajo y nadie conocía aún la forma de enderezarlo.

Así, en una paz difícil, que crecía como la nata sobre la leche de una violencia aplazada, terminó 1947. Así empezó 1948, se acabaron las vacaciones de Navidad, y yo cumplí por fin diez años. Ese día, madre hizo chocolate y picatostes para invitar a mis amigos a merendar, porque como nos llamábamos igual, el día de mi santo celebrábamos sólo el de mi padre. Miguel me regaló unos lápices de colores, Paquito una peonza, y Alfredo, el hijo de Izquierdo, que tenía once años pero venía con nosotros, me dijo que ya me traería algo y nunca lo hizo, aunque padre me dijo luego que no le echara cuenta, porque en su casa eran muchos y no podían andar comprando regalos para los amigos de todos. Pepe el Portugués llegó tarde, cuando ya estábamos jugando en el patio con mi balón nuevo, que no era de reglamento, nunca lo eran, pero aquel año casi lo parecía, porque tenía los polígonos muy bien pintados de negro sobre la goma. Él me trajo dos regalos, su caña de pescar vieja y un libro nuevo, Veinte mil leguas de viaje submarino, envuelto en papel de celofán y todo.

—Te lo compré en Martos el otro día —me dijo, muy satisfecho del abrazo que le di al abrir el paquete y descubrir la furia de un pulpo gigantesco que asfixiaba el Nautilus, su capitán, Nemo, ya un viejo amigo para mí—. Yo creo… Bueno, me han dicho que es el mejor de todos. Y como es tuyo, puedes quedártelo para siempre y leerlo todas las veces que quieras.

—¡Pero si todavía no ha podido tener tiempo de terminarse el otro! —se equivocó mi padre, muy sorprendido, y movió la cabeza de una manera que no supe interpretar, hasta que aquella noche, después de cenar, me pidió que saliera de casa con él.

—¿Adónde vamos? —pregunté, para disimular que lo había adivinado al ver cómo nos seguía madre sin decir nada.

—Aquí mismo —dijo, colocándome delante del poste que estaba enfrente de la puerta—. Y ahora quédate quieto que te voy a medir… Muy bien.

Yo cerré los ojos antes de que él sacara la navaja y, como todos los catorce de enero de cada año, recé en silencio, a una velocidad frenética, todas las oraciones que conocía en el tiempo que le llevó hacer una muesca en la madera. Era inútil. Yo lo sabía, él también, y sin embargo, cuando me apartó del poste, abrió los ojos igual que los había abierto un año antes, como si la distancia entre las dos últimas rayas le hubiera impresionado tanto que ya no pudiera gobernar sus párpados.

—Mira —dijo, con una sonrisa que no logró disipar del todo la preocupación de ser mi padre—. ¡Cuánto has crecido, Nino!

Pero no era verdad. Había crecido poco, siempre crecía poco y seguía siendo bajito, muy bajito, canijo, como me llamaban mis amigos y mis primos de Almería. Aquel día, eso fue todo. Todavía esperó una semana para anunciar en la mesa con un acento risueño y satisfecho, tembloroso sin embargo de impostura, que llevaba mucho tiempo pensando en mí y que, ya que me gustaba tanto leer, se le había ocurrido que no podría hacer nada mejor que aprender a escribir a máquina.

—Porque tú, de mayor, no querrás ser un simple guardia civil como tu padre, ¿verdad? Tú, con lo listo que eres, sabiendo escribir a máquina y poco más, puedes llegar hasta a trabajar en la Diputación, no te digo más… —me miró de reojo y procuré poner buena cara, pero no se me ocurrió nada que decir—. Pero, bueno, ¿te has tragado la lengua? Di algo, hombre. ¿Qué te parece mi idea?

—Muy bien, padre —adiós a los coches de carreras, adiós a una casa como el molino viejo, adiós a los trucos de los hombres solos que no se casan nunca—. Me parece una idea buenísima.

Me sonrió, y le vi tan contento que ni siquiera me arrepentí de haberme entregado tan alegremente al sacrificio.

—Yo creo que sí, que es algo que te puede cambiar la vida.

En eso llevaba razón, aunque él aún no lo sabía.

Y yo tampoco.