XII

Chica estaba sentada sola, de nuevo machacando plantas en su roca redondeada con la piedra más pequeña en forma de rama. No tenía ni idea de cómo iba a conseguir llegar hasta ella, pero no volvería con mi manada hasta que lo hubiera conseguido. La vergüenza se mezcló con la rabia cuando recordé que toda la manada sabía que no había cazado.

Después de cerca de una hora, Chica se levantó y caminó hasta una de las estructuras de piedra y barro de su tribu. Esa estructura en particular no olía tan intensamente a humano como las otras. Olía como un cubil hecho de plantas y bosque. Estaba situada en el límite del lugar, cerca de donde yo esperaba.

Reculé para salir de debajo del arbusto que me ocultaba y, tan sigilosamente como pude, me arrastré sobre mi vientre hasta el mismo borde del lugar de reunión. Recordaba lo que habían dicho Rissa y Trevegg sobre la vista de los humanos, que podían ver bastante bien durante el día, así que fui con cuidado. Todavía podía oler el camino por donde mi manada entró a robar carne hacía dos lunas y lo seguí.

—¿Qué estás haciendo, loba? —preguntó Tlituu.

—Voy a verla —dije—. Mantente callado.

—¡Por fin! —graznó. Yo me encogí por el ruido—. Te ayudaré. Están acostumbrados a ver a los cuervos por su lugar.

—No —dije alarmada—. Quédate aquí.

Pero era demasiado tarde. Tlituu se lanzó gritando hacia el centro del claro.

—¡Arriba, mirad arriba, mirad!

Mirad cómo vuela el cuervo.

No hay lobos por aquí.

Me encogí. Los humanos, que antes estaban absortos en su trabajo, levantaron la vista hacia Tlituu y hacia los bosques que rodeaban su lugar. Uno de ellos, un viejo macho, lanzó un hueso de fruta contra Tlituu. Otro le tiró un trozo de piedra negra quemada que cogió del fuego. Tlituu los esquivó, bajó en picado y cogió un trozo de carne asada que estaba secándose sobre una piedra. Los dos que le habían lanzado cosas y uno de los otros que estaban junto al fuego lo persiguieron tirándole piedras, trozos de madera y todo lo que pudieron coger. Los dos humanos que se habían quedado junto al fuego los miraban. Tlituu chillaba feliz.

—Piedras y palos no sirven.

Es mejor lanzar carne.

Eso alcanzará su objetivo.

Sacudí la cabeza. Yo quería que mi entrada en el lugar de los humanos fuera silenciosa. Pero mientras los humanos estaban ocupados con Tlituu aproveché la oportunidad para cruzar a la carrera el espacio abierto y me escondí tras un pequeño abrigo cerca del cubil con olor a hierbas.

Chica había desaparecido en el interior del cubil y yo había perdido un tiempo precioso mientras Tlituu armaba un alboroto. Me acerqué sigilosamente un poco más. Para hacerlo tenía que cruzar otro espacio abierto del lugar de reunión humano; no habría árboles ni arbustos para ocultarme. Respiré hondo y avancé un paso al descubierto. Tlituu escogió ese momento para hacer otro picado, graznando, por otro pedazo de carne. Los humanos se levantaron vociferando. Yo me quedé congelada en el sito con la esperanza de ser invisible.

—Pájaro bocazas idiota —murmuré.

Salí disparada hacia el refugio con olor a plantas y me escondí detrás de él. Estaba hecho con piedras apiladas hasta la altura de dos lobos adultos y encima tenía barro, juncos y grandes palos que parecían sostener una cubierta de hierba seca y más barro. Sabía por el olor que Chica estaba sola dentro. Con gran riesgo de que me vieran y esperando que Tlituu mantuviese el pico cerrado, me aplasté contra el suelo y repté despacio y con mucho cuidado hasta la abertura en la pared de piedra y barro por donde Chica había entrado en la estructura.

Las pieles de varios antílopes, que se mantenían unidas de alguna manera que no entendí, estaban colgadas frente a la entrada. Chica había apartado hacia un lado las pieles al entrar. Yo asomé la cabeza por debajo y acabé de entrar arrastrándome, intentando reducir mi tamaño al mínimo. La estructura era grande y redondeada, de unos ocho cuerpos de ancho por diez de largo y arqueada por arriba como una cueva o un gran cubil formado por las raíces de un árbol. Las paredes de barro estaban llenas de repisas de madera que sostenían más objetos redondeados. Algunos de ellos no eran más que calabazas secas y duras. Otros estaban hechos de piedra e incluso de piel endurecida. También había grandes trozos plegados de suave piel de ciervo. Cada piel, calabaza o piedra tenía el olor de una planta diferente del bosque, de sus hojas o sus raíces, y había muchos olores que no reconocí. Me habría gustado tener tiempo para probarlos todos, pero el olor de Chica era el más potente de todos.

Chica estaba usando sus manos pequeñas y hábiles para coger con gesto de concentración pedazos de algo que olía como la corteza del sauce. No me había dado cuenta, pero su nariz estaba casi aplastada sobre su cara y su boca era completamente plana. Sus ojos eran grandes en proporción y el pelo le caía liso sobre la espalda. No me oyó entrar. Me quedé cerca de la entrada para poder salir si quería, pero no tan cerca que pudiese verme alguien desde fuera. Haciendo acopio de valor, ladré en voz muy baja.

Chica se volvió, se sobresaltó y dejó caer la piel de ciervo doblada que tenía en las manos. Cayeron al suelo trozos de corteza de sauce. Vi que la corteza estaba muy seca, como si estuviésemos a mediados de verano, a pesar de que ya habían llegado las lluvias. Chica dio un respingo y reculó dando traspiés hacia el fondo del cubil. Estaba asustada. Eso me sentó un poco mal aunque sabía que muchos cazadores mataban humanos. Los osos lo hacían y también los colmillos largos, y una manada de lobos podría hacerlo fácilmente si nos estuviese permitido. Pero aun así Chica parecía más asustada de lo necesario. Yo no quería que me tuviese miedo.

Oí un batir de alas y Tlituu se abrió paso por una rendija entre las pieles de antílope, entró contoneándose hasta ponerse a mi lado y ladeó la cabeza con curiosidad. Se acercó caminando hasta los pies de Chica y se puso a picotear los pedazos de corteza que habían caído. Los escupió.

—Me deja la lengua tonta —dijo con disgusto—. No es bueno para comer. —Dirigió una mirada de reproche a Chica.

—Chist —dijo ella amenazándolo con un pie sin dejar de mirarme.

Tlituu se alejó unos pocos pasos, voló hasta una de las repisas y comenzó a introducir su grueso pico en todas las pieles dobladas.

—Deja de hacer eso —dije—. No me estás ayudando.

—Tengo hambre —replicó él, y siguió picoteando en las pieles—. Aquí están todas las plantas del bosque. Intenta mantenerla distraída; encontraré algunas semillas para nosotros.

Chica cogió un haz de trigo sujeto con un junco y sacudió a Tlituu con él.

—¡Sal de aquí, pájaro! —dijo golpeando el suelo con un pie—. No puedes comerte eso.

Con una mirada indignada a la chica y a mí, Tlituu voló hasta la entrada de la estructura y se quedó mirándonos fijamente con sus ojillos brillantes y una especie de gorjeo saliendo del fondo de su garganta. Chica soltó un extraño resoplido, se estiró hasta una repisa alta, destapó una calabaza de piedra y sacó algunas semillas de mijo. Las esparció por el suelo para Tlituu, que graznó con alegría y se puso a picotearlas.

Chica volvió a mirarme, más tranquila que antes. La marca de mi pecho estaba caliente pero no me molestaba. Tlituu se pasó el pico por la marca blanca de su ala izquierda. Dentro de la estructura de piedras y barro, tan buena como cualquier cubil, se estaba fresco. Entendí por qué las construían los humanos, por qué merecía la pena quedarse en un lugar si tenían cubiles tan sólidos como aquel. Pero eso conllevaba problemas. Cuando los caballos se fuesen de la llanura y los cervallones terminasen su período de apareamiento nosotros iríamos adonde fuesen las presas. Me pregunté qué harían los humanos.

Yo estaba tan quieta como podía. Chica se sentó respetuosamente sobre sus ancas como haría cualquier lobo. Alargó una mano hacia mí. Nos quedamos así durante un momento, a unos dos cuerpos de distancia. Cuando sentí que ya no estaba asustada avancé un poco, no más que la anchura de dos zarpas. La chica hizo lo mismo sin cambiar de postura. Fuimos acercándonos poco a poco, hasta que por fin su suave mano llegó a acariciar mi hombro. Me di cuenta de que había estado conteniendo la respiración y solté el aire, que agitó su pelo. Apoyé mí morro en su mano y ella sonrió con lo que pareció un ladrido muy suave, como su resoplido de un rato antes pero más bajo. «Se ríe», pensé, y me gustó.

Había estado pensando qué decir. Iba a invitarla a cazar conmigo, a llevarla a algún lugar apartado de los demás humanos. Pero de repente me encontré sin palabras. Solo la miraba fijamente. Los ojos de Chica eran oscuros y absorbían la luz, no como los de los lobos. Eran más parecidos a los de los cuervos pero sin los párpados laterales. Me guiñó los ojos varias veces. Tlituu lanzó un graznido de aviso.

Oí pasos y noté el olor de un macho humano. Desde el exterior de la estructura llegó una voz fuerte y brusca. Chica dio un respingo y se levantó de un salto. Recogió la piel de ciervo doblada, volvió a introducir en ella la corteza y salió apresuradamente de la estructura antes de que el macho humano pudiese entrar. El corazón me galopaba dentro del pecho. Fui sigilosamente hasta el fondo de la estructura y me apreté contra la piedra de la base del muro. Oí los pasos ligeros de Chica y otros más pesados y que sonaban enfadados alejándose del refugio. Seguí escondida en la estructura durante un largo rato, escuchando para asegurarme de que nadie anduviese cerca. Quería quedarme allí y esperar a Chica, pero empezaba a tener hambre y sabía que solo era cuestión de tiempo que entrara otro humano en la estructura. Había llegado el momento de marcharse.

Asomé la nariz al exterior. Tlituu salió caminando osadamente delante de mí.

—Nadie puede verte. Ven ya.

Me arrastré sobre mi vientre hasta el exterior de la estructura y luego salí corriendo hacia el bosque. Oí un grito y pasé como un rayo junto a dos sorprendidos humanos. Fulminé con la mirada a Tlituu, consciente de que debería habérmelo pensado antes de confiar en su juicio acerca de qué es seguro y qué no lo es, y me interné corriendo en el bosque.

Me sentía eufórica, como me había sentido antes de la cacería. Me sentía tan cálida como cuando Marra, Ázzuen y yo estábamos tumbados juntos. No tenía más respuestas acerca de Ruuqo o de Borrla y tampoco habían mejorado mis expectativas de entrar en la manada, pero si hubiera tenido alas habría volado con Tlituu por encima de las copas de los árboles.

La siguiente vez que cazamos Ruuqo dejó aún más claro que nunca me dejaría participar. Fui yo quien encontró la mejor presa, la que alimentó a la manada aquella noche. Pero aun así no quiso dejarme cazar.

Esa vez Rissa nos llevó a todos, uno por uno, a tumbarnos entre las presas. Cada uno de nosotros cuatro estaba en un lugar distinto, solos entre los cervallones.

—Cada uno de vosotros debe escoger una presa y perseguirla. Esa es vuestra tarea —nos había dicho—. No persigáis al primer cervallón que os pase por delante. Escoged con cuidado y encontrad uno que de verdad sea una presa. Si escogéis bien, el resto de la manada se unirá a vosotros en la cacería.

Ruuqo estaba al menos a veinte cuerpos de mí. Estábamos separados por muchos cervallones y él hablaba con Unnan. Yo tenía la esperanza de que se olvidase de mí. Los otros adultos se situaron entre el rebaño. No podía ver a todos pero podía oler que estaban cerca. Sus olores eran reconfortantes y me daban confianza. Yo sabía que podía escoger una buena presa.

Comencé por distinguir el olor particular de cada cervallona. Todas las que estaban cerca de mí olían a salud y vigor. Me levanté y empecé a caminar entre el rebaño. Vi que Ázzuen hacía lo mismo no lejos de mí. Me concentré. Podía oler que algunas de las más fuertes eran un poco menos fuertes y que algunas estaban cansadas. Tuve la sensación de que debía de haber una cervallona más débil en el grupo siguiente y fui hacia ellas intentando parecer relajada para no asustarlas. Por eso Ylinn y Minn se habían comportado con tanta tranquilidad durante su primera incursión la última vez. Queríamos evitar que las cervallonas estuviesen alerta.

De repente se produjo un revuelo a mi derecha y un grupo de cervallonas comenzó a correr. Unnan había escogido un animal perfectamente sano. La cervallona y sus compañeras se escaparon de él con facilidad. Suspiré con exasperación. No tenía razón alguna para perseguir ese grupo y había puesto en alerta a los cervallones. Pero Ruuqo lo lamió para mostrar su aprobación y Unnan levantó las orejas y la cola.

—Lameculos —comentó Tlituu posándose frente a mí. Llevaba en el pico un trozo de carne del fuego de los humanos. En cuanto vio que lo miraba lo lanzó al aire, lo cogió al vuelo y se lo tragó entero.

—Vete —dije—. Estás asustando a los cervallones.

—Te esperaré en el río —dijo, y se alejó volando.

Cuando parecía que las cervallonas habían dejado de correr durante un momento, Unnan fue por el mismo grupo. La mirada de Rissa se encontró con la de Ruuqo y Ruuqo dijo algo en voz baja a Unnan, que bajó un poco las orejas y volvió a tumbarse en la hierba. Esa vez se quedó quieto.

La noche avanzaba. La media luna bañaba la llanura y hacía que los cervallones resplandeciesen con su luz además de con su propio calor. Yo no estaba cansada. Sentía como me hundía en el trance de la caza. Podría estar allí toda la noche si hacía falta. Después de cerca de una hora oí que algo se arrastraba por la tierra y luego el golpeteo de cervallones corriendo. Ázzuen había separado las cervallonas y había elegido una que cojeaba un poco al correr. Ruuqo parecía demasiado concentrado en la caza para advertir que yo estaba cerca. La cervallona corría y era evidente que le dolía. Trevegg y Marra estaban cerca y ellos y Ruuqo fueron los primeros en acercarse. El resto de nosotros corrimos para alcanzarlos. Parecía que podríamos tener éxito con aquella presa. Pero la cervallona hizo un quiebro brusco y lanzó una coz que no alcanzó la cabeza de Trevegg por poco. Corrió hasta otro grupo de hembras. La seguimos con la intención de volver a apartarla.

En ese momento oímos un gran bramido y un enorme macho se separó del grupo. Volvió a bramar y bajó la cabeza, desafiante. Trevegg, Ruuqo y Marra, que estaban más cerca de él, pararon en seco. Trevegg se colocó delante de Marra para protegerla cuando el cervallón se acercó. El cervallón bajó su gigantesca cornamenta y nos miró con los ojos entornados.

—Es Ranor —dijo Ylinn jadeando cuando se paró a mi lado. Estaba lejos, en el extremo oriental de la llanura, cuando la cervallona de Ázzuen echó a correr y había venido desde allí a toda velocidad—. Es el cervallón más fuerte del valle. Él y Ruuqo se odian.

—¡Pero es una presa! —dije—. Ya sé que los cervallones se defienden si están acorralados, pero ¿por qué se arriesga desafiando a un lobo?

—Es un cervallón fuerte en época de apareamiento. Nada le gustaría más que demostrar su poderío matando un lobo. Por eso tienes que escoger la presa con mucho cuidado.

—Entonces, ¿por qué no se retira Ruuqo? Nos dijeron que nos apartásemos de cualquier cervallón que pareciese peligroso.

—Por lo mismo por lo que lo desafía Ranor —contestó escuetamente—. A veces un lobo elige la presa más difícil que pueda encontrar. Es una manera de demostrar a todos lo fuerte que es.

Eso era un lío. Era exactamente lo contrario de lo que nos habían enseñado. Cada vez que creía haber entendido lo que debía saber para ser un lobo, sucedía algo nuevo.

—Es una parte de la caza que prefieren no enseñarte hasta que seas mayor —dijo Ylinn mirando fijamente—. Pero es importante. Tienen que demostrar a todos los demás que son poderosos. Ranor ya ha herido de muerte a otros lobos antes de ahora. Le gusta matar.

El cervallón, Ranor, habló. Me encontré con que podía entenderlo, igual que había entendido a la hembra que me había desafiado. Al parecer los cervallones también hablaban de una manera que podíamos entender.

—Te veo flaco, lobo —dijo a Ruuqo—. ¿Te gustaría intentar cogerme?

—No pienso desgastarme las almohadillas para que puedas lucirte ante tus hembras, Ranor —dijo Ruuqo en tono despreciativo—. Yo no tengo que demostrar tantas cosas.

Pero Ruuqo tenía el lomo erizado y su cuerpo estaba tenso.

—Los lobos no nos permitimos el lujo de hacer exhibiciones —añadió Rissa avanzando hasta ponerse al lado de su compañero—. A diferencia de vosotros, nos tomamos en serio nuestra responsabilidad con la manada. Nos haremos con una de tus hembras antes de que acabe la noche.

Ranor la ignoró y siguió mirando a Ruuqo. Otro cervallón, casi igual de grande, salió del grupo y se situó junto a Ranor.

—Yonor —susurró Ylinn—. El hermano de Ranor.

—Torell y los de Pico Rocoso nos desafiarán —dijo el nuevo cervallón—. Ellos no son tan cobardes como tú, lobito. Son lobos, no crías de conejo.

Ruuqo se erizó entero. Vi que Werrna lo observaba con atención. Junto a mí, la respiración de Ylinn se volvió ligera y rápida. Ruuqo avanzó cuatro pasos hacia Ranor. El cervallón avanzó también y se detuvo cuando Ruuqo no echó a correr. Ruuqo bajó la cabeza. Ranor también la bajó. Se quedaron así durante unos instantes.

—Entonces otra vez será, lobito —dijo Ranor—. Y volvió con sus hembras. Yonor lo siguió.

Ruuqo se sacudió y miró su manada. Al verme entornó los ojos con gesto de disgusto.

—Que siga la caza —dijo. Ruuqo se alejó pausadamente de Ranor y sus hembras y nos condujo hasta otro grupo de cervallones que estaba a cinco minutos de camino.

De nuevo nos dispersamos entre los cervallones. Esta vez Ruuqo estaba más cerca de mí, de nuevo ayudando a Unnan. Yo me moví entre los cervallones sin encontrar uno adecuado como presa. Por fin, llegando el alba, percibí el olor de una cervallona que parecía algo diferente. Yo no sabía bien qué era lo que la hacía diferente, pero me acerqué para averiguar qué fallaba en aquella cervallona. Parecía bastante sana. Entonces recordé lo que había dicho Rissa acerca de las articulaciones que huelen a dolor. Era eso. Había algo de rigidez en la manera de moverse de la cervallona. Eso, junto con su olor a enfermedad, la convertía en presa.

Fui sigilosamente hacia la cervallona, moviéndome despacio hasta que estuve justo tras ella. El corazón me latía tan fuerte que pensé que se había desplazado hasta mis orejas. Cerré los ojos durante un momento y me vi saltando hacia arriba, cogiendo a la cervallona por un costado, por el cuello, derribándola. Mis músculos se apretaron y eché a correr con una aceleración que me sorprendió. La cervallona dio un traspiés y comenzó a huir. Estaba asustada, podía olerlo. Sabía que yo era una cazadora, sabía que era una loba. Mis músculos eran fluidos como el río y poderosos como el trueno. Me sentía como si la jugosa carne ya estuviese en mi boca.

—¡Presa! —grité a mis compañeros—. ¡La presa huye!

En el fondo de mi corazón oí aullidos. Por el rabillo del ojo veía las siluetas de mi manada. Habían aceptado mi elección y perseguían mi presa. Yo era cazadora. Corrí más deprisa y, cuando parecía que estaba a mi alcance, salté.

De repente cayó sobre mí algo que me pareció un árbol y me aplastó contra el suelo. Miré hacia arriba y vi la cara de Ruuqo. Yo ya tenía fuerza suficiente para levantarme, pero él volvió a derribarme de inmediato. Mi espalda estaba clavada al duro suelo y una roca puntiaguda se incrustaba dolorosamente en mi cadera.

—Creo haberte dicho que no vas a cazar.

—Pero Rissa nos dijo que participáramos todos —comencé—. He encontrado una buena presa.

—No me discutas. —Ruuqo era inamovible—. Puedes esperar y observar. —Esperé.

Observé cómo mis compañeros derribaban mi cervallona. Mi primera presa. Unnan se llevó el mérito de haberla elegido y Ruuqo no dijo a nadie que era mía. Ni siquiera intenté comer. No quería saber si Ruuqo iba a impedírmelo. Estaba demasiado furiosa y demasiado herida para preocuparme de si alguno veía cómo me iba o no. Me marché con la cola baja.