Prólogo

Hace 40.000 años

La temperatura bajó. La temperatura bajó tanto, cuentan las leyendas, que los conejos se escondieron bajo tierra durante lunas, el ciervo comenzó a vivir en cuevas y los pájaros caían del cielo con las alas congeladas en pleno vuelo. Hacia tanto frío que el aire se cristalizaba ante los lobos del Gran Valle mientras cazaban. Cada bocanada de aire quemaba sus pulmones, y ni siquiera su espeso subpelo los protegía. Los lobos están hechos para el invierno, pero aquel era un invierno que superaba a todos los lobos. El Sol siempre estaba lejos de la Tierra, y la Luna, antes un faro resplandeciente, ahora estaba helada y oscura.

El rey de los cuervos dijo que era el invierno del fin del mundo; que duraría tres años y que había sido enviado para castigar a quienes desoían la voluntad de los Antiguos. Todo lo que Lydda sabía era que tenía hambre y que su manada no podía cazar.

Lydda se alejó de su familia sin molestarse en seguir los rastros de roedores y liebres que encontraba por el camino. Takiim, el jefe de la manada, les había dicho que se había terminado la caza, que los ciervos que corrían por el Gran Valle eran demasiado escasos y la manada estaba demasiado débil para atrapar los pocos que quedaban. Ahora simplemente esperaban a que el frío supremo de la muerte reemplazara al frío del aire. Lydda no pensaba esperar. Se había alejado de sus compañeros, y especialmente de los cachorros con los huesos claramente visibles a través de la piel y ojos de hambre. Era obligación de todos los lobos de la manada, incluso de una joven como Lydda, cuidar de los cachorros, y si Lydda no podía hacerlo no merecía que la llamasen loba.

Incluso la ligera capa exterior de pelo le pesaba demasiado mientras se esforzaba por avanzar por los grandes montones de nieve. Los cuervos volaban sobre su cabeza y deseó tener alas que la llevasen hasta la llanura de caza. Lydda estaba buscando el ciervo más grande y fiero que pudiese encontrar para desafiarlo y luchar con él hasta la muerte. Sabía que con lo débil que estaba sería ella quien muriese.

Lydda llegó a la cima de la colina nevada que dominaba la llanura de caza y se dejó caer sobre su vientre, jadeando. De repente se puso en pie con el pelo marrón claro erizado. Había olido un humano y sabía que debía mantenerse a distancia, porque antiguas leyes prohibían que los lobos y los humanos se juntasen. Entonces no pudo evitar reírse de sí misma: ¿de qué podía tener miedo? Era la muerte lo que buscaba; quizá los humanos la ayudarían con su objetivo.

Quedó decepcionada cuando se encontró con él, con la espalda apoyada en una roca, llorando. Como ella, era muy joven. Tenía un aspecto tan amenazador como un cachorrillo de zorro. Estaba flaco y hambriento como las demás criaturas del valle, y el palo largo y mortal que llevaba su gente estaba tirado a su lado, inocuo. El humano levantó la vista cuando ella se acercó, y Lydda vio en sus ojos miedo, luego resignación y luego bienvenida.

—¿Has venido por mí, lobo? —preguntó él—. Llévame, pues. No puedo llevar comida a mis hambrientas hermanas y hermanos porque estoy demasiado débil para cazar al veloz ciervo. No puedo volver con mi familia otra vez con las manos vacías. Llévame.

Los ojos del hombre eran de color marrón oscuro y Lydda vio su propia desesperación reflejada en ellos. Él quería alimentar a las crías de su gente, igual que ella. La calidez de su carne la atraía, y se descubrió acercándose a él lentamente. Él lanzó lejos su palo afilado y abrió los brazos para permitirle que lanzara un golpe mortal.

Lydda nunca había observado durante tanto tiempo a un humano antes de ese momento. Le habían advertido que no debía hacerlo.

«Cualquier lobo que confraternice con los humanos será expulsado de la manada —había dicho Takiim cuando ella y sus hermanos eran cachorros—. Son cazadores, igual que nosotros, y para ellos nosotros somos presas. Te sentirás atraída hacia ellos por una fuerza tan poderosa como la de la caza. Mantente alejada o dejarás de ser una loba.»

Lydda miró al joven humano y sintió la atracción de la que había hablado Takiim, como podía sentir la atracción de cualquiera de los cachorros de la manada o de un lobo con quien podría formar pareja. La confusión la sacudió igual que ella habría sacudido un conejo recién cazado. Su cerebro le decía que debía huir, o tal vez lanzarse sobre la carne del humano. Pero sentía como si el corazón quisiera salírsele del pecho para ir con él; se imaginó echada a su lado, alejando el frío de sus huesos. Se sacudió y comenzó a recular, pero descubrió que no podía romper el hechizo de su mirada. Una fría ráfaga de viento la empujó por detrás y dio un paso hacia el muchacho. Él había dejado caer los brazos pero volvió a levantarlos vacilante.

Ella avanzó hasta sus brazos abiertos y se estiró sobre las piernas del chico con la peluda cabeza apoyada en su pecho. El chico llevaba muchas capas de pieles de animales en un intento de mantener el frío alejado de su lampiño cuerpo, pero de todas formas ella sintió su calor. Después de un momento de sorpresa sus brazos la rodearon. Ella no apartó la vista de su cara.

Durante un millar de latidos se mantuvieron juntos, el corazón de la loba cada vez más lento para acompasarse con el del muchacho y el del muchacho cada vez más rápido al encuentro del de la loba. Lydda sintió la fuerza renacer en su interior, y el chico humano también debió de sentirlo, porque ambos se levantaron como uno solo y se volvieron hacia el territorio de caza.

Cruzaron juntos el llano hada sus presas y, sin hablar, eligieron un macho. El ciervo sacudió la cabeza con nerviosismo cuando se acercaron y así les mostró su vulnerabilidad. Con la rapidez de la luz, Lydda corrió tras el ciervo y comenzó la persecución; la fatiga desapareció de sus patas. Persiguió al ciervo hasta que estuvo cansado y aturdido; entonces, con una súbita aceleración, lo dirigió hacia el muchacho, que esperaba. El afilado palo del chico voló y se hundió profundamente en el pecho del ciervo y, cuando este cayó, Lydda arrancó la vida de su vientre.

Mientras Lydda arrancaba carne del ciervo, algo aturdida por su reencuentro con el olor y el sabor de la comida, algo pesado la apartó de golpe. El chico la había empujado para coger su parte. Gruñendo, defendió su lugar y entre los dos descuartizaron el cuerpo. Cuando aún no estaba demasiado llena para moverse, Lydda recordó su obligación y comenzó a separar un anca del animal para llevarla a su hambrienta familia. Cuando terminó de separarla, el humano había cortado la otra con una piedra afilada y estaba despedazando otras partes de la presa. Ella mordió la pesada pata, contenta de no estar demasiado lejos de su manada y con nueva energía por la carne que había en su estómago, y fue en busca de su gente.

Estaba tan distraída por su estómago lleno y por el aroma de la deliciosa carne fresca que por un momento se olvidó del humano. Pero se detuvo al llegar al límite del bosque y miró hacia él. Él también se había parado con la pesada pata del ciervo colgada de sus estrechos hombros y arrastrando una chuleta con una mano. Levantó la otra mano hacia ella. Ella soltó la pata e hizo un gesto de reconocimiento con la cabeza.

Sus compañeros olieron la carne incluso antes de que llegara al resguardado claro. Cuando Lydda se aproximó a ellos, los adultos miraron con incredulidad la carne que llevaba. Ella la dejó en el suelo con suavidad.

Era poca carne para tantos lobos, pero era carne y eso significaba esperanza. Era la primera comida de verdad que había tenido la manada en más de media luna. Cuando por fin la manada se dio cuenta de que la comida era real y no un delirio de la muerte, se apiñaron alrededor de Lydda y se olvidaron de su debilidad en un alegre recibimiento. Lydda se hizo a un lado, se inclinó ante Takiim y le ofreció la carne. Él la rozó suavemente con la nariz y señaló a la manada para compartir la comida. Luego, con los otros lobos que aún estaban en condiciones de correr, se marchó siguiendo las huellas de Lydda para encontrar su presa.

Lydda se volvió hacia los cachorros, que estaban lloriqueando al olor de la carne fresca; agachó la cabeza hacia ellos y, cuando uno restregó débilmente el hocico por la comisura de su boca, regurgitó su comida para ellos. Aunque su cuerpo famélico deseaba y necesitaba la comida a la que estaba renunciando por los cachorros, su alegría por alimentarlos era compensación suficiente. Los cachorros del Gran Valle no volverían a pasar hambre.

Lydda salió disparada tras Takiim y los otros para compartir lo que quedase de su presa. Estaba tan entusiasmada por el éxito de su caza, tan satisfecha de poder cuidar de su manada y tan aturdida por su encuentro con el muchacho humano, que no advirtió el nuevo y creciente aumento de la temperatura del aire, tan leve que habría sido fácil confundirlo con un sueño.

Lydda y su muchacho descansaban apoyados en la misma roca en que se habían encontrado, en una zona de tierra templada recién descubierta por la fusión de la nieve. Durante toda una luna los lobos de la manada de Lydda habían cazado con los humanos. Durante toda una luna habían compartido la comida de los humanos y jugado con sus jóvenes, y habían corrido con ellos a la luz del alba o del crepúsculo. Lydda pasaba con su humano todo el tiempo que podía, porque sentía como si hubiese encontrado en él algo que ignoraba haber perdido.

Se sentaban juntos apoyados en la roca, Lydda se enroscaba contra las fuertes piernas del chico y él le pasaba los dedos entre el pelo. El Sol brillaba sobre ellos y la Tierra hacía brotar hojas de hierba para saludarlos. La Luna esperaba celosa su ocasión de volver a verlos. Y el Cielo se extendía a su alrededor, observando.

Porque los Antiguos habían estado esperando. Esperando y esperanzados. La verdad es que ellos no querían acabar con las vidas de las criaturas.