V

La manada quedó en silencio. Yo estaba alerta a todos los sonidos que nos rodeaban: los cuervos discutiendo por pedazos de comida, pequeñas presas que corrían entre los arbustos, incluso los bichos que saltaban entre el pelo del viejo Trevegg. Ruuqo miró fijamente a Rissa.

—Los humanos —dijo—. Quieres llevarlos a ver los humanos. ¿Teniendo escasamente cuatro lunas de edad? Yo creía que eras precavida con tus crías, Rissa.

—Soy precavida —dijo bruscamente yendo hasta él—. Por eso quiero llevarlos ahora. Para ti no representa un problema ponerlos a caminar por la gran llanura, Ruuqo, sin otra razón que complacer tu orgullo. ¡Esta decisión es cosa mía!

Ruuqo cayó sentado. Si yo no hubiese estado tan impresionada seguramente me habría reído de su asombro. Al ver a Rissa enfadada me di cuenta de que cualquiera que creyese que Ruuqo era el único jefe de la manada de Río Rápido tendría que pensarlo mejor. Alatersa y Sondelagua levantaron la vista desde la presa, ladearon la cabeza para escuchar durante un instante y luego ahuecaron las plumas y volvieron a su festín.

—Humanos —dijo Ázzuen paladeando la palabra—. No son como las demás criaturas. ¿Son presas o rivales? —La duda le frunció el ceño.

—¿Desde cuándo vienen los humanos a la llanura de Hierbas Altas en verano? —preguntó Rissa—. En esta época del año tendrían que estar junto a la montaña, o en el lago de las salamandras. No aquí; no ahora. Ya no se mantienen en su territorio. Van adonde quieren y cuando quieren. ¿Quieres que los lobatos se encuentren con ellos solos y sin preparación? Dentro de una luna harán viajes solos. Deben estar preparados antes de ese momento.

Ruuqo gruñó como intentando disimular su acobardamiento de un momento antes. Rissa entornó los ojos y apartó los labios. Ya no estaba débil por la crianza y pesaba casi tanto como Ruuqo. Su pelo blanco estaba lustroso y saludable, sus hombros eran anchos y fuertes. Estaba claro que no pensaba ceder. Los dos líderes de la manada de Río Rápido se quedaron quietos fulminándose con la mirada. A su alrededor, el nerviosismo se extendió por el resto de la manada. A nadie le gusta que los jefes discutan; eso pone en tela de juicio la fuerza del grupo. Trevegg se acercó a Ruuqo y le dijo algo al oído, pero Ruuqo lo apartó. Minn gimoteaba con ansiedad y su delgado cuerpo temblaba. A mí se me hizo un nudo en el estómago por el miedo. ¿Qué sucedería si Ruuqo y Rissa se peleaban de verdad? Sentí junto a mí los temblores de Ázzuen y oí el jadeo de Marra. Solo Ylinn y Werrna parecían tan interesadas como preocupadas. Los ojos de Ylinn iban de Rissa a Ruuqo sin parar. Yo casi podía oír sus pensamientos cuando ella los miraba y aprendía cuanto podía sobre lo que implica ser el jefe. Werrna gruñía muy bajo mientras observaba la batalla con mirada tranquila y calculadora. Cualquier muestra de debilidad por parte de cualquiera de los dos jefes conllevaba la posibilidad de un ascenso para un lobo ambicioso. No me pareció que pudiera gustarme Werrna como jefa de manada.

—Solo pienso en la manada, Rissa. —Ruuqo no cedía terreno ni empujaba a Rissa a un punto en que se viese obligada a pelear con él—. La manada del Pico Rocoso es fuerte y para ver los humanos hay que entrar en su territorio —dijo con buen juicio—. No podemos permitirnos la pérdida de cachorros esta temporada. Viene el invierno; necesitaremos todos los cazadores que podamos tener. La caza ya no es como antes.

En mi pecho brotó la rabia. A Ruuqo no le importaba si Ázzuen y yo moríamos cruzando la llanura o si Borrla y Unnan nos despedazaban. Le había oído decir a Werrna que todas las manadas pierden cachorros, así que ¿qué importancia tenían un par de debiluchos? Ahora simulaba preocuparse por nuestra seguridad. Y debía lealtad a Ruuqo, pero él no me gustaba demasiado. Reprimí un gruñido.

Pero la voz de Rissa se suavizó cuando, por fin, vio preocupación en el razonamiento de Ruuqo.

—Sí, la caza ya no es como antes —dijo—. La caza ya no es lo que era porque los humanos se llevan todas las presas. Pronto llegará el momento de nuestros viajes invernales, compañero, y seguramente entonces nos los encontraremos. Los pequeños tienen que conocerlos, y tienen que conocerlos ahora.

—No me gusta —dijo Ruuqo; pero el pelo de su lomo volvió a su lugar—. Si somos cuidadosos podremos ignorarlos sin más hasta el invierno.

—¿Como los ignoró Hiiln? —preguntó ella.

Ruuqo dio un respingo. Yo había oído a los adultos hablar de Hiiln en voz baja. Era un lobo que había abandonado la manada antes de nuestro nacimiento.

—No puedes ignorar a un colmillos largos de caza, compañero —dijo Rissa—. Sabes tan bien como yo que hay que hacer esto.

Esperaremos a que salga la Luna. Durante la noche los humanos son ciegos como polluelos. Será bastante seguro.

Los hombros de Ruuqo cayeron un poco, pero bajó la cabeza en señal de aprobación.

—Minn y Trevegg se quedarán aquí conmigo para vigilar nuestra carne. Te llevarás a Ylinn y Werrna contigo. —Ylinn y Werrna eran luchadoras duras. A lo mejor a Ruuqo sí le importaba lo que pudiese sucedernos. O al menos le importaba lo que pudiese pasarle a Rissa. Rissa apoyó suavemente su barbilla sobre el cuello de Ruuqo y sentí a mi alrededor cómo se relajaba toda la manada. Los cuervos, que parecían haber estado ocupados con su festín, lanzaron gorjeos de satisfacción. Entonces Alatersa abrió el pico y lanzó un graznido de aviso.

La extraña punzada volvió a mi pecho y supe que los humanos volvían. Antes de que pudiese dar la alerta, las orejas de Werrna se irguieron.

—Vuelven. Y ahora son más. —En el interior de su pecho comenzó un redoble—. ¡Vienen a quitarnos nuestra presa!

Todos nos volvimos hacia Ruuqo.

—¿Cuántos hay? —preguntó a Werrna.

—Siete —contestó Alatersa alzando las alas sobre los restos de la yegua—. Todos adultos; todos machos. —Soltó un suspiro irritado—. Será mejor que cojamos ahora toda la carne que podamos. Antes de que no quede más que hierba sanguinolenta.

—Tú vendrás con nosotros hasta los humanos —dijo Rissa al cuervo, divertida.

—Si no os diera miedo verlos a la luz del día iríamos —contestó Sondelagua—. Nosotros no los tememos. Nosotros vamos siempre que queremos.

—Los humanos nos lanzan cosas —nos dijo en confidencia Tlituu, que se posó entre Ázzuen y yo—. Pero dejan cosas buenas para comer alrededor de su refugio. Hay un montón para llevarse si no te ven. —Nos hizo un guiño—. Si vuestra manada no quiere llevaros allí lo haré yo. Conozco el camino.

—¿Podremos pelear con ellos esta vez, jefe? —La mirada de Werrna era dura e impaciente.

Yo esperaba que Ruuqo diese la orden de luchar, con la esperanza de que esta vez incluyese a los lobatos. Sentí un estremecimiento de excitación. Podía entender por qué los adultos no querían dejarnos luchar con el oso; con uno de sus zarpazos estaríamos todos muertos. Pero seguramente nos dejarían unirnos a la batalla con aquellos humanos de aspecto endeble. No tenían las poderosas patas del oso. No eran muy grandes.

—¡Son muy ruidosos! —susurró Marra ante el estrépito de los humanos que avanzaban hacia la llanura de Hierbas Altas. Podíamos oírlos bien a pesar de que aún estaban muy lejos—. ¿Son idiotas o es que les da igual? A nosotros no nos dejan hacer tanto ruido.

—Quizá tengan razones para no preocuparse —dijo Ázzuen con sus brillantes ojos muy fijos—. Nunca han parecido asustados de nosotros; solo cautos. Son diferentes, eso es seguro.

—Son rivales, idiota —dijo Unnan—. Pero tú eres demasiado tonto para saberlo.

Ázzuen no se alteró por Unnan.

—No —dijo—. Es algo más. ¿No podéis sentirlo?

Unnan puso cara de desesperación y se marchó, pero Marra asintió lentamente. Aunque quería contarles lo que había sentido, cómo se había calentado el creciente de mi pecho cuando las criaturas humanas se acercaron, tenía miedo de hacerlo. Si alguien podía ayudarme a entenderlo, ese era el despierto Ázzuen, pero no quería arriesgarme a que me oyeran los otros. Luego la sensación de calor en mi pecho creció y me imaginé en el aire, saltando para derribar una de las criaturas. Ázzuen estaría a mi lado y juntos venceríamos a una de ellas. Y no la mataría. La dejaría vivir y quizá me haría su amiga. Era un pensamiento extraño, pero podía verme corriendo con una de ellas, echando carreras entre árboles y prados. Sacudí la cabeza. No se corre con presas ni con rivales. Se los caza o se los combate. Me volví otra vez hacia Ruuqo.

—Retirada, lobos —dijo—. Coged cuanto podáis de la presa y retiraos al bosque.

Ylinn, Werrna y Trevegg comenzaron de inmediato a arrancar carne del caballo. Yo no podía creer que Ruuqo quisiera huir. Un fuerte mordisco de Minn me hizo gritar.

—¿A qué esperas? ¡En el nombre la Luna! —dijo. Por primera vez me di cuenta de cómo se parecían su delgada cara y la cara de comadreja de Unnan. También sus personalidades eran semejantes—. Haz lo que te han dicho.

Aún perpleja, fui hacia la presa. Ylinn había conseguido separar una de las patas delanteras del caballo, incluidas la mayor parte de la paletilla y varias costillas, y se esforzaba por arrastrarla hasta los árboles. Ázzuen y yo corrimos en su ayuda mientras Trevegg empujaba a los demás lobatos para subir la cuesta hasta el bosque. Cada uno llevaba un pequeño trozo de caballo.

—¡Daos prisa! —dijo Trevegg—. Los humanos se mueven deprisa hoy.

—¿Por qué no luchamos con ellos? —pregunté a Ylinn mientras sujetaba la paletilla del caballo.

Ázzuen sujetó la pata por la parte inferior y dio un tirón. Tlituu saltó encima del pedazo que llevábamos para equilibrarlo, y mientras nos esforzábamos él picoteaba la paletilla.

—Porque Ruuqo tiene miedo de los humanos —dijo Ylinn parándose a respirar. Miró por encima de la paletilla para asegurarse de que no había alrededor alguien que pudiese oírla, y bajó la voz—. Su hermano, Hiiln, fue expulsado por pasar demasiado tiempo con los humanos, y así fue como Ruuqo se convirtió en jefe. Y Rissa iba a ser la compañera de Hiiln, no de Ruuqo. Por eso no está seguro de su poder. Piensa que es el segundo. Incluso su nombre significa «segundo hijo». Su padre le puso el nombre cuando él y Hiiln solo tenían una luna.

Rissa se acercó deprisa con un gran pedazo de carne entre las mandíbulas. Nos dirigió un resoplido de aprobación cuando vio el tamaño de nuestro trofeo.

—Daos prisa —dijo Ylinn volviendo a sujetar la paletilla con la boca y dando un gran tirón que casi manda al suelo a Tlituu.

Él batió las alas para recuperar el equilibrio y dirigió una mirada de reproche a Ylinn.

—Eres más patosa que un uro cojo —murmuró.

Yo le dediqué una gran sonrisa, cerré mis mandíbulas sobre la paletilla del caballo y tiré con fuerza. Juntos, Ázzuen, Ylinn y yo la arrastramos hasta los árboles, más cerca de donde ya se había escondido el resto de la manada. El volumen de carne que transportábamos nos frenaba. Volvimos a detenernos jadeando por el esfuerzo. Tlituu nos miró con disgusto y alzó el vuelo, otra vez en dirección al caballo. Ylinn miró cómo se alejaba.

—De todos modos se supone que debemos mantenernos alejados de los humanos —dijo—. Es la ley de los lobos. Pero Ruuqo lo lleva demasiado lejos. No puedes matarlos ni herirlos si no te amenazan. Y no puedes pasar tiempo con ellos. Pero se permite robarles y proteger nuestras presas, siempre que no les hagamos daño sin necesidad. Y siempre que el jefe de tu manada te dé permiso. No se supone que tengas que morir de hambre para evitar pelear con ellos. Si yo fuera jefa lucharía con ellos.

—Pero no eres jefa, Ylinn; aún no. —Ylinn se encogió al oír la voz de Trevegg, pero el viejo estaba divertido—. Sabes tan bien como yo que tenemos prohibido tener contactos innecesarios con los humanos. Es parte del trabajo de un jefe hacer respetar esa regla. Ahora, enterremos esta carne antes de que incluso las inútiles narices de los humanos la encuentren.

—Sí, Anciano —dijo Ylinn sumisamente, pero sin bajar las orejas.

Trevegg se fijó en su nada sumiso asentimiento y resopló.

—Vas a ser una mala influencia para los lobatos. Vamos, joven, todavía tienes algo que aprender de nosotros los vejestorios. —Cogió toda la pata, con paletilla, costillas y todo, la arrastró solo hacia el interior del bosque y nos dejó a los tres mirándolo admirados. Como si no hubiese recibido un rapapolvo, Ylinn salió tras él.

No nos quedamos para mirar cómo las criaturas humanas nos robaban nuestra presa. Nos escondimos en el bosque como conejos. Los humanos eran ruidosos como cuervos, como si no les importase que los oyesen todos los osos y colmillos largos del valle. Enterramos la carne junto al límite del bosque, en un lugar que Rissa nos dijo que se llamaba Confín del Bosque, un pequeño lugar de reunión que usábamos cuando cazábamos en la llanura de Hierbas Altas.

Cuando la carne estuvo escondida, Rissa reunió a los lobatos a su alrededor. Trevegg se sentó a su lado, aún jadeando un poco por el calor. Uno por uno, los lobos de la manada se nos unieron y se acomodaron en los lugares más blandos y frescos que pudieron encontrar. Solo Ruuqo se mantuvo aparte, mirando hacia la presa, donde aún podíamos oír a los humanos que se la llevaban. Rissa esperó hasta que todos la mirábamos y entonces habló.

—El Gran Valle no es como otros lugares —comenzó Rissa—, y nosotros no somos como otros lobos. Fuimos escogidos para sacar adelante una gran tarea, y juramos acatar algunas reglas. Así que tenéis que atender a lo que digo con más atención de la que nunca hayáis puesto en algo.

Rissa no me miró cuando hablaba de las reglas, pero yo sentí las miradas del resto de la manada fijas en mí. Nadie había olvidado lo que Ruuqo y los Grandes habían dicho acerca de mi nacimiento contra las reglas del Gran Valle. Ázzuen se apretó contra mí, pero descubrí que no estaba asustada. Al fin podría enterarme de por qué era diferente, de por qué Ruuqo me odiaba. Me incliné hacia delante hasta donde pude, concentrada en no perderme ni una palabra.

—Esta noche os llevaremos a ver los humanos con quienes compartimos nuestro valle —continuó Rissa—. Son más peligrosos que el oso, más peligrosos que las aves rapaces cuando erais pequeños. Tenéis prohibido cualquier contacto con ellos. Si los veis cuando no estáis con los jefes, alejaos de ellos, incluso si os estáis comiendo la mejor presa que hayáis cazado en toda vuestra vida. Si los jefes os dicen que lo hagáis podréis robarles o competir con ellos por las presas, vivas o muertas.

Oí cómo Ylinn gruñía muy bajo en respuesta, aún resentida porque Ruuqo no nos había dejado luchar con los humanos por el caballo. Rissa la ignoró.

—Cualquier lobo que en contra de esto confraternice con los humanos será expulsado, no solo de la manada, sino del valle.

Miré a mi alrededor. Desde nuestro escondite en el bosque no podía ver ni las montañas ni las colinas que rodeaban nuestro lugar. Pero el valle era extenso. No podía imaginar marcharme de él.

—Y, lo más importante de todo —dijo Rissa—, nunca debéis matar a un humano, salvo en defensa de vuestra vida o de vuestra manada. Si alguien mata a un humano sin motivo, él y toda su manada morirán. Los Grandes acabarán con cualquier lobo que comparta su sangre.

Eso captó nuestra atención. Todos dejamos de movernos y de mirar por todo el Confín del Bosque y miramos fijamente a Rissa.

—Ya es hora —dijo Rissa— de que conozcáis el pacto del Gran Valle.

Hizo un momento de pausa y miró a Ruuqo como si esperase que volviera a discutir con ella. Él le devolvió la mirada con frialdad.

—Si vas a llevarlos a ver los humanos cuando no son más que cachorros sin seso —protestó él—, bien puedes contarles las leyendas.

Se alejó varios cuerpos, encontró una zona de tierra húmeda junto a un tronco podrido y se tumbó mirando en dirección opuesta a nosotros.

—Muy bien —dijo Rissa negándose a responder a su enfado—. Hubo un tiempo en que los humanos y los lobos se peleaban, y eso casi llevó a los lobos a su extinción. —Hizo una pausa—. ¿Recordáis lo que aprendisteis acerca de los Antiguos? —nos preguntó.

—El Sol, la Luna, la Tierra y el Cielo —respondió Ázzuen con rapidez, repitiendo lo que Trevegg nos había explicado hacía muchas lunas—. Ellos crearon las criaturas y el Equilibrio, y nosotros tenemos que acatar sus reglas. Pero Trevegg no quiso contarnos más —dijo.

A Rissa se le escapó la risa por la preocupación que se traslucía en la voz de Ázzuen. No soportaba no saber las cosas.

—Está bien —dijo ella—; y aprenderéis más cuando os haga falta. Lo que tenéis que saber ahora es que nuestros antepasados prometieron a los Antiguos que este valle sería un lugar de paz. En eso consiste el pacto. Por eso tenemos que respetar el compromiso, y por eso cargamos sobre nuestros lomos el destino de toda la especie.

Su voz se adaptó al ritmo de una narración, de una leyenda pasada de una generación de lobos a otra.

—El compromiso se cerró hace mucho tiempo —dijo—, cuando los lobos acababan de convertirse en lobos y los humanos aún no eran humanos, cuando un lobo llamado Indru se encontró con un humano en el límite septentrional de un gran desierto. Los dos estaban muy hambrientos, y los dos iban al frente de sus manadas en busca de comida.

—Aquel era un tiempo —añadió Trevegg— en que los humanos no eran muy diferentes de las demás criaturas. —El viejo se tumbó con un suspiro de satisfacción—. Eran más espabilados que algunos seres y menos espabilados que otros, más aptos para la supervivencia que algunos pero no tan capaces como otros. No eran tantos como son ahora y estaban cubiertos de pelo como criaturas normales, no iban medio desnudos como ahora.

Borrla resopló y Trevegg sonrió de oreja a oreja y luego continuó.

—Incluso entonces se mantenían erguidos sobre sus patas, y también utilizaban algunas herramientas, aunque no tantas como tienen ahora.

—¿Qué son herramientas? —preguntó Ázzuen antes de que pudiese hacerlo yo.

—¿Has visto a los cuervos romper ramitas y utilizarlas para sacar larvas de dentro de los árboles? —preguntó Trevegg—. Pues eso son. Esas ramitas son herramientas, y los humanos las utilizan mejor que cualquier otra criatura. Es uno de los dones que los Antiguos concedieron a los humanos, igual que a nosotros nos dieron la ligereza de patas y la habilidad para la caza.

—Pero sus herramientas no se parecían en nada a las de ahora —afirmó Ylinn interrumpiendo al viejo—. El casi humano con quien se encontró Indru solo tenía un palo para cavar y una piedra afilada para cortar. Eran las mismas herramientas que habían utilizado sus antepasados y los antepasados de sus antepasados. No se le había ocurrido poner la piedra en el extremo de un palo ni afilar el palo para lanzarlo contra una presa.

Ylinn se demudó repentinamente al darse cuenta de que había robado la narración, pero continuó cuando Rissa le hizo un gesto de aprobación con la cabeza.

—Entonces los humanos eran unos aprovechados —dijo la joven— que principalmente vivían de comerse las presas de otros y de las presas pequeñas que podían capturar solos.

—¿No son más que unos aprovechados? —preguntó Unnan—. ¿Entonces por qué tenemos que preocuparnos por ellos?

—¡Cállate, chico! —le ordenó Ruuqo desde su lugar junto al tronco. Ázzuen se sobresaltó a mi lado y Marra dio un pequeño grito. Yo creía que Ruuqo estaba durmiendo, pero quedó claro que estaba escuchando todo. Unnan aplastó las orejas contra el cuello y Ruuqo lo miró un momento y luego se volvió otra vez.

—Entonces eran unos aprovechados —dijo Trevegg fulminando a Unnan con la mirada—. Ahora no lo son.

Ahogué un gruñido de placer por la vergüenza de Unnan y me senté.

—Eran tiempos difíciles —continuó Rissa como si Ylinn nunca los hubiera interrumpido—, y escaseaba la comida. Los casi humanos estaban perdiendo su lucha por la supervivencia. La manada de Indru también lo estaba pasando mal y él los había llevado lejos en busca de comida. Aunque se las arreglaban mejor que los humanos, no podían permitirse que se les escapara una buena presa. Y por todos los lobos que las débiles criaturas que había frente a su manada deberían haber sido presas.

Recordé cómo me había sentido cuando había visto a los humanos cruzando la llanura de Hierbas Altas. Cómo me había debatido entre el impulso de atacarlos y el de ir con ellos. Podía imaginarme al lado de Indru mirando a los humanos. Y, antes de ser consciente de lo que hacía, hablé.

—Pero él no los veía como presas —susurré, y luego me quedé sin resuello cuando me di cuenta de lo que había dicho.

Bajé las orejas antes de que alguien pudiese regañarme.

Rissa estiró un poco los labios y luego suspiró. Cuando volvió a hablar su voz era muy suave.

—No los veía como presas. Miró dentro de los ojos de los humanos y vio algo que le pareció reconocer, algo que podría ver en los ojos de un lobo.

Ruuqo gruñó bajo desde su tronco y levantó la cabeza.

—Contra toda la lógica y el sentido común —continuó Rissa—, Indru no dio a su manada orden de cazar a los humanos. En lugar de eso, invitó a las criaturas erguidas a unirse a su manada para jugar. Y cuando el Sol ascendió en el cielo y la temperatura subió demasiado para correr, se echaron juntos y durmieron unos junto a otros.

Rissa entrecerró los ojos.

—Cuando despertaron —dijo—, despertaron cambiados. Indru vio que los humanos no son tan diferentes de los lobos. Cuando se fijó mejor vio lo débiles que eran los humanos, lo cerca que estaban de la muerte. Indru no quería que murieran. Quería estar con ellos, correr con ellos como correría con su manada. No podía dejarlos morir con más facilidad que a uno de sus cachorros hambrientos teniendo él la barriga llena de carne. Decidió enseñar algunas cosas a los humanos para ayudarlos a sobrevivir. Algunos dicen que cuando lobos y humanos durmieron juntos sus almas se entrelazaron, e incluso cuando se levantaron y se separaron cada uno retuvo una parte del alma del otro.

—¡Eso no pertenece a la tradición! —protestó Ruuqo levantándose bruscamente y haciendo que todos diésemos un bote. Se acercó a nosotros—. Esa no es la forma en que se debe contar la leyenda.

—Es la que yo escuché de pequeña —replicó Rissa—. Que tú no te la creas no la convierte en falsa.

Ruuqo gruñó desde el fondo de la garganta. Volvió sobre sus pasos hasta el tronco y comenzó a girar inquieto. Yo esperaba que se tumbase otra vez, pero en lugar de hacerlo corrió hasta Rissa y se sentó a su lado, en equilibrio sobre sus ancas como si estuviera preparado para saltar. Rissa soltó un irritado gruñido para sí y luego continuó.

—Los lobos enseñaron a los humanos a colaborar para capturar presas, de manera que no necesitasen de los otros para conseguir su comida —dijo—. Enseñaron a los humanos a arreglar lugares de reunión donde pudiesen juntarse para descansar y hacer planes.

—Esos eran los secretos de los clanes de lobos —la interrumpió Ruuqo—, e Indru debería haber tenido sensatez suficiente para no compartirlos con los casi humanos. Todas las criaturas tienen secretos, habilidades concedidas por los Antiguos, y todas tienen prohibido compartirlas. Porque los Antiguos sabían que si una criatura aprendiera demasiado podría hacerse excesivamente poderosa y alterar el Equilibrio. Indru estaba tan cegado por sus sentimientos hacia las criaturas humanas que ignoró la ley de los Antiguos, y siguió enseñando a los humanos cosas que no deberían haber sabido. Los humanos no tardaron mucho en cambiar.

Paró de hablar y volvió a su tronco. Cuando quedó claro que no volvería a empezar, Rissa retomó la historia.

—Cambiaron mucho. Como cazaban en manada tenían más comida y se hicieron más fuertes. Juntos en sus nuevos lugares de reunión descubrieron que muchas mentes son mejor que una. Aprendieron nuevos métodos para buscar comida y mejores maneras de guarecerse. Una noche fría, cuando estaban hartos de temblar y de esconderse de las bestias que los cazaban, aprendieron a dominar el fuego.

A veces había visto el fuego cuando devoraba los árboles y arbustos del bosque. Parecía imposible que alguna criatura pudiese someterlo, y no pude evitar preguntarme cómo sería una criatura así. La voz de Rissa interrumpió mis pensamientos. Me sacudí y me acerqué un poco más a ella.

—Cuando los humanos aprendieron a controlar el fuego —dijo—, ya no necesitaron más su espeso pelaje, que se desprendió de sus cuerpos como las hojas de un árbol. Aprendieron nuevas formas de usar sus herramientas y métodos para hacer otras que sus antepasados nunca habrían imaginado. Encontraron nuevas formas de luchar y matar. Se volvieron arrogantes y orgullosos. «Somos diferentes», dijeron. «Somos mejores que las demás criaturas. ¿Veis que ninguna otra criatura hace fuego? Fijaos, ninguna otra criatura hace herramientas de piedra y madera.»

El sonido de batir de alas hizo que todos levantáramos la vista. Alatersa aterrizó delante de Rissa y Trevegg con el pico aún manchado de sangre de la comida. Mi estómago rugió al pensar en aquella magnífica carne, ahora inaccesible.

—Lo que lobos y humanos

comparten es el orgullo. Bajarles los humos

es el trabajo del cuervo.

Tiró de la oreja de Rissa y batió las alas en la cara de Trevegg. Cuando el viejo sonrió y lanzó un mordisco al cuervo, Alatersa levantó el vuelo y se posó en una rama encima de nosotros, donde lo esperaba Sondelagua. Me pregunté cuánto tiempo llevarían los cuervos escuchando y por qué querían escuchar nuestra leyenda. Rissa los miró con recelo durante un instante y luego volvió a hablar.

—Los humanos decidieron que todas las demás criaturas debían estar a su servicio —dijo—. Los lobos se negaron y humanos y lobos lucharon. Los humanos, furiosos, comenzaron a matar a todas las criaturas que no quisieron someterse a ellos. Entonces incendiaron el mismo bosque en que vivían.

Me estremecí. Trevegg me había contado que el fuego quemó dos de nuestros mejores lugares de reunión hacía tres años. No podía imaginar que se provocara deliberadamente tal destrucción.

—Eso fue lo que llamó la atención de los Antiguos —dijo Trevegg—, y cuando los Antiguos vieron lo que los humanos habían aprendido de los lobos, y lo que los humanos estaban haciendo, supieron que esas criaturas serían una amenaza para el Equilibrio; que seguirían matando y destruyendo todas las cosas y criaturas que hubiese a su alrededor. Y los Antiguos no querían permitir que llegasen a suceder tales cosas. Así que el Cielo comunicó a los lobos y los humanos que había llegado el momento de su muerte.

—Cuando Indru oyó eso —dijo Rissa—, aulló su pena y su desesperación. Subió a la montaña más alta que pudo encontrar y llamó a los Antiguos para rogarles por las vidas de lobos y humanos. Al principio no lo oían.

Rissa levantó la cabeza para mirar a Alatersa y Sondelagua, posados en el árbol encima de ella. Ambos levantaron las alas y Alatersa habló.

—Entonces Tlituukilakin, el rey de los cuervos, que había estado observando a los lobos y los humanos, voló hasta el Sol y picoteó al Antiguo con su afilado pico. El Sol miró hacia abajo y vio a Indru, y llamó a los otros Antiguos, la Luna, la Tierra y el abuelo Cielo, para que escuchasen. Tlituukilakin voló al lado de Indru, porque no quería que sus cuervos muriesen de hambre por la locura de los lobos.

El cuervo volvió la cabeza a un lado y otro y luego se sentó otra vez en su rama. Trevegg levantó el hocico al viento y luego lo bajó y volvió a hablarnos.

—Con las orejas humildemente agachadas y la cola educadamente escondida entre las patas —dijo—, Indru se presentó frente a los Antiguos. Les habló, demostrando más valor del que alguna vez haya podido tener cualquier lobo.

»“No castigues a todos los lobos y todos los humanos”, suplicó Indru, “porque esto ha sucedido por culpa mía y de mi manada. No acabéis con nuestras vidas. Aún hay muchas cosas que tenemos que aprender y muchas cosas por descubrir”.

»El Cielo envió una brisa caliente que se coló bajo el pelo de Indru. “Todas las criaturas tienen su momento de vivir y su momento de morir”, dijo con amabilidad al lobo. “Es vuestra hora de emprender el camino hacia la siguiente etapa. Es como siempre ha sucedido, y es como siempre debe ser.”

»Indru miró desesperado al Cielo sin saber bien qué más hacer. El rey de los cuervos le dio un picotazo en un anca y el lobo volvió a hablar.

»“Nuestro tiempo aún no ha terminado”, alegó. “Acabamos de empezar a explorar este maravilloso mundo en que vivimos.”

»La Tierra retumbó en respuesta al cumplido e hizo temblar la montaña. Entonces Indru volvió a sentarse y aulló una canción tan dulce y triste que incluso el Cielo tembló y la Luna y el Sol se quedaron completamente quietos por primera vez en sus largas vidas.

»Los Antiguos miraron a Indru con gran curiosidad. Ninguna otra criatura se había plantado ante ellos y había defendido su causa con tanto valor y tanta calma. Los Antiguos habían vivido durante mucho, mucho tiempo y habían acabado aburridos de su mutua compañía. Estaban solos, tan solos como un lobo sin manada. En el aullido del lobo vieron la posibilidad de tener compañeros que acabasen con su soledad. Hablaron entre sí mientras Indru y Tlituukilakin esperaban temblorosos en la cima de la montaña. Por fin, después de lo que a Indru le pareció toda una vida, el Cielo habló.

»“Te concederemos esta petición”, dijo el Cielo, y el corazón de Indru empezó a latir de nuevo. “Pero tienes que hacernos una promesa, una promesa que tus hijos y los hijos de tus hijos deberán respetar.”

»“Prometeré lo que sea”, dijo Indru. El Cielo retumbó como muestra de aprobación. No había esperado menos.

»“Ya que ahora los humanos creen que son mejores que los demás”, dijo el Cielo a Indru, “se convertirán en idiotas por su propio poder. Encenderán fuegos mayores de lo que puedes imaginar. Lucharán y matarán y no les importará destruir todas las cosas que no sean como ellos. Solos, destruirán el propio Equilibrio, y entonces no tendremos otra opción que terminar no solo con sus vidas y con las de los lobos, sino con las de todo el mundo”.

Trevegg hizo una pausa y nos miró.

—¿Recordáis lo que os dije del Equilibrio cuando erais pequeños cachorros? —preguntó el viejo—. ¿Qué es lo que mantiene unido el mundo, y que toda criatura, toda planta, todo aliento es parte de él? Bien, pues el Cielo, que es el jefe de los Antiguos, temía que si se destruía el Equilibrio muriesen también los Antiguos. Así que arriesgó mucho confiando en Indru. Pero estaba solo y quería que los lobos tuviesen éxito.

El viejo se estiró otra vez y cerró los ojos, como para ver mejor a Indru sobre la cima de su montaña.

—«Enviaremos retos a los humanos, grandes tormentas y sequías y fuego mortal desde las montañas y desde arriba», dijo el Cielo al lobo. «Eso impedirá que los humanos se vuelvan demasiado fuertes y arrogantes. Lucharán, y sus esfuerzos los mantendrán demasiado ocupados para causarnos problemas. Pero tienes que prometernos una cosa, lobo. No debes volver a ayudarlos. Tú y los tuyos debéis manteneros alejados de ellos para siempre. Debéis evitar su compañía.»

»Indru habría dado la vida por salvar a su gente, como cualquier buen líder. Habría dado al Cielo su nariz y sus dientes si se los hubiera pedido. Pero no quiso hacer esa promesa. No podía imaginarse separado para siempre de las criaturas humanas. Habría sido algo tan malo, pensó, como dejar morir a los compañeros de manada. Dejó de mirar al Cielo y el Sol y no contestó.

»La Tierra retumbó bajo sus pies. “Es la única manera”, dijo el Antiguo.

»“Si no renunciáis a ellos”, el Sol golpeó la cabeza de Indru, “aprenderán más de vosotros; se volverán demasiado fuertes incluso para que los controlemos nosotros. Lucharéis con ellos y ellos lucharán con vosotros”.

»“Es el precio que debéis pagar”, gritó la Luna con fuerza suficiente para que la oyesen desde el otro lado de la Tierra.

»Pero hasta que Tlituukilakin golpeó a Indru en la cabeza tan fuerte que el lobo no pudo contener un grito de dolor, Indru no dio su respuesta. Entonces inclinó la cabeza y prometió al Cielo que los lobos evitarían la compañía de los humanos.

Trevegg hizo una pausa y durante un fugaz instante los ojos del viejo se encontraron con los míos.

—Durante años y años —dijo apartando la mirada— los lobos hicieron cuanto pudieron por cumplir la promesa de Indru. Pero aunque lo intentaron no podían mantenerse para siempre alejados de los humanos.

—No se dieron cuenta de lo difícil que sería —dijo Rissa, recuperando la historia cuando el viejo hizo una pausa—. Ni los lobos ni los Antiguos entendieron la fuerza de atracción entre los humanos y los lobos. Bien porque lobos y humanos compartían un alma —miró a Ruuqo provocándolo para que la desafiase—, bien porque habían pasado demasiado tiempo juntos, fue imposible para los hijos de Indru mantenerse alejados de los humanos. Se juntaban una y otra vez, y en cada ocasión el Cielo se enfadaba más y los separaba. Entonces, muchos años más tarde, mucho después de la época de Indru, una joven loba, no mucho mayor de lo que sois ahora vosotros, salió de caza con los humanos y enseñó a su manada a hacer lo mismo. Con ello provocó una gran guerra. De entonces viene el pacto del Gran Valle.

—Los Antiguos habían advertido a los lobos que si incumplían su promesa morirían tanto los lobos como los humanos —dijo Trevegg—. Así que cuando la loba Lydda cazó con los humanos el Cielo envió un invierno de tres años para acabar con las vidas de humanos y lobos. Pero entonces, cuando parecía todo perdido, aparecieron unos lobos gigantes, lobos que dijeron haber sido enviados para ser nuestros guardianes. Aquellos fueron los primeros Grandes, y algunos dicen que bajaron del Cielo por los rayos del Sol y que son parte de los propios Antiguos.

—Los Grandes vinieron para darnos una última oportunidad. Vinieron para cuidar de todos los lobos y asegurarse de que nunca más los lobos volvieran a olvidar la promesa de Indru —dijo Rissa—. Y como los Grandes sabían que no podían quedarse en la Tierra para siempre, buscaron lobos que pudieran algún día ocupar su lugar como guardianes de la especie, lobos que cuidaran de todos los demás para garantizar que los lobos y los humanos no volverían a juntarse otra vez. Buscaron por todo el mundo lobos que pudiesen tener la fuerza necesaria para ejecutar esa tarea, y trajeron esos lobos aquí, al Gran Valle. Entonces los Grandes cerraron el valle y escogieron qué lobos podrían tener descendencia y cuáles no, y permitieron permanecer en el valle solo a los lobos que jurasen a los Antiguos obedecer las reglas del pacto.

—Que nos mantendremos tan alejados de los humanos como nos sea posible —dijo Trevegg.

—Que nunca mataremos a un humano si no nos provoca —añadió Ylinn.

—Y que protegeremos nuestras estirpes y solo nos uniremos con lobos del valle —concluyó Rissa—. Esas tres reglas serán enseñadas a todos los lobos nacidos en el valle, y cualquiera que no las obedezca morirá o será desterrado. Cualquier manada que no haga cumplir las reglas será eliminada. Desde entonces, los Grandes han hablado en nombre de los Antiguos y han sido los guardianes de los lobos y del pacto. Pero algún día, cuando ellos vuelvan al Cielo, nosotros ocuparemos su lugar. Tenemos que demostrar que somos dignos de ello. Tenemos que estar preparados para la llegada de ese día, o no habrá más lobos.