II

No quería volver al cubil de mi madre porque olía a mis hermanos muertos y lo único que encontraría era soledad. Pero me llegó olor de leche y cuerpos calientes y oí el sonido inconfundible de cachorros mamando. El hambre acabó con la parálisis que me mantenía encogida en el suelo. Una parte de mí se preguntaba cómo podía pensar en comida cuando mi madre se había ido para siempre, pero no pude encontrar sentido a seguir enfrentándome a Ruuqo solo para morir de hambre a pocos cuerpos de distancia de la tibia leche de Rissa. No sabía si querría alimentarme, pero yo era hija de su hermana y compartíamos la sangre. Tenía que intentarlo. No había olvidado las amenazas de Borrla y Unnan, pero el tirón del hambre era más fuerte que mi temor. Me alejé de los cuerpos de mis hermanos y fui sigilosamente hacia los maravillosos olores y sonidos que me llegaban desde el cubil de Rissa. Me detuve al ver al cachorro esmirriado, acurrucado lastimosamente a la entrada del cubil.

—Te morirás de hambre si te quedas aquí fuera. Me miró cuando le hablé, pero no me contestó. Tenía un corte sobre el ojo derecho, donde Borrla lo había golpeado, y su pelo gris apelmazado hacía que pareciese incluso más pequeño de lo que era.

Pero tenía los ojos brillantes y de un gris plateado. Fueron esos ojos poco comunes, como los de Triell, los que hicieron que me detuviese y evitaron que lo ignorase cuando iba camino de mi comida.

—Lobito —dije, el mismo nombre cariñoso que mi madre utilizaba con nosotros—, si dejas que se te impongan siempre serás un pelanas.

En casi todas las manadas hay un pelanas, alguien a quien todos avasallan, que nunca consigue comer lo suficiente y que se mantiene al margen de la manada. Pero yo no creía que ese pequeño cachorro viviese ni siquiera el tiempo suficiente para llegar a ser un don nadie si no conseguía pronto algo de alimento y la seguridad del cubil.

Enroscó su enmarañada cola alrededor de sus patas y miró hacia atrás, a la también enmarañada hierba que crecía entre el polvo. Su ceño ocultaba sus brillantes ojos.

—Para ti es fácil decir eso, con los Grandes de tu parte. Todos quieren que me muera. Por eso no me han puesto nombre.

Me alejé de él con impaciencia. No tenía tiempo para un cachorro que ni siquiera quería vivir. Mi hermano Triell habría dado cualquier cosa para tener una oportunidad como aquella. No habría lloriqueado ni temblado de miedo si hubiera sobrevivido. En una manada no había hueco para un lobo así. Asomé el hocico al cubil y Rissa me habló.

—Venga, cachorros —dijo—, venid a mamar y descansar.

Mi corazón saltó de alegría y comencé a trepar hacia el interior de la madriguera. Y entonces me paré y miré otra vez al pequeño. El recuerdo de lo que es estar solo y sin nadie que te quiera me dio una punzada. No podía dejar que muriese de hambre. Volví a salir al exterior y, sin más pérdidas de tiempo, lo empujé por detrás y lo metí a trompicones en el cubil. Rodó hacia delante con un chillido de sorpresa y yo me arrastré tras él.

El cubil de Rissa era mayor que el de mi madre, con sus sólidas paredes de tierra sujetas firmemente por las raíces del gran roble que dominaba el lugar, pero aun así era suficientemente pequeño para sentirse seguro. Los cuatro cachorros se alimentaban con avidez en el vientre de Rissa. Cuando el pequeño y yo nos acercamos sigilosamente, Unnan nos miró con un ojo y gruñó. El pequeño, que estaba a mi lado, tembló y reculó.

Yo tenía el corazón roto por la pérdida de mis hermanos y de mi madre, y estaba furiosa por cómo me había tratado toda la manada. Mi cuerpo comenzó a calentarse y a ponerse tenso y noté cómo se erizaba el pelo de mi espinazo cuando vi a Unnan y a la gorda de Borrla comiendo tan tranquilos, guardándoselo todo para satisfacer su glotonería, y aparté a Unnan de un empujón para hacer sitio para mí y para el canijo. No me paré a pensar en las consecuencias de ganarme la enemistad de Unnan. Estaba sencillamente loca. Cuando el pequeño dudó, lo sujeté por la suave piel del cogote y lo arrastré hasta su lugar.

—Come —le dije.

Unnan se dedicó a molestarme mientras yo intentaba comer, y Borrla gruñía, pero pasé de ellos y me dediqué a la rica y vivificante leche. El pequeño se instaló entre Marra, la más amable de los cachorros de Rissa, y yo. Llenos y calientes, caímos dormidos sobre el recio cuerpo de Rissa.

A la mañana siguiente, Unnan y Borrla intentaron deshacerse de mí para siempre. Rissa, cansada de su largo encierro, nos dejó con dos de los jóvenes de la manada y se marchó con Ruuqo para unirse a la cacería del alba. Es frecuente que los lobos jóvenes vigilen a los pequeños cuando los adultos se ausentan. Minn, que había ayudado a echar a mi madre, era un matón que no tenía especial interés en cuidar de nosotros, pero temía a su hermana, Ylinn, y ella se tomaba muy en serio sus responsabilidades. Eran muy brutos cuando jugaban con nosotros, y a mí me encantaba cómo gruñían y hacían como que nos atacaban. Cuando se cansaron de dejarnos saltar sobre ellos y morderles la cola se quedaron mirándonos desde una zona sombreada mientras nosotros seguíamos peleando. Cuando se quedaron adormilados yo me puse a jugar con Marra y el canijo. Era casi tan pequeño como yo a pesar de ser dos semanas mayor, y no tenía la fortaleza física de un lobo superviviente. Pero miré más de cerca sus ojos chispeantes y ya no vi en ellos la mirada cansada y desesperanzada que debería tener un cachorro que va a morir. Estaba alerta y vivo, incluso con tan escasa comida en la panza y a pesar del acoso de Borrla y Unnan. Sorprendida y complacida por su cambio, salté sobre él, que chilló encantado mientras rodábamos por la tierra.

Como tenía el pelo oscuro como Triell y no era mucho más grande que mi hermano perdido, yo sentía que conocía a aquel lobezno desde hacía mucho más de un día. Durante nuestro alborotado combate le di un ligero golpe con el morro en un carrillo; él, encantado, me golpeó en la cara con su fría nariz con fuerza suficiente para derribarme. Yo aterricé con un golpe poco digno que levantó una nube de polvo. Primero me miró asustado y como pidiendo perdón, pero luego saltó sobre mí y seguimos luchando felices. Marra se unió al juego con un chillido. Al principio los otros tres cachorros no nos hacían caso. Borrla era gorda, tenía el pelo claro y olía a la leche que siempre tomaba antes que los demás. Su pelo no tenía el blanco puro y luminoso de Rissa, sino un tono más apagado y sucio. Unnan era de un marrón grisáceo y tenía el hocico fino y unos ojillos que hacían que se pareciese más a una comadreja que a un lobo. Riil, aunque era más grande que Marra y que el canijo, era más pequeño que Borrla y Unnan, y se esforzaba por mantenerse a la altura de los lobeznos grandes cuando peleaban entre ellos a lo bestia. Yo jugué y peleé con Marra y el canijo hasta que por fin, demasiado cansada para continuar, me senté para descansar junto a un espinoso arbusto de bayas mientras Marra seguía corriendo tras el pequeño bajo el roble. Cerré los ojos, adormecida por el Sol naciente y el alegre cansancio del juego con los otros cachorros.

Un instante antes del ataque de mis asaltantes los oí y me puse en pie de un salto. Unnan, Riil y Borda se lanzaron a la vez sobre mí y me derribaron panza arriba. No estaba preparada para el ataque y enseguida consiguieron inmovilizarme y empezaron a morder. A Ylinn y Minn, que nos vigilaban adormilados desde la sombra, debió de parecerles un juego. Pero los cachorros no estaban jugando. Sus dientes se hundieron en mí e intentaron dejarme sin respiración.

—Ruuqo fue demasiado débil para acabar de matarte, pero nosotros lo acabaremos —gruñó Unnan.

—En nuestra manada no hay sitio para ti —susurró Borrla mientras intentaba morderme el cuello.

Riil estaba callado e intentaba abrirme el vientre.

Yo gruñí, mordí, ronqué y luché lo mejor que pude, pero ellos eran tres y yo solo una, y sabía que aunque no me mataran podrían herirme con la suficiente gravedad para dejarme demasiado débil para sobrevivir.

Cuando ya comenzaba a faltarme la fuerza algo apartó violentamente de mí a Unnan y Borrla. Mordí a Riil en un hombro y me puse en pie. El pequeño había acudido en mi socorro y había sorprendido de tal modo a sus hermanos que ambos habían caído al duro suelo de manera imprevista. Ahora Unnan lo tenía sujeto a tierra mientras Borrla se disponía a abrirle la garganta. Salté por encima de Borrla, caí sobre Unnan y lo aparté del pequeño rodando mientras mordía su fea piel. Sabía a tierra. Borrla desistió de atacar al pequeño y vino en ayuda de Unnan. Entre los dos me inmovilizaron contra el suelo.

—Tu padre era una hiena —dijo Borrla con desprecio, subida sobre mí—; y tu madre una traidora y una débil.

—Por eso te abandonó —añadió Unnan enseñando los dientes.

Ambos gruñían y roncaban esperando que tuviese miedo porque eran más grandes y más fuertes. Pero yo ya estaba furiosa desde que habían atacado juntos al pequeño. Sus insultos a mi madre solo consiguieron enfurecerme más.

—¿Cómo se atreven? —dijo una voz en mi cabeza, tan fuerte que no me dejaba oír los ruidos del claro. El penetrante olor de la sangre bloqueaba en mi nariz todos los aromas de los robles, los pinos y los lobos—. Mátalos. No sirven para ser lobos.

Por segunda vez la furia me arrastró como el viento arrastra una hoja y me deshice de los dos. Los habría matado, sé que lo habría hecho, pero Riil tenía atrapado al pequeño y tenía que ayudarlo. Cuando le quité de encima a Riil y lo derribé, el pequeño se levantó y se puso a mi lado y juntos, gruñendo, nos enfrentamos a los tres. Oí cómo Marra corría a pedir ayuda a los que nos cuidaban. Olí el odio en Unnan y Borrla y el miedo en Riil. Vi al pequeño mirarme por el rabillo del ojo con un gesto como de admiración. Mi pata trasera izquierda sangraba por un profundo corte que no había notado durante la pelea, y noté que estaba perdiendo fuerza en ella. El pequeño tenía la zarpa derecha levantada como si le doliera.

Miré por encima de las cabezas de nuestros adversarios y vi a Ylinn atravesar el claro a la carrera seguida por un iracundo Ruuqo. Los otros lobeznos siguieron mi mirada y Borrla, Unnan y Riil se volvieron de cara a Ruuqo y se tumbaron sobre sus vientres. La manada había vuelto temprano de una cacería infructuosa. Cuando se aproximaban oí a Ylinn hablar en voz baja.

—Lo siento, jefe —dijo con las orejas gachas—. Estaban jugando y entonces los cachorros grandes atacaron. Los pequeños solo peleaban para defenderse. —Hizo una pausa y se atrevió a volver a hablar, algo que me pareció muy valiente teniendo en cuenta que Ruuqo debía de estar furioso con ella por permitir que la pelea se descontrolase—. Han peleado bien.

Ruuqo levantó las orejas pero no la castigó. Yo diría que le gustaba Ylinn. Parecía dispuesto a pasarle por alto muchas más cosas que a cualquier otro joven. Nos repasó con la mirada.

—Ningún lobo hiere de verdad o mata a un compañero sin motivo —dijo—. Si no podéis aprender eso no podéis formar parte de la manada. Todos los lobos de Río Rápido conocen la diferencia entre un desafío y una pelea a muerte. —Se volvió hacia Riil, que estaba aterrorizado y encogido—. ¿Cuál es la diferencia, lobezno?

Riil miró a Borrla y Unnan en busca de ayuda y Ruuqo le dio un golpe.

—No se lo he preguntado a tus hermanos; te lo he preguntado a ti. ¿Estamos?

Riil no contestó; se limitó a tirarse panza arriba gimoteando.

—Ylinn —dijo Ruuqo—. Haz el favor de explicar la diferencia.

Las orejas y la cola de Ylinn se levantaron.

—Un desafío es una pelea en la que el lobo se gana su puesto en la manada, o una pelea en la que el jefe castiga a un miembro de la manada para mantener el orden. Y solo hieres a tu adversario lo estrictamente necesario —dijo—. En una pelea a muerte intentas herir o matar a tu adversario. Solo luchas a muerte cuando no te queda otra opción.

Ruuqo resopló en señal de aprobación.

—Todos los lobos tienen que saber luchar o no tendrán un lugar en la manada —continuó—; pero solo los jefes pueden matar o mandar a otros que maten a un miembro de la manada. Y nosotros, los lobos de Río Rápido, no matamos a otro lobo si no estamos amenazados por una manada rival o nuestras vidas están en juego.

Ruuqo volvió a golpear a Borrla cuando intentó levantarse. Unnan y Riil eran más sensatos y siguieron agachados. Luego se volvió hacia el pequeño y yo. Nos tumbamos en el suelo esperando un golpe. Rozó suavemente al pequeño con la nariz; a mí ni siquiera me miró.

—Ser un lobo es algo más que tener la fuerza para ganar una pelea o la velocidad para capturar una presa. —Hablaba suficientemente alto para que lo oyésemos todos, pero estaba claro que sus palabras iban dirigidas a los cachorros a quienes había castigado—. El tamaño, la fuerza y la velocidad son algunas de las cosas que hacen a un lobo digno de pertenecer a la manada. Pero el valor y el honor son igual de importantes. Lo primero es el interés de la manada, y todos los lobos deben servir a la manada. —Hablaba directamente a Borrla, Unnan y Riil—. Los lobos incapaces de aprender eso no son bienvenidos en la manada de Río Rápido.

Sé que no es un buen sentimiento, pero tengo que admitir que me gustó ver cómo temblaban y lloriqueaban Borrla, Riil y especialmente Unnan, que estaba tan apretado contra el suelo que parecía que fuera a desaparecer hundido en la tierra. Pero lo que hizo Ruuqo a continuación me sorprendió. Lo habitual cuando no se pone nombre a un cachorro es que espere hasta tres lunas para ser admitido en la manada, y luego es casi seguro que ocupará un puesto muy bajo. Ruuqo se volvió hacia el canijo y habló con suavidad.

—Has demostrado valor, honor y fortaleza de espíritu, las cualidades de un auténtico lobo. Y te doy la bienvenida a la manada de Río Rápido. —Y cogió el morro del pequeño entre sus mandíbulas.

Risa, impaciente, avanzó con la cola levantada y su pelo blanco reluciente bajo el Sol y habló antes de que Ruuqo pudiese continuar.

—Te llamaremos Ázzuen, un nombre de guerrero, el nombre de mi padre —dijo—. Lleva tu nombre con dignidad y haz honor a la manada de Río Rápido.

Y así fue como el pequeño pasó a formar parte de la manada. Había sido todo tan rápido que no podía separar mi felicidad de mis celos: mi madre me había puesto nombre, pero nadie me llamaba por él. Había luchado con más fiereza que Ázzuen, pero Ruuqo me había ignorado; no quería admitir mi valor. Me avergüenza admitir que por un momento tuve ganas de coger a Ázzuen por la piel del cogote y sacudirlo. Pero, cuando se fue de vuelta al cubil, su pequeña cola se agitaba de manera tan tentadora que no pude resistirlo. Sentí cómo las malas intenciones se secaban en mi interior y fui sigilosamente tras él, salté y le mordí la cola en broma. Se volvió sorprendido y yo le dediqué una gran sonrisa y entré corriendo en el cubil de Rissa. Con un ladrido más grave de lo que correspondería a un cachorro tan pequeño, saltó tras de mí, hacia el interior de la tierra con olor a leche. Nunca podría hacer volver a Triell, pero había vuelto a encontrar un hermano en Ázzuen.

Ruuqo nunca habría desafiado a los Grandes matándome abiertamente, pero no quiso aceptar mi nombre y no me puso fácil la supervivencia. La primera vez que los lobeznos comimos fuera del cubil él se quedó delante de Rissa mirando con cara de pocos amigos; se apartaba para dejar a los otros cachorros llegar hasta su comida, pero me gruñía cuando yo lo intentaba. Necesité todo mi valor para eludirlo y conseguir comer. Cada vez que me veía gruñía. Aunque no se atrevían a intentar matarme otra vez, Unnan y Borrla siguieron el ejemplo de Ruuqo y me atacaban siempre que tenían ocasión.

Tres noches después de que los Grandes interviniesen para salvar mi vida, Ruuqo aulló para convocar a los miembros de la manada y decirles que se preparasen para salir de viaje al día siguiente.

¡Ruuqo! —Rissa levantó la cabeza con enfado desde el lugar donde descansaba junto al cubil—. Ninguno de los cachorros está suficientemente crecido para el viaje.

—¿Qué viaje? —preguntó Riil a Borrla.

—El viaje a nuestro territorio de verano —respondió Ylinn, la joven que nos había defendido tras la pelea. Se quedó a nuestro lado junto al gran roble que daba sombra al cubil.

—Es nuestro mejor refugio; allí podréis estar seguros mientras nosotros cazamos y os traemos comida. La zona del cubil es demasiado pequeña y calurosa para pasar en ella todo el verano.

—¿Está lejos? —pregunté.

—Para un cachorro está lejos. La mayoría de las manadas tienen territorios de verano cerca de la zona de su cubil, pero la zona de nuestro antiguo cubil se inundó el pasado invierno, así que tenemos que irnos más lejos. —Frunció el ceño—. El año pasado Ruuqo esperó hasta que tuvimos ocho semanas antes de trasladarnos. No tengo ni idea de qué pretende.

Rissa entornó los ojos mirando a Ruuqo mientras él paseaba nervioso por el claro.

—Quieres vengarte de los Grandes —lo acusó—. Quieres que muera la lobezna. —Nadie tenía que preguntar a qué lobezna se refería. Se levantó, fue hasta él y apoyó la nariz en su carrillo—. El destinatario de esa decisión eres tú, compañero. No puedes desafiar a Yandru y Frandra.

—No —dijo él—, no puedo. Pero tampoco puedo irritar a los espíritus. Sabes que los lobos del Gran Valle deben mantener su pureza de sangre o arriesgarse a cargar con las consecuencias. Si la dejamos vivir, los Antiguos podrían enviarnos una sequía, una helada que acabe con la caza o una plaga. Ya ha sucedido antes. Lo dicen las leyendas. —Sacudió la cabeza con frustración—. ¿Y dónde estarán Frandra y Yandru si los otros Grandes la ven y no les gusta lo que es? ¿O si la ven otras manadas del valle? Los Grandes no tienen que cargar con las consecuencias como nosotros, y aun así pueden obligarnos a hacer algo que podría ser nuestra ruina. No dejaré que lo sufra mi manada.

Werrna, la loba de la cicatriz que ocupaba el segundo lugar tras Ruuqo y Rissa, habló.

—Los lobos de Pico Rocoso mataron a la manada de Bosque Húmedo, en presencia de dos Grandes, porque dejaron vivir una camada con sangre mezclada. Y no parece que vayamos a poder ocultarlo —dijo mirándome—. Lleva la marca de los desgraciados. Podría traer la muerte a nuestra manada.

Rissa ignoró a Werrna.

—Entonces cargaremos con los más pequeños si no son capaces de cruzar la llanura.

—No cargaremos con cachorros. Un lobezno que no puede hacer este viaje no sirve para ser un lobo de Río Rápido —contestó Ruuqo—. Si el Lobo de la Luna quiere que este viva, que así sea. Pero solo admitiré en mi manada lobos fuertes.

—¡No voy a dejar que pongas en peligro a mis cachorros para salvar tu orgullo! —le espetó Rissa.

—No se trata de mi orgullo, Rissa, sino de nuestra supervivencia. Y partiremos al amanecer. —Ruuqo casi nunca utilizaba su voz de jefe con Rissa, casi nunca se imponía a ella; pero, cuando lo hizo, dejó claro que se consideraba a sí mismo como el lobo más importante. Rissa pesaba mucho menos que él y estaba débil de criarnos. Si lo desafiaba, perdería.

La voz de Ruuqo se suavizó.

—Hemos sabido desde pequeños que tenemos que respetar el pacto, Rissa. Y ambos nos hemos sacrificado por ello antes de ahora. —Nunca había advertido tristeza en su voz, y me pregunté qué la causaría.

Rissa se quedó mirándolo fijamente durante un rato y luego se alejó. Ruuqo, con las orejas y la cola caídas, la miró mientras se iba.

A primera hora de la mañana siguiente la manada se puso en camino. Rissa se negó a participar en la ceremonia de partida y se mantuvo apartada mientras el resto de la manada se congregaba alrededor de Ruuqo y todos lo tocaban y gritaban para propiciar un buen viaje. Yo observaba fascinada cómo los adultos evolucionaban alrededor de Ruuqo y le tocaban con la nariz la cara y el cuello. Él respondía apoyando la cabeza sobre sus cuellos y lamiendo las caras que le aproximaban.

—¿No vas a unirte a nosotros, Rissa? —preguntó—. Una buena ceremonia es el comienzo de un buen viaje.

—Un buen plan es el comienzo de un buen viaje —le soltó ella—. No pienso celebrar esta partida.

Ruuqo no habló más con ella, pero alzó la voz en un gran aullido. Uno tras otro, los demás lobos se unieron a él en su canto al Cielo. Y comenzó el viaje.

Nos alejamos del gran roble y del cubil trepando por la elevación que protegía su entrada. Nuestro claro estaba justo en el borde de una pequeña arboleda que nos protegía, y más allá de los árboles se extendía una amplia llanura. Tenía una suave inclinación hacia arriba y yo no alcanzaba a ver su final.

Poco recuerdo de la primera parte de aquel viaje. Con cuatro semanas de edad, solo era dos semanas menor que los lobeznos de Rissa, pero la diferencia se notaba. Mis patas eran mucho más cortas, mis pulmones mucho más débiles, mis ojos enfocaban un poco peor. La herida de mi pata aún no estaba curada y me dolía cuando cargaba todo mi peso sobre ella. Noté que a Ázzuen también le dolía la zarpa derecha. A todos nos aterrorizaba la idea de que nos dejasen atrás y ni siquiera intentábamos identificar los nuevos sonidos y olores. Pero Ázzuen, Marra y yo éramos los más pequeños y para nosotros era más difícil que para los otros lobeznos. No tardamos en quedarnos atrás. Después de caminar durante lo que parecieron horas vimos a los lobos que iban delante detenerse a la sombra de una gran roca. Corrimos para alcanzarlos y nos derrumbamos llorando de cansancio. Incluso Borrla y Unnan jadeaban por el esfuerzo y estaban demasiado cansados para meterse conmigo. Solo nos dejaron descansar un momento; los adultos nos pusieron de pie a empujones y volvimos a ponernos en marcha. Yo tuve menos tiempo para descansar que los otros porque había llegado a la roca la última, y cuando me levanté me temblaban las patas. Cuando coronamos la larga cuesta pudimos ver una lejana arboleda al otro lado del gran llano.

Rissa lanzó un gran aullido.

—Vuestro nuevo lugar está al otro lado, pequeños. Cuando lleguéis al bosque y al refugio del Árbol Caído estaréis a salvo. Habréis pasado vuestra primera prueba como lobos.

El resto de la manada se unió a ella en el aullido.

—Centraos en el viaje. Reunid toda vuestra energía.

Caminamos sin fin por la extensa llanura, encogidos por la inmensidad del cielo abierto. Estábamos acostumbrados a tener árboles sobre nuestras cabezas y nos abrumaba todo lo que veíamos y oíamos en aquella tierra llana y enorme. Después de lo que nos pareció toda una vida de caminar miré hacia el Sol y vi que había pasado la mitad del día, y no podía creer que fuésemos a llegar al otro lado antes del anochecer. Ruuqo y Rissa abrían la marcha y el resto de la manada los seguía, con todos los cachorros rodeados por adultos. Rissa, los lobatos de más de un año y el viejo Trevegg retrocedían regularmente para comprobar que nadie se había quedado atrás, y siempre había uno de ellos a nuestro lado. Marra, dos semanas mayor que yo y mejor alimentada que Ázzuen, se las arreglaba para mantener el paso, pero pronto el hueco entre el grupo principal de la manada y los rezagados creció y Ázzuen y yo quedamos atrás.

Ruuqo ladró a los adultos para que los alcanzaran. Trevegg, el viejo que había caminado con nosotros, se volvió hacia mí y me levantó suavemente con los dientes. Desde la distancia, Ruuqo le dirigió otro seco ladrido.

—Todos los cachorros tienen que hacer el viaje caminando. O llegan por sus propios medios o no sirven para lobos.

Trevegg dudó, pero volvió a dejarme con suavidad en el suelo.

—Sigue caminando, pequeña. Si no te das por vencida nos encontrarás. No te quedes sin fuerzas. Eres parte del Equilibrio.

Cuando Trevegg me dejó no fui capaz de volver a levantarme sola; me senté desesperada mientras el resto de la manada se alejaba. Ázzuen se sentó a mi lado gimiendo.

Entonces Ylinn, la joven resuelta y valiente, se separó otra vez de la manada y corrió hasta mí. Sus fuertes patas cubrieron la distancia que me separaba del resto de la manada en un instante y yo perdí la esperanza de que mis cansadas patas tuviesen alguna vez la fuerza necesaria para llevarme suficientemente lejos y con la suficiente rapidez. Ylinn era mordaz y tenía poca paciencia para la debilidad, y yo estaba segura de que había venido a burlarse de mí. Pero cuando se detuvo ignorando la iracunda advertencia de Ruuqo había una mirada traviesa en sus ojos de color ámbar.

—Venga, hermanita —dijo—. Tengo la intención de llegar a ser algún día jefa de la manada de Río Rápido y necesitaré una segunda. No me decepciones.

Se agachó para hablarme tan bajo que solo yo pude oírla.

—Es el camino del lobo. Esta es la primera de tres pruebas que tendrás que pasar. Si superas las tres, la travesía, la primera cacería y el primer invierno, Ruuqo tendrá que darte la romma, la señal de tu aceptación por la manada, y cualquier lobo con quien te encuentres sabrá que eres una loba de Río Rápido y que eres digna de pertenecer a la manada. —Hizo una pausa—. A veces un lobo jefe ayuda a un cachorro débil a pasar las pruebas. Todos adoramos a los cachorros y queremos que vivan. Antes dejaríamos de cazar y nos pondríamos a comer hierba que hacer daño a un cachorro, pero si los jefes quieren comprobar su fortaleza tienen que ponerlo a prueba. Si un cachorro es suficientemente fuerte para sobrevivir a esas pruebas es también lo suficientemente fuerte para formar parte de la manada. Si no lo es, habrá más comida para los demás.

Luego, antes de que Ruuqo pudiese venir por ella y castigarla por su desacato, Ylinn salió disparada para unirse al resto de la manada con la cola gacha y pude verla pidiendo perdón a Ruuqo.

La manada se alejó más y más hasta que casi no podía ver sus siluetas oscuras en la llanura abierta. Pero la amabilidad de Trevegg y el alegre desacato de Ylinn me animaron, y me levanté y comencé a avanzar con dolorosos pasos. Ázzuen me siguió. Pero después de una hora yo iba jadeando y ya no levantaba la vista tan a menudo para ver dónde estaba el resto de la manada. La herida de mi pata volvió a sangrar y me escocía a cada paso. Ázzuen comenzó a quedarse atrás y yo aminoré aún más la marcha para que pudiese alcanzarme.

Caminamos. Caminamos hasta que noté las patas magulladas y cada respiración me costaba tanto trabajo que mi deseo constante era no necesitar el aire. Ya no podía ver a mi manada y su olor se fue haciendo cada vez más débil hasta que ya no podía fiarme del rastro que iba siguiendo.

El cielo se oscureció.

Los lobos adultos viajan de noche para evitar el calor del día, pero un cachorro es presa fácil y ninguna manada que tenga aprecio por sus cachorros los saca a campo abierto después del anochecer mientras no tengan la edad suficiente para ser capaces de arreglárselas solos.

«Comida para osos», me había susurrado Unnan por la mañana antes de partir. Yo estaba escuchando la discusión de Ruuqo y Rissa acerca del viaje y no lo oí acercarse por detrás.

«Serás comida para osos antes de mañana por la mañana. O una madre colmillos largos te llevará como aperitivo para sus crías.»

Me había alejado de él con toda la dignidad que pude reunir, pero ahora estaba sola en campo abierto y sus palabras resonaban en mi interior.

Y seguimos caminando. Estaba enfadada y herida porque a la manada le daba igual si yo sobrevivía o moría, pero no tenía lugar alguno adonde ir y ellos eran la única familia que tenía. Así que caminé hasta que mis patas cedieron bajo mi peso y mi cansada nariz ya no pudo distinguir el olor de mi manada de los otros olores de la llanura. Mientras la oscuridad nubosa se extendía por el cielo me tiré al suelo a esperar la llegada de la muerte. Ázzuen se acurrucó a mi lado.

Llegó el sueño, y con él los sueños. Sueños de osos y dientes afilados. Pero cuando me dormí más profundamente vi una cara, la amable cara de una loba joven. No era una loba conocida, porque solo mi manada me era familiar. Olía a pino y a algún aroma desconocido cálido y acre. Y, como yo, tenía una luna blanca en el pecho, algo que ningún otro lobo de la manada tenía. Me pregunté si podía ser una visión de mi madre en algún tiempo pasado y más feliz. La loba de mi sueño rió.

No, pequeña Dientecillos, aunque soy una de tus muchas madres de un tiempo mucho más remoto de lo que puedes imaginar. —Sentí que me invadía un suave calor que calmaba los dolores de mi cuerpo—. No te corresponde morir hoy, hermana. Prometiste a tu madre que sobrevivirías y formarías parte de la manada. Debes vivir y continuar mi trabajo. Tienes mucho que hacer. —Y su amable cara se puso repentinamente triste y luego irritada—. Padecerás por ello —dijo. Su tristeza y su irritación se esfumaron tan deprisa como habían aparecido—. Pero también tendrás grandes alegrías. Ahora levántate, hermana. Camina, hija mía. Tu camino siempre será difícil y ahora tienes que aprender a perseverar cuando creas que no puedes más. Camina, Kaala Dientecillos. Coge a tu amigo y encuentra tu lugar.

Confusa, me esforcé por levantarme sin hacer caso del dolor de mi pata herida. Desperté a Ázzuen a empujones y lo obligué a levantarse ignorando sus quejas. Cuando volvió a caerse le di un mordisco.

—Levanta —susurré con la garganta demasiado seca y cansada para poder hablar alto—. Yo me voy ya y tú vas a venir. No pienso dejarte aquí.

—Me han puesto nombre y aun así no les importa si vivo o muero —susurró con tristeza—. Me dejan aquí sin más.

Tuve un arrebato de impaciencia con la autoconmiseración de Ázzuen y le di otro mordisco, esta vez mucho más fuerte.

—Deja de compadecerte —dije ignorando su chillido de dolor—. Tú me salvaste la vida cuando los otros lobeznos intentaban matarme, así que ahora tienes que venir conmigo. Demuéstrales que perteneces a la manada. ¿Quieres que Unnan y Borrla tengan razón en lo que decían de ti? ¿Que puedan decir que eres demasiado débil para pertenecer a la manada?

Ázzuen se levantó tembloroso y se quedó pensando durante un momento.

—No me importan Borrla y Unnan. Tú te preocupaste de si yo tenía leche. Iré a donde tú vayas, Kaala. —Me miró con franca confianza, como si yo fuese una loba adulta, y su fe en mí me dio fuerza. Ázzuen confiaba en mí para que lo llevase hasta la manada, así que tenía que hacerlo.

El dolor en los pies y el pecho me parecía algo lejano, y el olor de la loba de mi sueño me guió como antes lo había hecho el olor de la manada. Ni siquiera sabía si me llevaría hasta el lugar donde estaba mi manada, pero ya no podía distinguir el olor de mi familia, así que lo seguí. Levanté la vista y vi el gran círculo luminoso de la Luna, completamente redondo y tan brillante que mi camino no corría entre tinieblas. No calentaba como el sol, pero su luz me reconfortaba y yo caminaba con determinación. Podía ver por el rabillo del ojo la silueta de la loba de mi sueño guiándome. Si intentaba mirarla directamente desaparecía, y tuve la impresión de que se reía de mí. Cuando mis patas flaqueaban recordaba a Ázzuen esforzándose por seguir a mi lado empujado por la confianza, y seguía avanzando.

Y entonces, cuando pensaba que no podría caminar más, la noche se hizo más oscura y el suelo bajo mis patas más frío. Se alzaban árboles por encima de mi cabeza que ocultaban la luz de la Luna. Había cruzado la gran llanura. La loba del sueño se desvaneció junto con la luz y empezó a dolerme todo el cuerpo. Estar sola en el bosque no me pareció mucho mejor que estar sola en la llanura, y mi cansada nariz no podía captar el olor de mi manada. Por fin reconocí un olor familiar.

—Te esperaba. —Ylinn estaba parada al borde del bosque—. Sabía que serías capaz de llegar hasta aquí, hermanita. Bienvenido, pequeño. —Dedicó una gran sonrisa a Ázzuen.

Yo estaba demasiado cansada para hacer otra cosa que rozar con la nariz su morro agachado. Encontramos el rastro de la manada, caminamos la última hora hasta el refugio y nos derrumbamos extenuados.

Ruuqo ni nos saludó. Se limitó a dirigir una mirada a Rissa, que lo observaba desafiante.

—Puede quedarse —dijo él—; hasta que le salga el pelo de invierno. Pero no prometo que vaya a admitirla en la manada.

No entendí qué quería decir, pero Ylinn había hablado de algo parecido. A mí no me quedaba energía para tratar de imaginarlo. Y un momento después ya no me importaba, porque Rissa, y luego el resto de la manada, se acercaron a mí y me saludaron a lametones, y me llamaron por mi nombre.