Hace 14.000 años
Cuenta la leyenda que cuando la sangre de los lobos del Gran Valle se mezcla con la sangre de los lobos de fuera del valle, el lobo que lleve esa sangre vivirá para siempre entre dos mundos. Se dice que un lobo así tiene poder para destruir no solo su propia manada, sino toda la especie. Ese es el verdadero motivo de que Ruuqo viniese a matar a mi hermano, a mis hermanas y a mí a la débil luz del alba cuatro semanas después de nuestro nacimiento.
Los lobos detestan matar cachorros. Se considera como algo antinatural y repulsivo, y la mayoría de los lobos preferirían comerse sus propias zarpas antes que hacer daño a un cachorro. Pero mi madre nunca debería habernos traído al mundo. No era una loba de rango superior, y por lo tanto no tenía derecho a tener crías. Aunque eso se podría haber perdonado. Mucho peor que eso era que hubiese faltado a una de las reglas más importantes del Gran Valle, las que protegen la pureza de nuestros linajes. Ruuqo solo estaba cumpliendo con su obligación.
Él ya había dado a Rissa una camada de lobeznos, como correspondía al macho y la hembra que mandaban en la manada. Salvo por autorización expresa de los jefes ningún otro lobo podía aparearse, porque un exceso de crías puede conducir al hambre si el año no es muy bueno. El año de mi nacimiento fue tiempo de dificultades en el valle y la caza se iba volviendo cada vez más escasa. Nosotros compartíamos el Gran Valle con otras manadas de lobos y varias tribus de humanos. Aunque la mayoría de los otros lobos respetaban los límites de nuestro territorio, los humanos no; nos apartaban de nuestras propias presas en cuanto tenían ocasión. Así que la manada de Río Rápido no podía permitirse desperdiciar comida aquel año en que yo nací. A pesar de eso, me parece que mi madre no creía posible que Ruuqo fuera a hacernos daño de verdad. Debió de confiar en que no advirtiese nuestra sangre Extraña, en que no la oliera.
Poco antes del amanecer, dos días antes de que Ruuqo viniese para dar fin a nuestras vidas, mi hermano Triell y yo, impacientes, trepamos por la rampa de tierra blanda y fresca hasta la boca del cubil. La luz tenue se filtraba hasta el interior del profundo agujero y en las paredes de nuestro cubil resonaban ecos de chillidos y gruñidos de los lobos del exterior. Los olores y los sonidos del mundo que teníamos encima nos intrigaban, y siempre que no estábamos comiendo o durmiendo estábamos intentando dar un vistazo afuera.
—Esperad —nos había dicho nuestra madre interponiéndose en nuestro camino—, antes debéis saber algunas cosas.
—Solo queremos ver qué hay fuera —intentó convencerla Triell. Vi un destello travieso en su mirada y ambos nos lanzamos para intentar esquivarla.
—Escuchad. —Nuestra madre plantó sobre nosotros una gran zarpa que nos dejó pegados al suelo—. Todos los cachorros tienen que pasar una revisión antes de que se les permita entrar en la manada; los que no la pasan no sobreviven. Tenéis que atender a lo que voy a enseñaros. —Su voz, que solía ser suave y cálida, tenía un tono de preocupación que yo nunca había oído—. Cuando os encontréis con Ruuqo y Rissa, los jefes de la manada, tenéis que demostrarles que estáis sanos y fuertes. Tenéis que demostrarles que merecéis pertenecer a la manada de Río Rápido. Y debéis mostrarles respeto y sumisión.
Nos dejó marchar, nos dirigió otra mirada de preocupación y se inclinó para lavar a mis hermanas, que nos habían seguido hasta la boca del cubil. Triell y yo nos retiramos a un rincón de nuestro cálido refugio, a planear lo que íbamos a hacer para convertirnos en miembros de la manada. Creo que ni se me pasó por la cabeza que pudiésemos fracasar.
Dos días más tarde, cuando por fin salimos del cubil, vimos los cinco cachorros de Rissa tambaleándose por el claro. Eran dos semanas mayores que nosotros y ya estaban preparados para ser presentados a la manada y recibir sus nombres. Rissa se mantenía un poco apartada, observando mientras Ruuqo inspeccionaba los lobeznos. Nuestra madre nos metió prisa para unirnos a ellos, aunque la debilidad de nuestras patas aún nos hacía ir dando tumbos.
Madre se detuvo para dar un vistazo al pequeño y polvoriento claro.
—Rissa deja que Ruuqo decida si admitirá o no a los cachorros —dijo con el hocico tenso por la ansiedad—. Inclinaos ante él. Tenéis que inclinaros ante él y ganaros su benevolencia. Cuanto más le gustéis mayor probabilidad tendréis de sobrevivir. —El tono de su voz se endureció—. Escuchad, pequeños: gustadle y viviréis.
El mundo que había fuera del cubil era un revoltijo de olores desconocidos e intrigantes. El más potente y emocionante era el olor de la manada. Alrededor de nosotros se habían reunido los lobos para presenciar la acogida de los lobeznos. Los olores de al menos seis lobos diferentes, que se mezclaban con los de las hojas, los árboles y la tierra, confundían nuestros olfatos y nos hacían estornudar. El aire cálido y dulce era invitador y nos hizo alejarnos de la segura proximidad de nuestra madre. Ella nos siguió gimiendo ligeramente.
Ruuqo la miró y luego apartó la vista con un gesto impenetrable en su rostro gris. Sus cachorros, todos más grandes y más gordos que nosotros, chillaban y se agitaban a su alrededor mientras lamían su hocico y se tendían panza arriba para ofrecerle sus suaves vientres. Él los olfateó uno por uno volteándolos un poco en busca de alguna debilidad o enfermedad. Después de un rato admitió en la manada a todos menos uno sujetándoles suavemente con su boca el pequeño morro.
—Bienvenidos, lobeznos —dijo—. Formáis parte de la manada de Río Rápido, y todos los lobos de la manada os protegerán y os alimentarán. Bienvenida, Borrla. Bienvenido, Unnan. Bienvenido, Riil. Bienvenida, Marra. Vosotros sois nuestro futuro. Sois los lobos de Río Rápido. —Ignoró a un cachorro pequeño y despeluchado, lo apartó a un lado y no quiso darle nombre.
A partir del momento en que un lobezno tiene nombre todos los lobos de la manada están obligados a protegerlo, así que los jefes no dan nombre a los cachorros que creen que morirán pronto. Rissa se arrastró hasta el interior de su madriguera y salió con un cuerpo inerte, un pequeño cachorro que no había vivido para conocer a la manada. Lo enterró rápidamente en el límite del claro.
La manada aulló su bienvenida a los nuevos miembros. Todos los lobos fueron acercándose por turnos a los cachorros para saludarlos, agitando las colas y con las orejas muy tiesas por la emoción. Luego se pusieron a jugar a perseguirse y revolcarse en la tierra y las hojas entre chillidos de entusiasmo. Los vi bailar con alegría, una alegría que tenía su origen en unos lobeznos no muy diferentes de nosotros. Me apreté contra un carrillo de Triell.
—No hay nada que temer —le dije—; solo tienes que demostrar que eres fuerte y respetuoso. —La cola de Triell se agitaba suavemente mientras observaba la acogida de los lobeznos.
Miré sus ojos vivos y su cuello fuerte y tuve la seguridad de que estábamos tan sanos y éramos tan dignos como los hijos de Ruuqo y Rissa. Mi madre se había preocupado innecesariamente. Pronto nos tocaría ir a por la aprobación de Ruuqo. Sería el momento de recibir nuestros nombres y ganar nuestro lugar en la manada de Río Rápido.
Ruuqo bajó la vista mientras se acercaba a nosotros. Era el más grande de la manada, con el pecho más ancho y al menos la altura de las orejas mayor que cualquier otro lobo de Río Rápido. Bajo su pelo gris, sus músculos se movieron de manera imponente cuando dejó a sus cachorros con el resto de la manada y se acercó hasta donde estábamos. Dudó, se agachó sobre nosotros y abrió sus grandes fauces. Nuestra madre avanzó hasta interponerse entre nosotros y él.
—Hermano —le rogó, porque Rissa y ella eran compañeras de camada y se habían incorporado juntas a la manada de Río Rápido—, debes dejarlos vivir.
—Llevan sangre de Extraños, Niisa. Quitarán comida a mis hijos. La manada no puede mantener cachorros de más. —El tono de su voz era tan frío e iracundo que me puse a temblar.
Oí los gemidos de Triell a mi lado.
—Eso es mentira —dijo nuestra madre levantando la cabeza para mirarlo sin un temblor en sus ojos de color ámbar. Era mucho más pequeña que Ruuqo—. Ya nos las hemos arreglado otras veces cuando ha escaseado la caza. Solo tienes miedo de algo diferente. Eres demasiado cobarde para guiar la manada de Río Rápido; solo los cobardes matan cachorros.
Ruuqo gruñó, se abalanzó sobre ella y la sujetó contra el suelo.
—¿Crees que me gusta matar cachorros? —preguntó—. ¿Con mis propios hijos a menos de dos cuerpos de distancia? No es solo que son «algo diferente». Huelen a sangre Extraña. No son mi descendencia, Niisa. Yo no he incumplido el pacto. Es tu responsabilidad. —Cerró los dientes sobre su cuello y mordió hasta que ella chilló, y luego se apartó.
Madre se levantó de un salto cuando Ruuqo la soltó, retrocedió alejándose de él y nos dejó frente a sus mortíferas mandíbulas. Todos corrimos a su lado.
—¡Pero tienen nombre! —dijo ella.
Mi madre, desafiando la tradición de los lobos, nos había puesto nombre al nacer. «Si tenéis nombre», nos había dicho, «sois de la manada. Entonces no os matará».
Puso a mis tres hermanas nombres de las plantas que crecían alrededor del cubil, y a mi hermano lo llamó Triell por la negrura de una noche sin luna. Era el único lobo negro de la camada y sus ojos relucían como estrellas en su cara oscura. A mí me llamó Kaala, hija de la Luna, por el creciente blanco que había en la piel gris de mi pecho. Triell y yo estábamos temblando a un lado de nuestra madre; mis hermanas estaban encogidas al otro lado. Habíamos creído a nuestra madre cuando nos dijo que podríamos hacernos un hueco en la manada. Yo me había reído de sus preocupaciones. Creíamos que solo tendríamos que actuar como lobos dignos de la manada para ser aceptados. Ahora sabíamos que tal vez ni siquiera era seguro que sobreviviéramos.
—Tienen nombre, hermano —repitió ella.
—No se lo he puesto yo —dijo Ruuqo—. No son legítimos y no pertenecen a la manada. Apártate.
—No quiero —dijo ella.
Una gran loba, casi tan grande como Ruuqo y con una cicatriz que recorría su cara y su cuello, se lanzó contra mi madre y la hizo apartarse. Ruuqo se unió a la gran loba y obligó a nuestra madre a alejarse de nosotros.
—¡Asesino de cachorros! Tú no eres mi hermano —le dijo ella con un gruñido—. No das la talla para ser un lobo.
Hasta yo me di cuenta de que las palabras de mi madre hirieron a Ruuqo; él gruñó y la persiguió hasta la entrada de nuestro cubil, y nos quedamos solos sobre un montículo en el lado soleado del claro. La gran loba se quedó vigilándola y entonces Ruuqo se volvió hacia nosotros. Rissa avanzó unos pasos; sus cachorros, lloriqueando, intentaron seguirla. Se detuvo al lado de Ruuqo.
—Compañero —dijo—, este es un trabajo tan tuyo como mío. Yo debería haber vigilado mejor a mi hermana. Haré lo que toca.
Su voz era profunda y melodiosa y su pelo blanco relucía bajo la luz del amanecer. Olía a fuerza y seguridad.
Ruuqo le lamió el morro y apoyó durante un instante la cabeza sobre su blanco cuello, como si ella le infundiese valor. Luego la empujó suavemente hacia un lado y la apartó de nosotros. El resto de la manada rodeaba el claro, algunos gimiendo, otros simplemente mirando, todos manteniendo la distancia con Ruuqo, que se erguía sobre nosotros. Incluso ahora, algunas veces lo miro y lo veo alzarse sobre mí, listo para sujetarme por el cuello y sacudirme hasta que deje de moverme. Eso es lo que hizo con mis tres hermanas y luego con Triell, mi hermano, mi preferido.
Ázzuen dice que es imposible que recuerde lo que de verdad sucedió aquel día porque solo tenía cuatro semanas, pero lo recuerdo. Ruuqo cogió a mis hermanas una por una con la boca y las sacudió hasta que la vida las abandonó. Luego cogió a Triell. Mi hermano estaba echado a mi lado, apretado contra mí, y de pronto ya no estaba. Repentinamente habían desaparecido la calidez de su carne y de su piel, y chillaba mientras Ruuqo lo levantaba del suelo. Los ojos de Triell buscaron los míos y yo, olvidando mi terror, me esforcé por alzarme sobre mis pies para alcanzarlo. Mi debilidad me traicionó y caí al suelo mientras los dientes de Ruuqo se cerraban sobre su cuerpo suave y pequeño. Sujetó a mi querido hermano entre aquellos dientes y aplastó su pequeño ser hasta que la luz se extinguió en los brillantes ojos de Triell, su cuerpo se fue aflojando y finalmente quedó inmóvil. Yo no podía creer que estuviese muerto. No podía creer que no fuera a levantar la cabeza para mirarme. Ruuqo lo dejó junto a los cuerpos inertes de mis hermanas. Y entonces clavó sus ojos en mí. Mi madre había vuelto a salir del cubil y se había acercado sigilosamente. Ahora se arrastraba sobre su vientre, con las orejas aplastadas contra el cuello y la cola escondida bajo su cuerpo, rogando a Ruuqo que se detuviese. Él la ignoró.
—Hace lo que debe, Niisa —le dijo un lobo viejo y amable—. Los cachorros llevan sangre de Extraño. Hace lo que cualquier buen jefe debe hacer para proteger su manada. No deberías ponérselo más difícil.
Yo estaba de pie mirando desde abajo la imponente mole de Ruuqo. A mi hermano y mis hermanas, de nada les había servido encogerse y gimotear. Cuando el cuerpo de Triell cayó de las mandíbulas de Ruuqo al suelo con un levísimo ruido sordo mis temblores se convirtieron en furia. Triell y yo habíamos dormido y comido como uno solo. Habíamos soñado juntos con hacernos un lugar en la manada. Ahora estaba muerto. Enseñé los dientes e imité el gruñido que había oído a Ruuqo. Él se sorprendió tanto que dio un paso atrás y se sacudió antes de venir por mí. La rabia disolvió todo mi temor y me lancé hacia su garganta. Mis débiles patas solo me permitieron alcanzar su pecho, y él me apartó sin esfuerzo. Pero parecía como si Ruuqo hubiese mirado los ojos de la propia muerte. Se quedó quieto mirándome durante un largo instante mientras yo le gruñía con toda la furia que pude reunir.
—Lo siento, pequeña —dijo con suavidad—, pero tengo que hacer lo que es bueno para la manada, ¿sabes?; tengo que cumplir con mi obligación —y bajó la cabeza y abrió las mandíbulas para aplastarme.
Los demás lobos de la manada lloraban por la ansiedad y temblaban apretados unos contra otros. El amanecer estaba dando paso al día y la luz brillante de la mañana cegó mis ojos cuando levanté la vista hacia mi muerte.
—Creo que esta quiere vivir, Ruuqo.
Ruuqo se quedó petrificado, con la boca aún abierta y sus ojos de color amarillo pálido dilatados por la impresión. Entonces, para mi sorpresa, sus mortíferas mandíbulas se cerraron y levantó la cabeza, bajó las orejas y retrocedió para dar la bienvenida al recién llegado.
Cuando seguí su mirada vi un lobo mucho más grande de lo que podría ser cualquier lobo. Su pecho quedaba a la altura del hocico de Ruuqo, y su cuello, que a mí me pareció que estaba tan alto como los rayos de luz que se filtraban hasta el claro, era macizo y fuerte. Su voz profunda tenía un tono divertido. Sus ojos eran de un verde extraño, diferentes de los ojos de ámbar de los adultos de mi manada y de los ojos azules de los cachorros. Después de un momento llegó otro lobo enorme, con los mismos ojos verdes y el pelo más oscuro y espeso, y se paró a su lado.
Todos los lobos de la manada de mi madre se apresuraron a acercarse desde los límites del claro para dar la bienvenida a aquellos seres extraños e imponentes. Se acercaron consideradamente, colas y orejas gachas y casi arrastrando el vientre, para manifestar el máximo respeto hacia los lobos mayores.
—Son los Grandes —susurró mi madre. Se había acercado a mí sigilosamente cuando los grandes lobos entraron en nuestro claro—. Yandru y Frandra. Dos de los pocos que quedan en el Gran Valle. Hablan directamente con los Antiguos y todos respondemos ante ellos.
Los Grandes aceptaron cortésmente los saludos de los lobos más pequeños.
—Sed bienvenidos, señores. —Ruuqo habló respetuosamente con la cabeza gacha—. Estoy cumpliendo con mi obligación. Yo no autoricé esta camada y tengo que cuidar de mi manada.
—A veces se acepta una segunda camada —Yandru bajó la cabeza para empujar con el hocico el cuerpo sin vida de Triell—; como bien sabes, Ruuqo. Solo hace cuatro años que se os permitió vivir a ti y a tus hermanos. Tal vez sea mucho tiempo para ti, pero no para mí.
—Aquella fue una época de abundancia, señor.
—Un cachorro no come tanto. Yo la dejaría vivir.
Ruuqo no habló durante un momento por temor a exponerse a la ira de Yandru.
—Hay algo más, señor —dijo Rissa avanzando un paso—. Esta cachorra tiene sangre Extraña. No podemos incumplir las reglas del valle.
—¿Sangre extraña? —El tono de voz de Yandru ya no era jocoso en absoluto. Miró fijamente a Ruuqo con gesto severo—. ¿Por qué no me lo has dicho?
Ruuqo bajó aún más la cabeza.
—No quería que pensases que tengo tan poco control sobre mi manada.
Yandru lo miró en silencio durante largo rato y luego se volvió hacia mi madre y se dirigió a ella con auténtica ira.
—¿En qué estabas pensando cuando pusiste en peligro la seguridad de tu manada y de todos los tuyos?
Frandra, la Grande, habló por primera vez. Era aún más alta que su compañero y su voz era fuerte y segura. Sus ojos resplandecían entre su pelo oscuro. Habló muy alto, y me asustó tanto que di un salto hacia atrás y caí sentada.
—Para ti es fácil decirlo, Yandru, porque tú puedes tener hijos cuando quieras y como quieras sin consecuencias. Ella no los hizo sola. —Yandru pareció avergonzarse y bajó ligeramente las orejas. Frandra lo miró durante un instante y volvió su gran cabeza hacia mi madre—. Pero ¿por qué has permitido que vivan lo suficiente para que se consideren a sí mismos como lobos? Debías saber que no podrían vivir. Tendrías que haberlos matado en cuanto los pariste.
—Quería que entraran en la manada. Pensé que serían importantes. —La voz de mi madre era baja y se notaba en ella que estaba asustada—. Soñé que salvaban a los nuestros. En algunos sueños ellos evitaban que la caza desapareciese del valle. En otros echaban de aquí a los humanos. Siempre nos salvaban. ¿Ves lo valiente que es?
Volví a ponerme de pie e intenté parar el temblor de mis patas para parecer una loba digna de pertenecer a la manada.
—Señores, mi hermana siempre ha deseado ocupar un puesto más importante en la manada —dijo Rissa—. Algunas veces hemos hecho buenas presas gracias a sus sueños, pero siempre ha querido criar.
—Eso no importa —dijo bruscamente Yandru—. Esa cachorra tiene sangre Extraña y no puede vivir. Haz lo que debes, Ruuqo.
Yandru se apartó y casi me pisó, así que también le gruñí.
—Lo siento, Dientecillos —dijo—. Yo te perdonaría, pero no puedo incumplir el pacto. Tal vez más adelante vuelvas al Gran Valle.
Sentí la injusticia de todo aquello como el viento frío y húmedo que a veces se colaba hasta el fondo del cubil de mi madre. ¿Cómo era posible que alguien fuera tan grande y no pudiese hacer lo que quería? Empecé a mirar todo el claro en busca de un lugar para esconderme. Frandra me pasó por encima y se interpuso entre los afilados dientes de Ruuqo y yo.
Y gruñó.
—No te dejaré matar a esta cachorra —dijo—. ¿Qué más da si no es lo acostumbrado? Las cosas están cambiando, compañero, y tenemos que cambiar con ellas. Los humanos nos están arrebatando más presas que nunca y cada día están más descontrolados. El Equilibrio ya se ha alterado y tenemos que actuar sin demora. Debemos cambiar, y tiene que ser ya. —La Grande me miró—. Si tiene esa sangre, que así sea. Dejar vivir a esta valiente puede acarrear consecuencias, pero también puede ser nuestra esperanza. Tenemos que prestar atención a los mensajes que nos envían los Antiguos.
—Frandra —comenzó Yandru.
—¿Has perdido el uso de la nariz y de las orejas, Yandru? —le espetó—. Sabes que casi no nos queda tiempo. Y estamos decayendo.
—No me arriesgaré —dijo él—. No hemos autorizado esta excepción y no podemos actuar contra el Consejo de Grandes. Esa es mi decisión.
—La decisión no es solo tuya. —Frandra clavó sus ojos en los de él—. ¿Quieres pelear conmigo? Venga, vamos a pelear si es lo que quieres.
Yandru se quedó inmóvil como un muerto durante un breve instante. Frandra volvió a hablar.
—Mira su pecho, compañero —dijo apremiante en un susurro que solo Yandru, mi madre y yo pudimos oír—. Lleva la marca de la Luna, la marca del Equilibrio. El Consejo es rígido y no siempre ve lo que tiene delante. ¿Y si es la elegida? Quizá los Antiguos la han elegido para nosotros.
—La he llamado Kaala, hija de la Luna —dijo mi madre.
Yandru me miró durante un largo rato. Me puso patas arriba para ver la marca de la Luna en mi pecho. Mientras me sujetaba con una zarpa casi tan grande como mi cuerpo intenté imaginar algo, lo que fuera, para convencerlo de que merecía vivir; pero solo pude mirar fijamente sus extraños ojos mientras él decidía mi suerte. Por fin me dejó ir y se inclinó ante Frandra.
—Dale una oportunidad —dijo a Ruuqo—. Si es un error, serán los Grandes quienes carguen con ello.
—Pero, señores —comenzó Ruuqo.
—No matarás a esta cachorra, pequeño —dijo Frandra irguiéndose sobre él—. Los Grandes dictamos las reglas del valle y podemos hacer excepciones cuando nos parezca oportuno. Tenemos buenas razones para dejar vivir a esta cría.
Cuando Ruuqo intentó volver a hablar la Anciana gruñó, le plantó las dos zarpas en el lomo y lo obligó a aplastarse contra el suelo. Cuando lo soltó, él se puso en pie apresuradamente y bajó la cabeza en señal de sumisión, pero el rencor ardía en sus ojos. Frandra ignoró su rabia.
—Buena suerte, Kaala Dientecillos. —Frandra sonrió abriendo sus enormes mandíbulas, apartó a Yandru con un hombro y se perdió en la espesura con paso ligero—. Seguro que volveremos a vernos. —Yandru fue tras ella.
Cuando los Grandes salieron del claro, mi madre corrió a mi lado.
—Escucha, Kaala —me susurró imperativamente—. Escucha con atención: Ruuqo no me dejará quedarme con la manada. Estoy segura. Pero tú tienes que quedarte y tienes que vivir. Tienes que hacer lo que sea para sobrevivir y llegar a formar parte de la manada. Luego, cuando crezcas y la manada te haya admitido, podrás venir a buscarme. Hay cosas que debes saber acerca de mí y de tu padre. ¿Me lo prometes?
Había preocupación en sus ojos y no pude negarme.
—Lo prometo —susurré—. Pero quiero ir contigo.
—No —dijo ella. Apretó contra mi cara el suave pelo de su morro. Yo aspiré su aroma—. Debes quedarte y convertirte en miembro de la manada. No vengas a buscarme hasta entonces. Lo has prometido.
Yo quería preguntarle por qué. Quería preguntarle cómo podría encontrarla, pero no tuve ocasión. En cuanto los Grandes estuvieron demasiado alejados para oírnos, Ruuqo se volvió hacia mi madre y le dio un salvaje mordisco en el cuello que la hizo sangrar y chillar. La tiró al suelo y ella, al caer, me apartó con un golpe de cadera. Yo trastabillé y caí hacia atrás. Volví a ponerme en pie trabajosamente.
—Has traído el caos a tu manada, a mis hijos y a mí —dijo Ruuqo entre dientes—, y has hecho que la manada de Río Rápido entre en conflicto con el Equilibrio.
Los lobos no suelen herirse cuando pelean porque casi todos saben cuál es su lugar en la manada y evitan los enfrentamientos. Pero Ruuqo no podía descargar su frustración sobre mí, y sin duda no podía enfrentarse a los Grandes; así que se volvió contra mi madre. Ella intentó defenderse, pero cuando Minn, que era un macho de un año, y la hembra de la cara marcada también la atacaron, ella chilló y salió huyendo hasta el límite del claro. Cuando intentó reunirse otra vez con el resto de la manada volvieron a atacarla y la pusieron en fuga. Yo quería correr con ella, ayudarla, pero mi valor me había abandonado y solo podía observar espantada.
Rissa cogió con la boca el cachorro que tenía más cerca, Riil, y corrió a su madriguera.
—Déjame quedarme hasta que la destete, hermano —dijo mi madre con desesperación—. Luego me iré.
—Te irás ahora —dijo él—. Ya no perteneces a la manada. —La persiguió hasta el límite del claro y, cada vez que ella intentaba volver, él y los demás volvían a atacarla. Al final, sangrante y llorosa, se perdió en el bosque perseguida por sus tres atacantes.
Cuando volvió, Ruuqo ladró imperativamente y él y los demás adultos abandonaron el claro, con excepción de Rissa. Les quedaban pocas horas antes de que el calor del Sol hiciese imposible la caza, y Ruuqo tenía una manada que alimentar.
Yo quería seguir a mi madre al bosque, pero mi cuerpo y mi alma estaban exhaustos y me derrumbé en el duro suelo, frío incluso bajo el cálido Sol de la mañana.
Dos de los cachorros más grandes de Rissa, los llamados Unnan y Borrla, se acercaron con aire fanfarrón hasta donde yo estaba y me miraron de arriba abajo. Borrla, la más grande de los dos, me dio un empujón con el hocico en las costillas que me hizo daño.
—No parece que vaya a vivir mucho —dijo a Unnan.
—A mí me parece comida para osos —dijo él.
—Eh, Comida Para Osos —dijo Borrla—, mejor mantente apartada de nuestra leche.
—O terminaremos lo que Ruuqo empezó. —Los maliciosos ojillos de Unnan me dieron un repaso.
Los dos cachorros trotaron hacia la entrada del cubil en el que había desaparecido Rissa un rato antes. De camino, Borrla golpeó al más pequeño de la camada, el macho despeluchado que se había quedado sin nombre, y Unnan gruñó a Marra, otra cachorra pequeña, y la tiró al suelo. Satisfechos, alzaron las colas y entraron contoneándose en el cubil. Después de un momento, Marra se levantó y los siguió, pero el más pequeño se quedó encogido donde había caído.
Yo me quedé sola en el claro todo el día, esperando a mi madre, incluso cuando el calor del Sol se hizo asfixiante. Creía que si esperaba el tiempo suficiente, volvería por mí y me llevaría con ella a su exilio.
Mi madre no volvió en todo el largo día, ni tampoco por la noche, aunque la esperé hasta que la manada regresó para la siesta y volvió a marcharse para la cacería de la noche; hasta que los terroríficos sonidos de criaturas desconocidas me hicieron temer por mi vida otra vez. Y ella seguía sin venir. Yo estaba viva, pero sola, asustada y despreciada por la manada que supuestamente tenía que cuidar de mí.