Los pasos de los sirvientes se perdieron escaleras abajo. El chico y yo miramos a nuestro alrededor.
—Prefería tu antigua habitación —comenté—. Esta apesta y ni siquiera te has trasladado.
—No apesta.
—Sí que lo hace. A pintura fresca y a plástico, a cosas nuevas y manufacturadas. Aunque supongo que es lo que te corresponde. ¿No lo cree así, señor Mandrake?
No respondió. Fue dando saltos hacia la ventana para contemplar la vista desde allí.
Era la tarde del día siguiente a la gran invocación en Heddleham Hall y, por primera vez, habían dejado solo a mi amo. Se había pasado gran parte de las veinticuatro horas anteriores en reuniones con ministros y la policía, relatando su historia una y otra vez y, no lo dudo, añadiendo mentiras cada vez que la contaba. Mientras tanto, yo había permanecido en la calle,[1] muerto de impaciencia. Mi frustración solo había aumentado cuando el chico pasó la primera noche en un dormitorio especial en Whitehall, un edificio fuertemente custodiado de innumerables maneras. Mientras él roncaba dentro, yo me vi obligado a tratar de pasar desapercibido fuera, sin poder entablar con él la charla necesaria.
Sin embargo, ya había pasado un día y ya se había decidido su futuro. Un coche oficial lo había llevado a la casa de su nuevo maestro, a una urbanización moderna junto al río, en la orilla sur del Támesis. La cena la servirían a las ocho y media así que su maestro lo esperaba en el comedor a las ocho y cuarto. Aquello significaba que Nathaniel y yo temamos una hora para nosotros y yo tenía intención de aprovecharla al máximo.
La habitación contenía lo habitual: una cama, un escritorio, un armario (con vestidor, eso sí, muy… chic), una librería, una mesita de noche y una silla. Una puerta conducía a un diminuto cuarto de baño adjunto. Del techo inmaculado pendía una potente lámpara y en una de las paredes había una pequeña ventana. Fuera, la luna se reflejaba en las aguas del Támesis. El chico contemplaba los edificios del Parlamento que estaban casi enfrente con una expresión extraña en su rostro.
—Ahora están mucho más cerca —comenté.
—Sí, ella estaría muy orgullosa. —Se volvió y descubrió que había adoptado la forma de Ptolomeo y que estaba tumbado en su cama—. ¡Sal de ahí! No quiero que tu asqueroso… ¡Eh! —Vio un libro colocado en un estante junto a la cama—. ¡El Compendio de Fausto! Un ejemplar para mí solo. ¡Esto es increíble! Underwood me prohibió que lo tocara.
—Ya, pero recuerda: a Fausto no le fue nada bien.
Lo hojeó por encima.
—Magnífico… Y me ha dicho que puedo llevar a cabo conjuros menores en mi habitación.
—Ah, sí… Tu encantadora, amable y nueva maestra. —Sacudí la cabeza con tristeza—. Estás encantado con ella, ¿verdad?
Asintió con entusiasmo.
—La señorita Whitwell es muy poderosa. Me enseñará muchas cosas. Y, además, me tratará con el respeto debido.
—¿Eso crees? Una hechicera de intenciones honestas, ¿no? —Hice un mohín. Mi vieja amiga Jessica Whitwell, la seca ministra de Defensa, directora de la Torre de Londres, controladora de las orbes de desconsuelo… Sí, era poderosa, cierto. Y que pusieran a Nathaniel bajo su atenta tutela era una prueba de la consideración que las autoridades le tenían. Era incuestionable que sería una maestra diferente a Arthur Underwood y que se aseguraría de que Nathaniel no desperdiciara su talento. Cómo influiría todo aquello en el carácter del chico era otro tema. Bueno, no dudaba de que iba a tener lo que se merecía.
—Dijo que, si jugaba bien mis cartas y trabajaba duro —continuó—, tenía una gran carrera por delante. Dijo que supervisaría mi educación y que, si todo iba bien, me pondrían en el grupo de los aventajados y que pronto estaría trabajando en un departamento ministerial, para acumular experiencia. —Ya volvía a tener esa mirada triunfal en los ojos, esa con la que me entraban ganas de ponerlo sobre mis rodillas para darle una buena zurra. Exageré unos bostezos y ahuequé la almohada, pero él continuó como si nada—. No existen restricciones de edad, dijo, solo de capacidad. Le dije que me gustaría trabajar en el Ministerio de Asuntos Internos, son los que van detrás de la Resistencia. ¿Sabes que se produjo un nuevo ataque mientras estuvimos fuera de Londres? Volaron por los aires una oficina en Whitehall. Todavía no se han hecho grandes avances… pero me juego lo que quieras a que yo los podría atrapar. Lo primero de todo, cogeré a Fred y a Stanley… y a esa chica. Luego les haré hablar, después…
—Para el carro —dije—. ¿Es que no has hecho ya suficiente para toda una vida? Piensa un poco: dos hechiceros pirrados por el poder muertos, un centenar de hechiceros pirrados por el poder salvados. Eres un héroe.
Mi sutil sarcasmo fue una pérdida de tiempo con él.
—Eso es lo que dijo el señor Devereaux.
Me incorporé de súbito y apoyé la oreja contra la ventana.
—¡Escucha eso! —exclamé.
—¿El qué?
—Es el sonido de un montón de gente que no te ovaciona.
Frunció el ceño.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que el gobierno está llevando todo esto a escondidas. ¿Dónde están los fotógrafos? ¿Dónde están los periodistas? Esperaba que aparecieras en la portada de The Times esta mañana. Te deberían estar pidiendo que les explicases tu vida, deberían estar entregándote medallas en lugares públicos, estampándote en ediciones limitadas de sellos de mala calidad, pero… ¿lo están haciendo? No.
—Lo mantienen en secreto por razones de seguridad —respondió el chico con desdén—. Es lo que me han dicho.
—No, es por razones de no querer parecer imbéciles, ¿«niño de doce años salva al gobierno»? Se reirían de ellos en la calle. Y eso es algo que ningún hechicero desearía jamás, créeme. Cuando eso ocurre, es el principio del fin.
El chico sonrió con suficiencia. Era demasiado joven para comprenderlo.
—No es a la plebe a la que debemos temer —respondió—. Es a los conspiradores, a los que escaparon. La señorita Whitwell dice que como mínimo cuatro hechiceros tuvieron que invocar al demonio, de modo que junto a Lovelace, Schyler y Lime tiene que haber uno más. Lime ha desaparecido y nadie ha visto a ese hechicero de barba roja en ninguno de los puertos o aeródromos. Es todo un misterio. Estoy seguro de que Sholto Pinn también está en el ajo, pero no puedo decir nada sobre él después de lo que hiciste en su tienda.
—Sí, supongo que tienes un montón de cosas que ocultar —contesté, colocando las manos detrás de la cabeza y hablando en tono reflexivo—. Estoy yo, tu «diablillo menor», y todas mis proezas. Estás tú, que has robado el Amuleto y has involucrado a tu maestro…
Se sonrojó y fingió que iba al vestidor a echarle un vistazo. Me levanté y le seguí.
—Por cierto —añadí—, me di cuenta de que le diste un papel estelar a la señora Underwood en tu versión de los hechos. Eso te ayuda a limpiar la conciencia, ¿eh?
Se dio media vuelta con el rostro en llamas.
—Si tienes algo que decir —dijo con brusquedad—, dilo ya.
Lo miré con seriedad.
—Prometiste que te vengarías de Lovelace —dije— y has hecho lo que te habías propuesto. Tal vez eso atenúa un poco el dolor, eso espero, no lo sé; pero también prometiste que si te ayudaba, me liberarías. Bien, la ayuda ha sido debidamente prestada, creo que te he salvado la vida varias veces, Lovelace está muerto y tú estás mucho mejor, según tu punto de vista, de lo que nunca antes has estado. De modo que ha llegado el momento de cumplir tu promesa, Nathaniel, y dejarme ir.
No respondió de inmediato.
—Sí —contestó al fin—, me has ayudado… me has salvado…
—Para mi vergüenza eterna.
—… y estoy… —Se detuvo.
—¿Avergonzado?
—No.
—¿Encantado?
—No.
—¿Un poquitín chiquirritín agradecido?
Respiró hondo.
—Sí, te estoy agradecido, pero eso no cambia el hecho de que conoces mi nombre de nacimiento.
Había llegado el momento de zanjar aquello de una vez por todas. Estaba cansado, me dolía la esencia tras el esfuerzo de nueve días en aquel mundo. Tenía que irme.
—Cierto —convine—, yo sé tu nombre y tú sabes el mío. Tú puedes invocarme y yo puedo perjudicarte. Eso nos deja en tablas. No obstante, mientras esté en el Otro Lado, ¿a quién se lo voy a decir? A nadie. Deberías querer que regresara allí. Si ambos somos afortunados, nunca jamás volveré a ser invocado mientras tú vivas. De todos modos, si… —Hice una pausa y di un gran suspiro—. Te prometo que nunca revelaré tu nombre.
No dijo nada.
—¿Lo quieres por escrito? —grité—. ¿Qué te parece esto?: si rompo esta promesa, que los camellos me pisoteen en la arena y que esparzan mis restos entre el estiércol del campo.[2] No podría ser más justo, ¿no?
Vaciló. Estuvo en un tris de aceptar.
—No sé… —musitó—. Eres un de… un genio. Las promesas no significan nada para vosotros.
—¡Me confundes con un hechicero! Está bien, entonces —di un salto hacia atrás, enfadado—, ¿qué te parece esto?: si no me haces partir aquí y ahora, bajaré y le contaré a tu querida señorita Whitwell lo que ha ocurrido con pelos y señales. Estará encantada de verme en mi forma real.
Se mordió el labio y alcanzó el libro.
—Podría…
—Sí, podrías hacer un montón de cosas —lo interrumpí—. Ese es tu problema. Eres demasiado listo para lo que te conviene. Han sucedido muchas cosas porque fuiste demasiado listo como para dejarlas como estaban. Querías vengarte e invocaste a un noble genio, robaste el Amuleto y dejaste que otros pagaran por ti. Has hecho lo que has querido y yo te he ayudado porque tenía que hacerlo. No dudo que con tu gran sabiduría y un poco de tiempo podrías idear un nuevo encadenamiento para mí, pero no lo bastante rápido como para evitar que le cuente a tu maestra lo tuyo, lo del Amuleto, lo de Underwood y lo mío.
—¿Ahora mismo? —preguntó con un hilo de voz.
—Ahora mismo.
—Acabarías en la lata.
—Peor para los dos.
Durante unos segundos nos aguantamos la mirada, tal vez por primera vez. Luego, con un suspiro, el chico desvió la suya.
—Hazme partir, John —dije—. Ya he hecho suficiente. Estoy cansado y tú también.
Esbozó una débil sonrisa.
—Yo no estoy cansado —repuso—. Hay muchas cosas que quiero hacer.
—Exacto —respondí—. La Resistencia, los conspiradores… Querrás tener carta blanca para ir tras ellos. Piensa en todos los genios que tendrás que invocar para emprender tu nueva carrera. No tendrán mi clase, pero tampoco serán tan descarados.
Algo de lo que dije pareció tocarle la fibra sensible.
—Está bien, Bartimeo —accedió, por fin—. De acuerdo. Tendrás que esperar mientras dibujo una estrella de cinco puntas.
—¡Ningún problema! —Estaba hecho un manojo de nervios—. De hecho, ¡te entretendré con gusto mientras lo haces! ¿Qué te apetece? Puedo cantar como un ruiseñor, invocar música melodiosa de la nada, fabricar un millar de perfumes celestiales… Supongo que incluso podría hacer juegos malabares si es lo que te apetece.
—Gracias, nada de eso será necesario.
Una de las esquinas de la habitación no había sido enmoquetada a propósito y estaba ligeramente alzada. En aquel rincón, con gran precisión y tras echar solo uno o dos vistazos a su libro de fórmulas, el chico dibujó una sencilla estrella de cinco puntas y dos círculos con un trozo de tiza negra que encontró en el cajón del escritorio. Me mantuve calladito durante el proceso; no quería que cometiera ningún error.
Al final, terminó y se levantó con rigidez, llevándose las manos a la espalda.
—Listo —dijo, estirándose—. Entra.
Examiné las runas con detenimiento.
—Eso cancela la estrella de cinco puntas de Adelbrand, ¿no?
—Sí.
—Y rompe el encadenamiento de la reclusión perpetua.
—¡Que sí! ¿Ves ese jeroglífico de ahí? Eso corta el cordón. ¿Quieres que te haga partir o no?
—Solo lo estaba comprobando. —Entré en el círculo mayor y me volví para mirarlo. Se preparó, ordenó las palabras en su mente y, a continuación, me miró con gravedad.
—Borra esa estúpida sonrisa de tu cara —dijo—. Me estás distrayendo.
—Disculpa. —Adopté una expresión espantosa de padecimiento y terror.
—Eso no ayuda mucho más.
—Disculpa, disculpa.
—Está bien, prepárate. —Respiró hondo.
—Una cosa —lo interrumpí—. Si vas a invocar a alguien pronto, te recomiendo a Faquarl. Es un buen trabajador. Dale algo constructivo, como drenar un lago con un colador o contar los granos de arena de la playa. Seguro que eso se le dará bien.
—Oye, ¿quieres irte o no?
—Sí, por supuesto. Mucho.
—Bien, entonces…
—Nathaniel… Solo una cosa más.
—¿Qué?
—Escucha, para ser un hechicero, tienes potencial. Y no me refiero a lo que tú crees que me refiero. Para empezar, tienes mucha más iniciativa que la mayoría de ellos, pero la aplastarán si no te andas con cuidado. Y también tienes conciencia, otra de las cosas que no se dan muy a menudo y que se pierde con facilidad. Consérvala. Eso es todo. Ah, y si yo fuera tú vigilaría a tu nueva maestra.
Me miró un segundo, como si quisiera decir algo. Luego sacudió la cabeza con impaciencia.
—No me pasará nada. No tienes por qué preocuparte por mí. Es tu última oportunidad. Tengo que estar abajo en cinco minutos.
—Preparado.
A continuación, el chico pronunció la contrainvocación con rapidez y sin errores. A cada sílaba, sentía que el peso de las palabras que me encadenaban a la Tierra se debilitaba. A medida que se acercaba al final, mi forma se expandía, se dilataba, se desbordaba por los límites del círculo. Múltiples puertas se abrieron en los planos invitándome a cruzarlas. Me convertí en una densa nube de humo que salió impulsada hacia el techo y las paredes con un bramido y que llenó una habitación que se me iba haciendo menos real a medida que pasaban los segundos.
Nathaniel terminó y cerró la boca de golpe. La ligadura final se rompió como el eslabón de una cadena.
Y partí dejando atrás un olor acre a azufre. Solo un detalle por el que se me recordara.