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Típico del chico. Después de haber llevado a cabo la hazaña más importante de su pequeña e insignificante vida, lo normal es que se hubiera dejado caer al suelo agotado y aliviado. Pero ¿él lo hizo? No. Aquella era su gran oportunidad y la aprovechó de la manera más teatral posible. Con todas las miradas puestas en él, atravesó renqueante el auditorio en ruinas como un pájaro herido, débil como no os podéis llegar a imaginar, derechito hacia las altas esferas. ¿Qué se proponía hacer? Nadie lo sabía ni se aventuraba a imaginárselo (vi cómo se estremeció el primer ministro cuando el chico estiró la mano). Y entonces, llegados al clímax de aquella pequeña farsa, todo se esclareció: el legendario amuleto de Samarkanda —bien alto para que todo el mundo pudiera verlo— volvía al seno del gobierno. El crío ni siquiera olvidó inclinar la cabeza con deferencia en una reverencia.
¡Aquello causó furor en toda la sala!
Menuda actuación, ¿eh? De hecho, antes que su habilidad para tiranizar genios, aquella forma instintiva de complacer a la audiencia me sugirió que el chico probablemente estaba destinado a la fama mundial.[1] La verdad sea dicha, sus acciones obtuvieron el efecto deseado; en cuestión de segundos se convirtió en el centro de una admirada atención.
Desapercibido entre todo aquel alboroto, abandoné la forma de Ptolomeo y tomé la apariencia de un diablillo menor que (cuando la marabunta retrocedió) se suspendió en el aire, al lado del chico, en actitud humilde. No deseaba que repararan en mis verdaderas habilidades. Alguien podría atar cabos y relacionarme con el aguerrido genio que había escapado hacía poco de la prisión del gobierno.
El hombro de Nathaniel era el puesto de mira ideal para observar las repercusiones de la tentativa de golpe de Estado ya que, al menos durante unas horas, el chico fue el centro de atención. Allí donde iba el primer ministro y sus colegas, allí iba mi amo mientras respondía preguntas apremiantes y se daba un atracón de dulces reconstituyentes que los subalternos le ofrecían.
Una vez realizado el recuento sistemático de las bajas, en la lista de desaparecidos aparecían cuatro ministros (por fortuna de ministerios inferiores) y un solo subsecretario.[2] Además, varios hechiceros habían sufrido deformaciones faciales y corporales graves o habían padecido otro tipo de molestias.
El alivio general pronto se convirtió en rabia. Una vez que Ramuthra hubo desaparecido, los hechiceros pudieron poner a trabajar a sus esclavos en las barreras mágicas de las puertas y las paredes y pronto irrumpieron en la casa. Heddleham Hall acabó patas arriba pero, aparte de unos cuantos sirvientes, el cuerpo del anciano y un chico furioso en un lavabo, no encontraron a nadie más. Como era de suponer, el hechicero con cara de pez, Rufos Lime, se había ido y tampoco había señal alguna del hombre alto de barba negra que se había encargado de la puerta. Por lo visto, ambos se habían esfumado sin dejar rastro.
Nathaniel también envió a los investigadores a la cocina, donde encontraron a unos cuantos pinches temblando y apiñados en una despensa. Dijeron que hacía más o menos una media hora,[3] el cocinero jefe había soltado un gran alarido, había estallado en llamas azules y había comenzado a hincharse hasta alcanzar una estatura descomunal y aterradora antes de desvanecerse en una ráfaga de azufre. Tras la inspección, se halló una cuchilla de carnicero hundida en la mampostería de la chimenea, el último recuerdo de la esclavitud[4] de Faquarl.
Con los principales conspiradores muertos o desaparecidos, los hechiceros se dispusieron a interrogar a los sirvientes en el salón. Sin embargo, resultó que no sabían nada de la conspiración. Explicaron que, a lo largo de las semanas anteriores, Simón Lovelace se había encargado de reamueblar de arriba abajo el auditorio y les había prohibido el paso a aquella sala. Unos trabajadores que no vieron en ningún momento, acompañados de infinitas luces de colores y sonidos extraños, habían construido el suelo de cristal y habían embutido la alfombra[5] nueva bajo la supervisión de cierto caballero bien vestido de cara redonda y barba rojiza.
Una nueva pista. Mi amo les informó con ansiedad e impaciencia de que había visto a aquella persona dejar la casa aquella misma mañana, por lo que enviaron de inmediato varios mensajeros con su descripción a la policía de Londres y a la de los condados de los alrededores para alertarlos.
Cuando todo lo que se podía hacer estuvo hecho, Devereaux y sus principales ministros se refrescaron con champán, embutidos y frutas en gelatina, y escucharon con atención la historia de mi amo. Y vaya historia. Un embuste detrás de otro. Incluso yo, con mi larga experiencia en la falsedad humana, me quedé pasmado por las trolas con las que salió el crío. Para ser francos, el chaval sí que tenía muchas cosas que ocultar. El robo del Amuleto, por ejemplo, o mi pequeña entrevista con Sholto Pinn. Sin embargo, muchas de sus bolas fueron del todo innecesarias. Tuve que quedarme sentado en su hombro y escuchar que se refería a mí como un «diablillo menor» (cinco veces), una «especie de trasgo» (dos) e incluso (una vez) un «homúnculo».[6] ¿No es increíble? ¡Fue insultante!
Aunque aquello no fue ni la mitad. Les contó (con los ojos muy abiertos y tristones) que su amado maestro, Arthur Underwood, hacía tiempo que sospechaba de Simon Lovelace, pero que nunca había conseguido ninguna prueba de algún delito. Hasta el fatídico día en que, por casualidad, Underwood percibió que el amuleto de Samarkanda estaba en posesión de Lovelace. Antes de que pudiera comunicárselo a las autoridades, Lovelace y sus genios fueron a su casa con la intención de asesinarlo. Underwood, junto a John Mandrake, su fiel aprendiz, había opuesto una fuerte resistencia. Incluso la señora Underwood había echado una mano, había tratado heroicamente de enfrentarse a Lovelace ella sola. Todo en vano. El señor y la señora Underwood resultaron asesinados y Nathaniel había huido para poner su vida a salvo ayudándose solamente de un diablillo menor. La verdad es que había lágrimas en sus ojos mientras relataba todo aquello; era como si se estuviera creyendo las paparruchas que estaba soltando.
Ahora viene la mayor de sus mentiras: al no contar con ninguna prueba que demostrara la culpabilidad de Lovelace, Nathaniel había viajado a Heddleham Hall con la esperanza de poder detener aquel terrible crimen de alguna forma. Se alegraba de haber conseguido salvar la vida de los nobles gobernadores de su país, etc., etc. Sinceramente, suficiente para hacer llorar a un diablillo.
Pero se lo tragaron. No dudaron ni de una sola palabra. Se zampó otro tentempié, un trago de champán y, a continuación, fue llevado en volandas hasta la limusina ministerial para regresar a Londres donde seguiría con el informe.
Yo también fui, claro está. No iba a quitarle los ojos de encima por nada del mundo. Todavía le quedaba una promesa por cumplir.