Bartimeo
Y entonces ocurrió. Los planos cercanos a la grieta se desincronizaron, como si los estiraran por los lados a velocidades diferentes. Era como si tuviera la vista desenfocada, como cuando acabas de recibir un golpe en la cabeza. De súbito veía siete ventanas donde solo había una, las siete en una posición ligeramente diferente. Era muy confuso.
Si lo que Lovelace había invocado era lo bastante poderoso como para trastocar los planos de aquella manera, entonces todos los que estábamos dentro de la estrella de cinco puntas ya podíamos ponernos a rezar. Tenía que estar muy cerca. No aparté los ojos de la grieta.
Amanda Cathcart pasó junto a nosotros, chillando, con la melena de un color azul que le sentaba muy bien. Todos sin excepción habían sido testigos de un par de cambios más: dos hechiceros, a hurtadillas, se habían acercado demasiado a la tarima en un intento inútil de atacar a Lovelace y habían acabado con los cuerpos alargados de forma desagradable. A uno le creció la nariz de forma esperpéntica, mientras que la del otro desapareció.
—¿Qué está ocurriendo? —preguntó el chico en un susurro.
No respondí. La grieta se estaba abriendo.
Los siete planos se deformaron como miel removida. La grieta se ensanchó y algo similar a un brazo apareció a través de ella. Era muy transparente, como si estuviera hecho del más perfecto de los cristales; de hecho, habría sido del todo invisible si no fuera por el torbellino y los remolinos que creaban las convulsiones de los planos a su alrededor. El brazo tanteó alrededor a modo de prueba, parecía estar probando las extrañas experiencias del mundo físico. Distinguí cuatro protuberancias alargadas o dedos al final del brazo. Estos, como el ser, no tenían sustancia en sí y su forma solo se adivinaba gracias a las perturbaciones fluctuantes del aire a su alrededor.
Abajo, Lovelace retrocedió mientras sus dedos buscaban con nerviosismo el tacto tranquilizador del Amuleto entre los botones de la camisa.
Gracias a la distorsión de los planos, los demás hechiceros vieron el brazo por primera vez.[1] Lanzaron una gama variada de grititos de miedo que, desde el del hombre más grande y peludo hasta la mujer más pequeña y chillona, cubrieron un registro armónico de varias octavas. Unos cuantos valientes corrieron al centro de la estancia y obligaron a sus genios presentes a que arrojaran detonaciones y magia a discreción en dirección a la grieta. Aquello resultó ser un error. Ni un solo rayo o explosión estalló cerca del brazo, o bien se alejaban con un silbido para acabar estampándose contra las paredes y el techo, o bien caían al suelo como el goteo de un grifo después de quedarse sin energía.
Al chico le colgaba tanto la mandíbula que un roedor la hubiera podido utilizar de columpio.
—E-esa cosa —tartamudeó—. ¿Qué es?
Buena pregunta. ¿Que qué era aquello? ¿Aquella cosa que distorsionaba los planos y que trastocaba la magia más poderosa cuando lo único que había asomado era un brazo? Podría haber respondido algo dramático y sobrecogedor como: «¡La muerte de todos nosotros!», pero no nos hubiera llevado a ninguna parte. Además, lo hubiera vuelto a preguntar.
—Bien bien no lo sé —contesté—. A juzgar por las precauciones que se está tomando para entrar, no deben de invocarlo muy a menudo. Seguramente está sorprendido y muy enojado, pero ha dejado muy clarito lo poderoso que es. ¡Mira a tu alrededor! Dentro de la estrella de cinco puntas la magia no funciona, las cosas están comenzando a cambiar de forma, las leyes normales se están deformando, ya no sirven. Los más poderosos de entre los nuestros siempre traen el caos del Otro Lado con ellos. No me extraña que Lovelace necesitara el amuleto de Samarkanda para protegerse.[2]
Al poco, al brazo gigante y transparente le siguió un hombro musculoso y transparente de más de un metro de largo. Y algo similar a una cabeza comenzó a asomar a través de la grieta. Una vez más solo se trataba de un contorno. A través de aquel, las ventanas y los árboles de la lejanía se veían a la perfección. Alrededor de la figura, los planos fluctuaron en un nuevo frenesí.
—Lovelace no puede haber invocado eso él solo —dije—. Alguien ha tenido que ayudarle, y no me refiero únicamente a ese viejo espantajo que mataste ni al tipo sudoroso de la puerta. Alguien con poder de verdad tiene que haberle echado una mano.[3]
El gran ente se dio un impulso apoyándose en la grieta. Apareció un nuevo brazo y lo que tenía la pinta de ser un torso. La mayoría de los hechiceros se apiñaban contra las paredes de la sala, pero unos cuantos cerca de las ventanas fueron alcanzados por una onda expansiva que recorrió los planos. Sus rostros cambiaron. El de uno de los hombres se convirtió en el de uno de las mujeres; el de una de las mujeres, en el de un niño. Enloquecido por la transformación, un hechicero corrió a ciegas hacia la tarima. En cuestión de segundos, su cuerpo se volvió líquido y la grieta lo absorbió en un brusco remolino. Mi amo quedó aterrorizado, sin respiración.
Apareció una pierna enorme y transparente con un sigilo y una desenvoltura casi felina. La situación era desesperada. Sin embargo, en el fondo soy un optimista. Me percaté de que las ondas que emanaban del ser cambiaban la naturaleza de los sortilegios con los que topaba y aquello me dio esperanzas.
—Nathaniel —lo llamé—. Escúchame.
No respondió de inmediato. El panorama de los señores y las damas de su reino corriendo de un lado al otro como gallinas enloquecidas lo había dejado paralizado. Después de todo lo que había sucedido días atrás, casi había olvidado lo jovencito que era. En aquellos momentos no parecía un hechicero, solo un niño pequeño aterrorizado.
—Nathaniel.
—¿Sí? —contestó con voz débil.
—Escucha. Si salimos de esta estrechez, ¿sabes lo que tenemos que hacer?
—Pero ¿cómo vamos a salir de aquí?
—No te preocupes por eso. Si escapamos, ¿qué tenemos que hacer?
Se encogió de hombros.
—Entonces te lo diré yo. Tenemos que conseguir dos cosas: primero, quitarle el Amuleto a Lovelace. Eso es trabajo tuyo. —¿Por qué?
—Porque ahora mismo yo no puedo tocar el Amuleto; está absorbiendo cualquier cosa mágica que se le acerca y no me gustaría verme incluido sin querer. Tienes que hacerlo tú, pero trataré de distraerlo mientras te acercas. —Qué amable.
—Segundo —continué—: tenemos que invertir la invocación para enviar a nuestro amigo lejos de aquí. Eso es trabajo tuyo. —¿Otra vez trabajo mío?
—Sí, yo echaré una mano pispándole el cuerno de invocación a Lovelace. Tenemos que romperlo si vamos a hacer el trabajo. Pero tendrás que reunir a unos cuantos hechiceros para que pronuncien el conjuro de partida. Los más poderosos tienen que conocerlo, si es que siguen conscientes. No te preocupes, no tendrás que hacerlo tú.
El chico frunció el ceño.
—Lovelace tiene intención de hacerlo partir él sólito —dijo con una chispa de su energía habitual.
—Sí, y es un hechicero magistral, sumamente dotado y poderoso. De acuerdo, eso está claro. Vamos a por el Amuleto. Si nos hacemos con él, tú continúas y buscas la ayuda de los demás mientras yo me encargo de Lovelace.
Lo que habría respondido el chico nunca lo sabré porque, en ese preciso momento, el gran ente salió de la grieta y una onda expansiva particularmente fuerte recorrió todos los planos. Barrió las sillas abandonadas, unas se licuaron mientras que otras ardieron, y finalmente alcanzó la blanca y brillante estrechez en la que habíamos estado atrapados durante todo aquel tiempo. A su contacto, la membrana que nos envolvía explotó con un estrépito ensordecedor que me arrojó en una dirección y al chico en otra. Nathaniel aterrizó con dureza y se hizo un corte en la cara.
Cerca de allí, la cabeza grande y transparente se volvía lentamente.
—¡Nathaniel! —grité— ¡Levántate!
Nathaniel
La cabeza le retumbaba a causa de la explosión y sintió algo húmedo en la boca. Muy cerca, en medio del griterío estridente de la sala, una voz lo llamó por su nombre de nacimiento. Se puso en pie, tambaleante.
El ser había acabado de salir. Nathaniel sintió cómo su contorno se alzaba hasta el techo. Al otro lado, al fondo, una pina de hechiceros se hacinaban indefensos con sus diablillos. Y justo enfrente se alzaba Simón Lovelace, que le estaba gritando órdenes a su esclavo con una mano apretada contra el pecho y la otra extendida sin soltar el cuerno de invocación.
—¿Lo ves, Ramuthra? —chilló—. Tengo el amuleto de Samarkanda y, por tanto, tu poder no puede alcanzarme. ¡Cualquier otro ser que haya en esta sala, sea humano o espíritu, es tuyo! ¡Te ordeno que los destruyas!
El gran ente inclinó la cabeza para demostrar su asentimiento y se volvió hacia el grupo de hechiceros más cercano mientras arrojaba ondas expansivas por toda la habitación. Nathaniel comenzó a correr hacia Lovelace. A un lado vio una mosca fea zumbando a ras del suelo.
Lovelace se fijó en la mosca. Frunció el ceño y observó su avance sinuoso y rápido por el aire —primero se acercó al hechicero, luego retrocedió, a continuación volvió a aproximarse— mientras Nathaniel se acercaba a hurtadillas por detrás.
Cada vez más cerca, más cerca…
La mosca se lanzó en un ataque suicida contra el rostro de Lovelace, el hechicero se estremeció y, en ese momento, Nathaniel le saltó encima. De un brinco se subió a la espalda del hechicero y se agarró al cuello de la camisa con los dedos. Acto seguido, la mosca se convirtió en un mono tití que apresó el cuerno con unos deditos rápidos y codiciosos. Lovelace lanzó un grito y le dio un zarandeo al tití que acabó dándose de morros en el suelo. A continuación, se inclinó hacia delante con brusquedad y arrojó a Nathaniel por encima de la cabeza para que aterrizara de golpe.
El chico y el tití acabaron tumbados uno al lado del otro y Lovelace de pie frente a ellos. Las gafas del hechicero le pendían ladeadas de una oreja. Las manos de Nathaniel le habían desgarrado el cuello de la camisa por la mitad. La cadena de oro del amuleto de Samarkanda quedaba a la vista alrededor de la garganta.
—Así que rechazaste mi oferta —dijo Lovelace dirigiéndose a Nathaniel mientras se enderezaba las gafas—. Una lástima. ¿Cómo has escapado a Maurice? ¿Con la ayuda de esto? —Señaló el tití—. Me imagino que eso es Bartimeo.
Nathaniel se había quedado sin aliento y ponerse en pie le resultó doloroso. El tití ya se había enderezado e iba haciéndose cada vez más grande, su forma iba cambiando.
—Venga —le silbó a Nathaniel—. Antes de que tenga oportunidad de…
Lovelace hizo una señal y pronunció una sílaba. Una figura corpulenta se materializó a sus espaldas, una figura con cabeza de chacal.
—No tenía intención de invocarte —dijo el hechicero—. Los buenos esclavos son difíciles de encontrar y, hombre o genio, sospecho que seré el único que saldrá vivo de esta habitación. Pero viendo que Bartimeo está aquí, no me parece justo negarte la oportunidad de acabar con él. —Lovelace señaló con desenfado la gárgola, que en aquellos momentos estaba junto a Nathaniel cogiendo impulso para saltar—. Esta vez, Jabor —continuó—, no me falles.
El demonio con cabeza de chacal dio un paso al frente. La gárgola soltó una maldición y se alejó volando como un rayo. Dos alas surcadas de venas rojas se desplegaron de la espalda de Jabor. Las batió una vez con un crujido parecido al chasquido de unos huesos rotos y salió detrás de él.
Nathaniel y Lovelace se quedaron solos mirándose a los ojos. El dolor que Nathaniel sentía en la zona del diafragma había remitido un poco por lo que fue capaz de ponerse en pie. No apartaba la mirada del brillo dorado en el cuello del hechicero.
—¿Sabes, John? —dijo Lovelace dándose unos golpecitos desenfadados en la palma de una mano con el cuerno—. Si hubieras tenido la suerte de ser mi aprendiz desde un principio, juntos habríamos hecho grandes cosas. Veo algo en ti, es como mirarme en un espejo cuando tenía tu edad. Compartimos las mismas ansias de poder —al sonreír dejó a la vista una hilera de dientes blancos—, pero la debilidad y la mediocridad de Underwood te han echado a perder.
Se interrumpió un instante cuando un hechicero de piel brillante gracias a unas diminutas escamas azules iridiscentes, y que no dejaba de lanzar alaridos, se tambaleó entre los dos. Desde toda la sala llegaban las resonancias sobrecogedoras y confusas de la magia distorsionándose y malográndose al topar con las ondas expansivas de Ramuthra. La mayoría de los hechiceros y sus diablillos se apilaban contra la pared del fondo, uno encima de otro tratando de escapar. El poderoso ser se dirigió hacia ellos con pasos cansinos dejando tras de sí un rastro de escombros transformados: sillas mutadas, bolsos y pertenencias desperdigados… Todo quedaba alargado, retorcido y desprendía brillos de tonalidades y colores sobrenaturales. Nathaniel trató de apartarlo de su mente y de concentrarse en la cadena del Amuleto para prepararse para un nuevo intento.
Lovelace sonrió.
—Ni siquiera a estas alturas te das por vencido —observó—. Y es precisamente de eso de lo que te estoy hablando, de tu voluntad de hierro. Es perfecta, pero si hubieras sido mi aprendiz, te habría enseñado a controlarla hasta que supieras utilizarla. Si quiere sobrevivir, un verdadero hechicero ha de ser paciente.
—Sí —contestó Nathaniel con voz ronca—, ya me lo han dicho.
—Pues deberías haber hecho caso. Bueno, ahora ya es demasiado tarde para salvarte, me has causado demasiados problemas. Además, aunque así lo quisiera, aquí dentro no puedo hacer nada por ti, el Amuleto no puede compartirse.
Comprobó un instante dónde estaba Ramuthra. El demonio había acorralado a un corrillo alejado de hechiceros y se estaba inclinando hacia ellos para cogerlos entre los dedos. El griterío estremecedor cesó en seco.
Nathaniel hizo un leve movimiento. Al instante, los ojos de Lovelace se volvieron hacia él.
—¿Seguimos luchando? —preguntó—. Si no puedo confiar en ti para que te estés quietecito y mueras con el resto de esos idiotas y cobardes, entonces tendré que deshacerme de ti primero. Tómatelo como un cumplido, John.
Se llevó el cuerno a los labios y dio un soplido corto. Nathaniel sintió un cosquilleo por toda la piel y un cambio a sus espaldas.
Ramuthra se había detenido al oír el cuerno. La fluctuación de los planos que definían su contorno se intensificó, como si de él emanase una emoción fuerte, tal vez la cólera. Nathaniel vio que se daba la vuelta. Parecía que estuviera mirando a Lovelace desde la otra punta de la sala.
—¡No vaciles, esclavo! —gritó Lovelace—. ¡Has de obedecer mi voluntad! El chico ha de morir primero.
Nathaniel sintió una mirada de otro mundo sobre él. Con una claridad extraña y medio inconsciente, se fijó en un bello tapiz dorado que colgaba de una de las paredes, detrás de la cabeza del gigante. Parecía más grande de lo que debería ser enfocado con nitidez, como si el cuerpo del demonio lo ampliara.
—¡Adelante! —La voz de Lovelace sonó cascada y seca. Una gran onda expansiva y ondulante emanó del demonio y convirtió una lámpara de araña cercana en una bandada de pajarillos amarillos que revolotearon por las vigas de la sala antes de disolverse. Tras dar la espalda con movimientos pesados a los hechiceros que quedaban, se dirigió hacia Nathaniel.
Al chico se le encogieron las entrañas. Retrocedió.
A su lado, oyó a Lovelace reírse entre dientes.
Bartimeo
Allí estábamos de nuevo, Jabor y yo, como una pareja de baile, yo retrocedía, él me perseguía, sincronizados paso con paso. Volamos por la caótica sala sorteando a los humanos a la carrera, las explosiones de magia desperdiciada y las ondas expansivas que emanaban del poderoso ser que se alzaba en el centro de la estancia. Jabor tenía una expresión que tanto podría significar fastidio como vacilación, puesto que aquel nuevo entorno era capaz de poner a prueba incluso su increíble resistencia. Decidí minarle la moral.
—¿Cómo se siente uno al ser inferior a Faquarl? —le pregunté mientras me agazapaba detrás de una de las pocas lámparas de araña que quedaban—. Por lo que veo, Lovelace no va a poner su vida en peligro invocándole.
Desde el otro lado de la araña, Jabor trató de lanzarme una pestilencia, pero una onda de energía la distorsionó y la convirtió en una nube de flores preciosas que cayeron al suelo con delicadeza.
—Monísimo —reconocí—. Ahora, lo suyo sería que aprendieras a presentarlas como es debido. Si quieres, te presto un jarrón.
No creo que su capacidad para comprender insultos diera lo suficiente como para captar aquel, aunque lo que sí captó fue el tono y eso provocó una respuesta oral.
—¡¡ME HA INVOCADO A MÍ PORQUE SOY MÁS FUERTE!! —bramó, arrancando la araña del techo y arrojándomela. La esquivé con gracia danzarina y se hizo añicos contra la pared. Cayó como una lluvia de pequeños fragmentos de cristal sobre las cobardes azoteas de los hechiceros.
Jabor no parecía especialmente impresionado por aquella elegante maniobra.
—¡¡COBARDE!! —me gritó—. ¡¡YA ESTÁS ESCABULLÉNDOTE, ARRASTRÁNDOTE, CORRIENDO Y ESCONDIÉNDOTE COMO SIEMPRE!!
—A eso se le llama inteligencia —contesté haciendo una pirueta en el aire, arrancando un trozo de madera astillada de una viga del techo y arrojándosela estilo jabalina. No se molestó en apartarse, sino que dejó que se partiera contra su hombro y que cayera al suelo. Avanzó. A pesar de mis ingeniosas palabras, ni escabullirme, ni arrastrarme, ni correr ni esconderme iban a servirme de mucho y, tras echar un vistazo a mi alrededor, vi que la situación empeoraba por momentos. Ramuthra[4] se había dado la vuelta y estaba cruzando la estancia en dirección al hechicero y a mi amo. No era difícil adivinar qué se proponía Lovelace; el chico se había convertido en algo más que una molestia como para dejarlo vivir un segundo más. Comprendía su punto de vista.
Además, Lovelace seguía teniendo el cuerno y todavía llevaba el Amuleto. Hasta el momento no habíamos conseguido nada. Tenía que distraerlo de algún modo antes de que Ramuthra se acercara lo suficiente como para destruir al chico. De repente, me vino una idea a la cabeza. Interesante… Claro que primero tendría que sacarme a Jabor de encima un ratito y eso se decía muy rápido, pues Jabor era un tipo de lo más insistente.
Sorteé sus dedos extendidos y me lancé más o menos hacia el centro de la estancia. Debido a la proximidad de la grieta, hacía tiempo que la tarima no era más que una especie de sustancia grumosa. Había sillas y zapatos desparramados por todas partes, pero nadie con vida cerca de allí.
Me dejé caer en picado. Detrás, oí que Jabor se lanzaba tras de mí a la carrera.
Cuanto más me acercaba a la grieta, más presión notaba en mi esencia. Sentí que algo tiraba de mí desde la espalda, que me aspiraba. El efecto era desagradablemente similar a una invocación. Cuando llegué al límite de lo que podía soportar, me detuve en el aire, di una brusca voltereta y me enfrenté a Jabor que venía detrás. Allí estaba, disminuyendo la velocidad, con los brazos extendidos y enfurecido, ajeno al peligro que acechaba a mi espalda. Lo único que Jabor deseaba era ponerle las garras encima a mi esencia, desgarrarme como a una de sus víctimas de la antigua Ombos[5] o de Fenicia. Sin embargo, yo no era un humano insignificante que retrocedía y se encogía de miedo entre las sombras del templo. Yo soy Bartimeo, no un cobarde. No cedí terreno.[6]
Jabor se abalanzó sobre mí. Yo adopté una pose de lucha. Él abrió la boca para lanzar su aullido de chacal.
Batí las alas una vez y me elevé una fracción. Cuando pasó como un rayo por debajo de mí, me di la vuelta y le di una patada en el trasero con todas mis fuerzas. Iba demasiado rápido como para detenerse en seco, especialmente gracias a mi amistosa ayuda. Desesperado, propulsó las alas hacia delante para frenarse, aminoró la velocidad y comenzó a volverse, gruñendo.
La grieta comenzó a tirar de él y en su rostro apareció una expresión de sorpresa. Trató de batir las alas, pero no se movieron como debían hacerlo. Era como si estuvieran sumergidas en un almíbar fluido. La grieta comenzó a succionar las puntas de sus alas que dejaban unos trazos de una sustancia negra grisácea. Se trataba de su esencia que comenzaba a irse. Hizo un esfuerzo descomunal y, de hecho, consiguió dar un paso hacia mí. Levanté el pulgar en señal de aprobación.
—Bien hecho —dije—. Calculo que has avanzado unos cinco centímetros. Sigue así. —Hizo un nuevo esfuerzo hercúleo—. ¡Otro centímetro! ¡Buen intento! Pronto me pondrás las manos encima.
Para animarlo, extendí un impertinente pie en su dirección y lo balanceé delante de su cara, fuera del alcance. Gruñó y trató de atraparlo, pero debajo de la superficie de sus miembros su esencia iba desapareciendo en un remolino atraída por la grieta. Su tono muscular cambiaba ante mis ojos y adelgazaba por momentos. A medida que su fuerza disminuía, la intensidad de la absorción de la grieta aumentaba y Jabor comenzó a retroceder. Al principio, lentamente; luego, más rápido.
Si Jabor hubiera tenido dos dedos de frente, podría haberse convertido en un mosquito o en algo así. Tal vez sin tanto músculo se habría librado de la fuerza gravitacional de la grieta. Un aviso amistoso podría haberlo salvado pero, pobre de mí, estaba demasiado ocupado observando cómo se descuajaringaba como para caer en ello hasta que fue demasiado tarde. Las patas traseras y las alas estaban mudando la piel y convirtiéndose en regueros líquidos de una materia negra grisácea y untuosa que desapareció por la grieta en una espiral, lejos de la Tierra. No debió de ser demasiado agradable para él, sobre todo porque la orden de Lovelace seguía encadenándolo aquí, pero su rostro no dejó entrever dolor alguno, solo odio. Así era él, hasta el final. Incluso cuando la parte de atrás de su cabeza perdía su forma, no apartó sus ojos rojos incandescentes de mí. A continuación, desaparecieron por la grieta y me quedé solo mientras agitaba mi mano en un sentido adiós.
No perdí demasiado tiempo en la despedida. Tenía otros asuntos que atender.
Nathaniel
—El amuleto de Samarkanda es un objeto fuera de lo común.
O bien por miedo o bien por un placer cruel en reafirmar su control, Lovelace insistía en mantener un monólogo con Nathaniel incluso con Ramuthra acercándose implacable hacia ellos. Era como si no pudiera callar. Nathaniel retrocedía despacio, indefenso, consciente de que no había nada que pudiera hacer.
—Ramuthra distorsiona los elementos, ¿sabes? —continuó Lovelace—. Por allí por donde pasa, los elementos se rebelan, y eso echa por tierra el cuidadoso orden del que depende toda la magia. Nada de lo que cualquiera de vosotros quisiera probar lo detendría, cualquier intento mágico sería un fracaso seguro. Ni podéis lastimarme ni podéis escapar. Ramuthra acabará con todos vosotros. Sin embargo, el Amuleto contiene una fuerza igual y opuesta a la de Ramuthra, de modo que yo estoy a salvo. Incluso podría elevarme hasta su boca para hallarme en medio del caos y no sentiría nada.
El demonio había salvado la mitad de la distancia hasta Nathaniel y estaba ganando velocidad. Tenía estirado uno de sus enormes brazos transparentes. Tal vez estuviera ansioso por comprobar a qué sabía el chico.
—Mi amado maestro me sugirió este plan —prosiguió Lovelace— y, como siempre, fue una inspiración. En estos momentos debe de estar observándonos.
—¿Te refieres a Schyler? —Ni siquiera a las puertas de la muerte, Nathaniel consiguió reprimir una despiadada satisfacción—. Lo dudo, está muerto escaleras arriba.
Por primera vez, el autocontrol de Lovelace flaqueó. Su sonrisa vaciló.
—Es cierto —insistió Nathaniel—. No escapé, lo maté.
El hechicero rió.
—No me mientas, niño.
—¡Simon! —lo llamó una voz suave y lastimera a sus espaldas, la de una mujer.
El hechicero volvió la vista atrás. Allí estaba Amanda Cathcart, al alcance de la mano, con el vestido rasgado y cubierto de barro, el pelo alborotado y, en aquellos momentos, de un tono cobrizo. Se acercó con paso renqueante, los brazos abiertos y el desconcierto y el terror grabados en su rostro.
—Oh, Simon —lloriqueó—. ¿Qué has hecho?
Lovelace palideció y dio media vuelta para enfrentarse a la mujer.
—¡No te acerques! —gritó. Había una nota de pánico en su voz— ¡Vete!
A Amanda Cathcart se le anegaron los ojos de lágrimas.
—¿Cómo has podido hacer esto, Simon? ¿Yo también voy a morir?
Se tambaleó hacia delante. Fastidiado, el hechicero alzó las manos para rechazarla.
—Amanda… lo… lo siento. Tenía… tenía que ocurrir.
—No, Simon. Me prometiste tantas cosas…
De lado, Nathaniel se acercó con sigilo. La confusión de Lovelace se convirtió en ira.
—¡Aléjate de mi, mujer, o llamaré al demonio para que te haga añicos! Mira, ¡ya casi está sobre ti!
Amanda Cathcart no se movió. Daba la impresión de que ya no le importaba nada.
—¿Cómo has podido usarme de esta manera, Simon? Después de todo lo que dijiste. No tienes palabra.
Nathaniel dio otro paso sigiloso. El contorno de Ramuthra ya se alzaba sobre él.
—Amanda, te lo advierto…
Nathaniel dio un salto hacia delante y se agarró a la camisa del hechicero. Sus dedos rasparon la piel del cuello de Lovelace y se cerraron alrededor de algo frío, duro y flexible: la cadena del Amuleto. Tiró de esta con todas sus fuerzas. La cabeza del hechicero sufrió una brusca sacudida hacia atrás y, entonces, algún eslabón de la cadena se rompió y esta cedió sin esfuerzo alguno.
Lovelace lanzó un alarido. Nathaniel cayó hacia atrás y dio varias vueltas de campana por el suelo mientras la cadena le golpeaba la cara. La tanteó desesperado con ambas manos y las cerró sobre el pequeño y fino óvalo que colgaba de la mitad de la cadena rota. En ese instante sintió que se deshacía de una carga, como si de repente una mirada despiadada clavada en él se hubiera desviado hacia otro lado.
El ataque sorpresa hizo que Lovelace se tambaleara en un primer momento, pero de inmediato se preparó para saltar sobre Nathaniel. Sin embargo, dos brazos esbeltos lo retuvieron.
—Espera, Simon, ¿vas a hacerle daño a un pobre crío?
—¡Estás loca, Amanda! ¡Déjame! El Amuleto… tengo que…
Por un instante trató de zafarse del abrazo desesperado de la mujer y entonces, la presencia imponente que se alzaba sobre él llamó su aterrada atención. Le temblaron las piernas. Ramuthra ya estaba muy cerca de ellos tres. A merced de la proximidad del poder absoluto de aquel ente, la tela de sus ropas se agitó con frenesí y el cabello se alborotó sobre sus caras. El aire que los envolvía resplandeció, como si estuviera cargado de electricidad.
Lovelace retrocedió y a punto estuvo de caer.
—¡Ramuthra! ¡Te lo ordeno, acaba con el chico! ¡Ha robado el Amuleto! ¡No está protegido de verdad! —Su voz no era convincente. Una mano enorme y transparente se adelantó. Lovelace redobló sus ruegos—. Entonces olvida al chico, ¡elimina a la mujer! ¡Primero elimina a la mujer!
En ese momento, la mano se detuvo. Lovelace reunió fuerzas y se deshizo del abrazo de la mujer.
—¡Sí! ¿Ves? ¡Ahí está! ¡Primero ella!
De todas partes y de ninguna llegó una voz de muchas voces hablando al mismo tiempo:
—NO VEO NINGUNA MUJER, SOLO UN GENIO SONRIENTE.
La expresión de Lovelace se endureció. Se volvió hacia Amanda Cathcart que lo había estado contemplando con una mirada de súplica agonizante. Ante sus ojos, las facciones de la mujer cambiaron lentamente. Una sonrisa de descaro triunfante animó su rostro de oreja a oreja y acto seguido, en un abrir y cerrar de ojos, uno de sus brazos salió disparado y arrancó el cuerno de invocación de la mano de Lovelace, quien apenas opuso resistencia. En menos que canta un gallo, Amanda Cathcart había desaparecido y un tití colgaba por la cola de una lámpara a unos cuantos metros de alto. El mono meneó el cuerno alegremente ante el aterrorizado hechicero.
—No te importa si me llevo esto, ¿verdad? —le dijo—. Donde vas, no lo necesitarás.
Fue como si las fuerzas abandonaran al hechicero, la piel le colgaba suelta y cetrina de los huesos y tenía los hombros hundidos. Dio un paso hacia Nathaniel, como si tuviera intención de reclamar el Amuleto sin demasiada energía. Entonces, una mano enorme lo envolvió y Lovelace se vio elevado por los aires. Arriba, hacia lo alto, su cuerpo iba cambiando y mutando a medida que ganaba altura. La cabeza de Ramuthra se inclinó para encontrarse con él y algo que debía de ser una boca pareció abrirse.
Segundos después, Simón Lovelace había desaparecido.
El demonio se detuvo para buscar al tití de sonrisa socarrona, pero, por lo visto, se había esfumado. Ignorando a Nathaniel, quien seguía tumbado en el suelo, se volvió con pesadez hacia los hechiceros de la otra punta de la sala.
Nathaniel oyó una voz familiar a su lado:
—Dos menos, solo queda uno —dijo.
Bartimeo
Estaba tan eufórico por el éxito de mi astuta trampa que me arriesgué a tomar la forma de Ptolomeo en cuanto la atención de Ramuthra se vio desviada hacia otro lado. Jabor y Lovelace habían desaparecido, así que solo faltaba ocuparse del gran ente. Propiné a mi amo una ligera patadita. Estaba tumbado de espaldas, acunando el amuleto de Samarkanda entre sus mugrientas manazas como una madre haría con su bebé. Dejé el cuerno de invocación en el suelo, junto a él.
Se incorporó con cierta dificultad hasta quedar sentado.
—Lovelace… ¿has visto…?
—Ajá, y no ha sido muy agradable que digamos.
Al tiempo que se ponía en pie con cierta rigidez, sus ojos desprendieron un brillo extraño, mitad asustado, mitad triunfante.
—Lo tengo —susurró—. Tengo el Amuleto.
—Sí —respondí a toda prisa—, bien hecho, pero Ramuthra sigue con nosotros y si queremos que alguien nos eche una mano, se nos está acabando el tiempo.
Volví la mirada hacia la otra punta del auditorio y mi euforia disminuyó. En aquellos momentos, los ministros del Estado presentes estaban en un estado lamentable, o bien estaban encogidos de miedo, mudos de asombro y aporreando las puertas, o bien se peleaban entre ellos por conseguir un lugar lo más alejado posible de Ramuthra. Un espectáculo poco edificante: era como ver una plaga de ratas peleándose en una alcantarilla. Y muy preocupante, pues ninguno de ellos parecía estar en las condiciones necesarias para pronunciar un complejo conjuro de partida.
—Vamos —dije—. Mientras Ramuthra acaba con algunos, podemos despabilar a los demás. ¿Cuál de ellos es más probable que recuerde la contrainvocación?
Nathaniel hizo una mueca.
—Ninguno, según parece.
—Aun así, tenemos que intentarlo. —Le tiré de la manga—. Venga. Ninguno de los dos sabemos el conjuro.[7]
—Habla por ti —respondió despacio—. Yo lo sé.
—¿Tú? —Me quedé un poco sorprendido—. ¿Estás seguro?
Me miró con el ceño fruncido. Físicamente, tenía un aspecto lamentable: paliducho, con moratones y sangrando, tambaleante… Sin embargo, una viva llama de determinación ardía en sus ojos.
—Esa posibilidad ni siquiera se te había pasado por la cabeza, ¿verdad? —dijo—. Sí, lo estudié.
Detecté más que una pequeña nota de vacilación en su voz, y también en sus ojos; la vi luchando contra su resolución, pero traté de no parecer escéptico.
—Es de alto nivel —le advertí—. Y complejo. Tendrás que romper el cuerno en el momento justo. No es el momento de hacernos el gallito. Todavía podrías…
—¿Pedir ayuda? No lo creo.
Ya fuera por el orgullo o por el sentido práctico, tenía toda la razón. Ramuthra ya casi estaba sobre los hechiceros. No existía posibilidad alguna de que pudieran ayudarnos.
—Hazte a un lado —me dijo—. Necesito espacio para pensar.
Dudé un instante. Por muy admirable que fuera su fortaleza de carácter, vi con toda claridad a dónde conducía aquello. Con o sin el Amuleto, las consecuencias de un conjuro de partida mal entonado son siempre desastrosas y esta vez yo las sufriría igual que él. No obstante, no vi ninguna otra alternativa.
Impotente, me hice a un lado. Mi amo recogió el cuerno de invocación y cerró los ojos.
Nathaniel
Cerró los ojos ante el caos del salón y respiró todo lo despacio y lo hondo que pudo. Los gritos de sufrimiento y de terror todavía llegaban hasta él, pero los apartó de su mente a fuerza de voluntad. Hasta aquí, ningún problema. Sin embargo, infinidad de voces internas le hablaban y no podía acallarlas. ¡Había llegado su momento! ¡El momento en que un millón de insultos y desdichas serían apartadas a un lado y olvidadas! Sabía el conjuro, lo había aprendido hacía mucho tiempo. Lo pronunciaría y todo el mundo se daría cuenta de que no podían volver a ignorarlo. ¡Siempre, siempre había sido menospreciado! Underwood pensaba que era un imbécil, un idiota que apenas era capaz de dibujar una estrella de cinco puntas. Se había negado a creer que su aprendiz supiera invocar a ningún tipo de genio. Lovelace lo había considerado débil, blando de corazón, infantil y, aun así, capaz de sentirse tentado ante la primera oferta de poder y estatus. También se había negado a aceptar que Nathaniel hubiera matado a Schyler; había ido al encuentro de su muerte sin creerlo. Y en aquellos momentos, ¡incluso Bartimeo, su propio siervo, dudaba de que supiera el conjuro de partida! Siempre, siempre lo habían infravalorado.
Sin embargo, ahora todo estaba en sus manos. En demasiadas ocasiones le habían hecho sentirse impotente: al encerrarlo en su habitación, al salvarlo del incendio, al ser robado por los plebeyos, al ser atrapado en la estrechez… El recuerdo de aquellas humillaciones lo corroía por dentro. No obstante, había llegado el momento de actuar, ¡iba a demostrarles quién era!
Su orgullo herido estuvo a punto de desbordarse, le martilleaba la cabeza; pero, en lo más profundo de su ser, bajo la desesperación por triunfar y por que todos lo reconocieran, otro deseo luchaba por tomar la palabra. Oyó a alguien gritar de miedo en la lejanía y un estremecimiento de compasión le recorrió el cuerpo. Si no conseguía recordar el conjuro, los desventurados hechiceros morirían. Sus vidas dependían de él y él poseía el conocimiento para ayudarlos. La contrainvocación, la partida. ¿Cómo era? Había leído el conjuro, sabía que lo había hecho. Lo había confiado a su memoria unos meses atrás. Sin embargo, no conseguía concentrarse, no conseguía recordarlo.
No había forma. Todos morirían, como la señora Underwood, y él habría vuelto a fallar. ¡Cómo deseaba Nathaniel poder ayudarlos! Sin embargo, el deseo a solas no era suficiente. Quiso salvar a la señora Underwood por encima de todas las cosas, quiso apartarla de las llamas. Si hubiera podido, habría dado su vida por la de ella. Pero no la había salvado. Se lo habían llevado de allí y ella se había ido para siempre. El amor de Nathaniel no había servido de nada.
Por un instante, la pérdida que había sufrido en el pasado y la intensidad de su deseo presente se mezclaron y sus ojos se anegaron en lágrimas que corrieron por sus mejillas.
Paciencia, Nathaniel.
Paciencia.
Tomó aire lentamente y el dolor se atenuó. A través de un gran abismo llegó la paz nunca olvidada del jardín de su maestro, volvió a ver los rododendros y sus hojas verde oscuro brillando a la luz del sol. Vio los manzanos mudando sus flores blancas y un gato tumbado en un muro de ladrillo rojo. Sintió el liquen bajo sus dedos, vio el musgo de la estatua y volvió a sentirse protegido del mundo exterior. Imaginó a la señorita Lutyens sentada a su lado, en silencio, dibujando… Lo embargó una sensación de paz.
Con la mente despejada, su memoria afloró.
Las palabras necesarias acudieron a sus labios pues las había aprendido mientras estaba sentado en el banco de piedra hacía un año o más.
Abrió los ojos y las pronunció con voz grave, clara y en alto. Al final de la decimoquinta sílaba, partió el cuerno en dos contra la rodilla.
Cuando el marfil se resquebrajó y las palabras resonaron, Ramuthra se detuvo en seco. Las ondas expansivas y resplandecientes que definían su contorno se estremecieron; primero, con suavidad; luego, con mayor fuerza. La grieta del centro de la habitación se abrió algo más. Y entonces, con pasmosa brusquedad, el contorno del demonio se arrugó y se contrajo al tiempo que se vio atraído hacia la grieta por donde acabó de desaparecer.
La rendija se cerró como si se tratara de una cicatriz curándose a velocidad vertiginosa.
Una vez hubo desaparecido, la sala pareció cavernosa y vacía. Una lámpara de araña y varios apliques volvieron a funcionar y proyectaban un débil resplandor aquí y allá. En el exterior, el cielo gris del anochecer iba adoptando tonalidades azuladas. El viento soplaba entre los árboles del bosque.
En la sala reinaba un silencio sepulcral. La pina de hechiceros y uno o dos diablillos con moratones y chichones ni pestañeaban. Lo único que se movió fue un chico que cojeaba en medio de la sala, con el amuleto de Samarkanda colgando de los dedos. La piedra central de jade lanzó un débil destello en la penumbra.
Sin abrir la boca, Nathaniel se dirigió hacia Rupert Devereaux, despatarrado y medio enterrado debajo del ministro de Exteriores, y colocó el Amuleto en sus manos con sumo cuidado.