41

Bartimeo

En cuanto entramos en el fatídico salón y el perímetro quedó sellado, los acontecimientos se desarrollaron a gran velocidad. Seguramente al chico ni siquiera le dio tiempo de admirar el tinglado que habían montado allí antes de que cambiara para siempre, pero, claro, mis sentidos están más desarrollados. Lo capté todo, hasta el último detalle, en un abrir y cerrar de ojos.

Primero, ¿dónde estábamos? Junto a la puerta cerrada, en la mismísima orilla del suelo circular de cristal al que se le había dado una superficie algo rugosa para que la suela de los zapatos no resbalara. No obstante, seguía siendo lo bastante diáfano para que la bella alfombra se transparentara. El chico estaba justo encima de la orilla de la alfombra, una orilla decorada con enredaderas entrelazadas. Cerca de nosotros, y diseminados por todo el salón, aguardaban sirvientes imperturbables junto a un carrito cargado de pastelitos y bebidas. Tal como había visto por la ventana, en el centro se encontraba el hemiciclo de sillas que, en aquellos momentos, se quejaban bajo los traseros reunidos de los hechiceros, quienes daban pequeños tragos a sus bebidas mientras medio escuchaban a la mujer. Amanda Cathcart había subido a la tarima del centro de la sala para darles la bienvenida. A su espalda, impertérrito, esperaba Simon Lovelace. La mujer estaba dando fin a su discurso.

—… Y, por último, permitidme que atraiga vuestra atención hacia la alfombra que podéis contemplar a vuestros pies. La encargamos en Persia y creo que es la más grande de Inglaterra. Si os fijáis bien, creo que descubriréis que estáis todos incluidos. —Se oyó un murmullo de aprobación y unas cuantas ovaciones—. La charla de esta tarde durará hasta las seis. A esa hora haremos un receso para cenar en los entoldados con calefacción del jardín, donde unos malabaristas letones nos entretendrán con sus espadas. —Ovaciones entusiastas—. Gracias. ¡Permitidme que os presente a vuestro verdadero anfitrión, el señor Simon Lovelace! —Aplausos forzados e irregulares.

Mientras la mujer seguía hablando, yo estaba ocupado susurrando en el oído del chico.[1] En aquel momento era un piojo, que es lo más pequeño que puedo hacerme. ¿Por qué? Porque quería evitar en lo posible que la efrit me detectara. Aparte de mí, ella era el único ser del otro mundo presente (por educación, los diablillos de los hechiceros habían sido dejados fuera mientras durara la conferencia), pero tarde o temprano me vería como una amenaza.

—Es nuestra última oportunidad —dije—. No sé qué es lo que Lovelace se trae entre manos, pero créeme que lo llevará a cabo ahora mismo, antes de que la efrit perciba el aura del Amuleto. Lo lleva colgando del cuello. ¿Podrías acercarte a hurtadillas por la espalda y dejarlo a la vista? Eso enfurecería a los hechiceros.

El chico asintió y comenzó a moverse con sigilo bordeando el hemiciclo. Sobre la tarima, Lovelace comenzó un discurso excesivamente adulador:

—Primer ministro, damas y caballeros, permítanme expresarles el honor…

Nos encontrábamos en el exterior del semicírculo y ante nosotros se abría un claro camino desde la orilla de las sillas de los hechiceros hasta la tarima. El chico comenzó a trotar a medio galope mientras yo lo espoleaba como un jockey hace con un caballo obediente (por no decir idiota).

Sin embargo, en cuanto pasó junto al primer diputado, una mano huesuda salió disparada y lo cogió por el pescuezo.

—¿Adonde crees que vas, sirviente?

Conocía aquella voz. Una voz que me trajo recuerdos desagradables de su orbe de desconsuelo. Era Jessica Whitwell, la mujer de las mejillas hundidas y el pelo corto y canoso. Nathaniel trató de zafarse. No perdí el tiempo, me lancé disparado hacia lo alto de la oreja, me dejé resbalar por la piel blanca y suave y me dirigí hacia la mano cerrada.

Nathaniel se retorció.

—¡Suélteme!

—… Es un placer y un privilegio… —Hasta el momento, Lovelace no había oído nada.

—¿Cómo te atreves a perturbar el desarrollo de esta reunión? —Sus afiladas uñas se clavaban cruelmente en el cogote del chico. El piojo se aproximó a su blanquecina y fina muñeca.

—No… lo… entiende —trató de decir Nathaniel medio asfixiado—. Lovelace tiene…

—¡Silencio, mocoso!

—… Encantado de teneros hoy aquí, a todos. Sholto Pinn envía sus disculpas, está indispuesto…

—Mételo en una estrechez, Jessica —le sugirió el hechicero de la silla de al lado—. Ya te ocuparás de él después.

Me acerqué a su muñeca. La parte inferior estaba surcada de venas azules.

Los piojos no son lo bastante grandes para lo que tenía en mente, así que me convertí en un escarabajo de pinzas extra afiladas. La piqué con entusiasmo.

El chillido de la mujer hizo que las lámparas de araña se estremecieran. Soltó a Nathaniel quien trastabilló hacia atrás con lo que casi salí disparado de su cogote. Habían interrumpido a Lovelace, quien se volvió con los ojos abiertos de par en par. Todo el mundo nos miraba.

Nathaniel alzó la mano y señaló.

—¡Cuidado! —graznó (el apretón del cuello casi lo había estrangulado)—. ¡Lovelace tiene el Amu…!

Una red de filamentos blancos se alzó a nuestro alrededor y se cerró sobre la cabeza de Nathaniel. La mujer bajó la mano y se chupó la muñeca sangrante.

—… leto de Samarkanda! ¡Va a mataros a todos! No sé cómo, pero va a ser horrible y…

Cansinamente, el escarabajo le dio unos golpecitos a Nathaniel en el hombro.

—No te canses —le recomendé—. Nadie puede oírte. Nos ha sellado.[2] —El crío parecía desconcertado—. ¿Nunca has estado en una? Los vuestros se lo hacen a los demás cada dos por tres.

Observé a Lovelace. Tenía los ojos clavados en Nathaniel y percibí la duda y la rabia que ardía en ellos antes de que se volviera despacio para retomar su discurso. Carraspeó a la espera de que el murmullo de los hechiceros cesara. Mientras tanto, una mano fue acercándose al estante oculto de la tribuna.

El chico se dejó llevar por el pánico y comenzó a arremeter débilmente contra las paredes correosas de la estrechez.

—Mantén la calma —le advertí—. Déjame ver; la mayoría de las estrecheces tienen puntos débiles. Si encuentro uno, podré sacarnos por ahí.

Me convertí en una mosca y, comenzando desde lo alto, empecé a volar en concienzudos círculos alrededor de las membranas de la estrechez en busca de un resquicio.

—Pero si no tenemos tiempo…

—Tú solo mira y escucha —le dije con suavidad para calmarlo.

No lo demostré, pero yo también estaba preocupado. El chico tenía razón, no teníamos tiempo.

Nathaniel

—Pero si no tenemos tiempo… —comenzó Nathaniel.

—¡Calla y mira!

La mosca volaba histérica por la prisión emitiendo un zumbido que sonaba presa del pánico.

Nathaniel apenas disponía de suficiente espacio para mover las manos y otro tanto le ocurría con las piernas y los pies. Era como estar dentro de un sarcófago o de un féretro lleno de puntas. Mientras lo asaltaban aquellos pensamientos, el horror de todo lo que había estado reprimiendo estalló en su interior. Contuvo la necesidad creciente de ponerse a gritar, respiró hondo y, para ayudar a distraerse, se concentró en lo que ocurría a su alrededor.

Tras la desafortunada interrupción, los hechiceros habían devuelto su atención al orador, quien actuaba como si nada hubiera sucedido.

—Al mismo tiempo, querría agradecerle a lady Amanda que nos haya prestado su preciosa casa… Por cierto, permitidme que atraiga vuestra atención hacia el fabuloso techo y su inestimable colección de lámparas de araña. Fueron rescatadas de entre las ruinas de Versalles después de las guerras napoleónicas y están hechas de cristal adamantino. Su creador…

Lovelace tenía mucho que decir sobre las arañas. Los diputados alzaron la vista al techo y exclamaron admirados. La opulencia del techo de la sala los encandiló.

Nathaniel se dirigió a la mosca:

—¿Ya has encontrado un punto débil?

—Todavía no. Está muy tupida —zumbó con enfado—. ¿Por qué tenías que dejarte atrapar? Aquí dentro estamos indefensos.

Indefensos, otra vez. Nathaniel se mordió el labio.

—Supongo que Lovelace va a invocar algo —dijo.

—Por supuesto. Tiene un cuerno para ese propósito, así que no tiene que pronunciar ningún conjuro. Eso le ahorra tiempo.

—¿Qué será?

—¿Quién sabe? Supongo que algo lo bastante grande como para enfrentarse a una efrit.

De nuevo, el pánico que luchaba por liberarse en un grito atenazó la garganta de Nathaniel. En el exterior, Lovelace seguía describiendo el intrincado techo. Nathaniel miraba a uno y otro lado tratando de interceptar la mirada de algún hechicero, pero todos estaban absortos en las maravillosas arañas. Hundió la cabeza en el pecho, desesperado.

Y percibió algo extraño por el rabillo del ojo.

El suelo… No era fácil estar seguro porque las luces se reflejaban en el cristal, pero creyó captar un movimiento, como si una veloz ola blanca atravesara la superficie desde la otra punta. Frunció el ceño, los filamentos de la estrechez le tapaban la visión, no podía estar seguro de lo que estaba viendo de verdad, pero era como si algo estuviera cubriendo la alfombra.

La mosca no paraba de dar vueltas cerca de su sien.

—Algo para salir del paso —continuaba—. No puede tratarse de nada demasiado poderoso o Lovelace tendría que utilizar una estrella de cinco puntas. El Amuleto está muy bien como defensa personal, pero los seres poderosos de verdad tienen que manejarse con sumo cuidado. Si los dejas ir a su aire, te arriesgas a una devastación total. Mira lo que le ocurrió a la Atlántida.

Nathaniel no tenía ni idea de lo que le ocurrió a la Atlántida. Seguía mirando el suelo. De súbito, se había dado cuenta de que cierta sensación de movimiento invadía toda la sala; el suelo estaba cambiando, aunque el cristal seguía en su sitio, sólido y firme. Miró entre sus pies y vio que la cara sonriente de una joven hechicera pasaba veloz por debajo del cristal seguida muy de cerca por la cabeza de un semental y las hojas de un árbol decorativo…

Fue entonces cuando cayó en la cuenta de lo que en realidad estaba sucediendo. No estaban cubriendo la alfombra. La estaban retirando con rapidez y sigilo. Y nadie más se había percatado. Mientras los hechiceros contemplaban boquiabiertos el techo, el suelo a sus pies cambiaba.

—Esto, Bartimeo… —lo llamó.

—¡¿Qué?! Estoy tratando de concentrarme.

—El suelo…

—Vaya. —La mosca se posó en su hombro—. Malo, malo.

Mientras Nathaniel seguía observando, el trenzado y ornamentado borde pasó por debajo de él y, a continuación, la orilla adornada con borlas. Desapareció y dejó a la vista una superficie reluciente, quizás de yeso, en la que había dibujadas unas grandes runas con tinta negra y brillante. Nathaniel supo de inmediato qué estaban pisando y un vistazo al resto de la sala le confirmó lo que ya sabía. Distinguió secciones de círculos perfectamente dibujados, dos líneas rectas que convergían en el vértice de una estrella, las elegantes líneas curvas de los caracteres rúnicos, rojos y negros…

—Una estrella de cinco puntas gigante —susurró—. Y todos estamos dentro.

—Nathaniel —dijo la mosca—. ¿Recuerdas que te he dicho que mantuvieses la calma y que no perdieses el tiempo moviéndote o gritando?

—Sí.

—Pues olvídalo. Muévete todo lo que puedas, tal vez consigamos atraer la atención de uno de esos idiotas.

Nathaniel se revolvió, agitó las manos y meneó la cabeza de un lado al otro. Gritó hasta quedarse ronco. A su alrededor revoloteaba la mosca al tiempo que iba desprendiendo un centenar de colores brillantes. Sin embargo, los hechiceros cercanos no se enteraron de nada. Incluso Jessica Whitwell, la más cercana, siguió admirando el techo con la mirada arrobada.

La aterradora impotencia que Nathaniel había experimentado la noche del incendio regresó de sopetón. El chico sentía que su energía y su resolución estaban agotándose.

—¿Por qué no miran? —gimió.

—Por pura codicia —respondió la mosca—. Están obsesionados con el lujo que da la riqueza. Esto no va bien. Intentaría lanzar una detonación, pero a esta distancia te mataría.

—Vale, pues no lo hagas —dijo Nathaniel.

—Si me hubieras liberado del conjuro de la reclusión indefinida —murmuró la mosca—, entonces podría salir de aquí y enfrentarme a Lovelace. Tú morirías, claro, pero salvaría a los demás, en serio, y les contaría cómo te has sacrificado. Sería… ¡Mira! ¡Ya ha empezado!

La vista de Nathaniel ya se había visto atraída hacia Lovelace, quien había hecho un movimiento repentino. De apuntar con las manos al techo, pasó a llevarlas a la parte posterior de la tribuna, con precipitación. Sacó algo, tiró al suelo el trapo que lo cubría y se llevó el objeto a los labios. Se trataba de un cuerno viejo, manchado y agrietado. Lovelace tenía la frente perlada de gotas de sudor que brillaban por la luz de las arañas.

Entre los presentes, algo lanzó un rugido de furia inhumano. Los hechiceros bajaron la cabeza, sorprendidos.

Lovelace sopló.

Bartimeo

Una vez retirada la alfombra y descubierta la gigantesca estrella de cinco puntas para la invocación, comprendí que nos encontrábamos ante algo serio. Lovelace lo tenía todo muy bien planeado. Todos, él incluido, estábamos atrapados dentro del círculo junto con lo que fuera a invocar desde el Otro Lado. Había barrotes en las ventanas y no cabía duda de que también los habría en las paredes, de modo que no había posibilidad alguna de escapar. Lovelace tenía el amuleto de Samarkanda y con su poder, él era inmune; pero los demás nos encontraríamos a merced del ser que invocara.

No le había mentido al chico. Sin una estrella de cinco puntas que los retenga, todos los hechiceros saben dónde está el límite para invocar a uno u otro ser. Si se les da libertad, los seres más poderosos se empiezan a comportar como unos enajenados,[3] y el dibujo oculto de Lovelace significaba que la única libertad de la que aquel ser iba a disfrutar se circunscribiría al interior de aquellas cuatro paredes.

Sin embargo, aquello le bastaba y le sobraba al hechicero. Cuando su esclavo se fuera, solo él habría sobrevivido de entre los grandes del gobierno y se dispondría a asumir el mando.

Sopló el cuerno. Su bramido no se oyó en ninguno de los siete planos, pero en el Otro Lado debió de atronar.

Como era de esperar, la efrit fue la primera en actuar. Cuando el cuerno de invocación apareció a la vista, dejó escapar un potente alarido, cogió a Rupert Devereaux por los hombros y se dirigió hacia los ventanales más cercanos con creciente velocidad. Se estampó contra el cristal. Los barrotes mágicos desprendieron un fogonazo azul eléctrico y, con un impacto ensordecedor, se vio arrojada hacia la habitación y cayó rodando con Devereaux dando vueltas indefenso bajo su brazo.

Lovelace separó el cuerno de sus labios mientras esbozaba una sonrisa.

Los hechiceros más avispados comprendieron la situación en cuanto vieron que soplaba el cuerno. Como una lluvia de estrellas multicolor, varios diablillos aparecieron en algunos hombros. Otros invocaron ayuda de más peso; la mujer que teníamos al lado estaba murmurando un conjuro para invocar a su genio.

Lovelace bajó con cuidado de la tarima con la vista puesta en algo en lo alto. La luz bailaba en la superficie de sus gafas. Llevaba un traje elegante, sin arrugas. Daba la impresión de que la confusión que lo rodeaba no iba con él.

Vi un chispazo en el aire.

Desesperado, me lancé contra los filamentos de la red que nos envolvía en busca de un punto débil, pero no encontré ninguno.

Otro chispazo. Mi esencia se estremeció.

Nathaniel

Cuando los gruesos barrotes de hierro y plata se deslizaron para barrar todas y cada una de las puertas y ventanas, muchos hechiceros se pusieron en pie, perplejos, volviendo la cabeza de un lado al otro, y levantaron la voz alarmados. Hacía ya un rato que Nathaniel había dejado de agitarse, estaba claro que nadie iba a fijarse en él. Lo único que podía hacer era contemplar cómo, a cierta distancia de él, un hechicero apartaba la silla a un lado, alzaba una mano y arrojaba una bola de fuego a Lovelace a una distancia de tan solo un par de metros. Para sorpresa del hechicero, a medio camino la bola se desvió ligeramente de su rumbo y desapareció en el centro del pecho de Lovelace, que no apartaba los ojos del techo y ni se inmutó.

La mosca zumbaba de un lado al otro, dándose cabezazos contra la pared de la estrechez.

—Eso es cosa del Amuleto —dijo—. Absorberá lo que le lancen.

Jessica Whitwell había terminado su conjuro. A su lado, un genio paticorto se suspendía en el aire. Había adoptado la forma de un oso negro. Jessica señaló con un dedo y lanzó una orden. El oso avanzó por el aire moviendo las patas como si estuviera nadando.

Otros hechiceros lanzaron ataques a Lovelace. Durante casi un minuto, fue el centro de una tormenta de rayos de una fuerza furibunda y crepitante. El amuleto de Samarkanda lo absorbió todo y Lovelace ni se inmutó, limitándose a pasarse una mano por el cabello para retirárselo hacia atrás.

La efrit se había puesto en pie y, tras apoltronar en una silla al mareado primer ministro, se lanzó a la carga de un salto. Sus alas eran brillantes y veloces, pero Nathaniel se percató de que se aproximaba a Lovelace dando un rodeo muy curioso, como si evitara el aire que pendía sobre la tarima.

Unos cuantos hechiceros habían alcanzado la puerta de la sala y trataban de forcejear con los picaportes en vano.

La efrit lanzó una magia poderosa contra Lovelace. O iba demasiado deprisa o solo podía verse en un plano al que Nathaniel no tenía acceso, porque lo único que este distinguió fue un rastro de una fumarada que alcanzó al hechicero en un instante. No ocurrió nada. La efrit ladeó la cabeza, como si estuviera desconcertada.

Al otro lado, el genio con forma de oso negro se acercaba a Lovelace con gran rapidez. Dos uñas en forma de cimitarra aparecieron en cada garra.

Los hechiceros corrían a la desbandada hacia las ventanas, la puerta o a cualquier otra parte seguidos por su hueste de diablillos ululantes.

En ese momento, algo le ocurrió a la efrit. Para Nathaniel, fue como si estuviera contemplando el reflejo de la efrit en un estanque y, de repente, algo perturbara la superficie, como si la efrit se hiciera añicos. Su cuerpo se dividió en un millar de fragmentos trémulos que se vieron succionados hacia el aire que pendía sobre la tarima. Segundos después, había desaparecido.

El genio en forma de oso negro dejó de palmotear en el aire. Las zarpas se retrotrajeron de repente y desaparecieron de la vista. Con gran discreción, dio marcha atrás.

La mosca zumbaba nerviosa en la oreja de Nathaniel.

—¡Ya ha empezado! —chilló presa del pánico—. ¿Es que no lo ves?

Nathaniel no veía nada.

Una mujer pasó corriendo con la boca abierta por el terror. Su cabello desprendía unos pálidos destellos azulados.

Bartimeo

La mayoría de los hechiceros no se había dado cuenta de nada hasta que vieron a la efrit. Aquello fue el detonante, el aperitivo de lo que vendría después, aunque en realidad habían sucedido muchas cosas durante los segundos anteriores. La efrit no había tenido suerte, nada más. En su apuro por destruir lo que amenazaba a su amo, se había acercado demasiado a la grieta.

La rendija que se había abierto en el aire estaba a unos cuatro metros de altura y solo se podía ver en el séptimo plano. Tal vez unos cuantos diablillos la alcanzaban a ver, pero ninguno de los humanos hubiera podido hacerlo.[4] No se trataba de una abertura limpia, bien definida y vertical, sino diagonal y de bordes recortados, como si el aire fuera una tela gruesa y fibrosa y la hubieran rasgado. La había visto formarse desde mi prisión. Después del primer chispazo sobre la tarima, el aire había vibrado, se había distorsionado de forma frenética y, por último, se había abierto a lo largo de aquella línea.[5]

En cuanto apareció la grieta, los cambios comenzaron.

La tribuna de la tarima mutó. La madera de la que estaba hecha se transformó en barro, luego en un metal extraño y naranja y, a continuación, en algo que tenía todo el aspecto de cera de vela. Se combó un poco, como si se estuviera derritiendo por uno de los lados.

Unas briznas de hierba crecieron en la superficie de la tarima.

Las piezas de cristal de la lámpara de araña que había justo encima se convirtieron en gotitas de agua que colgaron suspendidas durante un segundo, desprendiendo brillos de varios colores, y luego se precipitaron al suelo en forma de lluvia.

Un hechicero corría hacia una de las ventanas. Las líneas de su chaqueta de mil rayas se ondulaban como una serpiente de cascabel.

Nadie se percató de estos primeros e insignificantes cambios, ni de una docena por el estilo. Tuvo que ser la suerte de la efrit la que les hizo comprender lo que sucedía.

El caos se apoderó de la habitación, humanos y diablillos chillaban y balbucían por doquier. Como si aquello no fuera con nosotros, Lovelace y yo observábamos la grieta. Estábamos esperando a que algo apareciera a través de ella.