Nathaniel

40

El rayo de plasma negro como el carbón alcanzó el mostrador más cercano. El penacho del chamán, las vasijas y las pipas, el propio mostrador y una parte del suelo se evaporaron produciendo un ruido similar al de algo succionado de forma violenta por un desagüe. Un efluvio pestilente se alzó de la grieta del suelo.

Más o menos a un metro de distancia, Nathaniel dio una voltereta y se puso en pie. Se sintió mareado por la voltereta, pero no dudó. Corrió hacia el siguiente mostrador, el de los dados metálicos. Cuando el anciano hechicero volvió a alzar la mano, Nathaniel cogió tantos cubos como pudo y desapareció detrás de la librería más cercana. El segundo rayo de plasma estalló justo detrás de él.

Se detuvo un momento. Al otro lado de la estantería, el anciano hechicero chascó la lengua.

—¿Qué estás haciendo? ¿Es que vas a lanzarme más parásitos?

Nathaniel miró los objetos que tenía en la mano. No eran parásitos, pero por ahí andaba la cosa. Cubos de Praga, triquiñuelas de magos menores con los que traficaban hechiceros de castas inferiores. Cada cubo no era más que un parásito embotellado dentro de una carcasa metálica con cierta cantidad de polvos minerales. Cuando se los liberaba con una orden sencilla, los parásitos y los polvos entraban en combustión de una forma muy graciosa. Divertimentos tontos, nada más. Armas no, eso seguro.

Cada cubo iba envuelto en un papel con el sello del famoso logotipo de los alambiques de cristal de los alquimistas de Golden Lañe. Eran antiguos, seguramente del siglo XIX. Tal vez ni siquiera funcionaran.

Nathaniel escogió uno y lo lanzó, con envoltura y todo, por encima de las estanterías.

Gritó la orden de liberación.

Con una brillante lluvia de chispas plateadas y una tenue melodía, el diablillo del interior del cubo entró en combustión. Un ligero, aunque inconfundible, aroma a lavanda invadió la galería. El anciano hechicero estalló en sonoras carcajadas.

—¡Qué bonito! ¡Por favor, más! ¡Quiero oler la mar de bien cuando nos hagamos con el poder! ¿Tienes de flor de serbal? ¡Es mi preferido!

Nathaniel escogió un nuevo cubo. Trucos para fiestas o no, era lo único de que disponía.

Oyó el crujido de los zapatos del anciano hechicero por el pasillo central de la galería en dirección al pasillo en que se encontraba él. ¿Qué podía hacer? A ambos lados, las librerías le bloqueaban la salida. ¿O no? Los estantes no tenían fondo y podía ver por encima de los libros el pasillo contiguo. Si se escurría por allí…

Arrojó el siguiente cubo y tomó impulso frente al estante. Maurice Schyler dobló la esquina. Su mano se había vuelto invisible dentro del tembloroso núcleo de energía.

Nathaniel pasó por encima del segundo estante de libros como si se tratara de un saltador de alturas pasando por encima de la barra y murmuró la orden de liberación.

El dado explotó en la cara del anciano. Un destello de chispas púrpura silbaron y dieron vueltas hasta el techo; una marcha militar checa del siglo XIX sonó por breves instantes como acompañamiento. En el siguiente pasillo, cincuenta libros cayeron al suelo como un muro desmoronándose y Nathaniel acabó despatarrado encima de ellos.

Sintió, en vez de ver, que el tercer rayo de plasma destruía el pasillo que había quedado a sus espaldas.

—Muchacho… ¡el tiempo apremia! Estate quieto, por favor. —La voz del hechicero revelaba cierta nota de irritación.

Sin embargo, Nathaniel ya había vuelto a ponerse en pie y se lanzaba contra la siguiente estantería. Se movía demasiado deprisa para pararse a pensar, sin permitirse una pausa ni, menos aún, que el terror se apoderara de él y lo paralizara. Su principal objetivo era alcanzar la puerta del fondo de la galería. El anciano había dicho que allí había una estrella de cinco puntas.

—¡John, escucha!

Nathaniel cayó de culo en el siguiente pasillo, en medio de una lluvia de libros.

—Admiro tu resolución…

Un diccionario con tapas de piel le golpeó en la sien y le hizo ver unas lucecitas brillantes, pero se obligó a ponerse en pie.

—… pero es de locos buscar la venganza en nombre de tu maestro.

Se oyó un nuevo estallido de energía mágica y una nueva sección de librerías se vaporizó. La estancia se estaba llenando de un humo denso y acre.

—Es de locos y es antinatural. Yo mismo asesiné a mi maestro hace mucho tiempo. Además, si Underwood hubiera sido un hombre de valía, lo entendería.

Nathaniel lanzó el tercer cubo a sus espaldas que rebotó sin causar daño contra una mesa y no explotó. Se había olvidado de pronunciar la orden.

—Pero no era un hombre de valía, ¿verdad, John? Era un rematado imbécil. ¿Y ahora vas a dar tu vida por él? Deberías haberte mantenido al margen.

Nathaniel había alcanzado el pasillo final. No estaba lejos de la puerta del fondo de la estancia, que quedaba a unos cuantos pasos. Sin embargo, por primera vez se detuvo en seco. Una rabia desmedida lo invadió y sofocó su miedo.

Los zapatos crujieron suavemente. El anciano se acercaba arrastrando los pies por la galería, siguiendo el rastro de los libros desparramados, comprobando cada pasillo lateral a medida que avanzaba. No vio rastro del chico. Cerca de la puerta, se volvió hacia el último pasillo con la mano alzada y el rayo preparado…

Y chascó la lengua exasperado. El pasillo estaba vacío. Nathaniel, que había retrocedido hasta el pasillo anterior a través de los estantes, se le acercó por detrás con sigilo; contaba con el elemento sorpresa.

Tres cubos alcanzaron al hechicero y explotaron todos a una cuando se profirió la orden. Se trataba de una Girándula verde lima, de una Carambola vienesa rebotadora y de una Fogata ultramarina, y aunque el efecto de cada uno de ellos por separado hubiera sido modesto, juntos resultaron bastante impactantes. Un popurrí de baladas populares sonó y el aire se cargó al instante de los aromas del serbal, el edelweiss y el alcanfor. La explosión combinada levantó al anciano del suelo y lo arrojó contra la puerta del fondo de la galería, contra la que se golpeó con fuerza con la cabeza por delante. La puerta se derrumbó y el anciano se desplomó sobre ella con el cuello torcido de una forma extraña. La energía negra que palpitaba en su mano se extinguió al instante.

Lentamente, Nathaniel se abrió paso a través del humo con el último dado en la palma de la mano. El hechicero no se movió.

Tal vez estuviera fingiendo, ¿y si se levantaba de un salto listo para caer sobre él? Era una posibilidad. Tenía que estar preparado.

Se acercó un poco más, pero el anciano siguió sin moverse. Había llegado hasta los zapatos de piel desparramados del anciano. Otro medio paso… seguro que se levantaba ahora. Maurice Schyler no se levantó. Tenía el cuello roto, el rostro hundido contra un panel de la puerta y los labios algo separados. Nathaniel estaba lo bastante cerca como para poder contar las arrugas y los surcos de su mejilla; como para distinguir las venitas rojas que recorrían su nariz y le bordeaban el ojo que quedaba al descubierto…

Tenía el ojo abierto, pero con una mirada vidriosa, ciego. Parecía el de un pez en una plancha. Un mechón de cabello blanco y liso le caía encima.

Los hombros de Nathaniel se estremecieron. Por un segundo creyó que iba a romper a llorar.

Sin embargo, se obligó a permanecer inmóvil, a recobrar el aliento, a que cesase el temblor. Una vez consiguió reprimir la emoción, puso un pie sobre el cuerpo del anciano.

—Cometió un error —le susurró—. No hago esto por mi maestro.

La habitación que tenía delante era pequeña y carecía de ventanas. Tal vez en algún momento fue una despensa. En medio del suelo había dibujada una estrella de cinco puntas y, con sumo cuidado, se habían dispuesto a su alrededor velas y recipientes de incienso. Dos de las velas habían sido derribadas por el impacto de la puerta derrumbada por lo que Nathaniel volvió a enderezarlas con suma delicadeza.

En una de las paredes, un marco dorado colgaba de un clavo mediante una cuerda. El marco no encuadraba ni un cuadro ni un lienzo, sino una bella imagen de una sala circular, enorme y soleada, por la que deambulaba una multitud de figuras diminutas. Nathaniel comprendió al instante qué era aquel marco: un espejo mágico mucho más sofisticado y poderoso que su desaparecido disco de bronce. Se acercó para estudiarlo. Devolvía la imagen de un amplio auditorio lleno de sillas cuya alfombra brillaba de un modo extraño. Los ministros estaban entrando por uno de los laterales, riendo y charlando con las copas en la mano, al tiempo que iban aceptando unas plumas negras y elegantes y unas carpetas que les repartía una fila de sirvientes dispuestos junto a la puerta. El primer ministro estaba allí, en el centro de un enjambre de gente, mientras que la sombría efrit seguía a sus espaldas sin sacarle el ojo de encima. Lovelace todavía no había llegado. Sin embargo, en cualquier momento haría acto de presencia en la sala y pondría su plan en marcha.

Nathaniel descubrió una caja de cerillas que había en el suelo. Aprisa, encendió las velas, comprobó el incienso y entró en la estrella de cinco puntas admirando, a pesar de la emergencia, la elegancia con la que había sido dibujada. Acto seguido, cerró los ojos, recobró la compostura y rebuscó el conjuro en su memoria.

Tras unos instantes, lo encontró. El humo le había provocado algo de carraspera, así que tosió un par de veces y pronunció las palabras.

El efecto fue instantáneo. Había transcurrido tanto tiempo desde la última invocación de Nathaniel que este dio un respingo cuando el genio apareció en su forma de gárgola y con cara de pocos amigos.

—La verdad es que escoges el mejor momento, ¿eh? —dijo—. ¡Justo cuando tenía al asesino donde quería, vas tú y te acuerdas de cómo se hace lo de invocarme!

—¡Está a punto de empezar! —El esfuerzo de invocar a Bartimeo había hecho que Nathaniel se sintiera un poco mareado. Se apoyó en una pared para recuperar el equilibrio—. ¡Mira, en el espejo! Se están reuniendo. Lovelace está de camino y llevará el Amuleto para que no le dañe lo que vaya a ocurrir. Cre-creo que se trata de una invocación.

—No me digas… Ya lo había averiguado. Bueno, pues venga, ríndete a mis tiernas garras. —Las flexionó a modo de prueba y dejaron escapar un chirrido.

Nathaniel palideció. La gárgola puso los ojos en blanco.

—Voy a tener que llevarte —dijo—. Tenemos que apresurarnos si queremos detenerlo antes de que entre en la habitación. Una vez dentro, el lugar estará sellado, puedes estar bien seguro.

Con reticencia, Nathaniel dio un paso al frente. La gárgola tamborileó los dedos de un pie con impaciencia.

—No te preocupes por mí —le soltó—. No me va a doler la espalda ni nada por el estilo. Estoy cabreado y he recuperado las fuerzas. —Dicho lo cual, lo agarró por la cintura y dio media vuelta para salir, cuando tropezó con el cuerpo tendido en la puerta.

—¡Mira dónde dejas a tus víctimas! Me acabo de golpear el pie con eso.

Salvó los restos de un salto y avanzó a trompicones a lo largo de la galería, dándose impulso con el poderoso aleteo de sus alas petrificadas.

El estómago de Nathaniel se tambaleaba peligrosamente a cada sacudida.

—¡Ve más despacio! —le rogó, sin aliento—. ¡Estoy empezando a marearme!

—Entonces esto no te va a gustar.

Bartimeo cruzó el arco al final de la galería de un salto, no se detuvo ni en el descansillo ni en la escalera y se dejó caer en picado hasta el salón que se encontraba diez metros más abajo. Los alaridos de Nathaniel rebotaron en las vigas del techo.

Medio volando, medio saltando, la gárgola superó el siguiente pasillo.

—Bueno —dijo de forma desenfadada—, acabas de cometer tu primer asesinato. ¿Cómo te sientes? Mucho más hombre, estoy seguro. ¿Ayuda a borrar la muerte de la mujer de Underwood?

Nathaniel estaba demasiado mareado para escuchar, y ya no digamos para contestar.

Un minuto después, el viaje llegó a su fin de forma tan abrupta que las extremidades de Nathaniel se sacudieron como los de una muñeca de trapo. La gárgola se había detenido en la esquina de un pasillo largo, lo había dejado caer al suelo y señalaba en silencio frente a ellos. Nathaniel sacudió la cabeza para que todo dejara de darle vueltas y miró en aquella dirección.

Al final del pasillo había una puerta abierta que daba al auditorio. Había tres personas a un lado: un sirviente altivo que mantenía la puerta entrecerrada, el hechicero con cara de pez, Rufus Lime, y Simon Lovelace, que se estaba abotonando el cuello de la camisa. Un breve destello dorado brilló en su garganta, luego se ajustó el cuello y se colocó la corbata. Lovelace le dio una palmada en la espalda a su compañero y atravesó la puerta.

—¡Llegamos tarde! —silbó Nathaniel entre dientes—. ¿No puedes…? —Miró a su lado, sorprendido. La gárgola había desaparecido.

—Peínate un poco y ve hacia la puerta. Puedes entrar de sirviente. ¡Espabila! —le susurró una vocecilla al oído.

Nathaniel reprimió el deseo acuciante de rascarse el lóbulo; sentía que algo pequeño le hacía cosquillas. Se enderezó, se pasó la mano por el pelo y avanzó pasillo adelante.

Lime ya no estaba allí y el sirviente estaba cerrando la puerta.

—¡Espere! —Nathaniel deseó que su voz fuera más grave y autoritaria—. ¡Tengo que entrar! ¡Necesitan a una persona más para servir las bebidas!

—No sé quién eres —dijo el hombre, frunciendo el ceño—. ¿Dónde está el joven William?

—Esto… tenía dolor de cabeza y me avisaron a mí en el último momento.

Se oyeron unos pasos en el pasillo y una voz autoritaria que gritó:

—¡Espera!

Nathaniel se volvió. Oyó las maldiciones de Bartimeo en el borde de su lóbulo.

El mercenario de barba negra se acercaba a toda prisa, descalzo, con la capa hecha jirones ondeando a su espalda y echando chispas por los ojos azules.

—¡Rápido! —El tono del genio fue apremiante—. Hay un resquicio, ¡cuélate!

El mercenario apretó el paso.

—¡Detenga a ese chico!

Sin embargo, Nathaniel acababa de hundir con fuerza el tacón de su bota en el pie del sirviente. El hombre chilló de dolor y propulsó la mano hacia atrás como una garra. Nathaniel se zafó de ser detenido con un movimiento y, empujando la puerta, se escurrió dentro.

El insecto de su oreja daba botes de inquietud.

—¡Ciérrala en sus narices!

Nathaniel la empujó con todas sus fuerzas, pero el sirviente ya estaba ejerciendo presión desde fuera. La puerta comenzó a abrirse.

En ese momento, la voz del mercenario, tranquila y aterciopelada, se oyó al otro lado.

—No te preocupes —dijo—. Déjale ir. Se merece lo que le espera.

La presión sobre la puerta cesó y Nathaniel consiguió cerrarla de un empujón. Los cerrojos encajaron en su sitio dentro de la madera y oyeron cómo corrían los pestillos.

La vocecita volvió a hablarle en la oreja:

—Ayayay, eso no presagia nada bueno —comentó.